viernes, 30 de abril de 2010

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Capítulo XIX DESPUÉS DE LA DESBANDÁ


XIX
Joaquín no recordaba haber despertado nunca con tan amargo sabor de boca. Creía que la misma pesadilla le había martirizado toda la noche, pero no conseguía recordar los detalles. Sangre y polvo era cuanto acudía a su memoria.
Su primer impulso fue correr a la playa del Chafarino, pero anticipaba lo que el anciano comentaría sobre Viky y continuaba sintiendo gran rechazo ante la idea de oír que la denominaba “prostituta”; pero necesitaba hablar de su hermana Inma y no tenía a nadie más. Dudó un buen rato, mientras sus pies se empeñaban en tomar el tranvía y correr hacia la playa de La Isla. Para resistirse, entró en un café de marineros de la Alameda. En vez de desayunar, bebió cuatro vasos de agua, mientras trataba de ensordecer para los angustiosos comentarios emergidos del runrún mañanero. “Mis niños se están muriendo de hambre”. “Chis, amigo calla, que te van a oír, y ya sabes cómo se las gastan éstos”. “Ahora dicen que Alemania va a invadir toa Europa”. “Como hizo Italia hace pocos años, en Abisinia”. “Po a ver si nos tenemos que meter otra vez en guerras, con las hambres que estamos pasando”.
Quini y sus socios le habían repetido numerosas veces que tenía que darse prisa en ganar medallas, porque podían volver a meterlo en la mili en cuanto los militares descubrieran que había desertado de la Legión al comienzo de la guerra. Siempre había interpretado tales comentarios como argucias para vencer su resistencia a boxear. De todas maneras, ¿qué más daba? Si lo llamaban a filas otra vez, ojalá se muriera, porque su vida ya no era vida aunque hubiera ganado un campeonato de boxeo.
Todavía deambuló un buen rato, de la entrada del puerto al parque y de Gibralfaro a la catedral. Evitaba las callejuelas, muchas de las cuales seguían taponadas por los escombros. Los derrumbes chamuscados continuaban dominando el paisaje de la ciudad, a pesar de los dos años transcurridos.
Los dioses del Chafarino debían de haberle hipnotizado, porque se sorprendió a sí mismo sentado en el tranvía que lo llevaría cerca de la playa. Llegaron a su nariz aromas entremezclados de de caña, salitre marino y plantaciones de algodón de la Industria Malagueña. Olores cotidianos de una realidad catapultada fuera de lo real. Fue como despertar de un sueño al recibir un mazazo en la sien. Había sido testigo de primera fila de los interminables bombardeos caídos sobre Málaga durante siete meses de resistencia, pero todavía le estremecían los escombros chamuscados por doquier, mirase hacia donde mirase, a pesar del tiempo transcurrido. De no haber presenciado tantas explosiones e incendios, ahora no reconocería muchas de las calles que veía desde el tranvía. Más de doscientos bombardeos exterminadores habían caído sobre la ciudad, sin contar los obuses incontables llegados de la mar las semanas anteriores a la invasión. Decían que ninguna otra ciudad había sufrido un martirio parecido y que Franco había declarado que “tenemos que borrar de la faz de la tierra a esa ciudad enemiga”. Involuntariamente, se santiguó; en lo tocante a su propia familia, lo había hecho: los había exterminado, su hermana Inma inclusive, porque vivir loca y prostituta no era vivir. ¿Qué podía decir al Chafarino, si ni siquiera contaba con un plan de rescate de Inma?
-A lo mejor sólo es una que se le parece mucho -dijo el Chafarino después de palparle todo el cuerpo, para “ver” su nuevo aspecto.
-Mi amigo Fali hizo comentarios que me convencieron más todavía.
-Pero tú no estás ciento por ciento seguro.
Joaquín escrutó dentro de sí. Evocó la expresión recelosa de la que cara que se volvió hacia él en la calle Beatas. No tenía duda de que era ella.
-Pondría la mano en el fuego.
-Entonces, tienes que planificarlo muy requetebién antes de ir allí como un ciclón. Pide ayuda a tus compañeros del gimnasio o… Tendrías que hablar con Mani.
-Ayer pasó a mi lado en el coche y me miró por la ventanilla como si tal cosa; por mi salud que se dio cuenta de quién yo era y ni me saludó.
-¿Estás seguro?
-Claro. ¿Cómo va a pasar a un metro de mí sin reconocerme?
-¿Ya llevabas puesto este traje?
Joaquín titubeó.
-…Sí.
-Entonces, no pongas la mano en ningún fuego, porque saldrías chamuscado. Hace mucho más de dos años que no habéis hablado y ni sueña que puedas tener esta pinta de chico pera.
-Pero leerá el periódico, como to los señoritos. Tiene que haberse enterao de lo del campeonato.
-Yo no lo juraría, Joaquín. Podría no leer el periódico habitualmente, podría no haberlo leído ayer o podría haber pasado la página donde estaba esa información porque no le interese el boxeo. Vete a saber. Tienes muchos motivos para tratar de recuperar esa amistad, que tan esencial fue para los dos, pero ahora tienes el motivo del rescate de tu hermana, si es que al final resulta que es ella de verdad.
Joaquín desvió los ojos hacia el mar, liso como el cristal. Para no estropear el traje sentándose en la arena como de costumbre, había sacado una silla del chamizo y miraba al Chafarino un poco desde arriba, ya que el anciano remendaba las redes sentado en un pequeño taburete.
-A veces llego casi a decidirme a ir en busca del Mani, cogerlo de la solapa y decirle “aquí estoy”. Pero siempre me acobardo. No sé lo que podría llegar a hacerle si me desprecia.
El Chafarino sonrió enigmáticamente.
-No le harías nada, Joaquín. Sé muy bien que no eres capaz de tocarle ni un pelo. Ni él te despreciaría.
-Ah, ¿No? Entonces, ¿qué significa lo de ayer?
El Chafarino se encogió de hombros. El Templao estaba obcecado; no podía discutir con él. Si quería convencerlo, debía dar un rodeo.
-¿Qué plan tienes para esta noche, con respecto a esa que crees que es tu hermana?
-Mi amigo Fali me ha ofrecío negociar en mi nombre con la que sea su jefa; pero si no diera resultao, la sacaré de allí a la fuerza.
El Chafarino fingió abstraerse en su labor y calló durante una larga pausa. Revivió en su mente cuando el Templao, diez hermanos suyos y su madre permanecieron refugiados en su chamizo, y el día que desapareció por haberse alistado en la Legión. El hombre sentado a dos metros de distancia era un ser muy particular y poseía grandes virtudes, lo que no velaba nada su condición de impulsivo y primario. Acababa de emprender un camino que podía solucionar su vida, proporcionarle una existencia cómoda, pero no había comenzado a plantearse ni remotamente la necesidad de cuidar ese camino; despreciaba la cautela y no era capaz de pensar en sacar provecho de una relación de amistad. Generoso, valiente, desprendido, honrado y vehemente, pero muy inconsciente.
-Escucha, Joaquín. Si no has hecho planes sobre cómo rescatarla, habrás pensado por lo menos en un plan de vida para tu hermana. De momento vives en una pensión, que no creo que sea el colmo de la comodidad. No tienes casa donde cobijarla. Además, si todo te fuera bien, quizá tengas que viajar mucho por combates. ¿Cómo y con quién viviría tu hermana?
Joaquín bajó la cabeza. El Chafarino tenía razón.
-Supongo que el Quini…
-¿El Quini, Joaquín? ¿Aquel quinqui que ahora ronda los callejones oscuros de los vicios remunerados de los nuevos poderosos?
Joaquín enrojeció al responder que sí.
El Chafarino volvió a callar unos minutos. Al rato, pareció que hacía un gran esfuerzo para decir:
-¿Esperas solidaridad y desprendimiento de ese menda, Joaquín? ¿De Quini? Es una esperanza inútil. No sólo por su pasado, sino por la personalidad mayoritaria de los malagueños. Nos creemos que somos muy solidarios porque practicamos la solidaridad a distancia, como aquella vez que se colectaron más de cien mil pesetas para ayudar por las inundaciones de Sevilla. Pero aquí sólo se conoce esa clase de solidaridad, la de los problemas distantes, los que no se ven directamente. Si un malagueño viera a su vecino babeando y muriéndose de hambre a la puerta de su casa, pensaría “que se joda” y no haría nada. Tu amigo Quini, ése que ahora quiere hacerse millonario a tu costa, no movería un dedo por ti si te viera pobre e incapacitado. Por otra parte, el mundo de la prostitución es muy peligroso, Joaquín.
-Entonces, ¿qué puedo hacer?
El Chafarino sonrió.
-Yo me preguntaría por las personas que sí que estarían dispuestas a comprometerse por mí.

El Templao se cubrió los ojos con las manos. Si quería salvar a su hermana Inma, no tenía más remedio que ir a hablar con Mani.
En cuanto bajó del tranvía, corrió a tomar el de la Caleta en la Acera de la Marina. Le pareció una eternidad lo que tardó en llegar a la casona de doña Elena la de los barcos. Ante la verja completamente restaurada y repintada, se palpó la ropa. No había un cristal en cuyo reflejo mirarse, pero consideró que el traje le proporcionaba buena presencia y la camisa no estaba muy sucia. Se tiró de las mangas de la chaqueta para tapar los puños un poco deshilachados y palpó las mejillas; tenía un par de esparadrapos cubriendo sendas magulladuras del combate del domingo anterior. La de la izquierda recordaba que era medianamente importante, pero no la derecha. Le pareció que ésta había cicatrizado, por lo que arrancó el esparadrapo correspondiente; pero notó inmediatamente brotar sangre de esa herida, un pequeño hilillo que resbaló, manchando el cuello de la camisa. Decidió que no podía llamar a la puerta con ese aspecto, pero vio que la hermosa cristalera emplomada se abría y una sirvienta le hacía señas de que entrara.
Asombrado, echó a andar con vacilación. Descubrió que había alguien tras una persiana veneciana entreabierta y recordó que Mani le había comentado que doña Elena se pasaba la vida en el gabinete, sentada en una mecedora, cotilleando y mirando por la ventana; llamaba a la servidumbre con una campanilla de plata. No le cabían dudas, ella lo había visto y le mandaba llamar; algo tramaba. Sin embargo, trató de comportarse a su modo:
-Querría hablar con don Manuel…
-Lo siento -respondió la sirvienta-, se fue temprano a los muelles. Pero doña Elena me manda llamarlo a usted.
Sin dudar que él acataría la orden de su poderosa jefa, y sin parar su relato, la criada le precedía ya por un salón muy lujoso, parándose ante la primera puerta a la izquierda.
-Doña Elena –dijo entreabriendo la lujosa madera lacada en blanco-. Aquí está el señor…
-Dile que entre.
Joaquín no la había visto nunca con ese aspecto. Sólo con ropa de calle muy formal o en La Goleta, llena de vendas y heriditas de la sarna. Ahora vestía una bata de satén color azafrán, rematada de volantes en los bordes, que le caían en cascada desde el cuello al pecho. Parecía haber rejuvenecido veinte años. Seguramente le ponían algo en el pelo para disimular sus canas y estaba maquillada como una artista.
-Buenos días, Joaquín. Me he enterado de lo tuyo.
El Templao sonrió, pero comenzaba a barruntar dificultades.
-Me alegro por ti. ¿Vienes a ver a Manuel?
-...Sí.
-Pero tengo entendido que no os habéis vuelvo a ver desde aquéllo…
-Es verdad. No ha habío oportunidad.
-¿Y por qué vienes ahora, por sorpresa?
-Necesito hablar con él.
-¿Y por qué tan de repente? Después de lo que ganaste el domingo, no pienso que necesites pedirle trabajo…
-¡No, qué va!
-¿Te das cuenta de cuál es ahora su posición?
-Sí. Claro. Se le ve mucho en el puerto y tó el mundo habla.
-Y, viéndolo constantemente, nunca te has acercado a él. ¿Te das cuenta? Sin que nadie te lo diga, tú mismo caíste en la cuenta de que ya nunca podrán ser las cosas entre vosotros como antes. Eres listo. Él esta destinado a… bueno, ya lo sabes. Y tiene que mirar con lupa con quién se relaciona, ¿lo comprendes?
Joaquín enrojeció. Ni siquiera sintió rabia ni humillación. Él mismo había pensado lo mismo infinidad de veces: a Mani no le convenía que lo relacionaran con él. Bajó el mentón hacia el pecho con ganas de llorar.
-Tiene usted razón, señora. Quédese usted con dios.
Le temblaban débilmente las piernas mientras atravesaba el jardín, pero se negó a trastabillar.
Sentado en el tranvía, Joaquín contempló la exuberancia floral del estallido del verano con un incómodo sentimiento de extrañeza. Había recorrido ese paisaje la primera vez que mantuvo una conversación larga con Mani, el muchacho prodigioso que se había convertido en su hermano y que ahora le había sido vedado por la vida.
Las flores del paraíso, hibiscos, celindros, glicinas, madreselvas, jazmines, rosas, clavellinas, claveles y muchas otras muy raras formaban una extraña mezcla, una especie de catálogo mundial de las flores más hermosas. El Limonar, la Caleta y los múltiples kilómetros del prolongado paseo eran un mundo aparte, adonde no alcanzaban las miserias por las que Málaga estaba pasando. En el asiento de delante, dos mujeres comentaban que casi nadie estaba preparando júas. Una sombra más en la tristeza que dominaba la ciudad, al menos la ciudad que él conocía. Al parecer, los militares que mandaban no querían que el pueblo si divirtiera con ironías sobre el poder, pero las brevas sí habían llegado a su cita con puntualidad.
No sentía frustración ni rencor por el fracaso de la visita a la mansión de la Caleta; doña Elena tenía razón, no debía perturbar la vida ni el futuro de Mani, pero él continuaba sin resolver el problema de cómo ofrecer una vida cómoda a su hermana Inma cuando pudiera rescatarla.
Sentía un vacío helado cuando se apeó del tranvía en la Acera de la Marina. Deambuló por el dédalo de callejuelas en ruinas sin tener claro qué hacer ni a dónde ir. Faltaba mucho para el almuerzo y bastante más para ir a la calle Beatas, en busca de Inma. Sin proponérselo y como un sonámbulo, se encontró a la puerta de la sastrería donde trabajaba Fali, pero contuvo sus ganas de entrar porque no quería que el sastre permitiese a Fali a salir antes de su hora por ser él quién era. Además, en el fondo, todavía sentía reparos porque la gente pudiera sacar conclusiones erróneas de su relación con un hombre cuya virilidad podía estar en entredicho.
Sin embargo, esperó. A la una y cuarto, Fali salió canturreando “Don Triquitraque” entre dientes.
-¡Vaya, Joaquín! ¿Qué haces aquí?
-¿Te hace un pedro?
-Claro.

Fali conocía a fondo la biografía reciente del Templao. En el primer momento, atribuyó la visita al aburrimiento que debía sentir al no tener que trabajar en el puerto, pero a continuación recordó el plan de rescatar a su hermana. Aunque ni él lo supiera, la impaciencia había conducido sus pasos.
-¿Cuáles son tus planes pa esta noche?
Sin mencionarlo, Joaquín entendió a qué se refería.
-Sea quien sea quien mande allí, ni aunque fuera el lucero del alba, a mí no me van a impedir llevarme a mi hermana. Por éstas.
Fali asintió a su propio pensamiento. No iba a conseguir disuadirlo, porque ambos habían descartado la idea de negociar con la madame.
-¿Vas a ir solo, Joaquín?
-Me basto y me sobro.
Fali volvió a asentir en silencio.
-Pos mira tú, aunque yo no sirva pa una mierda en una pelea, iré contigo.
Joaquín lo miró con gratitud, pero con la firme determinación de no aceptar el ofrecimiento. Después de tomar unos vinos con él, pretextaría ir a orinar y le daría de lado.
Tomaron tantos tragos y comieron tantos búzanos y camarones, que Joaquín perdió las ganas de almorzar y volvió a la pensión para echar una siesta. Durmió casi toda la tarde, despertando cuando aflojó el calor. Dudó si encaminarse al gimnasio en busca de sosiego, pero temió rendirse al impulso de contar al Tetúo lo que iba a hacer, lo que ocasionaría una discusión o que su entrenador se empeñara en acompañarlo, con lo que correría un riesgo muy peligroso para un padre de familia. Él no tenía a nadie en el mundo, nada más que esa hermana que necesitaba rescatar.
De nuevo sintió el impulso de ir a hablar con el Chafarino. Ahora no pensó en el agravio de oír llamar “prostituta” a Viky; en lugar de ello, se preguntó qué podía hacer el anciano ciego, sino hablarle de dioses míticos o de Mani. Poseidón no saldría del agua para acompañarle a rescatar a Inma y Mani le estaba vedado.
Le sobraba un buen rato hasta que hubiera movimiento en la calle Beatas, por lo que dio un rodeo; al pasar ante la fachada principal de la catedral, sintió en los hombros el peso de la escena espantosa que había presenciado dentro, en compañía de Mani, cuando buscaban afanosamente a Inma ttas su primera escapada. El húmedo y viscoso purgatorio de ancianos moribundos y niños muertos. Entró sin apenas proponérselo; aún había en los muros restos de las humaredas de las fogatas encendidas por los miles de refugiados que hubo en el interior, pero habían limpiado ya las cristaleras. Los últimos resplandores del atardecer, casi horizontales, encendían una explosión sideral en los ventanales situados a su espalda. Se volvió hacia los haces multicolores de luz, murmurando una súplica a la cara encendida de Cristo; que no lograran impedirle rescatar y redimir a su hermana; no sabía que, cuatro años antes, Mani había rogado a la misma imagen encontrarlo a él después de que hubiera herido a Serafín, el hijo del barbero.
Precisamente, fue Serafín el primer rostro conocido con que se cruzó tras abandonar la catedral. Le pareció que se reproducía la escena de aquella noche de la quema de júas de 1934, cuando Serafín intentó matarlo y Mani le salvó la vida; Serafín vestía igual que aquella noche y también iba acompaño de varios camaradas uniformados. Las diferencias eran pocas; todos eran algo mayores, insultaban a la gente más modesta con quienes se cruzaban y su descaro era más jactancioso aun.
Hasta ese instante, no había vuelto a pensar en el joven que tan determinante había sido en sus peripecias y en las dificultades compartidas con Mani durante cinco años. De pronto, sintió mucho miedo. Su foto y la victoria habían aparecido en el periódico. No le cabía duda de que Serafín desearía vengarse por el testículo que él le había arrancado; como ahora la situación política le favorecía, si llegaba a darse cuenta de quién era el que anunciaban como el “Acero Templado”, querría arrollarlo.
Se esforzó por sacudirse el nuevo miedo, porque en ese momento necesitaba de toda su entereza; ya había oscurecido y podía emprender su misión.
Se encaminó hacia la calle Beatas; sin darse cuenta, se alzó las solapas como si ellas pudieran embozarle. Temía mucho más al Serafín y sus camaradas que dejaba atrás que lo que le esperaba en el lenocinio.

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jueves, 29 de abril de 2010

Capítulo 2 EL OCASO DE LOS DRUIDAS


2
La túnica era leve, semejante a un sayo carente de ampulosidad y sólo le cubría hasta media pierna, pero se enganchaba a las zarzas a cada paso, porque no era fácil desplazarse a través de la densa vegetación del alisar bajo la luz difusa de la semipenumbra permanente del bosque, luz casi eclipsada por la niebla. Para colmo, tenía que evitar que sus pies resbalaran en el musgo cada vez que un sobresalto la obligaba a dar un respingo. No eran los bramidos de las bestias lo que alteraba la concentración de Divea, sino otras clases de sonidos, como el gemido de los urogallos, que en ocasiones le parecían lamentos de personas sufrientes.
A pesar de todo, los ojos de Divea eran capaces de localizar las hierbas, que Galaaz le había encargado, entre los líquenes y las gotas copiosas que la niebla depositaba en las hojas, en las agujas de los pinos y en las flores. A lo largo del tronco de los árboles llegaban a ser hilillos de agua que caían mansamente hacia el manto de limo y los macizos de helechos que alfombraban el bosque, perdiéndose entre los hongos, las procesiones de hormigas, los escarabajos y los coloristas arbustos de rododendros recién florecidos. En algunos casos, más que encontrarlas parecía que las hierbas la encontrasen a ella, porque cuando pasaba de largo sin advertir la cercanía de una especie importante de la lista de Galaaz, algo en su interior se conmovía, como si un ser inmaterial la llamase desde otra dimensión y un impulso difícil de resistir la obligara a acercarse al rincón concreto donde tal especie abundaba, aunque ya lo hubiera dejado atrás. De cualquier modo, llevaba desde el comienzo de la exploración un ramito de xesta sujeto al pelo, porque esa planta de flores amarillas era un conjuro infalible contra los malos espíritus y una buena baza para favorecer la inspiración y el sentido común.
Según iba eligiendo y atando los pequeños haces, el cesto enganchado a su brazo izquierdo comenzaba a pesar mucho. Ella era tan fuerte como todos los miembros de su clan, gente robustecida por la Naturaleza que en el bosque era sustento y hogar, pero sólo tenía catorce años y ese cesto había sido trenzado para el brazo de un adulto. Sin embargo, no quería volver al mirador del castro, donde Galaaz pasaba la mayor parte de su tiempo, sin completar el pedido de su amado bisabuelo, y decidió seguir. Galaaz ya no era capaz de andar y el fiel Lugaro tenía que transportarlo en una carretilla que había construido con tablas de pino y tronquitos de aliso. No podía decepcionarle, a pesar de que las sombras crecían entre la maleza y la maraña de bejucos colgados de los árboles. El día iba decayendo entre tinieblas que comenzaban a parecerle corpóreas, como si seres amenazadores la acechasen embozados detrás de todos los troncos.
Debería sentir miedo; todas sus amigas se lo decían, admiradas de una intrepidez que sólo poseían quienes habían sido tocados por la diosa. A Divea le divertía esta suposición; ¿ella tocada por la diosa?; más valía creer que las serpientes volaban. Era una muchacha demasiado sencilla para creerse poseedora de ninguna clase de privilegio. Si la diosa considerase que tenía que tocar a alguien del clan, seguramente no sería ella en quien se fijara. Pero era verdad que no solía sentir miedo.
Un rumor no demasiado lejano puso todos sus sentidos alerta y le reveló que no había sido presa de alucinaciones al creer ver cuerpos difuminados por las brumas. Para asegurarse de encontrar hasta las hierbas más raras, había elegido una parte del bosque muy alejada de los caminos más frecuentados, pero los peregrinos de la cruz estaban trastornándolo todo. Abrir sendas diferentes de las seculares constituía para su pueblo un tabú que a nadie se le ocurría transgredir, mas para esos peregrinos cubiertos de toscos mantos oscuros no sólo era aceptable, sino su manera habitual de proceder. Si se descuidaba, iba a toparse con uno o varios de esos hombres siniestros y mal encarados que se abrían paso entre la maleza a golpes de machete.
Tal posibilidad era mucho más temible que verse cara a cara con las peores bestias del bosque. Siempre había conseguido salir airosa de sus encuentros con las alimañas; ningún lobo, onagro, uro ni oso la había atacado jamás, y se había encontrado con muchos, aunque tal vez no suficientemente cerca. Pero los peregrinos de la cruz maltrataban de modo atroz a las mujeres de su pueblo y algunas habían muerto quemadas en hogueras.
Tenía que alejarse de ese lugar.
Se adentró hacia una parte de la jungla donde nunca había estado antes. Aunque todo el paisaje era un cuadro impreciso de tonos desvaídos por la niebla, notó que ascendía una ladera. Inesperadamente, tuvo un presentimiento muy vivo, imposible de ignorar. Algo importante iba a ocurrir cuando coronase ese altozano; no podía imaginar el qué, pero la convicción creía conforme la senda se volvía más empinada. No sentía el menor temor, sino exaltación. Iba a encontrar un venero ignorado por el clan. La diosa se lo iba a revelar. La convicción era tan fuerte, que su pecho se dilató para abarcar la emoción.
Entonces, lo vio.
En realidad, fueron dos cosas extraordinarias las que vio al mismo tiempo. El manantial brotaba rumoroso de una boca invisible, porque estaba cubierta de helechos y hermosas flores; sobre una roca negra situada casi encima del chorro de agua fresca que manaba con abundancia, un oso de pelaje muy oscuro, el mayor que había visto jamás. Divea se detuvo, preguntándose qué le convenía hacer. Si huía, el oso podía alcanzarla en dos zancadas. Si lo miraba demasiado fijamente a los ojos, tal vez se enfurecería, lo que podía ser muy peligroso. Aunque nadie perteneciente a su clan lo hubiera padecido, sabía que un zarpazo de las fuertes garras de un oso podía rebanar el cuello de un hombre. Mucho más el suyo, tan frágil aún.
Pero si la diosa le había hecho descubrir el manantial, la madre Dana no podía encontrarse muy lejos; ese manantial debía de ser su morada y seguramente asistía a la escena; estaría mirándola al menos con indulgencia.
De improviso, ocurrió algo que permanecería mucho tiempo en su memoria, como si la escena se prolongase en el tiempo. El oso, que se encontraba erguido en el primer instante, agachó las patas delanteras no una, sino varias veces. De ser más crédula y fantasiosa, Divea hubiera podido suponer que se trataba de una especia de reverencia que el animal repetía para despejarle las dudas, como si quisiera dejar claro el homenaje. Pero no era posible. Tales cosas, si ocurrían, sólo podían sucederle a un druida o, acaso, a un bardo. En modo alguno iba a rendirse un animal ante ella como si descubriera en su frente un toque divino que no poseía. Ella no había recibido esa clase de distinción y jamás la recibiría.
Tenía la mente demasiado ocupada en calcular si iba a poder completar la recogida de plantas para su bisabuelo, como para comprender todas las cosas insólitas que el oso hizo a continuación.
Luego de repetir cuatro o cinco veces la postración sin dejar de mirarla a la cara, pareció dudar. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, como si quisiera asegurarse de tener una vía de escape de algo que dio muestras de temer. Poco después, fijó su mirada en un punto situado a su derecha y cabeceó, como si asintiera. A continuación, repitió el ademán parecido a una postración y se giró suavemente para echar a andar en la dirección opuesta al punto donde Divea se encontraba.
La muchacha sintió un escalofrío. La escena iba a pervivir en su memoria con todos los detalles durante mucho tiempo, pero en ese momento prefería pensar en las hierbas que aún le faltaba recolectar antes de que la noche cerrase del todo.


miércoles, 28 de abril de 2010

III entrega LOS PERGAMINOS CÁTAROS


Terminada la misa, mossen Peir llamó con un gesto al joven sacerdote.
-¿Qué te ha hecho bajar de Tredòs, tan temprano y con un tiempo tan crudo?
-Necesito confesarme, padre. Me han dicho en la vicaría que vuestra reverencia se encontraba aquí…
-¿Y no podías aguardar un par de días? Mi siguiente visita será a tu parroquia.
-No podía, padre. Por ello he tenido que someterme a los controles insolentes de los soldados franceses, tanto para entrar en Vielha como para salir luego hacia acá. Tales agravios a los servidores del Señor no deberían consentirse.
Mossen Peir miró alrededor, por si había alguien lo bastante cerca como para oír la arriesgadísima queja de Laurenç, temerario fanático incapaz de evaluar la arbitrariedad del ejército napoleónico. Supuso que nadie lo había escuchado, aunque tres de las lozanas muchachas de Vilac parecían esperar, cerca de la salida, para hablar con él pero no para confesarse, lo que le produjo chiribitas en el corazón. Con un gesto, indicó al párroco de Trèdos que se dirigiera al confesonario.
Diez minutos más tarde, mossen Peir se apresuró a dar la absolución con impaciencia; a pesar de que Laurenc no había rematado su última frase, se alzó y lo empujó hacia la sacristía.
-Escucha hijo –le dijo sin permitirle protestar-. Tienes que serenarte y valorar la jerarquía de las cosas con sentido común.
-No comprendo, padre.
-Te faltan unos cuantos lustros para que tu vigor se atempere. Y veo que en aquellas soledades de Tredòs no podrás esperar a solas que los años curen tus ansias.
-¿Debo pedir al señor obispo la caridad de trasladarme?
Mossen Peir no contestó, limitándose a fruncir los labios mientras cabeceaba con impaciencia. Tras una larga pausa, dijo con tono severo:
-Lo que tienes es que impedir que tus ansias malogren tu apostolado. Necesitas compañía y ayuda para sobrellevar el frío de Tredòs y el vacío de tu… vida.
-Sigo sin comprender.
-Escucha, Laureç. Seguramente por la caridad de Nuestro Señor, se da una afortunada coincidencia. Conozco a una joven señora nacida en Les, pero madurada en Zaragoza, que ha de cuadrar con tus necesidades. Sé de buena ley que en ella se aúnan virtudes que complementarán de maravilla tu trabajo.
-¿De quién habláis, padre?
-De Marianna, una aranesa que se quedó huérfana a los siete años, cuando aquella terrible epidemia que asoló al valle. Un sacerdote aranés que hizo carrera y fortuna en la diócesis de Zaragoza conoció su desgracia, se compadeció y se la llevó como protegida a su residencia. Y mira si fue bueno para ella y ella buena para él, que alcanzó el deanato mientras que ella, a quien todos consideraban la sobrina, brilló como gran dama en los mejores salones de la burguesía aragonesa.
Laurenç miró alrededor, temiendo que las palabras del arcipreste pudieran hacer emerger llamaradas del infierno. Todavía sentía el escalofrío causado por las figuras contempladas media hora antes en la pila bautismal, que le habían hecho distraerse de la misa: un monstruo, un dragón demoníaco, circundaba la pila mientras parecía proteger a una figura, tal vez una mujer desnuda, lo que le había producido gran desasosiego. El arcipreste detectó la tormenta interior del cura. Sonrió, le echó el brazo por los hombros y argumentó murmurando en su oído durante más de una hora.



Las soledades de Tredòs se agravaban por el silencio, que a Laurenç le parecía el de un limbo al que hubiera sido condenado ya en vida. Ni siquiera el impetuoso arroyo, que valle abajo se convertiría en el Garona, producía más que un rumor. ¿Debía seguir aceptando la invitación de Mossen Peir, que en realidad había sido una orden? ¿No le obligaban el voto de castidad y la fe a correr a Vielha para desdecirse y someterse luego a la más dura de las penitencias?
Sentía sacudidas de la conciencia que le causaban náuseas mientras cumplía una de las órdenes del arcipreste. Tenía que construir una habitación adosada a la casa cural, ya que la vivienda era demasiado pequeña y sólo poseía un cuarto, el del párroco. Puesto que la aranesa de Zaragoza, Marianna, debía aparecer ante la feligresía como una sobrina lejana aposentada como asistenta, tenía que proveer una habitación para cubrir las apariencias.
Esta necesidad de fingir, de ser hipócrita, aumentaba su turbación y las quejas de su alma. El desconcierto y la angustia proyectaban sus brazos con ímpetu furioso, su habitual e instintiva manera de desahogar los ardores del pecho. Se encontraba picando la pared exterior de la casa cural, para abrir una trocha donde enraizar el muro de la nueva habitación. A cada golpe, suplicaba a Jesucristo que le diera una señal con que sentirse menos miserable. ¿Era un pecado tan monstruoso construir esa habitación? ¿Estaba arriesgando la vida eterna de su alma prestándose al requerimiento de mossen Pèir?
Uno de los golpes hizo saltar lo que, pareciendo un sillar macizo, era sólo una pequeña losa que disimulaba un hueco demasiado cuadrado y regular como para ser accidental. Con toda seguridad, se trataba de un nicho minúsculo practicado intencionadamente en la piedra. Devoto y emocionado, creyó que ésa era la respuesta que el Señor daba a sus plegarias. Tanteó el interior del hueco, pero era demasiado estrecho para las dimensiones de su mano.
Arrancó del árbol más cercano una vara menuda, con la que hurgó en la cavidad y tras varios intentos, puesto que la vara era demasiado flexible y se doblaba al tropezar con lo que había dentro, consiguió extraer un envoltorio. Se trataba de un trozo de pergamino con unas extrañas inscripciones que no pudo descifrar. Pero lo más llamativo era lo que el pergamino envolvía; una piedra de naturaleza desconocida para él, casi una gema, de forma cúbica, en una de cuyas caras aparecía grabado en bajorrelieve una especie de ojo, o pez, sirviendo de base a tres cruces.
¿Qué misterio escondían la piedra y las frases en un idioma desconocido? ¿Se trataba de una señal divina para traerle el anhelado consuelo o era, en realidad, un objeto satánico que abonaría su candidatura irremisible al infierno?
Cayó de rodillas, entre súplicas a Jesús para que se compadeciera de él e iluminase su entendimiento.

martes, 27 de abril de 2010

INDIANOS.´Incógnita/2


A pesar de su antigüedad milenaria y su persistencia, que pareciera motivar un impulso insoslayable de nuestra especie, en la génesis de la emigración siempre hay alguna calamidad; pobreza, invasión de otros pueblos, humillaciones, hambre o esclavización por parte de poderes extraños. Hasta el Éxodo de Moisés fue una emigración para librarse de la odiosa esclavitud faraónica a que estaban sometidos. Todavía casi acabando el siglo XX, en 1996, vimos unas imágenes que nos parecían escenas de la Biblia: más de quinientos mil hutus huyendo del exterminio. No resulta probable que se haya emigrado en masa nunca porque sí, por el placer de conocer otras tierras.

De manera bastante irónica, un cubano llamado Leocadio Machado, de origen portugués, escribió sobre los indianos:
“Eran inconfundibles, orondos, sonriendo a diestro y siniestro, enseñando un puñado de dientes de oro que les iluminaban la boca y con sus leontinas, también de oro puro, colgándoles del chaleco descaradamente. Con el veguero entre los labios, bien machacado, babeando de gusto a punto de apagarse, y el jipijape cubano cubriéndoles la cabeza. Con las barrigas hinchadas como bombos de tanto arroz con frijoles y tanta yuca y quimbombó. Y es que la mayoría venía de Cubita la Bella que por aquel tiempo era la niña bonita de la emigración, mucho antes que Venezuela se ganara a pulso el honroso sobrenombre de la Octava Isla Canaria. Los indianos por aquel entonces regresaban con sus pesos contantes y sonantes amarrados en la faltriquera, producto de tantos años chapando caña bajo soles de justicia, sudando en los trapiches o participando en las faenas del tabaco. En cuanto avistaban en el horizonte la silueta del Teide se les enviaban racimos de besos volados. Ya en tierra, cantaban el himno del regreso con música y ritmo de la chamelona mientras respiraban, todos de golpe y con ansias, los viejos aires del terruño, añorados una y mil veces en los años de la lejanía. Y demás, a buscar aposento en el lugar que los vio nacer. Allí, en sus pueblos de origen, contoneándose como pavos reales, se construían casas nuevas con más ventanas y las puertas de entrada más anchas que las que dejaron. Después se sentaban junto a ellas, en los atardeceres, a contarle a los vecinos lo bien que se vivía en Santiago, el mucho trabajo que había en Camagüey, cuánto había crecido La Habana y lo hermosas que eran las mulatas”.
Retrato algo inclemente que, evidentemente, se queda en lo superficial y no ahonda en sentimientos ni motivaciones profundas.

Menos conocidos que otros casos son los canarios que actuaron como arietes en la colonización de grandes áreas de América. Entre ellos, los ileños de Luisiana:
Poco tiempo después del Descubrimiento, la corona de Castilla favoreció y subvencionó la emigración de canarios para la colonización y de América. Casi todos eran soldados. Más tarde, fueron artesanos y campesinos con el objeto de establecerse y fundar con sus familias industrias y poblaciones, y, especialmente repoblar muchas localidades que, pasados los primeros ardores del Descubrimiento, experimentaban más despoblación, como varias islas del Caribe. A Santo Domingo fueron familias de agricultores, con equipamiento de aperos de labranza y materiales para la edificación de viviendas; en 1545 se obligó a Francisco de Mesa a fundar un pueblo en Montecristo, con 30 vecinos casados en las Islas Canarias. Estos hechos ocasionaron la salida masiva de habitantes creando una verdadera despoblación en Canarias, que motivó que se prohibiera la salida de vecinos, indispensables para la defensa de las islas. En el siglo XVII había aumentado peligrosamente la presencia de extranjeros en las colonias españolas e interesaba reforzar la proporción de súbditos leales. En 1659, para evitar la pérdida de Jamaica, "nada mejor que una armada despachada de la península cargada de gentes que han de ser de trabajo y provecho, como lo es la de las Canarias". En esta época es cuando se experimentó un flujo de emigración canaria muy fuerte hacia Cumaná, Venezuela, Antillas o Florida

Emigrar es un acto muy doloroso. Como en la canción “Maitechu mía” que escribió el granadino maestro Alonso (autor también de otros mitos como “Banderita” y “Pichi”), el emigrante lo deja todo atrás, inclusive el amor de su vida, para luchar por el dinero y, algún día, como decía la canción, “al verse rico volver por ella”.
Por dejar sentimientos a sus espaldas, el emigrante hasta abandona jirones del alma entre el núcleo de sus raíces, y cuando regresa a recuperarlas, las raíces, como todo organismo vivo, las encuentra evolucionadas y le resulta muy difícil reconocerlas. Si es que puede hacerlo, porque muchas veces no lo consigue, ya que conserva una imagen congelada en la memoria que no tiene nada que ver con lo que observa al bajar del avión. Se han dado muchos casos de emigrantes que regresan a su lar y, ante el desconcierto de no poder identificarlo, les pasa como a la Penélope de Serrat –que no reconocen la cara decrépita de su amor- y se dan media vuelta para volver innortados y sin ánimos al país de acogida, donde envejecen y hasta mueren.
Ni el emigrante que vuelve es completamente el mismo que se fue ni la tierra que encuentra es la que dejó. Se mueven las olas, crecen o mueren los árboles, unos prosperan y otros se desesperan; ninguna población permanece inmutable en el tiempo, como la de aquella película musical Brigadoon de Vicente Minnelli, un cuento lleno de magia y misterio que protagonizó Gene Nelly. Al contrario que Brigadoon, que reaparecía cada cien años sin haber cambiado ni un chorro de su fuente, las personas reales, los paisajes, los países y las ciudades nunca paran de cambiar. El tiempo es un enemigo invencible de la nostalgia.
Ciertos autores, algunos catalogados por el Instituto Cervantes, relacionan “indiano” con “frustración”. Hay que resaltar que los primeros que veían sus vidas en cierta manera malogradas eran los propios indianos, que encontraban más suspicacia y rechazo en sus anhelados paisanos que comprensión y bienvenida.
El despiste y la perplejidad del emigrante que volvía afanoso en busca de lo que añoró durante los años más duros de su vida, es seguramente uno de los factores que dieron pie al fenómeno no demasiado optimista de los indianos en la literatura, que ya en la primera mitad del XIX dramatizaba el Duque de Rivas en su “Don Álvaro o la fuerza del sino”.
Arquetipo del espíritu trágico del romanticismo, y en el romántico escenario de Sevilla, el personaje de Ángel de Saavedra acumulaba en sus faltriqueras el pesimismo de todos los indianos inconformes con la fatalidad de su sino. Aunque es inverosímil que alguien tenga tan mala suerte como él, no dejaba de participar en cierto modo del anhelo del antiguo emigrante por alcanzar la felicidad que muchos le niegan.
El fenómeno ha sido tan recurrente y tan extenso, que nuestra literatura se vio obligada a prestarle atención como hemos visto (aunque no toda la que hubiera debido), pero en términos generales se aprecia en los autores –salvo los que fueron emigrantes ellos mismos- la asunción y la participación de unos prejuicios sociales que siempre han sido sumamente injustos y, a la vista de lo escrito sobre el tema, se nota que jamás hicieron los pueblos ni los literatos el indispensable esfuerzo de comprensión.

Hay un personaje casi paradigmático en nuestra zarzuela, Juan el Indiano, de Los Gavilanes. En él se resume aproximadamente la arquitectura de motivos e impulsos de los indianos y uno llega a suponer que el autor debió de vivir la experiencia en carne propia o conocerla de cerca. Tal como se desarrolla el libreto en la escena, el público percibe a ese indiano superficialmente como el “malo” de la historia, sin ahondar en el dolor y la perplejidad que sentiría el personaje de ser real, porque no es posible leer entre líneas en un texto teatral y muchos menos si es cantado. Emigrado pobre muchos años atrás, siendo muy joven, Juan regresa rico pero ya maduro a su pueblo marinero, pensando, como el amante de Maitechu, en recuperar su amor. Pero Juan tiene en la memoria una imagen detenida en el tiempo del fervor romántico y de ese amor, y la cara que recuerda no se parece casi nada a la que encuentra, por la que los años no han pasado en balde. Aquella muchacha llamada Adriana se ha hecho mayor, está casada y es madre de una hija, Rosaura. El escalofriante drama consiste en que Juan el Indiano reconoce en la hija, Rosaura, la cara de su amor añorado y se enamora de ella, amparado por los poderes que le da su riqueza. Pero Rosaura tiene ya un amor, Gustavo, y no presta oídos al nuevo poder que Juan representa. Despreciado y despechado, Juan compra todas las deudas de la familia de Adriana y Rosaura con objeto de hacer méritos para casarse con la muchacha, que está siendo presionada porque el pueblo en pleno considera que el dinero de Juan va a ayudarles a redimir la pobreza del villorrio. Los vecinos esperan cada uno su prosperidad personal por obra de Juan y temen que los desdenes de Rosaura puedan malograr su esperanza. Mientras, el Indiano canta:
“Oh, país del oro,
me diste un tesoro
que con mi trabajo
supe conquistar…”
Juan el Indiano ya no es el muchacho pobre e insignificante que emigró porque no encontró otro camino de escapar de su desdicha. Ahora representa de modo muy visible y ostentoso la opulencia y el poder que la mala literatura tradicional suele motejar como odiosos, y la maledicencia y la solidaridad con Rosaura y Gustavo va poniendo poco a poco a los pueblerinos en su contra a pesar de la ambición colectiva. Juan sigue cantando:
“El dinero que atesoro,
todo el oro
nada vale para mí…”
El Indiano siente que está perdiendo sus posibilidades de reencontrar un amor que ya no existe y se desespera hasta el punto de actuar movido más por el despecho dolorido que por el amor. El desarrollo posterior del libreto, aunque exprese con un “happy end” traído por los pelos la moraleja facilona tradicional de la comedia, sugiere sin nombrarlo el dolor estupefacto de un hombre que al regresar rico habiendo sido pobre, comprueba de hecho que lo ha perdido todo.

lunes, 26 de abril de 2010

La condena de Sísifo/2 -LA DESBANDÁ


Elena Viana-Cárdenas James-Grey acechaba junto a la ventana, aguardando con impaciencia expectante, como cada vez que mandaba a Rafael al hospital. Ya no podía tardar, porque faltaba poco para el almuerzo y el mayordomo aún tendría que cambiarse de ropa para servir la mesa. A diario, intentaba racionalizar sus impulsos para identificar el origen verdadero, porque cualquiera de sus familiares que se enterase de lo que estaba intentando calificaría su proceder de "chochez caprichosa" de una mujer que había actuado como un hombre la mayor parte de su vida y que, a los sesenta y siete años, se aburría a causa de la inactividad. Todos, particularmente su hija Rita, que imperaba ahora en la casa relegándola a ella al papel de "reina madre" sin reino efectivo, calificarían de insensantez o antojo senil lo que venía rondándole la cabeza. Por ello, había tenido que obtener la promesa de silencio de Rafael, coaccionándole con la dureza que empleaba antaño para dirigir la naviera.
Eran casi las dos de la tarde cuando lo vio llegar en el coche y, mientras se le acercaba presuroso, frunció los labios al advertir que no sólo traía de vuelta el paquete de esa mañana, sino también el del día anterior, que no había sido abierto.
-No hay manera, doña Elena -dijo el criado entre jadeos, mientras se sacudía con las manos el polvo de las perneras del pantalón-. Dice la monja que la madre del niño no quiere ni ver sus regalos y que ha dao orden de devolverlos.
Elena frunció los labios. La mueca no era completamente de enfado, pues solapaba su admiración. Paula era tozuda, tenaz e imposible de convencer de algo que ella no quisiera convencerse. "De casta le viene al galgo", se dijo. En alta voz, preguntó:
-¿Te han dicho algo de cómo está Manuel?
-Sí, doña Elena. Parece que ayer amaneció sin calentura y ya no le ha vuelto a subir, y no como las otras dos veces, que parecía que sí y luego, po que no. Ahora, dicen que a lo mejor vuelve en sí enseguía.
Elena sonrió. Más con los hermosos ojos violetas que con los labios.
-Entonces, ve otra vez esta tarde, a enterarte de si la mejoría se confirma. Si fuera así, te quedarás de guardia, pa avisarme en cuanto despierte, porque iré a hablar con él antes de que la madre pueda ponerlo en guardia contra mí. Que ya viste cómo se portó el niño cuando fuiste a hablar con ella; el día que pasó por aquí huyó como si yo fuera el diablo, y no estoy dispuesta a que vuelva a hacerlo.

La silueta de la pared estaba difuminándose bajo un torrente de cal teñida de rojo almagra. Le causaba mayor pavor esa catarata rojiza que la silueta misma, de la que había olvidado que le quitaba el sueño en un pasado remoto que pertenecía a una etapa de su vida que había superado ya. Hoy no le desvelaba el miedo a la figura imprecisa de mercurio que siempre amagaba los zarpazos pero nunca llegaba a darlos, que amenazaba pero no hería, que se colaba por los balcones perfumados de albahaca sólo para incordiar; en realidad, nada podía desvelarle salvo la voz que sonaba tan conocida aunque no lograra identificarla. Parecía recitar una salmodia, como quien lee rutinariamente por orden del maestro en una escuela; de vez en cuando, escuchaba otra voz, ésta ronca y aguardientosa como la de los marineros, que debía de pertenecer al maestro. Pero era el alumno quien hablaba sin parar:
-Mani, que como me dijeron las monjas esta mañana que puedes recuperar el sentío de sopetón, po que he venío otra vez porque no quiero perdérmelo. Te juro por mis muertos que me dará un alegrón más grande que el monte Gibralfaro pero es que no tengo más remedio que estar aquí cuando despiertes pa que no vayas a meter la pata.
¿Quién trataba de evitar que metiera la pata y en relación con qué?
-Y mira tú por dónde, que si no hubiera querío venir, resulta que no habría tenío más remedio, porque el Chafarino fue a buscarme al puerto pa que lo trajera; es que ayer se enteró de lo que te había pasao y también se le ha quedao chica la camisa por lo que tú pudieras largar. Está aquí conmigo...
-Creo que te escucha -indicó Omar Medina-; ha puesto el cuerpo en tensión.
La voz aguardientosa también le sonaba conocida. ¿Quién podía ser?
Guaqui el Templao examinó a Mani. En efecto, tal como indicaba el Chafarino se percibía un movimiento en los párpados que nunca había notado en las demás visitas, como si quisiera abrir los ojos. También fruncía la nariz. Y los codos presionaban contra el colchón, como si intentara alzar los hombros. Se preguntó si un ciego podía detectar todos esos detalles y volvió a dudar que el Chafarino fuese realmente ciego.
-Po eso, que el Chafarino también quiere evitar que te vayas de la lengua, porque lo que se puede armar es más malo que el sebo de carro. Imagina, los falangistas están cá día más envalentonaos y cualquiera de los suyos es pa ellos como si fuera la Virgen de Zamarrilla. Supónte tú que tus hermanos van y le meten mano al Serafín, ¿tú qué piensas que harían los falangistas, quedarse achantaos? Nanay de la China, Mani.
-¿Pero no han metío en la cárcel al Serafín? -preguntó Mani, sintiendo que su voz sonaba diferente de como la recordaba.
El Chafarino se estremeció.
-¿Estás consciente? -preguntó.
-¿Es usted el Chafarino? -Mani no conseguía mover los párpados
-Sí, hijo.
-¿Por qué no abres los ojos? -la voz del Templao sonaba ahogada por un sollozo.
Mani sintió una alegría inmensa al comprender que era él, de verdad. El joven más popular del barrio se había convertido en su amigo.
-Lo estoy intentando, pero me duele mucho la luz. Oye, Guaqui, ¿por qué no han metío al Serafín en la cárcel?
-Nadie sabe que fue el Serafín el que te disparó -respondió Guaqui y, al hacerlo, oyó a sus espaldas una áspera exclamación.
Tuvo un sobresalto al volver la cabeza. Antonio, Paco y Miguel se encontraban en la mitad de los doce o catorce pasos que distaba de la puerta la cama de Mani, parados de repente como si les hubieran golpeado en la cabeza. Miguel tenía desorbitados los ojos y por su rictus de dolor parecía que alguien acabara de clavarle un puñal en el pecho; de esa dolorosa manera comprendía que Angustias se había convertido esa mañana, junto a la parada del tranvía, en algo mucho más importante que la posibilidad de un revolcón en el huerto de La Virreina. Paco apretaba los labios como si quisiera ayudarse a pensar con rapidez; desde principios de octubre, y sobre todo desde lo de Asturias, se había desatado triunfal y arrogante la represión contrarrevolucionaria y participar en un escándalo vecinal, con riesgo de ser detenido, sería muy contraproducente para los planes del partido. La expresión de Antonio era como una tormenta un instante antes de descargar el rayo.
-Conténte, Antonio -murmuró Paco-. Lo importante es que el niño se recupere. No le des un susto.
-Sí, tranquilízate -murmuró a su vez Miguel, que sentía que un peso insoportable había sido descargado sobre sus hombros y maquinaba cómo hablar con Angustias mucho antes de la cita ante la sacristía de San Felipe, mientras aferraba el codo de su hermano mayor.
-Ustedes no estáis bien de la cabeza -masculló Antonio, rechazando la mano con que Miguel le contenía-. Quedarse con el niño, que yo voy a un mandao.
-No te muevas, Antonio -ordenó autoritariamente Paco-. En cuanto salgamos del hospital, pensaremos los tres juntos qué hacer, pa que no sea peor el remedio que la enfermedad. Ahora, el niño es lo primero. Disimula.
-¿Qué tiene que disimular? -preguntó Ricardo, que se unía a sus hermanos, tras haberse quedado rezagado en el pasillo para saludar a la madre superiora.
-Tú no te metas, Ricardo -dijo Antonio con tono desabrido-, que esto es cosa de hombres y no de mariconas chupacirios. El niño no ha abierto los ojos toavía, así que como no me ha visto llegar, me largo. Quedarse ustedes y, si pregunta por mí, que ya vendré luego.
-¿Qué pasa, Paco? -insistió Ricardo.
-Que el niño acaba de decir que fue el hijo del Granaíno quien le disparó.
-Po lo que tenemos que hacer -afirmó Ricardo-, es denunciarlo a los guardias.
-¡Una mierda! -exclamó Antonio-. ¿Con la experiencia de lo que pasa, y más desde lo de Asturias, te has creío que la policía va a enchironar a un falangista, aunque sea un asesino de niños? ¡Estás soñando! Yo me largo. Decirle a mamá que estoy de juerga y que no me espere levantá.
-Espera, Antonio -suplicó Miguel, al borde del llanto-. Me voy contigo.
Salieron, Antonio resueltamente y Miguel tras él, trastabillando por la congoja.
-Escucha, Ricardo -dijo Paco al oído de su hermano-, voy a quedarme un ratillo por si el niño se ha dao cuenta de que veníamos, pero tú echa a correr, adelanta al Antonio, cuéntale a mamá lo que pasa y plántate a la puerta de la barbería. Espérame allí, que llegaré en seguía. Si vieras llegar al Antonio antes que yo, manda al Granaíno con cualquier pretexto que eche el cierre...
Ricardo salió deprisa. Paco se acercó al grupo formado por el Templao, el Chafarino y Mani, que retornaba del todo a la realidad a través de los ojos entreabiertos. Paco sintió una punzada de orgullo, porque todos los médicos habían dicho hasta el hartazgo que tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Algo especial debían poseer los Robles del Altozano para que un niño de once años hubiera resistido una perforación de pulmón y una infección que pudo matarlo. Ahora, con menos de cuarenta y ocho horas sin fiebre, su semblante y su aspecto eran los mismos de siempre, salvo por el hecho de que parecía haber crecido un palmo durante los cuatro meses de sopor.
Guaqui el Templao comprendió lo que se avecinaba. A pesar de la preocupación, sintió júbilo; la vida le brindaba una oportunidad doble, devolver a Mani el favor de salvarle la vida y acceder a la estimación de Paco. Se puso de pie diciendo:
-Oye, Mani, que ya que te has despertao por fin, después de tenernos cuatro meses con el alma en vilo, po que me tengo que ir, porque hoy me toca currelar en el taller y sólo había venío por traer al Chafarino.
-¿Cuatro meses? -preguntó Mani, con espanto.
-Sí, chiquillo -respondió el Templao-, menúas vacaciones... y que ná, que me las piro y voy a decirle a mi Inma que se dé una vuelta por aquí, ¿te parece?
La alegría de descubrir al Templao junto a su cama se estaba diluyendo bajo la conmoción saber que había dormido cuatro meses. El estupor era el más notable de sus sentimientos pero no el único, pues la sensación de pérdida ganaba terreno rápidamente. El abrazo y el beso húmedo de lágrimas de Paco le dejaron indiferente.
-Voy a avisar a mamá, Mani -dijo Paco, mientras indicaba por señas al Templao que le esperase-. Volveré a la noche. ¿Usted se queda?
La pregunto iba dirigida al Chafarino.
-Sí. Quería hablar con tu hermano.
-¿Tiene quien le lleve a su casa?
-No me hace falta. Puedo valerme solo, no te preocupes.
-Po condiós. Mani, que no tardo ná; trata de no dormirte antes de que venga el personal del hospital.
Echó a correr escaleras abajo tras el Templao y al pasar ante la monja del atrio le dijo sin detenerse:
-Sor Lucía, que mi hermanillo ha despertao. A ver si pudiera verlo el médico.
Rafael, el criado de Elena Viana-Cárdenas James-Grey, dio un salto al oír la frase. Puso nerviosamente en marcha el coche y aceleró en dirección a la mansión de La Caleta. Debía conducir con diligencia y rapidez, para avisar a la señora con tiempo de que las cosas ocurrieran tal como ella deseaba, a ver si así dejaba de estar tan gruñona, pues últimamente no había quien la aguantara.
Mientras cruzaba la ciudad el lustroso hispano-suiza negro, Ricardo había conseguido adelantarse a Antonio y Miguel y subió a saltos las escaleras. Entre jadeos, que más eran producto de la agitación que del ahogo de la carrera, le dijo a Paula:
-Mamá, el niño ha despertao, pero se va a armar el follón, porque sin darse cuenta de que nosotros llegábamos, le preguntó al Templao si no habían metío en la cárcel al hijo del Granaíno, que resulta que es el asesino.
-¿El hijo del barbero? ¡No te digo yo! Desde el primer momento me lo olí.
-Po el Antonio viene pacá hecho un brazo de mar y puedes imaginarte lo que va a hacer. El Paco me ha dicho que a ver si consiguieras contenerlo.
-Pero necesito ver al Mani...
-Antes, tenemos que evitar que el Antonio haga una locura.
-Sí, tienes razón. Vamos.
Cuando Paula y Ricardo se pararon frente a la barbería, Antonio doblaba la esquina de la calle Curadero pugnando contra las tarascadas con que Miguel trataba de hacerle retroceder.
-Ricardo -ordenó Paula antes de dirigirse al punto por donde llegaba Antonio-, dile a Gustavo el Granaíno que eche a la clientela y cierre la barbería si no quiere que le metamos fuego por culpa de la joya de hijo que tiene. Díselo con mala cara y a gritos, de manera que no le quepan dudas de que tiene que hacerte caso.
Antonio y Miguel se detuvieron cuando vieron a su madre correr hacia ellos.
-Mamá, vete pa la casa -dijo Antonio con tono gutural y sin mirar directamente a Paula-, que, en situaciones como ésta, es donde le corresponde estar a una señora que es madre familia .
-¿Donde me corresponde estar? -exclamó Paula con expresión airada-. ¿Qué soy, un mueble inútil? A ti sí que te corresponde estar donde yo me sé. Ahora mismito coges el pescante y te vas a tomarte un blanco a la taberna, a mi salud. Ten.
Ofreció a su hijo una moneda de a real.
-Mamá, no me obligues a faltarte al respeto...
-¡Como si no lo hubieras hecho ya millones de veces!
-¡Mamá!
-Sí, me faltas al respeto cá vez que haces oídos sordos a lo que te mando. Da media vuelta y ni te acerques a la barbería.
Antonio se encontraba medio inmovilizado por los brazos de Miguel, que le aferraban desde atrás. Tenía que librarse de Paula, porque la fuerza paralizadora de sus palabras era muy superior al freno que Miguel trataba de imponerle, del que podía zafarse en cuanto lo intentara. Sin mirar a su madre a los ojos, dijo:
-Es bien, mamá, tú ganas. Me voy a dar una vuelta con la Ana.
-Eso -aprobó Paula-. Vete a pelar la pava, pa que esa pobre muchacha se dé cuenta de que su novio es una persona como Dios manda y no un burro picao de avispas.
-Dios ya no existe, mamá.
-¡Serás borrico...! Echa a correr. ¡Hala!
Estimulado por el tono imperioso de la orden, Antonio se libró de los brazos de Miguel y se retiró cabizbajo en dirección al domicilio de su novia, mascullando.
-Migue -ordenó Paula-, aunque el Granaíno haya cerrao el negocio, quédate de guardia con el Ricardo delante de la barbería. No dejéis que Antonio se acerque ni os mováis hasta que yo vuelva del hospital.
En el puente del Guadalmedina se topó de frente con Paco y el Templao.
-¡Mamá!, ¿te ha dicho el Ricardo lo que pasa?
-Sí. Lo he dejao con el Migue en la puerta de la barbería, de guardia. He conseguío que el Antonio se tranquilice y ahora estará con la Ana, pero, por si las moscas, quédate tú también delante de la casa del Granaíno, por lo menos hasta que yo vuelva del hospital. A ti te hará más caso que a ellos.
-Esta noche tenía una reunión importante en el partido -alegó Paco.
-Ve si quieres -dijo Guaqui el Templao-. Yo puedo quedarme por ti; total, por una vez que no vaya a trabajar al taller... yo nunca me escaqueo.
-De eso, nada -discrepó Paula-. No te metas en trifulcas ajenas, Guaqui, ni faltes al trabajo, que bastantes problemas tiene tu pobre madre; y tú, Paco, deja la reunión pa otro día. Lo primero es lo primero.
Paula continuó su camino, convencida de que el peligro de que sus hijos resultasen más perjudicados que vengadores en un enfrentamiento había sido conjurado. Quedaba pendiente el meollo del problema: Serafín no podía salir de rositas tras haber estado a punto de matar a su hijo. ¿Cómo podía hacer que la policía se ocupase del asunto, cómo lograría que el peligro público llamado Serafín fuese detenido, si todo hacía sospechar que los guardias protegían y colaboraban con los miembros del inquietante partido del que formaba parte?
En esos mismos instantes, Elena Viana-Cárdenas James-Grey entraba en el hispano-suiza y mientras Rafael lo ponía en marcha rumbo al hospital, le preguntó:
-¿Estás seguro de que la madre no andaba por allí?
-Sí, doña Elena.
-Pues date prisa, a ver si consigo hablar con él antes de que ella llegue. Porque segurísimo que alguien la habrá avisao ya de que el niño ha despertao y echará a correr pal hospital.

Mientras, Omar Medina el Chafarino trataba de expresarse de un modo que no angustiase a Mani, pero que le convenciera de adoptar ciertas iniciativas.
-Estás en el centro de un temporal, Mani. Eres el centro y también la fuerza que lo origina, por paradójico que te parezca. Aunque seas tan joven, la vida ha echado sobre tus hombros un peso del que te urge librarte, ¿me comprendes?
Mani no conseguía fijar completamente su atención en las palabras del anciano. Su mente, todavía no despejada del sopor, derivaba de la consternación por los cuatro meses perdidos a la angustia por lo que sus hermanos pudieran estar tramando, porque, evidentemente, no se habían enterado hasta esa tarde de que Serafín era su agresor. Anque difícil de entender, el discurso del Chafarino representaba un consuelo para el bullicio desatado en su cabeza.
-El hermano de Poseidón tuvo también que tirar por la calle de enmedio con los líos de su familia...
Mani consideraba a los dioses marinos del ciego tan quiméricos como el fantasma del muro del convento y sus relegados demonios nocturnos, pero la cuesta abajo por donde se precipitaba su mundo tras la paz que sólo había conocido durante unos pocos años de plácida niñez, se estaba convirtiendo en un abismo absurdo donde cualquier fantasía podía resultar creíble y tan familiar como el perfume de albahaca para quien, igual que para todos los vecinos del barrio, lo sobrenatural era cosa cotidiana y las pasiones desatadas mucho más comprensibles que el juicio bondadoso y sibilino del Dios predicado por las monjas, aquel ser vigilante, ubicuo y remoto que componía poses fotográficas sentado entre nubes. El marengo pareció mirarle conmiserativamente cuando Mani dijo:
-Me da canguelo pensar lo que mis hermanos harán con el que me pegó el tiro.
-¿Todos? Éste que se llama... Paco, parece bastante sensato y capaz de contenerlos... ¿Crees que los demás conseguirán arrastrarlo?
-No lo sé. Son tan diferentes, que no parecen de la misma camá.
-Ocurre en todas las familias, Mani; las camadas de hombres no son uniformes como las de animales; la diversidad es la norma y la uniformidad, la excepción. Además de tres hermanas, Poseidón tiene dos hermanos varones; uno de ellos, el mayor, que se llama Zeus, estuvo a punto de ser devorado por su propio padre, Crono, que ya se había comido a todos sus hijos, porque un oráculo le había anunciado que sería destronado por ellos. Crono sabía de sobra cómo se las gastan algunos hijos, ya que él mismo había estado a punto de matar a su padre y temía, a su vez, que los suyos le asesinasen. Cuando se casó con su hermana, la diosa Cibeles, ella intuyó lo que iba a pasar y en vez de entregarle a Zeus cuando lo parió, le dio un envoltorio que contenía una piedra. Crono era más bien estúpido y se tragó el engaño, o sea, que engulló la piedra. Debido a que tanto en la tierra como el cielo el que a hierro mata a hierro muere, Zeus le dio su merecido: primero, le obligó a tomar un brebaje mágico con el que vomitó vivos a los hijos que había devorado a lo largo de su vida; luego, se alió con los cíclopes para retar a su padre y lo mató.
Mani trataba de ser cortés y fingíacredulidad, porque olvidaba que el Chafarino no podía verle. ¿A qué venía contarle tales fábulas, en un momento tan complicado?
-A pesar de sus diferencias -continuó el Chafarino- y de lo diametralmente opuestos que eran, aquellos hermanos encontraron razones para compaginar sus intereses y el acuerdo de aliarse contra Crono fue la primera revolución verdadera de los oprimidos de la tierra. Libres de la crueldad de su padre, Zeus y sus hermanos Hades y Poseidón se repartieron el mundo. Fueron atribuyéndose parcelas o actividades, de acuerdo con sus características, que eran para todos los gustos. A Poseidón, como era el más joven, no le concedieron mucha importancia y por ello le asignaron el dominio de la mar, ignorantes de que cubre cuatro quintas partes del mundo. Los hombres olvidan sus diferencias cuando identifican a un temible enemigo común, un temor que iguala a la gente más diversa y consigue amalgamar la harina con el metal. Hace pocos días, ha estado a punto de fundarse una república soviética en España y ¿qué hemos visto? Primero, los irreconciliables anarquistas, comunistas y socialistas se alzaron hombro con hombro al grito de "Uníos hermanos proletarios", como si nada les separase, ante la expectativa de que sus sueños utópicos se materializaran. Segundo, los demás, derechas, falangistas y militares, que son como el aceite y el agua, se unieron por el terror al comunismo soviético y se liaron conjuntamente la manta a la cabeza. Y... ya te enterarás en cuanto saltes de la cama, que creo que con tu carácter no vas a aguantar más de unas horas acostado... han corrido ríos de sangre por Madrid y Barcelona y, sobre todo, por Asturias, donde intentaron fundar un soviet revolucionario llegando a fusilar a treinta guardias civiles, y te puedes imaginar las consecuencias terribles de esa locura cuando el ejército mandó a la Legión para aplastar la revuelta con sus dos generales más fieros, Franco y Goded, mientras esos fascistas de inspiración italiana, a quienes los militares no pueden ver ni en pintura, se lanzaban a remachar el aplastamiento con sadismo loco. Armaron el lío socios irreconciliables y lo han aplastado socios que también lo son. Las diferencias entre los humanos son sólo espejismos, Mani. En lo más profundo, tus hermanos sienten de modos muy semejantes, igual que tú; pero sólo tú, que estás en el centro de sus inquietudes, puedes persuadirles de que tal sentimiento común no se convierta en una fuerza que os arrastre colectivamente a la tragedia, ahora que has hecho de Sísifo involuntariamente, al delatar a tu agresor antes de darte cuenta de las consecuencias. Ojalá que la vida no te obligue a llevar eternamente una roca cuesta arriba, como Júpiter condenó a Sísifo. Creo que deberías tratar de levantarte esta misma noche, para...
-¡De ningún modo! -dijo un anciano médico, que se aproximaba renqueando-. Niño, ¿estás consciente? ¿Quién soy yo?
-Usted es don José, el médico.
-Muy bien. ¿Y quién es tu madre?
-Doña Paula Robles del Altozano.
-¿Y qué día es hoy?
-No tengo ni puta idea.
-¡Niño! -exclamó el médico.
-No se lo tome en cuenta -rogó el Chafarino-. Nadie le ha puesto al corriente todavía de datos como ése y tampoco puede estar definitivamentee lúcido tan pronto, después de dormir cuatro meses.
El médico no añadió ningún comentario mientras tomaba la temperatura de Mani y le palpaba el pecho sin parar de exclamar:
-¡Asombroso!
En ese momento, Paula alcanzaba jadeante la verja del hospital, con tiempo de ver que Elena Viana-Cárdenas James-Grey, ayudada por el criado, descendía de su reluciente automóvil, el vehículo particular que mejor conocía la mayoría de la población de Málaga. Se acercó de una zancada, y se plantó ante ella cerrándole el paso:
-Por favor, señora...
-No me llames señora. Tú no tienes por qué...
Paula se mordió el labio. En cierta medida, llamarla "señora" constituía una deslealtad hacia muchos de sus propios postulados. Treinta y nueve años de resolución podían perder significado si se humillaba. Usó un tono firme e imperativo al decir:
-Deje usted de perturbar a mi familia contándole al más chico de mis hijos cosas que él no puede comprender. ¿Le parece divertío meterse en esos berenjenales, es que se aburre usted? ¿Por qué se ha fijao en el Mani y no en uno de los grandes?, porque usted se ha creío que lo puede trajinar...
Paula sentía subir por el esófago una mezcla de ira e indignación que trató de disimular, a causa de la mirada de la monja portera que las observaba a las dos desde el umbral del portalón con más perplejidad que curiosidad, como si se preguntase qué podía tener que dilucidar la miserable madre de una familia barriobajera con la dama más poderosa de la ciudad.
-Sólo quiero ayudaros -alegó Elena.
-¡A buenas horas, mangas verdes!
-Yo no sabía...
-¡Ah!, ¿no? -el tono de Paula era sarcástico.
-Te lo juro, Paula. Para mí ha sido una novedad.
-Qué bien saben mentir los que lo pueden tó. Mentir y estafar a media humanidad. Pero a mí no me la da. No se arrime a mis niños ni que se estuvieran muriendo, si no quiere usted que les cuente la verdad. O sea, toa la verdad, con pelos y señales. Salga usted de nuestras vidas, que mu tranquilamente hemos vivío sin usted, y no le mande más limosnas a mi Mani o le contaré a esa monja chismosa lo que hicieron ustedes y que se entere el mundo entero de la clase de familia que es la suya.
Elena Viana-Cárdenas James-Grey miró en derredor, como si temiera la cercanía de oídos indiscretos, aunque la monja portera, a unos quince metros de distancia, no podía escuchar a Paula. Tras un momento de turbada indecisión, entró de nuevo en el automóvil y ordenó al criado volver a casa.
Paula notó que se enjugaba una lágrima cuando el coche emprendía la marcha. La hipocresía de gente como los James-Grey era nauseabunda. Echó a correr hacia el interior del hospital; ahora necesitaba más aún abrazar a Mani.
El Chafarino escuchó los besos y exclamaciones de madre e hijo en silencio, haciendo lo posible por eclipsarse. Se alzó de la cama vecina, donde había permanecido sentado, y salió de la sala sin decir nada que pudiera interferir en el intercambio de caricias y confidencias. Volvía a su playa sin conseguir convencer al muchacho de lo gigantesco que era el alud que se precipitaba sobre él; las circunstancias y, seguramente, las convicciones de sus hermanos, habían desarrollado en su espíritu un escepticismo más propio de un desengañado de mediana edad que de un niño. En La Isla, a la puerta del cañizo, meditaría durante la mañana siguiente una estrategia que le sirviera para resultar más convincente y volvería por la tarde al hospital. Ni Paula ni Mani se dieron cuenta de que se había marchado.

Frente a la barbería, Paco, Ricardo, Miguel y Guaqui el Templao se miraban los unos a los otros con una incómoda sensación de inutilidad, mientras los minutos corrían tediosamente. El peligro había pasado, Gustavo el Granaíno estaba libre de la ira de Antonio y, por consiguiente, ¿qué más tenían que hacer cuatro hombres adultos vigilando una puerta cerrada?
-Yo tendría que ir pal currelo -dijo el Templao, rebulléndose por la duda, porque deseaba permanecer a ver si encontraba el modo de convencer a Paco de que le ayudase a ingresar en el partido, pero lo que le pagaban en el taller por cada una de las dos noches semanales era fundamental en los presupuestos de su familia.
-Vete Guaqui -aconsejó Paco-. Aquí no hay ná que hacer y aunque lo hubiera, tú no tienes por qué meterte.
-¿Cómo que no? -protestó el Templao-. El Mani me ha dao motivos de sobra pa que lo considere amigo mío y yo... po mira, Paco, que me gustaría hablar contigo sobre el partido... y tu célula...
-Me parece de perlas -atajó Paco, a quien le incomodaba hablar de tales asuntos ante sus hermanos, ya que ninguno de ellos poseía el carácter adecuado para ser su camarada, salvo Mani, que era un niño-, pero ya tendremos tiempo de eso. Ahora, vete a trabajar, que ya escuchaste lo que te dijo mi madre y a ella no hay que rechistarle. Hasta yo mismo, creo que me voy a la reunión del partido.
-Mamá ha mandao que nos quedemos aquí -reprochó Ricardo.
-Namás me voy por un ratillo, Ricardo, no te preocupes -tranquilizó Paco a su hermano-. Iré a preguntar si hay alguna novedad y a decir que no puedo estar en la reunión, y volveré enseguía. Vamos, Guaqui, que nos coge de paso.
Echaron a andar por la calle Huerto de Monjas, pero al llegar a la esquina de Rosal Blanco, el Templao recordó a su hermana Inma y la promesa que le había hecho a Mani de que ella iría al hospital.
-Tengo muchas ganas de hablar contigo, Paco; pero otro día. ¿Te hace que te invite mañana por la tarde a un blanco?
-Seguro -respondió Paco, que se preguntaba si el Templao merecía ser militante del partido-. Mañana nos tomamos unos blancos y hablamos, ¿vale?.
Inma estaba en su sempiterno asiento del escalón del portal, mirando hacia la embocadura de la calleja como si esperase ver llegar a su hermano. Corrió hacia él. Aunque parecía ansiosa por decirle algo, fue Guaqui quien habló primero:
-El Mani ha despertao, Inma. ¿No quieres darte una vuelta por el hospital?
-¿Ha despertao? Ahora mismito voy pallá. Pero, oye, Guaqui, que el barrio está alborotao, porque han visto que estabais sus hermanos y tú en la puerta del Granaíno y tos se huelen lo que va a pasar.
-No va a pasar ná. Ya no hay peligro.
-Sí pué pasar, Guaqui. Han visto al Serafín saltar la tapia trasera del patio y salir corriendo en busca de los suyos, porque llevaba el uniforme.
El Templao comprendió la magnitud del peligro. Tenía que volver a la barbería.
-Hazme un favor, Inma. Antes de ir pal hospital, acércate por el taller y di que esta noche no puedo trabajar, que me he torcío una mano en el puerto, ¿vale?
Frente a la barbería, a Miguel le reconcomía la ansiedad. A juzgar por la oscuridad que ya había devorado al crepúsculo, iban a sonar las siete y dado que la puerta permanecía cerrada y muda, Angustias no había abandonado ni abandonaría la casa para acudir a la cita ante la sacristía de San Felipe. Necesitaba ansiosamente hablar con ella, para nadar en las líquidas profundidades de sus ojos, y era urgente decirle que él no tenía nada que ver en la pendencia, que estaba allí para protegerla. ¿Y si escudriñaba por la ventana para tratar de llamar su atención?
En el interior de la vivienda tenía lugar un cónclave familiar. Gustavo el Granaíno aleccionaba a su mujer y a su hija:
-Siguen ahí, aunque ya son dos namás. Estar calladas y quietas como muertos, que se crean que no estamos hasta ver la ayuda que consigue el Serafín.
-Es una majaretá armar esta marimorena -argumentó Angustias-, porque no van a hacernos ná, papá, ¿es que no te das cuenta? ¿No ves que vinieron a avisarte?
-Pero mira al guapito -indicó Bernarda, la madre-. Espía por la ventana pa ver lo que hacemos, por si somos capaces de defendernos.
Angustias se mordió fieramente el labio hasta que brotó la sangre. Presentía que Miguel trataba de ver tras los cristales quién había en la habitación en penumbras, antes de decidirse a pronunciar su nombre.
-Y el Serafín se ha llevao la pistola... -lamentó Gustavo.
-Po lo que es yo -proclamó Bernarda mientras iba a la cocina-, no voy a quedarme con los brazos cruzaos pa que ese cafre nos rompa los cristales.
Aferrado a los barrotes de la reja, de la que sólo pendía una maceta de clavellinas, Miguel forzaba la vista intentando descubrir a Angustias tras el cristal, más allá de las minúsculas flores blancas salpicadas de rojo. Sabía que ella no podía escucharle, pero no paraba de murmurar el nombre: "Angustias, Angustias, sal, por favor, que tengo que darte un recao; yo... no sé lo que me pasa desde esta mañana, que creo que me has herío de muerte... y mira qué malbajío, pasar esto ahora que yo he comprendío que no estás en el trono de una procesión sino que eres de carne y hueso. Me voy a morir, Angustias, porque eres todas las angustias de mis entrañas, que ya ves tú que estoy aquí dispuesto a no hacer caso de los míos, porque lo que quiero es protegerte aunque sean mis propios hermanos quienes me claven un puñal en el pecho...". Ella tenía que recibir el mensaje, acudir a aflojar el nudo que se le había formado en el estómago y un poco más arriba, en el costado izquierdo.
Ricardo no comprendía el sentido de las expresiones y ademanes de Miguel. La gente que les observaba desde los balcones y ventanas, y también desde la calle, aunque a cierta distancia y dejando despejado el escenario del espectáculo que anticipaban, mostraba la misma perplejidad que él. ¿Por qué parecía tan triste el muchacho que todos consideraban el más alegre del barrio, el donjuán más impenitente y burlón, el que no se ocupaba de nada que no le causara placer? Ricardo no tenía ni idea de lo que le pasaba al hermano que mayores preocupaciones religiosas le inspiraba a causa de su extrema debilidad por las mujeres, pero debía practicar las enseñanzas de Jesucristo y consolar a los que lloran aunque estuviesen tan corrompidos por los pecados de la carne como lo estaba ese hermano suyo, cuyo diabólico atractivo físico iba a ser su perdición eterna. Tenía que consolarlo y se acercó a él para hacerlo.
Angustias les miraba a los dos con fascinación. Las expresiones de Miguel eran una declaración de amor, y por ello el júbilo le aceleraba el corazón. Los ademanes del que algún día iba a ser su cuñado, el chupacirios del que se burlaban todas las vecindonas, no podía descifrarlos. ¿Intentaba aflojar la presa con que Miguel se colgaba de la reja o trataba de espiar el interior? Absorta en la pregunta, no vio a tiempo que su madre había vuelto de la cocina portando un humeante cazo de agua hirviente; comprendió lo que iba a hacer cuando la vio accionar la manija que abría la cristalera, sin tiempo de impedirlo. Sólo pudo gritar con un gemido:
-¡¡¡Migue!!!
Ricardo consiguió que Miguel soltara la mano derecha del barrote. Tiraba de él para que soltara la reja, cuando notó que el postigo acristalado se abría para descubrir a Bernarda portando un cazo, mientras alguien gritaba dentro el nombre. Creyó que la mujer del barbero pretendía golpear la mano izquierda de Miguel, pero el alarido de éste le reveló que había vertido agua hirviendo sobre esa mano. Guaqui el Templao, que acababa de aproximarse a la carrera, sujetó a Miguel y le preguntó solícito si le dolía mucho al tiempo que examinaba el mal con la pericia de quien, tanto en el puerto como en el taller, sufre quemaduras y heridas con frecuencia.
Miguel hablaba, conservaba el concocimiento, de modo que la quemadura era un daño localizado del que se ocuparían el Templao y las mujeres que habían acudido. Como se sintió libre de la obligación de atenderle, Ricardo se lanzó contra el portalón cerrado de la barbería incapaz de controlar ni racionalizar la ira que catapultaba su cuerpo. Dos años de ayuno y penitencias en busca de la templanza para el servicio de la Iglesia, fueron aventados por los ayes de Miguel, y un aguijón impulsó sus pies y manos anulando su voluntad. Bajo el estupor del vecindario, que contemplaba la progresión de la reyerta tan festivamente como todos los enfrentamientos, el muchacho cuya virilidad cuestionaban todos y cuya afición por las cosas de iglesia ocasionaba las más clamorosas burlas, golpeaba en estado de arrebato las dos hojas de vieja madera tachonada de clavos de hierro con una fiereza que nadie hubiera sido capaz de atribuirle, obnubilado y en trance, como si sólo pudiera pensar en la injusticia de que precisamente el menos conflictivo de sus hermanos gimiera con la mano y el brazo izquierdo abrasados. Las patadas de Ricardo eran tan violentas, que comenzó a oírse el chasquido de los cristales interiores que se rompían por sus embestidas.
-¡Rojo degenerado, para, si no quieres que te mate! -gritó una voz autoritaria.
Ricardo constató de reojo el sentido de la advertencia y se detuvo.
Acababa de llegar Serafín con otros tres miembros de su grupo, todos uniformados. El que profería la amenaza era un hombre maduro que esgrimía entre aspavientos una pistola enorme, de un modo que revelaba su torpeza y la escasez de su fuerza. Incapaz de permanecer impasible y al margen, Guaqui el Templao, ayudado por una espectadora, arrastró en volandas a Miguel hacia un grupo de tres vecinas que asistían al espectáculo apostadas ante un portal cercano, a las que dijo:
-Tomar, sujetarlo ustedes y echarle aceite de oliva en la quemaúra.
En cuanto se aseguró de que las mujeres se hacían cargo de Miguel, arremetió contra el grupo de Serafín. Cayó sobre el que enarbolaba la pistola y le tumbó en el suelo.
Inma había llegado al hospital. No atendió el veto de la monja y subió las escaleras a zancadas, pues conocía de sobra el camino hacia la cama de Mani gracias a las innumerables rondas de su sueño realizadas a escondidas durante cuatro meses. Se asomó al dintel de la puerta; casi recostada en la cama, Paula tenía abrazado a Mani con su izquierda mientra le acariciaba la frente con la derecha. Llamó su atención con un siseo y le indicó con la mano que saliera.
-¿Qué pasa, Inma?
Le contó atropelladamente lo que sabía y su temor de que la pelea hubiera comenzado ya. Paula miró a su hijo irresoluta, porque le costaría gran esfuerzo abandonarlo en ese momento, Preguntó a la muchacha entre dientes:
-¿Puedes quedarte un ratillo con el Mani?
-A eso he venío.
-No le cuentes ná de lo que pasa -ordenó más que pidió Paula y volviéndose hacia Mani, añadió: -Niño, que tengo que hacer un mandao, pero vendré luego. La Inma va a entretenerte.
Echó a correr hacia el barrio.
-¿Qué está pasando, Inma? -preguntó Mani.
-Ná.
-No seas embustera. Algo tiene que pasar pa que mi madre haya echao a correr con tanta bulla.
Comprendiendo que no iba a valerle de nada negarlo, Inma le describió el panorama de lo que suponía que podía estar ocurriendo ante la barbería.
-Ayúdame a ponerme de pie, Inma.
-¡Tú has perdío el sentío! Has estao cuatro meses tendío, sin conocimiento, y tus huesos se habrán quedao sin cal.
-Por eso necesito que me ayudes. Ven, por favor.
Viendo que Mani intentaba incorporarse, Inma se sentó a su lado en la cama y le pasó el brazo por la cintura. Sin poder contenerse, le rozó la mejilla con los labios. Él volvió los ojos hacia los de ella con una sonrisa de entendimiento; de repente y sin premeditación, quedaban atrás los rubores y los sonrojos, las miradas elusivas y los disimulos, el temor acogotado de cada uno a que el otro no correspondiera el amor y la sensación de recorrer el borde de un precipicio donde todo podía malograrse. Mani devolvió el beso tras un instante de indeterminación y ella sonrió como quien alcanza una meta largamente soñada.

domingo, 25 de abril de 2010

La tensa espera ORO ENTRE BRUMAS

La tensa espera
Finalmente a solas en la suite del hotel, y tras discutir media hora por teléfono con el presidente de Telemedia, Dimas Outeiro trataba de idear el modo más feliz de encajar en la trama de su guión el misterio del cadáver del inglés emparedado con una daga real española. Hasta el momento del hallazgo, sólo había contado, como elemento de tensión, con la pregunta de si el oro de Vigo era o no una leyenda. Ahora disponía de una pregunta mucho más emocionante, pero también más difícil de contar en imágenes, por tratarse de documentales y no de un relato de ficción.
Provisto de regla, cartabón y compás, extendió los papeles en la mesa. Telemedia le había vuelto a dar un disgusto; las máquinas y equipos que había solicitado ya no recordaba cuántas veces, iban a tardar en llegar una semana en vez de los tres días que le habían anunciado el día anterior.
Estudió con atención los planos que trazara personalmente a lo largo de los años. El galeón de la daga de Carlos II, oculto por el lodo, no podía ser explorado a fondo hasta que no llegase la máquina extractora y, de momento, había perdido interés por los demás puntos señalados con lápiz, por más que calculaba el valor previsible de cada uno. Lo descubierto en ese galeón había colmado y rebasado sus expectativas, porque en él existía un misterio cargado de sombras, que podía ser un excelente hilo argumental si iban apareciendo indicios sobre las circunstancias, la identidad del asesinado y las razones del asesinato. Aunque, por su cercanía a la costa, no quedara nada del tesoro, puesto que habría sido descargado la misma noche de la batalla, sí podían encontrar objetos que sirvieran para ilustrar la vida cotidiana en un barco de aquella época. Y, sobre todo, la existencia de un galeón intacto tendría un impacto visual formidable.
Tamborileando la mesa con las yemas de los dedos, se preguntó de qué manera podía empezar a encajar el enigma y cómo ocupar el tiempo hasta que Telemedia mandara las máquinas. El total diario de los gastos, sueldos del equipo, dietas y el alquiler del barco alcanzaba una cifra cercana al millón; demasiado como para mantenerse inactivos.
Apartó los mapas, volvió a revisar el guión de la serie y lo cotejó con la escaleta de producción. Entusiasmado al principio por el hecho de contar con once submarinistas, viendo cumplido así un anhelo perseguido durante años, había postergado la grabación de los planos complementarios que necesitaban los documentales aparte de las escenas de exploración submarina. Faltaban muchas tomas de las riberas de la ría y su entorno, que serían indispensables para poner a los telespectadores en antecedentes, tanto geográficos como históricos. Se alegró de no haberse ocupado todavía de tales escenas, puesto que, ahora, descubierto el emparedado inglés y la daga, podía introducir matices que las harían más intrigantes.
Volvió a examinar los mapas, recorriéndolos con la punta del lápiz. Abrió la libreta donde anotaba las misiones de los miembros del equipo y fue distribuyendo sobre el papel lo que cada uno tendría que hacer a lo largo del día siguiente. Con objeto de mantenerlo vigilado, a Gerardo Cao lo incluyó en el grupo que él iba a comandar personalmente.

La excitación había impedido a Gerardo Cao dormir de un tirón. La imagen de la daga, más que la del esqueleto, resurgía persistentemente cada vez que cerraba los ojos. Despertó muchas veces a lo largo de la noche y, media hora antes de la cita del equipo en recepción, estaba ya bañado, afeitado y vestido. Media hora que sería eterna; ¿qué hacer para calmar su impaciencia? Martiña no habría salido aún con dirección al supermercado de su padre. Necesitaba hablar con ella.
-¿Gerardo? ¡Vaya! Tan pronto te olvidas de llamarme, como te da por hacerlo a cualquier hora.
-¿Te molesta por lo temprano que es?
-No seas tonto. Me encanta.
-¿No podrías adelantar tu venida a Vigo?
-¿Tienes problemas?
-No. Es que... ayer hemos encontrado algo, por fin. Necesito tu ayuda.
-No puedo, Gerardo. Esta mañana va a venir la cajera que mi padre ha contratado, y no creo que aprenda en menos de dos días.
-Pues me van a comer los nervios. Nos faltan unas máquinas que ha pedido el director, y ahora vamos a pasar dos o tres días sin mirar donde deberíamos. Estoy bloqueado. Te necesito aquí para avanzar.
Martiña tardó en comentar:
-Mira Gerardo; no quiero que te cabrees, pero yo creo que te estás pasando con este rollo. Despreciaste el empleo que te ofrecieron en Santiago, te gastaste casi todos los ahorros en el curso acelerado de submarinismo sin estar seguro de que te cogieran los de la tele, y ahora te comportas como si no tuvieras más miras que ese trabajo, que sólo te va a durar un mes más. Yo te comprendo y te apoyo, pero tú también tienes que comprenderme; mi familia no para de darme la vara.
-No les hagas caso. Ya verás...
-Lo que veré es que volverán a calentarme la cabeza, diciéndome como cuando nos conocimos que no me convienes porque eres un soñador, sin oficio ni beneficio.
-¿Es lo que piensas tú?
-No, cariño. Yo sé la importancia que este asunto tiene para ti. Pero es que creo que deberías compaginarlo con algo más... seguro.
-Aguanta sólo hasta el final del verano. Si para septiembre u octubre no cambian las cosas, te prometo que conseguiré de nuevo ese empleo en Santiago. Ahora, lo que tienes es que venir cuanto antes, porque noto a cada paso que el director sospecha de mí. En el momento que tú estés por aquí, podré avanzar más sin descubrirme y sin arriesgarme a que me echen. ¿Cuándo vendrás?
-Ya te lo dije; el domingo.
-Bueno, qué le vamos a hacer.

Dimas organizó tres grupos. Uno de los cámaras fue enviado a recorrer las calles de la ciudad y el puerto, junto con una redactora encargada de preguntar a los viandantes, marineros y pescadores lo que hubieran oído sobre el oro de Vigo. Una especie de encuesta que sería el preámbulo del primer documental de la serie. Dimas les asignó a dos submarinistas como simples auxiliares, para proteger la cámara de la curiosidad de los grupos que iban a rodearles y para transmitir las indicaciones de los camarógrafos a quienes respondieran las preguntas.
Otro cámara recibió el encargo de aproximarse en lancha a las Cíes y realizar tomas de las islas y de los paisajes de la bocana de la ría. Le acompañaba una redactora provista de un ejemplar de guión, donde Dimas subrayó con rotulador fosforescente los puntos y los tiempos de grabación. También este grupo fue complementado con dos submarinistas, por si surgían imprevistos.
Los siete buceadores restantes y dos cámaras subieron a la furgoneta con Dimas, que no mencionó el lugar a donde se dirigían. Se enfrascó en sus notas y cuadernos, y permaneció la mayor parte del viaje en silencio. Mientras, dos asientos más atrás, Gerardo trataba de enfocar los papeles, a ver si descubría cualquier dato que pudiera servir a sus propósitos, pero notó que Dimas forzaba la postura, como si quisiera evitar que él los viese.
Cruzando el puente de Rande, pareció que el jefe tenía una inspiración repentina cuando ordenó al conductor:
-Vira en cuanto puedas nada más salir del puente. Busca cómo llegar a ese fortín ruinoso que se ve ahí abajo.
Gerardo Cao sonrió. Había conseguido reprimir el impulso de sugerirle al realizador que el Fuerte de Corbeiro era un buen lugar para situar a los telespectadores en el ambiente de la batalla de 1702. Todos los libros que había leído señalaban ese fortín como escenario de algunos de los momentos más dramáticos de aquella noche.
Bajaron del vehículo sin imaginar lo que Dimas proyectaba hacer. Parecía que ni siquiera el realizador lo imaginaba, porque se situó frente a las ruinas con actitud muy concentrada, sin indicarles nada. Los siete hombres se miraron entre sí con perplejidad, ya que, habitualmente, Dimas comenzaba las sesiones de trabajo como un ciclón, dando órdenes en cascada con tono imperativo y señalando en pocos minutos la tarea que había asignado a cada uno. Ahora, en cambio, parecía dudar. Empleó más de diez minutos en cortos recorridos paralelos a los muros y perpendiculares al fortín. Se agachaba a cada paso, reculaba para abarcar vistas generales de las ruinas y se acercaba a las troneras, donde giraba en redondo para mirar hacia la ría, siempre componiendo un cuadrado con los dedos índice y pulgar de ambas manos, para deducir cómo vería la cámara cada uno de tales encuadres. Con frecuencia, negaba con la cabeza a su propio pensamiento. Permaneció otros cinco o seis minutos en cuclillas, mirando el fortín a través de un visor.
Finalmente, dio signos de haber tomado una decisión y, entonces, resurgió el Dimas Outeiro de todos los comienzos de jornada. Dio las órdenes junto a un árbol de ramas bajas situado a unos quince metros de los muros, a la derecha del fortín:
-Elías, pon la cámara aquí, oculta por el árbol, y enfoca todo el fuerte, pero ten preparado el zoom; cada vez que yo te grite "primer plano", te vas a la acción en plano corto y vuelves en seguida al plano general; trata de que todos los zooms duren lo mismo. José Antonio, sitúa tu cámara allí dentro, detrás de aquella tronera. Aseguraos los dos de que ninguno ve la cámara del otro. Fernando, tú ponte allí arriba, encima del muro, y gesticula mucho, señalando hacia la ría; cuando yo te haga una señal, haz como si hubieras recibido un disparo y salta hacia atrás; en cuanto caigas, corre agachado, que no te vea la cámara, y vuelves a colocarte en otro punto del muro y repite lo mismo. Tú, Gerardo, coge esta rama y apóstate en aquella esquina, como si la rama fuera un fusil; haz como si estuvieras disparando y, a mi señal, cae hacia adelante y retuércete en el suelo; cuando yo alce la mano, te levantas y repites lo mismo. Mario, Santi, Pepe, Tony y Paco, os pondréis en fila y correréis a lo largo de las almenas, haciendo muchos aspavientos y cayendo también por turno; después de desaparecer tras el muro, correréis agachados, bajaréis por el extremo de la derecha y volveréis a aparecer por el otro extremo, haciendo lo mismo sin parar hasta que yo os diga. Procurad todos que vuestros gestos y caídas sean diferentes cada vez, que parezcáis una persona distinta en cada ocasión.
Fernando Vázquez protestó: "Yo no soy actor, aquí trabajo de submarinista", pero se calló al ser fulminado por la mirada de Dimas. Los demás submarinistas, en cambio, parecían divertirse y no paraban de reír con cierto miedo escénico mientras acataban las órdenes. Gerardo apoyó el hombro en el ángulo del muro, apuntando hacia la ría con el fusil simulado; comprendía lo que Dimas quería hacer y sentía de nuevo el impulso de decir que había un grosero error de planteamiento:
La noche de la batalla, no defendieron el fortín atacando a los barcos ingleses con fusiles; el combate se libró a cañonazos. Según había leído, ya en octubre de 1702 el Fuerte de Corbeiro estaba medio en ruinas, por lo que no podía ser un buen cobijo para fusileros, aunque lo fuera a medias para artilleros.
Todo lo que estaban haciendo era un ensayo, tanto por la rama que simulaba ser un fusil como por la ropa de todos; había tiempo para la rectificación. Aunque representó la escena lo mejor que pudo, no paró de pensar en cómo advertir a Dimas del sinsentido y el anacronismo histórico sin enojarle.
Fingieron disparar y morir, cayeron y corrieron a lo largo del muro, y volvieron a hacer lo mismo centenares de veces. A media tarde, todos los submarinistas habían conseguido escenificar sus muertes con alguna convicción y Dimas se mostró satisfecho. Dio nuevas órdenes:
-Elías, coloca la cámara ahí, a diez metros de la puerta y tú, José Antonio, pon la tuya dentro, enfocando también la puerta. Ahora, vosotros, Fernando y Gerardo, os situaréis junto a la entrada, ocultos tras el muro. Los demás, venid conmigo, y poneos detrás de mí. Nosotros seremos ingleses que acabamos de desembarcar de un bote; correremos hacia el fortín y, cuando estemos cerca de los muros, iréis cayendo como si os alcanzaran los disparos. Cuando yo esté a unos tres pasos de la puerta, Gerardo y Fernando saldréis de un salto, me tumbaréis en el suelo y me haréis prisionero. Haced como que me amarráis las manos a la espalda y llevadme a empujones hacia el interior del fuerte. Elías y José Antonio lo grabarán todo en planos y contraplanos.
De nuevo comprendió Gerardo el significado de la escena. Si lo que habían representado durante todo el día le parecía absurdo, lo que iban a hacer ahora lo era mucho más. Evidentemente, Dimas trataba de sugerir que el inglés de la daga de Carlos II podía haber caído prisionero de ese modo. En primer lugar, carecía de lógica que todo un comodoro dirigiera a un simple pelotón de desembarco formado por unos pocos hombres; segundo, era delirante suponer que lo hubieran apresado en tierra y luego lo llevaran al galeón; tercero, no llevaría encima la importantísima daga; por último, no tenía sentido que ocultaran el muerto con tanto cuidado, emparedándolo, después de que tanta gente hubiera presenciado el apresamiento.
Hizo todo lo que Dimas le ordenó y decidió callarse, porque él no sabía absolutamente nada de televisión y su jefe no paraba de tener éxitos sonados en ese medio. La televisión, como el cine, era un arte lleno de engaños que podían resultar muy creíbles en el montaje final. Si decía lo que opinaba, la reacción de Dimas sería más furiosa que nunca, porque ahora no se trataría de mostrar conocimiento solamente, sino que estaría reprochando al famoso realizador de televisión que no tenía ni idea... ¡delante de todo el equipo!
Cuando Dimas dio el ensayo por terminado y se encontraban los cámaras recogiendo el equipo, llegó un grupo de jóvenes con aspecto de mendigos. Parecían drogadictos. Pasaron entre ellos como si no existieran y fueron entrando en el fortín hasta que Dimas les preguntó a gritos:
-Eh, vosotros. ¿Qué vais a hacer ahí dentro?
Uno de ellos se volvió, se sobó la bragueta y dijo:
-¡Cómeme la polla!
Gerardo recordó haber visto, durante los ensayos, que había varios colchones y algunos enseres en el interior de las ruinas. Debía de ser la vivienda de los recién llegados. Oyó con alarma que Dimas respondía el insulto:
-Y vosotros vais a comer mucha mierda cuando mande aquí a la Guardia Civil.
Al notar los gestos que los mendigos cruzaban entre sí, Gerardo se acercó a Dimas para susurrarle:
-Por favor, no digas nada más y vámonos echando leches.
Aunque Dimas le miró en el primer instante con ira, indicó a sus hombres que se marcharan. Cuando entraban en la furgoneta, preguntó a Gerardo:
-¿Por qué tenías tanta prisa porque nos fuéramos?
-Se estaban haciendo señas para sacar las navajas.
-¡Joder! Me alegro de no... -Dimas cortó su frase en seco.
-¿Qué?
-Nada.
Gerardo completó en su mente la frase que Dimas no había terminado: "Me alegro de no haberte echado todavía, al menos antes de venir a estas ruinas". ¿Cuánto tardaría en desvanecerse esa alegría?

Junto con Elías, Dimas permaneció un par de horas revisando las grabaciones en una consola improvisada que habían instalado en la suite del hotel. Acercándose el momento en que debían encontrarse para cenar, preguntó al cámara:
-¿Qué te parece?
-¿Quieres que sea sincero?
-Sí, coño, Elías. ¿Es que hablo chino?
-No te cabrees, Dimas, pero si ese inglés era tan importante como dice Gerardo, no me parece a mí que se dedicara a asaltar fortines en plan Rambo. Estaría en su despacho del barco o como se llamara el sitio donde daba órdenes, discutiendo con sus oficiales y mandando a los marineros rasos a donde había peligro de verdad.
-Tienes razón, Elías. Esto es una mierda. Mañana veré de qué manera le saco jugo a la escena. Vete si tienes que ducharte antes de cenar; nos encontraremos en el restaurante.
Sólo necesitó Dimas cinco minutos para dar todas las indicaciones a la jefa de producción, a pesar de la movilización que la muchacha iba a tener que organizar antes de cerrarse la noche del todo.
Se dispusieron a cenar los que habían estado en las ruinas y los que habían pasado el día grabando las respuestas de la gente en la ciudad y el puerto. El grupo destinado a las islas Cíes se retrasaba más de lo aceptable, y decidieron empezar sin ellos.
Éstos llegaron cuando ya habían servido los camareros el segundo plato. El primero en acercarse a la mesa fue Julio Parada, que, sin saludar, dijo en dirección a Dimas:
-Tenemos competencia.
-¿Qué quieres decir? -preguntó el realizador.
-Hay otro equipo de televisión en la ría, creo que buscando lo mismo que nosotros.
-¿Estás seguro? -la expresión de Dimas era muy alarmada.
-Tienen un barco mucho mejor que el nuestro -respondió Julio-, un montón de máquinas en cubierta, cinco o seis cámaras y más o menos los mismos submarinistas que nosotros.
-Son de Teleplanet -informó el cámara, que acaba de acercarse.
-¡Me cago en...! -masculló Dimas, ya completamente descompuesto-. Claro, con la proximidad del tercer centenario, tendría que haber previsto que alguien más se interesaría por este asunto. ¿Quién coño será el pedazo de cabrón que los dirige? Esto me pasa por estúpido, por la barbaridad de veces que he presentado el proyecto a todas las productoras, incluida Teleplanet, que son unos fusileros del carajo. ¿Qué les habéis visto hacer?
-Estaban encima del pecio... -Julio buscó los ojos de Gerardo-, ¿cómo dijiste que se llamaba el último que vimos antes del galeón de la daga?
-Galeaza -respondió Gerardo.
-Pues allí mismo estaban.
-Ese pecio no está en los planos oficiales -comentó Dimas con tono rajado.
-¿Lo que significa...? -apuntó Julio.
-Exacto -añadió Dimas-. Alguien en la ría tiene el encargo de vigilarnos y pasar la información de lo que hagamos a Teleplanet.
-Entonces -dijo Julio-, si alguien nos ha visto bajar donde el galeón de la daga...
-¡Me cago en la leche! -exclamó Dimas-. Ni siquiera cuando lleguen las máquinas vamos a poder explorar a gusto ese galeón. Tendremos que inventar maniobras de distracción para acercarnos sin que se den cuenta. Idearemos un plan de despiste. A ver qué se os ocurre.
Mientras hablaban, Gerardo notó que la atractiva mujer que ya había sorprendido varias veces observándoles, se encontraba sentada a escasa distancia y no les quitaba ojo. Se acercó a Dimas para murmurarle al oído:
-Creo que aquella mujer es la espía.
-¿Quién? -preguntó Dimas.
-La del pelo castaño, con gafas y vestido gris. No paro de verla merodeando cerca de nosotros, aquí, en el hotel y también cuando vamos a comer en otros sitios.
-Tiene pinta de oficinista -objetó el realizador-. No creo que sea ella la que informa a Teleplanet. Supongo que lo hará algún marinero, o varios, porque, últimamente, Teleplanet tiene mucho poderío, con tantos éxitos consecutivos.
Como ambos miraban en su dirección, la mujer se dio cuenta de que hablaban de ella. Dado que le habían ordenado pasar completamente inadvertida, que la descubrieran era lo peor que podía pasar. Se quitó las gafas, que limpió nerviosamente con la servilleta. No podía moverse ni echar a correr en ese momento; las personas del equipo de televisión verían confirmada sus sospechas. Para fingir desinterés por el grupo de Telemedia, llamó al camarero y, con la carta en la mano, conversó con él varios minutos, sin volver la cabeza hacia los que debía vigilar. No volvió a mirarles.

Junto a los cámaras, la totalidad de los submarinistas entraron en la furgoneta a las siete de la mañana. Apuntaron tímidas protestas de desacuerdo por el trabajo de actor que se les asignaba, protestas que fueron acalladas por el realizador recordándoles lo que ganaban por día de contrato. Tras media hora de espera a la puerta del hotel, y cuando Dimas estaba a punto de estallar de impaciencia, llegó la jefa de producción en un taxi. Le seguían otras dos furgonetas, ocupadas por cuatro hombres en total y gran número de cajas en una y varias maletas en la otra. Las cajas contenían explosivos de juegos pirotécnicos y las maletas, disfraces de alquiler. Emprendieron el viaje en caravana y como no quedaba espacio en la furgoneta del equipo, Dimas tuvo que seguirles en su coche, en el que invitó a Gerardo Cao a acompañarle; había resuelto que no podía pasar de ese día. Hoy tomaría una decisión definitiva sobre el joven sabelotodo.
Gerardo dedujo la razón de que el jefe quisiera tener un aparte con él. Debía ser cauteloso, pero temía que su carácter poco urdidor le traicionara.
-¿Por qué solicitaste trabajar con mi equipo, Gerardo?
El joven se aclaró la voz.
-Me encanta el submarinismo.
-Yo creo que eres submarinista hace un cuarto de hora -opinó Dimas y Gerardo vio que no se trataba de una broma-. Los primeros días, confundías los nombres de los instrumentos y es evidente que tienes que concentrarte a fondo para no equivocarte al vestirte y equiparte.
-Bueno..., sí, es verdad. He hecho un curso de submarinismo muy recientemente y tengo poca experiencia.
-¿Por qué? -Dimas volvió la cabeza hacia Gerardo, tratando de ver sus ojos.
-¿Por qué hice el curso? Tengo dos amigos que practican submarinismo y siempre andaban tratando de meterme el venenillo en el cuerpo.
-¿No lo harías precisamente para poder entrar en mi equipo?
Gerardo enrojeció. Con el pensamiento ocupado en maldecir ese defecto suyo, impropio de sus veintisiete años, creyó que no iba a salir del atolladero.
-Todo el mundo sueña con trabajar en televisión -arguyó.
-Creo que tú lo sueñas más que otros -afirmó Dimas con tono seco-. Mira, Gerardo, hay algo en ti que no me cuadra. Me gustaría que me explicaras con qué intenciones has conseguido que te contratemos. O sea, eso que te guardas en las recámaras, que a mí no me huele nada bien.
Gerardo tragó saliva. Tenía que seleccionar entre todas sus razones, una que fuera lo bastante convincente pero que no significase gran cosa.
-El oro de Vigo -dijo- es un mito del que la gente de las rías bajas oye hablar desde que nace y a mí esa historia, de niño, me estimulaba muchísimo la imaginación. Muchos de los juegos de entonces con mis amigos consistían en aventurar lo que haríamos si encontrásemos el oro; ya sabes, eliminar el hambre del mundo, construir un puente entre Galicia y Nueva York, y cosas así... Luego, ya adolescente, comprendí que no eran cuentos marineros ni de viejas aldeanas, porque fui descubriendo alusiones al caso en algunos libros y un día, me encontré con Julio Verne y su “Veinte mil leguas de viaje submarino”; supongo que lo habrás leído, así que puedes imaginar los escalofríos que me entraron cuando llegué al capítulo XXXII y me puse a leer con los ojos desorbitados el larguísimo relato de la Batalla de Rande que hace el capitán Nemo y, a continuación, su confesión de que la ría de Vigo era para él una especie de caja fuerte, de donde sacaba sin límites el oro que necesitaba para sus aventuras por todo el mundo. Cuando supe de qué iba la serie, me pareció una buena oportunidad de comprobar si el mito es algo más que un cuento de hadas.
-Pero tú estás convencidísimo de que no es un mito.
Gerardo se mordió el labio. Iba a volver a ruborizarse.
-Lo que yo sé es que... –puso mucho cuidado en elegir las frases con que encandilar a Dimas- bueno, en mi aldea, hablan no sólo del oro hundido en la ría. Las viejas comentan bajito que muchos pazos han sido levantados con riquezas saqueadas aquella noche de 1702; aseguran que hay linajes gallegos muy ilustres que nacieron en carretas atestadas de plata, oro y piedras preciosas que, en vez de ir a la corte de Madrid, se perdieron por el camino y juran que los curas se pusieron las botas... Dicen que... –Gerardo arrastró ahora las palabras porque ansiaba que le proporcionasen el salvoconducto para seguir en el equipo- hay un convento donde, por alguna razón, está enterrado un gran tesoro rescatado aquella noche.
Dimas volvió la cabeza hacia su acompañante. Ésa era una novedad incluso para él, que tanto había investigado la Batalla de Rande.
-¿Qué convento?
-No lo sé. Tiene que ser alguno que esté hacia el norte de la ría.
-¿Por qué?
Dimas le estaba aplicando el tercer grado.
-Yo... -titubeó-, tal como cuentan los libros la batalla, creo que el mayor despliegue del ejército español fue junto a la bahía, en dirección a Pontevedra. Si hubiera de verdad un tesoro en un convento, tendría que estar en algún camino que parta de ahí y en esa dirección.
-¿Por qué has leído tantos libros y te has documentado tan a fondo sobre este tema?
-Ya te lo he dicho –Gerardo volvía a ruborizarse-. Los niños de esta parte de Galicia oyen hablar del oro de Vigo desde que nacen.
-Pero tú eres prácticamente un especialista. Eso te distingue de los otros.
Gerardo apretó los labios. Dimas era mucho más listo e incomparablemente más experto que él. Le iba a descubrir. Vio con alivio que llegaban a las ruinas. No quedaban ni rastros de los mendigos y habían limpiado de residuos la zona donde el día anterior tenían instalado el campamento.
-Esos drogatas se han espantado -dijo Dimas con satisfacción.
Los submarinistas protestaron por tener que ponerse la ropa que la jefa de producción había conseguido alquilar, a excepción de Gerardo, que sentía ganas de reír. Ninguna de esas prendas tenía nada que ver con los usos de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, ni correspondían a uniformes militares. Había resuelto permanecer callado, para que la suspicacia de Dimas no aumentara sino todo lo contrario, a ver si la mención del tesoro en un convento surtía el efecto que pretendía. Cayó al suelo retorciéndose de dolor tantas veces como el realizador se lo ordenó, y lo tomó prisionero con su traje de marinero de opereta cuando llegó el momento de hacerlo, sin que en su cara apareciera la expresión de burla que le dictaba el pensamiento. Escuchó con curiosidad las órdenes de Dimas a los cámaras: "Poned las lentes para la noche americana", "Meted filtro de estrellas durante las explosiones", "Desenfocad lentamente para el fundido", "Ahora, un paneo por los muros mientras van cayendo".
Las explosiones de juegos pirotécnicos y la intensa humareda producida con una máquina, atrajeron a una pareja de la Guardia Civil. Gerardo notó con cuánta humildad reconocía Dimas su error de no haber pedido permiso para tan ruidosa escenificación, confiado a la autorización de exploración submarina que ya tenía. El joven supuso que todos los integrantes del equipo agradecerían que el jefe se comportara siempre de ese modo.
Cuando se acomodaron a mediodía entre las furgonetas y el coche para comer lo que un servicio de cattering había preparado, Dimas, que parecía más satisfecho que el día anterior con lo grabado hasta ese momento, adoptó la pose de disertador que tanto le complacía, mientras señalaba distintos puntos del paisaje:
-Allí, en la playa de Cesantes, descargaron buena parte del tesoro y, en seguida, volvieron a cargarlo, porque los magistrados de la Casa de Contratación de Sevilla se pusieron histéricos, diciendo que era ilegal descargar en un sitio que no fuera Cádiz y que aquí en Galicia no había gente capacitada para fiscalizar. Así que los muy estúpidos lo dejaron todo al alcance de los ingleses. El despliegue de los galeones de la Flota de la Plata llegaba hasta la isla aquélla, la de San Simón, porque creían que les protegerían los cañones instalados en Monte Gordo, pero resultó que casi no tenían munición. Los que dirigieron la estrategia española no tenían ni idea.
-A mí me parece -dijo Gerardo-, que también estaban un poco cabreados, porque el que mandaba la armada francesa que Luis XIV mandó a su nieto Felipe V para proteger la flota, un fulano muy arrogante que se llamaba Chateau-Renault, se había tomado las cosas como si él fuese la máxima autoridad. Da la impresión de que los almirantes y capitanes españoles trataron de hacer justamente lo contrario de lo que convenía, con tal de oponerse a la altanería de Chateau-Renault.
Dimas volvió a mirarle con escasa cordialidad.
-Sí -concordó, sin embargo, el realizador-. Levantaron el cierre del estrecho de Rande mucho antes de lo conveniente, y así les fue.
Llamando su atención con la mano, Julio Parada le señaló un coche que se había detenido un instante en un cercano recodo del camino.
-Ese coche... La conductora es la mujer que anoche nos miraba en el restaurán.
-¿Estás seguro? -preguntó Dimas.
-Es ella, sin duda -confirmó Gerardo.
-¡Joder! -exclamó Dimas-. Estamos cercados. Lo más probable, es que esa mujer sea una más, porque los de Teleplanet tienen que estar pagando espías a mansalva por toda la ría. ¡Cojones!
Para el regreso, Dimas ordenó de nuevo que Gerardo le acompañara en el coche. Reconocía que había mucho de irracional en la antipatía que sentía por él, pero a los cuarenta años, y luego de pasar media vida en la televisión, tenía la suficiente experiencia como para saber que un trabajo de equipo no funcionaba bien cuando el director no podía confiar plenamente en todos sus integrantes. Y cuanto más sabía de Gerardo, más recelaba de él. Cierto que el joven era, probablemente, el más entusiasta y capaz de los once submarinistas; sobre su habilidad y buena disposición no le cabía ninguna duda; el problema era su olfato, que le decía con machaconería que Gerardo tenía propósitos inconfesados y no estaba dispuesto a confesarlos bajo ninguna circunstancia. Porque era evidente su transparencia; los rubores encendidos, el morderse los labios y su azoramiento retrataban a una persona sin dobleces que no sabía mentir. Que no hubiera conseguido sonsacarle nada acerca de sus intenciones sólo podía significar que eran muy graves, y que tenía, por tanto, razones poderosas para ocultarlas.
-¿Has pensado alguna teoría sobre el emparedado? -le preguntó.
Gerardo reflexionó un instante antes de responder:
-No del todo. Cuanto más lo pienso, menos me aclaro. Ese esqueleto, con sus adornos ingleses y con una daga real española en su poder, es un misterio del carajo.
-Yo sí he pensado una, muy distinta de lo que hemos grabado hoy, que podrá servir para ilustrar la batalla, y nada más; a ver qué te parece: Supongamos que, en medio de un asalto bucanero, digamos que entre Cuba y Puerto Rico, hacen los españoles un prisionero que resulta ser un oficial inglés. Lo comunican a la nave capitana y, extrañamente, el almirante Velasco de Tejada ordena que lo mantengan con vida. Llegados a las Azores, se reúnen para estudiar el asunto y deciden interrogar al prisionero. Durante el interrogatorio, el almirante deduce que se trata de un oficial más importante de lo que parece, un miembro de la corte inglesa con órdenes reales, y decide llevarlo a España, para que pueda ser utilizado como rehén en algún trueque, lo que causaría júbilo entre los integrantes del consejo de estado de Felipe V, quien podía por tal razón conceder honores al almirante. Entonces, durante la travesía de las Azores a Vigo, el capitán del galeón decide, por su cuenta, obtener información del inglés sobre las fuerzas, refugios y rutas bucaneras, conocimiento que a él le sería muy útil para ganar puntos ante los magistrados de la Casa de Contratación y también de cara a la próxima travesía al Caribe. El inglés, sin embargo, se niega a informar y lo someten a tortura en el camarote del capitán, pero el prisionero consigue zafarse y se rebela. Se organiza una pelea, en la que el inglés, desesperado, se debate dispuesto a cargarse a los que pueda pillar, pero alguien recuerda que el virrey de Nueva Granada les ha dado una daga para ser ofrecida al rey; abre el estuche donde está y ataca al inglés por la espalda y se la clava en un costado. Pero el inglés es una persona fuerte y sigue peleando, por lo que otro oficial se acerca por un lado y le dispara a bocajarro. Al verlo muerto en el suelo, el capitán recuerda la orden que ha recibido del almirante, se alarma y urde una mentira: el prisionero se ha suicidado tirándose por la borda y como no pueden tirarlo de verdad, porque serían vistos desde otro galeón que se encuentra muy cerca, lo emparedan. ¿Qué te parece?

Gerardo no quería responder. Apretó los labios.
-¿Crees que es una estupidez? -insistió Dimas.
-¡Qué va!, supongo que podría haber ocurrido así, pero...
-¿Qué?
-¿No te vas a cabrear?
Dimas sonrió. Gerardo parecía un adolescente que se dispusiera a contradecir a su profesor durante un examen de fin de curso.
-¡Qué coño me voy a cabrear! ¡Larga!
-Disculpa, Dimas... es que hay dos puntos flacos en tu historia. El primero, que la daga no fue forjada en América, sino en Toledo. El segundo, que el que se la clavó la hubiera recuperado en seguida y no lo habrían emparedado con ella.
-¡Bingo! -alabó Dimas-. Exactamente son esos los puntos que a mí me flaqueaban. Pero como argumento para una película, no me dirás que no es cojonudo.
Gerardo giró la cabeza hacia su jefe para ver si no estaba burlándose de él. Que señalara que ya había notado esas incongruencias en su propia teoría, podía deberse a la pretensión de parecer el más previsor y clarividente de los hombres. Sí, eso debía de ser; al fin y al cabo, Dimas, por muy experto que fuese, no era más que un hombre, y todos los hombres necesitan afirmar su propia seguridad. Trató de que su expresión no delatara el sarcasmo de su pensamiento.
-Sí, es un buen argumento -respondió.
-Antes, en el viaje de ida, me dijiste que has leído muchos libros sobre la Flota de la Plata de 1699 y la batalla de 1702. Leer uno, está bien. Dos, puede deberse a la curiosidad estimulada por el primero. Pero... joder Gerardo, lo tuyo es prácticamente un curso de especialización. ¿Lo recuerdas todo?
-Sí. Bueno, no. Recuerdo lo esencial. O sea, que la primera flota que salió fue la de Tierra Firme, que se tenía que reunir en Cuba con la Flota de la Nueva España y que tuvieron que esperar tres años para el regreso, a causa de los piratas, que había montones por todo el Caribe y que, incluso, llegaron a perseguirles cuando navegaban hacia las Azores.
-¿Sabes lo que traían de vuelta?
-Una enormidad que movilizó a todos los reinos de Europa.
-Exacto -concordó Dimas.
¿Se trataba de un examen? ¿A dónde quería llegar Dimas? ¿No sería conveniente obligarle a responder preguntas en lugar de permitirle que siguiera haciéndolas?
-Nos dijiste el otro día que has revisado los archivos ingleses -recordó Gerardo, cauteloso-. En general, ¿qué conclusión sacaste?
Dimas sonrió. Vaya, el chico intentaba torearle. Había encontrado el modo de escurrir el bulto. Seguiría su juego.
-Lo que saqué no fue una conclusión, sino una certeza: El oro de Vigo no es un mito.
-Yo pienso lo mismo.
Mirándolo de reojo, Dimas hizo un balance de las actuaciones de Gerardo Cao durante los tres últimos días de trabajo: lo trascendental que había sido su pálpito de que existía un compartimiento secreto en el galeón de la daga; su buen hacer a continuación, descubriendo lo que hasta el momento era lo más sustancioso que habían encontrado; la detección de las actitudes agresivas de los mendigos... Por mucho que los impulsos le inclinaran a despedirlo, la verdad era que el joven estaba demostrando ser un elemento muy útil. En ese momento, decidió postergar el despido un día más y darse, por tanto, una oportunidad de reflexión, porque recordó lo que había mencionado sobre un monasterio. Iba a retener a Gerardo otra jornada, pero apartado del equipo, donde no le causara inquietud.
-Vamos a estar stand by unos cuantos días -dijo el realizador-, hasta que no lleguen las máquinas... y porque hay que estudiar cómo evitar que los de Teleplanet se aprovechen de lo que nosotros hemos explorado ya. Como tengo que asignaros tareas que nos permitan avanzar con los documentales, para que podamos terminar en la fecha convenida, mañana vas a ir con un cámara a dar una vuelta por esa zona que has dicho, a ver si encuentras el convento.
Gerardo sintió un estremecimiento. Trató de que no se le notara el júbilo.
-¿Llevaré algo que me identifique como... yo qué sé... algo así como técnico de televisión?
-Sí, por supuesto.
Gerardo disimuló la sonrisa; la referencia al tesoro en un monasterio había conseguido el efecto pretendido. Por fin empezaba a obtener frutos del empleo. Dimas iba a entregarle la llave para una búsqueda que hasta ahora le habían vedado la suspicacia y las evasivas de los religiosos, que durante años le habían parecido tan preocupados por las cosas del otro mundo, que nunca disponían de tiempo para responder las preguntas de los habitantes de éste.
Cuando llegaron al hotel, y mientras los demás descargaban la furgoneta, Gerardo observó algo en un ventanal de los salones de la primera planta. La mujer de pelo castaño y gafas doradas estaba mirándole desde detrás del cristal y, al notar que él la descubría, se ocultó precipitadamente. A Gerardo le alegró disponer de una razón más para que Dimas siguiera contando con él, por lo que se acercó para decirle:
-La espía estaba ahí, en el ventanal de salón, viéndonos llegar. Se ha echado a un lado cuando se ha dado cuenta de que la he descubierto.