lunes, 19 de abril de 2010

2ªparte/1 -- LA DESBANDÁ

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II. La condena de Sísifo
Como cada día durante los últimos cuatro meses, Paula Robles del Altozano se levantó sigilosamente de la cama mucho antes de amanecer; trató de no hacer ruido al vestirse, se alisó el pelo rubio a ciegas para no encender la luz y revisó a tientas el envoltorio que había preparado la noche anterior. Todo estaba en orden, porque ni siquiera se le ocurría soñar con incluir las golosinas que le gustaría que hubiera en el paquete. Antes de salir, se acercó al vano que comunicaba su dormitorio-taller con el cuarto donde dormían sus hijos. No tendría que ser cuidadosa al abrir la puerta de la vivienda para salir a la galería, porque al menos Antonio y Paco habían despertado ya y conversaban; aunque hablaban en murmullos, porque Miguel y Ricardo dormían aún, percibió la tensión del tono rajado de Antonio:
-...y después de arrasar las derechas las ilusiones del proletariao en Asturias y toa España, los cofrades de la Expiración se han empeñao en sacar su procesión la Semana Santa que viene. ¡Como si no hubiera millones de cosas más necesarias! Son como alacranes acechando a ver cómo clavarnos el aguijón, pa escarmentarnos por lo del 31 y someternos a sus abusos de toa la vida.
-Se saldrán con la suya -afirmó Paco-; el gobernador ha dicho que les apoya y que pueden contar con la banda de bomberos. Tendremos otra vez autos de fe y capirotes de la Inquisición por las calles de Málaga, ahora que se sienten poderosos habiendo masacrao a los asturianos.
Paula halló sorprendente oírles tan de acuerdo entre sí.
-Es que no tienen entrañas -dijo Antonio-. Exhiben lujo a porrillos, pa que los obreros renunciemos a pensar por nosostros mismos y poder devorarnos las asaúras per seculam seculorum. Quieren que traguemos que los señoritos trasnochaos sigan llevando las riendas, digan lo que digan esos periodistas reaccionarios, que no paran de escribir mentiras pa que nos olvidemos de toa la sangre que se ha derramao por sus estilográficas pintando la revolución con colmillos de chacal, mientras Lerroux ordenaba a Franco y Goded masacrar a los proletarios.
-Volveremos a lo de siempre -sentenció Paco-. Penitentes descalzos, ríos de cera, saeteras fanáticas y hombres de trono flagelaos, como en la Edad Media, y adúlteras putonas disfrazás de beatas pa lucir sus mantillas y sus peinetas de brillantes.
-Po si se empeñan en avasallar con sus monigotes, que se atengan a las consecuencias. Ni yo ni mis compañeros nos chupamos los mocos.
-Antonio -aconsejó Paco-, no vuelvas a las andás, por favor.
Paula apreció el modo reposado de hablar que Paco estaba adquiriendo, sentencioso como si fuera mayor que Antonio. Sobre el desconcierto que le asaltaba últimamente por que el segundo de sus hijos pareciera tan a punto de elevarse sobre la medianía cultural que les rodeaba, flotaba el orgullo de que al menos uno lo consiguiera.
-¡Andás! -exclamó Antonio-. ¿Qué dice tu querido Partido Comunista, que nos quedemos cruzaos de brazos y permitamos que nos den bofetás con sus ídolos?
-No. Dice que más urgente que sacar procesiones es que Málaga tenga universidad, y se corrija la injusticia que nos imponen los señoritingos de Sevilla y Graná, que no paran de luchar a brazo partío pa que Málaga siga sepultá en la incultura sin conseguir nunca su propio poder intelectual. La cuestión, Antonio, es que hay que hacer las cosas con método. Si nos organizáramos en vez discutir entre nosostros, a lo mejor acabaríamos con esas supersticiones, pero dando patás al aire no se llega a ná. ¿En qué paró la quema de iglesias?; se fortalecieron las derechas, ¿es que no te acuerdas?, porque los irresponsables como tú les disteis argumentos pa arremeter contra tó lo que oliera a izquierda. Por cá uno de los incendios, salieron millones de velas en las manos de beatas resentías pidiendo nuestras cabezas. Y así nos va, que nadie dice ni por ahí te pudras aunque Yagüe haya entrao como Atila contra los asturianos.
-Pero los principios son los principios -insistió Antonio- y tenemos la obligación histórica de acabar con el opio del pueblo; no hay por qué aguantar tantas humillaciones de hipócritas putañeros ricos disfrazaos de beatos de comunión de diaria. Y por si no tuviéramos bastante, la Ana y mamá empeñás en que me case por la Iglesia.
-¿Qué más da, Antonio? Desterrar esas cosas llevará una pechá de tiempo, no cambian los reflejos condicionaos en tan pocos años que llevamos de República. A la Ana, a lo mejor podrías convencerla de casaros por lo civil, pero ya sabes cómo es mamá. Ella quiere que respetemos las reglas, y no podemos olvidar de improviso cinco siglos de tradición. Consiente, que ya vendrán tiempos mejores.
-¡Paco! -exclamó Antonio-, no estarás hablando en serio...
-Hay que ser realistas y acechar la ocasión sin espantar la caza.
Paula sonrió. Dijeran lo que dijeran los periódicos sobre la "república revolucionaria y libertaria" que germinaba en barrios como el suyo, la mayoría de la gente todavía se casaba por la Iglesia. Podían gritar "viva Rusia" con el puño en alto, usar camisa roja, adornarse con la hoz y el martillo o tarararear la versión carnavalesca del Himno de Riego: "si los curas y monjas supieran/ la paliza que les van a dar/ subirían a los coros cantando:/ libertad, libertad, libertad"; pero a la hora de casarse prevalecían las tradiciones y pocos, y de ningún modo las mujeres, podían imaginar que se casaban de veras si no les bendecía un sacerdote católico. Contra las novias, y también contra los padres de las novias, se estrellaban estrepitosamente las revoluciones. Como anticipaba que Antonio acabaría cediendo, ya había pensado en el vestido blanco que confeccionaría para Ana, lleno de fruncidos, flores y volantes de satén, copiado del que usaba Katharine Hepburn en "Las cuatro hermanitas", porque Ana poseía un cuello y un aire tan aristocráticos como la actriz norteamericana, por lo que se sentía muy esperanzada, a ver si la novia conseguía pulir al novio. Ese vestido iba a ser su obra maestra. Los intentos de rebeldía de Antonio no eran más que chiquilladas, pero le preocupaba la solidez de los argumentos de Paco y la sobriedad que adquirían sus maneras, sobre todo en los últimos cuatro meses, cada vez que hablaba de un futuro que a ella le causaba escalofríos. Principalmente, cuando especulaba sobre lo ocurrido a Mani aventurando ideas estremecedoras.
Salió de la vivienda con sigilo para que los cuatro pudieran dencansar todavía casi media hora, antes de afrontar la azarosa aventura diaria de los periódicos. Abandonó el corralón de Las Dos Puertas por la salida que daba a calle Curadero, la que más directamente conducía hacia el puente sobre el río Guadalmedina.

Guaqui el Templao se alzó de la manta extendida en el suelo. Alrededor, sus siete hermanos varones dormían profundamente, narcotizados por los estómagos insatisfechos, y Pipe, el menor, se revolvía en sueños embadurnándose con sus propias heces. Al otro lado de la barrera formada por dos sillas ensambladas entre sí, dormían su madre y sus cuatro hermanas. Si limpiaba la mierda de Pipe, despertaría, se pondría a ronronear o a quejarse, y los demás irían despertando también y sus lloros le atraparían. Quiso ser ingrávido al saltar sobre ellos para alcanzar el rincón donde la ropa de todos se amontonaba en una sola percha de pie.
Desde que leía cuanto caía en sus manos para conseguir que Paco le llevase a su célula, estaba ocurriéndole algo muy extraño: su olfato se había vuelto tan remilgado como para notar el tufo casi sólido que flotaba en la habitación, y había dejado de parecerle natural el espectáculo de los doce miembros de su familia durmiendo en el suelo cabeza contra trasero, narices sumergidas en las axilas y heces revueltas coloreando las extremedidades de los tres pequeños. Trató de aflojar el pellizco que siempre le atenazaba el pecho cuando, mirándolos, se preguntaba el tiempo que tardaría en rescatarlos de esa clase de vida. Una palmada sobre su corazón deshizo el nudo y abortó el sollozo. Aún no había amanecido cuando echó a correr calle Rosal Blanco abajo sin acabar de vestirse del todo; aunque todavía estaban en octubre, sintió un escalofrío; era una madrugada casi gélida para el otoño de Málaga, que habitualmente no era más que otra primavera con olores y colores distintos. En vez de dirigirse al puerto, torció a la derecha en la calle Huerto de Monjas y corrió hacia el puente del Guadalmedina, para llegar, como cada día, antes de que Paula le descubriera; no quería verse obligado a dar unas explicaciones de las que carecía si no era contando la innombrable verdad; ni siquiera en su mente podía explicarse lo que originaba el impulso ni la magnitud del temor al desastre que creía ver aproximarse. La visita sería tan breve y tan monologante como siempre a lo largo de los últimos cuatro meses. Por más que cavilaba, le era imposible entender lo que causaba su congoja. ¿Agradecimiento? ¿Convencimiento de que él y no Mani pudo haber sido la víctima?

Omar Medina Gutiérrez el Chafarino comenzó a hacerse el desayuno al alba. No necesitaba encender una vela ni un candil, pero si lo hubiera hecho, un observador no habría sido capaz de notar que era un ciego el que preparaba el café, ponía la leche a hervir, tostaba el pan y le restregaba ajos y aceite de oliva; realizaba la tarea con movimientos precisos que parecían espontáneos pero que eran el resultado de varios decenios de entrenamiento. Acabó de vestirse mientras el café llegaba al primer hervor. Había echado a un lado la ropa cotidiana para optar por el conjunto de traje que permanecía meses colgado en el mismo clavo. Se abrochó el cuello de la camisa de algodón crudo y sonrió mientras componía con seguridad el nudo de la corbata, como si lo hiciera a diario cuando, en realidad, no recordaba habérsela puesto en los últimos tres o cuatro años. El horario era el mismo de todos los días, pero hoy no iba a permanecer catorce horas tejiendo redes a la puerta del cañizo. Hoy iría al puerto.
Tras caminar media hora desde el cañaveral que orillaba la costa, aguardó el tranvía en la cabecera de la línea. Bajaron en tropel las bienhumoradas y cigarreras de la fábrica de tabaco y una mano compasiva le ayudó a subir a la plataforma; aceptó la ayuda para no devolver un desaire, ya que podía moverse con gran seguridad en las peligrosas calles de la ciudad, aún lejos de la amigable arena de su playa.
El suceso de la calle Nueva había llegado a sus oídos por casualidad la tarde anterior, porque reconoció las voces de cuatro de los muchachos que pasaron aquella mañana de junio comiendo coquinas y almejas crudas cerca de su cabaña, y les prestó atención estremecido por la crudeza del relato y el misterio irresuelto de la identidad del atacante. Cuando dedujo con seguridad de quién hablaban, tras afirmar uno de ellos que "a su amigo Quini se lo han llevao al penal del Puerto de Santa María, pa los restos", comprendió por qué no había vuelto Mani aunque le hubiera prometido volver y dejó de sentir rencor por el desaire y el olvido. Con un trabajoso esfuerzo de memoria, recordó un apodo, "el Templao", y que este joven trabajaba de arrumbador en el puerto. En cuanto consideró que la memoria le era fiel y conservaba el dato sin que lo deformase el tiempo, tomó la decisión de abandonar por un día la playa. Bajando del tranvía en la Acera de la Marina, fue resueltamente hacia el muelle.
-Toavía no han empezao a venir los arrumbaores -le respondió un carabinero.
-Pero, ¿sabe de quién le hablo?
-Claro que sí. Tó el mundo conoce al Templao por aquí; es uno de los gachós más resalaos del puerto. Los capataces se lo rifan, porque da gusto trabajar con él.
-¿Cuando tardará?
Por la pausa, el Chafarino comprendió que el guardia debía de estar tratando de ver la hora en su reloj bajo la todavía débil luz
-Más o menos, una hora.
-¿Lo puedo esperar por aquí?
-Claro. Venga, que voy a llevarle a unas pacas de lana, pa que siente a esperarlo.
El Chafarino agradeció, ahora sinceramente, la ayuda, porque el muelle era un sitio demasiado imprevisible por el trasiego de mercancías, y le confundía la mezcla de olores que anulaba su sentido de la orientación. Se dejó conducir por la mano del guardia apoyada en su codo izquierdo y se sentó a esperar.

La monja brotaba de la pared convertida en estatua de mercurio, líquida y algo vagorosa, pero palpable y pesada. Fría. Marmóreamente fría. Más que pavor, causaba inquietud por la infinidad de preguntas que inspiraba y la imposibilidad de hallar las respuestas. Casi siempre era al primer vistazo una adolescente impúber, hermosa y mimada por su familia, la fortuna y el amor, pero en seguida acudían tétricas filas de monjas, gimiendo como plañideras, vestidas con harapos malolientes de desenterrados y con los rostros cubiertos de velos negros, para acosarla y maldecirla, mientras ella, que de repente era una vieja pintarrajeada como una prostituta, reía siniestramente a través de una boca desdentada de donde emergían como aullidos los pecados más monstruosos de la historia de la Cristiandad. Era un resplandor maravillosamente sugestivo a veces, pero sin transición se volvía amenazador, y entonces había que invocar a Imperio Argentina para que los demonios huyeran espantados con los repiques de castañuelas, y en cuanto se iba la artista hacia el barrio del Perchel, al otro lado del río Guadalmedina, persiguiendo a los gitanos que robaban pavos para comérselos asados con guindas, surgía como por ensalmo Concha la Chata, deslumbrante en una desnudez de diosa que no poseía, acariciando sin parar todos los penes que encontraba a su paso y una vez superado el vahído entre horrendo y glorioso del orgasmo, llegaba Inma, de cuyos ojos verdes manaban torrentes de luz como los de la Farola del puerto donde trabajaba el Templao, un faro que indicaba el camino para escapar del espanto, y ese camino conducía extrañamente hacia una playa donde un viejo ciego que parecía tener mejor vista que nadie le hablaba de la locura del mundo conduciéndolo hacia el Café de Chinitas, para que asistiese al reto que Paquiro lanzó a su hermano al dar las cuatro el reloj, afirmando que era más torero que él, mientras un torero lloraba junto al cadáver acuchillado de Rita la cantaora, lamentando no tener ya quien le dijera "Paco, llévame a los toros", pero de repente el viejo dejaba de ser ciego y viejo y era un adolescente, un sabio con todos los saberes griegos y babilonios, gritando en el mar de Galilea a una monja réproba que se apoyaba en el brazo de un falangista vestido con la parafernalia importada de Italia y Abisinia, que no era Serafín, sino su padre el barbero, quien iba asesinando niños a tiros por las calles entre las aclamaciones de la monja de mercurio, que brotaba una y otra vez de la pared y llegaba a replicarse hasta el infinito, para formar un batallón de lanceros bengalíes dotados de gigantescos pechos femeninos descubiertos, quienes componían una barrera de picas ante la barbería de Gustavo el Granaíno para que Antonio, Paco, Ricardo y Miguel Rodríguez Robles del Altozano no pudieran arrasarla para consumar su venganza, exaltados por los gritos de Guaqui el Templao que dirigía el ataque, vestido de negro luto. Pero el ángel rubio encaramado en el hombro izquierdo se apiadaba y borraba el campo de batalla para dibujar el edén maravilloso donde Paula Robles del Altozano, vestida de sedas recamadas de perlas, recogía su miriñaque al pasar entre los senderos de rosas y celindros, bañada por la luz dorada del sol como si ardiera una incendio de azafrán.

-¿Sigue la mejoría? -preguntó Paula a la monja, en el atrio del Hospital Civil.
-Anoche bajó la inflamación todavía más. Dice el médico que ya ha pasao lo peor.
-Entonces, ¿recuperará pronto el conocimiento?
-Eso, sólo Dios lo sabe.
Paula se impacientó.
-Pero... ¿lo sabe el médico?
-Tranquilízate, Paula. Hay que tener paciencia y humildad, y confiar en la misericordia infinita de Dios.
-Usted no sabe lo que dice. ¿Cómo voy a tener paciencia con un hijo que nadie me dice si lo he perdío o no? Llevo llorando toas las noches de cuatro meses y ya no creo que me queden lágrimas en el cuerpo.
-Los designios de Dios son inescrutables. Quién sabe si no será bueno que tarde en recuperarse, pa que haya tiempo de que los hermanos se tranquilicen y no piensen en barbaridades.
Paula se mordió el labio. La monja tenía razón y hablaba de lo que a ella le había angustiado todas esas noches de llanto. Si Mani salía del coma, sus hermanos lograrían arrancarle el nombre. En cuanto lo supieran, se desataría la guerra.
-Está arriba el chavea que viene tós los días -informó la monja.
-Lo imaginaba. Por eso me entretengo con usted, pa dar tiempo a que se vaya, porque me huelo que no quiere que yo me entere. Toas las mañanas corre delante de mí, volviendo la cabeza con disimulo.
-Es conmovedor. ¿Sabes lo que hace, Paula? -Tras la negativa, la monja continuó: -Le cuenta en susurros a tu hijo las cosas que pasan en el barrio y lo que hace él en el puerto, como si Mani pudiera oírle.
-A lo mejor lo oye -aventuró Paula, desafiante.
-Pudiera ser. Ojalá.
-¿Ha vuelto a venir el otro?
-¿El criado rarito? Sí. Mira, ahí está el paquete que le mandó la señora de La Caleta a tu hijo ayer. Por como huele, le manda gloria bendita.
-¿No le dije que no aceptara esos regalos?
-Oh, Paula. Eres demasiado intransigente. Ayer tarde, yo no estaba de guardia y no me acordé de advertírselo a la monja que me sustituyó, pero lo tuyo es provocar la ira de Dios Nuestro Señor. ¿Quién sabe si esa señora no tratará de favorecer a tu hijo por la inspiración misericordiosa de Jesucristo?
-Usted no sabe lo que dice. Déle el paquete a un pobre.
-¿Más pobre que tú? -ironizó la religiosa.

-Me han dicho las monjas abajo que se te va a curar la infección por fin, Mani, pero de verdad y no como la otra vez, que recaíste a los dos días, y aunque me da un alegrón, tengo un canguelo que me cago patas abajo, porque no voy a conseguir estar aquí cuando despiertes, y a lo mejor te da por largar el nombre del Serafín antes de darte cuenta de lo que haces ni pensar en las consecuencias de poner a toa tu familia enfrente de los falangistas de Málaga, que si te acuerdas de lo que vimos en calle Camas la noche de los júas te harás una idea de las cosas que están pasando. Como han aplastao la revolución y están matando a los mineros de Asturias como chinches, los fascistas están envalentonaos; hay en el barrio de La Trinidad una pila de mujeres, madres de activistas de izquierda, que las han violao antes de obligarlas a tragar litros de aceite de ricino y la semana pasá hubo una especie de guerra en la calle de la Victoria, cuando doce falangistas fueron a provocar a los gitanos en la plaza de Santa María. A mí me contó lo del tiro del Serafín un amigo del Quini, que este quinqui de mala muerte se lo chismeó antes de que se lo llevaran pal penal del Puerto, y en cuanto lo supe me vine pacá, a ver si podía ponerle un dique a la riá que se va a formar en cuanto se enteren tus hermanos, que destrozarán al Serafín y luego vendrán los del Serafín a destrozarlos a ellos y a ver lo que le harán a tu madre, que no quiero ni imaginarlo porque lloro cuando miro a la mía y me acuerdo de tu cara cuando vimos a aquella muerta apuñalá en la esquina de la calle de Los Cristos, la noche de los júas. Por lo menos, yo amenacé al que me lo dijo con que le cortaría la picha si se ponía a publicar el chisme por el barrio, pero ya sabes tú, Mani, cómo es nuestro barrio, que tó se acaba sabiendo, y en el momento más inesperao tu Antonio se va a enterar. Yo, ni siquiera me he acercao a tu Paco, con las ganas que tengo de que me lleve a su célula, por si se me escapara algo, pero seguro que cualquiera largará. Menos mal que han pasao ya cuatro meses y el lío se irá olvidando, pero ahora que dicen que podrías volver a este mundo, a lo mejor lo sueltas y yo no puedo estar aquí tó el santo día pa taparte la boca. Vengo tó lo temprano que puedo a ver si te pillo despierto el primero, antes de que te pongas a largar como una cotorra sin pensar en las consecuencias. Además, me da no sé qué verte ahí con los ojos cerraos y me entra mucho coraje por toas las cosas que estás perdiéndote. Mi Inma se pega unas pechás de llorar por ti que corren ríos de lágrimas calle Rosal Blanco abajo, y me parece que a ti te gustaría saberlo. He visto ya "La hermana San Sulpicio", que la Imperio está mejor y más guapa que nunca, y me muero de ganas de invitarte a que la veas tú. También te estás perdiendo las novedades, porque las cosas se están organizando mejor en el barrio ahora que hemos comprendío que el chivato de los guardias era el Serafín; lo hacemos tó con más disimulo y a lo mejor llega pronto la revolución, aunque con lo que ha pasao en Asturias, quién sabe si nos machacarán la jeta. En cuanto esté seguro de que no se me va a escapar ná de lo del tiro del Serafín, tengo que hablar con tu Paco, porque pa mí que él me explicaría mejor que nadie por qué se fue la revolución a pique en Madrid, Barcelona y, sobre tó, en Asturias, cuando estaba al alcance de la mano. Le voy a decir que soy mu buen amigo tuyo, ¿vale?; espero que no te dé coraje que abuse contándole esa mentira; pero, mira, Mani, que yo quería decirte que me gustó mucho hablar contigo las dos veces que tuvimos oportunidad, que por algo eres hijo de quien eres, y ahora estoy convencío de que con el tiempo serás uno de los fulanos más importantes del barrio y que si quieres que te proteja en el puerto pa trabajar con los ratas, po que eso está hecho. A lo mejor hasta me viene bien a mí, porque podemos hacerlo a medias, que ya sabes tú de más cómo está el panorama en mi casa. Ya te explicaré cómo sería, que yo iría guardando las bolsas que tú recogieras en un escondite chipén que yo me sé. Y bueno, que tengo que largarme, porque voy a llegar tarde al currelo y a ver si esta tarde me da tiempo de venir otro poquillo.

Paula quería quedarse un poco más junto a la cama de Mani, pero no podía prescindir de lo que le pagarían esa misma mañana por un vestido cuyo dobladillo aún tenía que coser. Deseaba aguardar el milagro que ahora parecía tan inminente, tras cuatro meses de zozobra y los desengaños de cada una de las veces en que la fiebre remitió un par de días para volver con mayor virulencia cuando ya se creía a punto de recuperar al menor de sus hijos, el que mayores esperanzas le inspiraba desde su alumbramiento, porque con él daba la impresión de que el destino quisiera corregir injustos designios del pasado, materializando la paradoja de los cuentos de hadas, colocar a un príncipe poco menos que en un estercolero para que alguien llegara a redimirlo con un beso. Ahora, por segundo día consecutivo, la frente tenía la sana tibieza de un niño de once años, desterrado el ardor de fragua que estuviera durante meses a punto de derretirle el cráneo. Ya no jadeaba como si pudiera rajársele el pecho. A pesar del enflaquecimiento, las mejillas volvían a teñirse con los tonos propios de un niño sano, cosa que no había sucedido durante ninguna de las mejorías anteriores, ya que entonces persistía el enrojecimiento febril. Pese a su delgadez, el cuerpo del niño recuperaba a ojos vista las armazones interiores, por lo que resurgía la arquitectura de unos volúmenes que le habían hecho sobresalir entre los de su generación desde siempre; en las últimas veinticuatro horas, había dejado de ser un muñeco desarticulado para convertirse de nuevo en el proyecto de hombre excepcional que pareciera desde su nacimiento. En cualquier momento podía abrir los ojos, pero no a los fantasmas del sueño como había hecho tantas veces durante los cuatro meses de muerte en vida, sino a la realidad del mundo en tiempo presente. El prodigio estaba a punto de suceder y ella no podía aguardarlo más, porque no disponía ni de seis reales para comprar en el mercado del Molinillo algo que preparar de comer a sus hijos y, por lo tanto, terminar el vestido era indispensable. La luz entraba a raudales por las ventanas gigantescas cubiertas de cortinas blancas movidas por la brisa; debían de ser más de las nueve. Tenía que apresurarse.

Miguel esperaba a su hermano Antonio en la parada del tranvía de la Acera de la Marina. El sitio de Mani en calle Nueva era tan bueno, que se le habían agotado los periódicos a las nueve y media de la mañana; si a Antonio no le habían sobrado ejemplares tras la animación marinera del desayuno en Las Cuatro Esquinas de El Palo, habría acabado su jornada laboral.
-¿Qué hay, Migue? -le saludó Angustias, la hija del barbero, de pasada y sin detenerse, como si quisiera disimular que había tomado la iniciativa del saludo.
-No corras tanto, chiquilla -rogó Miguel-, que vas a llegar allí antes de salir pallá. ¿A dónde vas?
Angustias se paró y , para no demostrar demasiado interés, sólo se volvió a medias hacia el muchacho, cuya expresión risueña y anhelante exteriorizaba sin disimulos el deslumbramiento que le causaba la joven. El sol, todavía no muy alto sobre la dársena del puerto, refulgía como un monte nevado en la sonrisa femenina y se multiplicaba en os enormes ojos verdes, que ella entrecerró para que él no advirtiera que también la deslumbraba.
-Al mercao de Atarazanas, a comprar castañas de asar. ¿Está mejor tu hermano?
-Así, así.
-¿Todavía no ha despertao?
-¡Qué va! Habrá que resignarse.
La expresión de Angustias se iluminó un poco más. Aunque reconocía para sus adentros que era una crueldad sentirlo así, le aliviaba que Mani pudiera no recobrar nunca la consciencia, porque, en tal caso, jamás desvelaría quién le había disparado y ella no se vería forzada a desterrar a Miguel de sus sueños. Unos sueños contra los que había luchado como una fiera, porque sabía que no podían ser más que el anticipo de la pesadilla en que la oposición de su familia convertiría sus ilusiones. Tras muchos meses de lucha, había tenido que aceptar su derrota y aunque no dejaba de afligirle la anticipación del drama, se sentía libre de soñar, y esa libertad se estaba convirtiendo en júbilo que estimulaba su audacia. Había tomado la iniciativa de un saludo que cualquiera del barrio consideraría poco menos que una desvergüenza en una mocita de su edad. Que se hundiera el mundo y arrastrara las malas lenguas al abismo, porque ella necesitaba que Miguel Rodríguez Robles del Altozano tomara cuenta de su existencia.
-¡Chiquilla, hay que ver lo bien que te sienta el sol en la cara! -exclamó Miguel, atónito por la cercanía de una belleza en la que no encontraba el menor defecto y agobiado por el ahogo que le producía que ella se dignara hablarle y sonreírle.
-A ti también, Migue; es una maravilla cómo brilla tu pelo. Parece oro viejo.
El piropo pilló al joven un poco a contrapié, por lo que dudó si corresponderlo, mientras miraba la cara de la muchacha y apartaba la vista una y otra vez, alternativamente, indeciso sobre cuál podía ser su estrategia y preguntándose si le valía la de siempre, la que empleaba con las demás, o sea, tensar los hombros e inflar el pecho para que el jersey no ocultase su fina musculatura labrada por un imaginero barroco, pasarse la mano derecha por el pelo dorado como si pretendiera alisárselo, para que ella se hipnotizara como todas, y acariciarse la entrepierna brevemente, simulando un gesto reflejo pero señalando, en realidad, que llenaba adecuadamente el pantalón. Decidió que nada de ello le valía en este momento, porque Angustias se alzaba en un universo propio que la situaba muy por encima de las muchachas del barrio, pero ¿qué podía servirle, qué tenía que hacer? La familia de Angustias, desde el aposentamiento en la calle Curadero, se mostraba tan altanera, que aunque ella le pareciera lo más hermoso que había visto jamás, no había entrado en sus cálculos la posibilidad de incluirla en su extensa colección de conquistas. La asombrosa realidad era que la joven granadina ni siquiera le inspiraba deseos sexuales, sólo veneración, como quien contempla de lejos una costosa e inaprensible obra de arte en un museo. Ahora, el elogio de su pelo la situaba en el mismo nivel pasional de las otras, porque era eso lo primero que todas alababan; si Angustias se mostraba dispuesta a bajar al territorio de la gente común, a lo mejor tenía alguna oportunidad de convencerla de ir juntos al huerto de La Virreina. Por lo tanto, le convenía devolver el piropo.
-Y tú... tienes los ojos más grandes que un mar donde se podrían pescar atunes y todavía quedaría sitio pa unas cuantas ballenas.
-Osú, Migue, hay que ver lo exagerao que eres.
-¿Exagerao? ¡Qué va! Mira, quédate quieta una mijilla...
-¿Qué pasa?
Angustias vio aproximarse la tez sonrosada y la mirada azul de Miguel, que se sumergía profundamente en sus ojos. Anheló que se atreviera a cometer la profanación; que la besara, aunque ella tendría que fingir indignación y amagar una bofetada.
-Estáte quieta, chiquilla, que veo ahí, en medio de tu ojo izquierdo, a un pobre hombre que ha naufragao en una isla desierta. Como muevas mucho los cañaverales de tus pestañas, vas a hacer que un ventarrón lo arrastre y el pobre desgraciao se caiga de la isla y se ahogue.
Angustias rió a carcajadas. Miguel decidió que había llegado el momento de echar la red:
-¿Quieres que te espere esta tarde?
-¿Dónde? -preguntó ella sin vacilación.
-¿En la esquina del Molinillo?
-No, allí podría vernos alguien que le iría con el chisme a mi madre. Mejor, en la puerta de la sacristía de San Felipe, a las siete y media. Te espero.
Angustias se alejó presurosa, como si temiera que él alegase algún impedimento. Miguel la contempló caminar, diciéndose que no sólo tenía las piernas preciosas, sino que las movía como nadie. La voz de Antonio, que acababa de saltar del pescante del tranvía, le sacó del ensimismamiento:
-¿Ya te la has trajinao, por fin?
-Hola, Antonio, ¿se te han acabao los periódicos a ti también?
-Sí, ya sabes. Lo de la otra noche en los Callejones del Perchel, con dos muertos y tantísimos deteníos, es una noticia de ésas que agotarían el doble de los periódicos de los días normales. ¿Te has conquistao a la niña del Granaíno?
-No sé.
-Ándate con cuidao, que dicen que su hermano tontea con los falangistas y tú sabes de más cómo se las gastan esos salvajes. ¿Es que no tienes chochos de sobra?
-No es éso, Antonio.
-¡Ah!, ¿no?
Antonio examinó al penúltimo de sus hermanos. Si él fuera una mujer y no un rudo sindicalista de la CNT y el Sindicato de Parados, ansiaría meterse en la cama con Miguel, por lo que de hecho suspiraban la mayoría de las muchachas del barrio, ya que todas se volvían pendones en su presencia. No creía que hubiera en el mundo alguien más guapo ni con mayor facilidad de seducir mujeres, pero, claro, a todo los cochinos les llega su San Martín, y ahora, por el tono y la expresión soñadora, su hermano parecía haberse enamorado.
-Bueno, Migue sea lo que sea, ve con cuidaíto. ¿Sabes algo nuevo del niño?
-Anoche dijo mamá que llevaba sin calentura desde la madrugá. Habrá que ir esta tarde, que aunque a mí me parecería mentira, a lo mejor hay novedades de pronto.
-Sí, tenemos que ir después de comer, a ver si despierta de una puñetera vez y me dice quién fue el hijo de puta que trató de matarlo. Recuerda tó lo que hemos hablao sobre eso y estáte al liquindoy.

A mediodía, Guaqui el Templao sudaba a chorros bajo el saco de alubias que arrumbaba del almacén al barco, cuando el carabinero le dijo al pasar:
-Oye, Guaqui, disculpa, que se me había olvidao, joé. Hay un pobre ciego que está esperándote desde la madrugá pa hablar contigo.
-¿Un ciego? Yo no me trato con ninguno. ¿Qué querrá?
No paró de hacerse mentalmente la pregunta hasta la hora del almuerzo. Cuando sonó la campana avisando de que era la una, deslió el bocadillo de chicharrones con manteca colorada y fue devorándolo con avidez canina mientras se acercaba al Chafarino. Se detuvo a dos metros, preguntándose si el carabinero no se habría equivocado con la ceguera, puesto que el anciano parecía mirarle mientras le sonreía.
-¿Eres el Templao? -preguntó como si le viera llegar y le reconociera-. ¿El amigo que tanto admira Mani?
Guaqui sintió asombro por tres razones. La primera, que Mani utilizara el mote para nombrarle; la segunda, que considerase que eran amigos; la tercera, que el hijo de Paula y hermano de Paco encontrara en él algo admirable.
-Sí... yo soy amigo del Mani. ¿Qué quería usted?
-Verás, yo vivo en la playa de La Isla y...
-¿Usted es el Chafarino? -el anciano asintió-. Mani me contó que lo había conocío.
-Es que ayer tarde vinieron a la playa los muchachos con los que él estaba cuando le conocí y lo que contaron me puso el corazón en un puño... ¿Es verdad lo del tiro y que lleva desde el verano en el hospital?
-Sí.
-Yo... -Omar Medina vaciló-, verás; quisiera que no te cieguen los prejuicios antes de que acabe de decir lo que quiero que sepas, para que me ayudes... o mejor dicho, para que ayudes a tu amigo. Sólo he hablado una vez con Mani, pero fue suficiente; desde aquel día, no he dejado de pensar en él. Hablamos cerca de dos horas y me pasó algo que ya me había ocurrido dos veces en mi vida: vi el futuro...
El Chafarino aguardó alguna palabra del Templao que expresara su incredulidad o, al menos, su escepticismo; pero el joven había decidido permanecer a la expectativa desde que al anciano se identificara como aquél de quien había oído decir que era un lunático. No pensaba burlarse, sino escucharle cortésmente y luego, olvidar sus locuras, y si sentía ganas de reír, se aguantaría hasta que no pudiera oírle.
-Me ocurrió la primera vez en mi isla de Congreso, donde nací. Una tarde de tormenta, al oscurecer, bajo el fragor de los truenos sentí como si estuviera leyendo un libro donde se contaba mi historia, pero no la del pasado, sino la que todavía no había sucedido. Lo estremecedor es que todo lo que vi en aquel libro se ha cumplido después. El día que hablé con Mani me pasó lo mismo; mientras me contaba las cosas del barrio y lo que experimentó contigo la noche de los júas, dentro de mi cabeza se abrió otra vez el libro, pero contaba la historia de tu amigo. Y lo que vi en ese libro era tan espantoso, que tuve que ponerme a hablar como una cotorra para evitar que lo hiciera él, para que no continuaran pasado páginas empapadas en sangre movidas por su voz. Cuando los muchachos hablaron ayer del tiro, fue como si leyera una de las páginas que leí aquel día y decía exactamente lo que vi entonces.
Guaqui reprimía la sonrisa. Hallaba patética la expresión aterrada del anciano al evocar unas imágenes que sólo podían ser delirios de una mente trastornada.
-No sonrías, Templao, aunque tienes derecho a pensar que estoy majareta.
Además de citar la risa contenida, la frase describía tan exactamente su pensamiento, que Guaqui sintió que la curiosidad ganaba en su ánimo espacio a la ironía.
-Mani me habló de ti, pero no de tus circunstancias, ¿comprendes lo que quiero decir? Me dijo que necesitaba ser tu amigo para que le ayudaras a conseguir dinero, que tú eras el adolescente más popular del barrio y otras apreciaciones así, y también me contó que trabajas en el puerto, pero de tu familia sólo me habló con entusiasmo enamorado de una hermana tuya que se llama Inma. De los otros diez no me dijo nada, ni de tu madre, ni del padre que os abandonó hace un año y se suicidó borracho, un mes después, tras despreciarle la bailaora del Café de Chinitas por la que dejó a tu madre, pero yo los vi a todos ellos en ese libro ensangrentado de mi cerebro.
Guaqui sintió un escalofrío; ni Mani ni nadie en el barrio sabía que su padre se había suicidado. De hecho, sólo lo sabían su madre y él y habían pactado no contarlo jamás al resto de la familia.
-¿Quién le ha dicho eso? -preguntó con un nudo en la garganta.
-No te asustes, Templao. Siento que tienes carácter y, con tu personalidad y tu fuerza, lo que veo dentro de mí no tendría que impresionarte más de lo que me impresiona a mí. Lo que deberíamos es tratar de aprovecharlo y, por ello, necesito que me ayudes con tu amigo, a ver si consiguiéramos evitar que se cumpla lo que dice el libro. ¿Es verdad que lleva cuatro meses inconsciente?
-Sí, pero ayer se le quitó la calentura y esta mañana estaba mucho mejor. Las monjas dicen que a lo mejor recupera pronto el sentío.
-Entonces, ha sido muy oportuno que se me ocurra venir hoy. ¿Puedes llevarme al hospital?