viernes, 2 de abril de 2010

Capítulo 15º DESPUÉS DE LA DESBANDÁ


XV
-Me ha dicho Elena que estás estudiando en casa, por las tardes –comentó Emilio Von Deer, el padre de Pilita, de manera aparentemente casual- ¿Va bien la cosa?
Mani miró a su anfitrión con cierta sorpresa. Comenzaba a sospechar que todos los vecinos de doña Elena conocían de sobra todas sus peripecias, tanto abundaban las murmuraciones sobre él y cuanto le atañía; detuvo la cucharada de sopa de rape que se llevaba a la boca, para responder:
-Así, así.
-Me ha alegrado mucho saberlo, Manuel. Los estudios te darán armas que van a hacerte mucha falta, visto cuál es tu futuro. Sé muy requetebién que el negocio de las navieras se las trae… Bueno, a estas alturas, y con lo que se cuenta en el club, no creo que tenga que advertírtelo.
-Sí, tiene usted razón; los barcos y to lo que los rodea tiene miga… Algunos días, tengo la impresión de que tó el mundo viene a meterme la bacalá, los oficinistas, los marineros, los carabineros, los patrones… Y no me parece que yo sea paranoico o ninguna de esas cosas raras. Pero no vaya usted a creer; sin estudios ni ná, hasta ahora nadie me la ha dao con queso.
-Desde luego, Manuel. No lo dudo. Todo el mundo se hace lenguas alabando tu sentido común y tu intuición. Hasta en los despachos principales de Málaga se hacen apuestas sobre lo que puede esperarse de ti; y no sólo en el terreno de los negocios. Pero tú estudia lo que puedas, ¿no te parece, Pili?
Pili Von Deer, la madre de Pilita, asintió en silencio.
Mani comprendió que ese hombre temía que su hija estuviera enamorándose de un muchacho del que decían los rumores de la Caleta que había sido un granuja hasta muy poco tiempo antes. Nadie de ese barrio de millonarios había mencionado en su presencia al niño rubio que fuera proclamado en el pasado “defensor de los pobres”, pero no sería lógico que el asunto se hubiera olvidado, sin más, habiendo sido durante la guerra un clamor conocido ampliamente en la ciudad; el silencio a ese respecto tenía que deberse al temor y la reverencia que doña Elena inspiraba. Resistió el impulso de mostrarse irónico ante el interrogatorio, porque no quería causar pena a la muchacha que resplandecía al otro lado de la mesa.
-Estudias abogacía y empresas, ¿no? –continuó Emilio Von Deer.
-En líneas generales, sí –respondió Mani haciendo esfuerzos por no impacientarse-. Pero no son cursos en serio ni ná de eso. Vienen varios profesores a explicarme algunas cosas de leyes y comercio, namás. Pero no se trata de que estudie pa tener títulos de esas carreras.
-De todas maneras, muy bien hecho. Haz que tu abuela se sienta orgullosa.
Mani había tenido que acostumbrarse a que le llamaran nieto de doña Elena; ella misma le denominaba así ante terceros, por lo que no tenía más remedio que aceptarlo y callarse.
-En la fiesta de esta mañana- contó Pilita-, unos funcionarios le estaban diciendo al gobernador civil que Manuel es el joven más prometedor de la ciudad. No creáis que yo estuviera espiando conversaciones ni ná de eso…Lo escuché por casualidad. El gobernador dijo que sí con la cabeza, mientras mandaba: “presentadme un informe detallado de sus actividades pasadas y futuras, y las alternativas y posibilidades que se prevean para su futuro”.
Esto alarmó a Mani. Le causó miedo ser investigado.
Emilio Von Deer sonrió. Su hija era lo que más amaba en el mundo y la única razón por la que permanecía en esa casa.
-¿Has cumplido ya los dieciocho? –pregunto la señora Von Deer a Manuel.
-No señora. Tengo la misma edad que Pilita.
La muchacha sonrió, como si esa frase pusiera de manifiesto un propósito o alguna promesa.
-Pa que te enteres –replicó la dama-. Mucha gente cree que tienes veinte.
Mani sonrió. La madre de Pilita le trataba con un entusiasmo no sólo desconcertante, sino, también, incómodo.
-Si hasta pareces mayor que mi hijo Pablo…
-No, qué va –protestó Mani-. Cuando vino de vacaciones en Navidad, se notaba a la legua que tiene cerca de veinte años. Yo parecía un niño a su lado el día que fuimos a despedirlo, cuando se fue a Granada.
-¡Qué va! –insistió Pili Von Deer-. Tú eres mucho más maduro que mi hijo…
Mani reflexionó un instante.
-Bueno, usted piensa así porque su hijo es un estudiante y yo hago como que soy un empresario.
-¡No digas tonterías, Mani! –exclamó Emilio Von Deer-. Tú no finges ser empresario; lo eres de verdad, y con mucho éxito. Me consta.
La intuición de que, durante ese almuerzo, estaban dirimiéndose cuestiones importantes en relación con su porvenir, hizo que Mani viera aumentar su incomodidad. Se había sentido incómodo en esa casa desde el principio, por la obsequiosidad y la untuosidad de la madre de Pilita, que se comportaba con él de un modo que le hacía sentirse culpable, sentimiento absurdo porque era completamente inocente de palabras e intenciones. Ella lo festejaba de manera desconcertante y alababa sus rasgos físicos muy impúdicamente ante otras personas. Por tales razones, procuraba citarse con la muchacha en otros lugares y, si se veía obligado a recogerla en su casa, pedía al chofer que hiciera sonar el claxon para no tener que entrar. No entendía a la madre o, más bien, se negaba a aceptar lo que sus pálpitos sugerían.
Terminados el almuerzo y la sobremesa, Mani se excusó citando a los profesores que estaban a punto de llegar a su casa.
-Ven cada vez que se te antoje, Manuel –dijo Pili Von Deer-. Aquí siempre serás bien recibido.
-Así es, amigo mío –apoyó Emilio Von Deer-. Dispón siempre de esta casa como si fuera la tuya. ¿No quieres jugarte un tute?
-Disculpe. No quiero que los profesores tengan que esperarme.
-Haces muy requetebién, Manuel.
Una vez en el coche, Mani preguntó al chofer:
-¿Qué sabe usted del matrimonio Von Deer?
Mani notó que el hombre luchaba consigo mismo, como si temiera meterse en problemas si entraba en confidencias sobre personas tan poderosas que, además, eran íntimas de doña Elena. No sería el primer empleado de los palacetes de la Caleta y el Limonar que fuera despedido abruptamente por meterse en murmuraciones. Pero el matrimonio era muy poco discreto.
-¿Quiere usted enterarse de la verdad chipendi, de la buena, don Manuel? –preguntó el chofer, reflejando su expresión gran cautela
-Sí. Me gustaría.
-Entonces no soy yo el que más puede contarle, porque namás que conozco algunos detalles sin importancia. ¿Tiene usted tiempo de ir al centro?
-¿Ahora? No puedo. Los profesores llegarán en pocos minutos.
-Entonces, si le apetece escuchar lo que puede decirle una amiga mía, podría llevarle al centro esta noche.
-¿No termina usted a las siete?
-No importa. No sería la primera vez, ni la última, que me quedo hasta pasá la medianoche. Si usted lo manda, me espero.
-Bueno, muchas gracias. Yo termino las clases sobre las ocho.
Mientras el chofer maniobraba para entrar en el jardín, Mani miró distraídamente a un falangista parado junto a las jambas del portón. Se encontró con sus ojos, como cuchillos; primero fue una vaga corazonada pero, en seguida, sintió descomposición y un gran estremecimiento. Sin duda era Serafín, el hijo del barbero granadino, el muchacho cruel que había originado la interminable serie de desgracias de su familia. ¿Sería de verdad interminable esa serie, aunque su familia ya no existía? ¿Qué buscaba Serafín ante la casa que ahora era su residencia? Ya había asaltado esa casa una vez, para destruir la pareja de su hermano Miguel con Angustias. Ahora, ¿qué podía pretender? Recordó que durante el almuerzo se mencionó que el gobernador civil había mandado investigarlo a él. ¿Tendría Serafín algo que ver con esa investigación? Combinados, los dos hechos eran por lo menos inquietantes.
La curiosidad y la expectativa de averiguar interioridades de la familia de Pilita atemperaron un poco su creciente inquietud; pero ambas preocupaciones hicieron que Mani no se concentrara demasiado en las nociones de derecho y economía que le estaban impartiendo. Elena Viana-Cárdenas solía referirse a “los padres de Pilita”de manera algo sarcástica, tono que no entendía. En cuanto se marchó el último profesor, bajó impaciente.
-¿Vamos muy lejos? -preguntó al chofer, mientras miraba alrededor por si Serafín continuaba espiando. Anochecía, por lo que no pudo asegurarse de que unas sombras embozadas tras un pimentero fueran el uniformado falangista y los camaradas de los que siempre se hacía acompañar.
-A un local cerca del puerto –respondió el chofer-. Déjeme a mí y no hable ni diga ná si yo no le pregunto. Es cosa de pocos minutos.
-Está bien. De acuerdo.
El local era sorprendente. Se encontraba en una calle sombría y rectilínea de un pequeño distrito aledaño al puerto, en un territorio que las crónicas afirmaban que había sido una isla del antiguo delta del río Guadalmedina, una isla mitificada que se llamaba “Arriarán”. Un cartel en la puerta rezaba “café”, pero dentro no había máquina de café, lecheras ni vino, ni nada que retratase una cafetería, sino gran abundancia de licores y bebidas fuertes; las luces eran predominantemente rojas; el interior permanecía en una media penumbra.
-Éste es mi amigo Manuel –mintió el chofer a la mujer situada tras la barra- Carmen, me gustaría que le cuentes las cosas de don Emilio Von Deer.
-Oye, tú, a mí no me metas en líos –protestó Carmen.
Mani no fue capaz de decidir si la mujer le gustaba o le repelía. Su escote dejaba poco a la imaginación; el vestido, de seda y muy ajustado, parecía más un traje de fiesta que ropa laboral. El maquillaje resultaba excesivo, con los ojos aureolados de oscuro como las actrices de las películas como Imperio Argentina. Ella fingió estar al cabo de la calle para decir al chofer:
-Y además, Ciriaco, a mí no me la das con queso. Éste muchacho no es tu amigo, sino tu jefe, si lo sabré yo…
-Sí somos amigos… -afirmó Mani tímidamente.
El chofer puso cara de circunstancias. Dijo:
-No seas perversa, Carmen. Tenemos muchísimo interés por escuchar lo que namás que tú puedes contarnos de ese gachó. Es que tú eres su confidente y alcahueta, si lo sabré yo… Además, vamos a gastarnos un dineral aquí.
-¿De verdad? ¿Cuánto?
Ciriaco miró a Mani, que se apresuró a contestar:
-Lo que cueste esa botella de coñac…
Carmen volvió la cara hacia el punto que Mani señalaba, una carísima botella de brandy de la marca Larios, de la que nadie consumía nunca.
-¿Entera? –preguntó Carmen; ante el asentimiento de Mani, añadió: -Acabáramos. ¿Qué queréis saber ustedes?
-Los trajines que se trae –respondió Ciriaco-, sus gustos y manías y las veces que viene por aquí.
-¡Huy! ¿Aquí? Cá noche. Si queréis ustedes verlo, después de la cena segurito que viene esta noche.
-¿Desde cuándo? –Ciriaco preguntaba como si conociera las respuestas.
-Ya ni me acuerdo –contesto Carmen-. Anoche me encargó otra vez que le buscara una que parezca una niña… O, si la encontraba, que fuera una niña de verdad…
Mani sintió una punzada. El hombre del que hablaba era el padre de Pilita, el hombre con el que ella practicaba confiadamente intimidades filiales.
-¿Y qué le has preparao? –preguntó Ciriaco.
-En la Triniá y Ciudad Jardín me han encontrao unas veinte madres que tratan de ganar dinero con sus hijas, con la hambre que hay… Van de los once a los quince o dieciséis años y toas dicen que son vírgenes, pero tú sabes mu bien que a mí no me la pegan, ni podría quedar mal con don Emilio. He mandao que me las traigan mañana a mi casa, y ya veremos.
Permanecieron varios minutos en silencio, Mani con sus cavilaciones sobre Pilita, su padre y, sobre todo, Serafín. Además de ellos, sólo había en el local otro hombre, sentado en un rincón con una muchacha, también muy escotada, a la que acariciaba descaradamente. El resto de parroquianos eran cinco mujeres, así mismo muy maquilladas y vestidas vistosamente.
-¿Ha venío hoy el Guaqui? –preguntó Ciriaco.
-No, hoy todavía no –respondió Carmen- Ya se habrá desengañao. Como ya te dije, está obsesionao con la Viky, que es la más cara de Málaga y namás que se va con quien a ella le sale del coño. Pero él, dale que te pego.
-¿Te ha preguntao por mí? –volvió a preguntar Ciriaco.
-Oye, po no, desde la otra noche, ni te ha mencionao. Me parece que ese muchacho no habló contigo porque quisiera ser tu amigo ni ná de eso, sino en busca de algo raro, que a ver qué será. Te entró en cuando ya llevaba lo menos una semana viniendo cá noche y quedándose arrinconao allí, mu callaíto, sin decir ni mú, y mirando a toas mis muchachas como si se las quisiera comer con los ojos. Hasta tuve miedo de que violara a alguna.
-Tienes razón –repuso Ciriaco-. Se levantó pa hablar conmigo por las buenas, de sopetón, y ya en aquel momento no me pareció natural…
Súbitamente, Mani se dio cuenta de que hablaban del Templao. Si no deducía mal, había tratado de hacerse amigo de su chofer… ¿procurando qué? ¿Averiguar sobre su distante amigo Mani? ¿Debería tratar de hablar con él para proyectar un plan sobre Serafín?

Resultaba un sinsentido. Si Guaqui pretendiera de verdad eso, le bastaría con acercarse a él y hablar. Mani decidió que no podía tomar la iniciativa de mandarlo a buscar, convencido de que el Templao le guardaría rencor. Llevaba más de dos años deseando que le abordara. Ansiaba abrazarlo y recuperar un fragmento de la vida que había perdido y ahora volvía a necesitarlo.
De regreso a la casa, permaneció muchas horas observando desde su ventana el jardín, la verja y el tramo de calle que alcanzaba a ver, a ver si el espionaje de Serafín continuaba.