martes, 28 de agosto de 2012

lee todos los "cuentos de mi biografía"

SEMANALMENTE, VOY ESCRIBIENDO ALGUNOS SUCESOS DE MI BIOGRAFÍA, RELATÁNDOLOS COMO CUENTOS EPISÓDICOS.

TODOS LOS VOY PUBLICANDO AQUÍ.

sábado, 25 de agosto de 2012


CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, Luis Melero

MACHADO NO ERA UN POETA

La avenida Paulista, donde tenían sus sedes la mayoría de las agencias brasileñas de publicidad, parecía no estar demasiado lejos según el plano de bolsillo. Decidió ir caminando para no meterse en la complicación de encontrar un autobús, a causa del tráfico indescifrable que el mismo plano sugería.

Cruzó Anhangabau y enfiló la avenida Brigadeiro Luis Antonio sin dejar de palpar en su bolsillo la carta de Pepe. Era una calle peatonal a donde se abría la “praça da Sé”, una placita con palmeras delante de la catedral católica; aunque llevaba varios años sin practicar el catolicismo, le gustaba contemplar los templos por dentro.
La catedral “de la Asunción” de São Paulo era un templo grandísimo y exuberante, de estilo neogótico con su toque de efervescencia tropical. Precisamente por su grandilocuencia, no invitaba al recogimiento, pero Luis halló que podría meditar un rato; sentado en un banco, leyó de nuevo la carta de Pepe entre estremecimientos y arrebatado por las dudas. ¿Debería volver de inmediato a Buenos Aires? ¿Encontraría abiertos los brazos de Pepe? ¿No lo miraría todo con un cristal menos favorecedor, una vez decidido a vivir para siempre fuera de España?

Sacudió la cabeza como si así pudiera librarse del fragor de los engranajes de su cerebro. No era ése el ánimo más favorable para intentar forjarse un camino en Brasil.

A partir de la catedral, tuvo que parar varias veces calle arriba para releer la carta como un amante atormentado, apoyando un hombro en las fachadas. Su ánimo se agitaba por la duda de haber cometido o no un disparate abandonando Buenos Aires, donde no sólo había conseguido, por primera vez en su vida, un amplio círculo de amistades, sino que había renunciado a un empleo en el que estaba muy bien considerado. Y ahora se topaba ante la tarea imposible de encontrar trabajo sin hablar portugués.

La Brigadeiro Luis Antonio desembocaba en la avenida Paulista. Por las direcciones que había recolectado en el listín telefónico, la primera agencia que iba a encontrar al doblar la esquina sería “Alcántara Machado Publicidade”. Por tanto, sería la primera donde entraría a preguntar. La avenida, no muy ancha, tenía cierta prestancia, pero a base de altos edificios de estilo estadounidense. Parecía ser muy larga, con un cielo de muy diversas tonalidades hasta el del crepúsculo del amanecer hacia el fondo, brillando entre edificios muy grandes. El de Alcántara Machado era una torre de altura considerable. Sin la menor esperanza, subió a la tercera planta, en la que encontraría la recepción según informaba un panel de la conserjería.

La recepcionista se encontraba justo enfrente del ascensor. Trataba de encontrar alguna palabra en portugués para preguntar por el jefe de personal, cuando le interrumpió un hombre de mediana edad que pasaba en ese momento cerca.

-¿Es usted español? –le preguntó en inglés. Tenía aspecto español, tal vez valenciano o murciano. Algo rechoncho de cuerpo, tenía sin embargo las mejillas hundidas y manos muy alargadas, como de alguien que fuera más delgado.

Tampoco hablaba Luis gran cosa de inglés, pero entendió la pregunta y respondió asintiendo con la cabeza.

-¿Busca empleo? –ante la afirmación gestual, prosiguió- ¿En qué departamento?

-En el estudio –respondió en español.

-Venga conmigo para una prueba –ahora hablaba en portugués.

Asombrado, Luis fue tras él y fueron a parar en una especie de nave fabril. Separadas las mesas por divisiones de madera de mediana altura, había no menos de treinta dibujantes. El hombre lo condujo hasta una mesa desocupada y se la señaló.

-Diseñe un anuncio para píldoras de caramelo.

Casualmente, uno de los últimos trabajos que había emprendido en Buenos Aires, sin completarlo, era una campaña de caramelos. Recordaba fielmente la que, sólo ocho días atrás, le había parecido su mejor idea. La reprodujo en un bosquejo exactamente igual, con el título en español y el texto simulado a base trazos grises. Levantó la cabeza en busca del hombre, que se hallaba al fondo de la sala hablando con otro dibujante. Tardó unos minutos en descubrir la mirada de Luis; en cuanto lo hizo, acudió presuroso.

-¿Qué problema tienes? –había pasado repentinamente al tuteo.

-Ya he terminado –respondió Luis, señalando el boceto.

El hombre compuso un gesto de gran sorpresa, que aumentó tras examinar el anuncio durante varios minutos. Sin más preguntas, le dijo el monto del sueldo que tendría y ordenó de modo terminante:

-Empiezas mañana, a las ocho.

No le ofreció un papel que firmar ni alguna otra cosa. Al ir a tomar el ascensor para salir, la recepcionista le advirtió:

-Tiene usted que subir al quinto piso y preguntar por dona Almerinda.

Asintió sin comentar nada, porque no quería que se notase mucho su ignorancia del portugués. Hizo lo indicado. La tal Almerinda parecía ser la jefe de administración o de personal. Se limitó a tomar sus datos copiándolos del pasaporte y le despidió con un “te vejo amanhã”. Tampoco le ofreció documento alguno. Luis tomó una tarjeta de un expositor que había en la mesa y se despidió con un tímido adiós. En el ascensor, miró la tarjeta contemplándola despacio.
Machado había sido el poeta más importante de su adolescencia, los dos hermanos, pero Antonio preferentemente, porque le entusiasmaban sus proverbios. Había citado mucho uno en particular: “Moneda que está en la mano quizá se deba guardar. La monedita del alma se pierde si no se da”. Ahora iba a trabajar para un Machado que tal vez nunca conocería, dada la dimensión que la agencia aparentaba. En la tarjeta, rezaba: “Alcántara Machado Emprendimentos” en letra pequeña bajo la razón social de la agencia. Así que posiblemente se trataba de un grupo financiero importante. Tenía que esmerarse.

Luis pasó todo el día intentando entender los titulares de los periódicos expuestos en los quioscos y viendo televisión en la pensión, para tratar de que su oído se acostumbrase a los sonidos y no le recriminasen mucho al día siguiente su desconocimiento del idioma.

Pidió en la pensión que le llamasen a las seis y media de la mañana; así, pudo dedicar mucho rato al baño y a acicalarse todo lo posible. Cuando llegó a la conserjería del gran edificio, sentía un desánimo tal como no recordaba igual de hacía varios años, tal vez desde su charla con su amigo policía de Barcelona, cuando se le comenzó a pintar un futuro peligroso a causa de un malentendido monstruoso.

¿Cómo iba a conseguir que le valorasen profesionalmente, si cada vez que le ordenasen un trabajo tendría que repreguntar una y otra vez hasta convencerse de haber entendido del todo?

Afortunadamente, el hombre con quien había hablado el día anterior resultó ser el jefe del estudio. Al parecer, Luis había tenido la fortuna de llegar en el momento preciso, porque el hombre estaba completamente desbordado de trabajo y buscaba dos dibujantes más. Preguntó su nombre al compañero de la mesa más cercana.

-Edison Barreto –respondió el muchacho.

-Oh, es tu nombre, claro. Gracias, yo me llamo Luis Melero. Pero te preguntaba por el de aquel tipo, el jefe.

-Ah. Se llama Jordi Lapuyade.

Luis dedujo que sería catalán. Pero el tal Jordi no le había hablado en ningún momento en español, aunque era evidente que le entendía muy bien. Además, la tarde anterior le habían dicho en la pensión que no se preocupase tanto por no hablar portugués, “porque aquí, en Brasil, toda la gente culta sabe español muy bien”. Le pareció muy extraño el comportamiento de ese hombre que, sin duda, debía de haberse dado cuenta de su apuro por no conocer el idioma.

Decidió no comunicarse con nadie de habla española, para obligarse a aprender portugués cuanto antes. A los dos meses, se entendía estupendamente y a los tres, muchos comenzaron a tardar en darse cuenta de que era extranjero. Sólo entonces decidió buscar centros de inmigrantes españoles.

Salvo en el consulado, no encontró ningún sitio que luciera una bandera española. Sólo muchas semanas más tarde, cuando le advirtieron de que debía buscar la bandera republicana, comprendió lo que pasaba. Encontró pronto un centro que pretendía ser el “consulado del gobierno republicano en el exilio”. En realidad, era una legación del partido comunista español radicado en el sur de Francia. Él era un proscrito en la España de Franco, pero le pareció que todas las personas de ese centro hablaban imitando consignas e ignoraban todo sobre la realidad española que él conociera bien hasta pocos años antes.

No le agradó esa gente, y de todos modos le pareció que nadie hablaba allí español verdadero, sino una mezcla bastante indigesta que llamaban “portuñol”. En realidad, prácticamente todos los españoles que vivían en Brasil hablaban la misma jerigonza. Decidió entonces que él llegaría a hablar un portugués aceptable, completamente diferenciado del español. No pasó mucho tiempo antes de que casi todos en la agencia elogiaran su aprendizaje del idioma.

Un día, el tal Jordi le pidió a la hora de la salida que esperase un rato. Extrañado, temió durante casi un cuarto de hora que le fuera a despedir. Cuando lo vio acercarse a su mesa, sintió un pellizco en el corazón.

-Necesito que hagas esta noche un “freelance”

Así llamaban en publicidad a los encargos realizados a deshoras, que pagaban como sobresueldos. Sintió gran alegría, porque hacía tiempo que cavilaba cómo aumentar sus ingresos.

-Tienes que hacerme cuatro “chats”. ¿Crees que podrás? ¿Tienes materiales?
Si necesitas algo, puedes tomarlo de aquí.

-No es necesario. Tengo materiales suficientes.

-Estupendo. ¿Cuánto vas a cobrarme?

-No tengo ni idea. Ponga usted el precio.

-Muy bien. Cuando llegues mañana hablaremos.

Todo el diálogo se había desarrollado en portugués. Jordi hablaba portugués verdadero, no el portuñol de los demás españoles. Su inglés era bastante defectuoso, más que el de Luis.

Luis tuvo que trabajar hasta las dos de la mañana y de modo muy incómodo, en la mesilla plana de su habitación de la pensión. Temió que los cuatro cartelones no fueran muy del agrado de Jordi, preocupación por la que le costó un poco dormir.

A la mañana siguiente, los dispuso sobre su mesa, a la espera de que Jordi acudiera. De inmediato, se acercaron dos de los compañeros. Uno de ellos, de rostro achinado y fuerte musculatura, escudriñó los cuatro trabajos por un rato y dijo al fin:

-Não é precisso que capriche tanto.

Un compañero le recriminaba que se hubiera esmerado demasiado. El reproche le alegró y le asustó a un tiempo. Le alegró porque supuso que Jordi también iba a encontrar bueno su trabajo y le asustó porque el que había hablado parecía muy enojado. De modo que los elogios de Jordi cuando llegó y el precio que ajustó, que suponía más de un tercio del sueldo mensual, casi no le impresionaron. Cuando Jordi se retiró llevándose los cuatro cartelones, Edison Barreto le dijo:

-Ten cuidado. A la hora de salida, no vayas solo; saldremos los dos juntos.

La advertencia le mantuvo inquieto todo el día, lo que sumado al cansancio de su sueño escaso, produjo el efecto de mantenerle en un desagradable estado de alerta que le hacía doler las entrañas.

Poco después del almuerzo, se acercó Jordi y se sentó junto a la mesa vecina.

-Rubén y todos estos tíos son unos vagos de cuidado –le dijo en español.

Rubén era el muchacho de rasgos achinados, pero Luis, acostumbrado a oír a Jordi hablarle en portugués, tardó en entenderle sin darse cuenta al pronto de que había hablado en español.

-Ninguno de estos jóvenes tienen tus agallas ni las mías –prosiguió Jordi.

Ahora, Luis comprendió que le hablaba en español procurando que no le entendieran los demás. Era sorprendente lo bien que discriminaba las dos lenguas, y más, que jamás le hubiera hablado antes en español. No comentó nada, a la espera de comprender algún día la conducta de Jordi.

-Pasado mañana, apenas vamos a trabajar porque pasará por la Paulista la reina de Inglaterra, que está visitándonos.

Nunca más volvió Jordi a hablarle en español. Todas las órdenes se las daba en portugués y conforme Luis fue perfeccionando el suyo, se percató de que Jordi lo pronunciaba de un modo muy relamido, lo que generaba algo de antipatía entre los demás dibujantes del estudio, que lo denominaban “la inquisición española”.

Los preparativos para celebrar el paso de la reina Elisabeth por delante del edificio fueron muy meticulosos. Todos los dibujantes recibieron la orden de dibujar las banderas de Brasil y el Reino Unido combinándolas, cada uno a su modo, en una cartulina de tamaño de medio pliego. A la hora prevista, todos los empleados de la agencia fueron acomodados en los despachos y salas que disponían de ventanas sobre la avenida Paulista, bajo las cuales se habían colgado los dibujos del estudio.

El jefe supremo de la agencia se llamaba Alex; no era el dueño, sino un cargo usado en publicidad en todo el mundo con la denominación de “presidente”, que sólo preside los aspectos creativos y que suele ser un publicitario de prestigio internacional. El tal Alex era un casi cuarentón, muy alto, esbelto y atractivo, por el que todas las empleadas suspiraban. A Luis le tocó un espacio junto a la ventana de ese “presidente”; una ojeada le reveló que además de él y del jefe, sólo había en ese despacho personas algo relevantes en la agencia, incluido Jordi Lapuyade; fue la primera ocasión en que Luis sospechó que su cotización en la agencia había alcanzado muy buen nivel.

La aproximación del cortejo fue anunciada por las sirenas de la policía. No era nutrido; sólo estaba formado por el coche descubierto de la reina, de pie junto al presidente de Brasil, y la numerosa escolta.

Avanzaban muy despacio, a fin de que la gente tuviera tiempo de verles y vitorearles. Durante una breve pausa del jolgorio de vítores, sonó pastosa, fuerte y muy bien modulada la voz de Alex:

-¡God shave the Queen!

Hubo una risotada mayúscula, más dentro del despacho que en la calle, pero también en la calle, ya que en vez del clásico “Dios salve a la reina”, Alex había gritado “Dios afeite a la reina”.

martes, 21 de agosto de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA por Luis Melero . ANHANGABAU, VALLE DEL DIABLO


CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA por Luis Melero

Anhangabau -VALLE DEL DIABLO-

Por suerte, había tomado la precaución de buscarme dónde vivir antes del viaje a São Paulo. La dirección de la pensión me la proporcionó el hermano de mi compañero Raúl, el fotógrafo de la agencia, que residía en São Paulo hacía varios años. Una dirección tan fácil, que la aprendí de memoria mucho antes de salir de Buenos Aires, de modo que se la dejé escrita a los muchos amigos que descubrí tener en aquella mágica ciudad. Una fortuna inesperada. Suponía que al menos dos o tres mantendrían correspondencia conmigo, porque no quería olvidarme de lo maravillosa que había sido mi vida en Buenos Aires.

Menos mal que había tomado esa precaución, porque ya desde la llegada del autobús al laberinto infinito de sus calles descubrí que era la ciudad más caótica que había conocido. Y fea. Me pareció que ya era muy tarde para telefonear al hermano de Raúl y me dispuse a tomar un taxi. No había ningún vehículo y sí una cola de ocho o diez personas tratando de conseguir uno.

-No puedo dejarte ir solo -me dijo Wilson, mi compañero del autobús, del que ya me había despedido minutos antes.

Ante mi expresión perpleja, continuó.

-Eres demasiado ingenuo para coger solo un taxi en São Paulo, a estas horas y sin hablar portugués. Te estafarían de un modo feroz. ¿Tienes algún sitio donde ir?

-Sí, el hermano del fotógrafo de la agencia donde trabajaba me indicó una pensión barata.

-¿Dónde?

-Avenida São João.

-Ah, perfecto. Está junto a Anhangabaú, la plaza más céntrica de São Paulo, por donde yo tendría que pasar por fuerza para ir a mi hotel. Así que vendrás conmigo y el viaje te saldrá gratis.

Tardamos mucho en acercarnos a ese lugar, aunque parecíamos estar siempre en el centro.

-Ya vamos a llegar –dijo Wilson.

-Para la hora que es, hay mucho tráfico –señalé.

-Aquí siempre lo hay. Ya verás de día. Es un sitio con un tráfico infernal. El nombre de Anhangabaú le va muy bien, porque dicen que significa “valle del diablo” en la lengua de los indios que habitaban aquí. Imagina si el tráfico es insufrible, que muchos empresarios se desplazan en helicóptero, por lo que la mayoría de esos rascacielos tienen helipuertos en las azoteas.

El taxi se acercó a la acera junto a una esquina.

-La dirección de tu pensión está a un par de manzanas –dijo Wilson-. ¿Quieres que te acerquemos o podrás ir andando? Es que sería muy complicado dar la vuelta para volver aquí, a fin de seguir hasta mi hotel.

-Por supuesto que puedo caminar. No te molestes más. Y “muito obrigado”.

Wilson sonrió al ver que al menos ya sabía decir “gracias” La pensión se encontraba casi a la entrada de la avenida de São João, lo suficientemente cerca del hervidero de Anhangabú como para que yo tardara en pegar ojo. Ambulancias, trifulcas de noctámbulos borrachos, patrullas de la policía…, un ruido constante que en mi duermevela llegó a ser monótono, de modo que no supe recordar al día siguiente si había soñado o imaginado. Pero sé que aquella imagen de Pepe apesadumbrado, empequeñeciéndose mientras el autobús se alejaba, estuvo ante mis ojos la mayor parte de la noche.

La lejana imagen de Pepe se enmarcaba en un pequeño rectángulo colgado de una nube. Evidentemente, había vivido en una nube todo mi tiempo en Buenos Aires; estimulado por mi recién descubierta valía personal, había gastado demasiado esfuerzo en mirarme sin contemplar nada más. Ni siquiera mis propias necesidades de amor. Me complacía tanto la cantidad ingente de amistades, muy superior a las que había tenido toda mi vida en Málaga, Barcelona y Milán, que no eché de menos el placer auténtico, el sexual. Las insinuaciones constantes me parecían claras ahora, en São Paulo, al recordarlas, pero nunca las había tenido en cuenta en la realidad material de mi extraño paraíso porteño.

Había llegado a Buenos Aires sangrando por incontables heridas del alma, que cicatrizaron del todo; ante mi sorpresa, Buenos Aires me había reconstruido, de modo que la opinión sobre mí mismo se elevó hasta la gloria. Una gloria donde sólo tenía ojos para mi propia humanidad reconstituida. Pero el adiós de Pepe me había dejado una herida en el corazón. Él había sido cauto, reservado, tal vez miedoso, porque era padre de familia, gozaba de una posición estupenda en una sociedad más bien formalista, era judío y debía de estar sometido a jueces muy severos. Pero yo había sido un estúpido colosal al no comprender en tantos meses lo que él sentía.

No es que mis entenderas carecieran de referencias. De mi triunfo social en Buenos Aires, buena parte de los entusiastas habían sido hombres, que velada o claramente me habían hecho propuestas inteligibles inclusive para alguien tan obnubilado como yo. A veces, también algunas chicas me habían invitado a un trío con sus novios. Pero aunque había aprendido a respetarme y amarme, persistía un bloque de circunspección, fruto más o menos de mi educación religiosa, que me impedía toda transgresión; ni siquiera imaginarla. En varias ocasiones, algunos de esos hombres y mujeres me habían encandilado como para entregarme a ellos, pero ese bloque, inmaterial pero duro como el mármol, me había frenado siempre. De haber sabido a tiempo lo que Pepe anhelaba, seguro que me habría ofrecido a él sin demasiada vacilación.

O sea, que sin darme cuenta del todo, yo había estado no enamorado, pero sí encandilado por Pepe. El último sueño de esa noche, breve como los demás, me situó ante un Pepe ingrávido, luminoso, etéreo; sonreía sin ocultar su llanto y yo le besaba para consolarlo.

Pero en el instante del beso, me despertaron golpes en la puerta. Como el pestillo no estaba echado, me levante presuroso para no dar tiempo a quien fuera para que entrase. Abrí y era la casera, con quien prácticamente no había cruzado ni una palabra la noche anterior, por lo cansado que llegué tras acarrear a lo largo de dos manzanas la pesada maleta con todas mis posesiones materiales.

-Esta mañana, llegó esta carta para usted –me dijo.

No reconocí la letra, por lo que miré el remite muy extrañado. Era Pepe quien me escribía. Di las gracias y cerré la puerta apresuradamente.

“Caro Luis:

Cuando llegué esta mañana a la agencia después de despedirte, todo me pareció gris y mustio. Y no por la falta de sueño. Las oficinas se habían convertido en una especie de funeraria por la actitud de todo el mundo. Las secretarias, tus compañeros del estudio, la gente de tráfico, los directores y ejecutivos de cuenta. Nadie te nombraba pero daba la impresión de que estabas en la mente de todos.

Sentado en mi despacho, traté de concentrar mi atención en los asuntos pendientes. Ya sabes, las campañas de la marca de ropa y los caramelos. Preguntándome quién podría materializar esas campañas, sólo se me ocurría pensar en vos. Imaginá lo que habría dicho Rossi.

No sentía apetito. Graciela me llamó dos veces para preguntarme si iría a comer a casa, y al final le dije que no. No quería comparecer ante mis hijos con el pensamiento lleno de vos. Ellos, más que Graciela, habrían descubierto de inmediato que algo me pasa, así que preferí seguir añorando el latido de tu mano en la mía a solas. Telefoneé a la churrasquería de la esquina y pedí que me subieran un bife de chorizo, una ensalada y una botella de vino.

La falta de sueño sumada al vino, hizo que me quedase dormido en el sofá. Cuando desperté, ya eran las cuatro y media de la tarde. Tardé mucho en recobrarme. Extrañé despertar en un sitio que no reconocí al pronto. Al enderezarme, la primera imagen que me vino al pensamiento fuiste vos, encerrado en el cristal de la ventanilla del autobús. ¡Cuánto debimos decirnos y no nos dijimos! ¡Qué necio fui al no hablar sinceramente con vos! Lo más grave que habría podido pasarme era que me dijeses que no, pero no lo creo. Mi corazón no me engaña.

Me asomé a la ventana y contemplé largo rato la Casa Rosada. Aunque la vista es bastante esquinada, daba para darme cuenta de cuánto movimiento había a pesar de lo avanzado de la tarde. Cuando dejé mi despacho ya era casi la hora de salida. Me dirigí al estudio, donde había un silencio letal. Ya no se escuchaba tu voz cantando a dúo con Rossi ni tus monólogos sobre la maravilla que es España. Todo el mundo estaba callado y ensimismado.

Pero mi entrada produjo un efecto curioso. Rossi, Fabricio y Gustavo comenzaron a hablar los tres a la vez. Como no entendí qué decían, pedí silencio y le pregunté a Rossi.

-¿Qué decías?

-Que nos repatea la pija que Luis se haya ido.

Fue como si Rossi abriera la veda. Todo el mundo en la agencia se puso a lamentar casi a la vez que te hayas ido.

¡Cuánto voy a echarte de menos!

Pepe”

Tuve que leer la carta cinco o seis veces hasta digerirla del todo.

¿Había sido una equivocación irme de Buenos Aires? ¿Tan importante era de verdad volver a España?

Siempre había sido sumamente infeliz en Málaga y tampoco Barcelona era para celebrarla.

¿Merecía España mi fidelidad? ¿No debería volver a Buenos Aires para quedarme?

miércoles, 15 de agosto de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA por Luis Melero VALLE DEL DIABLO

El domingo próximo subiré el sexto cuento, EL VALLE DEL DIABLO

martes, 14 de agosto de 2012

El Ocaso de los Druidas

sábado, 11 de agosto de 2012

Lectura gratis de La desbandá

SON MUCHAS LAS PERSONAS QUE ME ESCRIBEN a la dirección que figura en mi web personal, pidiéndome el envío de un "PDF" No sé lo que un PDF pueda ser y, de todos modos, yo no puedo enviar mis novelas a nedie por ningún medio.

Pero pueden leer casi todas mis novelas en este blog, inclusive algunas que no están editadas.


LA DESBANDÁ. (leed gratis novela completa, buscad en el archivo “antiguo” EN ESTE BLOG)


miércoles, 8 de agosto de 2012

LA NOVELA QUE ESTOY ESCRIBIENDO. El Polla

SUBO LAS 8 PRIMERAS PÁGINAS DEL ORIGINAL DE LA NOVELA EN LA QUE TRABAJO ACTUALMENTE



Los sabios tienen sobre los ignorantes
las mismas ventajas que los vivos sobre los muertos.




Capítulo 1
Las rechiflas acabaron formando un recuerdo vago, del que era incapaz de distinguir lo real de lo imaginado:
Tenía seis años, pero participaba poco de los juegos escolares, ya que no consideraba amigos a sus condiscípulos a causa de sus burlas. El colegio ocupaba una parcela semi rural y el clima de la ciudad era muy benigno, por lo que los retozos infantiles semejaban una excursión. Una característica suya que no conseguía identificar le hacía sentirse distinto de los demás. El tiempo del recreo lo pasaba mirándolos como si los viera en la televisión, con un sentimiento de extrañeza nunca aclarado; se sabía diferente, aunque no entendía por qué. Su juego solitario consistía en interpretar las formas de las nubes o contemplar los insectos, y cuando sentía ganas de aliviarse, entraba en el apestoso retrete colectivo del colegio, seguido de inmediato por un grupo numeroso; iba a orinar, para lo que no tenía necesidad de abrirse la bragueta del pantalón. En el mismo instante, alguno de los otros chiquillos gritaba:
-¡Atención! El Dioni va a sacar la bicha.
Los demás niños, ninguno mayor de siete años, se arremolinaban alrededor de Dionisio en el momento que extraía el pene por debajo del pernil del pantalón corto. La salida de la “bicha” ocasionaba exclamaciones y risotadas, que terminaban con algo parecido a un aplauso cuando acababa la meada. Él sonreía beatíficamente, sin comprender la razón del revuelo, ya que todo lo suyo le parecía natural y de lo más corriente, aunque persistiera el sentimiento de no ser como ellos a causa de su esquivez burlona.
No recordaba situaciones parecidas del resto de la niñez, pero sí de cuando la adolescencia comenzó a manifestarse con salacidad incontrolable. Casi todas las muchachas de su vecindario se lo dijeron alguna vez:
-Tu porvenir es meterte a chulo.
Al cumplir Dionisio los diecisiete sin que su infame trayectoria escolar prometiera nada, su padre fue más específico. Estaban desnudándose a la vez en una caseta de playa; cuando el chico se bajó el calzoncillo hasta las rodillas, su padre se quedó inmóvil, alelado, mirando con ojos maravillados hacia su entrepierna. Tras unos instantes de mudez y mucho desconcierto de los dos, el padre se bajó el calzoncillo, lo que confirmó la idea de Dionisio de que lo suyo no era tan especial. Salieron ambos con cara de circunstancias y en silencio hacia las tumbonas, donde el resto de la familia había montado ya una especie de campamento tuareg con las neveras portátiles, las toallas, flotadores, sombrillas y los cestos y bolsas de comida.
Después de comer, Dionisio vio que su padre se disponía a echar la siesta en la hamaca situada junto a la suya. Sobre la algarabía de la comilona mezclada con arena y risas, y a despecho de las miradas lascivas hacia las muchachas que aquella tarde habían decidido hacer “topless”, en las mejillas de Dionisio perduraba aún el sonrojo del momento desconcertante de la caseta, y cuando su padre –tumbado ahora boca abajo, impaciente y al tiempo dubitativo, y mirándolo de reojo- denotó que iba decirle algo que por su actitud parecía importante, la rojez de las mejillas del muchacho aumentó. Dionisio reprochó con ojos resueltos la mueca burlona de los labios de su padre, pero dijo con tono de rabieta:
-¿Qué quieres, papá?
El padre vaciló unos segundos aunque tenía de sobra elaborado el discurso:
-Oye, niño; no tienes cabeza para los estudios ni apuntas condiciones artísticas. Pero tienes… un don. ¿Sabes de lo que hablo?
Con un arrebol volcánico, Dionisio asintió.
-Pues ya lo sabes, niño. Lo tuyo es de otro mundo. Volverás locas a las mujeres y… también a algunos hombres. Te harías rico si te atrevieras a chulear.
-Tú…tienes lo mismo que yo y…
-Sí, niño; pero yo hice la tremenda tontería de enamorarme de tu madre cuando tenía tu edad. No cometas el mismo error, sácale partido a esa entrepierna sobrenatural, y disfruta a granel.
El consejo, sumado al clamor de sus vecinas, le martilló las sienes durante el resto del verano. Llegado septiembre y ante la pregunta de sus padres de si iba a continuar la tarea imposible de estudiar o qué se proponía hacer con su vida, meditó un montón de días sentado en el muro de canalización del torrente. Pasaba las horas muertas mirando el pedregoso y seco lecho, inmóvil.
Pensaba con frecuencia creciente en la primera muchacha que penetró. Sus gritos, convulsiones y alaridos. El miedo a que alguien la oyese y creyera que él la maltrataba. El susto y la impotencia de casi un año, que pasó evitando el acercamiento a cualquiera de las que se le sugerían, por temor a que se repitiera aquella escena; sin embargo, la renuncia alentó el clamor que corría de boca en boca por el barrio. La supuesta “maltratada” les contó a sus amigas el don incomparable de Dionisio, de modo que se convirtieron en multitud las que ansiaban comprobarlo.
Lo que para las chicas con las que tenía escarceos era una lisonja más que una broma, para él fue tomando cuerpo a partir de la conversación con su padre en la playa. Aguzó el oído para tratar de averiguar si se trataba de algo que pudiera estar al alcance de sus aptitudes y situación, e inclusive consultó a los vecinos con los que tenía mayor intimidad.
-Fonsi, ¿tú crees que yo…podría meterme a puto?
-¡Cómo no! Con lo que te cuelga, ¿qué quieres que te diga? Yo no lo pensaría. Puedes hacerte rico con tu polla, que te lo digo yo. Fíjate en el Bibi, que no tiene ni la mitad que tú, y se lo rifan las ricachonas y los pudientes de Marbella,
Mediado el otoño, alcanzó el convencimiento de que eso era lo que deseaba hacer con su vida. Con objeto de llegar a imaginar un método para lograrlo, dedicó muchas tardes a leer las revistas de “información rosa” que su madre y sus dos hermanas leían con fruición. Al principio, creyó que todos aquellos noviazgos, rupturas y adulterios eran reales y se asombraba sobremanera, algo escandalizado; pero poco a poco se fue convenciendo del obsceno tejido de mentiras e invenciones pagadas que contenían tales publicaciones.
Estudió las caras, las ropas y las actitudes que ocupaban tanto las revistas como los programas especializados de televisión; para su sorpresa, en poco tiempo se convirtió en un experto capaz de reconocer a todos los famosos, sobre todos a los más descarriados. Hasta se sintió capaz de descubrir tras los oropeles aparentemente honestos a las que se prostituían bajo el influjo de una famosa madame que decía que no lo era.
Buscaba inspiración tanto en los hombres como en las mujeres, “modelos” que nunca salían en publicidad ni en pasarelas, pero a quienes los periodistas no hallaban ningún otro eufemismo con que nombrarlos. Ellas lo llevaban con mayor naturalidad; no se inventaban ocupaciones paralelas, reían aparatosamente siempre, componían posturas que resaltasen sus atractivos y acostumbraban a emplazar a los fotógrafos para “una gala que protagonizaré el viernes en la disco”. Ellos, en cambio, se comportaban con una seriedad que, en opinión de Dionisio, escondía timidez; solían declarar que ejercían profesiones generalmente raras o muy difíciles de comprobar; o manifestaban estar estudiando “por libre”. Todo los hermosos muchachos de las fotografías y los noticiarios rosa de televisión demostraban avergonzase de su verdadera profesión y era patente su determinación de ocultarla. Determinación tan fuerte, que llegaba a convertirse en afirmaciones muy obvias.
El que mejor lo llevaba era el hombre más guapo que conseguía imaginar que hubiera en el mundo sin llegar a parecer afeminado. Tenía pómulos prominentes bajo cuencas oculares muy oscuras y misteriosas, lo que le daba cierto aire de héroe del “far west” Su pelo era tan negro que parecía teñido. No parecía ser demasiado alto, aunque poseía proporciones muy armoniosas y vestía de manera espectacularmente elegante, no tan ostentosa ni estridente como sus iguales, pero todo lo que usaba parecía muy caro. Casi siempre lo fotografiaban en Marbella, que no estaba lejos. Nunca parecía avergonzado ni tímido, ni se esforzaba por hacer creer que no era lo que era.
Con frecuencia, lo sorprendían las cámaras al lado de grandes estrellas, actrices de cine –tanto españolas como estadounidenses-, célebres banqueros y nobles, y hasta “personajes” de las revistas cordiales que habían llegado ya arriba escalando eficazmente de cama en cama. Dionisio se pasó meses obsesionado con él, buscando sus fotos y acechando sus apariciones en televisión, que por fortuna eran muy numerosas. Decidió encontrar la manera de rogarle que fuera su Sócrates, porque era el mejor sin ninguna clase de duda. .
Una vez que le pareció haber pergeñado una estrategia viable, Dionisio decidió buscar su camino hacia lo indeclinable.




Capítulo2
Rodolfo poseía en las fotos la apostura de un príncipe de leyenda y la elegancia de los príncipes verdaderos que salían en la revista “Hola”. Dionisio celebró su elección tras reflexionar meticulosamente durante meses. Aparte de sus condiciones físicas y su relevancia, intuía en él algo oculto; estaba seguro de que en los ojos de Rodolfo había una profundidad a la que muy pocos o nadie tenía acceso, mas para él resultaba evidente que las personas tan glamorosas con las que salía en las fotos de las revistas ignoraban cuestiones esenciales del “figurín” supuestamente frívolo que tenían al lado.
Dionisio se jactaba ante su propio pensamiento de ser capaz de descubrir en los rictus y los ojos de Rodolfo un desprecio sutil hacia las cosas y las personas que lo rodeaban y, generalmente, lo ensalzaban.
Los periodistas alababan su fotogenia y simpatía, la importancia de sus conquistas y el despliegue de sus aduladores, pero nadie especulaba con un trabajo o una profesión. Otros “playboys” enmascaraban la prostitución diciendo que eran jinetes, cantantes en ciernes, atletas, campeones de pimpón, estudiantes o “artistas”; Rodolfo, en cambio, no daba la impresión de avergonzarse de nada. Nunca se empeñaba en el esfuerzo inútil de adornarse con títulos u ocupaciones imaginarios. Además, era el único de los protagonistas de revistas y programas rosa de televisión al que invitaban a las galas de Mónaco, y Dionisio hasta creyó reconocerlo en los reportajes de varias bodas reales europeas.
Los cronistas pretendidamente sesudos lo aclamaban como el más formidable “playboy” del mundo desde Porfirio Rubirosa, el chulo más afortunado de la historia según lo que Dionisio averiguó en Internet. Pero comparó las fotos y halló que Rodolfo, “el nuevo Valentino” como lo apodaban algunos, tenía no sólo una masculinidad mucho más rotunda, sino también poderes misteriosos que lo convertían en alguien muy superior a Rubírosa, además de ser mucho más bello.
Dionisio no conocía a nadie que pudiera ilustrarle acerca de la medida razonable de sus ambiciones, mas se preguntaba cada noche si eran metas que él pudiera materializar por mucho que se esforzara. Pero de tanto pensar en el proyecto, había dejado de plantearse otras alternativas para su futuro que no condujeran a la condición de gigoló. De modo que tomó la decisión, y tras aguardar varios días la ocasión, aprovechó un momento que se encontró a solas con su padre.
-Está bien, hijo. Es buena idea. Pero ese plan puede resultar caro y no puedo darte más que… unos cuatrocientos euros. Te verás en apuros.
-No importa, papá. A lo mejor me sale algún “trabajillo” en el camino, y así puedo ir practicando.
-De acuerdo, pero ten cuidado. Nunca, nunca, hagas nada sin condón.
-Pero si ninguno me entra…
El padre sonrió; trató de componer una expresión de cinismo: (alusión muy machista a sus infidelidades).
-Ve al “porno shop” que hay al doblar la esquina. Tienen unos especiales para tíos como nosotros. Siempre los compro por si acaso, tú ya sabes, oportunidades que salen en mi trabajo y tal, pero ahora… no me quedan.
Comprensivo ante la confesión de infidelidades que el párrafo contenía implícita, Dionisio se abstuvo de comentarios. Siguió el consejo paterno, pero debía haber alguna diferencia entre padre e hijo, porque se probó numerosos condones en el aseo del pornoshop hasta que vio peligrar su presupuesto. Ni los corrientes, ni los de colores ni los vibradores se le adaptaban. Tras muchas dudas y rubores, superando sus rubores tuvo que decírselo francamente al encargado de la tienda:
-Todos me quedan chicos…
El encargado lo miró con incredulidad, resbalándosele los ojos hacia la prominente bragueta del muchacho; sintió tanta admiración que le prometió:
-Hay unos muy, muy especiales, pero no tengo existencias en estos momentos. Para hacer un pedido, tendría que ser un mínimo de cien. Si me prometes comprármelos todos, los pido.
-¿Tendría que comprártelos todos de una vez?
.No, hombre. Pero prométeme agotarlos en un plazo de… unos tres meses.
-Vale, te lo prometo.
-Bueno, de acuerdo. Creo que el lunes o el martes que viene habrán llegado ya.
Precisamente, el lunes era el día que había pensado comenzar la aventura. Tendría que retrasarla una fecha. Daba igual, lo prepararía todo y emprendería el camino después de que llegasen los condones; faltaban cuatro o cinco tediosos días para poner el plan en marcha.
Por suerte, la factura del teléfono la cobraban en la cuenta de su padre. Pasó el viernes y el sábado llamando a discotecas, restaurantes de moda, bares y merenderos lujosos de la playa; sorprendentemente, nadie confesaba reconocer el sonoro nombre de Rodolfo. ¿O sería discreción desconfiada? En las páginas blancas de Internet no aparecía en Marbella ni Ojén, ni en Benahavís, ni en toda la provincia de Málaga. Quizá no fuera su nombre real, pero le parecía incomprensible el tono de duda de quienes respondían las llamadas. ¿Es que no leían revistas ni miraban televisión?
Tal vez las personas como Roberto y sus allegados se movían en sitios muy especiales, acaso desconocidos para el gran público. O podía ser que tales dudas no fueran sino suspicacia, de unos encargados de negocios que protegían a sus clientes.
No se le ocurría cómo seguir adelante. Cuatrocientos euros no era capital como para hacer milagros.
Tal vez encontrara alguien que quisiera compartir un apartamento por Mijas Costa o Fuengirola, mejor si era un chico de su edad o no mucho mayor. Debía localizar un lugar para vivir a donde pudiera ir en autobús.



Capítulo 3
Había un servicio directo de autobús entre Málaga y Benalmádena a cada momento. Los desplazamientos a Fuengirola y Marbella eran menos frecuentes. Pasó dos días rondando los locales de Puerto Marina en busca de un muchacho de su edad al que pudiera hacerle la propuesta.
Recibió muchos rechazos de caras indignadas que le acusaban de tratar de lograr un ligue gay. Como Dionisio no se distinguía por su desenvoltura ni su elocuencia, tardaba en explicarse y les daba a los jóvenes tiempo de expresar las suspicacias que inspiraba un comportamiento tan insólito. Tras una ojeada en cada local, elegía a uno de los muchachos sin saber exactamente por qué; hecha la elección, esperaba a que se levantase para ir al retrete, momento en que lo abordaba. Tardó varios días en comprender que estaba reproduciendo el comportamiento cazador de viejos gays más bien decadentes y, además, la timidez le hacía balbucear como si tartamudease por lo que buscaba, lo que completaba la convicción del otro..
Pero dio con un joven senegalés que padecía aun menor capacidad comunicativa que él, a causa de su desconocimiento del idioma. Como el moreno carecía de prejuicios y le costaba entender el español, Dionisio dispuso de tiempo para explicarle del todo su plan.
El senegalés, llamado Tombo, se entusiasmó con el proyecto.
-Yo también necesito encontrar un trabajo parecido al tuyo –consiguió decir-. Tengo un arma que me abrirá muchas camas.
Dioni sonrió.

domingo, 5 de agosto de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero VIAJE POR EL FIN DEL MUNDO

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero

VIAJE POR EL FIN DEL MUNDO

La imagen de Pepe apesadumbrado, empequeñeciéndose mientras el autobús se alejaba, acompañó a Luis gran parte de su inesperada y sorprendente aventura durante el viaje entre Buenos Aires y São Paulo.

Jamás había creído merecer el amor, porque en su niñez nadie de su familia le había mostrado amor; sólo recordaba hostilidad, reproches incomprensibles, golpes, bofetadas, patadas y sus propios gritos que jamás obtenían auxilio. No conseguía imaginar que alguien pudiera quererle porque sí, sin pedirle cualquier cosa a cambio. Jossef Gurwitz, cuya insistencia en seguirle por Buenos Aires tanto le había inquietado, quizá le quiso de veras. ¿Cómo era ello posible? Se trataba de un hombre bastante adinerado, triunfador en los negocios, muy guapo a pesar del exceso de peso, respetado empresario y padre ya de cinco niños varones. Aquella mirada triste de Pepe, casi encendida de lágrimas, mortificaba sus recuerdos mientras observaba vagamente los paisajes vírgenes y hasta selváticos, y los caminos sin asfaltar, con ríos y arroyos intermitentes que, a veces, el autobús debía cruzar por vados en el propio cauce.

En algún momento, circulando por la margen de un río, el conductor les señalaba un grupo de caimanes o algún felino salvaje en la otra orilla, animal que nunca llegaban a vislumbrar del todo. El campo domesticado y cuadriculado de los alrededores de Málaga era una visión remota, difícil de representar ante el esplendor y el caos vegetal que orlaba el camino, como un extraño y temible bosque encantado. El conjunto de la vegetación era más bien chaparra, sin muchos árboles esbeltos. Solamente de vez en cuando, tras un recodo, aparecía de repente uno de grandes dimensiones, como un gigante vengador que acechara al autobús. Cada vez que cualquier cosa le hacía sentir temor, se producía un fundido en su imaginación hacia la imagen menguante de aquel Pepe lloroso por su marcha. El pecho se le inundaba de nostalgia por lo que había perdido, nostalgia que le impedía temer las penalidades que pudieran esperarlo en São Paulo.

El viaje constituía una aventura en sí mismo. El pinchazo de una rueda, el cruce de un caudaloso y temible río en barcazas de muy frágil apariencia, los animales que cruzaban raudos los caminos frente al autobús y que apenas tenían los pasajeros tiempo de ver cuando el conductor los señalaba, los grandes pájaros que volaban sobre ellos como multitudes sorprendidas. Nada resultaba común para el conocimiento de Luis; y por sus expresiones asombradas, tampoco en el ánimo de sus compañeros de viaje. Y todo resultaba tan primitivo, tan puro… Pasaron días completos sin vislumbrar ningún detalle que le hiciera pensar en contemporaneidad. Ni asfalto, ni gasolineras, ni sembrados, ni MacDonals ni antenas. Nada más que la omnipresente tierra roja estampada de rodadas, los charcos fangosos donde los neumáticos resbalaban, la vegetación silvestre y alguna que otra cabaña como de películas del lejano oeste. Cruzaron varios ríos, tras resbalar descendiendo por pendientes lodosas, en barcazas que no comprendía cómo se mantenían a flote. No se dio cuenta de cuándo atravesaron fronteras, aunque en algún momento oyó al conductor comentar que habían viajado por Argentina, Uruguay y Paraguay, y ya se encontraban en Brasil, transitando por el sur de Río Grande del Sur. Su corazón palpitó un poco más fuerte que de ordinario, produciéndole un crujido de dolor; sintió que ya nunca iba a volver a ver a Pepe, no iba a poder preguntarle por qué se había quedado tan triste.

Cada determinado número de horas, los conductores iban siendo sustituidos. Cada uno se empeñaba en ejercer de “guía turístico” y hablaba de los alisos de río y los palos bobos, que Luis era incapaz de reconocer. Raras veces, entreveía un árbol muy parecido al jacaranda malagueño, que sólo después de muchos años supo que era en realidad un árbol sudamericano. Lo que más le asombraba eran las coloridas cotorras que se levantaban de desbandadas al paso del autobús.

Una lejana y extraña voz en lo más profundo de su pecho le advertía de que nunca merecería algo igual al sentimiento de Pepe. Jamás le había dicho nada ni le había confesado sentir algo por él. Nunca le había mirado de frente, con franqueza. Luis se hubiera mostrado sobrecogido de haberse producido una confesión. Pero el recuerdo de su mirada, en la madrugada del distanciamiento, le decía más que cualquier frase. ¡Tantas conversaciones junto a un vaso de vino que se habían perdido! ¿Por qué había fingido siempre no darse cuenta de la persecución? Ahora le parecía entender las razones de aquellos cautelosos seguimientos. No se le había ocurrido recordar que Pepe era un judío casado, con familia numerosa, preso y deudor de las convenciones más prejuiciosas de la civilización occidental. Debió haber forzado a Pepe a explicarse. Y ahora ya no le quedaba ninguna posibilidad de invitarle a cruzar miradas de inteligencia. Nunca volvería a verlo.

Sólo después de muchos años comprendió Luis las maravillas por donde había transitado. Nadie le habló entonces de las cataratas del Iguazú ni del Gran Pantanal. No los habían cruzado pero sí pasado muy cerca, y únicamente después de mucho tiempo descubrió esos lugares en documentales de televisión donde para su sorpresa, reconocía las masas boscosas. Intuía entonces, sin embargo, que se dejaba prodigios en la carretera, por lo que se propuso viajar a la selva verdadera en cuanto tuviera ocasión.

El paisaje fue dejando de ser tan húmedo. Desaparecieron los grandes ríos y únicamente aparecían estrechos cursos lodosos. De vez en cuando, el autobús era envuelto por nubes oscuras, a veces de polvo y otras de moscas.

Viajaban ya a través de Rio Grande del Sur, el estado más templado de Brasil, en teoría, pero pasaba mucho calor. Según se dirigían a Porto Alegre, muchas de las casas de madera presentaban en los cobertizos tasajos de carne colgados a secar. Enjambres de moscas ennegrecían la carne. Preguntó a su compañero de asiento para qué colgaban la carne así.

-Es para elaborar nuestro plato más típico, la feijoada.

El estómago de Luis dio un repullo. Jamás iba a probar ese plato. En realidad, presentía que iba a comer muy poco en Brasil.

-Eres español, ¿no? –afirmó más que preguntó su compañero.

-Sí –respondió Luis-. ¿Cómo lo has adivinado?

El hombre, de unos treinta y cinco años, hablaba bien español aunque era, evidentemente, brasileño. Le extrañó que hubiera distinguido su acento, español y no porteño.

-Enseño español en Río de Janeiro. Percibo bien los diferentes acentos de tu lengua.

-¡Qué interesante! ¿Será difícil aprender portugués?

-No, qué va. Con que te abstengas de hablar con hispanohablantes los primeros dos o tres meses, bastará para que te des cuenta de las diferencias del portugués, que son mínimas. Son idiomas que cada cual parece un dialecto del otro. Ya verás. Y todos los brasileños cultos se defienden bien en español. Irás aprendiendo portugués hablándolo diariamente, sin darte cuenta. ¿Qué vas a hacer, turismo?

-No. Tendré que trabajar porque quiero quedarme un tiempo.

-¿Qué sabes hacer?

-Publicidad.

-Oh. Muy bueno. Será fácil. Ve a una avenida que se llama Paulista, donde hay tres o cuatro grandes publicitarias. Seguro que alguna de ellas te da empleo. Me llamo Wilson.

Luis estrechó la mano que le ofrecía.

-Yo soy Luis, con ese.

-Ya has notado que aquí escribimos Luiz con zeta, ¿eh? Desafortunadamente, vivo en Río. Pero igual te daré mi dirección, porque supongo que alguna vez irás por allí.

-Sí, desde luego. Cuando llegue el carnaval. Además, tengo familia en Río.

-¿En qué calle?

-Barata Ribeiro.

-¡Qué casualidad! Eso está muy cerca de donde vivo yo, en Copacabana.

-Copacabana, ¿de veras?

-Sí.

-Consideraba que mis parientes serían pobres.

Wilson no respondió. Miraba el paisaje abstraído. Sin perder el hilo, tras unos minutos dijo con voz gutural:

-La riqueza y la pobreza tienen en el Brasil dimensiones muy diferentes de las europeas. Puedes encontrarte favelas de aspecto mugriento en sus fachadas, que están equipadas interiormente con toda clase de electrodomésticos, televisión, aire acondicionado… Las fantasías de carnaval más lujosas y espectaculares de Río bajan de las favelas. Sin embargo, sé de familias de Copacabana que viven muy modestamente, con lo justo, pero aparentando más de lo que tienen. Con el tiempo, te darás cuenta de que la sociedad brasileña es un tanto exquisita, sobre todo la carioca.

Luis no entendió al pronto que una sociedad pudiera ser calificada de “exquisita”. Tardó algún tiempo en aprender que esa palabra significaba “raro”. Miró de reojo a Wilson; era un treintañero apuesto que se expresaba de manera educada. Este pensamiento fue aniquilado nuevamente por el recuerdo de Pepe achicándose mientras el autobús se alejaba. El examen de su vecino le pareció que constituía una especie de adulterio contra Pepe. Fijó su mente en el esfuerzo de contemplar lo que el conductor iba señalando a viva voz, tratando de no escuchar a Wilson.

-Vas a tener un gran éxito social en São Paulo; tienes un tipo físico que vuelve locas a las brasileñas y además eres muy guapo. Por tu manera de hablar, deduzco que eres más culto de lo que corresponde a tu edad. Así que, muchacho, prepárate para la conquista de Brasil. Conviértete en un bandeirante.

Su imaginación se enredó en una inesperada asociación de ideas; El tiempo vivido en Argentina había sido el más feliz de su vida. Durante ese tiempo había tenido amigos sin temerles, había participado de reuniones y festividades familiares, había sido elogiado y celebrado… Nada de eso había tenido jamás en Málaga. Todo lo vivido en su ciudad había sido tan tétrico, que por fuerza la normalidad de su vida en Argentina tenía que parecerle excelsitud. Pero él no lo sabía. Su mente se recreaba en la felicidad de los asados en Ezeiza, los partidos de fútbol en Palermo Chico, los paseos gastronómicos por la Costanera, las fiestas de cumpleaños los 9 de agosto, onomástica que jamás había sido festejada en Málaga. Hasta el rito del mate, que tanto le repugnara al principio, se magnificaba en el recuerdo como un sortilegio.

Su primer mate lo había “sufrido” en la ciudad de La Plata. Una vecina de asiento en el avión lo invitó a visitarla porque “La Plata está muy cerquita de Buenos Aires y es muy hermosa”. Fue a los pocos días, causando una sorpresa a aquella muchacha que, al parecer por su expresión, no esperaba que se cumpliera la visita. Como acostumbraban a hacer los argentinos, la familia lo invitó a comer y, en la sobremesa, se pusieron a cebar el mate. Observó que todos sorbían del mismo pitorro plateado y a cada comensal, añadían al contenido de la calabacita azúcar y agua hirviente, de una cafetera que llamaban “pava”. El hombre sentado a su lado era un viejo de casi ochenta años, muy desdentado. Luis sintió una repugnancia indisimulable cuando le pasó el mate; negó con la cabeza y se lo pasó al siguiente. Unos meses más tarde, se había aficionado tanto al mate, que sintió remordimientos por aquel primer desaire.

Nunca jugó al fútbol en Málaga. Los vecinos de su edad sí lo hacían, en el lecho de un apestoso torrente llamado Guadalmedina, pero Luis jamás fue invitado. Había muchos jóvenes en Buenos Aires que durante el descanso para el almuerzo y la siesta, jugaban al fútbol en cualquier espacio cercano a su lugar de trabajo. Cuando trabajaba en la calle Pueyrredón, sus compañeros comían poco, todo lo más un par de empanadas, y corrían a pelotear en Palermo Chico. Luis se encontró jugando con toda naturalidad; decían que lo hacía muy bien como defensa.

Tantas cosas había experimentado por primera vez en Buenos Aires, que consideraba que nunca había vivido de verdad en el pasado. Antes de convertirse en un adulto completo, había vivido una niñez, adolescencia y juventud acelerada, comprimidas como un cursillo de verano. Buenos Aires le había obligado a sentirse parte del género humano, del que su familia le había forzado a dimitir. Las tertulias de Los Inmortales brillaban en el recuerdo como un anuncio de neón. Los peregrinajes por las cuevas del tango, con grupos de amigos en los que solía ejercer de líder, constituían su verdadera primera experiencia adolescente. Las salidas del almuerzo junto con sus compañeros de trabajo, representaban la camaradería que no había tenido en las salidas de Málaga, donde siempre sentía miedo ante cualquier confidencia susurrada entre dos contertulios. Se trataba de un miedo paralizante, como una glaciación que le cayera por los hombros, espaldas abajo. Era una mortificación tan imponente, que le obligaba a renunciar a encontrarse con nadie durante meses. Meses durante los que no desaparecía del todo el dolor producido por el peso y el helor del hielo.

El paisaje iba volviéndose algo más domesticado según se dirigían a Porto Alegre. Había sembrados reticulares y granjas. Granjas enormes, como Luis sólo las había visto en las películas.

-Este paisaje te resultará más reconocible –señaló Wilson.

-¿Has estado en España?

-Sí. Y en Italia. Fui a hacer un máster de latín en Florencia y a perfeccionar mi español en Segovia.

-¿Estuviste en Florencia? Verías los jardines del Palacio Pitti.

-¡Qué maravilla! Nunca olvidaré ese paisaje de colinas ajardinadas.

-Yo tampoco lo olvidaré. Yo soy de Málaga, una ciudad que es la más montañosa de España, pero está a la orilla del mar. La ciudad ha sido construida tradicionalmente en una estrecha faja de detritus de la montaña resbalado hacia la playa. Desde que conocí los jardines Pitti, he predicado en Málaga la necesidad de crear parques en las colinas. Concretamente, tenemos una finca llamada Virreina que, llena de árboles y flores, sería como los jardines Pitti. Lo he comentado en artículos escritos gratis para los periódicos locales, pero nadie me ha hecho caso.

-Vaya, Luis. Es la primera vez que hablamos, pero me basta para comprender la enorme vida interior que posees.

-¿Te parece?

La primera vez que notó que Pepe lo acechaba no sintió temor. Sólo curiosidad y, en el fondo, alegría. No vio su cara de frente, pero una parte de su mirada subconsciente le dijo que había girado la cabeza violentamente al mirarlo. Sintió alegría por el encuentro que creyó fortuito. Iba a tener la oportunidad de alternar con uno de sus jefes y, tal vez, podrían tomar juntos un café o algo. Fue acercándome hacia donde él se encontraba, vadeando los numerosos expositores de ropa. Pero conforme Luis se aproximaba, Pepe fue distanciándose hasta perderlo de vista tras una estantería. Luis no fue consciente del todo de que estuviera evitándole; sintió gran curiosidad. El temor nació semanas después, tras descubrirlo cerca en varias ocasiones y escenificar Pepe la misma conducta. No llegó a imaginar qué debía temer, pero el temor nació en su ánimo independiente de sus reflexiones.

Nunca compartió ese temor con ningún compañero, ni siquiera con Rossi. Le daba vergüenza. Creía que la confesión le haría parecer presuntuoso. Debía estar equivocado; tal vez se trataba de casualidades. Aunque Pepe abonaba su extrañeza cada vez que entraba en el estudio; siempre eludía mirarle, aunque Luis estaba seguro de que lo hacía de reojo. Una vez lo vio en una confitería de los bajos de la empresa. Estaba sentado junto a una mesa frente a su mujer y sus tres hijos más pequeños, los que todavía eran muy niños. Se sintió turbado, porque fue evidente que Pepe bajaba la cabeza al mirarlo. No se dio por enterado de su presencia ni intentó presentarle a su familia. Permaneció obstinadamente mirando a su mujer con el cuello rígido, mientras Luis realizaba las compras. Al salir a la calle, Luis volvió la cabeza y notó que Pepe lo estaba mirando a través del escaparate.

-Tenemos que estar llegando a Porto Alegre –comentó Wilson.

En efecto, comenzaban a abundar las construcciones, como prueba de que se encontraban en los aledaños de una ciudad.

-Porto Alegre es nuestra ciudad más europea. Hasta el clima parece europeo.

Luis calló. Por ahora, nada tenía aspecto de europeo. Ni el alto porcentaje de casas de madera ni la vegetación, que parecía intentar expulsar la civilización y recuperar el área para el bosque.

-También la gente es diferente –insistió Wilson-. Ellos son diligentes, como si fueran portugueses o españoles, no son como los cariocas y mucho menos como los bahianos, que pensamos más en la diversión y las borracheras que en ahorrar. Aquí son tan ahorrativos, que hasta llegan a parecer un poco mezquinos.

Luis mantuvo una expresión neutra. Era muy ahorrativo pero no se consideraba mezquino. Ahorraba por necesidad y seguramente tendría que seguir haciéndolo. Dio un giro a la conversación.

-¿Es verdad que los cariocas sois tan liberales?

-Un poco, sí. La política no nos importa mucho, lo que más nos interesa es el carnaval. Y en el sexo, casi todos somos bisexuales.

Luis miró al frente, ruborizado. Ningún español habría hecho una confesión así ante un desconocido.

-Tan bisexuales… que a mí no me importaría tener una aventura contigo. ¿Quieres que me quede una noche en São Paulo, en vez de seguir de inmediato para Rio.

Luis negó con un hilillo de voz. El rubor no desaparecía.

-Bueno –prosiguió Wilson- La verdad es que alguien me espera, impaciente. Sería muy desconsiderado quedarme una noche más fuera.

Cuando llegaron a São Paulo era noche cerrada. Transitaron tanto tiempo por calles y avenidas interminables antes de llegar a la estación “rodoviaria”, que resultaba obvio que se trataba de una ciudad enorme, aunque mucho más desordenada que Buenos Aires.

¿Había terminado su etapa de felicidad juvenil?


jueves, 2 de agosto de 2012

EL CUARTO SEGMENTO


El drama espantoso de un niño pequeño torturado por su familia a causa de sus visos personales, su inteligencia superdotada y la sospecha de su homosexualidad.

Un niño que crece bajo traumas que mutilan todas sus posibilidades de realización personal, a excepción de un talento inmenso de actor. Después de penalidades casi indescriptibles, consigue triunfar clamorosamente en el teatro, pero a costa de una especie de castración psíquica ante el amor. Cuando, finalmente, logra vencer sus propias cortapisas y miedos, y llega el amor más inconmensurable que se le hubiera ocurrido ambicionar, le alcanzan también los demonios de la envidia y la traición. Incapaz de imaginar ya la vida en soledad, intentará obsesivamente suicidarse.

EL CUARTO SEGMENTO narra una crónica asombrosa de pasiones y traiciones, de victorias y tragedias, de amores y desamores, donde el cerco de los prejuicios sociales intenta con todas sus fuerzas prohibir, primero, y después, destruir el amor.

miércoles, 1 de agosto de 2012

LA DESBANDÁ. (leed gratis novela completa, buscad en el archivo “antiguo”)

LA DESBANDÁ. (leed gratis novela completa, buscad en el archivo “antiguo”)
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