martes, 27 de abril de 2010

INDIANOS.´Incógnita/2


A pesar de su antigüedad milenaria y su persistencia, que pareciera motivar un impulso insoslayable de nuestra especie, en la génesis de la emigración siempre hay alguna calamidad; pobreza, invasión de otros pueblos, humillaciones, hambre o esclavización por parte de poderes extraños. Hasta el Éxodo de Moisés fue una emigración para librarse de la odiosa esclavitud faraónica a que estaban sometidos. Todavía casi acabando el siglo XX, en 1996, vimos unas imágenes que nos parecían escenas de la Biblia: más de quinientos mil hutus huyendo del exterminio. No resulta probable que se haya emigrado en masa nunca porque sí, por el placer de conocer otras tierras.

De manera bastante irónica, un cubano llamado Leocadio Machado, de origen portugués, escribió sobre los indianos:
“Eran inconfundibles, orondos, sonriendo a diestro y siniestro, enseñando un puñado de dientes de oro que les iluminaban la boca y con sus leontinas, también de oro puro, colgándoles del chaleco descaradamente. Con el veguero entre los labios, bien machacado, babeando de gusto a punto de apagarse, y el jipijape cubano cubriéndoles la cabeza. Con las barrigas hinchadas como bombos de tanto arroz con frijoles y tanta yuca y quimbombó. Y es que la mayoría venía de Cubita la Bella que por aquel tiempo era la niña bonita de la emigración, mucho antes que Venezuela se ganara a pulso el honroso sobrenombre de la Octava Isla Canaria. Los indianos por aquel entonces regresaban con sus pesos contantes y sonantes amarrados en la faltriquera, producto de tantos años chapando caña bajo soles de justicia, sudando en los trapiches o participando en las faenas del tabaco. En cuanto avistaban en el horizonte la silueta del Teide se les enviaban racimos de besos volados. Ya en tierra, cantaban el himno del regreso con música y ritmo de la chamelona mientras respiraban, todos de golpe y con ansias, los viejos aires del terruño, añorados una y mil veces en los años de la lejanía. Y demás, a buscar aposento en el lugar que los vio nacer. Allí, en sus pueblos de origen, contoneándose como pavos reales, se construían casas nuevas con más ventanas y las puertas de entrada más anchas que las que dejaron. Después se sentaban junto a ellas, en los atardeceres, a contarle a los vecinos lo bien que se vivía en Santiago, el mucho trabajo que había en Camagüey, cuánto había crecido La Habana y lo hermosas que eran las mulatas”.
Retrato algo inclemente que, evidentemente, se queda en lo superficial y no ahonda en sentimientos ni motivaciones profundas.

Menos conocidos que otros casos son los canarios que actuaron como arietes en la colonización de grandes áreas de América. Entre ellos, los ileños de Luisiana:
Poco tiempo después del Descubrimiento, la corona de Castilla favoreció y subvencionó la emigración de canarios para la colonización y de América. Casi todos eran soldados. Más tarde, fueron artesanos y campesinos con el objeto de establecerse y fundar con sus familias industrias y poblaciones, y, especialmente repoblar muchas localidades que, pasados los primeros ardores del Descubrimiento, experimentaban más despoblación, como varias islas del Caribe. A Santo Domingo fueron familias de agricultores, con equipamiento de aperos de labranza y materiales para la edificación de viviendas; en 1545 se obligó a Francisco de Mesa a fundar un pueblo en Montecristo, con 30 vecinos casados en las Islas Canarias. Estos hechos ocasionaron la salida masiva de habitantes creando una verdadera despoblación en Canarias, que motivó que se prohibiera la salida de vecinos, indispensables para la defensa de las islas. En el siglo XVII había aumentado peligrosamente la presencia de extranjeros en las colonias españolas e interesaba reforzar la proporción de súbditos leales. En 1659, para evitar la pérdida de Jamaica, "nada mejor que una armada despachada de la península cargada de gentes que han de ser de trabajo y provecho, como lo es la de las Canarias". En esta época es cuando se experimentó un flujo de emigración canaria muy fuerte hacia Cumaná, Venezuela, Antillas o Florida

Emigrar es un acto muy doloroso. Como en la canción “Maitechu mía” que escribió el granadino maestro Alonso (autor también de otros mitos como “Banderita” y “Pichi”), el emigrante lo deja todo atrás, inclusive el amor de su vida, para luchar por el dinero y, algún día, como decía la canción, “al verse rico volver por ella”.
Por dejar sentimientos a sus espaldas, el emigrante hasta abandona jirones del alma entre el núcleo de sus raíces, y cuando regresa a recuperarlas, las raíces, como todo organismo vivo, las encuentra evolucionadas y le resulta muy difícil reconocerlas. Si es que puede hacerlo, porque muchas veces no lo consigue, ya que conserva una imagen congelada en la memoria que no tiene nada que ver con lo que observa al bajar del avión. Se han dado muchos casos de emigrantes que regresan a su lar y, ante el desconcierto de no poder identificarlo, les pasa como a la Penélope de Serrat –que no reconocen la cara decrépita de su amor- y se dan media vuelta para volver innortados y sin ánimos al país de acogida, donde envejecen y hasta mueren.
Ni el emigrante que vuelve es completamente el mismo que se fue ni la tierra que encuentra es la que dejó. Se mueven las olas, crecen o mueren los árboles, unos prosperan y otros se desesperan; ninguna población permanece inmutable en el tiempo, como la de aquella película musical Brigadoon de Vicente Minnelli, un cuento lleno de magia y misterio que protagonizó Gene Nelly. Al contrario que Brigadoon, que reaparecía cada cien años sin haber cambiado ni un chorro de su fuente, las personas reales, los paisajes, los países y las ciudades nunca paran de cambiar. El tiempo es un enemigo invencible de la nostalgia.
Ciertos autores, algunos catalogados por el Instituto Cervantes, relacionan “indiano” con “frustración”. Hay que resaltar que los primeros que veían sus vidas en cierta manera malogradas eran los propios indianos, que encontraban más suspicacia y rechazo en sus anhelados paisanos que comprensión y bienvenida.
El despiste y la perplejidad del emigrante que volvía afanoso en busca de lo que añoró durante los años más duros de su vida, es seguramente uno de los factores que dieron pie al fenómeno no demasiado optimista de los indianos en la literatura, que ya en la primera mitad del XIX dramatizaba el Duque de Rivas en su “Don Álvaro o la fuerza del sino”.
Arquetipo del espíritu trágico del romanticismo, y en el romántico escenario de Sevilla, el personaje de Ángel de Saavedra acumulaba en sus faltriqueras el pesimismo de todos los indianos inconformes con la fatalidad de su sino. Aunque es inverosímil que alguien tenga tan mala suerte como él, no dejaba de participar en cierto modo del anhelo del antiguo emigrante por alcanzar la felicidad que muchos le niegan.
El fenómeno ha sido tan recurrente y tan extenso, que nuestra literatura se vio obligada a prestarle atención como hemos visto (aunque no toda la que hubiera debido), pero en términos generales se aprecia en los autores –salvo los que fueron emigrantes ellos mismos- la asunción y la participación de unos prejuicios sociales que siempre han sido sumamente injustos y, a la vista de lo escrito sobre el tema, se nota que jamás hicieron los pueblos ni los literatos el indispensable esfuerzo de comprensión.

Hay un personaje casi paradigmático en nuestra zarzuela, Juan el Indiano, de Los Gavilanes. En él se resume aproximadamente la arquitectura de motivos e impulsos de los indianos y uno llega a suponer que el autor debió de vivir la experiencia en carne propia o conocerla de cerca. Tal como se desarrolla el libreto en la escena, el público percibe a ese indiano superficialmente como el “malo” de la historia, sin ahondar en el dolor y la perplejidad que sentiría el personaje de ser real, porque no es posible leer entre líneas en un texto teatral y muchos menos si es cantado. Emigrado pobre muchos años atrás, siendo muy joven, Juan regresa rico pero ya maduro a su pueblo marinero, pensando, como el amante de Maitechu, en recuperar su amor. Pero Juan tiene en la memoria una imagen detenida en el tiempo del fervor romántico y de ese amor, y la cara que recuerda no se parece casi nada a la que encuentra, por la que los años no han pasado en balde. Aquella muchacha llamada Adriana se ha hecho mayor, está casada y es madre de una hija, Rosaura. El escalofriante drama consiste en que Juan el Indiano reconoce en la hija, Rosaura, la cara de su amor añorado y se enamora de ella, amparado por los poderes que le da su riqueza. Pero Rosaura tiene ya un amor, Gustavo, y no presta oídos al nuevo poder que Juan representa. Despreciado y despechado, Juan compra todas las deudas de la familia de Adriana y Rosaura con objeto de hacer méritos para casarse con la muchacha, que está siendo presionada porque el pueblo en pleno considera que el dinero de Juan va a ayudarles a redimir la pobreza del villorrio. Los vecinos esperan cada uno su prosperidad personal por obra de Juan y temen que los desdenes de Rosaura puedan malograr su esperanza. Mientras, el Indiano canta:
“Oh, país del oro,
me diste un tesoro
que con mi trabajo
supe conquistar…”
Juan el Indiano ya no es el muchacho pobre e insignificante que emigró porque no encontró otro camino de escapar de su desdicha. Ahora representa de modo muy visible y ostentoso la opulencia y el poder que la mala literatura tradicional suele motejar como odiosos, y la maledicencia y la solidaridad con Rosaura y Gustavo va poniendo poco a poco a los pueblerinos en su contra a pesar de la ambición colectiva. Juan sigue cantando:
“El dinero que atesoro,
todo el oro
nada vale para mí…”
El Indiano siente que está perdiendo sus posibilidades de reencontrar un amor que ya no existe y se desespera hasta el punto de actuar movido más por el despecho dolorido que por el amor. El desarrollo posterior del libreto, aunque exprese con un “happy end” traído por los pelos la moraleja facilona tradicional de la comedia, sugiere sin nombrarlo el dolor estupefacto de un hombre que al regresar rico habiendo sido pobre, comprueba de hecho que lo ha perdido todo.