miércoles, 28 de abril de 2010

III entrega LOS PERGAMINOS CÁTAROS


Terminada la misa, mossen Peir llamó con un gesto al joven sacerdote.
-¿Qué te ha hecho bajar de Tredòs, tan temprano y con un tiempo tan crudo?
-Necesito confesarme, padre. Me han dicho en la vicaría que vuestra reverencia se encontraba aquí…
-¿Y no podías aguardar un par de días? Mi siguiente visita será a tu parroquia.
-No podía, padre. Por ello he tenido que someterme a los controles insolentes de los soldados franceses, tanto para entrar en Vielha como para salir luego hacia acá. Tales agravios a los servidores del Señor no deberían consentirse.
Mossen Peir miró alrededor, por si había alguien lo bastante cerca como para oír la arriesgadísima queja de Laurenç, temerario fanático incapaz de evaluar la arbitrariedad del ejército napoleónico. Supuso que nadie lo había escuchado, aunque tres de las lozanas muchachas de Vilac parecían esperar, cerca de la salida, para hablar con él pero no para confesarse, lo que le produjo chiribitas en el corazón. Con un gesto, indicó al párroco de Trèdos que se dirigiera al confesonario.
Diez minutos más tarde, mossen Peir se apresuró a dar la absolución con impaciencia; a pesar de que Laurenc no había rematado su última frase, se alzó y lo empujó hacia la sacristía.
-Escucha hijo –le dijo sin permitirle protestar-. Tienes que serenarte y valorar la jerarquía de las cosas con sentido común.
-No comprendo, padre.
-Te faltan unos cuantos lustros para que tu vigor se atempere. Y veo que en aquellas soledades de Tredòs no podrás esperar a solas que los años curen tus ansias.
-¿Debo pedir al señor obispo la caridad de trasladarme?
Mossen Peir no contestó, limitándose a fruncir los labios mientras cabeceaba con impaciencia. Tras una larga pausa, dijo con tono severo:
-Lo que tienes es que impedir que tus ansias malogren tu apostolado. Necesitas compañía y ayuda para sobrellevar el frío de Tredòs y el vacío de tu… vida.
-Sigo sin comprender.
-Escucha, Laureç. Seguramente por la caridad de Nuestro Señor, se da una afortunada coincidencia. Conozco a una joven señora nacida en Les, pero madurada en Zaragoza, que ha de cuadrar con tus necesidades. Sé de buena ley que en ella se aúnan virtudes que complementarán de maravilla tu trabajo.
-¿De quién habláis, padre?
-De Marianna, una aranesa que se quedó huérfana a los siete años, cuando aquella terrible epidemia que asoló al valle. Un sacerdote aranés que hizo carrera y fortuna en la diócesis de Zaragoza conoció su desgracia, se compadeció y se la llevó como protegida a su residencia. Y mira si fue bueno para ella y ella buena para él, que alcanzó el deanato mientras que ella, a quien todos consideraban la sobrina, brilló como gran dama en los mejores salones de la burguesía aragonesa.
Laurenç miró alrededor, temiendo que las palabras del arcipreste pudieran hacer emerger llamaradas del infierno. Todavía sentía el escalofrío causado por las figuras contempladas media hora antes en la pila bautismal, que le habían hecho distraerse de la misa: un monstruo, un dragón demoníaco, circundaba la pila mientras parecía proteger a una figura, tal vez una mujer desnuda, lo que le había producido gran desasosiego. El arcipreste detectó la tormenta interior del cura. Sonrió, le echó el brazo por los hombros y argumentó murmurando en su oído durante más de una hora.



Las soledades de Tredòs se agravaban por el silencio, que a Laurenç le parecía el de un limbo al que hubiera sido condenado ya en vida. Ni siquiera el impetuoso arroyo, que valle abajo se convertiría en el Garona, producía más que un rumor. ¿Debía seguir aceptando la invitación de Mossen Peir, que en realidad había sido una orden? ¿No le obligaban el voto de castidad y la fe a correr a Vielha para desdecirse y someterse luego a la más dura de las penitencias?
Sentía sacudidas de la conciencia que le causaban náuseas mientras cumplía una de las órdenes del arcipreste. Tenía que construir una habitación adosada a la casa cural, ya que la vivienda era demasiado pequeña y sólo poseía un cuarto, el del párroco. Puesto que la aranesa de Zaragoza, Marianna, debía aparecer ante la feligresía como una sobrina lejana aposentada como asistenta, tenía que proveer una habitación para cubrir las apariencias.
Esta necesidad de fingir, de ser hipócrita, aumentaba su turbación y las quejas de su alma. El desconcierto y la angustia proyectaban sus brazos con ímpetu furioso, su habitual e instintiva manera de desahogar los ardores del pecho. Se encontraba picando la pared exterior de la casa cural, para abrir una trocha donde enraizar el muro de la nueva habitación. A cada golpe, suplicaba a Jesucristo que le diera una señal con que sentirse menos miserable. ¿Era un pecado tan monstruoso construir esa habitación? ¿Estaba arriesgando la vida eterna de su alma prestándose al requerimiento de mossen Pèir?
Uno de los golpes hizo saltar lo que, pareciendo un sillar macizo, era sólo una pequeña losa que disimulaba un hueco demasiado cuadrado y regular como para ser accidental. Con toda seguridad, se trataba de un nicho minúsculo practicado intencionadamente en la piedra. Devoto y emocionado, creyó que ésa era la respuesta que el Señor daba a sus plegarias. Tanteó el interior del hueco, pero era demasiado estrecho para las dimensiones de su mano.
Arrancó del árbol más cercano una vara menuda, con la que hurgó en la cavidad y tras varios intentos, puesto que la vara era demasiado flexible y se doblaba al tropezar con lo que había dentro, consiguió extraer un envoltorio. Se trataba de un trozo de pergamino con unas extrañas inscripciones que no pudo descifrar. Pero lo más llamativo era lo que el pergamino envolvía; una piedra de naturaleza desconocida para él, casi una gema, de forma cúbica, en una de cuyas caras aparecía grabado en bajorrelieve una especie de ojo, o pez, sirviendo de base a tres cruces.
¿Qué misterio escondían la piedra y las frases en un idioma desconocido? ¿Se trataba de una señal divina para traerle el anhelado consuelo o era, en realidad, un objeto satánico que abonaría su candidatura irremisible al infierno?
Cayó de rodillas, entre súplicas a Jesús para que se compadeciera de él e iluminase su entendimiento.