jueves, 22 de abril de 2010

EL OCASO DE LOS DRUIDAS



PRIMER LIBRO
Castro de Santa Tecla. La elección

1
Más allá de tres o cuatro brazas, era imposible ver nada. La niebla había posado sobre la mar rizos como guedejas de algodón, unos mechones blancos inmóviles, acariciados con suavidad por el paso leve de la barcaza. Los hombres se deslizaban sigilosos y alelados, temiendo despertar a los monstruos de las profundidades.
Aunque casi todos eran marineros avezados y supervivientes de horribles temporales, la cortina de niebla les sobrecogía y por ello los nueve permanecían en silencio, seis en los remos, uno al timón y dos con las artes de pesca preparadas para echarlas en cuanto encontrasen un lugar propicio, cualquiera de los caladeros conocidos que la tradición había transmitido de padres a hijos. Pero no conseguían orientarse con los puntos habituales de referencia borrados por la niebla. La punta rocosa que semejaba el pico de un águila; el carvallo que asomaba sobre el acantilado, retorcido por las tormentas; las ruinas del castro de Santa Tecla en el extremo sur, flanqueando la desembocadura del río; la gran cabaña cuadrangular que era su refugio en la playa, el almacén donde guardaban las redes y, con frecuencia, la alcoba de su solaz.
En esos momentos de escalofrío, no había nada que sus ojos avizores y expertos pudieran distinguir más que el blanco grisáceo que todo lo velaba, como si hubiesen inundado el mundo de leche.
La vela izada y desplegada del todo no les servía para avanzar en la calma chicha, de modo que los remeros sudaban con las manos rotas, bogando afanosos aunque no tenían claro el rumbo. Cada vez que los seis remos rompían la quietud del mar, sonaba el chapoteo de las palas con la sincronía perfecta de quienes no tenían nada más en que pensar.

El timonel murmuró sin dirigirse a nadie en particular:
-Esto ha de ser el limbo entre el cielo y la tierra, del que hablaba el otro día el anacoreta de la Cova do Mar.
Lo dijo muy bajo, pero su voz sonó como un graznido que rompió el tenso silencio de la espera vigilante de una presa. Algo que aunque no les alimentase, les aliviara al menos el desasosiego.
-Tiene que ser cosa de brujería –dijo el primer remero de estribor, volviendo un poco la cabeza hacia babor.
Aunque no lo había mencionado, todos en la barca comprendieron la alusión. El que había hablado y otros cuatro giraron la cabeza hacia el tercero de los remeros de babor, un joven forzudo, todavía adolescente, que no era natural del poblado del que los demás provenían. Ese muchacho de cabello amarillo y ojos de mar era un ser diferente, probablemente con necesidades, miedos y victorias distintas de la gente normal. Lo habían aceptado en la tripulación porque les faltaba un par de brazos, pero desde el primer día sentían su compañía como una presencia inquietante, a ratos perturbadora y llena de malos presagios.
Los habitantes del bosque pertenecían a otra raza, a otro dios y a otra manera de entender la vida. Eran seres misteriosos, capaces de hechizar a las personas con los ojos y de transmutar las piedras en cualquier materia que necesitasen. Hablaban con los pozos y los veneros, invocaban a diosas impúdicas que recorrían sus sueños y encantamientos completamente desnudas, sedientas de la sangre inocente de niños que debían serles sacrificados cada vez que se enfurecían. Por la inspiración de sus diosas como demonios, esa gente indescifrable del bosque fabricaba elixires que les proporcionaban vigor de titanes, y otros que sometían a sus caprichos a cualquier forastero temerario que se dejase seducir.

Nadie de la aldea pescadora de la playa se aventuraba jamás por lo más intrincado del bosque. Cuando necesitaban atravesarlo, lo hacían en grupo y por caminos hollados durante generaciones en todo el tiempo que abarcaba su memoria.
Si Conall fuese un adulto, no lo habrían aceptado en el barco. Su juventud había servido a medias como garantía de que no era temible, aunque no las tenían todas consigo. Si los seres del bosque poseían facultades prodigiosas, ¿sería indispensable haber alcanzado la edad adulta para servirse de ellas? ¿No era, en el fondo, tan temible un niño celta como el más sibilino y fuerte de sus hombres?
Conall fingió no enterarse de las alusiones.
Continuó remando, impasible sólo en apariencia, porque siempre que oía esa clase de comidillas se le desataba un vendaval en el pecho. La vida en el bosque había llegado al ocaso, todo su pueblo arrastraba una existencia crepuscular sin apenas esperanzas ni aliento. ¿Qué otra cosa podía hacer un joven ambicioso como él, sino tratar de adaptarse a los tiempos? Los acontecimientos de las últimas generaciones habían recluido a los celtas al margen del camino por donde avanzaba el mundo. Ya no les quedaba más que ser espectadores de los nuevos tiempos y morir. La única manera de salvarse era diluirse en las nuevas costumbres y estilos de vida. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de interesante vivir camuflado entre árboles y matorrales, fundidos con el paisaje y mudos para no ser acosados ni exterminados? ¿Qué ventajas presentaba esa clase de vida para un muchacho a quien le quedaba toda una vida por vivir sin renunciar a sus ambiciones? Poderosas ambiciones intactas, fuesen cuales fueran sus circunstancias. Mejor sería que los pocos supervivientes del clan que aún languidecían en el bosque se diluyeran en las prósperas comunidades del litoral, confundiéndose con ellos y aceptando sus dioses, su lengua y sus costumbres. Él y los suyos necesitaban acabar con los druidas vestidos de blanco, que eran quienes se oponían con ferocidad suicida a la realidad del mundo presente; tenían que ignorarlos para someterse a continuación a los monjes vestidos de negro que habían comenzado a apropiarse de parcelas limítrofes del bosque, mediante el recurso de talar los árboles y quemar la vegetación. En los espacios conquistados, desterraban toda la vida a fin de vivir ellos según sus costumbres.

Un vago sentimiento de trasgresión le hizo temer que la diosa se dispusiera a castigarle, porque en ese momento, sin transición, se desató un temporal tan espantoso como una maldición divina. La niebla fue disuelta en pocos instantes y en su lugar les envolvieron olas como montañas verdinegras.
-A éste, habría que mandarlo de nuevo a su bosque embrujado –dijo el timonel, señalando sin recato a Conall con el hombro-. El señor Yago nos va a castigar por darle cobijo y sustento.
Nadie respondió, pero tampoco le contradijeron.
Angustiado por el bamboleo que estremecía el navío, Conall resolvió que si lograba poner pie en tierra de nuevo tendría que encontrar con urgencia una solución para su vida.