POR FAVOR, NO COMPREN USTEDES MIS LIBROS
Dado que dos editoras me han estafado en los últimos cinco años un total de 123.000 euros y se niegan a devolverme los contratos (la ley de propiedad intelectual es inútil para los escritores), les ruego que no compren ustedes mis libros, con lo que sólo benefician a dos estafadoras. La una, presuntuosa, se cree poderosa porque ostenta un apellido sonoro en la comunicación. La otra, famosa en Barcelona por sus estafas, se cree impune porque fue un cargo público.
Diariamente, publicaré capítulos de las siguientes obras:
SABADOS: Cátaros, La libertad aniquilada.
DOMINGOS: Oro entre brumas
LUNES: La desbandá.
MARTES: Indianos
MIÉRCOLES: Los pergaminos cátaros
JUEVES: El ocaso de los druidas.
VIERNES: Después de la desbandá
Insisto en que NO compren ninguno de mis libros. Gracias
LA DESBANDÁ
Primera parte. LA QUEMA DE JÚAS
Los dos bandos de la Guerra Civil Española
silencian esta inmensa tragedia. ¿Por qué?
Málaga, arada por la muerte
y perseguida entre los precipicios
hasta que las enloquecidas madres
azotaban la piedra con sus recién nacidos.
PABLO NERUDA, España en el corazón
Los hechos relatados aquí sucedieron verdaderamente.
Los personajes y sus circunstancias son ficticios.
Dedicatoria
A los centenares de personas que con su doloroso testimonio
han hecho posible la escritura de esta novela.
I. La quema de júas
Como acababa de cumplir once años, Mani se creía muy mayor para sentir miedo de la silueta del muro del convento, que le desvelaba todas las noches cuando, distraído por los juegos callejeros, olvidaba la resolución de no mirarla nunca si estaba a punto de acostarse. Pero ocurría a diario. Se despedía de los amigos con el tedio de costumbre, porque hallaba a los chicos de su edad demasiado infantiles, y daba una ojeada envidiosa al grupo revoltoso de adolescentes que adulaban al Templao, todos mayores de dieciséis años, y entonces, al mirar más allá de ellos hacia el fondo del callejón sin salida, sus ojos, rebeldes a su voluntad, se clavaban en la silueta.
Tenía que subir las escaleras empeñado en no sentir el escalofrío, pero daba luego vueltas y vueltas en el colchón, sin lograr casi nunca dormirse antes de la madrugada, cuando le vencía el agotamiento puesto que su jornada de trabajo comenzaba a las siete de la mañana. La silueta le obsesionaba la mayoría de las noches y si al rebullirse le despertaba alguno de sus cuatro hermanos con una patada o un gruñido, dado que las dos colchonetas extendidas en el suelo eran insuficientes para los cinco, se arrastraba hasta el balcón para asomar la cabeza entre las macetas de geranios a ver si la silueta se movía junto a los demás fantasmas que recorrían el barrio entre crujidos. Todas las callejas eran estrechas y lóbregas; de día, los desconchones de las paredes de cal creaban dibujos que se confundían con las sombras de las macetas proyectadas por el sol; al caer la noche, las paredes conservaban las huellas de las sombras del día y Mani era incapaz de determinar si veía realidad o la proyección chinesca de una impresión de su memoria.
La historia de la silueta debía de ser muy antigua, varios siglos sin duda; Mani llevaba obsesionado con ella todos los días de su vida desde que tenía memoria. Las mujeres que ayudaban ocasionalmente a su madre, de noche, en el taller de costura, no paraban de cotorrear para que no les venciera el sueño y era el enigma de la silueta con lo que más saliva gastaban.
-Lo que grita la mancha de madrugá, me pone los pelos de punta -decía con tono ronco la más vieja de las costureras, Mercedes la Alpistelá, que además de borracha, tenía fama de nigromante y por ello suponía Mani que no sería de las más impresionables-. No hay una puta ni un bujarrón que grite las porquerías que ella grita.
-Han tratao mil millones de veces de tapar con cal esa mancha -relató Concha la Chata, una vecina del piso bajo del corralón-. Se hartan de dar brochazos y rascar la pared, y nanay; siempre vuelve a salir. Es cosa del demonio, que os lo digo yo.
-Es como si la pared sudara sangre -añadía Matilde la Colorá con un deje de espanto en la voz, mientras se persignaba.
La madre de Mani, Paula Robles del Altozano, apellido que motivaba en el barrio toda clase de conjeturas, alzaba la mirada de la costura hacia sus contertulias y movía la cabeza para impedir que los comentarios asustasen a su hijo.
Hacía varios siglos que el suceso había tenido lugar; una novicia había sido emparedada en ese muro y, desde entonces, su silueta quedó grabada en la pared indeleblemente según decía Paco, uno de los hermanos mayores de Mani, que dedicaba mucho tiempo a leer libros y folletos comunistas. Mani no entendía lo que la palabra "indeleble" significaba, pero menos entendía que alguien hubiera hecho algo tan horrible que mereciera tal castigo. De día, sentía curiosidad por averiguar de qué delito se trataba, pero el escalofrío de cada noche le disuadía de emprender indagaciones.
Inmersa en un claroscuro que contrastaba con la luminosidad de Málaga, la calle se llamaba Rosal Blanco, aunque no tenía ningún rosal y nadie recordaba que alguna vez lo hubiera tenido, un callejón sin salida que acababa en la tapia del convento de monjas, de las que contaban en el barrio historias en susurros, porque no era Mani el único aterrado, ya que todos los que habitaban las ruinas sujetas a sus muros sentían pánico del misterio oculto en su interior. Las historias eran procaces, pues hablaban de jardineros lascivos que habían engendrado hijos innumerables con la comunidad religiosa, niños malqueridos cuyos cuerpos se pudrían bajo la tierra del pequeño huerto monacal sin una lápida ni una cruz que señalara el enterramiento y rindiera homenaje a su recuerdo, sin nombre ni bautismo, muertos por las manos de sus propias comadronas, pero en seguida les asustaba suponerse blasfemos y cambiaban de conversación para hablar de almas condenadas que erraban eternamente sobrevolando los hedores del barrio por haber causado en vida alguna pena a las monjas.
Era 22 de junio de 1934, el sol brillaba esplendoroso, hacía calor y Mani había acabado de vender los periódicos a media mañana; una vez que entregara a su hermano Paco el producto de la venta, dispondría del resto del día para sestear y atiborrarse de almejas en la playa de la Malagueta. Detuvo la carrera al llegar a la esquina de su calle; casi todas las vecinas y muchos de sus hijos, aunque ninguno de los maridos, encalaban las fachadas de las catorce casas que formaban el callejón; sólo entonces recordó que al día siguiente era la noche de san Juan, habría verbena y quemarían los júas que esa misma tarde tendrían que elaborar entre todos los vecinos. Al contrario que el encalado, los júas eran cosas de hombres, pero los mayores encuadraban a los niños en un territorio ambivalente, lo que les obligaba a ayudar tanto a sus madres como a sus padres. Debía aplazar el proyecto playero, porque le esperaba un día agotador.
Dudó si entrar en el callejón. Podía escabullirse, puesto que ni Paula, su madre, ni sus hermanos sabían la hora en que había acabado de vender los periódicos. La quema de júas podía ser la ocasión de acercarse al Templao que llevaba meses acechando; tal vez consiguiera realizar una proeza que deslumbrara al adolescente más popular del barrio y le hiciera olvidar que él era un mocoso, cinco años más joven, que todavía se dejaba atormentar por la silueta del convento. Disponía de toda la tarde para urdir el plan mientras ayudara a Paco a componer el júa, la única de las tradiciones del barrio, junto con el carnaval, que el más culto de sus hermanos secundaba, ya que todas las demás guardaban relación con el catolicismo, el "opio del pueblo" según su definición. Paco hablaba de los júas de manera muy diferente a los demás vecinos; decía que esa tradición tenía su origen en la prehistoria, porque los pueblos primitivos creían que debían exorcizar sus viviendas destruyendo a los malignos espíritus caseros con el recurso de quemar las cosas viejas en el solsticio de verano; aseguraba que Málaga había celebrado la quema de los júas desde hacía más de cuatro mil años, aunque a partir de la llegada de los Reyes Católicos hubieran asignado a los fantoches-demonios domésticos el nombre de Judas, que el habla malagueño había convertido en "júa". El Templao compartía la predilección de Paco por esa fiesta.
Mani decidió sacrificar la excursión a la playa y la siesta con que recuperaba a diario la falta de sueño de la noche, y ayudar a sus hermanos con el júa. A lo largo de la calleja; las vecinas blandían largas cañas con brochas clavadas en el extremo, para alcanzar con la cal las plantas superiores, y armaban una algarabía de bromas y chistes subidos de tono que a nadie escandalizaban.
-A ver si le tapamos de una vez el coño a esa lagarta de novicia -bromeó una de las dos pintoras que se encontraban al final del callejón.
-¿El coño? -dijo la otra-. Lo que le vamos a repellar es la boca, pa que se canse de no poder asustar a naide y se vaya de una vez al putiferio del infierno.
Mani vio con fascinación que las dos mujeres daban insistentes brochazos sobre la silueta del muro del convento; era ésta una novedad que no sabía que tuviera antecedentes; tal vez sentían en el pasado, cuando todavía había rey, temor a transgredir alguna clase de tabú que les impedía plantearse el intento de borrar la silueta. Ahora, acostumbrados por fin a la libertad con tres años de República, harían desaparecer la mancha y acabarían sus obsesiones. Se las prometió felices, porque gracias a la fiesta de júas iba a librarse del terror infantil e ingresaría en la madurez en cuanto consiguiera que el Templao le aceptase en su grupo.
Se divirtió un par de horas antes del almuerzo, cubierto sólo por un calzoncillo como los demás niños, bajo la lluvia de goterones de cal de los brochazos que daban torpemente sobre las fachadas bajas. Después de comer, tras un meticuloso baño en un barreño del patio para librarse de las plastas de cal sobre la piel y el pelo bajo la vigilancia de su madre desde la galería, se dispuso a preparar el júa junto a sus hermanos Paco y Antonio, que habían ideado un fantoche con el que retratarían a uno de los personajes más odiados en el barrio, el fundador de la CEDA. Cuando se afanaban por reproducir en la media rellena de paja el rostro de José María Gil, llegó el tercero de sus hermanos, Ricardo, que volvía de la parroquia de San Felipe Neri, donde colaboraba en las obras parroquiales.
-No tenéis vergüenza -reprochó Ricardo a sus dos hermanos mayores.
-Y tú eres más beato que una sotana -bromeó Antonio, acariciándose la insignia del Sindicato de Parados que siempre lucía en el pecho.
-Se lo voy a decir a mamá -amenazó Ricardo-, que no tenéis compostura. Sois unos pecadores sin respeto por ná ni por nadie.
Viendo que la discusión iba a caldearse, como cada vez que Ricardo reprendía a Antonio y Paco por sus actividades políticas, Mani deseó que llegase pronto Miguel, el hermano más próximo a su edad, que tenía un carácter alegre y despreocupado con el que conseguía suavizar los enfrentamientos. Antonio tenía veintitrés años, veintidós Paco, Ricardo iba a cumplir veinte y Miguel apenas rebasaba los dieciocho, un muchacho ante el que todas las vecinas jóvenes suspiraban; era el único que prestaba atención a Mani, ya que éste constituía una rareza en la familia por los años que le separaban de los cuatro y era Miguel el que menos distaba de su edad. Pero siempre estaba demasiado ocupado correspondiendo los requerimientos de las muchachas y no era frecuente que aceptara participar en labores que no fuesen inevitables. Ricardo se exaltaba reprendiendo a Paco y Antonio, lo que aumentaba la necesidad de Mani de escapar, porque temía que la discusión acabase a puñetazos. Vio que el Templao se disponía a salir del callejón, seguido de una nutrida cohorte, y encontró en la necesidad de ir tras él la ocasión para alejarse de la guerra civil filial.
-Voy a mear -se excusó ante sus hermanos, consciente de que ellos supondrían que era un pretexto para dejar de ayudarles.
-Eh, Rubio; no vengas detrás, que éstas son cosas de hombres -le dijo Quini, el que parecía más íntimo del Templao entre sus cortesanos.
Detestaba el apodo, basado en los rizos amarillos que caían sobre su frente y que tanto complacían a su madre. Los de su edad se guardaban de pronunciar el mote en su presencia y algunos habían salido con un ojo morado; pero los mayores por cuya aceptación suspiraba no se ahorraban las ocasiones de mortificarle. Mani respondió:
-Vamos, anda; ni que ustedes hubierais hecho la mili.
Ninguno superaba los diecisiete y las hondas y tirachinas abultaban mucho en sus bolsillos. Mani les siguió a cierta distancia por la calle que bordeaba una torrentera seca que llamaban río Guadalmedina. A una señal del Templao, se armaron de guijarros en el cauce reseco y fueron hacia un edificio decorado con azulejos morunos, donde residía el bodeguero que, según las vecindonas, poseía la mayor fortuna de la ciudad. Tenía reputación de malvado; afirmaban que encadenaba con grilletes a los obreros de su bodega que cometían fallos como la rotura de botellas, cuestión que todos creían cierta pese a que nadie nombraba a quien pudiera probar que tal cosa había sucedido. Sí sabían con la seguridad de quien contempla la desolación de los perjudicados, que hacía poco, a consecuencia de un alboroto, había despedido a todos los que estaban afiliados a la UGT, la CNT y la FAI. Éste era el motivo de que El Templao y sus secuaces acecharan ahora ante su casa. Parecía no haber nadie dentro, las ventanas tenían cerradas las persianas y estaban corridas las cortinas de los cierros, tres en total, que ocupaban el balcón central de cada planta y, a ambos lados, los seis balcones restantes parecían igual de herméticos. El bellísimo edificio presentaba un aire de abandono súbito, como si sus habitantes hubieran sido prevenidos.
Los muchachos se desconcertaban. Se miraban unos a otros y escudriñaban los balcones en busca de un signo de vida en la parálisis imprevista que presentaba la mansión. Carecía de mérito agredir una casa deshabitada, lo que deseaban era dar al bodeguero un susto de advertencia; en su ausencia, el ataque carecería de sentido; unos pocos cristales rotos no causarían mella a quien tanto dinero tenía ni introduciría vacilación en las arbitrariedades que el vinatero cometía con sus obreros. Iban a abandonar el asedio, cuando Mani observó el leve movimiento de un visillo en el cierro del tercer piso, lo que revelaba la presencia de un observador angustiado que deseaba evaluar el asedio sin ser visto. Los secuaces del Templao lo advirtieron también, porque al instante siguiente comenzaron a lanzar las piedras. Alcanzaron los cristales de las dos primeras plantas, cuyos fragmentos caían con estrépito y tapizaban los adoquines de la calzada como nieve, y no tardó en acudir una muchedumbre de curiosos alertados por el ruido. Mani no entendía de dónde salía tante gente y tan aprisa aquellos días, suponía que no tendrían que afanarse tanto por encontrar qué comer como los miembros de su familia. El acoso duraba apenas unos minutos y la multitud bloqueaba ya la calle cuando llegaron los guardias de Asalto.
-Corre, majareta, que te van a jiñar-le gritó Quini al pasar.
Mani se encontraba a unos cincuenta metros de la casa, oculto por un árbol, y contaba cinco años menos que el más joven de los asaltantes; supuso que no podía parecer sospechoso y por ello permaneció en el mismo lugar, para ver correrse el telón de lo que le había parecido tan excitante como las películas en que gastaba el poco dinero que le daban en su casa. Detuvieron a nueve, pero la mayoría escaparon por el cauce del río con el Templao a la cabeza, carcajeándose. El caso no trascendería en drama, todos serían liberados en pocos minutos, por su edad y porque los guardias no daban abasto ni tenían paredes elásticas los calabozos de la comisaría de vigilancia, siempre atestados de manifestantes y sindicalistas detenidos.
Soltaron, en efecto, a los nueve antes del atardecer, acontecimiento que Mani aguardó antes de subir a su casa examinando los júas, que estaban todos instalados ya; el presidente de la CEDA, que Paco y Antonio no habían conseguido retratar con suficiente parecido y habían tenido que colgar de su cuello un cartel donde rezaba "Gil y Pollas"; el obispo regordete que solía pedir a sus diocesanos el voto para las derechas, blandiendo un látigo con un crucifijo en la punta; el bodeguero pisoteando a los obreros caídos a sus pies, pero llevando en hombros a un banquero con chistera, que chupaba un sorbete clavado en la garganta del vinatero; Alfonso XIII, ante el que otra figura vestida de Papa le practicaba una felación; el pene tenía forma de cetro real. El único que le gustó representaba al bandolero Flores Arocha con un trabuco escondido bajo la manta jerezana, dispuesto a disparar contra el guardia civil que le llevaba preso.
Cuando llegaron entre gritos y vivas a Rusia los nueve muchachos recién liberados, algunas de sus madres no habían tenido tiempo de enterarse de la aventura; los que sí la conocían los recibieron con vítores entre palmadas, y si no lanzaron pétalos de rosas a su paso fue porque únicamente estaban familiarizados con las margaritas silvestres y jaramagos, y sólo de lejos habían entrevisto las rosas que florecían tras las pesadas verjas de los palacetes de La Caleta y El Limonar, distritos que los vecinos del barrio recorrían nada más que cuando visitaban a sus parientes que servían como criados. A Paula, la madre de Mani, le complacía describir los lujos de tales casonas, ya que su oficio de costurera le obligaba a ofrecerse como remendona a domicilio, y había trabajado a veces tras aquellas puertas señoriales. Mani la escuchaba embobado describir las porcelanas, sillones dorados, cristalerías y alfombras persas que ella sabía retratar como nadie. Al pensar en su madre, recordó que tenía que subir un instante para el escrutinio periódico que Paula le exigía entre juego y juego; después, bajaría de nuevo para poner en marcha su plan de conquista del favor del Templao.
Contra la costumbre, la puerta de la minúscula vivienda estaba cerrada en vez de permanecer abierta como todas las de la galería, puesto que nadie poseía nada que los demás desearan robar. Extrañado, Mani tomó precauciones antes de empujar la puerta, ya que su madre podía estar probando en ese momento un vestido a una cliente, aunque últimamente casi no tenía trabajo. Acercó el oído a la repintada madera desconchada, para decidir si podía entrar; no lo hizo a causa de lo que oyó:
-Otra vez asaltando tiendas. Me vas a matar a disgustos -reprochaba Paula.
-¿Quieres que nos muramos de hambre? -replicó su hermano mayor, Antonio-. El Sindicato de los Paraos es la única arma que tenemos los pobres. Esto no es pecao, mamá, porque las tiendas que asaltamos son las de los ricos, los culpables del contradiós que es nuestra vida. Por lo menos, comeremos bien unos días.
-Llévate tó eso de aquí, ¿me oyes? No quiero ni verlo.
-¿Estás segura, mamá? ¿Quieres que el niño siga tan raquítico y que ninguno de nosotros tengamos agallas pa levantarnos a las cinco de la mañana, pa llegar al periódico antes que los demás y que no nos quiten los puntos de venta? El Mani no ha probao el jamón en toa su vía.
-Vas a acabar en la cárcel, Antonio. Si tu padre...
-¡Mi padre!, ese cabrón mamarracho, hijo de puta... Mira, mamá, tú quédate tranquila, que no pasará na... y si me cogieran, eso ganaré; comería bien una temporá.
La voz de Paula sonaba a lamento. Mani se apartó de la puerta, para que no le pillaran espiando. El desconcierto le causaba desasosiego, porque no comprendía las palabras de Antonio. ¿Era un raquítico?; de ningún modo, tenía más fuerza que los vecinos de su edad. ¿Por qué había llamado mamarracho a su padre muerto?; cuando sus hermanos lo mencionaban en su presencia, todos, Antonio inclusive, lo hacían con respeto, aunque siempre alguno desviaba la conversación. En última instancia, si su hermano se exponía a ir a la cárcel por su causa, él no podía permanecer impasible. Tenía que ir en busca de la pandilla del Templao.
Recorrió muchas veces la corta calleja, arriba y abajo, pero tras lo de la casa del bodeguero el Templao y los demás debían de andar de celebración por las tabernas, aunque tampoco los encontró en los locales de la calle Huerto de Monjas ni en el Molinillo. Finalmente, dedujo que habrían decidido reservar fuerzas para la juerga de la quema de los júas, la noche siguiente. Iba a volver a su calle, dispuesto a participar en las tertulias formadas en torno a cada uno de los fantoches, cuando vio a Quini doblar la esquina. Pese a que parecía el más íntimo del Templao, les había visto discutir muchas veces e intuía el motivo: mientras que el Templao trabajaba duramente como arrumbador y estibador en el puerto, Quini se había ganado su fama de trapichero con todo merecimiento. Las comadres concordaban en que su destino fatal era el reformatorio y más tarde, la cárcel, pero su casa era de las más prósperas de la vecindad, aunque su padre no trabajase y estuviera siempre borracho.
-Quini... -murmuró Mani, con tono suplicante.
-Joé, Rubio; eres más pesao que una pechá de borrachuelos. ¿Qué mierda quieres?
-Yo... necesitaría una ayudita pa mi madre...
-¡Venga ya! Si eres un mocoso que toavía no tiene pelos en los cojones...
-Yo tengo más huevos que tú.
-¡Ah, sí!, ¿cuántos, media docena?
Mani recordó que debía ser lisonjero si quería que le ayudase.
-Seis por lo menos, aunque no tantos como tú, Quini, que dicen que tienes docena y media.
-Joé, Rubio, mira que eres chaquetero... Pero si es fetén que te sobran huevos, vente conmigo.
Quini le precedió deprisa, como si no se conocieran, hasta las cercanías del puerto. Sin volverse hacia él, le dijo con disimulo, sin apenas mover los labios:
-Espera un poquillo aquí, Rubio. No tardo ná.
Tras saltar Quini la verja del puerto y desaparer por el laberinto de grúas, almacenes y, más lejos, mástiles y chimeneas de barcos, Mani esperó unos veinte minutos. Mirando de reojo a los carabineros de la entrada, se preguntó si sentía miedo; aceptó que un poco, pero debía impedir que Antonio siguiera exponiéndose a ir la cárcel. Quini regresó con una voluminosa caja de cartón cargada al hombro. Le chistó desde el otro lado de la verja y le dijo:
-Echa mano de la caja, Rubio.
Tras un nuevo salto de la verja, Quini le dijo al oído:
-Escucha, Rubio; con mucho cuidaíto, vete pal barrio por calle Nueva, que yo tiraré por Puerta del Mar. No hagas caso de lo que te digan. ¿Tendrás huevos de cargar esta caja tan grande hasta allí?, porque no puedes dármela hasta la esquina de Huerto de Monjas con Ollerías, ¿te enteras?
Mani comprendió. Hubiera lo que hubiese dentro de la caja, si los guardias se la requisaban a un niño, no sería tan dramático como que sorprendieran con ella a un casi adulto como Quini. Respondió:
-Sí, Quini. No te preocupes.
-Pero que no se te vaya a ocurrir pegármela, ¿lo coges? Te molería a patás si apareces sin la mercancía.
La caja no pesaba tanto como sugería su volumen, pero Mani tuvo que apoyarla muchas veces en los alféizares de las ventanas y en los escaparates en el recorrido de unos dos kilómetros. Quini le esperaba casi oculto en un portal; igual que en el puerto, le chistó haciéndole una señal para que se acercara.
-Espera cinco minutillos, Rubio. De aquí a ná vuelvo pa pagarte lo tuyo.
Echó a correr escaleras arriba y Mani tuvo que esperar no cinco minutos, sino más de media hora, con el hombro apoyado en el quicio de la puerta.
-Toma, Rubio -dijo Quini poniéndole un billete en la mano.
Mani miró el duro con incredulidad. Cinco pesetas era lo que ganaba con la venta de periódicos durante una semana. Sintió júbilo.
-Quini..., ¿tienes algún otro asuntillo por ahí?
-Vaya, vaya con el mocoso. Ahora resulta que tienes prisa por ser un potentao -Quini se apiadó de la expresión de Mani-. Bueno, Rubio, sí que tengo una cosita, pero se trata de palabras mayores. No creo que tengas tantos huevos como dices.
-¿Cómo quieres que te lo demuestre? -retó Mani.
-Será mejor que te lo diga cuando salgamos pallá. Ahora, no me fío. Te espero a las diez de la mañana.
-Tengo que ir a vender los periódicos.
-Entonces, no hemos hablao ná.
-No, no. Quini.... -Mani recordó el duro que tenía en el bolsillo-. Sí, de acuerdo, ¿dónde me esperas a las diez?
-En la esquina de Carretería con Ollerías, pero que no se te vaya a ocurrir decírselo a naide. ¿Por qué te paras?
Mani se había detenido al entrar en el callejón de Rosal Blanco.
-Mira -señaló con mano temblorosa la silueta del muro del convento, que empezaba a reaparecer sobre las numerosas capas de cal, todavía fresca, con que la habían recubierto hacía menos de diez horas.
Quini se echó a reír con expresión muy desagradable al ver que Mani palidecía.
-¿No decías que te sobraban cojones? -ironizó.
-Según... -Mani vaciló-. No es lo mismo trajinar con lo que se pué tocar, que con un alma en pena...
-Bueno, Rubio; la verdad es que a mí también me acojonaba un poquillo esa silueta cuando tenía tu edad. Pero, ¿sabes cómo se me quitaba el canguelo?; me restregaba tó el cuerpo con ajos, que dice Mercedes la Alpistelá que es lo mejó pa que los demonios ni se te acerquen.
-¿Tú sabes por qué emparedaron a la novicia, Quini?
-No era una novicia, sino una monja, y pasó antes de que nos arrasara Napoleón. Era una monja de ésas que entraban en el convento forzás por su familia, y los padres de ésta estaban podríos de dinero, porque tenían en Cádiz barcos de aquéllos que iban pa América. La monja no estaba conforme con el encierro, porque se había enamorao hasta el tuétano de un gachó de Ronda, un señorito torero que dicen que era un follaó de aquí te espero, que se encerraba en el mesón de la Victoria cá noche con una gachí diferente. La monja se hartó de mandarle cartas suplicándole que la sacara del convento; un día se enteró de que toreaba en Málaga y, como tenía más joyas que una reina, po eso, que compró a la monja del torno pa que la dejara salir esa noche. Se fue al mesón y pilló al andoba en la cama con una de sus queridas y, ¿sabes lo que hizo?, coserlos a puñalás a los dos. Volvió al convento más llena de sangre que un matarife y con un ataque de aquéllos. La comunidad creyó que estaba endemoniá y ya ves, la emparedaron viva y, ¿sabes lo que pasó?, que aunque estaba completamente enterrá en la pared, no paró de maldecir a las hermanas durante años y años. Mi madre dice que por la parte del convento, la tapia está cubierta de cruces, tarros de agua bendita y ristras de ajos, que es lo que espanta al diablo. Así que ya lo sabes, si te jiñas con la monja emparedá, échate ajos hasta en los huevos.
Subió resuelto a hacerlo, pero todavía era demasiado temprano para que sus hermanos se hubieran dormido. Faltaba Antonio, que últimamente quería despejar sus dudas amorosas entre dos hermanas, vecinas de la misma calle, y compaginar su pertenencia al Sindicato de los Parados con la militancia en la CNT. Para aclararse, contemplaba en la taberna, durante horas, su nariz reflejada en el espejo de la verdad del fondo de los vasos incontables de vino Cómpeta. Miguel dormía con expresión de beatitud; seguramente habría estado en el huerto de la Virreina con una de sus conquistas. Paco y Ricardo discutían en voz baja; el primero, tratando de quitarle al segundo la religión de la cabeza y éste, intentado con todos los argumentos posibles demostrarle a Paco que Dios existía. Como siempre que la silueta del convento le desvelaba, Mani fingió dormir. Cuando llegó Antonio con los ojos vidriosos y un tufo a moscatel que se olía a la distancia, Paco le recriminó el asalto de tiendas con el Sindicato de los Parados. Antonio señaló hacia el enjuto cuerpo de Mani.
-Mira al niño, Paco. ¿No ves que está escuchimizao?
-Peor será si te meten preso, Antonio. Mamá está en un sinvivir. Y además, el Sindicato de los Parados es una aberración que no lleva a ninguna parte, porque no tenéis posibilidad de negociar con ningún patrón. De la CNT, idem de lo mismo, porque además de locos sin disciplina, son un hatajo de entreguistas.
-Tus opiniones me las paso ya sabes por dónde -respondió Antonio- ¿Qué hacéis los comunistas, eh? Namás que colaborar con esos neocapitalistas del PSOE.
Se durmieron casi a la una. Como Mani presentía que la silueta comenzaba a rondar el balcón, se desnudó completamente y se untó de ajos por todo el cuerpo, menos donde le escocía. Cuando el zumo fue secándose, parecía que le hubieran almidonado la piel. Para su desgracia, sus hermanos poseían un olfato muy selectivo, que si bien aceptaba los efluvios del sudor y los pedos, o el de las chinches y los pies, no toleraba el de los ajos. Repentinamente y por sorpresa, Mani sintió que una furibunda asamblea de cuatro seres mucho más materiales que la monja de la silueta le alzaban como un fardo, le arrojaban a la galería y le mandaban a bañarse.
De noche, el patio se llenaba de monstruos viscosos, salidos ora del retrete colectivo que compartían las treinta y dos familias del corralón y que era frecuente ver inundado de excrementos, ora de los canalones del tejado, por donde se descolgaban sigilosamente para colarse por los postigos del balcón, camuflados entre sombras y confundidos con los claveles y azucenas, flores que aplastaban porque las odiaban a causa del aroma que para ellos era hedor. Ahora, estaban descolgándose a millones por los puntales de hierro de la galería. Mani deseó volver junto a sus hermanos en busca de protección, pero buenos eran ellos; salvo Ricardo, todos se burlarían de sus "niñerías" y era esa palabra la que más le desquiciaba. Reunió coraje para bajar al patio, donde, al tirar de la cuerda del balde del pozo, la polea chirrió, por lo que variosvecinos de las habitaciones de la planta baja le dedicaron una retahíla de maldiciones que agravaron aún más su descomposición.
Los monstruos estaban introduciéndose en las burbujas que formaba el agua y veía un tumulto de seres minúsculos que caían en cascada escaleras abajo. Había alguna luz en el patio, porque el cielo de Málaga era todavía virgen y no existían humos que nublaran el brillo de las estrellas, pero la escalera ascendía por el rincón más oscuro. No se atrevió a subir para volver al dormitorio. Se acurrucó en el marco del postigo del portalón con la esperanza de que llegara pronto cualquiera de los vecinos trasnochadores, en cuya presencia volvería arriba.
El portillo semientornado, abierto lo justo para que él pudiese estar sentado, le permitía sentirse protegido. No había tenido todavía tiempo de olvidar las visiones del patio, cuando sonaron gritos procedentes de la ventana más cercana al portal. La voz estentórea de Concha la Chata gritaba "cabrón, degenerao, hijo de puta, te voy a capar, sinvergüenza" y, de repente, casi le sobrevoló una voluminosa figura negra que corrió calle abajo, mientras Concha continuaba vociferando parada junto a Mani.
Todos los niños sabían que Concha era la prostituta del corralón pero, además de no comprender del todo el significado de la palabra, no podían hablar de ello, porque pronunciar una palabra como "puta" ocasionaba que sus madres les untaran guindilla en los labios. Concha recibía a sus clientes al caer la tarde y se encerraba en su minúscula vivienda del portal, pero la puerta no encajaba bien y los gemidos y los ruidos del somier de flejes producían a Mani un sentimiento del que especulaba sin saber explicárselo. A veces, antes de dormirse, sentía una picazón extraña en las ingles si al acostarse evocaba los rumores de la casa de Concha, pero nunca había reunido valor para comentarlo con sus hermanos.
Al llegar a la esquina la figura negra y soltarse los faldones que sujetaba en torno a su bamboleante barriga, Mani cayó en la cuenta de que se trataba del coadjutor parroquial, aquel don Agapito que veneraba la mitad del barrio y odiaba la otra mitad. Sólo lo había visto en la calle Rosal Blanco cuando acudía a dar extremaunciones; por ello, se preguntó si habría algún vecino a punto de morir. Concha permaneció unos segundos viendo correr al cura, y luego volvió los ojos hacia Mani.
-Chiquillo, ¿qué haces tú aquí a estas horas? -le preguntó, como si no le hubiera visto antes.
Le contó lo de los ajos. Al principio, ella no entendió, puesto que parecía rumiar su mala leche a causa de lo que hubiera ocurrido, por lo que Mani volvió a hablar de la piel almidonada, los hermanos enfurecidos, el baño, el miedo. Por fin, ella comprendió el episodio y se echó a reír a carcajadas contenidas.
-Ven dentro de la habitación, Mani, que me voy a mear de risa.
Cerró la puerta y soltó la carcajada.
-Toma, Mani -Concha le ofreció una caja de lata rebosante de galletas rellenas.
Engulló más de diez en un instante.
-Escucha... Mani -Concha vacilaba-, no le vayas a decir a nadie que has visto a ese fulano salir de aquí, ¿eh?
Le enorgulleció la solicitud de complicidad. Concha le explicó atropelladamente que el cura era pariente suyo y había venido a darle un recado; no pareció muy convencida de su propia fabulación y movió la cabeza en ademán de negativa. Mani notó que le examinaba para convencerse de que no se pondría a largar al día siguiente y, para tranquilizarla, le dijo que ya no era ningún mocoso. Ella se hizo la sorda e interrumpió la frase dándole un trapo para que se limpiara las manos.
-Vas a ver una cosa que no ha visto naide del corralón.
Mani presintió por su tono que se trataba de algo sumamente importante. Concha se valió de una silla para alcanzar una maleta situada encima del ropero, de donde sacó un montoncito de tarjetas parecido a una baraja de cartas. Su expresión era todavía dubitativa cuando puso las fotografías en las manos del niño. Al principio, éste no identificó las figuras ni lo que hacían, pero le fulminó una especie de terremoto interior al revelársele que aquellos contorsionados cuerpos eran los de un hombre y una mujer, él con el pantalón bajado hasta medio muslo y ella con las piernas alzadas entre el fru-frú de la enagua. Lucía completamente una zona oscura, que Mani contemplaba por primera vez en su vida, en medio del retazo de carne pálida que dejaban descubierto el liguero y las medias negras. Había al pie una inscripción realizada con letra cursiva en francés; naturalmente, Mani no sabía francés, pero entendió el sentido general de las frases llenas de exclamaciones, haches aspiradas, signos de admiración y puntos suspensivos. Una vez desvelado el misterio, miró el resto de la colección golosamente. Imperceptible al comienzo, le fue invadiendo una emoción nueva, desconocida, que era muy perturbadora porque tenía plena consciencia de la intensidad con que Concha miraba la protuberancia del pantalón, que estaba seguro de que tenía que ser vergonzante, y se sonrojó. Inesperadamente, ella hizo algo espantoso; mirándole a los ojos, sonrió, puso la mano encima del bulto y comenzó a frotar y apretar. Mani tuvo la sensación de que caía por un precipicio y unos segundos más tarde, creyó que iba a desmayarse por las sacudidas que le bajaban por la espina dorsal y reventó en un delirio insoportable y convulso entre gemidos y jadeos, tras el que supuso que llegaría la muerte. Mientras recuperaba el ritmo normal de la respiración, casi no oyó que Concha le decía:
-Oye, Mani, como le cuentes esto a alguien, el demonio te llevará al infierno, si no es que te rompo yo la jeta a guantazos.
Fue a asegurarle que no hablaría, pero ella prosiguió:
-Voy a acompañarte hasta la galería, pa que no te cagues patas abajo de miedo al subir la escalera.
Cayó en la cuenta de que le había contado lo de los ajos y sus terrores; todo eso resultaba de pronto fuera de lugar y pese al arrebato, comprendió que no era propio de hombres sentir miedo. La miró de frente, esforzándose por disminuir la diferencia de estatura a base de estirarse hacia arriba.
-No te... molestes... Concha -balbuceó-. Puedo subir solo.
Se alejó tan dignamente como pudo, componiendo la figura para que no se le notara el temblor de las pienas. Ya arriba, sintió una clase desconocida de serenidad, pero, en el colchón, aprisionado entre los sudores de sus hermanos y con la convicción de que ahora tenía la silueta del convento razones mucho más poderosas para acercarse al balcón, sintió que había transgredido las directrices de su madre tan monstruosamente, que ni siquiera podía pedir consejo a sus hermanos.
Despertó, como de costumbre, por la llamada de Paula.
-Vístete, Mani, que son casi las siete y tus hermanos estarán esperándote en la plaza de la Constitución pa darte los periódicos.
Tras mojarse los ojos con la punta de los dedos ante la palangana, se puso el pantalón de dril, la camisa de rayas y las alpargatas, y echó a correr escaleras abajo. Dio una ojeada a la puerta de Concha la Chata con un sentimiento que no sabía explicarse y cruzó el postigo de portalón de un salto, yendo a toparse con ocho o diez vecinos, parados ante el portal, que miraban hacia la tapia del convento con espanto.
-¿Veis como yo tenía toa la razón ayer?; tratar de tapar la silueta con cal era currelar en balde -decía Matilde la Colorá pasándose la mano por su melena pelirroja.
-Claro que sí -apoyó Felipe el Carbonero-, como que esa novicia dicen que era hija de una bruja de Canillas del Aceituno, que había hecho junto con ella un pacto con el demonio y tenía que celebrar misas negras en la capilla del convento cuando las demás monjas durmieran. Por eso la emparedaron, porque la pillaron bailando desnuda delante del altar mayor y meándose en un copón. Natural que era una majaretá pintar la mancha, porque saldrá y saldrá por los siglos de los siglos.
Mani miró de reojo la silueta, perfilada de nuevo con toda nitidez sobre la blancura resplandeciente del resto del muro como si no hubieran dado ni un brochazo de cal. Notó de nuevo el escalofrío, pero no quería que nada le distrajese del plan de esa mañana, porque tenía que apresurarse para acabar con los periódicos antes de las diez, a ver si Quini le proporcionaba no sólo el modo de aliviar las estrecheces de su familia, sino, también, el medio para ser admitido por el Templao. Tenía que ingresar en su pandilla y, con suerte, hasta conseguiría que el héroe más aclamado del barrio aceptase con el tiempo convertirlo en su cuñado, porque Inma, la hermana del Templao, era la niña más bonita del vecindario.
A las nueve y medía, aún le faltaba vender casi la mitad de los periódicos; cambió en un café el duro que había ganado la noche anterior, añadió a la calderilla de la venta el precio de los que sobraban y los tiró en una papelera, echando a correr en busca de Quini; lo encontró en la esquina de Carretería con Ollerías, pero no estaba solo, según había deducido de su solicitud de la noche anterior de no hablar con nadie del proyecto; le acompañaba un grupo de chicos más jóvenes que Quini que no formaban parte de la corte del Templao. Sintió frustración.
Al verlo acercarse, Quini lo miró de un modo que le hizo comprender que debía comportarse con disimulo. Hablaban de tesoros.
-La casa está abandoná, lo juro.
-¿Y dónde es? -preguntó uno.
-En una calle mu solitaria de La Caleta -aseguró Quini.
-¿Y quién te ha dicho lo del tesoro? -preguntó otro.
-Naide. Lo sé porque lo sé. Atando cabos.
-¿Qué cabos?
-Los cabos que me salen de los cojones -exclamó Quini-. Los que tengan huevos, que vengan conmigo. Allí hay un tesoro y volveremos ricos.
Cuando se pusieron en marcha le hizo una señal a Mani, que se sumó al grupo sin convicción, suponiendo que el proyecto había sido postergado. Los tesoros le dejaban frío, porque ya había escarbado en no recordaba cuántos lugares, donde, según la creencia popular, habían enterrado los moros, romanos, fenicios, griegos o cartagineses fortunas en joyas y monedas de oro, como en el pie del muro de las Mercedarias que daba al patio del corralón de la Torre, donde vivía el Templao, los arcos del acueducto de San Telmo, bajo los árboles gigantescos de la finca del marqués de Larios, junto a las murallas ciclópeas del castillo de Gibralfaro, y nunca había sacado más que toneladas de tierra y cabreos monumentales que le duraban semanas enteras.
Para llegar a La Caleta, debían atravesar las calles principales de la ciudad, aquéllas que sólo se atrevían a recorrer de noche porque, de día, sentían que su vestimenta ocasionaba miradas suspicaces de los guardias, tenderos y paseantes. Mani, que era el más aseado de todos por trabajar en la zona, notó que les envolvían mohínes aprensivos, porque llenos de remiendos los unos y zarrapastrosos los más, parecían una banda de truhanes. Para despejar la tensión que les dominaba cuando entraron en la calle Larios, Quini propuso jugar al pilla-pilla. Consistía el juego en que uno corriera tras los demás, hasta tocar a otro, a quien transmitía el papel de perseguidor. En la calle Larios se agrupaban los comercios más elegantes y los principales cafés, las mejores tiendas de ultramarinos con sus golosas exposiciones de alimentos exóticos, las oficinas de los bancos, los mejores sastres y modistas y el fotógrafo más famoso de Málaga, pero el local que destacaba sobre todos era el Círdulo Mercantil, con sus sillones de mimbre sacados a la acera, al sol, donde se apoltronaban los viejos empresarios, casi todos en edad de jubilación, ancianos de pieles resecas con pecas importadas del centro de Europa por sus antepasados, cubiertos de sombreros jipi-japa y vestidos de costoso y arrugado lino blanco. Aferraban sus bastones de bambú con puños de marfil como quien gobierna un timón. Despatarrados, alineados los bastones y los zapatos combinados de blanco y marrón, componían una hilera tan regular y uniforme como una formación militar.
Mani había sido agraciado con el papel de perseguidor y corría en pos de otro muchacho, cuando tropezó con uno de los bastones. Mientras se reincorporaba, vio que el tropezón y la caída les había hecho mucha gracia a los ancianos, que reían convulsivamente, sacudido por instante su aburrimiento, y el que más reía era aquél con cuyo bastón había tropezado. Sintió ganas de insultarles, pero intuyó que su lenguaje de barrio podía divertirles aún más, así que, respondiendo a una inspiración, cogió el bastón y golpeó con él en la cabeza del viejo, encajándole hasta las cejas el hermoso sombrero de paja.
-Es que ya no hay respeto -oyó Mani en el griterío que se armó mientras escapaba deprisa junto a todo el grupo-. ¡Nos están avasallando los sin Dios!
Vio que lo de visitar La Caleta iba en serio, porque recorrieron el paseo del parque hacia el paraíso del Levante de la ciudad. Además del enfado por haber tirado los periódicos, sentíase indeciso sobre continuar con ellos o no, porque sabía que si alguna vez hubo tesoros escondidos en Málaga ya habían sido desenterrados durante cualquiera de los centenares de calamidades que, según contaba su hermano Paco, había padecido la ciudad: incontables epidemias de peste y fiebre amarilla que acababan con la mitad de la población, asaltos piratas con quemas de prácticamente todos los edificios, la venta como esclavos de la totalidad de los malagueños en Nápoles por orden de los Reyes Católicos, riadas catastróficas, los fusilamientos de represalia que habían seguido a lo de Torrijos y la pesadilla sangrienta de la noche de los cuchillos largos de Napoleón. Tanto había sufrido la ciudad en sus tres mil años de existencia, que ningún tesoro podía haber permanecido mucho tiempo enterrado sin que el hambre lo desenterrase. Pero tenía que encontrar la oportunidad de convencer a Quini de que le ayudase a lograr, cuanto antes, llegar a su casa y decirle condescendientemente a Antonio que no tenía que asaltar más tiendas. Recorrió el camino con ellos.
La mansión ante la que les condujo Quini no parecía abandonada. La impresionante cantidad de hierro forjado brillaba con una mano de pintura blanca reciente; las contraventanas venecianas estaban libres de polvo y había tres entreabiertas; los cuidados arriates del jardín lucían los macizos multicolores del estallido floral de junio.
-Aquí tiene que haber gente -murmuró Mani.
-¡Qué va! -exclamó Quini-. Los dueños se fueron hace lo menos una semana. Los gachós tienen una casa toavía mejor que ésta en San Sebastián. Se van allí tós los veranos, porque dicen que aquí hace mucha calor.
-Y tú, ¿cómo sabes tó eso? -preguntó uno de los chicos.
-¿Ves aquella casa? -Quini señaló otra mansión, un poco más abajo y al otro lado de la calle-: allí trabaja mi tía de cocinera.
-Pero aquí hay alguien -objetó Mani-. Las ventanas están abiertas.
-No preocuparse -les tranquilizó Quini-. Hay un guarda, pero viene de noche, porque de día trabaja en el puerto, vigilando los barcos de la señora, que tiene más parné que el maharajá de Khapurtala. Las ventanas abiertas son pa ventilar los cuartos.
Saltaron la verja sin dificultad en la esquina más alejada de la entrada y comenzaron a escarbar donde señaló Quini, que se distanció unos minutos y, al volver, hizo una señal a Mani para que le siguiera. Se apartaron de los otros con disimulo; rodearon el caserón y en la parte trasera, Quini indicó un ventanuco abierto, accesible si se encaramaban al macetón de palmitos que había debajo. Primero, Quini ayudó a Mani a subir y luego, éste le aupó tendiéndole los brazos desde el ventanuco. Fueron a dar a un cuartito muy limpio y aromático, que Mani creyó que debía de ser el tesoro prometido por Quini, ya que se encontraba repleto de comida; grandes, inconcebibles cantidades de jamones, bacalaos, mojamas, orzas de lomo y aceitunas, ristras de ajos y ñoras y embutidos que podían nutrir a todos los habitantes del corralón durante un mes, pero Quini empujó a Mani a través de la cocina vecina, y salieron a un salón amueblado de un modo que Mani sólo había visto en el cine Novedades cuando proyectaban películas norteamericanas, muebles dorados, sillas y sofás tapizados de terciopelo azul, alfombras interminables, vitrinas abarrotadas de cacharros de porcelana, bronce y plata, y miniaturas de barcos. Los hermosos cuadros tenían todos en la parte inferior del marco una placa dorada con nombres como Matisse, Rusiñol, Moreno Carbonero, Monet, Sorolla, Benlliure o Muñoz Degrain, pero en todas partes, sobre los muebles, las paredes y hasta colgando del techo, había maquetas de barcos.
Mani se detuvo, maravillado; Quini tuvo que sacudirle para continuar adelante andando de puntillas. Cruzaron otro salón igual de esplendoroso y salieron a un vestíbulo que parecía ser la entrada principal, ya que había una hermosa puerta de cristales emplomados que transparentaba la luz exterior, y allí arrancaba la escalera que conducía al piso superior. Las maravillas abundaban por todos los rincones. Subieron la escalera de mármol blanco para desembocar en un amplio rellano al que se abrían ocho alcobas. Tras un examen evaluador de las ocho puertas, Quini empujó dos con cuidado y volvió a cerrarlas mientras negaba con la cabeza; abrió una tercera que pareció satisfacerle e indicó en silencio a Mani que entrase. Éste no pudo creer de pronto que aquello fuera simplemente un dormitorio, porque la cama gigantesca cubierta con un dosel del que colgaban cortinas de gasa ocupaba sólo una parte mínima de la estancia; además, había un sofá y dos butacones junto a las ventanas; en el centro, un velador con tablero taraceado de nácar y cuatro sillas a juego; en un ángulo, una especie de cómoda con un enorme espejo de contorno irregular, orlado por un marco afiligranado, complementada con dos taburetes tapizados de raso. Ni siquiera en la más lujosa de las películas sacaban habitaciones así. Como si estuviera en el territorio sin preguntas de lossueños, no supo Mani entender la razón de su convicción: ése era justo el lugar donde podía encajar Paula Robles del Altozano, su madre, y de repente la vio sentada en uno de los taburetes vistiendo negligentemente una barroca bata blanca que le llegaba a los pies; estaba inmóvil, como si se tratara de una fotografía, lo que le permitió contemplar a placer la extrema nobleza de su perfil y la elegante delgadez y longitud de su cuello.
Sin ruido y con cuidado, Quini abría gavetas, revolviendo el interior sin desordenarlas. Hizo un aspaviento de impaciencia al ver a Mani alelado. Éste, como quien despierta de un sueño, se unió a él para registrar a fondo la habitación, pero no aparecía lo que estuviera buscando Quini. Oyeron un griterío en el jardín; una afeminada voz de hombre vociferaba para espantar a los muchachos que habían dejado escarbando. A Mani le angustió la sonrisa maliciosa de Quini.
-Era lo calculao -dijo-; mientras estén al liquindoy con el jardín, no se darán cuenta de que nosotros estamos aquí.
Comprender el significado de la frase le produjo sudor; no sabía qué hacer, estaba atrapado. Tras acercar los ojos al nivel de la superficie barnizada, Quini forzó hacia arriba la tapa del mueble parecido a una cómoda, que se levantó con facilidad desvelando un brillo que a Mani le dejó petrificado: en un compartimiento pequeño habilitado en el hueco que mediaba entre las dos gavetas superiores, había más joyas de las que lucía la reina Victoria Eugenia en las fotografías antiguas. Quini se metió en el bolsillo el tesoro, que excedía todas sus ambiciones. Mani salió tras él, pero sus piernas temblorosas se habían convertido en plomo; perdió el rastro de Quini en el vestíbulo y ya no supo orientarse a través de los dos abigarrados salones. Abrió una puerta, convencido de que debía ser la de la cocina, y al entrar de un salto se encontró en una salita en semipenumbra, con las persianas medio entornadas y las cristaleras abiertas. Iba a salir de allí, cuando oyó una voz suave, aunque un poco cascada.
-¿Eres tú, Rafael?
Temió que la dueña de la voz gritase, alertando así a los demás ocupantes de la casa. Se quedó inmovil, en silencio. Cuando sus ojos se adaptaron a la fresca penumbra, pudo distinguir una figura casi de espaldas a él, sentada frente a la ventana. En el reposabrazos del sillón descansaba una mano muy pálida con venas prominentes, que se movió indicándole que se acercara. Lo hizo con el alma pesándole en los talones y el corazón convertido en una voladera, consciente de que podía escabullirse, pero convencido de que la huida no le serviría de nada puesto que no sabía por dónde huir. Cuando la vio de perfil creyó que se habría fugado de un cuadro o de una película, ya que nunca había visto materialmente a nadie vestido con telas tan brillantes; los rizos de satén de color oro viejo cubrían su piel traslúcida, cayendo en cascada desde los hombros al regazo. El rostro debía de haber sido muy hermoso, como el de las señoras que subían majestuosamente las escalinatas del Hotel Miramar; en su expresión se combinaban la congestión del resfriado y la melancolía, aunque había cierta picardía en sus ojos. Sus pupilas estaban irritadas pero aún así, resaltaba la belleza del color que, aparte de los suyos y los de su madre, sólo había visto Mani en los ojos de la gente rica.
-¿Eres amiguito de Alonso? -preguntó.
Iba a responder que no, pero no tuvo ocasión, porque ella continuó:
-Alonsito se ha marchado de vacaciones con sus papás y sus hermanos. A ninguno le importa un bledo abandonarme aquí sola, tan malita como me siento, con este resfriao que me va a matar. Si quieres un caramelo, coge de ahí.
Señaló un frasco de cristal, parecido a los de la botica de la calle Ollerías, casi lleno de cortadillos de nata; cogió un puñado y deslizó la mano por su costado, tratando de que ella no viera que se los guardaba en el bolsillo. La mujer le observó mientras desliaba el envoltorio de uno.
-No recuerdo haberte visto por aquí.
-Es que...
-Estos niños tienen tantos amigos, que pierdo la cuenta. ¿Qué le pasa a tu ropa?
Mani se miró sin comprender a qué se refería. Su ropa no tenía nada de particular; el pantalón de dril le quedaba un poco corto, un dedo por encima de las rodillas; debía de referirse a eso.
-En estos tiempos, ya nadie se preocupa por la ropa de sus hijos. Desde que vino la República es como si ná importara. Caramba, chico, qué desagradable es que le gotee a una la nariz. Hazme un favor. Abre aquel cajón. ¿Hay pañuelos, verdad?
Mani le entregó uno cuya finura increíble no presentaba más aspereza que las iniciales bordadas. Antes de sonarse, ella le pasó la mano por la mejilla.
-¡Qué desagradable es un resfriado en verano! Trata de no coger uno cuando haga calor, porque no te curas nunca.
-Sí, señora.
Estaba de pie ante ella, en el contraluz de la ventana.
-Tienes el pelo igual que tu madre.
-¿Conoce a mi madre?
-Por supuesto. Tú eres Enrique, ¿verdad?, el hijo de Pili von Deer.
-No señora...
-Si no eres el hijo de Pili...
Dio la impresión de que alguien le clavara agujas en los riñones, porque se enderezó como si el resfriado hubiese remitido de repente. Había tal intensidad en su expresión, que el niño dudó si reír o temblar mientras la mujer ponía ambas manos junto sus orejas y atraía el rostro infantil hacia ella, para examinar con detenimiento los rasgos. Mani apreció el temporal que había en el azul violáceo de sus ojos.
-¿Cómo te llamas? -preguntó la mujer con lo que pareció un gemido.
-Manuel Rodríguez Robles del Altozano.
-¡No! -exclamó ella hundiéndose de nuevo en el sofá.
Mani se preguntó qué podía haber tan tremendo en su nombre, que justificara la exclamación. La mujer tenía desorbitados los hermosos ojos y apretaba los labios. Su cuello se había derrumbado igual que si hubiera recibido un mazazo en la cabeza, mientras desviaba la mirada como si buscase con ansiedad algo que hubiera perdido.
-Es imposible... -dijo-. No puedes ser nieto de Francisco Manuel, claro que no. ¡Qué va! Pero no lo entiendo... te pareces tanto a él...
La frase fue interrumpida por las voces de Quini y el hombre afeminado que ya había escuchado Mani antes. Gritaban, el desconocido amenazando y Quini dando alaridos de súplica. Mani comprendió que el desastre le había alcanzado. La anciana tomó una campanilla plateada como la que usaban los monaguillos en misa, la hizo repicar y al instante, entró en la habitación un sujeto como de cincuenta años, con hombros estrechos y caderas y culo monumentales. Miró a Mani con perpleja desconfianza antes de acercarse a la mujer, frente a la que se inclinó con una reverencia.
-¿Qué pasa, Rafael? -preguntó la señora.
-Ná importante, doña Elena; un chavea que he sorprendío cuando trataba de escapar por la ventana de la despensa. Había cogío un montón de alhajas de doña Rita.
-No le habrás hecho daño, ¿verdad?
-¿Eh...? -el tal Rafael examinaba a Mani escrutadoramente-, no, no. Le he dicho que iba a llamar a los guardias y se ha echao a llorar. Sólo un coscorrón... y he dejao que se vaya.
A Mani le maravilló que Quini llorase. Sonrió al imaginar la comedia.
-Has hecho muy bien -aprobó Elena-; ná más nos faltaría que los gitanos de sus padres nos quemen la casa.
Momentáneamente distraído de su problema, Mani estuvo a punto de protestar e informarle de que los padres de Quini no eran gitanos. Para su fortuna, la mujer no dejaba hablar.
-Rafael, dale a este amiguito mío una pastilla de chocolate.
-¿Amiguito suyo, doña Elena?
-Sí; tráele el chocolate.
-¿No sería mejor que lo lleve a la cocina y le dé un tazón de leche y unas tortas... de Algarrobo?
-Oh, sí, tienes razón, Rafael. Dale un buen desayuno, porque parece que no hubiera desayunao como Dios manda, y después trámelo aquí de vuelta, que tiene muchas cosas que contarme.
El sirviente escondió la mano en la espalda de Mani, dándole un pellizco que mantuvo sujeto mientras le empujaba fuera de la habitación, hacia el vestíbulo situado al pie de la escalera de mármol. Hurgó en sus bolsillos, que volvió del revés, y le palpó todo el cuerpo. Dijo en un susurro;
-No son tortas de Algarrobo, sino doscientos pares de hostias lo que te voy a dar. Así que tu amigo era el listillo y tú ibas de tonto útil... Vaya, vaya. Da gracias a Dios porque doña Elena tenga fiebre y ande desvariando una mijilla, y que yo esté de buen humor, que si no... Desaparece de aquí y no vuelvas. Mira que a mí no se me despinta nunca una cara y la tuya no voy a olvidarla. Como te atrevas a arrimarte a esta casa o a esta calle, llamaré a los guardias pa que te encierren en un reformatorio.
Mani echó a correr con dirección al barrio. ¿Desvariaba de veras aquella hermosa anciana, como aseguraba su criado? Menos mal, porque lo que decía le había causado una impresión muy fuerte.
Treinta minutos más tarde, el repique insistente de la campanilla obligó al criado a volver al gabinete de Elena Viana-Cárdenas James-Grey.
-¿Por qué tarda tanto ese niño en desayunar, Rafael? -preguntó.
-Es que, cuando iba a darle las tortas, al darme media vuelta en la cocina echó a correr, doña Elena. Creo... que ese niño la ha engañao, me parece que es un aprendiz de tomaó que iba con el que robó lo de doña Rita.
-Te equivocas, Rafael -reprendió ella con tono severo-. ¿Te ha dicho dónde vive?
-¡Qué va!
-Pues pregunta a las criadas y a los vecinos, a ver si alguien lo conoce. Y manda recao al médico, pa que me recete algo que me quite la fiebre, que quiero hacer una visita esta tarde.
Cuando Mani entregaba a su hermano Paco el producto de la venta de periódicos, recordó que le sobraban tres pesetas y dos gordas del duro ganado la noche anterior. Los rizos rubios que le caían sobre la frente representaban un estorbo muy serio en su estrategia de conquista del Templao, que esperaba culminar esa noche, durante la quema de júas. Pidió a su madre permiso para ir a la barbería después de comer.
-Pero dile a Gustavo el Granaíno que te recorte sólo un poquillo -aprobó Paula.
Mani no comprendía por qué gustaban tanto a su madre los tirabuzones de relamido niño de película. Él los detestaba y, además, era apremiante eliminar un signo tan clamoroso de puerilidad si quería que el Templao le tomara en serio. Recorrió la otra calle a donde daba el corralón denominado "Las Dos Puertas", la calle Curadero donde señoraba el convento de La Goleta, mucho mayor que el de la silueta de la monja. Todo el barrio debía de haber sido en el pasado una finca monacal ya que el convento de Rosal Blanco y el de La Goleta distaban pocos pasos entre sí, la calle de la esquina se llamaba Huerto de Monjas y había a menos de doscientos metros dos conventos más, el de las Carmelitas y el de las Reparadoras, y por ello habían crecido entre repiques de campanas, cantos gregorianos, procesiones e himnos marianos y amenazas de condenación eterna y, tras despejarse los terrores infernales de las noches, sus días se poblaban de seres alados y jubilosos que bailaban al son de los avemarías, seres resplandecientes, generalmente rubios como Mani y su madre, que sabían los niños que los llevaban encaramados en el hombro derecho y que si giraban violentamente la cabeza en esa dirección, era posible entreverlos por el rabillo del ojo. La calle Curadero alineaba en un lado cinco o seis casas entre las que destacaba el corralón de Las Dos Puertas, mucho mayor que las otras, y las restantes, una carbonería, la barbería, una carpintería y un pequeño solar cercado donde funcionaba una minúscula industria familiar de salazón de boquerones, eran viviendas unifamiliares. Al otro lado se erguía impresionante el convento de La Goleta, en cuyos numerosos patios, a la sombra de extraños naranjos de troncos rectos y simétricos, pajareaban las monjas de la Caridad como gaviotas con sus almidonadas tocas de princesa medieval.
Cuando iba a la barbería, que no era con demasiada frecuencia, escuchaba del Granaíno frases antagónicas de las afirmaciones de sus hermanos Paco y Antonio. Éste solía aconsejarle que le oyese como quien oye llover, porque era un "podrido reaccionario". Gustavo, su mujer y sus hijos Serafín y Angustias se habían instalado en el barrio no muchos años antes, puesto que Mani lo recordaba. Eran granadinos. Gozaban de escasa popularidad, porque se jactaban de que Granada era "más capital que Málaga", que allí había capitán general, universidad y muchos más tranvías. Parecía que hubieran abandonado Granada a regañadientes. Como insistían tanto en las comparaciones entre las dos ciudades y daban muestras de no sentirse a gusto en el barrio, la mayoría de los vecinos les daban de lado. Con frecuencia, escuchaba Mani a la mujer de barbero reprender a su hija Angustias a gritos, porque conversaba con muchachas de la vecindad. Angustias era una adolescente de belleza extrema que permanecía mucho tiempo enclaustrada, lo que ocasionaba ante su puerta guardias atardecidas de los adolescentes, sobre los que vertía la mujer del barbero baldes de agua para disuadirles.
A pesar de su hostilidad hacia los vecinos, Gustavo trataba a Mani casi bien:
-Tu madre es punto y aparte. Ese apellido... Y tú, eres de la raza de los dioses.
Mani entró sin saludar, porque Gustavo hablaba a gritos con el que afeitaba, y se puso a hojear el periódico para entretener la espera. Iban a estrenar una película de Imperio Argentina que llevaba varios meses ansiando ver; tal vez se permitiera gastar una parte de las tres pesetas y dos gordas que atesoraba en el bolsillo.
-Es que la gente de este barrio tiene mucha incultura -proclamó Gustavo.
-Mire usted, Gustavo -amonestó Pepe el Talabartero a través de la espuma que le cubría la bar ba-, no le conviene despreciar tanto a los vecinos. Le van a coger inquina, y no están las cosas pa provocar a la gente en este avispero.
-Pero es que eso de la monja emparedá es ignorancia, Pepe. ¡Qué más da que la mancha haya salío otra vez! Será porque no la han blanqueao a fondo.
-¿Que no? Si le dieron ayer una pechá de manos de cal...
-Son embustes. Ni hay en esa pared ninguna monja enterrá ni la mancha tiene ná de raro, ni se han podío cometer en el convento pecaos tan mortales....
-Que sí, Gustavo, que sí. No es el pecado en si, que hoy en día a lo mejor no nos daba tanto repelús. La monja emparedá era una morisca de Trevelez, que tomó hábitos hace cuatrocientos años sólo pa convencer al corregidor de su pueblo de que su familia había abjurao de la religión mahometana, pa que no les expulsaran de España. Lo malo es que la pilló la madre superiora guardando el Ramadán, y se destapó el sacrilegio. Fue el obispo quien mandó que la emparedaran.
-Si, un suponer, fuera cierta esa historia -insistió Gustavo-, ¿no le parece a usted cosa de burros creer que la pared tiene una maldición?
-Joé, Gustavo. No ofenda usted más a los vecinos.
A Mani le pareció que el parroquiano señalaba al barbero su presencia, pero Gustavo no lo advirtió o estaba desbocado:
-Es que la incultura de esta gente es la causa de los desmanes, Pepe. Ya verá usted como España se hunde por culpa de estas bandas de analfabetos eloquecíos.
-Hace falta una mijilla más de escuelas...
-Lo que hace falta es orden -proclamó el barbero-, porque en este plan, no vamos a poder salir ni a la puerta de la calle sin que violen a nuestras mujeres e hijas y nos escupan en la cara. Como no venga Sanjurjo y lo arregle... Si es que nadie hace el menor intento de meter en cintura a estos degenerados. Desde la quema de las iglesias, es el anticristo lo que anda por aquí, Pepe, fíjese usted, por Dios. Esos asaltos a las tiendas de honraos comerciantes, los tiroteos a toas horas, el Sindicato de Parados que no para ni parará de decir idioteces... ¿Y quién pone orden?; ¡nadie!; los guardias, como si no fuera con ellos; los curas, escondíos en las iglesias como si fueran delincuentes, sin la influencia con que antes contenían los desmanes; los gobernantes, acobardaos, mirando a ver cómo contentar a las catervas de soviéticos que surgen por toas partes. Nadie tiene autoridad. Si el ejército no pone las cosas en su sitio...
Mani no levantaba la cabeza del periódico, queriendo convencer a los dos hombres de que no les escuchaba, pero el diálogo le inspiraba una infinidad de preguntas que hacer tanto a Paco como a Antonio.
-¿Cómo quieres el corte? -le preguntó Gustavo cuando llegó su turno.
Le explicó que tenía que meter maquinilla por el cogote y las sienes y cortarle completamente los tirabuzones.
-¿Estás seguro, lo sabe tu madre?
Tuvo que jurarle que sí.
-Este cabello es una maravilla... -murmuró el barbero en el momento de comenzar a meter tijera, como si ello le causara una pena muy honda-: ¡ojalá fueran mis hijos arios tan puros como tú!
A medio cortar el pelo, se entreabrió la puerta que comunicaba la barbería con la vivienda, y Serafín, el hijo de Gustavo, un muchacho algo mayor que el Templao, asomó la cabeza; sólo la cabeza, como si no quisiera descubrir el cuerpo ni la ropa que vestía, aunque Mani llegó a ver de pasada el cuello oscuro de su camisa y la corbata, prendas insólitas en el barrio. Serafín miró a los dos parroquianos que aguardaban turno y a Mani en particular. Al verlo, cerró precipitadamente la puerta para ocultarse. Mani se preguntó el significado de sus precauciones y su expresión de cautela.
Una vez libre de los rizos, corrió a exhibir su nuevo aspecto por el barrio, con la esperanza de tropezarse con el Templao sin tener que ir descaradamente a su encuentro. Como eran cerca de las cinco, llegaba en ese momento del puerto, aún cubierto del polvo de almagra. Los días que le tocaba cargar ese mineral volvía con la camiseta en la mano envuelta en un papel de estraza y el torso descubierto con aspecto de estatua de arcilla, teñido completamente de rojo y brillando a causa del sudor. Como de costumbre, fue saludado clamorosamente por su corte. Debió de hacer algún comentario al aproximarse Mani, puesto que todos giraron la cabeza en su dirección.
-Oye, Rubio -dijo el Templao-, ¿tus piojos se han metío a segaores?
Sonó un coro de carcajadas; Mani sonrió para disimular su enojo y turbación. Halló que tenía que recomponer la estrategia, porque no eran adecuadas para el acercamiento las circunstancias de ese momento, cuando debía de parecer por su rubor más excluíble entre los adolescentes y más niño que nunca. Subió junto a su madre, que le echó una reprimenda por lo mucho que se había apurado el pelo. Al detectar su malhumor, Paula añadió para consolarle:
-Mira lo que te he hecho -señaló una camisa de rayas azules y blancas con el cuello blanco almidonado. Exactamente, la clase de ropa de adulto que más había ansiado vestir.
-¿Me la puedo poner ya?
Paula sonrió con indulgencia.
-¡Claro, para eso la he hecho, pa que la estrenes por los júas!
Con el ánimo recuperado, Mani salió a rondar de nuevo al Templao, quien no solía ser lento ni minucioso en su aseo; en cuanto volvía del puerto, se quedaba en calzoncillos en el pequeño patio del corralón de la Torre donde, a la vista del vecindario y sin pudor, se echaba baldes de agua por encima.
Como su vivienda era la que se apoyaba en el muro del convento, Mani trató de desviar la mirada de la silueta de la monja, cuya nitidez parecía muy superior al resurgir sobre el encalado. No permitiría que nada enturbiase su humor para materializar durante la noche de los júas su ingreso en la pandilla del Templao. Éste no se encontraba en el patio, debía de haber terminado ya el baño y estaría acicalándose en el interior de las dos habitaciones donde se hacinaban su madre y sus once hermanos. Inma estaba en el portal, apoyado el hombro en la jamba del portalón; Mani se preguntó con quién la podía comparar; ¿una artista de cine?, no, eran demasiado viejas y repintadas; ¿Imperio Argentina?, no, Inma era más esbelta y dulce; ¿una virgen?, sí, eso era, ¡Inma era completamente igual que la Virgen de Servitas! Notó que ella se ruborizaba cuando le preguntó:
-¿Va a salir pronto el Guaqui?
-¿Quieres que le diga algo?
El rubor en las iridiscentes mejillas de Inma había producido júbilo a Mani. Necesitaba prolongar el diálogo, pero no sabía qué decir y temía que saliera Guaqui el Templao en seguida y volviera a ponerle en ridículo, precisamente delante de su hermana.
-No, déjalo. ¿Vas a ver los júas?
-¡Claro!
-¿Con quién?
-¿Con quién va a ser? ¡Con mis amigas! Nos veremos por ahí.
Ruborizado también a causa de lo que parecía una cita, Mani echó a andar calle abajo. Su determinación de ser admitido junto al Templao habíase redoblado. Daría un paseo por Huerto de Monjas, Ollerías, Parra y Molinillo, para ver los júas que habían ideado en otras calles y matar así el tiempo hasta que el milagro se produjese.
La de los júas no era una fiesta planificada por el ayuntamiento; se trataba de una celebración espontánea para la que nadie tenía que ser convocado, porque respondían a impulsos ancestrales. Nunca eran las mismas personas las que formaban equipo para confeccionar los fantoches ni los grupos procedían de la misma casa o calle, porque se ponían a hacerlo en el instante en que se les ocurría la idea y recurrían a la ayuda de quien estuviese más cerca, con frecuencia los novios, compadres o amigos procedentes de otros barrios. Había mucho de mimetismo y deseos de superar al vecino al idear el júa, porque intentaban simbolizar lo que odiaban pero de manera que el fantoche resultante hiciera gracia. Pobres extremosos sin excepción, echaban mano de los muebles viejos y carcomidos, de la ropa desechada por andrajosa y de todo cuanto estuviera tan detereriorado que no les sirviera ni a ellos. Carentes de la menor pretensión artística, sin embargo algunos alcanzaban niveles sorprendentes de ingenio, de modo que la tosquedad del muñeco era olvidada por la apreciación del gracejo natural de los autores, que éstos reforzaban con los rótulos que les colgaban del cuello o situaban ante ellos. Mani se rió mucho frente a "Indalecio Prieto metiéndole mano a la reina Victoria Eugenia", "Raquel Meller buscando la pulga en la bragueta del obispo" y un fantoche con un pene monstruoso, erecto, que rezaba "Soldadito presentando armas a Sanjurjo", pero la carcajada se le atragantó cuando reconoció al hombre que le estaba mirando fijamente desde más allá del muñeco que representaba a Sanjurjo; ¡era el criado de culo gordo de la mansión que había asaltado con Quini por la mañana! No acabaría de decidirse a atraparlo porque, seguramente, le desconcertaba la desaparición de los tirabuzones. Tenía que escabullirse, porque, sin duda, trataba de cazarlo para entregarlo a los guardias.
Echó a correr a través del gentío que contemplaba los júas, yendo a chocar contra el pecho de Quini.
-Joé, Rubio. Me has dejao sin respiración.
-El criado de la casa que asaltamos esta mañana anda buscándome.
-¡No te digo yo! ¿Y cómo habrá dao con el barrio?
-¡Yo qué sé! Será que como le dije mi nombre a la señora...,
-¡Hiciste qué! -exclamo Quini, muy enfadado- ¡Tú estás chalao perdío! Ella habrá pensao, por tu manera de hablar, que somos de estos barrios...
-Escóndeme, Quini. De tu cara, seguro que no se acuerda el andoba, pero a mí me miró una pechá. Míralo, ahí viene.
-Está bien. Métete aquí detrás -señaló un júa que representaba al bandolero Pasos Largos, arrastrando una carreta llena de guardias civiles. También Quini se escondió, asomando la cabeza sólo un poco entre los tricornios de cartón.
-Está preguntando a los vecinos -informó Quini a Mani-. Creo que trata de que le digan dónde vives, pero se está equivocando, porque va Ollerías arriba... Sí, parece que se va a meter en el Molinillo. Seguro que te pierde la pista, ¿no?, porque no creo que por allí sepan tu nombre.
-A mi madre, con la costura, la conoce mucha gente.
-No la conocen por la costura, Rubio; es que con ese apellío no se pué vivir en estos barrios, joé. Voy a tener que buscar a la pandilla, a ver si conseguimos apartar al mariconazo ése de tu rastro... que también le conduciría al mío.
Anhelando su protección, Mani se arrimó a Quini cuando se puso en marcha.
-Joé, Rubio; déjame disfrutar de los júas tranquilo.
-Es que me hace falta dinero. En serio, Quini, ¿no tienes otro asuntillo por ahí?
-En este momento, estoy más quemao que una palmatoria. Como lo de esta mañana no salió bien, me fui a un trajín en la fábrica de pasas de calle Cuarteles, pero, joé qué mala pata, me pilló el portero cuando sacaba el fardo por la ventana, y llamó a los guardias. No me han dao namás que cinco o seis tortas, pero me han amenazao una pechá. Ahora, tengo que esperar unos cuantos días.
Mani exteriorizó su desánimo.
-Mira, Rubio, yo no puedo dar la cara hasta que no pase el temporal, pero si me prometes darme un pico, te digo dónde puedes hacer un trabajillo fetén.
-¿Yo solo?
-Bueno, la verdad es que estás un poquillo escuchimizao. Tendrías que buscarte a alguien, como cosa tuya. A mí, ni me mientes.
-¿Dónde es?
-En La Virreina. Allí no vive naide en verano, chachi. Namás que está el guarda del esquimo, y a ése se le puede marear. Palabra que no es cuento, Rubio. Esta mañana, tenía que engatusar a esos caguetas, pero a ti te hubiera dicho la verdad, porque sé que no te rajas. Lo de La Virreina está tirao, porque hay dos árboles de goma que llegan hasta el tejao. Hay un montón de cosas... ¿cuánto necesitas?
-No sé -Mani titubeó-. ¿Mil pesetas?
-¡Eso está hecho! Con que cojas dos cosillas las puedes pulir por mil duros lo menos, porque hay relojes antiguos, plata y muchas cosas de ésas de museos.
-¿Tú crees que podría convencer al Templao?
-El Guaqui está cá día más raro, Mani. Ahora se las da de formal, porque trabaja en el puerto, pero antes sí que corríamos juntos. Si tú necesitas dinero, imagina él, con el cuadro que tiene en su casa, sin padre y con once hermanos... No sé. En fin... si quieres, díselo, pero no creo que te haga caso, porque se ha empeñao en decir que tó eso era cosa de chaveas. De toas maneras, si convences a alguien, recuerda que de tu parte tienes que darme la mitad.
-Fenómeno.
-Ahora, apártate por si ese gachó sigue buscándote, que no nos falta más que el mariconazo nos vea juntos.
Mani se volvió hacia la dirección contraria de Quini, para retomar su proyecto de integración en la pandilla, porque tras de lo que le había contado, intuía cierto enfrentamiento de Quini con el Templao y entendió que no era quien mejor podía facilitarle el acceso. Por todas partes habían colgado guirnaldas y cadenetas de papel y junto los júas había tertulias en torno al ufano autor; los fantoches les daban pie para hablar de sus inquietudes, puesto que cada júa era la expresión de sus obsesiones:
-Aquí, el que se mete con la Iglesia y con los ricos...
-A mí, plin. No tengo tiempo pa pensar en monsergas; lo que yo quiero son avíos pal puchero...
Bajo el aroma de las damanoches y los jazmines, en las tertulias nocturnas nacían amores que acababan en el altar o enfrentamientos que podían terminar con facas esgrimidas ante el que un momento antes era el compadre más querido. A veces, cortaban simplemente el aire impregnado de aromas y hedores, pero otras, rajaban la carne de alguno que, con frecuencia, no tenía nada que ver en la pendencia. Entonces, los furores se convertían en lamentos con los que hasta quienes más abominaban de la religión pedían perdón al mundo y a Dios. Crecidos en un barrio cuyas atalayas eran todas torres de iglesias y conventos, no sabían reconocer nada trascendente que no tuviera que ver con lo sobrenatural. La cruda luz diurna ocultaba pero no borraba las sombras; la noche las multiplicaba y eran las tertulias con lo que evitaban enfrentarse a sus terrores antes de que les venciera el sueño. En la esquina de Curadero, el barbero y su familia también conversaban con un grupo, ninguno de cuyos integrantes del barrio. Serafín lo miró con expresión hostil, lo que obligó a Mani a detenerse simulando que no se interesaba por el júa instalado a la puerta de la barbería, un sindicalista de la FAI con orejas de burro. La provocación era tan manifiesta, que Mani no entendió que el vecindario no acudiera a quemarlo... junto con la barbería y sus dueños. Escuchó un retazo del diálogo que éstos mantenían con los desconocidos:
-...y Sanjurjo, aunque esté en Portugal, acabará tomando el poder.
-Dicen que hay preparativos en Tetuán...
No era buena idea permanecer en ese punto, frente al que los paseantes circulaban mirando para otro lado, como si hubieran acordado tener la fiesta en paz. Volvió hacia la esquina de Rosal Blanco, y antes de llegar tuvo un estremecimiento; el criado de la casona entraba resueltamente en su calle; había localizado su domicilio. ¿Qué iba a hacer cuando el hombre del culo gordo le contara a Paula lo que había hecho?; tenía que cavilar. Quiso asegurarse de que, en efecto, el sujeto entraba en el corralón de Las Dos Puertas. Fue despacio tras él, pero le distrajo el grupo que había junto al muro del convento; la multitud rodeaba a unos hombres que no eran vecinos, uno de los cuales estaba sacando fotos de la silueta. Tenían que ser periodistas. Pasado mañana, se fijaría a ver si salía una foto de su calle en los periódicos. Desde el patio, dio una ojeada a la puerta de su casa, cerrada de nuevo como la noche anterior. Aquel culón, el tal Rafael, debía de estar encerrado con Paula, contándole la fechoría.
No sabía explicarse la intensidad de su miedo. No era el terror tan conocido ni se parecía al escalofrío cotidiano, ni al sentimiento permanente de la inmediatez del infierno, porque todos los vecinos dormían, respiraban, comían y soñaban rodeados de monjas que les recordaban con machaconería lo fútil y breve que era la vida, y sus campanas les despertaban, les llamaban al ángelus y a las vespertinas y les anunciaban la hora en que iba a dormir la gente honesta, porque ellos no eran decentes, estaban corrompidos por el vicio, engendraban pendencieros y ladrones, vivían en promiscuidad, ninguna moza se casaba virgen sino, la mayoría de las veces, con barriga, y estaban convirtiéndose en rojos sin salvación. Eran, les decían, candidatos irremisibles a la condenación eterna y sólo la infinita misericordia de Dios podía librarles del infierno, aunque, en el mejor de los casos, sufrirían durante miles de años abrasándose en el purgatorio, hasta la consumación de los siglos, cuando viniera Jesucristo a resucitar la carne. Era en este punto donde las peroratas monjiles dejaban de estremecerles, porque "carne" tenía para ellos un significado diferente del que las monjas le daban; su sonido evocaba platos inalcanzables y el hambre que jamás saciaban. Mani consideró que el miedo de ese momento era más justificado; Paula jamás le había puesto la mano encima pero sus hermanos, a espaldas de su madre, le iban a dar una soba de muerte cuando se enterasen de lo de La Caleta. Tenía que encontrar al Templao.
Había mucha carne visible en las verbenas. Las muchachas estrenaban escotes veraniegos y numerosos muchachos iban a pecho descubierto por el calor, con las camisas anudadas a la cintura. El Templao lucía con jactancia su musculatura tostada por el sol del puerto, consciente de las apreciativas miradas femeninas. No mostró signos de haber visto a Mani acercarse. Debía abordarle sin dejarse amilanar por sus sarcasmos. Tenía fama de calmoso y quemasangre, porque conseguía hacer perder la paciencia al más sereno, no por maldad, sino porque sí; juntaba broma sobre broma con el único objeto de hacer reír, sin más, y podía lograr que un auditorio riese hasta perder el resuello. Así había hacido su apodo pocos años antes. Era el mayor de una docena de hermanos, que vivían en sus dos habitación del corralón de la Torre mucho más amontonados que la familia de Mani, precisamente en el recoveco aislado junto al muro del convento que había dado nombre al edificio. Fingiéndose abstraído en la contemplación de los júas, Mani le siguió de verbena en verbena. Lógicamente, el Templao se dio cuenta de la persecuión; Mani tuvo que tragarse el diálogo:
-¿Con quien vas a bailar esta noche? -preguntó al Templao uno de sus aduladores.
-Namás tengo que hacer así -chasqueó los dedos corazón y pulgar de su derecha-, y saldrá una docena de gachís al ataque.
-Yo quiero bailar con tu Inma.
-Como le pongas la mano encima, te corto la picha.
-¿En qué verbena nos quedamos? -preguntó otro al Templao.
-Ya veremos. Después de que ardan los júas, nos quedaremos donde haya más animación, me supongo que en el Molinillo. Eso, si nos dejan entrar con escolta.
Mani sabía que se refería a él, aunque no le miraba ni de reojo. Enrojeció mientras se distanciaba y los perdía de vista. La noche era muy larga y a lo mejor encontraba la ocasión de abordarle a solas.
En muchas verbenas había una vieja con un lebrillo lleno de agua y un anafe, sobre el que sostenía un cazo con plomo derretido. Las filas, sobre todo de mujeres, esperaban turno ante ellas. En la verbena de la esquina de Rosal Blanco con Huerto de Monjas, era Mercedes la Alpistelá la que oficiaba de oráculo.
-¿Con quién voy a casarme? -preguntó una muchacha que era poco agraciada y no se le conocía novio formal.
La Alpistelá vertió plomo en el agua del barreño; al solidificarse, el metal formó una figurita que Mercedes examinó unos minutos, mientras balanceaba la cabeza.
-Tardará todavía una mijilla -dijo por fin-, como dos años. Va a ser un practicante, ¿ves? -señaló la amorfa figura-; esto es una jeringa y esto, un rollo de esparadrapo.
La siguiente en la fila era la madre del Templao. Éste y su hermana Inma brillaban tanto, que el resto de la familia resultaba gris. La madre era una mujercilla enteca que parecía incapaz de haber parido doce hijos.
-¿Qué va a ser mi Guaqui cuando salga de la mili? -preguntó.
La Alpistelá vertió el plomo. Tras el examen y el balanceo de cabeza, levantó hacia la madre del Templao unos ojos sombríos.
-¡Que la Virgen de Zamarrilla te salve! -exclamó.
-Ay, Mercedes, ¿es que ha visto usted algo malo?
-No te preocupes, mujer. Esto... no. No, esto no tiene ná que ver con el Guaqui, claro que no. ¡Qué tontería!
La madre del Templao estaba temblando.
-Mercedes, por Dios, dígame lo que ha visto.
-Ná. Este cuchillo... ¡qué va!; es cosa de buena mesa.
Notablemente alterada, la Alpistelá se desentendió de la madre del Templao y llamó forzadamente a la que le seguía en la fila.
Las consultas continuarían hasta que los júas ardiesen. Después de la hoguera, todos se desentenderían de lo que no fuese bailar. Mani descubrió en la fila a Anita y Mariloly, las dos hermanas que cortejaba por separado su hermano Antonio. Sonrió; cuando preguntaran a la Alpistelá, las dos estarían pensando en la misma persona.
Sonreía por esta idea, cuando se agachó de súbito para esconderse. El criado de la casona salía de la calle Rosal Blanco con expresión satisfecha. Había logrado lo que pretendía. Medio en cuclillas, Mani se apresuró por Huerto de Monjas en la dirección contraria; víctima del chivatazo del criado, el futuro más inmediato se presentaba muy negro, pero el nubarrón de su ánimo se despejó un poco cuando Inma le llamó, dándole un toque en el hombro.
-¿Has escogío verbena? -le preguntó.
La pobreza habitual de su atavío se enriquecía con el colorido del mantoncillo de papel rizado, el caracol fijado a su frente con zumo de limón y la biznaga que se había prendido junto a la oreja izquierda. Mani se ahogaba en los ojos verdes de Inma y le costó reaccionar para responder:
-No. ¿A cuál vas tú?
-Mis amigas me esperan en la calle Mariscal.
-¿Irá tu hermano también?
-No, al Guaqui le gusta más el júa del Molinillo, porque el fuego es más grande. ¿Aparecerás por calle Mariscal?
-Seguramente.
Mani se sintió hipócrita porque, por mucho que le conmovieran los ojos y la dulzura de Inma, lo que necesitaba esa noche era conquistar al Templao y, por lo tanto, iba a ser el Molinillo donde viera la quema de júas.
Debía de estar cerca la medianoche, porque empezaban a escasear los paseantes y casi todos bailaban ya en las verbenas al ritmo de guitarras y palmas. Cantaban ya los coros en torno a los júas; la quema debía de estar a punto de iniciarse. Mani corrió calle Curadero arriba, hacia el Molinillo, en cuya verbena, tal como era de prever, el Templao llevaba la voz cantante:
-Una vieja y un viejo... -cantaba él.
-¡Dómine! -corearon los demás.
-Se cayeron en un pozo...
-¡Dómine!.
-Y la vieja le decía...
-¡Dómine!.
-¡Qué fresquito tengo el chocho! -remataron todos al unísono entre carcajadas.
Los coristas, miembros de la pandilla del Templao, bailaban a saltos delante de un júa que representaba a Alcalá Zamora apoltronado en su sillón, tocado con una chistera cubierta de papeles pintados simulando billetes de cien pesetas; también de sus bolsillos emergían falsos billetes y delante, un cura, un banquero y una marquesa que sostenían, como si lo marturbaran, el descomunal pene que salía por la bragueta abierta del político. El cartel decía: "El cetro de mi autoridad".
Las campanas dieron la medianaoche, y se apresuraron a encender las hogueras. Mani sabía que ya no tendría nada que hacer hasta el final de la fiesta, cuando el Templao se dispusiera a acostarse, y decidió participar tanto como se lo permitieran. Los reflejos anaranjados lamían las paredes encaladas y se produjo un paréntesis de silencio y quietud, como si todos acechasen por si conseguían ver arder en el fuego aquellos de sus demonios que más le angustiaban a cada uno; sólo se oía el crepitar de las llamas y el desmoronamiento de los tarugos encendidos. Los muros adquirían una riqueza efímera, dorados por la luz amarilla, y el calor añadido al del estío, lejos de ser desagradable, encendía en la sangre un rastro atávico de confianza en algo venturoso que estaba por venir, algo maravilloso que sustituiría los objetos ruinosos que habían sacrificado en el fuego. También Mani se creyó poderoso, libre del miedo a que su hermano Antonio acabase en la cárcel y de la amenaza del criado de culo inmenso; dotado para rescatar a Paula de la miseria, capaz de devolver a su madre el palacio de alabastro, amatistas y terciopelo de donde alguien debía de haberla expulsado, porque Paula no podía pertenecer al mundo que conocía y debía de haber sido desterrada de algún paraíso de leyenda.
Alcalá Zamora, el sillón, la marquesa, el cura, el banquero y la plataforma ardían sobre un amontonamiento de muebles carcomidos y cajas de embalaje.
-Eh, no podemos permitir que la cosa de Alcalá Zamora se queme -gritó el Templao, señalando el enorme pene que emergía entre las llamas, todavía reconocible.
Sin instar a nadie a secundarle, saltó sobre la hoguera y, en el aire, mientras sobrevolaba el fuego, arrancó limpiamente el objeto, que se desprendió con facilidad del muñeco medio consumido. Aterrizó al otro lado de la hoguera sobre las ascuas de la orilla, produciendo al caer un chisporroteo de partículas encendidas.
Sonó un aplauso estruendoso.
Mani estaba como hipnotizado. No era sólo la fascinación del fuego ni la increíble levedad de la cabriola del Templao, sino algo más arrebatador, un sortilegio que le impulsaba fuera del corsé de temores y angustias. Los adolescentes y los hombres saltaban el fuego en los primeros momentos, antes de alcanzar la hoguera todo su esplendor, o al final, cuando sólo quedaban brasas. El Templao había saltado cuando nadie lo hacía, cuando rutilaba el fuego en su cénit. Mani se sabía ágil, corría más rápidamente que los demás niños, y ahora sentía que disponía de una fuerza nueva, un poder que le había sido concedido precisamente esa noche sobrenatural. Para que Guaqui el Templao le tomara en serio y le admitiera junto a su trono, para conseguir su protección y su ayuda, tenía que demostrar que era tan hombre y tan valiente como él; también saltaría sobre la hoguera antes de que las llamas menguasen. Como su estatura era considerablemente menor que la del Templao, se distanció diez o doce pasos para ganar impulso. La concurrencia adivinó lo que estaba a punto de hacer, pues todos desviaron la mirada del fuego para fijarla en él; mientras corría, advirtió que también había conseguido captar la atención del Templao. A buena velocidad, corrió hacia el fuego, pero alguien tiró un cohete sobre el júa y sonó una explosión que reavivó las llamas, bajo cuyo resplandor apareció Paula caída en el suelo, clamando con los brazos extendidos hacia arriba; alrededor, sus cuatro hermanos cubiertos de sangre; más allá de ellos, un amasijo de cuerpos descoyuntados. Paula fijaba los ojos en los de Mani y le indicaba que se alejase; él se negó; tenía que entrar a rescatarla, pero sintió el mazazo del terror. Debía acudir a salvar a su madre del holocausto y el vigor de un instante antes se había disuelto, sustituído por un pavor infinito que le dejó clavado en la orilla de la hoguera.
-Mani, que te vas a quemar -dijo una vecina mientras le empujaba lejos del fuego.
La visión se había desvanecido y sonaban risas entre conmiserativas y burlonas. Deseó que la tierra le tragase.
-Se ve que hay muchas gallinas y pocos huevos por aquí -exclamó el Templao coreado por las risotadas de su corte.
Mani temblaba, pero su resolución era grande. No iba a abandonar, esa noche tenía que conquistarlo. Permaneció ajeno a la fiesta, aunque sin perderlo de vista. Descubrió con sorpresa que el Templao apenas bebía de las botellas con pitorros de caña clavados en los tapones de corcho, al contrario que todos los miembros de su pandilla, que a mitad del baile trastabillaban y provocaban advertencias, tarascadas y empujones al sobar a muchachas que iban acompañadas de hermanos o novios. Guaqui les miraba con escasa complicidad, como si les reprendiera con los ojos, lo que representaba una novedad sorprendente para Mani. ¿Cuál era el verdadero carácter del Templao? La jactancia, la alegría despreocupada, las actitudes desafiantes y el valor, ¿formaban parte de un barniz que escondía otra cosa? Sabía que a sus dieciséis años era el cabeza de familia efectivo en su casa, el sostén fundamental de sus once hermanos y su madre, y que estaba obligado a trabajar muy duro para redondear los ingresos con lo que pudiera trapichear, y que protegía a los suyos como un furioso perro guardián. ¿En qué clase de contradicción se debatía, compaginando sus responsabilidades con su evidente alegría de vivir?
Las fiestas comenzaban a languidecer, puesto que todos tendrían que afanarse al día siguiente en la busca de una supervivencia siempre incierta. Todavía sonaban cohetes, sobre todo hacia la parte del centro, donde tanto los júas como las verbenas se instalaban con mejores medios que en el barrio. También por el lado de La Trinidad se oían detonaciones. Vio que el Templao iba a abandonar la verbena del Molinillo, pero su corte se unió a él como si hubiera sonado un toque de cornetín. Mani frunció los labios; ¿cuándo conseguiría hablarle sin testigos? En vez de dirigirse a la calle Rosal Blanco, echaron a andar calle Ollerías abajo, hacia el centro. Bien, puesto que como consecuencia del acoso del culogordo no podía plantearse el regreso antes de que sus cuatro hermanos durmieran profundamente, iría tras el Templao, que sin duda andaba en busca ingresos extras; encontraría la manera de colaborar para que la pandilla le hiciera partícipe del botín.
En un recoveco cercano a la esquina de Ollerías con la calle Los Cristos, había una mujer tendida en el suelo; tenía clavado en el pecho un cuchillo grande y no se debatía; a su lado, dos niños un poco menores que Mani lloraban con desconsuelo, pero nadie les prestaba atención. Los que pasaban al lado, miraban un momento, como si quisieran discernir si se trataba de un júa o un cadáver y seguían deprisa, indiferentes y forzando la vista al frente, como si intentasen que nada perturbara su alegría ebria. Mani se preguntó cómo reaccionaria él si asistiera no ya al asesinato, sino a la muerte natural y dulce de su madre. El universo se derrumbaría sobre su cabeza, porque Paula no era sólo el amor más grande que conseguía imaginar, sino que constituía un desconcertante fulgor entre las miserias del barrio. Porque Paula no se parecía a las vecinas; ella era distinta. Se movía como si hubiera andado toda la vida entre salones palaciegos y carrozas ducales, gesticulaba con las manos como si no hubiera tocado nunca más que pañuelos de finísima seda, recogía su pardusca falda al subir las escaleras como si antaño hubiera tenido que hacerlo con miriñaques recamados de oro y perlas, arreglaba y servía la mesa como si lo hubiera aprendido de doncellas reales y les imponía a él y a sus hermanos el imperio de su voluntad sin estridencias ni gritos, con la suavidad de quien estuviera habituado durante generaciones a recibir acatamiento y pleitesía. No la creía jamás cuando afirmaba que había nacido en el mismo cuarto que él. Entonces, ¿por qué esa diferencia abismal entre su modo de comportarse y el de las vecinas?, ¿por qué su voz era queda y melodiosa aun cuando le reñía, y la de las otras era estridente y bronca?,
El Templao se detuvo junto al cadáver, desentendido de sus cortesanos, que le tiraban de los brazos para continuar.
-¿Qué ha pasao, niño? -preguntó al mayor.
Éste se limpió el llanto con el dorso de la mano antes de responder:
-Se ha peleao con mi tía. ¿Cómo se llama al médico?
-Tu madre no necesita un médico -dijo uno de la pandilla-, sino un cajón de pino.
-Si vemos a un guardia -prometió el Templao al niño-, le diré que venga pacá.
Comprendió que Guaqui trataba de ofrecer al niño el único consuelo que tenía a mano, pues Mani sabía que encontrar a un guardia en la calle la noche de los júas era improbable. Se sorprendía cada vez más; el Templao no era como había creído, pero ¿cómo era en realidad? ¿Podía ser ése, precisamente, el flanco por el que conseguiría vencer su desdén, hablarle de las angustias y penalidades de su madre? Tenía que cavilar y seleccionar las palabras que le diría en cuanto lo pillara a solas. No sería difícil encontrar tales palabras. Paula era la diferencia encarnada en una mujer con aires tan palaciegos y delicados como los de las actrices que Hollywood les vendía vestidas de princesas, tan mayestática como Greta Garbo, aunque también tan jacarandosa como Imperio Argentina. Era la diferencia suprema, el altar frente al estercolero, y sus hijos habían heredado algo de su excepcionalidad. Mani recordó que sus cuatro hermanos encogían los párpados achicando los ojos para no resultar insultantes con su azul maravilloso. Miguel tenía tanto éxito con las muchachas precisamente por el color oro que había heredado del cabello de Paula. Y Mani resumía la diferencia con los ojos amatistas y los bucles amarillos. Se tocó la cabeza; gracias a Dios, ella no parecía haberse enfadado demasiado por el corte.
En la esquina de Carretería con Ollerías había una reyerta con más de quince implicados. Todos borrachos, varios de ellos sangraban por los brazos a causa de los cortes que habían recibido ya, puesto que todos esgrimían navajas, pero la sangre no les disuadía. Entre gritos y miradas como puñales, se acechaban los unos a los otros en una rueda donde resultaba imposible indentificar los bandos, si es que estaban dividos en bandos, porque todos parecían ir a por todos.
La sangre de las puñaladas o de los disparos les dejaban fríos, y pasaron de largo. Hacía tiempo que habían dejado de impresionarles las heridas y los rastros de salpicaduras rojas sobre los adoquines, porque eran el pan de cada día. Todos parecían tener razones para matar y morir. Mani recordaba sólo vagamente el revuelo que habían producido en la calle Rosal Blanco los primeros rostros sanguinolentos, uno de los cuales fue el de su hermano Antonio; ante las admoniciones y las quejas de Paula, Antonio trató de justificarse con la mención de las desgracias de cuantos conocían y de la panacea que el Sindicato de los Parados iba a ser. Mani no lograba evocar la expresión de Paula, pero recordaba con claridad que le prohibió mencionar a ese sindicato o discutir con sus hermanos al respecto, y dijo:
-Fuera de la casa, destrozaos si queréis, que yo no puedo subirme a vuestros hombres como si fuera el ángel de la guarda, pero entre estas cuatro paredes viviremos en paz mientras yo tenga aliento.
Dos tiendas estaban siendo asaltadas en calle Carretería. Las puertas arrancadas ardían en el suelo y ocho o diez hombres en cada caso cargaban la mercancía en carretillas. Mani ansió que el Templao se sumara a los asaltantes, a ver si conseguía el tesoro que llevaba más de veinticuatro horas anhelando, pero el grupo continuó hacia las calles principales. A Mani le consoló la esperanza de que lo que el Templao fuera a buscar fuera más valioso que unos cestos de chacinas y tocino salado.
Había rescoldos de hogueras en todas las calles. Y cantos quedos, ya en el interior de las casas. Y cohetes lejanos... ¿o disparos?
-Parece que hubiera un tiroteo por la plaza de la Constitución -dijo el Templao.
-¡Vamos pallá! -urgió uno de los suyos.
Corrieron y Mani tras ellos. En la plaza de la Constitución no había desórdenes, pero continuaban oyéndose disparos amortiguados por la distancia.
-Creo que es por la parte de calle Camas -dijo el Templao.
Echaron a correr hacia el feudo de las prostitutas más zarrapastrosas de la ciudad. Cuando irrumpieron en la estrecha calleja, abierta entre mesones y conventos en pleno centro de Málaga, vieron escapar a un grupo de figuras oscuras por el extremo de la calle. Cinco mujeres pintarrajeadas y con medias de mallas se desangraban en el suelo con múltiples disparos en el pecho y en la cabeza y, entre ellas, tres hombres de mediana edad que debían de ser clientes.
-Vamos a ver quiénes son esos salvajes -ordenó el Templao.
Corrieron en la dirección por donde se alejaban las figuras oscuras. Tras cruzar a zancadas las calles de Calderería y Compañía, les dieron alcance en la calle de los Mártires, donde el Templao indicó a su grupo que aminorase la marcha. Los asaltantes estaban guardando las pistolas en los bolsillos de sus pantalones negros, se ajustaban las camisas azules arremangadas hasta el codo y aflojaban la carrera para andar normalmente.
-¿No decían que estos fascistas joseantonianos salen en pelotones de cuatro? -comentó entre dientes Guaqui el Templao.
-Son doce -respondió Mani a sus espaldas, sin recibir el honor de que el joven de quien anhelaba ser amigo torciera el cuello para dedicarle una mirada-. Serán tres pelotones que actúan juntos.
El grupo se detuvo ante la iglesia de los Mártires y todos le dieron palmadas de felicitación y despedida a uno que, llegado a la esquina, se distanció de los demás para torcer hacia la izquierda, mientras que el resto torció hacia la derecha. Fue en ese momento cuando Mani reconoció al hijo del barbero, Serafín.
-Vaya mamarracho -dijo el Templao-. Resulta que el Serafín es un fascita de ésos.
-¿Le damos un susto? -propuso uno de la pandilla.
-¡A qué esperamos! -exclamó el Templao.
Echaron a correr por la estrechísima calleja que salía a calle Carretería entre dos conventos. Serafín se dio cuenta de la persecución, pues aunque no paró de correr, se puso a gritar y a dar pitidos con un silbato; como se encontraba rezagado a unos quince o veinte pasos de ellos, Mani advirtió antes que la pandilla que los once de quienes Serafín se había separado corrían detrás de él en auxilio del hijo del barbero. Iba a verse entre dos fuegos; tenía que correr a avisar al Templao y los demás.
-Así que tú eres el comisario de la Falange en el barrio -decía con tono triunfal el Templao a Serafín-, el que nos denuncia a los guardias a toas horas.
Era éste un enigma que traía al vecindario de cabeza: averiguar cómo se enteraba la policía tan pronto de hechos que, sin un delator, jamás llegarían a sus oídos.
-¡Dejadme tranquilo, rojos de mierda! -gritó Serafín.
Vuelto hacia ellos, en la dirección opuesta, podía ver que sus compinches acudían a ayudarle, mientras que el Templao y los suyos no se habían dado cuenta todavía. Mani dio un salto y se aferró al cuello del Templao.
-¿Qué haces, Rubio?
-Echa a correr si no quieres que te maten.
-¿Qué dices?
-Que los falangistas vienen ahí con las pistolas en la mano ¡Aparta a correr, coño!
Salieron de estampía ante la sonrisa triunfal de Serafín, que ya había sacado el arma. Los de camisas azules y pantalones negros sólo les persiguieron unos metros y, aunque hicieron algunos disparos, no alcanzaron a ninguno ni parecían querer hacerlo. La pandilla escuchó al alejarse un coro de carcajadas.
-Gracias, Rubio -dijo el Templao.
-No es ná.
-Eres enano, pero tienes huevos.
-Sí.
-¿Por qué nos seguías?
-Porque yo... quisiera hablar contigo.
-Larga.
Mani le hizo entender por señas que deseaba hablarle a solas. Cuando la corte se deshizo en la esquina de calle Rosal Blanco, a Mani le pareció que la expresión del Templao era cordial al invitarle a seguir calle adelante a su lado.
-¿Qué querías, Rubio?
-Mi madre... ayer la escuché llorar...
-¡Vaya novedad! Como si hubiera en el barrio una madre que no se dé pechás de llorar tós los días.
-Yo había pensao que tú...
-¿El qué?
-Que me ayudes a ganar unos duros.
El Templao se detuvo. Meditó unos minutos mientras examinaba con interés, pero sin ironía, el rostro del chico al que sacaba un palmo y medio de estatura.
-Me parece que te has equivocao, Rubio, ya no me dedico a eso. Tengo que tener cuidaíto, porque hay doce bocas que dependen de mí, ¿comprendes?
Mani bajó los ojos.
-Entonces... ¿sólo trabajas en el puerto?
-No, Rubio... ¿cómo te llama? -a oír la respuesta, continuó: -Escucha Mani, estoy eslomao tó los días cargando barcos, pero dos noches por semana trabajo en un taller, donde me pagan por dos días más que en seis en el puerto, ¿lo coges?
-Pero el Quini dice...
-A ése, ni caso, que ha perdío la chaveta. Si quieres venir conmigo a trabajar en el taller, iré a hablar con tu madre, a ver si te deja.
Mani sabía que tal permiso era muy improbable. A diario, Paula se quejaba ante sus cuatro hijos mayores de que la venta de periódicos impidiera a Mani ir a la escuela con toda la frecuencia que ella deseaba. Jamás permitiría que trabajase de noche.
-Conozco una casa en La Caleta... La he visto por dentro, y allí hay de tó... Es donde vive la dueña de la mitad de los barcos que tú cargas.
El Templao sonrió con indulgencia.
-Mani, aunque seas tan chiquitillo, eres un tío con toa la barba. Vales más que los mamarrachos que me rodean a toas horas. Pero no puedo meterme en líos, ¿lo entiendes? Ahora que, si quieres, mañana te invito al cine y después hablamos otro poquillo. Algo tendré que hacer pa agradecerte que vuelva entero a mi casa.
Pese a la decepción, Mani se sintió inmensamente feliz. El Templao no sólo le aceptaba a su lado, sino que le distinguía con una invitación que, al parecer, sólo le incluía a él. Subió la escalera en estado de levitación y encontró a Paula con los ojos enrojecidos, apoyada en la barandilla de la galería.
-¡Mani! ¿Dónde te habías metido? Tus hermanos están buscándote como locos por media Málaga.
Había olvidado completamente lo que le esperaba. Sus hermanos no estaban tratando de localizarlo porque tardase, sino para cartigarle por el asalto de La Caleta.
-Yo no he hecho ná, mamá.
-¿De qué hablas?
-De ese hombre que ha venío esta tarde a hablar contigo.
Paula apretó los labios mientras su tez palidecía, e inspiró hondo antes de replicar:
-Aquí no ha venido ningún hombre a hablarme de ná.
-¡Ah!, ¿no?
Mani examinó el rostro de su madre. No imaginaba lo que podía bullir en su pensamiento, pero presintió que le estaba mintiendo. ¿Por qué razón? ¿Por qué, en vez de reprenderle por el asalto trataba de negar la visita, que él estaba seguro de que había tenido lugar? No comprendía nada. Debía evitar dormirse, a ver si espiando a sus hermanos conseguía averiguar lo que supieran acerca de lo que Paula ocultara. Fueron Paco y Ricardo los primeros en llegar, se desnudaron con sigilo, convencidos de que Mani dormía, y se echaron en la colchoneta suavemente. Dio la impresión de que Paco reanudara en susurros una discusión que mantenían antes de llegar:
-Cuando se te empezaba a pasar la fiebre de los toros, te llenas de cruces hasta los canzoncillos. No sé si pensar que eres una maricona o un lunático.
-¿Por qué te metes en lo que no te importa, Paco?
-Porque acabaremos comiendo piedras, por el camino que vamos. Entre el Antonio con sus borracheras y locuras, y el Miguel, que no piensa más que en las faldas, vamos de mal en peor, Ricardo, y tú no haces más que meterte en la iglesia. Fíjate cómo está el niño -Paco señaló a Mani- más delgao que una espá núa, precisamente cuando más necesita comer bien, porque está en pleno desarrollo. Tós tenemos que hincar el espinazo, Ricardo, pero tú te pasas la vida soñando.
-Es raro el día que devuelvo algún periódico sin vender.
-Vender periódicos no es un trabajo verdadero, pa hombres sanos y fuertes como nosotros.
-¿Se te ocurre algo mejor?
Paco calló, porque no encontraba alternativa a pesar de los tumbos desesperados que Mani le veía dar, golpeando de puerta en puerta por toda la ciudad. Siendo el que con argumentos más contundentes y con mayor severidad enjuiciaba al gobierno, no participaba, como Antonio, en los desórdenes ni en los asaltos. El barrio había sido en otro tiempo un remanso de tranquilidad, con un estilo de vida más propio de una aldea, pero ahora bullía; el trasiego de gente extraña era constante; a diario llegaban vecinos sangrando por los enfrentamientos; lucir la nariz rota o la señal de la porra de un guardia tatuada en la espalda, se había convertido en un galardón. Ese hervidero no englobaba a Paco, que parecía hacer equilibrios entre todas las partes en que se desintegraba la vida sin comprometerse con ninguna.
Llegó Miguel, que se arrebujó en una esquina de la colchoneta y cayó dormido al instante. Al poco, llegó Antonio, cuya borrachera parecía haberse disuelto en la afanosa búsqueda de Mani. Como Paco parecía dormir ya, le preguntó a Ricardo:
-¿Dónde estaba el niño?
-Mamá no me lo ha dicho.
-Esto va acabar fatal, Ricardo.
-Si Dios no lo remedia...
-¿Por qué tienes que meter a Dios por medio? Ya no existe Dios. Esto se hunde, Ricardo. Esta noche, con la excusa de los júas, ha habío tiroteos por toa Málaga; han muerto cuatro putas en la calle Camas, dos hombres que asaltaban una tienda en la plaza de la Merced y un guardia en calle Mármoles. Mis compañeros del sindicato están tratando de conseguir armas, porque aquí, el que no le eche cojones...
-No te metas en más follones, Antonio. Lo digo por mamá, que no pase más malos tragos. Esta noche, cuando llegué la primera vez antes de que nos mandara a buscar al niño, estaba como enmorecía; parecía que le iba a dar un síncope. No quiero ni pensar lo que sufriría si supiera que tú, cuando las barbaridades de las iglesias...
-Cállate.
-Si ella lo supiera, se moriría del disgusto. Con lo devota que era del Cristo de Mena... Dios Nuestro Señor tenga misericordia de nosotros.
-¡Y que viva Durruti!
-Hay que decirle al niño por la mañana que ande con ojo.
-Yo lo aleccionaré -aseguró Antonio.
-Si papá...
-Calla, Ricardo -ordenó Antonio tapándole la boca con la mano, mientras acechaba el rostro de Mani para comprobar que dormía.
Se durmieron pronto. Mani se durmió también, sin lograr la información que pretendía. Pero llegaron Imperio Argentina, la Concha e Inma, sonriéndole provocativamente; mientras la artista cantaba y tocaba las castañuelas, Inma sólo sonreía, pero Concha no paró de tocar, apretar y estrujar... hasta que despertó. Miró alrededor, sin comprender qué le había despertado, porque todavía no se veía la luz del alba tras el balcón. Sus cuatro hermanos continuaban acostados, pero Paco estaba despierto, como si velara el sueño del menor de la familia. Sujetaba la cabeza con su mano, el codo apoyado en la colchoneta. Sonrió al verle abrir los ojos, y le guiñó.
-Ten cuidao, que vas a enfermar de tuberculosis -señaló el calzoncillo manchado.
Mani enrojeció.
-Sigue durmiendo, Mani. Todavía es mu temprano.
-Voy a ver si hay algún calzoncillo limpio, antes que el Migue despierte. Me cabrean sus bromas.
-¿Dónde estabas anoche, Mani?
El niño se acercó al segundo de sus hermanos, para que bajase la voz.
-¡Vi un tiroteo!
-¡Mani!, ¿estuviste en el fregao de la calle Camas?
-Lo vi de lejos. Iba paseando con... unos amigos que querían ver el júa de la calle San Juan.
-¿No te meterías en un follón de asaltos de tiendas ni ná así...?
-No, te juro que no, Paco.
-Oye, Mani, pon mucha atención. Están pasando cosas mu malas y esto no ha hecho más que empezar, ¿comprendes? Acabas de cumplir once años y todavía no te das cuenta, pero tienes que andar con muchísimo cuidao. Cuando alguien hable de política, ni abras la boca, ni con los unos ni con los otros. Si alguien te pregunta por nosotros, no sabes ná. Nunca menciones las cosas que tenemos aquí.
Las cosas eran, supuso Mani, los abundantes libros y folletos de Paco y dos paquetes muy pesados, envueltos en lona con fuertes nudos, que Antonio escondía en el baúl. Comprometió su silencio y fue a buscar los calzoncillos limpios.
La mañana siguiente, cuando estaba a punto de acabar de vender los periódicos en su esquina de la calle Nueva, se le acercó Quini.
-Rubio, ¿sabes si han preguntao los guardias por mí esta mañana?
-¡Yo qué sé! Vine pacá a las siete. ¿Qué ha pasao?
-Ná. Mira, dile a mi madre que si los guardias preguntan por mí, que yo estoy trabajando en la arrecogía de frutas, por Coín. ¿Lo harás?
Cumplió el encargo poco antes de apostarse en la esquina a la espera del Templao. Llegó como la tarde anterior, rojo de almagra.
-¿Cómo te llamabas?... ah, sí, Mani. Me tengo que dar un baño.
Su tono displicente le desanimó un poco, pero no quiso dejarse ganar por el desaliento. La pregunta de si la invitación continuaba en pie le hervía en los labios, pero se negó a hacerla. Por fortuna, el Templao añadió:
-En un cuarto de hora estaré listo. ¿Sigues queriendo ver la película?
-¡Claro!
Fue tras él hasta el corralón de la Torre, donde el Templao se despojó del pantalón y las alpargatas antes de entrar en su habitación en busca del balde. Mientras se echaba el agua por encima, Mani procuró descubrir si Inma andaba cerca.
-Vamos, Mani -le dijo el Templao veinte minutos más tarde.
Jubiloso, recorrió a su lado la calle Rosal Blanco y la del Huerto de Monjas; escoltaba al Templao y éste no parecía avergonzarse por ir junto a un mocoso como él. Tocó las monedas que aún guardaba en el bolsillo y dijo:
-No tienes que pagar mi entrada, Guaqui. Mi madre me ha dao dinero.
-Entonces, ve tú solo.
Mani sintió que el suelo se tambaleaba. Por fortuna, el Templao añadió:
-Una invitación es una invitación, Mani. Si tuviera cómo agradecerte lo que hiciste esta madrugá con algo más rumboso, lo haría, pero lo más que puedo es invitarte al cine, y no me vas a quitar el gusto.
Cuando salieron del cine al anochecer, el Templao no emprendió el regreso.
-Vamos a dar una vuelta por el puerto -propuso.
Por el camino, Mani trataba de encontrar un tema de conversación.
-Esta mañana, he visto al Quini por calle Nueva. Estaba de un raro...
-¿No te has enterao? Anoche, mató a un guardia en el júa de la calle Mármoles. Está loco perdío.
-Me dio un recao pa su madre. Que diga que no sabe dónde está.
-Natural. Ya ves lo que le cae a uno encima cuando da malos pasos.
A Mani le pareció que el Templao adoptaba un tono tan admonitorio y didáctico como su hermano Paco.
-Pero en su casa, comen tós los días mu bien -replicó.
-A ver qué comen ahora -sentenció el Templao-, con el Quini fugitivo y las borracheras del padre. Eso no es vida, Mani.
-Pero... si tó el mundo hace lo mismo. Mi hermano Antonio dice...
-No le hagas mucho caso a tu Antonio, Mani. Al Paco, sí; ése es un gachó con los pies en el suelo.
El Templao le desconcertaba cada vez más.
Llegaron al puerto, junto a cuya entrada principal había un mercadillo de contrabandistas tolerado por los guardias, tal vez cumpliendo órdenes, puesto que esa actividad daba de comer a muchas familias. Vendían de todo, queso holandés, tabaco de picadura, relojes suizos, medias de seda y hasta medicamentos. Con frecuencia, se trataba de productos de baja calidad, pero la gente compraba segura de estar adquiriendo a bajo precio maravillas que de otro modo no estaban a su alcance. Mientras Mani observaba con admiración un aparato de radio alemán con reluciente caja de madera bruñida perforada con filigranas, el Templao le dijo:
-Hay algo que sí podrías hacer, Mani. Mira, ¿ves?, aquel almacén es donde cargo, el sitio por donde más comía pasa. Dejamos regueros de habichuelas, garbanzos y un montón de cosas más. Si quieres, te consigo un sitio con los ratas.
Denominaban así a los chiquillos que merodeaban en torno a los arrumbadores, recogiendo lo que se escurría de los sacos. Formaban un grupo famoso en la ciudad por la crueldad y el encarnizamiento con que defendían sus territorios frente a los que acudían a disputárselos. Tal vez no fuera mala idea, si podía contar con protección.
-No sé, Guaqui. Hay cosas que a mi madre no le gustan ná, no sé por qué.
-Porque tu madre es de otro mundo, Mani.
-No sé lo que quieres decir.
-A lo mejor no te das cuenta, porque eres mu chiquitillo todavía; pero ¿no ves que tú y tus hermanos sois diferentes de la gente del barrio?
-No.
-¡Venga ya! Claro que lo ves, lo que pasa es que no quieres reconocerlo.
-Tú sí que eres diferente, Guaqui. La gente te admira.
-Porque tuve que aprender pronto a pararle los pies a tó quisque. Pero eso es cosa diferente, Mani. A tu madre, hay que darle rancho aparte.
Le disgustaba la mención de cuestiones que podían representar una barrera entre los dos. Sabía que la opinión del Templao era compartida por todo el barrio, pero ser diferente no le complacía, sino todo lo contrario. Y ahora, en ese momento, quería que nada se interpusiera en su propósito de ser uno de los íntimos de Guaqui. Volvió a mencionar los tesoros de la casa de La Caleta, pero el Templao frustró sus intentos de abordar la cuestión. En cambio, le trató en todo momento como si fuese un camarada y ya en la calle Rosal Blanco, le dijo:
-No necesitas incordiar siguiéndome a toas horas, Mani. Háblame de cara cá vez que te salga de los cojones, porque soy tu amigo.
Exultante, hubiera subido en estado de gracia de no ser porque se paró ante su puerta a verle seguir hacia el corralón de la Torre y, entonces, se le ocurrió mirar la silueta de la monja. Volvía como un alud el terror, pero no tuvo que afrontar la oscuridad de la escalera, porque Concha la Chata le agarró del brazo al pasar ante su puerta y le hizo entrar. Media hora más tarde, cayó sobre el colchón entre sus hermanos con ánimo beatífico. Se durmió inmediatamente.
La mañana siguiente, leía con fascinación en el periódico el relato sobre el "Misterio en calle Rosal Blanco", acompañado de una fotografía donde aparecían varias vecinas señalando la silueta, cuando Quini volvió a acercarse.
-¿Se lo dijiste a mi madre, Rubio?
-Pos claro. ¿Es verdad lo que dicen?
-¿Qué dicen?
-Que te has cargao a un guardia.
Quini pareció muy preocupado por la difusión de la noticia.
-No he sío yo, Rubio. La gente es mu bocona y tiene mu mala leche. Oye, Rubio, dentro de un rato, unos amigos y yo nos vamos a la playa de La Isla. ¿Por qué no te vienes con nosotros y hablamos de tus... problemas?
Mani supuso que deseaba convencerlo para que fuera su aliado en una coartada que hubiese ideado o, simplemente, para que le sirviera de correo ante su familia.
-Vale -dijo.
-¿A qué hora terminas?
-De aquí a un ratillo. Me quedan namás que tres periódicos.
En el barrio corrían supersticiones sobre los maleficios del mar, pero los jóvenes se estaban aficionando a ir a la playa por diversión, sin el sentido purificador de antaño, y Mani dormía la siesta casi a diario en la Malagueta; ir a la Isla sólo representaría un pequeño retraso, y algunas playas eran fuentes de aprovisionamiento nada desechables. En los pequeños roquedales de El Morlaco abundaban los cangrejos y los mejillones, y podía coger coquinas simplemente con hacer un hoyo en la arena, en el rebalaje, y esperar; las comía allí mismo, crudas, lo que constituía una de sus principales fuentes de proteínas. También abundaban las cañaíllas, los búzanos y las almejas, más algunas conchafinas y pelegrinas. Decían que en La Isla había más almejas y coquinas que en ninguna otra playa de Málaga, porque esa zona, al borde de los cultivos de cañaduz, era todavía casi virgen; iba a comer bien.
Quini le precedió hasta las cercanías del mercado de Atarazanas, donde le esperaban en un carro cuatro jóvenes de su edad, uno de los cuales arreó el burro con dirección a Poniente. En cuanto llegaron a los cañaverales que orlaban la playa situada junto a la desembocadura del Guadalhorce, los cinco se desnudaron como recién nacidos y echaron a correr hacia el agua. Quini urgió a Mani, de lejos, a desnudarse también y seguirles, pero se negó viendo el poblado y oscuro bosque que cubría sus vientres, porque le avergonzaba y le causaba consternación exhibir ante ellos la pelusilla incipiente que apenas ensombrecía sus ingles. Pretextó no saber nadar, lo que era falso; se refugió a la sombra de una choza de cañizo, junto a cuya puerta se hallaba sentado un anciano marengo cosiendo redes.
-¿Quién eres? -preguntó éste sin llegar a mirarle completamente a los ojos, y de ese modo descubrió Mani su ceguera.
-Me llamo Mani.
-¿Eres de por aquí?
-No; vivo en el barrio del Molinillo.
-Eso está muy lejos y tú tendrás unos doce años, ¿verdad?
Evitó responder para no mentir.
-¿Es usted ciego?
-Sí, hijo.
-¿Desde chico?
-No. Mi ceguera se debe a la ira de Poseidón.
A causa del halo mágico de serenidad que envolvía al hombre, cuya prestancia, aun sentado, le hacía pensar en las estatuas de los museos reproducidas en las láminas de los periódicos que vendía, sintió antipatía por quienquiera que fuese tal sujeto.
-Lo meterían en la cárcel -dijo Mani.
-¿A quién?
-A ese Poseidón.
El anciano sonrió.
-No, hijo, ¿cómo van a meterlo en la cárcel? Poseidón es el dueño de la mar.
Mani se encogió de hombros, compasivo. El viejo estaba como una cabra.
-No me compadezcas; no veo, pero puedo sentir todo lo que me rodea. Has venido con otros cinco muchachos. Lo sé por sus voces y el repique de la arena al andar. Y ¿ves ése que grita? -señaló a Quini-, está de espaldas a nosotros, en el rebalaje; hay otro que también está fuera y los otros tres retozan muy cerca de la orilla, en el rompeolas, donde el agua no los cubre; todos son bastante mayores que tú. Aparte de tus amigos, no hay cerca nadie más. Allí, junto al cañizo del Nerjeño, hay otros tres muchachos que no son de por aquí, bañándose también.
Mani forzó la mirada hacia la choza más próxima, situada a unos cien metros. Tragó saliva, porque comprobó la exactitud de lo que el anciano describía.
-En el lado de poniente -prosiguió éste-, hay cinco marineros remendando redes. Creo que el padre, Paco el Perchelero, está de pie junto a proa de la jábega. Los otros cuatro son sus hijos y están sentados en la arena.
Mani tragó saliva y se arrastró para acercarse más al anciano.
-¿Cómo fue la pelea con ese Poseidón?
-¿No sabes quién es?
Mani negó con la cabeza, lo cual pareció bastar.
-Poseidón es un dios que fue el último rey de la Atlántida. Cuando se repartió el mundo con sus dos hermanos, había conquistado ese reino que, para su desgracia, se hundió por un maremoto. Después de la tragedia, Poseidón no quiso correr más aventuras y organizó un reino submarino; engendró tritones y sirenas, que tienen medio cuerpo de pez y medio de persona y éstos, que son millones y millones, son todos sus súbditos, porque de eso hace ya muchísimo siglos.
Mani examinó la cara cubierta de arrugas y atezada por el sol. No estaba burlándose de él, pero sonreía con algo parecido a la ironía. La nobleza de su perfil y la rectitud de su espalda le recordaban a los ancianos altaneros del Circulo Mercantil, precisamente aquél a quien le había encajado hasta las cejas el sombrero jipi-japa, pero la arrogancia de éstos era altivez presustuosa, mientras que la del ciego parecía emanar de una luz interior muy intensa.
-No estoy loco, Mani. Cuando pasas toda la vida en la mar, llegas a convencerte de que los dioses que sirven en la tierra no valen de nada en medio de un temporal. Algo tiene que haber ahí, en el fondo -indicó el agua-, algo muy poderoso que no conocemos ni sabemos ponerle nombre. Yo le llamo Poseidón, pero lo mismo puede ser Neptuno o la diosa que los negros llaman Iemanjá, da igual. Ahí dentro hay poderes tremendos. Lo comprendí cuando me quedé ciego. Yo vivía en la isla de Congreso, en las Chafarinas; allí nací y crecí, porque mi padre era el farero. Distinguía cada una de las piedras de la isla, había puesto nombre a las olas por las formas que les daba el viento; era amigo del relámpago y el trueno, y en las noches de tormenta, cuando la mar quería tragarse la isla, podía caminar junto a los acantilados sin que las olas embravecidas me rozaran siquiera. Yo amaba aquel lugar y Poseidón o como se llame me otorgó su dominio, pero mi madre tenía miedo; decía que en cualquier momento caerían los franceses de nuevo sobre nosotros y nos aplastarían junto a los soldados de la guarnición, cosa que habían hecho muchas veces. Por eso nos vinimos a Málaga. Yo era todavía un muchacho, pero no me sentía el mismo. Comencé a escuchar la voz de la mar en cuanto me apartaba dos metros de la orilla, como si fuera la de un amante despreciado, y me hice pescador para no convertirme en polvo tierra adentro. Por desgracia, en esta bahía somos demasiados pescadores y la competencia obliga a meterte en caladeros donde no debes y por eso fui pescador pocos años; cuando naufragué diez millas mar adentro, tenía poco más de veinticinco; pude morir, porque mi cabeza golpeó contra la quilla rota de la barca, me puse a sangrar como si se me escapara la vida y no sirvieron de nada mis aullidos invocando la ayuda de Dios y la Virgen del Carmen. Cuando las olas me arrastraron hasta la arena, me había quedado ciego. Permanecí aquí, casi agonizante, porque estaba seguro de que me moriría encerrado en cualquier hospital de Málaga y entonces se me ocurrió hablarle a la mar sin intermediarios vaticanistas, de modo que se curaron mis heridas de repente y noté que corría por mis venas nueva sangre que no era la misma y descubrí que el aire de la mar me convertía en otro y veía las cosas con mayor claridad que antes; soy capaz de ver el viento y los olores y el sabor salado de la mar; veo mucho mejor, porque lo miro todo con los ojos del alma. Ahora llevo cincuenta años agradeciendo el instante en que me quedé ciego, porque quienquiera que mande en las fuerzas de la mar me había abierto las puertas del entendimiento. No imaginas cuánto he aprendido y cuánto veo sentado aquí, sin salir apenas de mi playa.
Mani no sabía qué decir. El viejo hablaba como un torrente, con mayor fluidez que nadie que conociera y le describía cosas prodigiosas. Sentíase incapaz de determinar si era un demente o un sabio... o tal vez uno de esos brujos de los que trataban las leyendas de las tertulias nocturas de su calle, porque veía una aureola en torno a su cabeza que no podía ser fruto de su imaginación, ya que cerraba los ojos para borrar cualquier marca de deslumbramiento y cuando los abría el nimbo seguía allí, envolviendo un rostro capaz de traspasar su mente.
-En mi barrio hay también cosas mu raras -dijo, porque suponía que tenía que decir algo.
-¿Como qué?
-Esta mañana lo sacó el periódico, con fotografía y tó. Mi calle termina en el muro de un convento; dicen que allí enterraron a una monja hace muchísimos años y ahora hay una mancha con forma de mujer que no se quita ni a la de tres. Blanquean y blanquean, y nanay.
-¿La mancha vuelve a salir?
-Sí. Hay noches que no me deja dormir.
-¿Y tú, qué piensas que es?
Mani tardó unos instantes en responder, porque en los ojos estériles del anciano había algo que no era la espera de una respuesta, sino una especie de torbellino de conjeturas que, sin saber por qué, supo que era él quien las originaba. ¿Por qué se mostraba tan absorto en los asuntos de un niño insignificante como él, por qué se le agitaban las aletas de la nariz como si olfatease la llegada de un tropel de fantasmas tan inmateriales e improbables como su Poseidón? Consiguió zafarse de la mirada que no le veía pero le inmovilizaba, y respondió:
-No lo sé. Lo que sí sé es que me da un canguelo...
El anciano asintió a alguna pregunta o propuesta que pasaba por su cabeza, mientras la aureola palpitaba agrandándose y empequeñeciéndose como si estuviese sometida al influjo del corazón, un corazón que latía tan deprisa como si acabase de subir a zancadas una empinada cuesta. Mani presintió que el ánimo del ciego estaba siendo torturado por alguna clase de idea pesimista.
-¿Sabes lo que hay que hacer cuando uno siente miedo por algo que no sabe lo que es? Tú pareces un chico inteligente, y lo que hace la gente inteligente es investigar para entender lo que no comprende. El conocimiento quita muchos miedos, créeme.
-En mi barrio, tó el mundo tiene miedo por algo...
-¿Por ejemplo?
-Por tó. Hay muchas navajás, muchas trifulcas, nos rompemos la cabeza pa encontrar qué comer y tós los días nos acostamos con miedo a morirnos de hambre. Tó el mundo se caga de miedo por algo, por entrar en la carcel, porque el vecino lo denuncie a los guardias... Ayer de madrugá, por poco no le pegan un tiro a mi mejor amigo, a pesar de ser el tío menos desbocao que conozco y por eso le llaman "el Templao".
Mani supuso que, aunque pretencioso, no era del todo mentira afirmar que el Templao era su mejor amigo. Al menos, y aunque no le correspondiese, así lo veía él.
-¿Qué pasó?
Le contó la escena del ataque a las prostitutas de calle Camas y lo que siguió y cuanto había visto antes, en el recorrido desde que abandonara la fiesta del Molinillo.
-Málaga se ha vuelto loca -dijo el viejo-. ¿Sabes lo que pasa? Esta ciudad es marina, nació vivió y pervivió en el tiempo gracias a la mar, pero, desde hace un siglo le ha dado la espalda a su ser natural y la mar le está pasando factura. No quiero ni imaginar lo que pasará cuando Poseidón desate su furia. Málaga morirá en la playa.
Mani consideró que esas afirmaciones eran demasiado estrambóticas. No se parecían lo más mínimo a lo que hablaban sus vecinos, lo que relataban los periódicos ni, sobre todo, a lo que proclamaba Paco, el mejor informado de sus hermanos.
-Ese amigo tuyo, el Templao, es huérfano de padre, ¿verdad?
Mani sintió una convulsión que le agarrotó la garganta por un momento. Examinó con asombro al anciano, que se mostraba muy interesado en conocer la respuesta de esa pregunta en concreto. No recordaba haber mencionado la orfandad del Templao; ¿cómo había adivinado el anciano tal circunstancia? Bueno, llevaba mucho rato hablando con él y no podía recordar todas las cosas que había dicho; a lo mejor le salía lo de que el Templao era huérfano de padre sin meditarlo. Pero no era algo que acostumbrara mencionar. Sentía tanta agitación que se puso a perorar atropelladamente y sin parar, a fin de no meterse en conjeturas, y habló con pasión del joven cuya ayuda trataba de lograr, ya que por tener un trabajo fijo de arrumbador en el puerto y por su carácter, era el adolescente más popular del barrio, cualidad que se enriquecía por el hecho de ser el hermano mayor, y tutor de hecho, de la adolescente más bonita y dulce de unas cuantas leguas a la redonda, Inma.
-Ella te necesita -afirmó el viejo, -debes protegerla.
Mani sonrió con satisfacción, inflado de orgullo, sin preguntar el porqué de una afirmación tan tajante y, sobre todo, tan improbable. El anciano continuaba aparentando alguna lucha interior muy intensa; carraspeó como si quisiera aclararse la aguardientosa voz antes de comentar:
-Creo que te conviene conseguir la intimidad del Templao, porque me parece que va a ser trascendental en tu vida, pero estos amigos tuyos de hoy -el ciego señalaba a Quini y los demás-, ¿te fías de ellos?
-No veo por qué no.
-No se parecen a ti. Tú eres muy superior.
Encajó el comentario con desagrado. Iba a protestar, cuando Quini le gritó:
-¡Rubio!, ven pacá, que son más de las tres.
-Ven a hablar conmigo otro día, Mani -rogó el viejo-; hay muchas cosas que quiero decirte y te hace falta que te las diga, pero antes debo cavilarlas porque necesito encontrar las palabras justas. Ven pronto, pero sin esa pandilla de cafres.
El anciano parecía desear con vehemencia que la visita se produjese; Mani supuso que debía de escasear la gente dispuesta a escucharle. Se despidió de él con un sencillo adiós y corrió hacia el carromato, donde los muchachos comían con limón almejas y coquinas crudas, que rompían chocando unas con otras.
-¿Ya te ha trajinao el loco Chafarino? -bromeó Quini.
-¿Lo conoces?
-¡Claro! Tó el mundo conoce al Chafarino por aquí. Está majara perdío. No le hagas ni puñetero caso.
Mani disimuló su expresión de desdén por el consejo engullendo con avidez todas las coquinas que pudo, porque sentíase desfallecido. Cuando emprendieron la marcha, Quini abordó en el carro lo que, evidentemente, era el motivo de la invitación:
-Mira, Rubio, toas esas cosas que tú sabes, lo de la caja de la otra noche, lo de la casa de La Caleta, etcétera, son pan pa hoy y hambre pa mañana. Estamos cogiendo unos asuntillos... en fin, que si quieres, tengo un currelo pa ti. Tós éstos -Quini señaló a los otros cuatro- y yo, hemos encontrao una mina. Ni te imaginas el parné que nos vamos a embolsillar, pero necesitamos a alguien como tú, un chavea que no dé el cante y que tenga pinta de decente.
-¿Pa qué?
-Verás, lo que pasa es que nosotros estamos mu vistos. Se trata de sacar unas cosillas del puerto como la otra noche, pero... que valen mucho más que el tabaco de picaúra; hay que sacarlas poquito a poco, por si te pillan. Necesitamos un chavea que dé el pastel de inocente, un niño que parezca que anda jugando o como tu caso, que es una pechá mejor; si te llevas las cosas mientras vendes tus periódicos, los carabineros ni se fijarían en ti. O sea, que tú eres fenómeno pal currelo. Lo menos puedes ganar cuatro duros tós los días.
La cifra le pareció exorbitante, pero no veía la propuesta del todo clara, porque no era lo mismo conseguir un tesoro importante exponiéndose sólo una vez, que estar a diario en el filo de la navaja. Cuando le despidieron del carro en la esquina de Cuarteles, a más de un kilómetro de su casa, respondió la última pregunta de Quini con una evasiva. Tenía que meditar y pedir consejo al Templao.
Paula le recibió con impaciencia. Estaba aguardándole.
-¿Dónde te habías metido? Lávate la cara y ponte la camisa limpia deprisa. Tienes que ir a entregar un vestido a casa del ministro.
La entrega de la ropa que Paula confeccionaba era, entre las tareas encomendadas a Mani, la que más le desagradaba. Le parecía ridículo ir por la calle con el brazo extendido como una percha, donde Paula colocaba doblado el vestido recién planchado, cubierto con un paño sujeto por alfileres. Le enfunfurruñaba ir así por la calle, sin poder arrojar el paquete y liarse a puñetazos contra quienes le miraban con sarcasmo. Recordó que la hija del que Paula se empeñaba en seguir llamando "ministro" había estado en el corralón una semana antes, ocasionando en el patio gran expectación mientras subía la escalera y recorría la galería hacia su vivienda, pues dejaba al pasar una estela de perfume caro. Mani acababa de regresar tras agotar los periódicos y veinte minutos más tarde, llegó su hermano Antonio; Paula estaba exultante.
-Ha vuelto a venir la hija del señor ministro.
-Mamá -observó Antonio con acritud-, hace una pila de años que ese andoba no es ministro.
-Da igual. Don José tiene la misma categoría de siempre y si los republicanos no quieren que sea ministro, allá ellos; no saben lo que se pierden.
-Pero qué tonterías dices, mamá. ¿Cómo van a meter en el gobierno al verdugo de Galán y García Hernández?
Paula endureció su mirada con enojo. Replicó:
-Don José no tuvo ná que ver con eso. El día que confirmaron la sentencia de muerte, él no había ido al ministerio porque estaba malo.
-¿Quién te ha dicho esa mentira tan asquerosa?
-Me lo contó su hija.
-Y tú te lo has creío... Parece mentira que te dejes estafar como si fueras una criada cualquiera.
-Yo no soy una criada -protestó Paula.
-¡Ah!, ¿no? ¿Qué eres pa esa gente, una amiga? Ni siquiera te encargan más que reformas de ropa vieja, pa apantallar y que parezcan vestíos diferentes. ¿A que no te encargan la ropa de lujo, los trajes de noche que se ponen pa dar bofetás al pueblo? Por lo menos, deberías mantener tu dignidad y no creerles como esas campesinas ignorantes que se traen de sus pueblos por dos reales.
-Cállate, Antonio.
Durante aquel tenso diálogo, Mani sintió furor hacia su hermano, porque Paula estaba descomponiéndose y la vio a punto de perder el control. Antonio salió dando un portazo, con rumbo a la taberna y Mani preguntó a su madre:
-¿Eres una criada, mamá?
-No, hijo. Pa Antonio, no hay más que blanco y negro. La familia de don José me trata con mucha consideración; una vez, me encontré a todos ellos por calle Carretería y hasta el mismo don José me dio la mano, y eso que es uno de los abogaos más famosos de España; fíjate si es importante, que antes de la República, la gente decía en Madrid "mata al rey y vete a Málaga a que te defienda Estrada".
-¿Quienes eran ésos que condenaron a muerte?
-¿Galán y García Hernández? Unos militares que se rebelaron en Jaca contra el rey. Tu hermano Antonio y sus compinches los veneran como mártires de la República, sin darse cuenta de que aquellos dos hombres eran personas de orden, como tós los militares, y no verían con buenos ojos las cosas que están pasando.
Mani examinó las pupilas violetas de su madre mientras le acomodaba el paño con alfileres sobre el vestido extendido en su brazo. Al contrario que el día de la discusión con Antonio, su mirada era en ese momento el lago sereno donde siempre ansiaba refugiarse.
No había ido nunca a la casa del exministro, y Paula tuvo que darle la dirección escrita en un papel. En vez de emprender el camino, recorrió el callejón hacia el corralón de la Torre, a ver si podía convencer al Templao de que le acompañase. Inma estaba sentada en la puerta, bordando sobre un pequeño bastidor de mano; cuando notó que se acercaba, lo ocultó.
-¿Qué bordas?
Inma se encogió de hombros, ruborizada.
-¿Qué llevas ahí?
-Un vestío que tengo que entregar en La Caleta. ¿Está el Guaqui?
-Sí, está terminando de vestirse. ¿Quieres que le diga algo?
-No, déjalo. Esperaré aquí un poquillo, por si sale pronto.
Deseaba conversar con ella, pero no aparecía ninguna idea en su cabeza por más que se estrujaba la mente. ¿Piropeaba sus enormes ojos verdes rodeados de frondosas pestañas?, ¿le decía que su nariz era la más perfecta que había visto jamás?, ¿alababa su sonrisa que, aunque no la prodigara, le parecía conmovedora?, ¿caía en la grosería de afirmar que no había una figura en el barrio más esbelta y apetitosa que la suya?; ¡qué va!, se moriría de vergüenza y quién sabía si no correría a esconderse en su habitación. Al alzar la vista, volvió a asombrarse por la nitidez con que la silueta había vuelto a brotar en la pared; antes, se recortaba sobre un muro sucio pero, ahora, por contraste con la reluciente cal blanca, resultaba mucho más compacta y clara. Dibujaba perfectamente una mujer desnuda, de frente. Recordó el consejo del Chafarino; fuese o no un loco, el consejo era bueno, porque lo mejor que podía hacer era averiguar de una vez la verdad sobre el origen de la mancha y la razón de que resurgiera siempre, y así dejaría de temerla.
-¿Tú sabes la historia de la monja, Inma?
-¡Claro!, tó el mundo la sabe en mi corralón. Estaba enamorá del que traía la comida al convento y, como no le permitían dejar los hábitos, se suicidó. La metieron en la pared porque tenían prohibío enterrar a una suicida en la tierra consagrá de su cementerio.
-¿Te da miedo?
-Ahora, no mucho, como ya he cumplío los trece... Pero antes, sí, sobre tó de madrugá porque, a veces, hace ruido, y como mi cuarto está pegao al muro...
-Entonces, ¿es verdad lo de los gritos, Inma?
-Los gritos, no sé. Yo nunca he escuchao su voz, pero ruidos sí que hace. Como cuando alguien empuja una puerta tratando de abrirla, ¿comprendes?
-¿Dónde vas con el aparador encima? -bromeó el Templao al salir, señalando el envoltorio que rodeaba el brazo de Mani.
-Tengo que entregarlo en La Caleta y que yo, pues... quería saber si tú... pues, que dicen que hay un Quitapenas mu bueno por allí y que yo... pues... te convidaría a un moscatel...
Le quedaban dos pesetas y dos reales en el bolsillo. No tenía más remedio que sobornar al Templao si quería que le acompañase para afrontar las miradas irónicas sin acogotarse ni cabrearse.
-Mani, ¿estás tratando de comprar escolta?
-Pues... sí.
-¿Qué temes?
-La gente se cachondea cuando me ve con estos mamotretos, pero es que también quería preguntarte dos cosas...
-¿Qué hora es, Inma? -el Templao se dirigía a su hermana.
-La cinco y cuarto, chispa más o menos.
-Hasta las siete y media que entro en el taller, me da tiempo. Venga Mani, aligera.
-¿Vendrás a la noche? -preguntó Inma.
Aunque a Mani le parecía increíble, la pregunta iba dirigida a él.
-Sí -respondió con las mejillas encendidas.
Cuando salían a la calle Huerto de Monjas, el Templao preguntó:
-¿Pelas la pava con mi Inma?
-Eso quisiera yo... -respondió, de nuevo ruborizado.
-¿Cuántos años tienes?
-Once he cumplío.
-Tienes dos años menos que ella.
-Pos me llega por aquí -Mani señaló su oreja derecha.
-Que no te vea yo ponerle las manos encima, ¿eh?
-¡Que dices, Guaqui! Yo no ofendería a tu hermana ni que me mataran, y mucho menos siendo tú su hermano. Si no tuviera una pechá de motivos pa admirarte, además me estás haciendo este favor tan grande.
-No te estoy haciendo ningun favor, Mani. Hasta la hora que me vaya al taller, no tengo ná que hacer. Tú sí que me hiciste un favor anteanoche; a lo mejor no te diste cuenta, pero si aquellos hijoputas se hubieran liao a tiros, tú habrías sío el primero en caer por venir a avisarme. Los tienes de piedra y te debo la vida, Mani.
-Pero... a ti te respetan tanto, Guaqui; a mí me da una pelusa cuando veo que te hacen tanto la pelota. El Quini dice...
-Mira, Mani; al Quini, ni agua... ¿No te das cuenta de que está perdío del tó? Ya no sabe hacer namás que afanar, y ya viste lo que hizo la noche de los júas, cargarse a un guardia. Si no estuvieran las cosas como están, que los guardias no dan abasto con tantos asaltos y navajazos que hay tós los días, ya nos habrían llevao al barrio en pleno a la comisaría de vigilancia, pa sacarnos información sobre el escondite de ese majareta perdío. El Quini tiene el porvenir más negro que los calzoncillos blancos del borracho de su padre.
-Esta tarde, me ha ofrecío un negocio...
-¡Mani! ¿Has hablao otra vez con él? ¡Estás pa que te encierren! Ni lo escuches, ¿me oyes? Si se te acerca, dale una patá en el culo.
Holgaba pedirle consejo sobre la propuesta; ¡un jornal de cuatro duros diarios que se esfumaba! Bueno, a lo mejor podía convencer al Templao de que le ayudase en algo más repentino y mucho más productivo, sin tener que exponerse un día tras otro, sólo una vez. Llegados al final de calle Larios, Mani preparó el dinero para el tranvía. En el momento de subir, el Templao le dijo:
-Paga tú namás, Mani; yo iré de rondón en el tope.
-Mi madre me ha dao dinero.
-Pos guárdalo, que falta te hace.
Durante la tediosa marcha del tranvía a lo largo de unos tres kilómetros, Mani lo veía agazapado, para que el conductor no le descubriese; lamentó no continuar conversando con él todo el trayecto, porque precisamente el Templao, el líder de los muchachos del barrio, era el único de su edad que no se burlaba de él, le trataba como a un igual y le hacía sentir que había acabado su niñez por fin.
Llegados a la parada, y luego de preguntar a un vendedor de melones, recorrieron varias calles siguiendo sus indicaciones.
-Mira, también andan asaltando tiendas por este barrio tan tranquilo -el Templao señaló la puerta y escaparates rotos de un ultramarinos.
-Y por allí arriba, hay un chalet quemao -informó Mani.
-Yo tengo que pedirte también un favor, Mani.
-Larga.
-Tu hermano Paco... en fin. Es el tío más cojonúo del barrio y yo quiero me lleve a su célula.
Mani no tenía ni idea de lo que la palabra significaba. Por otro lado, le parecía de pronto que todas las consideraciones del Templao estaban motivadas por la pretensión de que le sirviera de intermediario ante su hermano. Tal idea le produjo decepción y enojo, pero consiguió liberarse de ambos sentimientos con la idea de que él también quería usar a Guaqui como intermediario ante Inma.
-¿Qué quieres que le diga?
-Que soy un gachó fetén, que no me meto en líos y que estoy con la revolución.
Ante el rótulo donde figuraba el nombre que Paula había escrito en el papel, Mani sintió un estremecimiento. En la misma calle donde vivía el exministro estaba también la mansión que había asaltado con Quini.
-Guaqui... ¿te importaría llevar tú el vestío? Es en el número diecisiete.
-¿Qué te pasa?
-Me la voy a jugar si paso delante de aquella casa de allí.
-¿Por qué?
Le relató el episodio y sus consecuencias, con la posterior indagación del criado por el barrio del Molinillo y la visita a su madre.
-Pero... ¿cómo vas a desmontar el paquete de tu brazo sin arrugar el vestío, si lo llevas tó reliao? -opuso el Templao-. Venga, no tengas miedo, que yo voy de guardaespaldas y guardató. Pasaremos delante de esa casa tapándote yo con mi cuerpo. Anda.
Había pimenteros en las aceras que les embozaban a trechos, pero la verja de la mansión asaltada era muy larga. Recorrieron esa zona por la acera de enfrente y Mani vio de pasada que la vieja estaba en su ventana. Una vez que entregaron el vestido y recibieron el pago, al hacer el recorido inverso, y a pesar de que el Templao le ocultaba, escucharon llamar:
-Manuel, Manuel -gritaba la señora, con la cabeza fuera de la ventana.
-Echa a correr, Guaqui -pidió Mani.
Elena Viana-Cárdenas James-Grey llamó a su mayordomo con un repique apremiante de la campanilla de plata.
-Rafael, acaba de pasar ese niño por la calle. Corre en su busca y tráemelo.
Desde la esquina, Mani vio que el criado salía precipitadamente de la mansión.
-Vamos a escondernos, Guaqui. ¡Corre!
Unos metros más allá de la esquina, el Templao le ayudó a saltar una verja completamente cegada por dentro por un seto de cedros, tras el cual permanecieron casi media hora, hasta que vieron al criado desistir de la busca y volver cabizbajo a la mansión. Iba rezongando, como quien espera que le reprendan.
-No sé por qué tanto empeño -dijo Mani-, si, total, no robé ná. La vieja de mierda mandó al gachó a buscarme en el barrio. Joé con la gachí. Hasta se atrevió el andoba a hablar con mi madre.
-¿Y qué le dijo ella?
-No lo sé, porque mi madre negó que ese majara hubiera estao visitándola.
-¡Qué raro! -exclamó el Templao.
-¿Quieres el Quitapenas, Guaqui?
-No necesitas gastar...
-Tengo dinero, Guaqui. Mira, cerca de tres pesetas.
-¿Tú beberías también?
-Una soda. Mi madre es capaz de notar a una legua si alguien ha bebío vino.
-Venga, te acepto la invitación.
Mientras el mayor paladeaba ante el mostrador de la taberna el sabor dulcemente aromático del vino y, para prolongar el rato de intimidad con el Templao, el menor se recreaba con el vaso de soda a pesar de la sed que sentía, Mani preguntó:
-Guaqui, ¿a ti te parece que Málaga morirá en la playa?
-No comprendo.
-He conocío a un viejo en la playa de La Isla que dice eso. Habla de cosas más raras... pero me ha gustao mucho escucharle. Se llama Chafarino.
-Sí, yo he sentío hablar de él, pero nunca lo he visto. Dicen que está loco.
-No parece un loco. Habla mejor que el cura.
-Málaga vive de la playa, de los boquerones, los jureles y los chanquetes -afirmó el Templao-; gracias al pescao no nos morimos de hambre. Eso de que Málaga vaya a morir en la playa es una majaretá. ¿Le hablarás a tu Paco de mí, Mani?
Se despidieron cuando faltaban sólo unos minutos para la hora que comenzaba el trabajo nocturno del Templao. Su última frase: "bueno, Mani, me lo he pasao fetén hablando contigo; se nota que eres hijo de quien eres. Otro diíta, cuando quieras, vamos al cine o a la playa, ¿vale?", le había causado júbilo. Quisiera o no valerse de él para acceder a Paco, parecía dar por sentado que eran amigos. Por ello, en cuanto entregó a su madre la paga del vestido, corrió en busca de Inma.
Al pasar ante su puerta, Concha la Chata le dijo en voz baja:
-Ven esta noche si quieres, Mani.
Ni siquiera le respondió. Aunque tras lo de la primera vez le había tratado como de costumbre, después de la segunda, cuando le había abierto la bragueta para extraer el pene, se mostraba muy risueña a la distancia, como si ahora lo mirase con otros ojos. Apresuró la carrera hacia el fondo de la calleja. Inma le estaba esperando, pues le había visto llegar antes de subir a ajustar cuentas con Paula.
-Toma, Mani, pero no se lo enseñes a nadie, ¿vale?
Le entregó un pañuelo bordado. Hasta ese instante, Mani no había caído en la cuenta de que sus nombres tenían las mismas letras con distinta disposición y el pañuelo se lo acababa de revelar. Trazos entrecruzados unían cada una de las letras dentro de un corazón. Si no estuviera tan severamente prohibido por su edad, las circunstancias del lugar, las costumbres y la advertencia del Templao, la habría besado. Se limitó a mirarla con intensidad, anhelando que ella percibiera el mensaje de amor que había en sus ojos.
Recorrió el barrio durante horas, porque necesitaba aceptar la invitación de Concha y no podía entrar en su habitación hasta que no hubiera cerrado la noche. Miró muchas veces la silueta del muro del convento; perplejo, descubrió que ya no le aterrorizaría más; algo importantísimo había cambiado en su interior los últimos cuatro días y se debía a dos personas de la misma familia, Inma y Guaqui; sin embargo, tenía que averiguar la verdad de una historia que cada vecino contaba a su manera y la razón de que la mancha resurgiera en la cal. También el Chafarino tenía que ver con el cambio; había bastado su consejo de que investigase, para mirar la mancha bajo un prisma nuevo; tenía que volver a la playa de La Isla, aunque no fuera más que por hacerle el favor de hablar con él, pero, la verdad, le gustaba sobremanera escucharle aunque lo que dijera fuese tan delirante. "Málaga morirá en la playa", ¡qué tontería! Tuvo un sobresalto al disponerse a irrumpir en el cuarto de Concha, porque, en el mismo intante que se acercaba al portal, salía el criado de culo gordo. Tuvo tiempo de esconderse en el portal vecino antes de que el hombre le viera, mientras trataba de imaginar el motivo de tanta insistencia, que Paula se negaría a explicarle. Una vez que lo vio abandonar la calle, entró en el cuarto de Concha con deseos redoblados.
Cuando su madre lo despertó a las siete menos diez de la mañana, sentíase más vigoroso que nunca; había dormido un montón de horas de un tirón, sin fantasmas ni oír los pedos ni desvelarle los diálogos murmurados por sus hermanos. Había dejado de ser niño. Optimista, corrió hacia la plaza de la Constitución, donde le aguardaba su hermano Miguel con los periódicos. Su expresión al verlo llegar era de enojo:
-Mani, la próxima vez que me hagas esperar, te voy a dar una tunda de hostias. Toma, te dejo cinco periódicos de más, porque ya no voy a poder vender tós los míos. Ten un real pal desayuno.
-¿Dónde está el Antonio?
-En El Palo, a ver si por allí vende más. Venga, desayuna rápido y vete a tu sitio, no sea que te lo quiten.
El café de la plaza de la Constitución no cerraba en toda la noche. Mani pidió chocolate y churros, pero no le sirvieron en seguida porque el camarero se encontraba superado y abrumado por la multitud de pedidos. Había una baranhúda insoportable. Las cabareteras medio borrachas movían los brazos para hacer sonar los semanarios plata de sus brazos izquierdos, y coqueteaban con los estibadores y con todo el que las mirase. Había barrenderos en una pausa de su trabajo, crápulas ojerosos recién salidos de las juergas del vecino Café de Chinitas, noctámbulos de todos los pelajes, guardias que alternaban con los delicuentes que perseguirían cuando el sol iluminara las calles y, además de Mani, muchos vendedores de periódicos. Mientras devoraba, por fin, el desayauno, Mani se limpió la punta de los dedos en el pantalón para hojear el primer ejemplar del montón. Mencionaban "La hermana San Sulpicio", la película de Imperio Argentina de la que todo el mundo hablaba. Por lo demás, lo de todos los días: cinco apuñalados en los callejones del Perchel, un bebé abandonado en el Guadalmedina a punto de morir de hambre, dos tiendas incendiadas en calle Compañía y una en la de Comedias, tres guardias heridos en un enfrentamiento en la plaza de Santa María, uno de los cuales estaba agonizando, siete ultramarinos asaltados, cuatro prostitutas tiroteadas en calle Beatas y ciento veintiocho detenidos en total en diversos desórdenes. El reloj de pédulo que presidía la barra dio las siete y media.
Engulló el último churro con apresuramiento y corrió hacia su esquina. La encontró ocupada. En el primer momento, tuvo que frotarse los ojos para convencerse de que lo que veía era realidad y no un espejismo. Serafín, el hijo del barbero, había tomado posesión del mejor punto de venta de la calle Nueva, que los hermanos de Mani le habían cedido para facilitarle el trabajo y que tenían que defender a puñetazos y amenazas de cuchillos y pistolas de los veteranos que acudían a disputárselo. Allí estaba Serafín, altivo, calzado con botas relucientes, con su camisa azul y su pantalón negro, de pie detrás de tres montones del pasquín llamado F. E.
-Serafín -urgió autoritariamente-. Quítate de ahí si no quieres que mis hermanos te partan la boca.
-¡Una mierdad! A tus hermanos me los paso yo por el forro. Hoy no venderás aquí esa basura revolucionaria.
Mani sintió ganas de reír. Llamaba "basura revolucionaria" al que sus hermanos Antonio y Paco consideraban "un diario al servicio del capitalismo".
-Esto te va a costar un disgusto -amenazó.
-¡Huy! -se burló Serafín-. Mira como tiemblo.
Enrabietado, Mani puso el hato de periódicos en el alféizar de un escaparate a pocos pasos de distancia. Le compraron cuatro en seguida, pero luego la venta dio un parón, porque la gente daba rodeos, apartándose al ver el uniforme de Serafín, con claros signos de repugnancia. Desesperado, Mani se situó en el centro de la calle para acosar a los viandantes. Nada, la gente pasaba presurosa, con los cuellos rígidos, mirando hacia otro lado. ¿Qué podía hacer? Ese punto era tan bueno, que había días que lo vendido por él representaba un tercio de lo que totalizaban los cinco hermanos; en su casa no podían prescindir de esos ingresos. Era inútil buscar otro punto, todos los que valían la pena en el centro estaban ocupados y muchos habían sido conquistados a puñaladas. Los montones del pasquín F. E. permanecían intactos, pero Serafín mantenía su confiada altivez mientras sentía Mani fluir y agolpársele la sangre en las sienes. Como ni los esfuerzos ni los pregones bastaban, extendió dos ejemplares en el suelo, abiertos por las páginas donde las noticias eran más atractivas.
-Hola, Rubio -Quini apareció de sopetón-, ¿has pensao lo que te dije?
Era evidente que él y su pandilla le necesitaban con apremio.
-No me interesa.
-¿Has hablao a alguien de que me has visto?
-No, Quini. Palabra.
-Entonces, ¿cuál es el problema?
-Ninguno. Yo no puedo darle disgustos a mi madre.
-Estás majara. Mira, he llegao a un acuerdo con mi gente y en vez de cuatro duros diarios, vamos a darte cinco. Y el gasto lo hacemos nosotros. Tú te limitas a dar ocho o diez paseos desde el muelle a la Acera de la Marina namás, vendiendo periódicos.
Cinco duros todos los días sumaban más de setecientas pesetas al mes, una fortuna que escapaba a todas sus reglas de medidas. Tenía que meditarlo aunque al Templao no le hiciera gracia y sus hermanos pudieran regañarle. Evitando aceptar o negarse, y para ganar tiempo, señaló a Serafín.
-Mira eso.
Al descubrir quién era el falangista, Quini se puso de espaldas a él, lívido.
-Tengo que echar a correr, Rubio. ¡Ese fantoche me va a denunciar!
Serafín había reconocido a Quini precisamente por la brusquedad al darle la espalda, y saltó hacia él esgrimiendo la pistola.
-Te detengo -dijo
-¡Detén a tu puta madre, mamón! -gritó Quini al tiempo que echaba mano de la bragueta de Serafín y se la retorcía.
Mientras éste se encogía por el dolor, Quini escapó a la carrera y Mani descubrió con desolación que durante el forcejeo entre ambos, las botas de Serafín habían destrozado los dos periódicos extendidos en el suelo. La pérdida iba a desequilibrar la economía de la familia, Paula se llevaría un disgusto y sus cuatro hermanos convertirían el enfado en ira que podía ser descargada sobre su espalda.
Aprovechando el provisional fuera de combate del hijo del barbero, se lanzó hacia sus montones de pasquines F. E. Primero, patadas furiosas y, a continuación, una incontrolable ira destructora que convirtió los apilamientos en viruta de papel en pocos minutos. Arrebatado por la catarsis de sus propios temores, Mani olvidó completamente que Serafín continuaba a dos pasos, con la pistola en la mano. La detonación del disparo pareció retumbar dentro de su cabeza y fue como si todos los estallidos de la noche de la quema de júas se condensaran en un solo estruendo, tan atronador como la peor tormenta que podía recordar, y sin embargo, mientras cerraba involuntariamente los ojos, rebeldes a su determinación de mantenerlos abiertos a pesar del eclipse que se producía en su pensamiento, le pareció que la gente huía espantada del lugar con grandes aspavientos pero sin gritos que él consiguiera oír. A continuación, el vacío.