jueves, 29 de abril de 2010
Capítulo 2 EL OCASO DE LOS DRUIDAS
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La túnica era leve, semejante a un sayo carente de ampulosidad y sólo le cubría hasta media pierna, pero se enganchaba a las zarzas a cada paso, porque no era fácil desplazarse a través de la densa vegetación del alisar bajo la luz difusa de la semipenumbra permanente del bosque, luz casi eclipsada por la niebla. Para colmo, tenía que evitar que sus pies resbalaran en el musgo cada vez que un sobresalto la obligaba a dar un respingo. No eran los bramidos de las bestias lo que alteraba la concentración de Divea, sino otras clases de sonidos, como el gemido de los urogallos, que en ocasiones le parecían lamentos de personas sufrientes.
A pesar de todo, los ojos de Divea eran capaces de localizar las hierbas, que Galaaz le había encargado, entre los líquenes y las gotas copiosas que la niebla depositaba en las hojas, en las agujas de los pinos y en las flores. A lo largo del tronco de los árboles llegaban a ser hilillos de agua que caían mansamente hacia el manto de limo y los macizos de helechos que alfombraban el bosque, perdiéndose entre los hongos, las procesiones de hormigas, los escarabajos y los coloristas arbustos de rododendros recién florecidos. En algunos casos, más que encontrarlas parecía que las hierbas la encontrasen a ella, porque cuando pasaba de largo sin advertir la cercanía de una especie importante de la lista de Galaaz, algo en su interior se conmovía, como si un ser inmaterial la llamase desde otra dimensión y un impulso difícil de resistir la obligara a acercarse al rincón concreto donde tal especie abundaba, aunque ya lo hubiera dejado atrás. De cualquier modo, llevaba desde el comienzo de la exploración un ramito de xesta sujeto al pelo, porque esa planta de flores amarillas era un conjuro infalible contra los malos espíritus y una buena baza para favorecer la inspiración y el sentido común.
Según iba eligiendo y atando los pequeños haces, el cesto enganchado a su brazo izquierdo comenzaba a pesar mucho. Ella era tan fuerte como todos los miembros de su clan, gente robustecida por la Naturaleza que en el bosque era sustento y hogar, pero sólo tenía catorce años y ese cesto había sido trenzado para el brazo de un adulto. Sin embargo, no quería volver al mirador del castro, donde Galaaz pasaba la mayor parte de su tiempo, sin completar el pedido de su amado bisabuelo, y decidió seguir. Galaaz ya no era capaz de andar y el fiel Lugaro tenía que transportarlo en una carretilla que había construido con tablas de pino y tronquitos de aliso. No podía decepcionarle, a pesar de que las sombras crecían entre la maleza y la maraña de bejucos colgados de los árboles. El día iba decayendo entre tinieblas que comenzaban a parecerle corpóreas, como si seres amenazadores la acechasen embozados detrás de todos los troncos.
Debería sentir miedo; todas sus amigas se lo decían, admiradas de una intrepidez que sólo poseían quienes habían sido tocados por la diosa. A Divea le divertía esta suposición; ¿ella tocada por la diosa?; más valía creer que las serpientes volaban. Era una muchacha demasiado sencilla para creerse poseedora de ninguna clase de privilegio. Si la diosa considerase que tenía que tocar a alguien del clan, seguramente no sería ella en quien se fijara. Pero era verdad que no solía sentir miedo.
Un rumor no demasiado lejano puso todos sus sentidos alerta y le reveló que no había sido presa de alucinaciones al creer ver cuerpos difuminados por las brumas. Para asegurarse de encontrar hasta las hierbas más raras, había elegido una parte del bosque muy alejada de los caminos más frecuentados, pero los peregrinos de la cruz estaban trastornándolo todo. Abrir sendas diferentes de las seculares constituía para su pueblo un tabú que a nadie se le ocurría transgredir, mas para esos peregrinos cubiertos de toscos mantos oscuros no sólo era aceptable, sino su manera habitual de proceder. Si se descuidaba, iba a toparse con uno o varios de esos hombres siniestros y mal encarados que se abrían paso entre la maleza a golpes de machete.
Tal posibilidad era mucho más temible que verse cara a cara con las peores bestias del bosque. Siempre había conseguido salir airosa de sus encuentros con las alimañas; ningún lobo, onagro, uro ni oso la había atacado jamás, y se había encontrado con muchos, aunque tal vez no suficientemente cerca. Pero los peregrinos de la cruz maltrataban de modo atroz a las mujeres de su pueblo y algunas habían muerto quemadas en hogueras.
Tenía que alejarse de ese lugar.
Se adentró hacia una parte de la jungla donde nunca había estado antes. Aunque todo el paisaje era un cuadro impreciso de tonos desvaídos por la niebla, notó que ascendía una ladera. Inesperadamente, tuvo un presentimiento muy vivo, imposible de ignorar. Algo importante iba a ocurrir cuando coronase ese altozano; no podía imaginar el qué, pero la convicción creía conforme la senda se volvía más empinada. No sentía el menor temor, sino exaltación. Iba a encontrar un venero ignorado por el clan. La diosa se lo iba a revelar. La convicción era tan fuerte, que su pecho se dilató para abarcar la emoción.
Entonces, lo vio.
En realidad, fueron dos cosas extraordinarias las que vio al mismo tiempo. El manantial brotaba rumoroso de una boca invisible, porque estaba cubierta de helechos y hermosas flores; sobre una roca negra situada casi encima del chorro de agua fresca que manaba con abundancia, un oso de pelaje muy oscuro, el mayor que había visto jamás. Divea se detuvo, preguntándose qué le convenía hacer. Si huía, el oso podía alcanzarla en dos zancadas. Si lo miraba demasiado fijamente a los ojos, tal vez se enfurecería, lo que podía ser muy peligroso. Aunque nadie perteneciente a su clan lo hubiera padecido, sabía que un zarpazo de las fuertes garras de un oso podía rebanar el cuello de un hombre. Mucho más el suyo, tan frágil aún.
Pero si la diosa le había hecho descubrir el manantial, la madre Dana no podía encontrarse muy lejos; ese manantial debía de ser su morada y seguramente asistía a la escena; estaría mirándola al menos con indulgencia.
De improviso, ocurrió algo que permanecería mucho tiempo en su memoria, como si la escena se prolongase en el tiempo. El oso, que se encontraba erguido en el primer instante, agachó las patas delanteras no una, sino varias veces. De ser más crédula y fantasiosa, Divea hubiera podido suponer que se trataba de una especia de reverencia que el animal repetía para despejarle las dudas, como si quisiera dejar claro el homenaje. Pero no era posible. Tales cosas, si ocurrían, sólo podían sucederle a un druida o, acaso, a un bardo. En modo alguno iba a rendirse un animal ante ella como si descubriera en su frente un toque divino que no poseía. Ella no había recibido esa clase de distinción y jamás la recibiría.
Tenía la mente demasiado ocupada en calcular si iba a poder completar la recogida de plantas para su bisabuelo, como para comprender todas las cosas insólitas que el oso hizo a continuación.
Luego de repetir cuatro o cinco veces la postración sin dejar de mirarla a la cara, pareció dudar. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, como si quisiera asegurarse de tener una vía de escape de algo que dio muestras de temer. Poco después, fijó su mirada en un punto situado a su derecha y cabeceó, como si asintiera. A continuación, repitió el ademán parecido a una postración y se giró suavemente para echar a andar en la dirección opuesta al punto donde Divea se encontraba.
La muchacha sintió un escalofrío. La escena iba a pervivir en su memoria con todos los detalles durante mucho tiempo, pero en ese momento prefería pensar en las hierbas que aún le faltaba recolectar antes de que la noche cerrase del todo.