miércoles, 21 de abril de 2010

II LOS PERGAMINOS CÁTAROS



Capítulo I
MISTERIOSO HALLAZGO
Octubre de 1810

Mossen Laurenç descargó el hacha con rabia contra el tronco tendido en el suelo, haciendo saltar oleadas de astillas. Era tan completo el silencio, que las menudas partículas de madera golpearon sonoramente contra las piedras tapizadas de verdín del muro lateral de la iglesia de Nuestra Señora de Cap d’Aran. Cada golpe era un estallido, una detonación de donde emergían las astillas como proyectiles, que le arañaban la piel y se le clavaban en los músculos de los brazos inflamados por el esfuerzo y la furia. La luz del alba reflejada por las cumbres nevadas apenas iluminaba el pequeño huerto parroquial, una exigua meseta entre dos taludes cubierta de musgo y trébol, empapada de escarcha a medio derretir y cosida de hoyuelos de las pisadas impetuosas del joven párroco.
Iba a cumplir treinta y dos años, pero la sangre bullía tumultuosa en los complicados altorrelieves que formaban las venas de sus miembros, como las de un adolescente muy vigoroso que acabara de descubrir los poderes de la carne. Las descargas del hacha eran azotes a su conciencia, un castigo contra el pecado que su mente y los escalofríos le exigían cometer a todas horas, mientras rezaba, mientras se arrepentía, mientras consentía que su alma fuera presa de la desesperación y le convulsionara el demente rencor contra sus propias debilidades.
Las lágrimas corrían por sus mejillas sin ser llanto, mezcladas con el sudor que no llegaba a convertirse en bálsamo que aliviase el estremecimiento perpetuo de su piel, el vello erizado de anticipación, el latido que le exigía noche y día volver a pecar con lo mismo que había pecado en Seo de Urgel.
No podía recaer. Ahora menos que entonces. Aran era un microcosmo demasiado concéntrico y encerrado en sí mismo. Sí allí, en la capital de la diócesis, había constituido un escándalo su conducta, ¿qué consideración recibiría en Tredòs, entre campesinos sentenciosos y estrechos de miras a quienes apenas conseguía entender? Si en Seo de Urgel se había visto obligado a afrontar un castigo tan severo como el destierro a este remoto valle prisionero entre montañas, ¿cuán grande podía ser la condena a que se arriesgaría ahora?
Había nacido en uno de los caseríos que moteaban de humo y diminutos resplandores de hogares el verde helado del amanecer, pero ingresado en el seminario de Barcelona a los doce años, nunca había regresado hasta ahora. El estudio afanoso del latín, las conversas en catalán y castellano y el tormento permanente de saberse encaminado hacia la verdad mientras el satánico seductor trataba de descarriarlo, le habían hecho olvidar su lengua materna. No sólo había dejado de saber expresarse en aranés, sino que apenas conseguía comprender unas pocas frases de lo que sus feligreses le decían.
Lanzó el hacha lejos de sí, como si ese gesto constituyera un castigo contra lo que no podía ser más que un demonio que buscaba su perdición. Entre los chorros copiosos de sudor brotaba vapor de sus axilas, de los anchísimos hombros, de los robustos brazos y del tronco desnudo, expuesto sin rubor dado que ningún ser humano solía hollar la escarcha de la madrugada en las recoletas soledades donde se alzaba la casa cural, al otro lado del templo desde donde se despeñaba montaña abajo la minúscula aldea. A tales horas, apenas sonaban a veces los cascos de algún caballo francés, de los centinelas que el ejército de Napoleón había diseminado pocos días antes por el valle. Su desnudez desafiaba el frío porque no lo sentía, pues era mucho más ardiente que un volcán lo que emergía de sus poros.
Entró en la sacristía. Se enjugó el sudor en los faldones de la camisa antes de ponérsela, se abrochó con impaciencia la interminable hilera de botones de la sotana y se contempló de reojo en el reflejo del vidrio de la ventana. Temía que pudieran crecer cuernos infernales en sus sienes y resplandores rojos en sus pupilas, pero lo que el reflejo le devolvía era una cara no exenta de armonía, no demasiado característica ni perturbadora como lo sería la de un demonio. A pesar de lo muy pecador que se reconocía, el rostro del párroco que veía en el cristal era el de un treintañero más bien bonachón, como si conservara una inocencia que reconocía haber perdido hacía muchos años.
Una vez cubierto de los ornamentos sagrados, se dispuso a celebrar la misa. Sólo había dos mujeres en los reclinatorios, que lo miraron igual que le miraban todos desde que llegara a Tredòs, con una mezcla de desconcierto y reprobadora distancia. El obispo había podido desterrarle a Aran gracias a que era aranés, puesto que ésa era condición indispensable para ejercer el sacerdocio en el valle debido a sus privilegios ancestrales. Todos sabían que era paisano, y por ello no le perdonaban que no pudiera expresarse en aranés. El escudo que la misa en latín representaba le eximía de remordimientos por ello, aunque reconocía que debía esforzarse, porque había ido perdiendo clientela en el confesonario desde el primer día y ya sólo muy raramente se acercaba alguien. Le apenaba enterarse de que algunos de sus vecinos, los más devotos, emprendían el azaroso viaje hasta Vielha para confesarse con el arcipreste, pero era una pena sin rencor. Ellos tenían razón mientras que él era un pecador exiliado y castigado al ostracismo, que merecía el desdén.
Durante la misa, miró muchas veces los deteriorados murales románicos; iluminados por las oscilantes llamas de las velas, los ojos de Nuestra Señora parecían vivos y no halló en ellos reproches, sólo luz. Una luz sobrenatural que le alivió un poco. Pero los desconchones del yeso añadían misterio a los rostros pintados, de manera que las beatíficas expresiones de los santos y los apóstoles parecían acusadoras y condenatorias. Ya no podía esperar más. Ni los ángeles ni las vírgenes de las paredes le comunicaban paz, sólo recriminaciones. Tenía que hacer algo o se volvería loco.
Como de costumbre, nadie le esperaba al terminar la misa. Las dos mujeres habían abandonado la iglesia con prisas, tal como solían hacer todos por temor a reconocer en sus gestos la insultante incapacidad de comprenderles. No podía postergar más el intento de encontrar solución.
Al ensillar el caballo pocos minutos más tarde, se preguntó si resistiría llevarle monte abajo hasta Vielha, tan jamelgo parecía. Era mejor que fuera así, porque de ser un vigoroso corcel ya se lo habrían requisado los soldados de Napoleón.

Mossen Peir besó la estola con una sonrisa tomándola de manos del monaguillo poco antes de comenzar la misa. En Vilac, donde se encontraba realizando la visita pastoral a que le obligaba todos los meses su condición de arcipreste, las campesinas poseían una inocencia que habían perdido casi todas las vecinas de la populosa Vielha, a punto ya de alcanzar los mil doscientos habitantes. Debería relacionarse más con esa inocencia carente por completo de malicia, aunque sus obligaciones se lo permitieran tan poco. Tan modestas, encendidas de rubor sus mejillas y candorosas en sus reclinatorios, cada uno de los gestos de las jóvenes matronas era una invitación a sobrevolar con ellas las miserias de la vida.
El párroco nuevo que le había mandado el obispo a Tredòs carecía de sentido de la caridad para agradecer al Señor tales bendiciones. Mossen Laurenç era un hombre demasiado rígido que necesitaba aprender cuanto antes a vivir de acuerdo con el paisaje y el paisanaje, o se arriesgaría a que el paisaje y el paisanaje le rechazaran y expulsaran como un advenedizo malquerido.
Como si pensar en él fuese una invocación, vio a mossen Laureç entrar en el templo con profunda devoción, encogido, realizando esfuerzos de no ser advertido por él para no distraerle. Mossen Peir sonrió. Por mucho que se esforzara, Laurenç no podía pasar inadvertido, pues era claramente más alto que los pobladores del valle y tampoco eran comunes unas proporciones tan fornidas como las suyas. ¡Qué poco sentido común el de ese hombre! ¡Qué malgasto insolente de vitalidad! Era una verdadera ofensa a Nuestro Señor que no glorificase un cuerpo tan privilegiado.
Las miradas de los dos se encontraron y notó que el párroco de Tredòs bajaba los ojos con turbación, mientras enfocaba unas pupilas desorbitadas y escandalizadas hacia las figuras que decoraban la pila bautismal, pobre pazguato. Tenía que forzarlo a ajustarse a las circunstancias o su magisterio parroquial no serviría de nada, porque iba a convertirse en una sarta de errores que más tarde tendría que atajar de la peor manera. Debía intervenir ahora, como un cirujano que extirpa un grano antes de que se convierta en una fogarada. De hoy no podía pasar.