domingo, 11 de abril de 2010

1er capítulo ORO ENTRE BRUMAS

LES RUEGO QUE NO COMPREN MIS LIBROS

Brumas sobre el oro
Corría 1702 cuando el río de oro que había sido el océano Atlántico volvió a fluir después de tres años de sequía.
Eran aquellos tiempos difíciles para el imperio español, porque los reinos europeos, ansiosos de apoderarse de las tierras y riquezas hispanoamericanas, habían ideado un personaje de perfiles imprecisos y carácter siniestro: el pirata. O el bucanero. O el filibustero. Máscaras que embozaban con frecuencia a generales y almirantes de los reyes de Inglaterra, Francia y Holanda.
En las postrimerías del siglo XVII, eran incontables las islas antillanas convertidas en bases de los piratas. Y éstos eran tan numerosos y los estragos causados a los galeones españoles del comercio de Indias llegaron a ser tan graves, que la Flota de la Plata de 1699 tuvo que refugiarse en La Habana a la espera del refuerzo que podía representar la de 1700. Reunidas las dos, tampoco se creyeron lo bastante fuertes como para romper el acoso bucanero. Esperaron aún la flota de 1701, pero únicamente en el verano de 1702 se atrevieron a iniciar la travesía gracias a una protección que les pareció providencial.
Mientras los galeones aguardaban en La Habana tiempos más propicios y las arcas españolas se vaciaban, tenía lugar un encadenamiento de hechos que convulsionaron al Reino de España, situándolo en grave riesgo de ser dividido entre las potencias de Europa: Parecía a punto de derrumbarse el entramado de intereses de aquella precursora del mercado común europeo que fue la Casa de Contratación de Sevilla; Carlos II el Hechizado, bajo cuyo reinado partió la primera de las tres flotas, murió sin descendencia; superadas las graves intrigas cortesanas originadas porque el último rey español de los Habsburgo no hubiera engendrado un heredero, el francés duque de Anjou sucedió a Carlos II, siendo coronado con el nombre de Felipe V. Esta coronación suscitó la ira del imperio austriaco y la alarma de Holanda e Inglaterra, temerosas de que el abuelo del nuevo rey, Luis XIV de Francia, pudiera convertirse en emperador de Europa gracias a la anexión de España y sus extensas posesiones. Así nació la Gran Alianza, en contra del cambio de dinastía en el trono de Madrid.
Cuando el joven rey Felipe V fue informado de las catastróficas consecuencias económicas que ocasionaba la permanencia de tres flotas en La Habana con el producto de tres años del Comercio de Indias, Luis XIV puso a su disposición la armada francesa, una de las más poderosas de la época, para la protección de los galeones en la travesía del Caribe a Cádiz.
Como ya había comenzado la contienda europea que fue la Guerra de Sucesión española, abundaban los intentos de invasión de la península por parte de las potencias de la Gran Alianza, con Inglaterra a la cabeza.
Advertidos del riesgo que el acoso de la Gran Alianza podía representar para la preciosa carga que transportaban, los almirantes de las tres Flotas de la Plata decidieron no enrumbar hacia Cádiz, que era lo que mandaba la ley, y refugiarse en Vigo, a la espera de circunstancias más favorables.
Un conjunto de acontecimientos que representa un enigmático avatar de la Guerra de Sucesión, hizo que el almirante de la armada angloholandesa abandonara el intento de invadir Andalucía y pusiera sus navíos rumbo a Vigo, resuelto a apoderarse de la carga, que los espías ingleses y portugueses consideraban el más fabuloso tesoro que jamás hubiera navegado sobre el mar. La presencia de la armada de Luis XIV no le desalentó.
La noche del 23 de octubre de 1702, los vigueses presenciaron una de las mayores catástrofes sufridas hasta entonces por el poder imperial español. El fuego y la sangre, y también el oro, inundaron la ría de Vigo. El fuego se extinguió pronto y la sangre dejó de aullar cuando las familias rotas consiguieron aliviar su dolor. Pero la inundación de oro cayó por el sumidero de los misterios insondables, esos misterios que perviven porque sus protagonistas se conjuran para no desvelarlo. Las brumas del tiempo y un silencio trufado de vergüenza y necesidad de olvido eclipsaron el brillo de centenares de millones de doblones de oro y millares de toneladas de plata.
Durante los tres siglos transcurridos desde entonces, han sido muchos los aventureros que trataron de encontrar la entrada del sumidero.
Hay ojos que han visto muestras del oro que traían aquellos galeones. Hay ojos que han escudriñado las afiligranadas caligrafías de millares de documentos, en busca del rastro del tesoro, con la pretensión de disolver la bruma que el tiempo espesa. A unos les impulsaba la avaricia; a otros, la curiosidad. Muchos sentían la necesidad de desentrañar las causas y los efectos de aquella tragedia, necesidad que demasiados cronistas se han empeñado en burlar, estremecidos por el sonrojo y el horror. El sonrojo que causa la impericia suicida de los gobernantes españoles de la época y el horror de tantas vidas, haciendas, fortunas y oportunidades malogradas.
Entre 1702 y la actualidad, la bruma sigue reinando en la ría de Vigo.

Misterio en el fondo del mar

Hacía más de una hora que la discusión se había caldeado hasta un nivel de tensión que resultaba incómodo para la que debía ser plácida sobremesa de la cena, lo que podía condicionar desfavorablemente el ánimo de los submarinistas cuando reanudasen la exploración al amanecer.
Dimas Outeiro sabía manejar las pasiones de sus ayudantes y canalizarlas con tino hacia la producción de excelentes programas de televisión, pero el equipo de ahora presentaba una peculiaridad que lo hacía muy diferente de todos los que había dirigido antes. Descontados los cámaras, la jefe de producción, la script, las dos redactoras y los utileros, casi la mitad eran submarinistas que, tal como exigía el anuncio de "Faro de Vigo" a través del que se les había contactado, poseían buen nivel cultural, ya que entre ellos había un médico a punto de doctorarse, un licenciado en filología inglesa, dos graduados en ciencias de la información y un economista. Todos destacados deportistas, con el carácter firme y tenaz que posibilita los éxitos deportivos. No se trataba, pues, de personas a las que pudiera impresionar ni apocar recordándoles sibilinamente, para zanjar la discusión, que el nombre de Dimas Outeiro había salido ya centenares de veces en los créditos, como realizador de algunos de los programas de televisión más célebres de los últimos años.
Trató de evadirse de la airada charla abstrayéndose en la contemplación del paisaje enmarcado por el ventanal del restaurante, donde les había llevado a cenar para romper la monotonía de los menús del hotel en que se alojaban y donde venían comiendo a diario. La ría de Vigo ganaba plasticidad con la noche, el rosario de aldeas formaba una constelación de puntos luminosos reflejados en el agua inmóvil, una galaxia duplicada que más parecía la creación de un pintor. Él sabía que bajo su amable apariencia, ese agua ocultaba en el fondo los rastros de acontecimientos escalofriantes; y no sólo lo sabía mediante la lectura, sino porque había dedicado muchos veranos de su vida a explorar con precarios equipamientos de buceo, desde la cenagosa y turbia ensenada de San Simón hasta las proximidades de las islas Cíes. Cinco objetos, dos de oro y tres de plata, expuestos en un despacho reservado de su casa al que muy pocos amigos tenían acceso, eran el resultado de dos decenios de exploración y el origen de su obsesión por grabar la serie de documentales "El oro de Vigo" que, tras muchos años de proponerla a las productoras de televisión, por fin estaba realizando.
Las quejas de los submarinistas eran razonables, pero ¿cómo convencerles de que ningún canal de televisión abordaría la compra de unos documentales con la misma alegría presupuestaria que un programa de cotilleo rosa en prime time? Ante los jóvenes, él era "la productora", aunque ante la productora Telemedia fuese, en realidad, "ese lunático que sueña con el oro de Vigo y ha conseguido meternos en este embolao". Opinión que, sin duda, era la causa de que llevaran dos semanas y media esperando las máquinas e instrumentos que, al finalizar el primer día de grabación, sabían todos que eran indispensables. A pesar de que Telemedia había transigido y aceptó el proyecto por la proximidad del tercer centenario de los hechos que habían dado origen a la leyenda del oro, sus directivos estaban recortando los gastos hasta extremos insoportables, lo que comenzaba a abonar el desaliento de los submarinistas.
El más impaciente era Gerardo Cao, un sujeto que a Outeiro le sacaba de quicio casi a todas horas, por sus ínfulas de sabelotodo y su afán de ir por delante de los demás en las exploraciones donde participaba. Además, resultaba sospechoso que supiera tanto sobre el oro de Vigo y la batalla que había originado la leyenda, conocimiento que parecía con frecuencia más extenso que el del propio Dimas Outeiro, a quien le daba la impresión de que el chico quisiera subírsele a las barbas.
-Es que si encontramos percebes donde buscamos esmeraldas y pulpos donde debería haber metales preciosos -decía Gerardo en ese momento-, uno acaba perdiendo la paciencia.
-Yo estoy hasta los huevos de jugarme la vida entre hierros retorcidos -protestó Rafael Beira, un periodista, también submarinista, que tenía aspecto de carnicero-; esos barcos debieron naufragar hace menos de tres años, no trescientos.
-¡Ya te digo! -concordó Julio Parada, el médico-. Lo que yo quisiera saber es si hemos explorado realmente algún galeón, porque, por la pinta de lo que hemos visto...
-Sí, hombre -interrumpió Gerardo-. El primer pecio de esta mañana era una galeaza de principios del diecisiete. Aunque estaba hecho cachos, ¿no te fijaste en la forma de la proa y los restos de los tres mástiles?
Dimas no acababa de decidir si podría soportar a Gerardo Cao hasta la finalización de los documentales. Su conducta y todo lo que decía le hacía recelar de él. Una de sus normas personales era no aceptar jamás en sus equipos a gente que le causara alguna clase de inquietud, porque se negaba a sí mismo toda preocupación que le distrajera de lo esencial, o sea, la realización de un buen trabajo. Gerardo no alcanzaba exactamente la definición de "preocupación", pero podía llegar a serlo porque no conseguía hacerse una composición mental sobre sus pretensiones. Según el cuestionario que rellenó al solicitar el empleo, y que había releído varias veces, estaba seguro de que había omitido deliberadamente partes sustanciales de su currículum, porque exhibía conocimientos que no tenían nada que ver con su título de filología inglesa y que más parecían retratar a un historiador o un arqueólogo. Mas su actitud entusiasta, colaboradora, infatigable y generalmente atinada cuando debía tomar decisiones, hacía que Dimas temiera cometer una arbitrariedad si lo despedía movido solamente por un pálpito irracional, pálpito que, sin embargo, Gerardo estimulaba casi a diario.
Dimas no había prestado atención al comienzo de su frase:
-... los que hundieran los españoles voluntariamente, los situarían donde hubiera profundidad suficiente como para salvar el oro de la codicia angloholandesa y quedarían enterrados con el tiempo. Aparte de los que saquearon mientras estaban hundiéndose, los ingleses conseguirían abordar principalmente los que sus patrones acercaron a la orilla para que pudieran ser descargados.
Gerardo describía la batalla del 23 de octubre de 1702 como si la hubiera presenciado, lo que fomentaba la suspicacia de Dimas, que cada día se convencía más de que ocultaba algo. Tomó un sorbo de ribeiro con los ojos fijos en el joven y, haciendo un esfuerzo para rescatarse a sí mismo de la desconfianza, concedió:
-Gerardo tiene razón. Los pecios más interesantes tienen que estar enterrados bajo muchos metros de lodo. Recordad que son casi trescientos años de aportaciones fluviales.
-Entonces, ¿a qué hemos venido? -se lamentó Julio-. Si es imposible, es imposible y si no lo es, ¿de qué carallo estamos hablando?
Dimas sonrió. Más que un médico, Julio Parada parecía un campesino sentencioso.
-Hay que tener paciencia hasta que Telemedia nos mande de una puñetera vez lo que le he pedido -arguyó Dimas-. Si este trabajo fuera fácil, no os habría contratado a tantos, con dos submarinistas tendría de sobra; sois once, todos expertos y en excelente forma, precisamente porque sé por experiencia que nos encontraremos con muchas dificultades. Por otro lado, si fuera tan fácil, tampoco tendría sentido la serie que he planificado en guión. No podemos limitarnos a lo que ya ha sido explorado miles de veces durante tres siglos, porque lo que conseguiríamos sería una mierda de reportaje. Por fas o por nefas, haremos una serie de documentales que demostrarán que el oro de Vigo no es un mito. Esa es la razón de que parezcamos la Cruz Roja del Mar con tantos submarinistas, porque mi intención es explorar sitios donde nada documenta oficialmente la existencia de pecios.
-¿Y si miramos más allá del estrecho de Rande? -sugirió Gerardo.
La pregunta se anticipaba a la pesquisa que Dimas estaba a punto de ordenar para la jornada siguiente, como si le hubiera adivinado el pensamiento. Con desagrado, el realizador miró escrutadoramente a su empleado, atento a lo que se le ocurriera decir a continuación.
-¡Tú has perdido el sentido! -exclamó Fernando Vázquez, otro de los submarinistas que también era periodista titulado.
-Has ido a nombrar el sitio donde el agua es más turbia -reprochó Julio Parada.
-Pero es donde más galeones tuvieron que hundirse -replicó Gerardo-. Por la lógica del follón organizado en la ría aquella noche, creo que algunos de los que cargaban mayores riquezas, tratarían de escabullirse del grueso de los atacantes ingleses buscando la proximidad de las únicas orillas donde esperaban los soldados del rey. Anoche estuve haciendo trazos, teniendo en cuenta las mareas, las corrientes y los bajos, en las fotocopias de planos que nos entregó Dimas el primer día, y si no me engaña el olfato, me parece que encontraríamos algo entre cuatrocientos y quinientos cincuenta metros más allá del puente. Por supuesto que habrá mucho fango, pero ¿no os parece que tiene sentido tratar de pensar como debieron de pensar los marinos de entonces?
Hubo algunos asentimientos, pero muchas más negaciones con la cabeza. A Dimas volvía a rondarle la pregunta sobre qué había ocultado Gerardo en su currículum.
-Sí -dijo en alta voz, en apoyo de Gerardo-. Tiene sentido. Como me han dicho esta tarde que no esperemos las máquinas hasta dentro de tres o cuatro días, mañana nos dedicaremos a ese punto concreto que has dicho. Es probable que no encontremos más que una llanura inmensa de fango cubierto de algas, pero, como no tenemos nada mejor que hacer, pondremos mucho atención a ver si cualquier detalle nos revela el enterramiento de un pecio. Ojalá tengamos suerte.
Era casi un programa de trabajo, de modo que Dimas, según su costumbre, no quiso dar opción a que la discusión continuara ni a que nadie planteara más objeciones. Por ello, decidió dar un viraje a la conversación para terminar la sobremesa en paz:
-Las filloas estaban cojonudas.
-Yo me he comido cinco -afirmó Rafael Beira.
-Para mi gusto, estaban un poco pasadas -opuso Gerardo-. Sin embargo, las nécoras sí tenían su punto exacto.
Mientras hablaba, Gerardo fijó la mirada en una mujer que les observaba con excesiva atención desde una mesa situada a varios metros de distancia, como si quisiera enterarse de lo que hablaban; trató de recordar dónde la había visto antes, aunque no lo consiguió. Ella desvió los ojos, con el aire y la precipitación de quien ha sido cogido en falta. Era una mujer de algo de más de treinta años, muy atractiva, que no podía pasar inadvertida, por lo que Gerardo supuso que, simplemente, le habría llamado la atención al llegar esa misma noche al restaurante o, quizá, en el hotel, donde pudiera ser que también se alojara.
-Si os parece, cenaremos en este restaurante todas las noches mientras andemos por este lado de la ría -propuso Dimas.
-A lo mejor no duramos mucho por aquí -sugirió enigmáticamente Gerardo-, y quién sabe si no convendría hasta cambiar de hotel. Es posible que tengamos que centrarnos por la ribera norte de San Simón y, en tal caso, venir aquí todas las noches sería un palo.
Otra vez examinó Dimas la expresión de Gerardo, un escrutinio que a él mismo le enojaba; no quería verse abocado a estar en guardia por nadie, la gente del equipo tenía que facilitarle el trabajo en vez de complicárselo. Junto con la pregunta acerca de lo que Gerardo pudiera pretender, le desagradó que apuntara una posibilidad que sólo al director le correspondía señalar; el chico sabelotodo invadía asuntos que eran potestad exclusiva suya. Sin pretenderlo, había en su mirada una interrogación y un reproche, cosas que Gerardo detectó, puesto que apartó los ojos y Dimas percibió que subía el rubor a sus mejillas.

A solas en la habitación del hotel, Gerardo continuaba sintiéndose turbado. Tenía indicios suficientes para suponer que no era santo de la devoción de Dimas; lo presentía ya casi desde el principio y hacía esfuerzos por ganarse su confianza, pero, aunque se había preparado a conciencia, metía la pata a diario. Se lo reprochó a sí mismo, llamándose estúpido impertinente por no saber cerrar la boca a tiempo. Si el famoso director de televisión decidía que un insignificante submarinista circunstancial le estorbaba en el equipo y decidía despedirlo, iba a perder la oportunidad que había anhelado desde los catorce años. Se alzó de la cama y cogió el anillo del bolsillo interno del morral. Era como un talismán, como el inquietante regalo encantado de una meiga, porque había condicionado trece años de su vida, que, a los veintisiete, ya no era capaz de plantearse con otras metas. El timbre del teléfono le sobresaltó.
-No me has llamado este noche -le reprochó Martiña.
-Acabo de volver del restaurante donde hemos cenado. Me parecía tarde para llamarte.
-Pues llevo aquí, de plantón, desde las nueve y media.
-Discúlpame cariño; mañana te llamaré en cuanto volvamos a tierra, desde cualquier teléfono público.
-Ya te he comprado el móvil.
-Te daré el dinero cuando vengas. ¿Has hablado con tu padre?
-Sí. Está de acuerdo. Mañana va a contratar una cajera para el supermercado y, en cuanto le enseñe, podré irme a Vigo.
-Cojonudo. Me ayudarás mucho.
-Pero, Gerardo, si yo no tengo ni idea... Esa manía tuya me está creando muchos problemas con mi familia. Ya lo sabes; en Noya la gente tiene los pies en la tierra y no nos gustan las fantasías.
-¿Tú también crees que son fantasías?
-Yo sólo sé que te quiero. Me da igual cuáles sean tus ilusiones, la única que yo tengo es casarme contigo...
-Cuando te vengas a Vigo, la boda será más fácil.
-En fin, si tú lo crees...
-Te lo prometo. ¿Cuándo llegarás?
-Le he dicho a mi padre que quiero irme el domingo. Me parece que está pensando en llevarme él en el coche, seguramente para echarte un sermón.
-Estaré preparado.
De nuevo tras colgar el auricular en la horquilla, jugueteó con el anillo. No solía ponérselo, sobre todo ahora, cuando a Dimas Outeiro podía llamarle la atención por las filigranas y el tamaño de la piedra; le bastaría tomarlo en sus manos y leer la inscripción grabada en el interior del aro para sospechar de sus propósitos. Volvió a guardarlo en el bolsillo interno del morral y se echó a dormir. El pecio que encontrarían según sus cálculos durante la mañana siguiente, le pondría rumbo a su destino y le reconciliaría con el pasado. Iba a ser un trabajo muy arduo, por lo que necesitaba descansar muchas horas. En el momento de dormirse, tuvo el presentimiento de que algo muy importante ocurriría cuando despertase.

El amanecer en la ría era un bellísimo espectáculo con visos mágicos. El alba estallaba por tierra adentro, iluminando paso a paso los recovecos de monte y agua a través de la niebla matinal. Podía apreciarse el avance gradual de la luz ganando una a una las radas y promontorios, como si el paisaje surgiera paulatinamente de un sortilegio.
En la cubierta del barco de pesca que Telemedia había alquilado para usarlo como cuartel general, Dimas Outeiro dejó de contemplar el despertar de la ría y forzó la vista para examinar bajo la luz crepuscular el plano que había seleccionado al volver al hotel la noche anterior. Aún no había decidido si deseaba mostrarlo a los submarinistas, en especial a Gerardo Cao, porque una de las cruces marcaba precisamente el punto que el joven había mencionado durante la cena. Cuando él tenía la edad de Gerardo, bajó sin equipo, a pulmón, en ese punto; recordaba con precisión lo que vio, un simple trozo de madera que emergía unos centímetros del lodo; intentó moverlo en tres ocasiones, durante otras tantas zambullidas, y no lo consiguió. Señaló el punto en el mapa dibujado por él mismo, convencido de que el madero podía formar parte del castillo de proa de un galeón, y luego lo olvidó porque descubrió a lo largo de los años decenas de maderos iguales e igualmente inamovibles. Tantos como cruces había en sus mapas.
Volvió a guardar el dibujo en la carpeta, la metió en la bolsa, que encerró en la cabina del puente de mando, y se acercó a los submarinistas, que se encontraban alborotando entre risas al tiempo que preparaban los equipos y los trajes. Reflexionó unos instantes mientras los contemplaba; todos eran hombres plenamente adultos, pero bromeaban con alegría y despreocupación propias de muchachos. Sólo Gerardo Cao se comportaba con seriedad durante los preparativos de las inmersiones, como si hubiera decidido que el empleo, que en las mejores circunstancias sólo iba a durar seis semanas más, fuese la meta de su vida. Ahora, en lugar de participar de las chanzas de sus compañeros, revisaba con la concentración de un analista de laboratorio el regulador de la botella de aire comprimido, el lastre del cinturón, los ajustes de las aletas, chaleco, guantes y gafas y los cierres del traje.
Dimas se sentía más cómodo con los demás, porque resultaban mucho más espontáneos, pero, a fin de cuentas, no dejaba de ser beneficioso que alguien se tomara ese trabajo tan a pecho; a pesar de esta idea, notó que su instinto era más poderoso que sus razonamientos. Gerardo le producía inquietud, por lo que, si continuaba sintiendo lo mismo dos o tres días más, lo despediría; bastantes problemas tenía con el esfuerzo de conciliar sus obsesiones de juventud con sus responsabilidades como realizador de televisión. Mientras daba las instrucciones al tiempo que también se enfundaba el traje de neopreno, no miró en ningún momento la cara de Gerardo y casi le daba la espalda.
-Vamos a inspeccionar todo lo que haya a unas trescientas cincuenta brazas de la punta de San Adrián. Si no se ha acumulado mucho fango desde que la vi, encontraremos parte de una proa enterrada, pero se trata de un simple madero que las algas nos dificultarán mucho localizar. En el caso de que consigamos verlo, tú -se dirigía al forzudo Rafael Beira- tantearás a ver si puedes moverlo por si resulta ser un simple tablón; en el caso de que sea algo más, todos, menos los cámaras, haremos catas con las palas en dirección sur. Hoy, bastará con que confirmemos que se trata de un galeón, porque, hasta que no lleguen las máquinas...
-Tiene que haber más de un galeón en ese sitio -afirmó Gerardo con contundencia que a Dimas le pareció temeraria.
Deseó preguntarle el porqué de su convicción, pero no quería darle alas, por si tenía que despedirlo. Fue Julio Parada quien bromeó:
-Joder, macho, cualquiera diría que alguien te ha regalado el plano del tesoro. ¿Por qué estas tan seguro?
-Porque... -Gerardo dudó, al observar que Dimas torcía forzadamente el cuello hacia el lado contrario para evitar mirarle a la cara-, supongo que si quedaban barcos cerca del estrecho de Rande, tratarían aquella noche de refugiarse tras la punta de San Adrián y algunos pudieron ser alcanzados por los cañonazos ingleses cuando se situaron de lado al virar a babor.
La hipótesis era aceptable, pero Dimas no quiso comentarla. Gerardo se mordió el labio, convencido de haber vuelto a meterse en camisa de once varas.
Ocuparon las dos zodiacs, que pusieron rumbo hacia las proximidades de la punta de San Adrián y, en cuanto el crepúsculo dio paso al día, por primera vez en las dos semanas que llevaban en la ría se lanzaron todos al agua en el mismo lugar. Dimas fue el primero en saltar, seguido al instante por los dos cámaras.
Gerardo sospechaba que las cosas no marchaban bien con Dimas. Llevaba un preciso registro mental de los gestos y palabras que el realizador venía dedicándole; sus miradas inquisidoras cuando hablaba de la batalla de Vigo, sus expresiones de impaciencia cuando le proponía actuaciones que de todos modos acababa aceptando, sus palabras desdeñosas cuando revelaba conocimientos superiores a los exigibles en un simple submarinista. Por todo ello, intuía que acaso fuera ésta la última inmersión antes de ser despedido. Se preguntó qué podía hacer para evitarlo. Lo primero, no ser demasiado diligente esta mañana, no apresurarse, aunque su cuerpo hervía de anticipación. Cada vez que el grupo derivaba desviándose de la dirección que él suponía que debían seguir, se sumaba a ellos tratando de que ningún ademán delatara su impaciencia. Vio la silueta antes que los demás, pero aguardó a que fuese cualquier otro quien alertara a Dimas.
El lodo de trece o catorce años no sólo no había sepultado el madero, sino que algún milagro había descubierto una parte del barco del que formaba parte. Mientras apuntaba el haz de la linterna halógena hacia la madera ennegrecida, Dimas, agarrotado por la emoción, se preguntó qué había ocurrido en ese sitio desde la última vez que lo explorara; todo el lomo sumergido que prolongaba la punta de San Adrián presentaba muchas menos algas que el resto de la ría, lo que le sirvió para aventurar una respuesta: Los últimos temporales de primavera habían sido muy intensos; las fuertes corrientes habían desplazado más limo del que la bahía recibía arrastrado por la lluvia y los ríos. Iluminada por las linternas de todo el grupo, la silueta, que medía algo más de seis metros de largo, era sin duda una curva de la borda de estribor del castillo de un galeón español del siglo XVII. Había muchas posibilidades de que el casco permaneciera entero, recostado bajo el fango.
Sintió alborozo, una alegría que comunicó a todos los submarinistas, ya que alzó los brazos como el velocista que llega a la meta; iba a ser el primer galeón que explorasen con esperanza de encontrar algo interesante, porque lo que habían grabado hasta ahora no eran más que restos de cascos esparcidos, que hacía decenas o cientos de años que habían perdido el cargamento.
De acuerdo con sus órdenes anteriores a la inmersión, Rafael Beira se lanzó en picado, y Dimas se impulsó velozmente tras él para impedir que usara su fuerza, porque ahora no se trataba de mover nada, sino de tantear con delicadeza a fin de evitar que el maderamen debilitado por el tiempo y la sal se derrumbara. Cuando pudo detener a Beira, señaló arriba con un gesto y todos volvieron a la superficie.
Una vez a flote, Dimas escupió la boquilla del regulador del aire y dijo:
-Por la posición del casco, con la cubierta orientada hacia el sudoeste, lo que la resguarda de lo que traen los ríos, a lo mejor no toda la bodega está llena de fango. Como no se ve nada más que parte del casco, y tanto la escotilla mayor como las entradas del castillo y el alcázar están enterradas y demasiado lejos, lo mejor es que catemos hacia la quilla, a ver si tuviéramos la suerte de encontrar pronto una lumbrera o una porta. Si fuera así, y si efectivamente no todo el interior estuviera lleno de fango, entrarán...
Gerardo buscó con apremio los ojos de Dimas, anhelando recibir la orden de entrar. Dimas, por su parte, detectó el anhelo y, resuelto a descartar al vehemente joven, se preguntó cuáles de los demás poseían la combinación necesaria de conocimientos y aptitudes físicas para realizar eficazmente esa primera exploración. Julio Parada era un buen candidato, pero no podía entrar solo; el riesgo se reduciría a la mitad si eran dos. Tras la somera calibración de los nueve submarinistas restantes, reconoció que el mejor cualificado era Gerardo. Apretó los labios; tuvo que hacer un esfuerzo de superación de su propia resistencia para decir:
-En el caso de que aparezca una lumbrera que no esté excesivamente enterrada, entraréis vosotros dos, Julio y Gerardo -Dimas notó la alegría que éste no consiguió disimular-. Si la lumbrera tuviese la portañuela en buen estado, volveríamos a cerrarla una vez que entréis, para impedir que la arena se deslice hacia dentro. Todos los demás, seguiremos apartando el fango que rodee esa lumbrera, a ver cuánto podemos liberar. Vosotros dos -se dirigía a los cámaras-, grabad toda la operación; uno, con el ventanuco en primer plano y el otro, con un plano general de todos nosotros y el casco.
-¿Entramos sólo a mirar o cogemos lo que encontremos? -preguntó Gerardo.
-Sólo si se trata de algo muy, muy especial. De lo contrario, lo mejor será que lo dejéis todo tal como esté hasta que puedan entrar los cámaras con garantías.
Julio y Gerardo tomaron de la zodiac las bolsas, se las ajustaron a la cintura y volvieron con los demás al fondo.
Mientras apartaban penosamente el fango, Gerardo dejó de oír los rumores que producían las paladas y el chapoteo, porque era mucho más intenso el sonido de su corazón. Tenía en la mente un dibujo de cómo debía de ser el casco y, si el barrunto era correcto, encontrarían una lumbrera en cuanto escarbaran unos sesenta centímetros. Oró interiormente, rogando el milagro de que el interior estuviese libre de fango. Rezó también para que el cielo le dotara de habilidad para sortear la expulsión del equipo con que Dimas podía premiar esa tarde el hecho de que hubiera sido él quien señalara el primer galeón interesante en dos semanas de trabajo.
El ventanuco cerrado apareció media hora más tarde, con el grueso vidrio intacto. Dimas pidió por señas que no lo forzaran, lo que ocasionó una espera de una hora más hasta conseguir que se abriera con suavidad, permaneciendo la portañuela con el vidrio entero y en condiciones de ser encajada de nuevo en cuanto entrasen Gerardo y Julio. Dimas enfocó la luz y descubrió que aunque había mucho fango en el interior, quedaba espacio suficiente para una primera exploración. Ordenó con gestos a Julio y Gerardo que entrasen y a los demás que continuasen apartando el lodo.
A pesar de su impaciencia, Gerardo se hizo a un lado para que fuese Julio el primero en entrar y en seguida lo hizo él, con la respiración suspendida por la emoción; los dos tuvieron que introducir un hombro y luego el otro para conseguir traspasar la estrecha abertura. Ya dentro, todo lo que podían examinar era un espacio de unos tres metros de largo por dos de ancho, perteneciente a uno de los camarotes de la oficialidad. Tras una revisión minuciosa, Gerardo descubrió algo que le obligó a comunicar a Julio por señas que debían salir. Apuntó la luz hacia el ventanuco para que los de fuera lo abrieran y asomó la cabeza. Detectó ira en los ojos de Dimas al indicarle con la mano que quería emerger.
-¿Qué pasa, Gerardo? -le preguntó ásperamente Dimas en la superficie, a donde sólo los dos habían subido.
Gerardo tragó saliva para no precipitarse y no decir más de lo conveniente.
-El revestimiento interior, a la derecha de la lumbrera, no coincide ni de lejos con la curva de las cuadernas. Pero no se trata de un armario de pared ni nada parecido. Yo creo que hay un compartimiento secreto.
Dimas tardó unos instantes en asimilar el significado de la frase. Cuando se dio cuenta de lo que podía representar la existencia de escondrijos en la nave, olvidó por un momento la antipatía que sentía por Gerardo.
-¿No hay portezuelas ni cajones?
-No. Son tablas clavadas, pero han tenido un zócalo tapando los extremos, que ahora está convertido en astillas, porque parece que lo hicieron con madera de mala calidad, como si hubieran manipulado ese espacio mucho después de salir el galeón de los astilleros. En los dos mamparos perpendiculares al casco, he visto unos huecos, como si esos zócalos fuesen ajustables, de quita y pon. Estoy seguro de que es un escondrijo, como para ocultar cosas importantes. ¿Tratamos de abrir por la única parte que está completamente libre de fango?
-¿Se puede hacer sin riesgo de que todo se desbarate?
-No lo sé. Podríamos intentar desprender sólo la parte superior de una tabla y parar si vemos que no es seguro.
Dimas sentía las mismas emociones que Gerardo, pero no quería exteriorizarlas ante él. Se concedió unos segundos de reflexión para preguntarse si, junto con Julio, actuaría con el cuidado que le exigía el permiso concedido por la Jefatura de Costas; llegó a la conclusión de que sí y dijo:
-De acuerdo, baja los picos y la palanca. Pero, oye, no quiero ni el menor destrozo. Si la tabla sale entera, bien; si no es posible, lo dejáis todo tal como está, ¿me oyes?
Gerardo asintió y, antes de que Dimas pudiera cambiar de idea, nadó vigorosamente hacia la zodiac. Realizó deprisa los amarres de las herramientas y volvió con ellas al fondo, sintiendo que el torbellino de burbujas que producía al expirar arrastraba hacia la superficie el torbellino mismo de sus inquietudes adolescentes. La espera, los desvelos y los esfuerzos de trece años podían estar cerca de su meta. Su segunda entrada por la estrecha lumbrera le pareció menos difícil que la primera.
Mientras Julio hacía palanca en una ranura con el pico, Gerardo observó un detalle que antes no había notado; a juzgar por las señales de clavos, esas tablas habían sido desmontadas y vueltas a clavar muchas veces; el zócalo debió de servir para que no se pudiera advertir que eran desclavadas con frecuencia.
Cuando se sumaron las presiones de los dos picos y pudieron introducir la palanca, la tabla cedió, desvelando que, en efecto, había un espacio interior de unos veinticinco centímetros de fondo. Pidió ayuda a Julio y, presionando con los pies en las contiguas, consiguieron que la tabla se desprendiera entera. No había nada dentro. Ambos sintieron gran decepción, pero al mirar hacia la parte inferior para comprobar si habían causado destrozos, Gerardo observó algo al nivel del suelo. Extendió la mano y lo que parecía una masa sólida se disolvió como motas de ceniza, pero palpó bajo la turbiedad alborotada algo duro. Al extraerlo, soltó una exclamación que debió de resultar audible a través del agua, porque Julio se agachó precipitadamente junto a él a ver si había sufrido algún daño. Gerardo contempló el fémur, evidentemente humano, en estado de estupor. Había dado con algo tremendo; trescientos años atrás, habían emparedado a un hombre en un barco de su Católica Majestad. Guardó el fémur en la bolsa e introdujo el brazo y el hombro por la abertura, para palpar el espacio tras las otras tablas que no habían desprendido. Había más huesos y varios objetos.
Cuando las dos bolsas estuvieron llenas y se aseguró de que no quedaba nada dentro del escondrijo, indicó a Julio que podían abandonar el galeón.

Una vez ordenado el contenido de las dos bolsas sobre un plástico extendido en la cubierta del barco pesquero, los catorce hombres formaron un círculo alrededor con actitud de recogimiento y asombro. El esqueleto pertenecía a un hombre corpulento y estaba completo; junto a él, y ordenados como en el escaparate de una mercería, dieciséis botones de bronce, la filigrana del cuello recamado de una casaca, el rígido bordado de las hombreras y los galones de la bocamanga. Lo que más les llamaba la atención era la daga.
Sorprendentemente, Dimas sentía más curiosidad que júbilo. ¿Qué significaban esos restos?
-Lo asesinaron de un disparo a bocajarro en la cabeza -afirmó Julio Parada con tono discursivo, más propio de su título de médico que del oficio de submarinista que ejercía provisionalmente.
-¿Estás seguro? -preguntó Dimas.
-Sí. Observa la perforación y las estrías que presenta el cráneo, son como las que produce un estallido. A este tío lo asesinaron con un mosquete apoyado directamente en la sien. Y la bala tenía que ser de aquí te espero...
Dimas examinó los detalles que Julio iba señalando. En efecto, del agujero circular, dentado y muy irregular, partían grietas en todas las direcciones, como los radios de una rueda de bicicleta.
-Era inglés -afirmó Gerardo.
-¿En qué te basas? -preguntó Dimas.
-La ropa que vestía se ha disuelto en el agua al tratar de cogerla, pero estos botones tienen grabado el escudo de la armada inglesa y los galones corresponden a un comodoro inglés.
-Pero el sello de la daga es español -señaló Dimas.
-No estoy completamente seguro -comentó Gerardo, vacilante-, pero yo diría que es el sello oficial de Carlos II.
-No puede ser, Gerardo -se opuso Julio-. ¿Cómo iba a llevar encima un oficial inglés el sello real español?
-A lo mejor lo asesinaron por eso -aventuró Rafael Beira.
-¡Esto es absurdo! -exclamó Dimas-. El galeón es, seguramente, uno de los de la Flota de la Plata que hundieron los ingleses aquella noche de 1702. ¿Os parece que si los españoles mataron a un alto oficial inglés en plena batalla, iban a tomarse el trabajo de emparedarlo, con el follón que había?
Gerardo tomó la daga en sus manos y la contempló largamente. El sello con la corona real española en el centro y la leyenda "Carolus II Rege" formando un círculo, era un bajorrelieve en la cabeza del puño, que estaba decorado con piedras semipreciosas engastadas en el acero dorado a fuego, al estilo toledano. Parecía un arma más decorativa que ofensiva. Si todas las circunstancias que rodeaban al esqueleto eran insólitas, en su opinión lo más incomprensible por carente de lógica era la presencia de ese sello fuera de los ámbitos palaciegos.
-Como ha dicho Rafael, a lo mejor lo mataron justamente porque tenía la daga -aventuró.
-No, Gerardo -señaló Dimas-. Los que lo mataron no sabían que la tenía. Se la habrían quitado, porque en aquella época se trataba de un objeto demasiado importante. ¡Esto es un misterio del carajo! Veréis, si lo emparedaron, sería porque los asesinos temían ser descubiertos, pero en aquellos momentos, cuando la armada inglesa estaba atacando a la española, matar a un comodoro inglés hubiera sido digno de condecoración. Que lo emparedaran tiene un significado que no puedo comprender, porque no olvidemos que se trata sin ninguna duda de un galeón español y que quien lo mató sentía, sin embargo, terror a que alguien, a lo mejor del mismo barco, lo descubriera. Y menos comprendo que ese tío tuviera en su poder un sello que sólo podían usar Carlos II y dos o tres miembros del Consejo por delegación del rey.
-Yo creo que en aquellas circunstancias -aventuró Gerardo- no pudieron los españoles hacer prisioneros ingleses...
-Por supuesto que no -concordó Dimas-. Aquello fue un "sálvese quien pueda", con los españoles por un lado, hundiendo barcos propios para que los ingleses no pillaran el oro, los ingleses bombardeando a mansalva y saqueando los galeones de la Flota de la Plata que conseguían abordar y, en las orillas, los soldados españoles, tratando de salvar lo que pudieran... empezando por ellos mismos, porque el combinado angloholandés era mucho más numeroso. Mirad, llevo veinte años documentándome sobre lo ocurrido en la ría de Vigo aquel día; incluso he consultado los archivos ingleses. Con el cinismo y la petulancia que se gastan esos tíos, los cronistas de la batalla se jactan de que la flota volvió a Inglaterra casi intacta y que ningún inglés cayó prisionero. Mi impresión es que este asesinato y el emparedamiento no ocurrieron aquella noche. Tiene que tratarse de un suceso anterior, a lo mejor cuando todavía estaban en el Caribe. Pero, entonces, ¿por qué escondieron el cadáver? No tiene el menor sentido. Cuando lleguen las máquinas, investigaremos ese galeón tan a fondo como podamos y a lo mejor encontramos algo que nos permita aclarar el misterio.
La especulaciones se prolongaron hasta el oscurecer. Julio Parada señaló lo sorprendente de que mataran a un prisionero enemigo de un disparo, en vez de ejecutarle con la horca o a garrote. Dimas insistía en que lo más enigmático era que lo hubieran emparedado para que no pudiera descubrirlo alguien más poderoso que los ejecutores. Gerardo reprimía su impulso de hablar de los bandazos increíbles de la diplomacia española durante los años anteriores a la Guerra de Sucesión, los sucesivos pactos con alemanes, franceses e ingleses, que podían ser enemigos irreconciliables y, pocos meses más tarde, aliados fieles... y la proliferación de espías mercenarios, cuya lealtad vendían con frecuencia contra los intereses de los reyes de los que eran súbditos. Calló mordiéndose con fuerza los labios, porque no deseaba abonar las sospechas de Dimas.
Durante el viaje de regreso, Gerardo trató de hacer mentalmente un retrato del camarote del galeón. A la izquierda del compartimiento ya abierto, podía haber otro, aunque menos profundo, ya que la pared era recta mientras que el casco se estrechaba por fuera. A la derecha del ventanuco de la lumbrera, debía de haber un escondite aproximadamente igual que el del emparedado, pero ahí, a causa de la escora del casco, el lodo llegaba hasta casi la mitad de la altura de la pared. ¿Estaría todo el barco lleno de espacios disimulados?
Ahora tenía algo más inmediato en que pensar. Necesitaba ver si podía leer en la expresión de Dimas lo mismo que la noche anterior, o sea, la decisión de echarle, lo que después del descubrimiento sería una catástrofe, pero el realizador iba en la parte delantera de la furgoneta. Tendría que esperar a la cena, donde trataría de sentarse cerca de él para observarle, pero cuando llegaron al restaurante del hotel, olvidó el propósito al descubrir la mirada curiosa de la bella mujer que les acechaba la noche anterior mientras comían en un lugar que se encontraba a más de tres kilómetros de distancia. Ahora estaba sentada muy cerca de la gran mesa preparada para ellos. Una vaga sospecha le decía que su presencia no era casual.
Gracias a las bromas y risotadas con que siempre adobaban el balance del día, los temores de Gerardo sobre su permanencia en el equipo fueron reduciéndose en el transcurso de la comida. Dimas parecía ahora demasiado excitado por el hallazgo y por el efecto que tendría para el documental, como para ocuparse del problema de alguien tan poco significativo en el equipo como él. A lo mejor capeaba el temporal. Prestó atención a lo que decía:
-Que hubiera escondrijos en el galeón tiene su lógica. Los historiadores dicen que en las flotas del comercio de Indias era más lo que se robaba que lo que llegaban a fiscalizar los magistrados de la Casa de Contratación. Entre los asaltos piratas, los robos de los capitanes, los oficiales y los marineros, los comisionistas, los trapicheos de los magistrados corruptos y lo que la Casa de Contratación y el Consulado de Sevilla robaban y lo que se quedaban legalmente, al final, el rey recibía poco menos que migajas del pastelón. Lo incomprensible es que usaran ese escondrijo no para esconder oro, sino para emparedar a un sujeto que a ver qué coño pintaba en el barco.
Gerardo asentía a cada afirmación de Dimas, como quien sigue con la cabeza la melodía de una música conocida. Dimas volvió a mirarle de la manera penetrante que había venido haciéndolo los días anteriores; alarmado, el joven desvió los ojos y apretó los labios, de nuevo rojo de rubor y rabioso por haber descuidado la guardia.

POR FAVOR, NO COMPREN USTEDES MIS LIBROS
Dado que dos editoras me han estafado en los últimos cinco años un total de 123.000 euros y se niegan a devolverme los contratos (la ley de propiedad intelectual es muy inútil), les ruego que no compren ustedes mis libros, con lo que sólo benefician a dos estafadoras. La una, presuntuosa, se cree poderosa porque ostenta un apellido sonoro en la comunicación. La otra, conocida en Barcelona por sus estafas, se cree impune porque fue un cargo público.
Diariamente, publicaré capítulos de las siguientes obras:
SABADOS: Cátaros, La libertad aniquilada.
DOMINGOS: Oro entre brumas
LUNES: La desbandá.
MARTES: Indianos
MIÉRCOLES: Los pergaminos cátaros
JUEVES: El ocaso de los druidas.
VIERNES: Después de la desbandá
Insisto en que NO compren ninguno de mis libros. Gracias