viernes, 30 de julio de 2010
ORO ENTRE BRUMAS 4ª entrega
ORO ENTRE BRUMAS
Irresolución
El Bezmiliana y los demás navíos llevaban más de dos años en La Habana a causa de la irresolución de los almirantes, a quienes se habían sumado los de dos nuevas Flotas de la Plata, las de 1700 y 1701. Corría 1702 y el río de oro que antaño fuera el océano Atlántico se había secado, represado el río en el Castillo de la Fuerza y otros fuertes habaneros, donde crecía de tanto en tanto el tesoro que, a juicio del maese, era el mayor que la mente más calenturienta hubiera podido imaginar a lo largo de toda la Historia.
Hablaban de prudencia y cautela, pero todos los argumentos le sonaban a maese Rinaldo a cobardía o, cuando menos, a pusilanimidad. Los sentimientos y conductas parecían transformarse bajo el calor pegajoso, siempre insoportable, o bajos los torrentes abrumadores de la temporada de lluvias que dejaban la vida en suspenso. La sensualidad que flotaba en el aire, los colores de los pájaros, la exuberancia vegetal y el destello somnoliento del sol frecuentemente velado por la calima húmeda, habían acabado por insuflar a los marinos, residentes provisionales, la misma molicie y la despreocupada sandunga que caracterizaba a los habaneros. Simulaba ignorarlo, pero entendía ya perfectamente el castellano musical que usaban; su fino oído, que tanto había tenido que entrenar en las misiones por ciudades europeas, le permitía escuchar conversaciones que sus protagonistas no querían ni debían permitir que fuesen oídas, aunque, no obstante, con su modo bullanguero de dialogar, no mostraban la debida precaución; acechando parloteos ajenos, había comprendido que La Habana era el foro más clamoroso de las habladurías, los chismes, la difamación, la calumnia y las componendas que debía de existir sobre la faz de la Tierra. Contagiado del ambiente jaranero, intrigante y malediciente, don Francisco iba camino de malograr el espléndido futuro que le había vaticinado al principio y él mismo no estaba ya demasiado seguro de sus propias facultades. Ante la indiferencia de los mandos del Bezmiliana, y confiando en la vigilancia más o menos permanente de los muelles que para él realizaba don Francisco, recorrió los alrededores de La Habana al comienzo con curiosidad e interés de científico y, más tarde, y a su pesar, con verdadera fruición de holgazán negligente, abandonado a la voluptuosidad y desentendido pecaminosamente del rigor que exigía la Orden.
Un día, junto a la desembocadura de un río increíble, que llamaban Boca Jaruco, mientras nadaba y buceaba en el agua que parecía cristal etéreo, creyó sufrir una alucinación; una mujer de edad que no fue capaz de determinar se encontraba de pie, semidesnuda, en una roca de la ribera donde el bosque llegaba al mar. Tenía el larguísimo cabello negro engalanado con hibiscos de varios colores y había muchos pájaros a su alrededor, inmóviles como si posaran en un cuadro de Venus, unas aves pequeñas de alas listadas de blanco y negro que parecían formar un nimbo envolviendo a la mujer de piel morena y ojos oblicuos. Ella le miraba asombrada como si él le pareciera tan insólito como ella le parecía a él. Maese Rinaldo permaneció unos instantes dando brazadas, flotando sin desplazarse, contemplándola en espera de que se desvaneciese, pero ella sonrió y le indicó con la mano que se acercara. Relajadas sus reservas habituales y sin recordar que estaba completamente desnudo, obedeció como si algo hubiese anulado su voluntad. Emergió sin esfuerzo en la misma roca que ocupaba ella, que al instante acarició su pelo amarillo con expresión de incredulidad. Intentó tocarla, pero ella se retiró un poco sin descomponer la sonrisa ni desviar la mirada. Sin decir nada, le indicó con un gesto que la siguiera mientras los pájaros de alas listadas emprendían el vuelo.
El angosto sendero atravesaba el denso matorral de la orilla, donde abundaban las plantas carnívoras, y, más allá, una faja boscosa invadida de bejucos que colgaban laberínticamente de árboles semejantes a cedros, ficus, extraños pinos y palmas que parecían helechos pintados por un artista trastornado. Más adelante, se abrió ante ellos un espacio despejado donde se balanceaban palmas gigantescas movidas por la brisa, en cuyo centro había una cabaña circular. Contoneando las redondeces ebúrneas casi descubiertas que al maese le parecían irresistiblemente atractivas, la mujer le indicó que entrase cuando ella lo hacía. Ocupaba gran parte del interior un altar engalanado de flores muy aromáticas iguales que grandes jazmines y azucenas, dos puñales ensangrentados, una jarra de cristal tallado y multitud de velas encendidas ante varias imágenes que algunas parecían católicas. La mujer entonó una salmodia en un idioma desconocido al tiempo que vertía parte del contenido de la jarra en una taza pequeña de peltre, que ofreció a Rinaldo. Vulnerando todas las cautelas en las que había sido educado, ni siquiera examinó el contenido de consistencia lechosa y lo sorbió de un trago; sabía a flores de naranjo y licor monacal, a especias de la India y elixir celestial, a hierbas de montaña alpina y néctar del Olimpo. Tras observarlo con mucha concentración mientras se él relamía los labios, sonriendo y con un extraño fulgor en la mirada, la mujer se acarició los turgentes y apenas velados pechos y volvió a murmurar sus letanías mientras sacaba una gallina de una especie de jaula de ramas entretejidas donde había cinco más; le indicó que se arrodillase y una vez postrado, lo que en otro estado él -y cualquiera en la Orden- hubiera considerado blasfemo y suicida, ella tomó uno de los puñales viéndolo Rinaldo aproximarse a sus ojos sin prevención ni temor, ni gesto autodefensivo alguno. De un tajo certero, la mujer degolló a la gallina y vertió la sangre sobre la cabeza de maese Rinaldo y el mundo se tornó rojo, fragante y celestial mientras él levitaba, desprovisto por completo de carne mortal. Lo que siguió no fue capaz de evocarlo jamás con nitidez, porque se mezclaban las imágenes en su recuerdo como un tumulto de delirios y gozos inconexos e imposibles; risas benevolentes y cómplices de un lascivo e hipersexuado Baphomet bajo humaredas carmesíes; Venus enjoyada de medias lunas blancas y negras introduciéndose bananas descomunales en la vagina; y él, raptado eternamente por un torbellino de placeres que nadie podría disfrutar, sin perecer, tanto tiempo como él creía haber permanecido en el arrebato.
Despertó junto al lío de su ropa, a la sombra de un espectacular flamboyán amarillo. No había rastros de la mujer ni de los hibiscos, ni de los pájaros, ni consiguió reencontrar el claro poblado de palmas.
A partir de ese día, regresó muchas veces a la pequeña ensenada de Boca Jaruco a ver si volvía a verla. El pesar por no lograrlo y el tedio de la espera inútil, le hicieron recuperar el interés por la observación de la flora y la fauna, tan sorprendentes, y, con ello, su dedicación a la postergada misión.
Los dimes y diretes que recorrían los muelles y las tabernas describían las incursiones de los piratas como si estos fueran el poder más invencible del mundo. Todos narraban historias de violaciones y crueldades inauditas, de rapiñas incalculables, de incendios de iglesias y exterminio de clérigos, de violaciones de monjas y de niños, de ríos de sangre derramados en numerosas fortificaciones españolas de las Antillas, incluso en algunas muy cercanas a La Habana, y nadie parecía extrañarse porque el imperio más extenso de la historia temblara ante unas cuantas partidas de facinerosos. El imperio donde no se ponía el sol era ensombrecido a diario por unas pocas banderas negras.
Maese Rinaldo bebió un sorbo de coco y ron al tiempo que se enjugaba el sudor. Dos años de inactividad, de anulación, mientras su ánimo iba debilitándose por las dudas. Comenzaba a recuperar el alerta, como si el hechizo inspirado por la molicie, la sensualidad del clima y los placeres estuviera perdiendo fuerza, y volvía a temer la posibilidad cierta de morir. ¡Cuánto debería justificarse y pedir perdón ante el gran Maestre si conseguía volver a postrarse ante él!
Sus ojos fatigados vieron recortarse una conocida silueta en el contraluz de la entrada del mesón de Los Mangos. Don Francisco debía de traer buenas noticias, a juzgar por su semblante. Desde que lo conociera tres años antes, habían desaparecido de su rostro y su figura los residuos de adolescencia que aún conservaba entonces, y ahora era ya un adulto, condición que reforzaba deliberadamente no sólo con el bigote y la perilla que se había dejado crecer a imitación del maese que tanto veneraba, sino con su porte, cómicamente ampuloso a ratos, pero siempre dignísimo.
Sólo después del examen de su pupilo, se percató maese Rinaldo del personaje al que precedía. Al identificarlo, anticipó que tres años de zozobra podían estar a punto de acabar. Se estremeció hasta el extremo de que su garganta estuvo a punto de romperse en un grito desgarrado de júbilo, que consiguió contener. Conocía a Adolpus de Athenry desde que éste era un niño. Ahora debía de estar ya muy próximo a cumplir treinta años, pero su aspecto era el de alguien muy viejo que acabara de salir del infierno. Demacrado como si hubiera ayunado durante meses, sus ojos apenas brillaban, pero refulgieron al cruzarse con los suyos.
-Adolphus... -murmuró más que saludó.
El hombre de pelo rojo y delgadez esquelética le tendió ambas manos.
-Saltó a tierra desde el navío en cuanto me descubrió en el muelle con el broche de plata en el pecho -se ufanó don Francisco.
Maese Rinaldo apenas le oyó. Detestaba exteriorizar sus emociones, y mucho más ante don Francisco, pero estaba convulsionado.
-Suponía que habías muerto -dijo Adolphus.
-En las peores adversidades, sólo mueren los que no tienen verdaderas ganas de vivir. Pero como dijo Santo Tomás de Aquino, “la debilidad de los fuertes es que no saben resistir; saben buscar el éxito, pero no hallan qué hacer con un fracaso”; tal me ocurre, Adolphus querido, pues siento como un inmenso fracaso esta prolongación insoportable de una misión que debió durar seis meses tan sólo. ¿Qué sabes de Julius y de Alcibiades?
-Julius partió de Cádiz en la segunda flota de 1699 y Alcibiades, en la de 1700 -informó Adolphus con alarma en los ojos-. ¿No se pusieron en contacto contigo?
-Nunca llegaron a La Habana...
-¡Muertos!
Mientras trataba de imaginar las circunstancias en las que sus dos fratres podían haber sido asesinados o ejecutados, y se preguntaba qué habrían revelado sobre él durante las sesiones de tortura, se dio cuenta de que don Francisco les miraba con expresión contrariada.
-Perdonadnos, don Francisco. Maese Adolphus apenas conoce el latín y comprenderéis que, tras una tan larga espera, tenemos mucho de que hablar.
-¿Deseáis que me ausente?
-No es necesario; bebed con nosotros si os place; sólo me preocupa que podáis sentiros relegado porque hablemos una lengua que no podéis entender.
-¿Cuál es?
-Un idioma ancestral que muy pocos en el mundo conocen. Ya os hablaré de él y, ahora, disculpad, porque necesito saber qué ha pasado en Europa desde nuestra partida.
A pesar del entusiasmo por la llegada de su amigo, Rinaldo no conseguía librarse del sentimiento de culpa por los riesgos que don Francisco corría sin saberlo. Le sonrió con ternura antes de preguntar a Adolphus:
-¿Sabes si mis cuatro misivas de 1699 llegaron con bien a sus destinatarios?
-Como puedes imaginar, sólo tengo certeza sobre dos, puesto que se me requirió para descifrarlas. De las otras dos, apenas puedo aventurar que sí llegaron con bien, aunque, como sabes, las cosas han cambiado en la corte de Madrid de manera gravemente perjudicial para nosotros.
-¿Y qué comentan allí sobre la irresolución de los almirantes, que no se deciden a emprender el retorno?
Antes de responder, Adolphus consultó un legajo que extrajo del zurrón.
-¿Es verdad que el acoso de los piratas es tan insuperable... o les mueven a los almirantes otros motivos para el retraso? ¿Cuestión de lealtades dudosas?
-Del acoso pirata, tú y yo podemos suponer que es verdad. De lo que ya no estoy tan convencido es de que sea de veras insuperable. En los dos años que llevamos en La Habana, he visto partir muchas expediciones de naves que iban a tratar de vencer el bloqueo, pero, Adolphus, por inconcebible que te parezca, salían pertrechados como para un pacífico viaje de exploración, no para librar batallas, porque los navíos fueron desarmados hace tiempo con objeto de cargar más oro y ni siquiera se tomaban el trabajo de rearmarlos aunque, antes de tales incursiones, depositaban la carga en los fuertes. Siempre volvían alardeando de haber hundido tantos o cuantos navíos piratas, pero la verdad es que si sumáramos los que decían, no quedarían piratas en el mundo.
-¿Crees, pues, que existen otros motivos para no levar anclas?
-Las intrigas son numerosísimas. No hay en La Habana un capitán que se fíe de otro capitán ni un almirante que no recele de los demás almirantes. Todas las semanas se celebran juicios por traición con las acusaciones más peregrinas que imaginar puedas, cuando, en verdad, lo que pretenden los miembros de los jurados eliminando a sus competidores es acrecentar sus cuotas en el reparto. Porque, como sabrás por las misivas que descifraste, la mayor parte del oro y las gemas no está consignada en los registros. Sólo una parte por cada siete u ocho.
-¿Tanto se queda en el camino? ¿Y dices que acusan y condenan para aumentar los cupos?
-Sí, Adolphus. He visto tantas ejecuciones, que se me han agotado las plegarias. ¿Qué se dice en el continente al respecto?
-Que se hayan agrupado en La Habana las flotas de tres años -respondió Adolphus-, es una situación con escasos precedentes, que está originando gravísimas consecuencias en Europa. Corren vientos de guerra, Renald, pero no escaramuzas como las que ahora libra el nuevo rey de España en defensa del Milanesado y Nápoles, sino algo mucho más terrible, una contienda universal, porque, como sabes, no son las arcas de Madrid adonde llega el oro español, sino a las de los demás reinos a través de los aranceles que pagan los comerciantes de Londres, París o La Haya, pues son los mercaderes de toda Europa, y no los españoles, los que dominan las transacciones de la Casa de Contratación de Sevilla. Ese oro es la grasa que permite funcionar los engranajes de la política europea. Ahora, habiendo pasado tres años sin que llegue a Cádiz ninguna Flota de la Plata, las arcas de Madrid están completamente vacías, pero también las de Inglaterra y Francia e inclusive las del emperador Leopoldo. Sería inútil describirte las intrigas que se suceden entre las cancillerías. Cualquier alianza es ahora imaginable, y cualquier enemigo es posible, todos contra todos o todos contra España, porque los reyes están al corriente de lo que aquí en La Habana aguarda para cruzar el océano. De reino en reino se disfraza la codicia con proclamas patrióticas y hasta en Roma se viste la avaricia de santidad. Tú has asistido al proceso de acumulación de riquezas desde el comienzo, Renald; ¿de qué magnitud calculas que se trata?
Maese Rinaldo miró a don Francisco, que bajó los ojos como si quisiera no hacerle sentir culpable por mantenerlo en la inopia.
-La magnitud es incalculable, Adolphus. Los tesoros de ensueño de todas las fábulas se han materializado en La Habana. Nunca en la historia del hombre se ha reunido un tesoro igual y no creo que nunca vuelva a reunirse. ¿Qué puedes contarme sobre Felipe V?
-Fue coronado a los diecisiete años y es nieto de Luis XIV, ¿qué crees que puedo contarte? Es un pelele bajo la férula del rey de Francia pero, además, es un pelele frustrado, porque él ambicionaba el trono de su abuelo. Ahora está en Italia, guerreando, convencido de que es la reencarnación de Carlomagno, y ¿sabes quién gobierna el reino de las Españas en su nombre?
-¿El Almirante de Castilla? -aventuró Rinaldo, esperanzado.
-No, Renald. Ha dejado al frente del gobierno a su esposa, Gabriela de Saboya, una niña de quince años; imagina cuánta prudencia y astucia podrá desplegar. El nombre de España se va a disolver entre los barros de la historia y el imperio va a convertirse en una provincia francesa, y no sé qué se podría hacer para evitar que, de seguida, Francia se adueñe de toda Europa -Adolphus hizo una pausa y, a continuación, sonrió antes de preguntar: -¿Cómo diantres has conseguido sobrevivir en este avispero, Renald?
-En no despreciable medida, gracias a este joven -señaló a don Francisco-, que me ha evitado ponerme en evidencia más de lo indispensable.
-¿Quién es?, ¿puedes de veras confiar en él?
-Creo que no completamente. Si conociera el alcance verdadero de nuestra misión, es posible que decidiera matarme, pero no sabiéndolo, su lealtad es inquebrantable. Se trata de un hombre con grandes cualidades. Me ha demostrado su apetito de conocimientos y podría, con el tiempo, ingresar en la Orden, pues su afición por mí le ha situado en el sendero del saber.
-Sería maravilloso. Necesitamos jóvenes valerosos.
-También me ha ayudado a mantener mi integridad el haber ganado el favor del almirante de la primera flota.
-Eso es formidable. ¿Has utilizado con provecho tal favor?
-Sí.
Ese mismo día, llegada la noche, el capitán Zoilo de Monegros reunió a su grupo de íntimos. Todo se estaba precipitando, como si el puerto despertase de un sueño hipnótico de casi tres años.
-¿Habéis logrado enrolar a suficientes hombres, don Luis? -preguntó al contramaestre
-La tripulación está ya casi completa, pero sólo la mitad de los que vinieron de Cádiz han aceptado volver con nosotros -respondió don Luis de Alcor-. Dos años es demasiado tiempo para permanecer ociosos en lugares como La Habana. Muchos de ellos han hecho fortuna en este tiempo y los que no, se quedan por cuestiones del corazón. Todos sabemos cómo son las habaneras.
-¡Líbreme María Santísima! -exclamó Tomás de Utrera-. He logrado permanecer exento de pecado en este lupanar.
Los demás contuvieron la sonrisa irónica que la mojigatería de don Tomás les inspiraba. Aun en un sitio donde el calor, la música y el ron exaltaban los sentidos a todas horas, no era difícil mantenerse casto a su edad y con su aspecto.
-Bien -rectificó el de Alcor-, al menos de oídas, todos sabemos cómo son las habaneras. Varios de los hombres de la primera tripulación han encontrado en ellas razones para permanecer aquí. Ahora, tropezaremos con la dificultad de que muchos de los nuevos ignoran las artes de marear.
-Pues es grave inconveniente -dijo don Zoilo-, porque está cercano el día en que habremos de emprender el retorno.
-¿Se confirman, pues, los rumores? -preguntó Rodrigo de Dueñas.
-Pareciera que sí -respondió don Zoilo-. Según aseveran los informes, si las tres flotas no vuelven a Cádiz antes del otoño, la situación económica de la corona sería insostenible. Por ello, se hallan los almirantes en conferencia permanente con el duque de Moctezuma, llegado en la flota recién arribada de Veracruz, estudiando cómo organizar una travesía serena, que eluda los asaltos piratas. Me preocupa, entonces, que esos hombres que acabáis de enrolar, don Luis, representaran más estorbo que ayuda.
-Maese Rinaldo fue introducido en este navío como maestro en las artes de marear -dijo don Luis de Alcor-, ¿no es así? Pues ahora ha llegado la hora de que nos sirva.
-Convertiría a los que tuviera a su cargo en íncubos -aseguró don Tomás de Utrera con tono agorero.
-Vamos, don Tomás -discrepó don Zoilo-. No exageréis.
-¿Exagero, don Zoilo? ¿Cómo, entonces, ha conseguido ese endemoniado continuar vivo y permanecer entre nosotros, si no es porque nos ha convertido en víctimas de sus encantamientos?
-¿Os sentís encantado, don Tomás? -ironizó don Zoilo.
-Guardaos vuestras chanzas, don Zoilo. ¿Acaso no es milagro infernal que permanezca con vida cuando tantas razones nos asisten para que la pierda?
-Tiene reforzadas con acero sus defensas, don Tomás. Ningún inquisidor ni almirante ha querido escucharme en cuanto eran informados de sus credenciales. Ello, sin olvidar que tras algunos altibajos, cuenta con el favor de don Manuel Velasco de Tejada. Es indispensable acabar con él antes que llegue a informar a nuestro regreso de la fortuna que con tantos sinsabores venimos reuniendo, pero, en las Españas, un salvoconducto del Almirante de Castilla vale más que una bula papal. De todas maneras, ¿quién os ha dicho que vaya a llegar a Cádiz con bien?
Todos entendieron en qué sentido apuntaba la insinuación de don Zoilo, pero don Rodrigo de Dueñas opuso:
-En tal caso, habría que pensar también en quienes le amparan en el navío.
-¿De quién habláis, don Rodrigo? -preguntó el capitán.
-De don Francisco de Alcaparaín.
-Hace mucho que no se les ve cordializar -aseguró don Luis de Alcor.
-¿Tan fácilmente se os puede engañar, don Luis? -ironizó el de Dueñas-. Esos dos se han cuidado mucho ser vistos públicamente juntos, pero observad qué coincidencia; cada tres días van, cada uno por su lado, al mesón de los Mangos. Llegan por distintos caminos, pero casi a la misma hora. Tampoco se les ha visto nunca juntos en el interior, pero permanecen encerrados con mujeres casi simultáneamente, y luego abandonan el mesón uno poco después del otro. ¿Quién nos puede asegurar que el tiempo que pasan con las mujeres no lo usan para conspirar?
-Sí -aceptó el capitán-. Algo de eso ha llegado a mis oídos.
-Y, además, no es don Francisco el único que ese demonio ha cautivado -añadió Rodrigo de Dueñas-. También don Fernando de Tolox pareciera embrujado por él. ¿Y no es cierto, don Luis, que el antiguo grumete ha sido uno de los que con mayor entusiasmo ha querido ser enrolado de nuevo?
-Así es, pero recordad, don Rodrigo, que aunque dejó de ser grumete, es casi un niño todavía -respondió don Luis-. ¿Cómo va a tener criterio para entrar en conspiraciones? Y, por otro lado, todos sabemos que pertenece a una familia hidalga amiga del magistrado de la Casa de Contratación, quien sin duda nos pedirá cuentas sobre él. Sería muy peligroso incluirlo en nuestros planes.
La mañana que maese Rinaldo debía comenzar a impartir lecciones a los nuevos marineros, llegó un mensaje del Castillo de la Fuerza. Don Manuel Velasco de Tejada volvía a requerirle, y con urgencia impostergable, lo que le hizo sentir liberado de un compromiso del que no imaginaba como salir airoso. ¿Le llamaría por alguna de sus dolencias, más imaginarias que reales?; como cuando creyó haber sido infectado de sífilis, resultando que lo único que padecía era una afección de hongos en las ingles, que hubiera podido evitar de seguir sus recomendaciones, cosa que jamás hacía aunque jurase hacerlo.
Notó al llegar que había mucho movimiento en torno a una larga fila de carretas. Los ingentes depósitos de plata, maderas preciosas, perlas, cueros, jade y sedas bordadas salían con precipitación y cierta desorganización del fuerte. Supuso que sería mayor el orden cuando debieran transportar las gemas y el oro. O sea, el oro y las gemas que habían sido depositados oficialmente, con registros escritos, descontando lo que permanecía escondido en los navíos, que debía de ser mucho más. El capellán del Bezmiliana, un cura regordete que no medía más de vara y media de alto y al que había visto muchas veces encerrarse acompañado en cámaras del Mesón de los Mangos, pasó apresuradamente a su lado sin mirarle; muy reverencial pero sin cautelas a pesar de su valor extraordinario, portaba una pesada cruz de oro cuajada de amatistas y con una esmeralda enorme en el centro, mientras sujetaba bajo las axilas un copón decorado como la cruz y dos patenas. Otros capellanes también se daban prisas, trasportando a sus naves respectivas objetos de culto igual de valiosos.
El almirante tardó en recibirle. Lo veía desde la antesala firmar los numerosos documentos que un amanuense le presentaba y, simultáneamente, daba órdenes apremiantes a oficiales y ujieres que no paraban de ir y venir. Le dedicó algunas sonrisas esquinadas sin indicarle que pasara y cuando por fin lo llamó, habían transcurrido más de cuatro horas.
-Sabed don Rinaldo que zarparemos a no tardar mucho -dijo don Manuel-. De acuerdo con lo que me relatasteis de la travesía inicial sobre aquellas horribles enfermedades y los medios con que podíamos haberlas evitado según vos, debéis preparar un listado de todo lo que necesitaremos para prevenirlas. Hacédmela llegar cuanto antes, pues debo tener esa lista en mi poder al amanecer del día de mañana, a fin de que mis hombres dispongan de tiempo para cumplimentarla.
-Lo haré en cuanto vuelva a mi cámara.
-Siempre me asombra vuestra calma, maese. No habéis mostrado la menor emoción al hablaros del retorno al hogar.
-Carezco de eso que vos consideráis hogar, don Manuel.
-¿Cómo así?
-Mi hogar es este planeta, que, como sin duda sabréis, es una pequeña mota de polvo en el Universo infinito.
-¡Quitad, don Rinaldo! No hagáis que tenga que denunciaros a la Santa Inquisición.
Brillaba la acostumbrada chispa en los ojos del almirante. Hacía mucho que maese Rinaldo había dejado de temer tales alusiones en sus joviales labios.
-¿Están despejadas de piratas las rutas, don Manuel?
-No completamente. Pero ya no tendremos que temerles.
-Me asombráis.
-No hay razón para el asombro, maese. Dentro de dos días, tres a lo sumo, llegará la mayor y mejor Armada del mundo con el encargo de proteger la travesía.
-¿La mayor Armada del mundo? ¿Cuál es?
-La francesa. El rey don Luis XIV ha llegado a un acuerdo con su nieto, el rey Felipe, nuestro señor. Ya han sido avistados desde Puerto Rico los veinticuatro navíos más poderosos que imaginar podáis.
Maese Rinaldo podía imaginarlos muy bien. De hecho, los conocía muy bien. No cambió su expresión, aunque era extraordinaria su descomposición. Ansió que don Manuel le despidiera.
Cuando lo hizo por fin, corrió a escribir la lista, la envió al Castillo de la Fuerza confiada a don Fernando de Tolox y salió a continuación a recorrer los muelles con los ojos como luminarias, para tratar de encontrar a Adolphus. No podía esperar un día ni una hora para maquinar con él un plan que les sirviera para eludir, engañar o burlar a quienes en la armada francesa les conocían de sobra, ya que habían abundado los tropiezos con ellos cuando ambos realizaban, en casi todos los puertos franceses del Atlántico, misiones encomendadas por la Orden. En 1696, había tenido que rescatar a Adolphus de una prisión de La Rochele, donde el pelirrojo había sido encarcelado tras ser sorprendido durante la revisión de un astillero. El asalto de aquella mazmorra le costó los ahorros de diez años y una cicatriz que recorría su costado izquierdo desde la axila hasta la cintura.
No encontrando a Adolphus en los muelles ni en las proximidades del navío en que había llegado, emprendió un recorrido por los mesones de La Habana que temía que pudiera tomarle toda la noche, pues era Adolphus un hombre, por ser más joven, mucho más venal que él y no desdeñaba ningún placer que no estorbase su trabajo.
Descartado el Mesón de los Mangos, porque era su lugar de encuentro habitual y por tal razón ninguno de los dos lo frecuentaba para otros menesteres, pensó en primer lugar en La Barracuda. En el local, a medias bajo un cobertizo cuadrangular y a medias a cielo abierto entre palmeras de las que pendían centenares de candiles, sonaba la cálida y alegre música habanera con mayor entusiasmo de lo acostumbrado, pues los marineros presentían o sabían con seguridad que la partida era inminente. Batían con fuerza las palmas, como si quisieran impregnarse de la sensualidad y los placeres de La Habana que, acaso, nunca volverían a disfrutar. La atmósfera era casi sólida a causa de la humareda, ya que los hombres se habían aficionado a producir humo con la boca, dejando arder entre los labios unos gruesos cilindros de hojas de tabaco enrolladas. Todos estaban casi borrachos, borrachos como cubas o derrumbados en el suelo por la borrachera. Según juraba, entre maldiciones contra los galos, un viejo desdentado y tuerto que bebía en una mesa cercana, los rumores sobre la próxima arribada de la armada francesa no habían contentado de igual modo a toda la marinería. Él había perdido el ojo izquierdo a manos de un marsellés, veinticinco años atrás, durante una refriega en el Franco Condado. Para remarcar su desprecio hacia todo lo francés, entonó una sátira que, hacía mucho tiempo, el pueblo de Madrid cantaba para denostar a la primera esposa de Carlos II, María Luisa de Orleáns, que era sobrina de Luis XIV, y a quien culpaban entonces los españoles de que el rey no consiguiera engendrar un heredero. Todos corearon entre carcajadas la copla, cuyo significado no consiguió el maese entender:
"Parid, bella flor de lis
en aflicción tan extraña.
Si parís, parís a España;
si no parís, a París"
Siguieron a las risotadas expresivos ademanes obscenos, que sí entendió.
Uno saltó al estrado donde bailaba una mulata con los senos descubiertos y, contoneándose a su ritmo, comenzó a bajarse los calzones hasta descubrir sus vergüenzas inflamadas con impulsos violentos de la pelvis. Como su ánimo era demasiado sombrío para reír, Rinaldo se aupó a un banco y reemprendió con la mirada la busca de Adolphus, tratando de descubrir su roja cabellera por encima de la alborotada muchedumbre, cuyas actitudes desmentían la fama de austeros de que blasonaban los españoles en Europa.
Don Luis de Alcor, el contramaestre del Bezmiliana, se encontraba en un rincón hablando al oído del sobrecargo de uno de los galeones de la flota de Veracruz. Sus ojos se cruzaron con los del maese y, al reconocerlo, asomó la alarma a su rostro. Interrumpió la charla y, como si pretendiera fingir no hacer lo que estaba haciendo, se aproximó a varias mujeres que batían palmas en una mesa vecina y se sumó torpemente al ritmo. Maese Rinaldo no se preguntó el alcance de lo que, según las trazas, se trataba de alguna clase de intriga. Había tantas en esa ciudad que ya no cabía el asombro.
Habiendo comprobado que Adolphus no se encontraba allí, recorrió colmados, mesones y fondas, lupanares, bohíos, y tabernas, abriéndose paso entre la ebriedad colectiva y conteniendo la impaciencia ante quienes le invitaban a festejar con alientos avinagrados, hasta que pensó en la posada de La Iguana, donde la celebración parecía un calco de la fiesta de La Barracuda, salvo por el hecho de que había muchos hombres en los lugares más discretos en actitudes que revelaban graves cabildeos y maquinaciones, ya que se trataba de un local que constituía una especie de foro naval y era, en realidad, donde menos esperaba encontrar a su fratre.
Evidentemente, no era el único con razones para sentir alarma por la llegada de los franceses; por lo que podía discurrir contemplando las actitudes de quienes llenaban el local, terminada la noche de jolgorio serían centenares los que amanecieran degollados o con los corazones partidos; el medio más resolutivo para desembarazarse de delatores que conocieran el odio que sentían sus asesinos por los súbditos de Luis XIV y por el mismísimo ambicioso rey.
Con gran dificultad a causa de lo enrarecido del ambiente y la multitud alborotada, descubrió la mancha roja del cabello de Adolphus a la derecha del estrado, en un rincón; conversaba íntimamente con un joven oficial de su nave. Se mostraba borracho, lo que le hizo fruncir los labios con desagrado. Una de las normas que no debían transgredir los fratres milites era la obligación de permanecer sobrios en las circunstancias trascendentales, y él debía de saber ya que ésta lo era. Casi abrazado al oficial, sorprendentemente Adolphus parecían estar canturreando y el otro le coreaba entre risas. No podía acercarse a ellos, porque así sería revelada su amistad mutua y, en consecuencia, descubierta la estrecha relación que mantenían, lo que perjudicaría gravemente a sus fines. Sin dejar de vigilar el rincón, maese Rinaldo fingió abstraerse en la ruidosa fiesta que las mujeres y los marineros estaban celebrando con verdadera pasión, sabedoras ellas de que perderían pronto el negocio hasta el año próximo y sabedores ellos del tiempo escaso que les quedaba para disfrutar placeres tan pródigos. Sus canciones hablaban de amores fieles hasta la muerte, de promesas de reencuentro y de reproches de alcoba. Más divertidos o líricos que procaces, casi todos los poemas parecían recién improvisados, pues podía, a pesar del insuficiente conocimiento de la lengua, descubrir rimas y métricas muy forzadas y torpes. Lo que sí resultaba procaz era el baile de las mulatas; poseían cuerpos extraordinariamente voluptuosos, de caderas anchas, cinturas finas y pechos firmes a pesar de su tamaño; daba la impresión de que su libidinosidad estuviera mezclada con la inocencia, como si los contoneos, las pelvis impulsadas acompasadamente hacia adelante y las jugosas lenguas con que se humedecían los labios formaran parte de su manera natural de entender la música y el baile. Ciertamente, debía ser así, pues conocía en África bailes muy semejantes y esas mulatas serían nietas, o bisnietas a lo sumo, de esclavos traídos de aquellas tierras, si no eran esclavas ellas mismas, explotadas por sus dueños para el placer nómada de la marinería.
Entre los marineros, los más jóvenes señalaban a sus compañeros las erecciones que les causaban los contoneos de las bailarinas, sin pudor, jactanciosamente, abultamientos que eran celebrados por los demás con palmadas y carcajadas. ¿Qué opinarían de todo ello los graves clérigos que acompañaban la expedición y los siniestros personajes de la Santa Inquisición que, aunque impregnados de la sensualidad festiva de La Habana, eran tan temibles allí como en cualquier otro lugar de las Españas?
Adolphus se dispuso a salir. Lo vio trastabillar un poco al alzarse del asiento; si no se trataba de una simulación para lograr cualquier objetivo relacionado con la misión, su ebriedad era superior de lo que calculara al llegar, puesto que el joven oficial tuvo que sostenerlo y empujarlo hasta la salida.
Abandonó el local tras ellos. Extrañamente, no se dirigieron a los muelles, sino hacia el interior de tierra firme, donde la población se convertía en un lodazal inmundo cobijado bajo una vegetación maravillosa con la que desentonaba porque parecía el parque encantado de un califa, pues más allá de las murallas de piedra se abrían callejas interminables entre frágiles construcciones de palos entrelazados y hojas de palma y bálago, que contrastaban con la riqueza lujuriante de palmas, magnolios y ficus y el trino y chasquidos nocturnos de pájaros innumerables posados con indiferencia confiada en todas las ramas de las espléndidas copas. Brotaban de las casas, indistintamente, aromas y hedores; perfumes de fruta, flores y guisos muy especiados y la hediondez de la enfermedad, el desaseo y los excrementos vertidos ante las puertas.
No conseguía columbrar adónde podían encaminarse Adolphus y el oficial. ¿Por qué se alejaban del puerto? Podía suponer que el consentimiento del fratre le conducía a algún fin, seguramente estaba sonsacando información. Pero, por otro lado, esto carecía de lógica, ya que se trataba de un marino de su propio navío y en el primer encuentro Adolphus había relacionado minuciosamente lo que cargaba. De todos modos, si aceptaba acompañar al oficial hacia un destino tan poco comprensible, debía tener razones poderosas aunque estuviera ebrio. Rinaldo confió en que la borrachera fuese fingida y, por tanto, permaneciera intacta su capacidad de alerta. Tenía que ser así y oró para que Adolphus no hubiera olvidado a causa del alcohol que para ganar en su ardua misión necesitaba sosiego, voluntad indomeñable, acción resuelta, atención alerta, cabeza de hielo, corazón de fuego y mano de acero.
A la entrada de un sendero que se iniciaba en el espacio entre dos construcciones, el joven oficial giró la cabeza atrás, como si recelase de que alguien pudiera seguirles. Maese Rinaldo tuvo tiempo de esconderse tras un matorral sin que le descubriera; unos ojos minúsculos brillaron cerca de sus rodillas y al descubrir de qué raro animal se trataba, un almiquí, se preguntó que haría tan cerca de la costa, cuando su territorio era el monte, según le habían dicho la primera vez que lo viera; el animal, pequeño como un gato, continuó sin inmutarse con lo que estaba haciendo, cazar insectos y gusanos, sosegadamente, con su extraño hocico que casi parecía la trompa de un elefante. Si el maese no permaneciera tan pendiente de los hombres a los que seguía, hubiera sonreído como en la primera ocasión que contempló un almiquí, porque visto de perfil presentaba siempre una expresión que le hacía parecer muy enojado. Cuando Adolphus y el oficial se internaron en el bosque dejando atrás las hediondas calles donde el aire llegaba a ser irrespirable, Rinaldo se apresuró en pos de ellos bajo el aroma puro y fragante de la vegetación. Alcanzó a situarse a una distancia prudencial desde la que no pudiera perderlos de vista ni ellos escucharan ningún rumor que les alertara. Los matorrales que crecían bajo los árboles llegaron a ser tan espesos, que los dos quedaban ocultos de tanto en tanto y podía perderlos de vista. El tenso estado de alerta del maese era tan acusado, que sentía los hombros, brazos y manos como dolorosos resortes contraídos a punto de dispararse. Observó, al fin, lo que había temido desde el principio, y por intuirlo su cuerpo antes que su pensamiento, hacía un segundo que había introducido la mano entre sus vestiduras en busca de la daga, que dispuso entre los dedos índice y pulgar de la diestra.
El joven posaba la mano derecha sobre el hombro de Adolphus; la retiró un instante aunque, en seguida, volvió a situarla en el mismo lugar; al retornarla hacia el hombro, maese Rinaldo vio brillar levemente el machete que enarbolaba, reflejando las estrellas. Sin esperar más, lanzó la daga hacia el costado del joven. Éste y Adolphus cayeron abatidos al mismo tiempo.
Agarrotado por el dolor, maese Rinaldo corrió a buscar el pulso de su fratre. Lo abrazó con fuerza, como si su última posibilidad de sobrevivir dependiera del calor vital que pudiera transmitirle. Era inútil, Adolphus tenía el cuello cercenado casi en redondo. Permaneció mucho rato en suspenso, eclipsadas sus facultades de razonar y sentir. Era culpable de haber fallado por un segundo, porque sus reflejos se encontraban adormecidos por la molicie y los placeres de los dos años vividos en La Habana bajo la niebla de las ensoñaciones. Veló con la mano el espanto detenido en los ojos abiertos de su amigo y sólo entonces dedicó una mirada al otro. Había muerto en el mismo instante que la hoja de su machete desterraba a Adolphus de la vida. Extrajo la daga, la limpió en la ropa del muerto y se la guardó. No podía hacer nada más por su camarada y, a partir de ese momento, su vida iba a ser igualmente vulnerable; el servicio de contraespionaje que llegaría con la armada francesa tenía razones de sobra para hacerle desaparecer, pero el arte de ganar se aprende en las derrotas según afirmaba el gran Maestre, y de la derrota inconmensurable que representaba no haber sabido salvar la vida de su fratre estaba obligado a extraer sabiduría para alcanzar la victoria. Pero el dolor superaba a la razón y sentía que el corazón iba a parársele.
Sucia su ropa de fango y sangre de Adolphus, lo que descubrió por las miradas entre cómplices y festivas de quienes se cruzaban con él, corrió sin resuello hasta el muelle, donde saltó al agua sin pensar siquiera en volver al Bezmiliana. Nadó hacia la bocana de la rada, obnubilado por el dolor. Corrían lágrimas por los entresijos de su alma, pero no por sus ojos. Adolphus había crecido en una casa situada a tres puertas de la de su niñez. Él descubrió sus aptitudes cuando todavía era un niño, fue él quien le condujo por el sendero del saber y, finalmente, quien lo captó para las incomprendidas misiones de la Orden, que tanto habían combatido los viciosos reyes europeos, particularmente los franceses, desde la consumación de Jacques de Morlay. Durante los primeros años, fue su maestro, su guía y el inductor de su vocación; ahora, por su torpeza, había sido el causante de su perdición. La madre era todavía joven y continuaba viviendo en la misma casa; jamás podría presentarse ante ella, nunca sería capaz de volver a mirarla a los ojos.
El agua ya no era tan cálida como en la ensenada del puerto. Pero el escalofrío no bastó para volverlo a la realidad. Tenía que distanciarse, escapar del mal, dejar de oír los alaridos de la sangre derramada. Braceó durante dos horas antes de preguntarse qué demonio le había robado el entendimiento, cuando se descubrió creyendo que podía atravesar el océano a nado y volver a la paz purificadora del desierto persa, a sus meditaciones que le rescataran de la punición de su culpa, al olvido de la miseria de los hombres y de la suya propia. El frío insoportable del mar del amanecer, sin embargo, le hizo volver en sí y la locura le abandonó, de modo que decidió emprender el retorno al muelle cuando sintió que estaba a punto de perder la vida. La pesadez de la ropa mojada le restaba fuerzas; tomó la daga entre los dientes para despojarse de todas las vestiduras, por la necesidad de ahorrar el aliento que le permitiera vencer las corrientes de la bocana y ganar la seguridad del malecón.
Tocó el casco del Bezmiliana cuando el alba había abierto ya el horizonte a la luz. Antes de salir del agua, acechó las voces y sonidos. Escuchó el regreso ebrio de los marineros a los barcos, todavía entre canciones tartajosas. Calculó que podía moverse sin excesivo temor a ser descubierto. Aunque había varios hombres en cubierta, dos o tres dormidos entre sus propios vómitos, nadie miró ni se burló de su desnudez en el trayecto desde la pasarela a su cámara. Atenuado el dolor, liberado de la locura y atemperado el miedo por el esfuerzo, había conseguido maquinar durante las últimas brazadas qué hacer para que los franceses no lo reconocieran o tardasen en reconocerlo.
Habían transcurrido más de tres años desde que preparara cuidadosamente las valijas, así que no recordaba con exactitud en el doble fondo de cuál de ellas debía buscar lo que necesitaba. Le castañeteaban los dientes como si hiciera frío, pero compuso una expresión de triunfo al recordar que los reiterados registros que don Zoilo de Monegros había mandado efectuar en su cámara jamás le habían servido al capitán, ni a sus secuaces, para comprender que todas las valijas ocultaban dobles fondos. Palpó las cuatro como si examinara el pecho de un moribundo; tras el prolongado examen aún dudaba entre dos, pero sería demasiado laborioso recomponer dos en lugar de una, así que tanteó largamente hasta convencerse. Cuando comenzó a desarmar el laberíntico escondrijo, sabía con certeza que en ese doble fondo se encontraba lo que buscaba.
A medio despertar y todavía agitado por la resaca, el capitán don Zoilo de Monegros creyó que soñaba cuando vio, parado en el umbral de su puerta, a un hermano hospitalario de la Orden de San Juan de Jerusalén. El medio hábito, la capa y la cruz de Malta en su pecho le convencieron de que no podía ser más que una aparición. Se trataba de un hombre alto, de muy corto cabello rubio, con la barba y el bigote rasurados. Bello y resplandeciente como los arcángeles de los cuadros, demasiado inmaculado y hermoso como para ser real
Durante unos segundos, preguntóse don Zoilo si habría muerto y se trataba de un ángel que llegaba a pedirle cuentas por sus pecados, lo que le situaría en posición harto incómoda. Si el cielo le pedía cuentas, la sima del infierno se abriría para él al instante. Entonces, le oyó murmurar:
-¿Dormís, don Zoilo?
Su voz de acento exótico le resultó reconocible.
-¿Quién sois?
-¿Estáis despierto?
-Sí -para confirmarlo, el capitán se alzó del lecho y sentóse en el borde-. ¿Quién os manda?
-Soy maese Rinaldo, don Zoilo.
-¿Vos? ¿Qué milagro os hace hablar román paladino?
-Son tres años de aprendizaje, señor capitán. Ahora me siento ya suficientemente seguro para expresarme en castellano.
El capitán temió tener que pagar uno a uno los insultos proferidos durante años convencido de que no podía entenderle.
-¿Por qué vestís así y os habéis rapado? Es imposible reconoceros.
Maese Rinaldo sonrió. De eso, en concreto, se trataba fundamentalmente la visita, además del cambio indispensable de personalidad que debía ser conocido y aceptado por la tripulación: comprobar que nadie podría reconocerle.
-Sabiendo que hemos de emprender pronto el regreso, ha llegado la hora de volver a mi ser natural y desvelaros quién soy y cuál es mi verdadera misión en el Bezmiliana.
Don Zoilo se aclaró la voz. No podía creerlo; el maese iba a poner boca arriba sus cartas. ¿Cuáles serían? Estaba sacando de un pliegue de su ropa un pergamino con muchas florituras, que le tendió. Fingió abstraerse en su lectura; maese Rinaldo sabía, sin embargo, que no lo entendería.
-¿Veis lo que aquí reza? -preguntó.
El capitán amagó un asentimiento; estando seguro de que no podía leer el texto, maese Rinaldo continuó:
-Como podéis comprobar, mi nombre no es Rinaldo, sino René de Montmartre. Fui encargado por el Almirante de Castilla de estudiar y buscar remedio a los terribles males tropicales que por aquí abundan. No se os comunicó tal verdad para no causar alarma a vuestra tripulación. Tampoco os preocupéis vos, don Zoilo. Durante estos años, he realizado en mi camarote todas las investigaciones necesarias, sin poner en riesgo con mis experimentos y pruebas la salud de vuestros marineros. Todo lo que ha habido que probar lo he probado en mi propio cuerpo y, como podéis apreciar, gozo de excelente salud. Ahora que regresamos, y como leéis aquí, debéis proveerme de ayuda para culminar mi trabajo durante la travesía. Para el tiempo que nos tomará el viaje de regreso, necesitaré la asistencia de dos de vuestros hombres que sepan escribir, porque es extenso en extremo y muy arduo lo que debo informar a los científicos de Madrid.
-¿Sois francés?
-Así es.
-¿Por qué os habéis rasurado el bigote y la barba y os habéis cortado el cabello?
-Porque es así como los he usado desde que ingresé en la Orden de Malta –mintió-. Los dejé crecer sólo para embozar mi condición y mi identidad en la primera etapa de este viaje. Ahora, no podéis imaginar cuán agradablemente me siento con mi ropa y mi aspecto normal.
-¿Y debo llamaros maese René?
-No así. Debéis dirigiros a mí como "caballero René".
Dos días más tarde, a despecho de lo muy seguro de su disfraz que había llegado a sentirse durante los dos últimos días, tanto en el navío como en el Castillo de la Fuerza, adonde fue a explicar a don Manuel lo mismo que le había explicado al capitán, aunque con un documento mucho mejor falsificado, sentía gran preocupación cuando, desde la cubierta del Bezmiliana, vio llegar la armada francesa, acompañada por las fanfarrias y los pífanos que le daban la bienvenida a La Habana.