jueves, 22 de julio de 2010
CATAROS, LA LIBERTAD ANIQUILADA. Medio libro completo
CÁTAROS
La libertad aniquilada
Prefacio
El paso del tiempo no hace más que aumentar la fascinación que causan los cátaros sobre nuestras mentes descreídas y escépticas. Hasta no hace mucho tiempo, y principalmente durante el siglo XIX, esa fascinación se basaba en el misterio que envolvía a un supuesto tesoro escondido cuyo valor se creía fabuloso, opulento, desmesurado, aunque había también quien le atribuía importancia meramente simbólica pero de una naturaleza tal, que haría no sólo tambalear los cimientos de la doctrina cristiana, sino que anularía de raíz sus fundamentos dogmáticos.
Creencia esta última basada en peripecias reales sumamente desconcertantes y rodeadas de sombras muy espesas, nunca despejadas por quienes debieran hacerlo en defensa de sus intereses pastorales. Tal es el caso del estrafalario cura Berenguer Saunière, quien habría encontrado importantes documentos cátaros durante unas obras en su pequeña parroquia de Rennes-le-Château, ocultos en un pilar del altar mayor, con los que se afirma que pudo extorsionar a la Iglesia romana durante el resto de su vida. Hasta el día del hallazgo Saunière era un presbítero tan pobre, que se veía obligado a pescar y cazar por los alrededores de su pueblo para poder comer modestamente. De que había extraños manuscritos en ese pilar no cabe ninguna duda, porque todavía en 1958 sobrevivían dos de los albañiles que fueron testigos del descubrimiento. Según los hechos objetivos, es incuestionable que, a continuación de tales obras, Berenguer Saunière amasó una fortuna impresionante, cuyo origen se ignora y nadie ha conseguido explicarlo de manera satisfactoria; fortuna que le permitió convertir su parroquia en uno de los más risibles monumentos al mal gusto de cuantos abundan por el mundo. Consagrada la iglesia a María Magdalena, su pila bautismal se sostiene sobre una monstruosa figura de Satanás y en el sardinel de la entrada hizo tallar Saunière la leyenda “Terribilis est locus iste” (Este lugar es terrible).
Cualquier autoridad religiosa que sea preguntada por la fortuna, los dispendios para organizar fiestas cortesanas supuestamente “culturales”, las grotescas locuras decorativas y, sobre todo, el desconcertante consentimiento eclesiástico y la tolerancia jerárquica ante las extravagancias de este sacerdote decimonónico, escurrirá el bulto de un modo vergonzante.
En la actualidad, y cuanto más riguroso va siendo el trabajo de los historiadores que investigan el fenómeno cátaro, nuestra fascinación por los llamados “hombres buenos” ha ido derivando del brillo de un oro improbable hacia el fulgor de conductas muy difíciles de comprender, que sin dejar de conmover los sentimientos e inclinarnos casi al llanto, nos causan más perplejidad que admiración.
Sencillos, ascéticos y pobres de solemnidad, concitaron lealtades tan inquebrantables que, contempladas a la distancia de ocho siglos, resultan conmovedoras cuando uno supera el pasmo y la incredulidad.
Los cátaros y quienes les amaban de manera heroica resistieron cien años frente a los poderes más despiadados y avasalladores de su época. No eran muchos, vivían con austeridad espartana, no amontonaban riquezas ni disponían de ejército, pero convulsionaron de tal modo el mundo de los siglos XII y XIII, que se alzaron contra ellos todas las tempestades y demonios del miedo y el terror. Los persiguieron, vituperaron, quemaron y masacraron, e inventaron las perversiones más inconcebibles para justificar la seña con que los persiguieron. Para ellos se abrió la caja de Pandora que representó la crudelísima frase “matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos”. En su contra, alcanzó la canonización Domingo de Guzmán con su Orden de Predicadores (dominicos). Contra ellos se celebraron concilios y se organizó la única cruzada que tuvo a Europa por escenario, y para exterminarlos inventó la Iglesia romana la Inquisición.
¿En qué consistía la fuerza verdadera de los cátaros?
¿Por qué les amaron tanto sus amigos?
¿Por qué inspiraban tanto pánico a sus enemigos?
CRONOLOGÍA DEL DRAMA CÁTARO
1000 – Desde hace medio siglo y procedentes de Bulgaria, los bogomilos van extendiendo su nuevo credo por las costas de Bizancio. Primero Bulgaria, donde predicó el monje disidente Bogomil, pero ese credo fue siendo abrazado en Servia como el Albania, en Croacia como en Bosnia, país este último donde llegó a convertirse en una especie de religión de estado.
1004 – Un campesino de Champaña, llamado Lautard, abandona a su mujer e hijos, hace voto de austeridad y castidad, y se lanza a predicar por la región su visión filosófica, contraria a los fastos y degeneración de la Iglesia de Roma. Por toda Europa se producen hechos semejantes a la luz de las nuevas inquietudes nacientes.
1030 - Varios canónigos de la Santa Cruz, de Orleáns, son quemados vivos acusados de herejía por su denuncia contra los corruptos poderes eclesiásticos, por orden del rey franco Roberto el Piadoso.
1073 – Durante el pontificado de Gregorio VII, se produce la reforma que nos dotó del calendario actual y que puso en marcha la respuesta armada de la Iglesia de Roma contra quienes cuestionaban sus doctrinas, estilo de vida y métodos. Las disidencias, que denominan “herejías”, comienzan a ser perseguidas de manera oficial y sistemática.
1100 – Es quemado vivo un bogomilo en una hoguera de Constantinopla.
1101 – Anticipándose casi un siglo a Francisco de Asís y Domingo de Guzmán, Roberto de Abrissel sale a predicar el amor y la sencillez preferentemente entre los marginados; sobre tales supuestos, creó la Orden de Fontevrault.
1112 – Con dificultades, el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, mantiene la soberanía sobre Carcasona y Beziers.
1114 – Queman a dos campesinos herejes en Soissonais.
1115 – Comienza una década de quemas constantes en Tolosa.
1120 – Comienza un lustro de predicaciones de Pedro de Bruis desde el Ródano a Occitania.
1131 – Muere Ramón Berenguer III y le sucede Ramón Berenguer IV.
1135 – Durante una década, predicaciones contra los herejes en el condado de Tolosa. Gran pira en Lieja, con la quema de numerosos herejes.
1137 – Es coronado rey de los francos Luis VII. Ramón Berenguer IV es nombrado príncipe aragonés al casarse con la hija del Ramiro II de Aragón.
1143 – Gran pira multitudinaria en Colonia.
1144 – Nuevas piras en Lieja.
1145 – Bernardo de Claravall comienza sus predicaciones anticátaras por Albi y Tolosa.
1148 – Raimundo V, coronado conde de Tolosa.
1149 – Ramón Berenguer IV reconquista Lérida.
1150 – Bajo el liderazgo de Arnau de Brescia, alzamiento en Roma contra el papado.
1159 – Rolando Bardinelli es coronado papa como Alejandro III.
1162 – Coronado Rey de Aragón Alfonso el Casto.
1163 – Gran pira multitudinaria en Colonia. El obispo Ekbert de Shönau usa quizá por primera vez la palabra “cátaro”. Posible origen alemán por “adorador de gatos”, en lugar del más difundido “puro”, supuestamente del griego.
1167 – El obispo y sapientísimo bogomilo Niketas organiza las primeras iglesias cátaras del occidente europeo. Primer concilio cátaro en San Felix de Lauragues.
1180 – Felipe Augusto, coronado rey de los francos.
1181 – Coronado papa Lucio III. Expedición anticátara del cardenal Enrique de Marcy. Primer asedio de Lavaur. El obispo cátaro de Tolosa abjura de su fe.
1184 – Concilio de Verona, el papa Lucio III ordena la primera Inquisición contra los cátaros.
1194 – Raimundo VI, coronado conde de Tolosa. Personaje fundamental del catarismo y sus dramas.
1196 – Coronado rey de Aragón Pedro II el Católico. Personaje esencial del catarismo y sus dramas.
1198 – Giacomo Lotario es coronado papa Inocencio III, determinante y crucial en la tragedia de los cátaros.
1204 – El obispo cátaro de Tolosa, Guilhabert de Castres, ordena a varias damas como “perfectas”. Coloquios “versallescos” en Carcacasona. “A vuestra rueca, señora”.
1206 – Debates en Montreal. Asamblea en Mirapeis, participación de varios centenares de perfectos.
1208 – Jaime I de Aragón,indeseado por su padre Pedro II, nace en Montpellier. Inexplicado asesinato del enviado papal Pedro de Castelnau en Saint-Gilles-du-Gard. Inocencio III excomulga a Raimundo VI, conde de Tolosa.
1209 – Humillación pública de Raimundo VI, en Saint-Gilles-Du-Gard, donde había sido obligado por el papa a retractarse de su catarismo. Matanza de Beziers, más de 20.000 muertos. Carcacasona cae en poder del papa. Simón de Montfort nombrado vizconde de Carcasona. Los franciscanos son reconocidos por el papa.
1210 – Asalto a Minerva. Pira con 144 cátaros. Conquista de Termes.
1211 – Asalto a Lavaur. Asesinato y violación de la castellana. Quema de 400 cátaros. Hoguera en Casses, casi cien cátaros.
1212 – Pedro I de Aragón ayuda a Alfonso VIII en la Batalla de las Navas de Tolosa. Simón de Monfort se apodera del Agenes y Cominges.
1213 – Raimundo VI acepta el vasallaje ante el rey de Aragón, Pedro II. Pero éste muere en la batalla de Muret y se produce la derrota del ejército tolosano-aragonés. Inocencio III obliga a Simón de Monfot a reponer a Jaime I.
1214 – El conde aragonés Ramón de Josa abjura de su catarismo obligado por el legado papal.
1215 – Tolosa se rinde. Concilio de Letrán para impulsar “en serio” la cruzada contra los cátaros y poner a Simón de Monfort al frente de Tolosa. Domingo de Guzmán establece su Orden de Predicadores en Tolosa.
1216 – Muere Inocencio III. Coronación del papa Honorio III. Raimundo VI emprende la reconquista del condado de Tolosa.
1218 – Durante el asedio de Tolosa, muere Simón de Monfort
1220 – Duran de Huesca publica “Liber contra Manicheos” (cátaros)
1221 – Muere Domingo de Guzmán. Muere Raimundo VI. Coronación de Raimundo VII como conde de Tolosa.
1223 – Ramon Trencavell reconquista Carcasona
1224 – Amaury de Monfort derrotado. Raimundo VII organiza los “faydits” y la iglesia de Carcasses.
1226 – Concilio cátaro en Pieusse que decide la fundación del obispado de Rasses. El obispo cátaro Pere Isarn es quemado ante Luis VIII. Éste muere. Muerte de Francisco de Asís. Humberto de Beaujeu organiza una matanza de cátaros en Labecede. Raimundo VII es excomulgado. Al morir Luis VIII, su esposa, Blanca de Castilla, se convierte en regente en nombre de Luis IX y organiza una cruzada de “tierra quemada” contra Occitania, que es asolada y reducida a la miseria.
1227 – La inquisición se extiende también a Alemania. Ugolino di Conti, sobrino de Inocencio III, sucede a Honorio III como papa, con el nombre de Gregorio IX.
1229 – Firma del tratado de Meaux-Paris, por el que el condado de Tolosa es sometido a la corona de los francos. Creación de la Universidad de Tolosa, al mando de los hermanos predicadores de Domingo de Guzmán (dominicos).
1232 – El obispo cátaro Guilabert de Castres convierte el fuerte de Montsegur en sede episcopal de la Iglesia cátara.
1233 – Institucionalización de la Inquisición, bajo el mando de los dominicos hermanos predicadores.
1234 – La Inquisición comete crueldades indescriptibles. La miseria moral se alía con el hambre y la desesperación del pueblo. Queman a 210 sospechosos de catarismo. El pueblo desesperado saquea en Narbona el convento dominico.
1235 – Revueltas contra la Inquisición en Narbona, Albi y Tolosa. El conde de Tolosa expulsa a los dominicos, acusados de crímenes terribles y maldecidos por el pueblo.
1237 – Varios nobles occitanos viven exiliados en el reino de Aragón.
1239 – Gigantesca pira en Mont-Aime, donde son quemados 185 cátaros.
1240 – Ramón Trencavell intentan recuperar sus tierras ayudado por los “faydits” de Carcasses. Libera algunas zonas, pero fracasa en Carcasona.
1242 – Sinibaldo Fieschi coronado papa como Inocencio IV. Atentado de Avinhonet, primer episodio de la guerra de reconquista de Raimundo VII.
1243 - Raimundo VII capitula en Lorris. Comienza el asedio de Montsegur.
1244 – Capitulación de Montsegur en marzo. Pedro Roger de Mirapeis consigue una tregua de dos semanas, por parte del comandante cruzado Hugues de Arcis. Los creyentes de la fortaleza van recibiendo el “consolament”. El 16 de marzo, miércoles, se levanta una pira gigantesca entre la nieve, donde son quemados vivos 204 cátaros. Consta que otros cuatro consiguieron huir por las escarpadísimas laderas de la montaña, para salvar un misterioso legado.
1245 – Graves persecuciones inquisitoriales, protagonizadas por Bernardo de Caux y Juan de San Pedro. Desmantelamiento de la jerarquía cátara, que huye a Lombardía.
1249 – Pira en Agen, donde son quemados más de 80 cátaros. Muere Raimundo VII sin descendiente varón. En virtud del tratado de Meaux-Paris, la corona franca se apodera del condado de Tolosa, situando en el trono a Alfonso de Poitiers, hermano de Luis IX, que estaba casado con Jeane, la hija de Raimundo VII.
1255 – Rendición de Queribús, el último bastión de la resistencia cátara frente al papa y el rey de los francos.
Los siguientes 120 años. Los residuos del catarismo van siendo obstinada y cruelmente exterminados en Occitania y en el norte de Italia, hasta que en 1375 muere el último cátaro de que se tiene noticia.
1000- 1100
Mani. El dualismo y el evangelio de San Juan.
Modernamente, hablamos de maniqueísmo para referirnos a personas extremistas u opiniones que no aceptan las medias tintas. El negro y el blanco sin matices ni grises intermedios. El bien y el mal puros, sin tibiezas.
Pero no siempre tenemos en cuenta de dónde viene el término. Maniqueísmo es una doctrina religiosa nacida en oriente cercano, igual que todos los sistemas de creencias que hoy día consideramos occidentales. Y es derivación de su fundador, Manes o Mani, como cristianismo lo es de Cristo o budismo de Buda.
En los albores del siglo XII pudo terminar la Edad Media. Habían pasado seis siglos desde que la Iglesia de Roma sustituyera al Imperio Romano como centinela del mundo, por la iniciativa de Constantino que, viendo que el hecho cristiano era un enemigo fortísimo del Imperio contra el que se habían estrellado varios de sus antecesores, tuvo la idea de someter el cristianismo cubriéndolo con la pátina de su poner. El cristianismo sustituyó a los demás ritos paganos adaptándose a ellos y adoptando casi todas sus apariencias como religión de estado de Constantino, incluido rituales, apariencias, virginidades, fechas festivas y demás. . Desde aquel truco, habían transcurrido más de seis siglos de dominio del fanatismo absoluto sobre la razón y En el XII Europa comenzaba a tomar conciencia de que la ignorancia y la cerrazón que habían posibilitado durante seiscientos años el brillo de Roma no eran un buen camino.
Aunque suelen escenificarse en épocas anteriores, es en esta etapa cuando sedimentan las leyendas en torno al tan controvertido e indefinible santo Grial, que tanta literatura fantástica ha producido y que sirvió de pretexto para aquellas grandes migraciones aventureras que fueron las cruzadas. Según la leyenda más difundida, José de Arimatea recogió la sangre de Cristo en el en el Gólgota, lugar donde se consideraba que fue crucificado Jesucristo; otra versión, en evangelios apócrifos, asegura que la sangre la recogió en el sepulcro. Estos evangelios también señalan que el local de la última cena era propiedad de José de Arimatea. Tras la resurrección de Jesús, Arimatea fue apresado, bajo la acusación de haber sustraído el cuerpo de su sepulcro. Se le encerró en una torre, donde recibió la visión de Jesús y la revelación del Misterio del que el Santo Grial era un símbolo. .La parte más chauvinista de la leyenda asegura que José de Arimatea se trasladó a las Islas Británicas, estableciéndose en la ciudad de Glastonbury, donde fundó la primera iglesia británica consagrada a la Virgen y a donde habría llevado el Santo Grial.
Simultáneamente con tanta actividad cultural del XII y aventuras hambrientas de saber, por toda Europa, incluidas las instituciones católicas, comenzó un fenómeno que en opinión de los historiadores debió liquidar la Edad Media. Como consecuencia de un desarrollo demográfico que no tenía antecedentes y un notable racionalismo agrícola, nació el interés por el conocimiento, se fundaron las escuelas catedralicias que dieron origen a las universidades, se produjo en España un avance científico imprevisto y por todos los rincones del continente la inteligencia dio pruebas de no resignarse a la mediocridad oscura de unos clérigos conscientes de su incapacidad y por ello celosos de todo brillo de la razón, que consideraban amenazante contra su poder cimentado sobre la mediocridad. Durante el siglo XII pudo acabar la Edad Media, pero allí estaba la curia romana para impedirlo y prolongar el oscurantismo. Acompañando las sinergias sociales, económicas y culturales, surgió por todas partes la necesidad de hacerse preguntas sobre los abusos, el dispendio y la crueldad de esa curia romana que protagonizaba ya durante seis siglos el mayor fraude social que registra nuestra Historia. Todas las catedrales, basílicas y grandes templos europeos se han edificado sobre el engaño de reliquias siempre falsas y siempre solemnemente refrendadas por el poder de Roma. Los cinco o seis prepucios de Jesús que existen en Europa nos hablan del fraude de modo clamoroso, pero ¿no es cómico que pudiéramos construir un edificio como el Empire State si juntásemos todos los fragmentos y astillas “auténticos” de la cruz de Jesucristo que la iglesia de Roma reconoce como verdaderos?
En el escenario de agitación cultural y resurgimiento de la razón del siglo XII, fue lógica la aparición de preguntas en la mente de las personas honestas. De manera simultánea y sin relación entre sí, se dio por todas partes el fenómeno: gente llena de fe y amor a Jesucristo reivindicaba un cristianismo primigenio, sencillo y honesto, y se preguntaban por la licitud de lo que veían: clérigos que con las bendiciones de Roma practicaban todos los pecados capitales, exhibían joyas, barraganas e hijos, batallaban entre sí y contra todos los demás para ser más y más poderosos, utilizaban el miedo/tabú que producía lo sagrado para enriquecerse mediante métodos tan innobles como las bulas. Casi al mismo tiempo que las personas honestas se hacían, airadas, esas preguntas, surgió en la mente de los clérigos la autodefensa: si cualquier desgraciado criticaba su desmesura, ambición y crueldades no tenían más remedios que eliminarlos. Claraval o Francisco de Asís deben ser incluidos en las categoría de contestatarios, aunque tuvieron suerte y acabaron en los altares en vez de en la hoguera.
En la agitación propia de los siglos XI y XII surgió una hermosa historia de amor, como la de Abelardo y Eloisa, y se había producido ya un intento de reforma de la corrupción romana mediante el gregorianismo, pero los poderes absolutos no cambian si no se les obliga y todo se mantuvo igual para terminar el siglo XII con el surgimiento del más monstruoso y perverso invento que registra nuestra Historia: la Inquisición.
Al oriente de Europa ya entonces se había producido el cisma que dio origen a la Iglesia Ortodoxa. Hay que recordar que Bizancio era producto de la división del Imperio Romano en dos partes. Por consiguiente, no podía someterse a la Iglesia católica, que no era más que el mantenimiento del poder cesarista e inventó su propio cristianismo, el ortodoxo. Pero si el lujo y el dispendio eran en Roma habituales Bizancio ha pasado a la historia como paradigma de la máxima ostentación del lujo. Todavía hoy, vemos que los naturales de los países que formaron parte de ese imperio gustan de llevar horteras y pesadísimas cadenas de oro al cuello y lucen en brazos y manos todo el oro que pueden. Entonces, en el siglo XII, esas aficiones debieron de poseer magnitudes que no podemos ni imaginar, pero da para suponer que los clérigos ortodoxos compartirían con sus compadres católicos, al menos, el gusto por la riqueza y el poder. Así no es de extrañar que aparecieran corrientes como los Bogomilos, entre otras.
Mucho antes, hacia el siglo III, había surgido en Persia un movimiento espiritualista que, aun aceptando muchos conceptos cristianos, se planteó una cuestión que debía de parecerles muy lógica: El Dios bueno, luminoso, provisor, no podía ser autor de los males del mundo. Éste, con sus crueldades y sufrimientos, tenía que haber sido creado por otro poder. El Dios bueno no estaba interesado por la materia, que era el universo sombrío y malvado creado por la fuerza oscura. Por lo tanto, la materia y cuanto conlleva es producto del mal y el único camino a Dios es el espiritual. Ocurría cuando San Agustín escribía y expresaba su fe. Este santo católico nació en noviembre del año 354, en Tagaste, que hoy se llama Souk-Ahras, ciudad de la antigua Numidia, la actual Argelia. Su madre era cristiana y su padre, pagano. Agustín se emparejó con una cartaginesa y en el año 372 nació Adeodatus, nombre que en latín significa regalo de Dios. En el año 373, Agustín se unió al dualismo de los maniqueos, muy extendido en aquellos momentos, fundado por Mani, que había nacido al sur de Babilonia (actual Irak). Mani había ido hasta la India, donde recibió la influencia del budismo. Bajo la protección del rey persa Shapur, que reinó gran parte del siglo III, predicó en todo el imperio y hasta envió misioneros al imperio romano.
Agustín permaneció entusiásticamente fiel al dualismo de Mani hasta más allá del año 380.
Como queda dicho, el que predicó el dualismo, Mani o Manes, dio lugar a lo que ahora denominamos “maniqueísmo”, que antes que a una perspectiva de los cosas define a una religión. Basándose en este principio dualista y espiritual, los maniqueos asimilaron como fundamental el más espiritualista de los evangelios, el de San Juan. Manes o Mani, nació hacia 216 en un ambiente familiar impregnado del gnosticismo que dominaba lo religioso desde Mesopotamia hasta el Mediterráneo. Sobre elementos tomados tanto del budismo como del cristianismo primigenio, el gnosticismo consideraba el mundo de lo material obra de un dios caído por oposición a la obra del verdadero Dios, interesado sólo en lo espiritual y la luz. Bajo la influencia persa de Zoroastro y educado en la comunidad judía de los elkasitas, Mani se consideraba a sí mismo el último de los grandes profetas bíblicos y creía en la importancia trascendental que la educación tiene para el espíritu.
Al brotar los deseos de pureza y sencillez de los siglos XI-XII, en el oriente de Europa hallaron que tanto San Juan como Mani expresaban una puridad más cercana al mensaje de Cristo, y así nacieron una serie de movimientos dualistas que fueron sustituyendo, a escala popular, el cristianismo oficial por todos los Balcanes y otras zonas. Tanto en Servia como en Bosnia y Bulgaria llegaron a ser mayoritarios y mientras retrocedían por todas partes las corrientes que imponían los popes ortodoxos por un lado y Roma por el otro, las masas asumían con entusiasmo esa nueva sencillez del mensaje evangélico.
Los cátaros, en cuanto que cristianos, apoyaban su creencia dualista en el Evangelio de San Juan. En este texto, el apóstol usa la palabra “Nihil” que puede interpretarse según la visión del lector como adverbio “nada” o sustantivo “la nada”. Tieniendo esas dos posibilidades presentes la tradución católica decía: “Todo ha sido hecho por Él, y sin Él nada se hizo”, mientras que los cátaros traducían “Todo ha sido hecho por Él y sin Él se hizo la nada”. Por consiguiente, para los puros el Bien es y está en Dios omnipotente. El Mal es el diable, “Nihil”(la nada), con éste se creó todo lo material y fenecible; su creación se originó en el caos y a él regresara.
De todo ello se deduce que los cátaros se consideraban a así mismos inequívocamente cristianos, pero se atribuían la características incompatible de ser herederos directos de los apóstoles. No por enemistad ni rivalidad, sino por convicción completamente sincera, consideraban al catolicismo obra de Natael, el demonio.
Como herederos directos de los apóstoles, ponían muchísimo empeño en la nueva sencillez del mensaje evangélico.
Pero ¿podían triunfar la razón, la inteligencia y la simplicidad frente al poder omnímodo de los clérigos?
SUBIDO
1101
Niphon y la sencillez
Anticipándose casi un siglo a Francisco de Asís, Roberto de Abrissel salió a predicar el amor y la sencillez preferentemente entre los marginados; sobre tales supuestos, creó la Orden de Fontevrault, con lo que se adelantó también a los franciscanos. Abrissel actuó con una innovación inconcebible, que tendría profunda influencia en otros movimientos a partir de entonces: De manera asombrosa (y casi heréticamente desde el punto de vista romano), daba igual preponderancia a las mujeres y los hombres, los conventos eran mixtos y lo mismo podían estar gobernados por un abad o una abadesa.
Ya entonces y desde hacía medio siglo habían empezado a quemar a críticos del poder establecido tanto en Orleáns como en Tours, en Anger como en París, en Constantinopla y en Soissonais. Un sacerdote suizo llamado Pedro de Bruis, desencantado y asqueado de los abusos romanos, había colgado los hábitos y salido a predicar la sencillez cristiana primigenia, y, naturalmente, fue perseguido y anatematizado. La Iglesia romana hizo quemar a toda la comunidad de un convento católico cuyos monjes practicaban la austeridad y criticaban los abusos y el lujo de los clérigos sus superiores. Contra los nuevos cultores del mensaje evangélico en puridad, había ido poniéndose en marcha la maquinaria de represión que, poco a poco, se estableció como paradigma de la pureza de la fe. Todo ello en defensa de los guantes enjoyados y los asesinatos para apoderarse de títulos y riquezas.
Y ocurrió un hecho insólito que ha sido muy poco comentado.
Créase o no, la verdadera liberación femenina comenzó en el siglo XII y no se trató de nada simbólico ni se revistió entonces de los tintes vengativos/sustitutivos que ahora presenta. Las mujeres adquirieron preponderancia de manera completamente natural como consecuencia del mayor conocimiento y apertura mental que se extendían por doquier. Presidieron debates, mandaron fortalezas, crearon escuelas y fueron respetadas sin que nadie señalara o diera la menor importancia al género. Por su especial disposición que todos reconocen, las mujeres sentimentalizaron la vida pública y nacieron instituciones como las “cortes del amor” y maneras “humanistas” que sin la igualdad femenina jamás habrían existido. Los clérigos de fidelidad romana odiaron esta situación y la cubrieron de sarcasmos siempre que tuvieron oportunidad. Es muy posible que la preponderancia y el respeto por las mujeres en el Languedoc figurasen entre los argumentos que pusieron en marcha el drama contra Occitania.
Los movimientos de pobreza que proliferaron durante el siglo XII además de propugnar una vuelta a la autenticidad evangélica resaltaban la exigencia del desprendimiento, la contradicción entre el reconocimiento de la aflicción de la pobreza material y el lujo ostentado por Roma y sus fieles, y todo esto constituía un desafío a la riqueza y al poder clerical en todas sus manifestaciones: posesión de la tierra, la fuerza de las armas, los títulos, la influencia, el dinero y hasta el usufructo exclusivo del conocimiento.
Casi como si se tratase de un movimiento parecido al hippy, y a pesar de no contar entonces con los medios de difusión que lo propagasen, por toda Europa aparecieron personas aisladas o grupos que desafiaban el poder materialista de Roma y practicaban la pobreza y la sencillez como medio de vida. La idea clerical de “haz lo que digo y no lo que hago” la despreciaban y vituperaban, porque para ellos prédica y estilo de vida eran inseparables.
Prácticamente en los mismos momentos, en los Balcanes, el monje Niphon salió a los campos a predicar la sencillez y la autenticidad del amor y la luz contra los corrompidos clérigos ortodoxos. Niphon fue, pues, en esencia, un predicador semejante a otros muchos que aparecieron casi simultáneamente en toda Europa, tanto en la romanista como la cismática. Pero él renovó el bogomilismo original, le dio sendo doctrinal y lo fortaleció de un modo peligrosísimo para el poder establecido. Más que una religión nueva o una corriente filosófica, se ocupaba de las costumbres predicando la sencillez y el amor frente a la impiedad y la ambición de los clérigos, si bien que lo hacía en la estela del búlgaro Bogomil. Aunque en Bizancio, que empezaba a descomponerse bajo la presión de oriental de los turcos, no dominaba el papado de Roma, trataban también con crueldad a los disidentes, sobre todo a los disidentes que abominaban de la mezcla de impiedad y ambición de los religiosos oficiales. Niphon, por supuesto, fue perseguido con la misma saña que eran perseguidos en el occidente europeo quienes criticaban, como San Francisco de Asís, los abusos clericales.
En consecuencia, y ante los clérigos que no querían ni una de sus `prerrogativas y se dispusieron a defender sus privilegios con todos los medios a su alcance, por todas partes y en toda Europa fue extendiéndose de modo insoportable la pestilencia de la carne chamuscada.
1100
Bogomilos y otras corrientes. Bulgaria, Albania, Servia y Croacia.
Los bogomilos eran una secta neomaniquea. El nombre derivó del clérigo búlgaro que fue el fundador, Bogomil. La secta nació en el siglo X, se extendió muy rápidamente sin adquirir casi en ninguna parte poder oficial, y ha durado unos ochocientos años, hasta desparecer arrasada por el Islam, aunque no ha dejado de tener alguna influencia -más bien de carácter esotérico- en la Turquía del siglo XX. En el siglo XI, su papel fue determinante para la asunción por parte de las corrientes latinas de conceptos dualistas/espiritualistas como el gnosticismo y el maniqueísmo. Quedan pocas dudas de que los bogomilos propiciaron y estimularon o, al menos, influyeron en el nacimiento del fermento cátaro.
Han recibido muchos nombres, pero ellos se llamaban a sí mismos “puros” u “hombres buenos”. El que recibía alguna forma de iniciación era un “revestido”. Ellos jamás emplearon el término “cátaro” aplicado a sí mismos, un nombre cuya génesis y significado es motivo de discusión.
Cuando nació a mediados del siglo X, al igual que luego el catarismo, el bogomilismo fue perseguido de manera muy activa, y anatematizado (como no podía ser de otro modo), por la jerarquía ortodoxa, concretada en el patriarca Teofilacto. Parece que ya en el siglo VIII el emperador bizantino Constantino V había desterrado a unos ascetas críticos a los parajes búlgaros y es muy posible que estos influyeran en el pensamiento que llevó al monje Bogomil a fundar su movimiento dos siglos más tarde.
No brotó, pues, por casualidad. El descontento había incitado el descontento. La hermosa tierra búlgara fue el primer escenario europeo donde la gente, por los pueblos, ciudades, fortalezas y aldeas, comenzó a despreciar al derrochador clero establecido para seguir fervientemente a predicadores que nadan poseían y nada material querían.
Lo fundamental del bogomilismo es, aparte del ascetismo y la sencillez, su dualismo. El Dios Padre, que es la luz y la verdad, creó el universo espiritual y tuvo dos hijos, Cristo y Satanael. Éste, que era el primogénito y se consideraba heredero natural del poder, se rebeló contra su padre y consiguió que un considerable número de ángeles se rebelasen también y le ayudasen a crear un universo paralelo, material, frente al espiritual creado por su padre. Con eses origen, este mundo material tenía, evidentemente, un principio pecaminoso ineludible. La materia es oscura; la materia es mala por definición; con la materia se sufre, se pena y nada material conduce a la verdadera luz del Dios bueno. La enfermedad y el dolor serían, pues, asuntos sumamente ajenos al Dios luminoso que amaban y al que ansiaban llegar. El de la carne, las riquezas y las gemas de con que se adornaban los clérigos era el universo del tenebroso hijo rebelde.
Por tales razones nada material, ni siquiera la mayor perversión sexual, tiene influencia alguna en el camino a la Luz ni inquieta lo más mínimo al Dios espiritual. El sexo, fuera con hombre, mujer o cualquier otra posibilidad, jamás podía ser pecado porque la idea de pecar era un asunto del señor de las tinieblas. No podían pecar. Eran espíritus puros arteramente apresados en una oscura prisión de carne. Así mismo, no se prestaban al matrimonio más que por obligaciones sociales ineludibles y evitaban tener hijos, para no condenarlos al sufrimiento y la oscuridad de la materia.
Todo en el mundo material es malo, feo, indeseable. A fin de tratar de arreglar las cosas, el Dios espiritual mandó a su otro hijo, Cristo, al mundo material donde tomó cuerpo humano y trató de convencer a los hombres de la preponderancia del espíritu sobre la materia. Dándose cuenta de la jugada, Satanael despojó a Cristo de poderes y éste fue elevado al cielo siendo abducido por su padre. El bogomilismo se trataba, pues, de un dualismo incompleto. El poder absoluto y superior quedaba en manos del Dios espiritual, monarquista, que era de verdad el poder supremo sobre todo lo demás. En cuanto a ritos, los bogomilos no aceptaban la existencia de sacramentos a excepción del bautismo, pero le daban un sentido puramente espiritual, que los cátaros convertirían más tarde en el “consolament”. No comían carne, rechazaban el matrimonio por material, despreciaban la idea de tener hijos para condenarlos a las sombras de la materia; el sexo no tenía ninguna trascendencia espiritual ni podía, por tanto ser pecado.
Más o menos con los mismos supuestos, proliferaron durante estos siglos corrientes parecidas por todos los Balcanes. En Servia, Albania, Croacia, y hasta en el norte de Italia, etc. se crearon movimientos semejantes imbuidos sobre todo de sencillez y ascetismo frente a la ostentación y los abusos del clero. Fueron muy numerosos y adquirieron gran fuerza social, pero no influyeron en el poder porque no se aliaron con él, como hacía el clero oficial. Tal vez por esta razón, porque se trataba de corrientes espontáneas y populares, no duraron demasiado.
Durante bastante tiempo, el imperio Bizantino utilizó Bulgaria como tierra de deportación. Y como los deportados eran, sobre todo, rebeldes de los abusos del clero, tales deportaciones alimentaron durante un largo periodo las corrientes bogomilas y similares, centralizadas sobre todo en Bulgaria. Esa religiosidad básicamente ascética, adquirió gran influencia en todo el Imperio Bizantino y llegó a erigirse una iglesia de los bogomilos en la misma capital del imperio, Constantinopla. Como es lógico, el obispo bogomilo fue mandado quemar por el emperador a la primera ocasión. Por la misma época, el monje Niphon, cuya influencia en la renovación y florecimiento del bogomilismo fue determinante, fue mandado quemar también por el emperador. Pero ya para entonces, el bogomilismo predominaba sobre otras corrientes parecidas en Servia, Dalmacia, Norte de Italia y comenzó a entrar en Francia.
De este modo, aunque sin una denominación reconocible que haya quedado en la historia de modo fiable, comenzaron a nacer en el Languedoc-Occitania comunidades que desoían y, prácticamente, se burlaban del oficialismo clerical y practicaba con gran entusiasmo la nueva interpretación de la fe cristiana.
1163
Concilio católico de Tour. Primera denuncia del fenómeno.
De modo silencioso, las corrientes inspiradas por el bogomilismo fueron asentándose durante todo el siglo XII, siglo de luces al fin, en los salones del Languedoc después de haberse difundido muy ampliamente por sus campos. El Languedoc, tierra mediterránea y en muchos aspectos idílica, practicaba un ferviente amor a la vida, la poesía, la belleza y el amor. Se celebraban sesiones poéticas a diario, los trovadores eran indispensables y respetabilísimos, crearon instituciones sorprendentes, como las cortes del amor y practicaron libremente el amor romántico, sin dar demasiada importante al estatus social o la condición sexual. Por sus románticas y vitalistas maneras, no podían encajar bien el inmovilismo papal ni su crueldad sombría. No sólo desoían a los clérigos romanos y los criticaban, sino que se burlaban de sus ambiciones y ostentaciones.
Espontáneamente, fue organizándose una especie de iglesia pero con diferencias clamorosas respecto de la religión oficial; tan sencillos y honestos, que concitaban entusiastas adhesiones tanto entre el pueblo llano como entre la aristocracia. No se llamaban a sí mismos cátaros (éste es, tal vez, un término despectivo inventado por un obispo alemán de la época).
Como ya ha quedado consignado, ellos se denominaban “puros” si eran simples practicantes, o “revestidos” si eran iniciados comprometidos, como una especie muy particular de clérigos carentes de poder, propiedades, canonjías y privilegios. Se ha creído que la palabra “cátaro” viene del griego y significa “puro”, y que habían sido llamados así por dos posibles razones: A) ellos se consideraban puros por la creencia de que al ser en realidad espíritus puros no podían pecar. B) el clero romano los consideraba herejes puros, perfectos, y así lo tildaron. El término “perfecto” tampoco se lo aplicaban ellos a sí mismos. Fue la iglesia de Roma la que los apodó así, aludiendo a los que eran “herejes perfeccionados o completamente iniciados”, llamados “revestidos” por los cátaros y que ejercían algo parecido, aunque muy remotamente, al sacerdocio.
Los mal llamados “cátaros” solían referirse a sí mismos como “cristianos buenos”, hombres buenos”, “mujeres buenas” o ª!amigos de Dios”. En los rituales de iniciación ellos aconsejaban “pide a Dios que te haga un buen cristiano y te conduzca a la Luz”. Sin embargo, para los romanistas sólo eran perfectos bajo el significado de “hereticus perfectus”, en el sentido de un cátaro que había pasado del estadio de seguidor al de comprometido con la causa.
Es posible que la palabra “cátaro” tenga solamente el ya mencionado significado prosaico y peyorativo referido a los gatos, perviviendo la especie de insulto alemán. Creían muchos clérigos en general y un obispo alemán en particular, según hemos visto, que estos nuevos creyentes rebeldes adoraban el culo de un gato. Una más de las calumnias que no paraban de inventar para tratar de detener el incontenible avance de los buenos hombres. Decían que los cristianos que se oponían y criticaban al papa llevaban a cabo de manera ritual el beso obsceno sobre el culo de un gato. Esta posible génesis de la palabra se considera hoy la más probable.
Los estaban llamando de todo, menos bonitos. Los llamaron vulgares, jodedores y otras lindezas. La rumorología carente de base, calumniosa y embustera fue ampliamente empleada por el clero contra quienes les rechistaban. . Por ejemplo, con la pretensión de provocar contra los hebreos las iras de la ignorante población campesina hicieron circular el bulo, de que los judíos celebraban su pascua sacrificando un niño cristiano en una orgía demoníaca para comérselo al final. Los epítetos contra los cátaros y las calumnias sobre sus usos y costumbre menudearon por el Languedoc y toda Europa.
El Concilio de Tours amenazó a los señores feudales que apoyasen a los sedicentes relogiosos. El conde Tolosa, Raimundo V, escribió expresando la inoperancia de sus medios frente a los cátaros que establecían en su ciudad. Ante esa carta, los reyes de Francia e Inglaterra enviaron misiones “salvadoras”• al Languedoc, con resultados decepcionantes. El vizconde Trencavel, cuya familia era cátara en pleno muy notoriamente, fue excomulgado y el obispo cátaro tolosano fue oficialmente condenado, aunque sin pasarle nada en realidad.
Todavía en 1233, cuando ya casi los habían exterminado y habían cometido contra los cátaros las atrocidades de Beziers, Bran, Lavour, etc., el papa Gregorio IX escribió una bula papal, “Vox en Roma”, donde repetía las viejas y muy superadas leyendas sobre las orgías felinas. Con la capacidad ilimitada de inventar patrañas que evidenciaba el clero romano, ya en 1180 se había descrito con pelos y señales una supuesta ceremonia “secreta”. Secretismo que no fue obstáculo para que el anatemizador la describiera como habiéndola visto: “En las primeras horas de la noche, se sientan esperando en silencia en sus templos. Entonces desciende un inmenso gato negro por una soga que hacen colgar en el centro. Al ver que llega, apagan las luces y no rezan ni invocan ni cantan, sencillamente hacen una especie de bufidos gatunos con los dientes cerrados, y van acercándose al lugar donde vieron llegar al gato su amo, tanteando hasta que lo encuentran para besarlo en distintos lugares; unos se dirigen a los pies o a otras partes, pero todos prefieren dirigirse a la cola y parte pudendas. El húmedo y estruendoso beso desata todos sus peores apetitos. Abrazan al compaero o compañera que tienen más cerca y se sacian con lo más indigno”.
Además de calumnias de este tipo, habían inventado para desprestigiarlo toda clase de epítetos. Ellos, en general, realmente se llamaban y los llamaban “hombres buenos”. Practicaban la sencillez y el ascetismo de modo tan sincero, que las simpatías de todos sus vecinos, fuera cual fuera su condición, fueron convirtiéndose en lealtades inquebrantables.
Por tal razón, aunque ni constituían un iglesia/poder organizado ni tenían influencia temporal alguna, se volvieron tan numerosos y visibles que ya en 1163 fue organizado en Tours un concilio católico contra el fenómeno.
El siglo XII, y las inquietudes insurgentes por doquier, propiciaban el deseo de saber. Pero el conocimiento era el mayor peligro para un clero que basaba su poder en la ignorancia y la oscuridad. La clase clerical no sólo despreciaba el conocimiento, sino que lo odiaba con miedo cerval. Se prohibía en general la práctica de la medicina o adquirir conocimientos en otras materias. El clero establecido denunciaba y perseguía el conocimiento de la manera más activa, cruel e indisimulada, porque el saber alimenta el criterio y el que tiene criterio no puede ser engañado. Bernardo de Claraval salió a predicar contra estos hombres puros que desafiaban lo establecido. Mientras, y a pesar de ello, crecía por todas partes en el Languedoc no sólo el deseo de saber, sino el conocimiento efectivo, y trataban de desterrar seis siglos de oscurantismo ignorante impuesto por la jerarquía, celebrando debates, tertulias y actos que los ignorantes clérigos papales romanos vean con tremenda suspicacia. Y lógicamente se dispusieron de inmediato a cortar por lo sano. Porque la mediocridad y el miedo del mediocre a perder privilegios para los que no se está capacitados lo convierte en malvado.
Por tal razón básicamente, y ante la amenaza cada día mayor que suponía para sus privilegios y prebendas el catarismo, Alejandro III convocó el concilio de Tours de 1163, donde además de prohibir el conocimiento, la medicina y el saber en general entre otras muchas barbaridades que repugnan a la razón y el sentido común, se sentaron las bases del futuro sistema inquisitorial. En vez de acusar o esperar denuncias, se creaba un procedimiento indagatorio en el que las autoridades eclesiásticas actuaban de oficio en búsqueda de disconformes. Expresamente, el papa mandó que los obispos averiguasen “de oficio” si había disidentes en sus diócesis y actuasen. Una vez descubiertos los disidentes serian entregados a la autoridad civil (todavía sometida a los procedimientos paples) que procedería a su encarcelamiento y a la incautación de sus bienes.
Se ponía en marcha el proceso que años más tarde convirtió Inocencio III en el más cruel y monstruoso sistema de eliminación disidentes que haya inventado la perversión humana: La Inquisición. Todo lo que condujo a los abusos de la Inquisición, fue inventado para eliminar a los cátaros, vencerlos, apoderarse de sus bienes y, sobre todo, para apropiarse de su tierra, como veremos en otros apartados. La razón doctrinal no tuvo mucho que ver. Era básicamente una cuestión de intereses materiales.
Porque aunque Roma tratara de presentarlos como una poderosa institución demoníaca, la verdad es que los cátaros del Languedoc no crearon jamás nada parecido a un iglesia. Jamás fundaron ni instituyeron una jerarquía autónoma con reglas, dogmas anatematizantes ni organizaciones de “testimonio”. Los oponentes a los abusos de Roma en el Languedoc tuvieron sus reuniones, como concilios, para tratar de coordinar sus interpretaciones de la biblia, pero no se trataba de algo solemne y magnificente como las ceremonias romanas ni nada parecido. Para estupor de los investigadores, algunos de los nombres de las personas que fueron masacradas en Bezier (de acuerdo con la lista que preparó Amaury, el obispo que lideró el exterminio) eran valdenses. Ello podía ser en cierto modo la prueba de que la disidencia contra Roma se coordinaba de alguna manera, aunque ello no es nada seguro. No se sabe nada seguro,
1167.
Concilio cátaro en Saint-Felix. Predicación de Niketas. Retrato.
Un código no escrito de las buenas maneras literarias, dicta que el cronista debe ser imparcial, aséptico, y no mostrar preferencias ni apasionamiento al relatar ningún hecho.
Investigando el caso cátaro, el cronista tendría que carecer de médula nerviosa y sangre en las venas para mirar los hechos con imparcialidad. Nunca fueron más de un par de miles, actuaron de buena fe, trabajaron sin exigir a nadie diezmos por su sacerdocio, no hirieron ni ofendieron a nadie jamás, siempre se ganaron el pan con su trabajo y sólo paraban de trabajar para predicar estilos de vida que ellos ponían en práctica con verdadera sinceridad, amaron y fueron amados heroicamente por sus vecinos, pero fue tan avasalladora la maquinaria bélica que se les opuso como si ellos hubieran instituido el imperio más cruel de la historia. Ni a las huestes de Atila se les había tratado desde Roma con tanta impiedad.
Nadie podía ser más odiado que un grupo sedicioso que lograba ponerles ante un espejo, un terrible espejo deformante de feria, en el que veían una imagen absolutamente desagradable y perversa. La súbita extensión del nuevo modo de ver la doctrina cristiana no era simplemente la renovación lógica que una fe experimenta cada cierto tiempo. Para el poder de Roma se trataba de algo mucho más importante. Los clérigos de la curia romana habían construido un imperio sobre las ruinas de otro, pero conservando sus riquezas, casi todo su poder e, inclusive, las fiestas paganas que se apresuraron a nominar con devociones cristianas. La Navidad, San José, Carnaval, Cuaresma, San Juan, etc., habían sido las mayores y más multitudinarias celebraciones paganas de la Roma Imperial y eran, además, reminiscencias casi todas ellas de los ritos antiguos de muchos pueblos, entre otros de los celtas. La Iglesia católica no cambió tampoco esto. Dejó que fluyeran sin estorbo las aficiones y costumbres antiguas sin prohibir ni vetar celebraciones que sólo cambiaron de simbología. A fin de no atraerse la impopularidad, solamente dijeron que en vez de adorar a Saturno el 25 de diciembre adorarían a Jesucristo; y en vez de celebrar el equinoccio de primavera adorarían a San José; y en vez de celebrar el solsticio de verano adorarían a San Juan; aproximadamente igual que en el resto de todas las fiestas. Los cátaros no representaban tan sólo el saneamiento de las costumbres y la renovación del mensaje. Aunque ellos no se lo plantearan, el solo hecho de existir y criticar los abusos representaba un peligro inmenso para el poder de Roma. Y la curia romana y su papa se defendieron a fuego y sangre.
Frente a las crueldades que se cometieron contra los cátaros, es imposible permanecer equitativo e imparcial, ni permanecer equitativo ante la conducta execrable de la religión del poder, que evidenció el miedo del mediocre que cree sus privilegios en peligro frente a quienes llegaban a cuestionar su proceder a causa de las nuevas capacidades y anhelos que el siglo XII generó en Europa, cuando un milenio de oscuridad culposa y deliberadamente arrolladora comenzó a despejarse.
El soplo y los anhelos de libertad y saber que proliferaban en Europa durante el siglo XII llevaban bastante tiempo instalados en el Languedoc-Occitania. Tierra sensual y amante de la belleza, proliferaban los trovadores y las justas poéticas y han llegado hasta nuestros días hermosas canciones de aquel tiempo. El condado de Tolosa, Carcasona, Narbona y demás, todo el Languedoc en suma, eran escenario de una forma de vivir y entender las relaciones que presentaban escasa similitud con cuanto les rodeaba. La circunspección, la antipatía y la solemnidad no tenían lugar en Occitania. Sorprendentemente, lo que representaba su principal atractivo era al mismo tiempo para quienes deseaban invadirles motivo de escándalo. Se producía una paradoja: todos lo deseaban y anhelaban al mismo tiempo destruir precisamente todo aquello por lo que lo ambicionaban: Su amor por la existencia. Es una paradoja muy frecuente en la conducta de las personas: se ama y admira a alguien cuando ha destacado y con enojosa frecuencia se le critica y reprocha aquello que lo ha hecho destacar. En nuestro país, por desgracia, es una costumbre muy practicada.
Mientras Occitania se agitaba y revolucionaba, el bogomilismo se había extendido con tal fuerza que comenzaba a tener que organizarse como iglesia a su pesar y pronto se convertiría en la iglesia “estatal” de Bosnia. Por todos los Balcanes fue constituyéndose una jerarquía y empezó a brillar un sapientísimo patriarca llamado Niketas. Era un monje antiguamente ortodoxo, disidente y contestatario, que había establecido una base doctrinal casi dualista que era sumamente sencilla y fácil de entender: La vida mortal, la tierra y la materia son el verdadero infierno creado por el Señor de las Tinieblas. La auténtica vida es el más allá no material, lo espiritual, lo creado por el verdadero Dios de Luz, al que el fiel piadoso llegaría al alcanzar la luz tras un proceso que podía incluir alguna reencarnación. La diabólica creación de Natanael entraña morir; mortalidad que sólo puede ser contrarrestada renunciando a la multiplicación de la especie humana y, por tanto, no teniendo hijos. Cuando no haya hombres, no habrá muerte. No había matrimonio ni otros sacramentos sancionadores de costumbres “humanas”, pues los cátaros rechazaban el amor carnal (aunque de ninguna manera el sexo, sin sentimiento de culpa, porque lo que hacía la carne no afectaba a la esencia, el espíritu) y lo reemplazaban por el Amor divino original.
Los que serían llamados cátaros y eran revestidos (los que habían recibido su único sacramento, el consolament) vivían en casas modestísimas, vestían de negro, no comían carne y practicaban la castidad. Concedían tal valor al testimonio, que actuaban todas las horas del día y en todas partes de estrictamente de acuerdo con lo que predicaban, lo que les valió la difusión galopante que su iglesia tuvo.
En los albores de mayo de 1867, el pueblo de Saint Felix de Lugarais, sobresaliente en un bosque intrincado, vio llegar multitudes de visitantes. Estaban reuniéndose para hablar con libertad, sin miedo, sin preocuparles las persecuciones, Iban a hablar de cuanto inspiraba a aquella especie de Comunidad Europea de lo bogomilo. Como es lógico, el obispo católico que mandaba en la cercana ciudad de Tolosa no fue convidado.
Invitado por los curiosos e inquietos nobles del Languedoc a la vista de la extensión del catarismo en sus tierras, acudió Niketas a lo que ahora es el sur de Francia (entonces eran feudos independientes del poder franco, aunque, como veremos, claramente ambicionados por el rey parisino, con un afán francés centralizador y anulador de diferencias que practicaron los francos con crueldad inaudita, atacando toda diferencia, y ha llegado prácticamente hasta nuestro tiempo) y en honor de Niketas jabían organizado una especie de concilio .
Como queda dicho, Occitania no formaba todavía parte del estado ideado por el empuje y la ambición de los francos. Pero apoderarse del Languedoc era uno de los objetivos obsesivamente acariciados por el expansionismo francés. Como sabemos, poco puede hacer la poesía frente a los cañones. Mientras en el norte de lo que ahora es Francia practicaban un belicismo de fiereza avasalladora, en Occitania se primaba a los trovadores; en vez de ser escenarios de ejercicios guerreros, los castillos y fortalezas servían de espacios privilegiados para justas poéticas y debates. Frente a la belleza y el amor practicado de modo muy activo en el Sur, al norte del Loira masacraban la disidencia, arrasaban los últimos celtas, avasallaban la Bretaña y demás comunidades históricas y se vestían de armaduras terribles.
En cierto modo, los trovadores contribuyeron en gran medida a la extensión del nuevo mensaje de sencillez y por ello los “puros” proliferaron con rapidez imprevista. Se imponían tanto más fácilmente cuanto que el pueblo llano veía todas las semanas que lo que predicaban los romanistas los domingos en sus parroquias era contradicho de manera clamorosa por los actos de los curas el resto de la semana. El catarismo (que no era llamado así) se extendió bajo la protección de todos, en especial de los nobles, con frecuencia sin que éstos ni siquiera se convirtieran en puros. Todos veían tanta sinceridad y honestidad en la práctica de sus prédicas, que los hombres y mujeres “puros” fueron protegidos y salvaguardados. De manera activa se les facilitó enormemente sus prédicas. Salían de dos en dos, sin dinero ni medios, vestidos de negro, y en todas partes eran recibidos, escuchados, respetados y agasajados. La burla a los romanistas se convirtió en cotidiana. Con el consecuente furor de éstos.
Se afirma que “cátaros” viene de una palabra griega que significa “puro”, pero otros aseguran, que sería más o menos el sonido de una frase alemana cuyo sentido sería “adoradores de gatos”.
Los cátaros practicaban la espiritualidad más primitivamente cristiana, predicaban el evangelio según San Juan (que es tenido por el más espiritualista), lo tradujeron a la lengua vulgar y consiguieron con ello que el pueblo tuviera acceso directo al mensaje cristiano, sin las estrafalarias interpretaciones que daban los curas predicando a partir del latín (“los designios de Dios son insondables”, para destacar que sólo ellos eran depositarios del saber y la capacidad de interpretación del mensaje cristiano).
Los libros de los cátaros eran el Evangelio de San Juan y la Cena Secreta.
Sin que podamos hablar de modo indudable de un dogma de los cátaros, tradujeron y divulgaron el evangelio de San Juan. Es evidente que no se trata de un libro cátaro, pero para ellos fue el súmmun de verdad en el que había que buscar las verdades. Evangelio tenido por algo esotérico, en el siglo XII propocionaba enseñanza inteligible a las masas y, con ello, justificaban la sacralización de los llamados “revestidos”.
El Evangelio de San Juan era el libro de meditación de los cátaros y en él basaban partes esenciales de su conocimiento.
La “Cena Secreta” es un apócrifo que nos ha llegado a través de ellos probablemente desde los bogomilos. Los cátaros lo citaban para magnificar sus prédicas, y esta mención favoreció también el mito que relaciona a los cátaros con el Grial. El tono de la “Cena” es cristiano, pero habla claramente de dualismo: Satanael, el arcángel caído, fue el que creó el mundo material e imperfecto, al que convocó, sedujo y convenció a los demás ángeles rebeldes. El Dios verdadero es la Luz.
Los puros consideraban que el alma –lo único suyo que aceptaban como creación del Dios bueno- estaba prisionera en un cuerpo que era servidor del mal, de las sombras, y por lo tanto la muerte representaba la liberación. En esencia, discrepaban poquísimo de lo que podemos leer atribuido a palabras pronunciadas por Jesucristo. De lo que discrepaban era de la falsedad hipócrita y acomodaticia del clero romanista.
Ellos despreciaban todos los sacramentos católicos por materiales. El único sacramento que practicaban era el bautismo-comunión-extremaunción, y lo denominaban “consolament”. Sacramento que sólo lo facilitaban tras larga reflexión, sin ninguna clase de irresponsabilidad y, sobre todo, sin imponerlo a niños que no dispusieran verdaderamente de su libre albedrío. De hecho, el “consolament” se daba preferentemente al agonizar o tras una etapa penosa, larga y difícil de reflexión y compromiso. No se podía proporcionar a niños pequeños ni nade que no estuviera en su sano juicio. Sólo a personas muy conscientes del significado y trascendencia de lo que estaban haciendo. Exigían que el recipientario del sacramento viviera en la fe cátara definitivamente. De modo preferente, el “consolament” se facilitaba en la hora de la muerte o tras haber expresado un compromiso indudable que todos pudieran confirmar.
De manera que no podemos determinar si fue deliberada, el catarismo fue abrazado por la clase alta: comerciantes, nobles y burgueses. Persistían las iglesias romanistas con sus curas de “haz lo que digo y no lo que hago”, pero el pueblo llano fue desoyéndolos mientras escuchaba con atención y devoción a esos nuevos y sinceros “puros”. Podían ser tanto hombres como mujeres, porque la condición sexual no predeterminaba nada para ellos. Los mensajes de amor y sencillez se extendieron con tal fuerza, que la gente ni siquiera se planteó que debiera eliminar al clero romanista; sencillamente, lo ignoraba. Los puros rechazaban todos los ritos católicos y el Antiguo Testamento.. Muchos nobles que ni siquiera habían abrazado la fe, protegían a ciertos “perfectos” (que eran los cátaros iniciados casi como sacerdotes) y les hacían vivir en sus castillos, con objeto de que les proporcionasen el consolament en la hora de su muerte. Así, sin aspavientos ni grandilocuencia, los “puros” estaban por todas partes.
Cuando la extensión progresiva e imparable de los puros comenzó a convertirse en influencia social notable, los mismos nobles y burgueses que les protegían decidieron que debían reunirse a la manera de los concilios católicos, a fin de establecer algunas reglas y normas. Para ello, invitaron al sabio bizantino Niketas a predicar en una reunión que se celebraría en 1167 en Saint Felix, en los alrededores de Tolosa. Casi sin pretenderlo, estaban inaugurando una especie de iglesia cátara.
Ya era un hecho consumado. Occitania, la tierra de la pasión, la belleza, la poesía y el amor no era un feudo que pudiera considerarse papista-romanista. Sin existir una verdadera jerarquía y ni siquiera un clero real, los cátaros eran los depositarios de las inquietudes religiosas de los occitanos.
El rencor, el odio, y la crueldad que llevaban ejerciendo ya más de un siglo contra toda disidencia, empezaron a organizarse y “profesionalizarse”.
Los terribles mecanismos de la represión se pusieron en marcha.
1180.
Comienzan a predicarse cruzadas contra los cátaros.
Domingo de Guzmán nació en 1171, pero tal vez lo hizo ya predestinado. Este sacerdote castellano, burgalés, fue en toda Europa el mayor azote doctrinal de los disidentes del catolicismo en general y los cátaros en particular, y su orden de predicadores, dominicos, inspiradores de los franciscanos, fue más tarde el despiadado e inclemente brazo ejecutor de la Inquisición.
Pero como queda dicho, el exterminio de la disidencia había comenzado ya en el siglo XI, Las quemas, inclusive multitudinarias, se habían realizado esporádicamente por doquier y en algunos casos respondían a inquinas o temores de ciertos poderosos clérigos en concreto, o de nobles arteros y ambiciosos.
El rey de Francia era en 1180 Felipe Augusto, y lo fue hasta 1223. Luchó contra el imperio de los Plantagenet, cuyo poderío era una constante amenaza para los Capetos y sus pretensiones. Se alió a Ricardo, el futuro Corazón de León, y, aunque se enemistó episódicamente con él, ambos participaron en la tercera cruzada, de la que se retiró (1191), humillado por Ricardo.
En 1202 confiscó los feudos del nuevo rey de Inglaterra Juan sin Tierra, y emprendió la conquista de Normandía, del Maine, de Anjou, de Turena y planificó el desembarco de su hijo en Inglaterra (1213). El papa Inocencio III solicitó su intervención para aplastar a los cátaros (1204), pero su astucia política hizo que en un primer momento desoyese los deseos del papa, porque no quería enfrentarse a los poderosos nobles del sur ni al rey de Aragón, al menos antes de solucionar sus diferendos en el horte. Finalmente, y después de que Inocencio III ofreciera "entregar como botín" las tierras de Raimundo VI, Felipe Augusto, que ambicionaba el Languedoc, decidió intervenir, apoyando a Simón de Montfort y a los nobles menores franceses. Cuando murió (1223), era el más poderoso señor de Francia, había destruido el imperio de los Plantagenet y afianzado la autoridad de los Capetos en el reino. Fue Felipe Augusto el instrumento de tortura y exterminio de los cátaros que manipuló el papa de Roma a su conveniencia.
A partir del concilio cátaro de Sains Felix, viendo definitivamente las orejas al lobo, los clérigos romanistas se quitaron todas las caretas y abandonaron toda mesura. Este concilio y lo que podía significar para el futuro fue una especie de toque a rebato o, más bien, un toque de generala. Todos los poderes eclesiales más resolutivos se lanzaron a poner a punto sus máquinas de represión sin ninguna clase de duda o vacilación, ni enmascaramiento. Quemas todavía no muy descaradas, presiones sobre los nobles, intrigas cortesanas y de otros muchos tipos inclusive los más innobles, amenazas, excomuniones (que lógicamente, no significaban nada para quienes abrazaban sinceramente la fe nueva), simulaciones, burdas triquiñuelas y todo tipo de iniciativas les valían a aquellos malvados y degenerados clérigos para defender unas riquezas, vicios, prerrogativas y privilegios que consideraban en grave peligro.
El concilio de Saint Félix representó la sustanciación de la amenaza. Si antes se reprimía a los monjes honestos que criticaban los abusos de Roma o a los teóricos que no comulgaban ruedas de molino, o se perseguía a Domingo de Guzmán por su sencillez ofensiva para los clérigos ostentosos, o a Francisco de Asís, el concilio puso en evidencia que el peligro de desmoronamiento del poder romano era cierto. Toda la curia, prolongada en el tiempo a imagen del imperio cesáreo, vio llegar el fantasma de la liquidación de su burocracia imperial en forma de una iglesia que todos aceptaban sin vacilación o, al menos, respetaban por su sinceridad. Tras el concilio no había duda. El poder romano peligraba y había que defenderlo con las ballestas en la mano o morir matando.
Y matar, lo que se dice literalmente matar, sabían hacerlo muy bien.
En cuanto a la estructuración social, en la tierra de Oc en general y en Tolosa en particular dominaba el mismo sentido no demasiado jerárquico que presentaba el catarismo. Los vasallos del conde de Tolosa reconocían su soberanía, lógicamente, pero ellos conservaban la autonomía suficiente como para enfrentarse entre si y llegaban a sentar alianzas con otros soberanos, inclusive guerreras, sin el consentimiento y ni siquiera la información del conde. Destacaban una serie de nobles a veces veleidosos, como Foix, Trencavel, etc. Igual que Raimundo respecto de Francia, todos estos nobles ponían mucho empeña en sentar y afirmar su autonomía respecto del condado de Tolosa. Occitania estaba muy fragmentada tradicionalmente, y a cada desaparición de un señor seguía una nueva partición, porque los feudos se dividían entre los herederos.
Un estado de cosa que facilitaba las alianzas que llegaban a convertirse en tremendas felonías, como veremos a continuación.
Fue cual fuera la extensión del catarismo, y aun considerando que no ostentaban poder alguno, sorprendentemente ya el 1180 mandó el papa un legado pontificio, el obispo de Albano, a predicar una cruzada en Occitania. La única cruzada que jamás tuvo suelo europeo por escenario. No enviaban a los nobles ociosos y adolescentes aventureros a reconquistar Tierra Santa ni nada por el estilo. Espantado por la posibilidad de que peligrase su hegemonia, el papa romano lanzaba a cristianos contra cristianos en la propia Europa.
Roma supo utilizar de modo eficaz y aprovecharse arteramente de la carencia de monolitismo del Languedoc.
1194-1198
Dos protagonistas esenciales: Raimundo VI e Inocencio III
La cruzada de varios obispos, como Albano, no había conseguido, ni mucho menos, aplastar la insurgencia cátara. Los cátaros siguieron extendiéndose y conquistando voluntades y, sobre todo, afectos. Resulta conmovedor ver con cuánta sinceridad inspiraron amor y solidaridad, gracias a la sinceridad de su militancia.
Pero la jerarquía mandada por la curia romana jamás bajó la guardia.
Los personajes del drama cátaro son numerosos, pero dos sobresalen sobre los demás en uno y otro lado de la tragedia. Por parte de los occitanos, el conde de Tolosa, Raimundo VI, y del lado del implacable poder romano, Inocencio III.
Raimundo VI, como su padre y su abuelo, y luego su hijo y nieto, tuvo que padecer toda clase de intrigas y presiones que no tenían nada de religiosas. Todo el Languedoc, de una u otra forma, mantenía buenas relaciones de vasallaje y mutua protección con el rey de Aragón. Relaciones que, en gran medida, representaban el atrincheramiento propio frente a las ambiciones del poder franco. Desde su puesta en marcha, el poder emanado de París fue expansionista y poco a poco fue conquistando feudos y eliminando diferencias y características. Caían paso a paso feudos llenos de historia, tradición y personalidad, como Normandía, Alsacia o Bretaña y eran inmediatamente afrancesados, y se les extirpaba sus estilos, costumbres, lengua y diferencias. Pero el Languedoc-Occitania se resistía. Los modos belicistas y resolutivos franceses repugnaban al amable sentido de la vida de los occitanos.
Raimundo VI, como antes su padre, sufrió presiones insoportables para que aceptase entregarse en manos del poder francés y resistió todo lo que pudo.
Considerando las cosas con la perspectiva del tiempo, hay que reconocer que el catarismo fue sin pretenderlo el gran aliado de las ambiciones francesas, porque sirvió de pretexto tanto para el papa como para el rey franco.
Muerto el conde Raimundo V en 1194, su hijo heredó la corona condal y se casó con la reina de Sicilia, dispuesto a defender un condado cuya independencia llevaba mucho tiempo viendo peligrar. Como ya había visto hacer a su padre, toleró y, probablemente, se alineó con los cátaros, también llamados albigenses (por la ciudad de Albi); permitió sus prédicas y, aceptados y en buena medida impulsados, los cátaros se extendieron por el condado y toda Occitania casi simultáneamente con la presencia institucional del bogomilismo en Bosnia.
Pero el poder clerical nunca descansó. A los predicadores más o menos espiritualistas del principio fueron sumando verdaderos estrategas anticataristas, como Domingo de Guzmán.
Tras el concilio de Saint Felix se habían establecido el equivalente cátaro de obispados católicos. Había cuatro patriarcados cátaros en Tolosa, si bien que su importancia era de carácter puramente intelectual, porque no poseían feudos como los obispos católicos. Estos patriarcados no ejercían ningún magisterio espiritual ni mucho menos temporal. Se limitaban a sentar principios y nada más. Nadie mandaba en un sentido monarquista del poder, lo que sí ocurría siempre en el bando romanista. Estos obispos-patriarcas dialogaban con Raimundo VI y le hacían sugerencias, pero en modo alguno se trataba de alianzas entendidas como religión de estado.
Con el mismo modus operandi de los nobles vasallos, los patriarcas eran celosos de su autonomía y la de los demás. Nadie se metía en el terreno de nadie. Por otro lado, y a pesar de lo celosos que los occitanos eran de su independencia y libertad, les repugnaba la idea (esencialmente fea y contraria a su ideal de belleza) de tomar las armas para defenderse.
Ninguna amenaza, por horrorosa que fuese, les hacía cambiar sus valoraciones. Roma, por su parte, había sido desde el principio un poder monolítico. La finalidad expresamente espiritual cristiana significaba poco o nada. Lo que contaba, desde la hipócrita conversión de Constantino (que no fue conversión, pues lo que hizo en realidad fue convertir el cristianismo al paganismo romano), era el poder. Perpetuarse. Dominar, como Constantino, aunque tuviera que simular una conversión falsa. Roma amaba el poder y lo ejercía de manera arrolladora desde los césares. Lo que Roma vio en el catarismo, por tanto, no fue un toque de atención a sus maneras tan alejadas del mensaje cristiano; lo que percibió fue “peligro, peligro”. En el Languedoc sus clérigos y prelados iban a perder todo el poder.
No podían consentirlo.
Y quien menos iba a consentirlo era el nuevo papa coronado en 1198, Inocencio III. Un papa nacido en el norte de Italia pero de clara afinidad afrancesada, en quien se amalgamaron, pues, las ambiciones francas y la ira romana.
1204.
Debates “versallescos” entre cátaros y católicos. El papel de las mujeres.
Una cosa era lo que dictaba el proceder romano tradicional y otra cosa era que las circunstancias y los poderosos le permitieran actuar francamente, sin máscaras ni disfraces.
Aunque ahora pueda parecernos insólito, los enviados papales fingieron al principio
que trataban de contemporizar. Pero si examinamos su historia, veremos que la Iglesia que detentaba el poder de Roma jamás había sido lene con la disidencia. Más o menos disimuladamente, siempre había hecho correr ríos de sangre. Con objeto de defender y mantener a cualquier precio su hegemonía, Roma intrigaba, batallaba, guerreaba, conspiraba, arrollaba, traicionaba o, sencillamente, aplastaba. Usando el nombre de Cristo del modo más artero e hipócrita que hayamos visto, Roma llevaba siglos corriendo con presteza a eliminar toda clase de disidencia.
Pero la idiosincrasia impone maneras, y el ser natural de Octitania impuso la manera de abordar el enfrentamiento que veían venir. Al estilo de lo que hoy llamaríamos “versallesco”, organizaron debates que pudieran determinar a modo de concurso, con jueces y demás, quiénes eran más razonables y podían acercarse más a la verdad entre cátaros y católicos. Los cátaros no plantearon defensas belicosas; confiaron en el buen uso que ellos hacían de la razón, como si todos estuvieran dispuestos a razonar. En casi todas las fortalezas, castillos y palacios se celebraron debates de estas características. Naturalmente, Roma mandó a su artillería pesada, y los cátaros, con el modo “silvestre” occitano de hacer las cosas, fueron presentando a los debates a quien en cada momento mostraba mayor fe y sabiduría.
En tales discusiones jamás podía haberse alcanzado un final, porque nunca habría ni podía haber vencedores ni vencidos. Los “puros” criticaban los dispendios y la ostentación del clero católico, y estos hablaban sólo de “autoridad”, “errores de los herejes” y “sometimiento a la autoridad de la curia romana”. Era imposible que llegaran a ninguna clase de acuerdo y ni siquiera a un arreglo. Los puros se tomaban los debates como la oportunidad de hablar con pasión de su verdad y los romanos los utilizaban como una forma amplificada de extender los miedos que llevaban seiscientos años fomentando. Ni siquiera alcanzaban eso que llamamos discusiones “bizantinas”, porque en todo y a todo lo largo de la duración de los debates ambos bandos eran ciegos y sordos. Sólo valía para cada uno su propia verdad.
En cierta ocasión, en 1207, fue organizado un debate en el que ya ninguno de los dos bandos disimulaba su aversión mutua. Las mujeres, como ya quedó dicho, ejercían entre los puros en pie de igualdad completa. Salían poco a predicar, pero organizaron escuelas y mandaron comunidades, castillos y fortalezas sin que nadie les señalara su sexo. En el debate en cuestión, una revestida cátara, poseedora de gran autoridad moral entre los suyos, se levantó para contradecir apasionadamente una de las barbaridades que había dicho un clérigo católico. Éste se alzó a su vez, indignado, y revistiéndose de ira divina, le espetó: “Señora, volved al huso y la rueca, el sitio de una mujer no está en una reunión como ésta”.
También esta clase de igualdad, la de los sexos, enojaba profundamente a la curia papal, porque era asimismo un posible ariete sumamente temible contra su hegemonía. El Imperio Romano no había practicado nunca la igualdad; los nobles eran senadores y sus mujeres remoloneaban y esperaban a sus amantes en sus casas. Como los obispos y sus barraganas. Tal vez no fue el motivo principal de su inquina, pero está claro que tuvo que contribuir bastante. Hay que tomar en consideración que ni siquiera ahora, a estas alturas del siglo XXI, ha adquirido la mujer un papel tan preponderante y autónomo como tuvo en el siglo XII en Occitania.
Una idea frecuentemente repetida por el catolicismo romano del Medioevo afirmaba que “las mujeres son fuente de corrupción y carnalidad”. En pleno siglo XII, esa actitud prejuiciosa, opresiva y discriminatoria contra la mujer llevó a la curia romana a alejarlas de los altares, las universidades y, desde luego, de los concilios. Contrariamente, el catarismo respetó en pie de igualdad a las mujeres en lo que llegó a definirse como una revolución matriarcal. En realidad, era consecuente, porque el catarismo no solemnizaba templos al estilo papal-romano, sino que se asentaba en los hogares, en las cocinas y en la vida diaria de las familias.
A diferencia de los hombres, las mujeres cátaras no solían viajar para predicar. Su reino era el hogar, consagrado como templo de la convivencia. Ellas establecían comunidades para las hijas y las viudas, y crearon escuelas artesanales y de distintos oficios considerados entonces claramente femeninos. Como la condición que sus enemigos llamaban “perfecta” también la adquirían las mujeres, muchas en cuanto llegaron a la edad adulta, alcanzaron el nivel de “revestidas”. Como no fundaban templos, los hogares que tales “revestidas” administraban se transformaban en verdaderos centros de culto. La única manera de culto que ellos consideraban reflejo de la vida de Jesucristo y sus apóstoles. La casa de Lázaro y sus hermanas y las comidas allí realizadas eran para ellos verdaderas ceremonias y templos. Las iglesias de los clérigos romanos no eran la “casa de Dios”, sino el salón cortesano de cada uno de los ambiciosos y altaneros clérigos.
Posiblemente, el extraordinario éxito, amor, solidaridad y poder de convocatoria de los cátaros se debieron a esa manera de entender la mujer y el hogar, el culto al hogar convertido en fortaleza y centro de estudios espirituales. En cierta ocasión, el obispo católico de Tolosa reprochó a un caballero que no castigase a los “cátaros” bajo su dominio. El caballero respondió: ¿Cómo voy a castigar a quien me ha convertido en un hombre sensato ni a quienes de hecho mantienen conmigo lazos indisolubles de sangre? Todos tenían amigos, aliados y parientes cátaros sin darle la menos importancia, porque la declaración de fidelidad religiosa, de hacerse, que no se hacía, no tenía para los occitanos importancia alguna. Ningún obispo podía exigir a nadie que apresase y castigase a su madre, a su hermano o a su hijo. Esa podría ser una de las claves que nos ayudarían a comprender la dimensión de su solidaridad en la hora de los distintos exterminios.
Las mujeres poseyeron un papel preponderante y decisorio en el Languedoc del siglo XII, lo que ponía en evidencia la crueldad y arbitrariedad de la discriminación antifeminista de los clérigos católicos. Los hogares/templos que ellas administraban permanecían noche y día abiertos a la posibilidad de que cualquiera fue a escuchar la “palabra de Dios” o a abrigar, alimentarse o pretegerse. Y nunca se convirtieron esos hogares en monasterios ni conventos, ni nada parecido. Lo más que llegaron a ser era escuelas de artesanía y manualidades. Esa forma de cotidianidad evitaba que se diesen entre los cátaros las milagrerías supersticiosas de los templos romanos. Nunca estimularon el miedo entre sus fieles, cuestión que la iglesia Católica no ha dejado de hacer a lo largo de su historia. Para ellos, puesto que el dios espiritual estaba en todas partes, no hacían falta oro ni vanidades para adorarle.
La manía romana de sacralización de lugares, a la manera de los antiguos paganos, era fuertemente criticada por los cátaros. Según ellos, San Pedro jamás estuvo en Roma y esto había sido sólo un invento para prolongar en la iglesia el cesarismo imperial. El papado nunca había sido fundado ni, mucho menos, instituido por Cristo. La curia y el papa no eran en modo alguno sucesores de los apóstoles, sino continuadores de los césares del Imperio Romano.
1208.
El Maine de los cátaros. Asesinato de Pierre de Castelnau
En muchos momentos de la historia ha recurrido un poder a medios arteros para provocar y justificar una guerra. Nosotros, los españoles tenemos el ejemplo claro de Cuba. Para justificar su intervención en la guerra larvada entre España y los independentistas de la isla, los Estados Unidos hicieron volar un barco suyo amarrado en el puerto de La Habana, el Maine, que el gobierno estadounidense había enviado para proteger sus intereses en la isla a la vista de la situación prebélica.
Nadie sabe quién puso la bomba, pero todos lo podemos imaginar. Nuestro débil gobierno jamás habría provocado la ira del poderosísimo padrino norteamericano. La proa del barco explotó y el barco se hundió rápidamente, muriendo la mayoría de sus tripulantes. El caso, acusando a España del hundimiento, fue el pretexto que sirvió a Washington para justificar su intervención en la guerra en contra del reino español, guerra que perdimos, como era lógico dadas las fuerzas en juego, y todos sabemos lo que se perdió en Cuba.
En 1208, Inocencio III, que era un estratega ambicioso y adoraba el poder como un becerro de oro que probablemente adoraba de hecho, y que ejercía el mando con la habilidad y la impiedad de un conquistador implacable, mandó un delegado ante el conde de Tolosa, Raimundo VI, a exigirle que le entregara a todos los cátaros que hubiera en sus dominios, para exterminarlos.
Raimundo VI, arrogante en su título y corona, pero también fiel a la idiosincrasia occitana, se negó en redondo. En ningún caso entregaría a una potencia extranjera a ninguno de sus súbditos. Se valió de buenas palabras y dilaciones, para convencer al delegado papal, Pierre de Castelnau, de que se fuera creyendo haberlo convencido, pero sin decirle en ningún momento que sí entregaría a los disidentes.
El 15 de enero de 1208, al salir de San Guilles, Pierre de Castelnau murió asesinado en las cercanías del palacio de Raimundo.
Fue probablemente la mayor convulsión que registra la diplomacia del siglo.
¿Lo mandó matar Raimundo VI? Uno de los supuestos policiales de investigación consiste en determinar a quién beneficia un crimen, porque de ello se puede deducir quién puede haberlo cometido o mandado cometer. Lo vemos claramente en las actuaciones políticas actuales, aunque no siempre se atreven los periodistas pagados a señalar a los culpables. La muerte del delegado papal en las circunstancias que se produjo sólo podía perjudicar a los cátaros y poner en peligro extremo el gobierno de Raimundo, que ya contaba más de cincuenta años y llevaba muchos en el poder. Era un soberano muy experto, curtido y definitivamente paradigma del occitanismo. Sabía demasiado como para matar a ese hombre y además, el asesinato le repugnaba, como queda consignado en la historia de su bondadoso reinado.
El asesinato sólo pudo cometerlo quien quería la guerra para conquistar Tolosa. Sólo el papa pudo mandar cometer el asesinato para justificar sus desmanes.
Como lo que ansiaba sobre todas las cosas el ambicioso Inocencio III era, en realidad, apoderarse de los bienes y propiedades del conde de Tolosa, mandó al abad de Citeaux ante Raimundo VI exigiéndole de nuevo bajo amenaza de anatema que le entregase los puros que todavía permanecieran en sus dominios. Como se negó otra vez, fue inmediatamente excomulgado. Amaury, el enviado papal de ahora, volvió a la carga en seguida y ordenó a Raimundo VI que le entregase los judíos que ocupaban muchos cargos importantes en sus dominios. Como tampoco consintió, volvió a excomulgarlo. Puso en cuarentena religiosa a la ciudad de Tolosa, de manera que los católicos del lugar dejaron de tener acceso a sus ceremonias, misas y demás. Ni siquiera podían enterrar a sus muertos en tierra consagrada. Raimundo VI decidió apelar al papa; este sabía que el conde de Tolosa tenía lazos directos de sangre con príncipes de Inglaterra, España y otros lugares (razón por la que la muerte de Castelnau no había tenido todavía las consecuencias resolutivas que habría tenido en otros casos), y por ello levantó el entredicho de Amaury. Pero decidió también que para levantar la excomunión de Raimundo VI debía éste comparecer ante un tribunal religioso para responder a las graves acusaciones que pesaban contra él. Se prestó a ello Raimundo VI y prometió (con desgana y sin propósito de cumplirlo) entregar a los “herejes” de sus dominios.
El día que murió Catelnau y, sobre todo, el día que Raimundo mostró su acuerdo con el juicio y los destierros, se puso en marcha la estrategia que beneficiaría la ambición del papa y del rey francés. Durante meses, Raimundo se vio sometido a amenazas, presiones, chantajes y extorsión moral y sentimental. Además de avenirse a hacer lo que siempre se le había exigido, contribuir a aplastar la disidencia, tenía que humillarse y reconocer públicamente el poder del papa.
El 18 de junio de 1209 la escalinata del mismo Saint Gilles se llenó de gente. El sol brillaba, el verano comenzaba a madurar las mieses, los frutos colgaban ubérrimos de los árboles y el aire perezoso llevaba los perfumes por doquier. La gente vio con expresión alucinada cómo Raimundo VI era parcialmente desnudado, dejando expuesto su torso cincuentón, y se le obligaba a abatirse como un malhechor despreciable. Los juncos y flexibles ramas del verano comenzaron a restallar y azotaron una y otra vez el cuerpo del noble, que se sometía voluntariamente al tormento para evitar el sufrimiento de su pueblo. Pueblo que contempló el suplicio espantado pero también con el estupor de la gente sencilla que ve atormentar al más poderoso de los hombres de que tiene noticia.
En esa escena estremecedora culminaban año y medio de diplomacia imposible. Desde la muerte de Pierre de Castelnau todos los poderosos y principescos testimonios habían ido insistiendo en la inocencia de Raimundo. Él mismo manifestaba que siempre habría sabido que matar al delegado del papa hubiera sido un suicidio. Él, que había sido bueno, justo, clarividente, astuto y equilibrado no podía haber cometido un error tan terrible. Pero ni testimonios ni argumentos, ni protestas, valieron de nada ante el papa y su curia cesárea. Todos en el Languedoc odiaban al papa y habían odiado mucho más a su delegado, pues Pierre de Castelnau era un hombre ríspido, altanero, arbitrario y abusón. De no haber cometido el asesinato un compinche del propio papa, cualquiera en Occitania habría deseado matarlo. Raimundo jamás lo habría hecho ni mandado hacer.
Sin embargo, ese 18 de junio de 1209 se escenificaba el primer paso del sometimiento forzoso del Languedoc a poderes extranjeros.
Raimundo VI era –en términos de propaganda- para el papa oficialmente el único culpable del asesinato. Cargarle a él la culpa allanaba el camino de muchas intrigas y estrategias, tanto del papa como del rey francés.
Durante los anteriores 17 meses, Raimundo había cometido algunos errores impulsado por la desesperación y el miedo a lo que veía venir. Entre ellos, la elección de la persona que mandó a Roma a dialogar con Inocencio III. Éste abominaba de su obispo de Tolosa, Raimond de Rabasten, un ampuloso y altanero derrochador, y deseaba sustituirlo. Sin embargo, Raimundo eligió erróneamente a este obispo católico de su ducado, creyendo que podía tener alguna clase de influencia sobre el papa.
Pero este obispo encontró en Roma a la curia cesárea alborotada. Convencidos los clérigos romanos de la culpabilidad de Raimundo, clamaban por su cabeza y no había obispo que pudiera cambiar eso.
Ya unos meses antes, Inocencio III había convocado una cruzada en defensa de la fe, la única de la historia que tendría a Europa por escenario. Uno de sus predicadores era Arnaud Amaury, que habría de tener importancia capital en la campaña de hostigamiento contra el Languedoc y en los crímenes que cometería la Iglesia Católica.
Con la cruzada en marcha e invocándose por todas partes las maldiciones papales, lo que el desprestigiado Raimons de Rabasten podía hacer en Roma a favor de Raimundo, más que nada, sería contraproducente.
Amaury y otros clérigos delegados papales recorrían Europa pidiendo a los reyes ayuda y complicidad en esa cruzada papal. Pero los reyes europeos dieron en todos los casos respuestas tibias o de compromiso; estaban demasiado atareados en sus guerras privadas y alborotos como para doblegarse a las exigencias papales, que además les exigía contravenir algunas reglas no escritas del mundo feudal europeo medieval. Si no tenían ningún pretexto para pelear con Raimundo ni ninguna cuenta pendiente con el pueblo occitano, ¿por qué habrían de guerrear contra ellos?
A pesar de las negativas, Inocencio III no cejó en sus amenazas y exigencias a todos los reyes durante todo ese tiempo. Finalmente, el más interesado, Felipe de Francia, se doblegó a las exigencias papales y se dispuso a batallar contra sus vecinos del sur. Un montón de nobles franceses, poderosos y ricos pero no muy relevantes, se sumó a la campaña y habían comenzado ya a viajar hacia Occitania cuando Raimundo estaba siendo azotado públicamente.
El drama se había puesto en marcha y en seguida habría de descorrerse el telón que desvelaba todas desmesuras papales.
1209
Exterminio en Beziers
Poco más tarde de la flagelación pública del monarca de Tolosa iba a ocurrir una de las tragedias más espantosas y desalmadas que ha consignado jamás la historia humana.
Ramón Trencavel, el vizconde de Albi, Carcasona, Beziers y los alrededores, había propuesto a Raimundo VI formar una liga para ampararse en conjunto contra las ambiciones del norte franco. Raimundo era más experto y viejo, y eludió el compromiso. Cuando la cruzada franco-papal atacó Occitania y se demostró su magnitud, determinación y crueldad, Ramón Trencavel intentó ser tan diplomático y apóstata como Raimundo VI, prometiendo perseguir a los cátaros. Mas todos conocían sus fuertes vínculos familiares. Y por otro lado, el obispo Amaury, un personaje siniestro y perverso a quien todavía no ha tratado la historia como mereció, no quería perder la oportunidad inestable que representaba que Felipe Augusto de Francia hubiera aceptado sumarse a la cruzada papal contra el Languedoc. Conocía Amauriy que, en realidad, no era lo mismo lo que buscaban en Occitania ambos poderes. Felipe Augusto sólo quería anexionarse en Languedoc.
El verano de 1209, Ramón Roger Trencavel, que sólo contaba veinticuatro años, gobernaba como vizconde extensas tierras occitanas que no formaban parte del condado de Tolosa. La familia Trencavel era parte sustancial de la tradición de esos lugares y era muy poderosa. Ramón era en esencia un joven caprichoso y como tal, demasiado crédulo de sus propias seguridades.
Era el primer verano de la cruzada de Inocencio III y la de Trencavel era tierra mediterránea, y todos conocemos la sensualidad embriagadora y la modorra de los veranos mediterráneos.
Ramón Roger Trencavel sí había abrazado el catarismo y parece que su madre había alcanzado el grado de revestida y era muy respetada entre los puros.
Comenzó el sitio paulatinamente y sin que ni los unos ni los otros previeran nada dramático en el hecho.
Cuando Ramón Trencavel había oído hablar por primera vez de la respuesta del norte francés a las exigencias del papa, creyó que el único objetivo de la cruzada era Tolosa.
Había rechazado la alianza con Raimundo VI y, además, creía que éste era de veras culpable de la muerte de Castelnau. Consideraba que la descarada osadía de ese crimen se veía superada por la hipocresía del conde de Tolosa al fingir sumarse a la cruzada y comprometerse a entregar a sus cátaros y judíos. Por todo ello, consideraba que el único que tenía que temer por sus dominios era el propio Raimundo VI, no él.
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Pero el frívolo Ramón Trencavel se alarmó cuando los espías le describieron la dimensión del ejército de los aliados cruzados que se acercaban. En vista de ello, mandó ensillar el caballo y acudió a entrevistarse con Arnaud Amaury.
Se reunió con él y sus pequeños, mediocres y ambiciosos aristócratas franceses, y se comprometió a sumarse a la cruzada. Aseguró que los Trencavel iban a someterse a los designios de la iglesia de Roma. Expulsaría de sus tierras a los herejes y si alguno de sus súbditos vacilaba influido por la lepra cátara, lo fulminaría.
Todo ello era más extravagante que las actitudes aparentemente prorromanas del conde de Tolosa. Era notoriamente cátaro y también lo era toda su familia. Y el astuto Amaury lo sabía y conocía desalentadores rumores sobre el joven vizconde, como que al morir su padre había tenido de tutor a Bertrand de Saissac, un hereje del que se decía que profanaba iglesias y exhumaba cadáveres de abades para vejarlos. Durante la niñez de Ramon Roger Trencavel había sido regente el conde de Foix, un aristócrata campesino cuya madre, hermanas y esposa eran cátaras. Consideraba Arnaud Amaury que todo lo que le decía el joven e inconsciente vizconde era mentira y que ultrajaba doblemente a la iglesia romana.
El obispo católico de Carcasona, capital de los Trencavel, había sido expulsado por tener la osadía de criticar contra los cátaros. Y había sido sustituido por un obispo blando e inútil, muy querido por los Trencavel. Ese obispo estaba fuertemente involucrado en la “herejía”, pues su hermana, su madre y tres de sus hermanos habían recibido el consolament.
Además de todos esos pecados. Trencavel había convertido en bayle de Beziers a un judío.
Para Arnaud Amaury, el muchacho atolondrado que era el vizconde había cometido tantas faltas contra las leyes “romanistas” de Dios, que su fingida disposición de ahora sólo podía interpretarse como una gravísima ofensa al papa.
Amaury desoyó al joven vizconde despidiéndolo de mala manera. Había tardado muchos años en convencer a los pequeños señores guerreros francos para que se sumaran a los anhelos del papa. De ningún modo iba a detener ni un día la cruzada que él mismo había puesto en marcha.
Regresado a Beziers, Ramón Roger Trencavel organizó una asamblea para comunicar su fracaso. No habría vacilación de los papistas ni tregua y los del norte estaban muy cerca de la ciudad, y no iban a avenirse a ninguna clase de razones. El pueblo de Beziers esta asustado, pero no se aterrorizaba, confiando todavía en una superioridad que sólo imaginaba. La ciudad dominaba sobre el río Orb, con formidables fortificaciones que escalaban la colina. Los cronistas papales-romanos que cuentan el caso los describen como locos, atolondrados y estúpidos. Uno de los ciudadanos de Beziers, Guillaume de Tuleda, afirmó que los habitantes de Beziers creían poder resistir el asedio con enorme facilidad y vencerlo. Tenían comida almacenada y toda la gente que había ido llegando a refugiarse por las noticias que recorrían sus tierras, habían traído a la ciudad medios de supervivencia de sobra. Por lo tanto, se consideraban fuertes y entendían que la enormidad del ejercito atacante se convertiría a la larga en su mayor debilidad; iba a resultad demasiado difícil mantenerles abastecidos. Seguramente esta cruzada iba a desintegrarse más bien pronto que tarde. La verdad era que el ejercito atacante llenaba valles y se extendía a todo lo que abarcaba la vista; demasiadas bocas que alimentar y surtir. Los de Beziers esperaban que con los calores del verano y la escasez de víveres, se desorganizarían y huirían. La mayoría de los soldados rasos que formaban parte del ejército sitiador se marcharía sin estrenas sus armas.
Beziers iba a aguantar el asedio. Los cruzados se rendirían sin atacar.
El propio obispo de la ciudad, que formaba en el grupo de los sitiadores, ingresó en la ciudad con una última oferta. Tenía encima una lista de doscientos veinte nombres; los cátaros revestidos que había en la población; exigió que esos doscientos veinte le fueran entregados para su sacrificio.
A los confiados ciudadanos de Beziers les molestó el tono y el fondo de lo que el obispo exigía. Permanecieron impasibles. Les ofendía gravemente que nadie, y mucho menos poderes extranjeros o sus representantes, les exigieran la entrega de conciudadanos cualquiera que fuese su situación o creencia. Hacia 1167, en la propia catedral de María Magdalena, los ciudadanos de Beziers habían matado al abuelo de Ramón Roger Trencavel por cuestionar y tratar de eliminar sus libertades. El hijo de éste, el padre del joven vizconde, había tomado venganza dos años más tarde del asesinato, durante la propia fiesta de María Magdalena, y perpetró una masacre indiscriminada.
El recuerdo de tales eventos había fortalecido la voluntad de los ciudadanos de Beziers, convenciéndoles de lo difícil que era mantener la libertad. Ahora, con los cruzados ante sus murallas, su espíritu se mantenía incólume. Ni los católicos ni los cátaros, lógicamente, traicionarían ni entregarían a los revestidos. Al obispo traidor le dijeron que preferían ahogarse en la mar que cambiar de manera de ser ni entregar a ningún convecino. El clérigo cogió su acémila para regresar al campamento de los cruzados, pero bastantes de sus propios ayudantes se quedaron en la ciudad expresando su plena solidaridad con sus feligreses.
Pero, en cambio, Ramón Roger Trencavel no permaneció en la ciudad. Dada la memoria sangrienta de su padre y su abuelo, es más que probable que él y sus súbditos abrigasen respecto del otro sentimientos algo ambiguos. Con el enemigo literalmente en puertas, el joven vizconde hizo una promesa a sus súbditos; se marchaba, pero a reclutar en Carcasona un ejército con el que vencer antes a los cruzados. Se llevó con él a todos los judíos de Beziers, porque los fiieles a Roma actuaban siempre muy cruelmente contra los judíos aunque estos fueran completamente inocentes de las culpas que los clérigos atribuían a sus enemigos.
La fecha siguiente de la marcha del joven vizconde era el 22 de julio de 1209, fiesta de María Magdalena, día tradicionalmente aciago en la comarca, a pesar de la devoción de carácter mágico-esotérico que se le brinda a la supuesta “mujer pública” de los evangelios, a quien muchos occitanos le atribuyen haberse casado con Cristo y ser madre de su hijo.
Al atardecer, vieron los de Bezier desde las almenas el ascenso del humo pestilente de varias hogueras. Los sitiadores, llegados `poco a poco en de todos los puntos cardinales y en número que multiplicaba por cinco o seis la población de la ciudad, eran ya muy numerosos y realizaban sus “hazañas” con objeto de abatir los ánimos y la entereza de los sitiados. Éstos contemplaron impotentes las atrocidades sin cuento, las ejecuciones sin tribunal, los asesinatos, las mutilaciones, las torturas y las violaciones, y se les ensombreció el espíritu. Fieles a sus creencias, los revestidos de la fortaleza sintieron crecer en su interior el anhelo de pasar cuanto antes al otro lado, donde la Luz vence a las tinieblas. Los demás, que eran la mayoría, sencillamente comprendieron a pesar de la inconsciencia de los actos y las opiniones de de Ramón Roger Trencavel que se avecinaba un gran ataque y tenían que defenderse.
La fiesta de María Magdalena estaba llena de melodramatismo y previsiones agoreras.
Hacía mucho tiempo que sobre todo los gitanos de la zona adoraban y veneraban a María Magdalena, porque creían que ésta había huido de Palestina tras la ascensión de Jesús, escapando con Lázaro y el hijo que ella había procreado con Jesús, y arribaron a las costas de Languedoc desde donde propagaron el cristianismo. Maríoa Magdalena se había convertido ella misma en una especie de diosa que alimentaba formas extrañas de cristianismo entre la gente inculta de Occitania.
La pretendida pecadora de los evangelios tenía gran fama también entre los gnósticos, antecesores de los cátaros como queda dicho. Según los gnósticos, María Magdalena era en realidad la primera de los apóstoles, muy superior a Pedro y demás. Los evangelios no incluidos en el Nuevo Testamento por la naciente iglesia de los primeros siglos, adjudicaban con frecuencia a Magdalena una misión muy importante en lo pastoral y el evangelio de Juan, el único de los “oficiales” que respetaban por su espiritualidad, atribuia a Magdalena una posición importantísima ya que había resultado elegida por Cristo resucitado para transmitir a los demás apóstoles su mensaje inicial y sy propia sangre.
La iglesia oficial había mermado deliberadamente la importancia de Maria Magdalena, colocándola no sólo detrás de Pedro, sino de todos los demás, pero la maniobra no convenció a los gnósticos ni a los occitanos, ni a otros muchos.
La consecuencia de ese respeto y veneración por María Magdalena, entre otras, era la elevación del papel de las mujeres. Podían no sólo criar a sus hijos y cuidar de sus maridos, también podían capitanear e instruir.
Los cátaros, por tanto, que valoraban inmensamente el evangelio de San Juan, veían a María Magdalena con simpatía, mucho más que los demás credos cristianos y, desde luego, de manera sumamente superior a la iglesia de roma, tan declaradamente antifeminista.
Resultaba significativo que la fiesta de esa santa-apóstol tan ambigua, la fiesta mayor de Beziers, coincidiera con el día más aciago de la ciudad defendida por su mayoría católica, La fecha significaba mucho para todos, pero en especial para los gnósticos y similares.
Por supuesto, no podía ser un buen augurio.
El día de María Magdalena todos los llanos situados al sur de Beziers eran un hervidero. Bajo la mirada todavía no excesivamente inquieta de los habitantes de la ciudad, varias decenas de miles de cruzados armaban tiendas, encendían hogueras, cocinaban, aprestaban sus armas y alimentaban a sus monturas. Hasta donde alcanzaba la vista de quienes miraban desde las almenas, los cruzados semejaban un proceloso mar casi infinito donde se condensaban todas las sombras y las peores amenazas. Los cruzados habían arrasado gran parte del bosque cercano para armar tiendas y alzar astas para sus pendones. Flameaban estandartes y banderas y semejaban una inundación de colores estridentes. Sonaban las oraciones y las francachelas, las orgías y los cantos religiosos, los relinchos y las apuestas, las blasfemias y las bendiciones. Estaban apropiándose de un solar como quien se prepara para una estancia muy prolongada.
Arnaud Amaury no paraba de convocar concilios y conciliábulos, reuniones e intrigas. Él había estado muchas veces en Beziers y siempre había opinado que la ciudad era inexpugnable, lo que ahora no podía dejar de preocuparle. Los militares más expertos habían cabalgado muchas veces para acercarse a las murallas y abundaban en la antigua opinión de Amaury, aunque afirmaban que la fiereza francesa encontraría el modo de abatir las resistencias.
Mientras discutían tales argumentos, el ejército no paraba sus preparativos. Nadie, ni siquiera ellos mismos, imaginaba lo que iba a suceder.
Unos cuantos soldados y menestrales fueron hacia la parte baja del río, la más cercana a las murallas. Necesitaban un respiro y el calor veraniego les incitó a tomar un baño. Tan cerca de los defensores, que inevitablemente intercambiaron bromas e insultos con los ocupantes de las defensivas almenas. Un cruzado bromista y desafiante recorrió muy temerariamente el puente sobre el río Orb, constituyendo un blanco perfecto para los hábiles ballesteros de las murallas. Mientras tal cosa hacía, los que se bañaban exhibían impúdicamente su completa desnudez y realizaban toda clase de gestos obscenos en dirección a los defensores; parecían una escena escabrosa de una cualquiera de las películas del Neorrealismo italiano; igual de ordinarios, desvergonzados, irreverentes, despreocupados y vergonzantes. La repugnante chusma desnuda, vociferante, blasfema y obscena enfureció a los orgullosos ciudadanos de Beziers, algunos de cuyos jóvenes decidieron dar un escarmiento a los bañistas indecentes. Se aprovisionaron de palos y algunos timbales, franquearon una de las puertas abriéndola de par en par y corrieron tumultuosamente a la carga contra los ofensivos bañistas. El que recorría el puente no tuvo tiempo ni de emitir una de sus pullas burlonas porque cayeron sobre él y lo golpearon duramente. Mientras sus compañeros burlones se apresuraban a correr en su ayuda, lo tiraron desde el puente en una parte muy lodosa del río Orb. Impensadamente, había empezado la lucha.
Un trecho adelante alguien vio flotar el cuerpo inerte del provocador que había cruzado el puente, y también se dio cuenta de que había una puerta de Beziers abierta. Gritó de modo estridente “Vamos al ataque” y de repente, casi sin ordenarlo nadie, una multitud de cruzados corrieron hacia la puerta abierta. Sin tiempo para armarse ara la lucha, portaban garrotes y trancas, unos quince o dieciséis mil marcha a través del puente.
No hubo tiempo de cerrar la puerta. Varios ciudadanos de Beziers gritaban desaforadamente a los muchachos que habían salido a castigar a los bañistas, a fin de que volvieran, pero no tuvieron ocasión. Desde arriba veían lo que se les caía encima. El ejército de cruzados, que seguramente superaba los cien mil combatientes, se puso en marcha, ahora con mayor orden que los primeros dieciséis mil. Los sitiados habían cometido un error que no podían rectificar. Los cruzados no habían tenido tiempo para la desmoralización que preveían; estaban frescos, fuertes, descansados, bien alimentados y llenos todavía del optimismo que les producía la promesa de botín con que el papa los había movilizado.
Los sorprendidos habitantes de Beziers, muy inferiores en número y armamento, se pudieron defender muy poco rato. Los primeros inconscientes combatientes que salieran a lavar las ofensas fueron exterminados a golpes y los atacantes entraron en la ciudad en Tropel, entre gritos y blasfemias. Simultáneamente, apoyaron escaleras contra las murallas y las escalaron.
Amaury y su grupo de dialogantes oyeron el tumulto. Gritaban “a las armas” y los señores reunidos en torno al obispo del papa salieron a tratar de poner orden en el asalto.
Es posible que fuera en ese momento cuando se pronuncio una de las frases más horribles y estremecedoras que jamás dijo ningún ser humano. Todos sabían que los revestidos eran tan sólo doscientos veinte y que de los veintitrés o veinticuatro mil habitantes de Bezier casi todos eran cristianos fieles a Roma. Un capitán se dirigió al obispo papal Amary, y gran instigador de todas las guerras religiosas de la época, y le dijo; Señor, ¿cómo podremos reconocer a los cristianos de los herejes? Arnaud Amaury respondió: Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos.
Nadie trató de detener la matanza ni puso de hecho orden en arrasamiento. Ni, mucho menos, Arnaud Amura, que tal vez mirase la escabechina no sólo con satisfacción, sino con secreto placer sádico.. Los sacerdotes católicos que había en Beziers se dispusieron a celebrar misas y responsos por los muertos e hicieron sonar las campanas para que los vecinos se refugiasen en las iglesias, supuestamente inviolables. La catedral, donde los canónigos y clérigos en general continuaban respetando, cumpliendo y haciendo cumplir las órdenes del papa, fue el refugio donde buscaron protección un gran número de vecinos, algunos revestidos entre ellos. Pero los señores de los cruzados entraron en la catedral sin miramientos ni respeto hacia la costumbre, y cayeron sobre los congregados aplastándolos, acuchillándolos y asaetándolos hasta que nadie, ni un canónigo siquiera, quedó en pie.
El ataque tuvo uno de sus momentos más crueles en la cuesta de subida al centro de la ciudad. Los ciudadanos se replegaban de prisa por las angostas callejuelas mientras eran atacados de modo inmisericorde por los cruzados despiadados. Los niños y mujeres se habían refugiado en una iglesia situada casi al otro lado de la ciudad, la de María Magdalena precisamente. Rezaban a la santa en su fiesta. Dadas las dimensiones del templo, podían ser más de seis mil dentro y sus aledaños. Casi todos eran católicos, pero aún así los cruzados derribaron las puertas y defensas y los asesinaron a todos. Todavía quedan huesos en el subsuelo del templo.
Saquearon, violaron y robaron pero, sobre todo, asesinaron. Ni siquiera los propios jefes de los cruzados pudieron hacer cuentas ni recoger los botines que el papa les había prometido, porque la turba que mandaba se desmandó completamente.
Al grito de “quemémosla”, muchos de ellos se lanzaron con antorchas y prendieron fuego a la ciudad.
Las ciudades medievales salvo las murallas, defensas y castillos, solían estar construidas de madera. Aquello, considerando que era una tarde verano, ardió como estopa llena de gasolina. Para desesperación de los mediocres aristócratas cruzados, ambiciosas de prebendas, todo fue consumido por el fuego en poco rato. Pero las llamas emergían sobre ríos de sangre.
Un verso de Pablo Neruda dice, referido al Madrid de 1936: “…Y por las calles, la sangre de los niños, corría simplemente como sangre de niño”. En las calles de Bezier, antes de que Dios obedeciese la orden del obispo del papa de “reconocer a los suyos”, corrieron arroyos de sangre de niños y sus madres, y sus padres y abuelos. Colina abajo, los arroyos se convirtieron en torrentes y corrió un río de sangre cuyo resplandor intenso no se ha borrado todavía. Habían muerto en pocas horas casi veinticuatro mil ciudadanos de Beziers.
Era el día de Santa María Magdalena de 1209.
1209
Bran. El testimonio de los monstruos
Mientras el horror de la hecatombe de Beziers recorría el Languedoc como un mortal escalofrío, ese otoño comenzaron a ver, con mirada incrédula, desplazarse por la comarca de Carcasona una cohorte monstruosa de seres salidos de una pesadilla. No podían hablar apenas porque sus palabras eran deformadas por sus labios cortados. Todos eran ciegos e iban guiados por un tuerto, cada uno con la mano posado en el hombro del anterior. A todos les habían sacado los ojos y cortados los labios, menos a uno, para que recorrieran el campo para “dar testimonio de Cristo”.
Aunque estemos hablando del Medioevo, que se supone tan despiadado, el suceso pone los vellos de punta. Cuando queremos presumir de nuestra capacidad defensiva u ofensiva ante quien nos vitupera, a modo de defensa decimos a veces “te voy a joder el plan medieval”, porque se supone que aquél era un tiempo en el que cabían todas las atrocidades y crueldades imaginables, pero ni teniendo este dato en cuenta es posible referir serenamente lo que hicieron en Bran.
Parado en un recodo del camino, Roger vio acudir el brillante cortejo. Tenía ocho años, pero llevaba ya tres ayudando a su padre en el penoso laboreo de la tierra que les permitía sobrevivir, edad por tanto más que suficiente para comenzar a entender las claves del mundo que le rodeaba y para discrepar de las opiniones sentenciosas de sus padres. Admiraba el brillo de los objetos de culto y la luz de las velas de la parroquia, los domingos, y no podía entender por qué su padre le privaba de tales maravillas y lo relegaba, a él como a todos, a la sencillez del hogar a la hora de rezar sus oraciones, en lugar de acudir a la parroquia donde poder maravillarse con tanto humo de velas, tantos aromas de polvos milagrosos quemados, tantos ceremoniales, tantos esplendor de oro y gemas que no podía contemplar en otra parte y tantos cánticos que le sonaban a voces celestiales.
Vio acercarse el cortejo y se conmovió con una mezcla de placer y extrañeza. Le pareció como una misa que se desplazara por el campo. Llevaban estandartes, espadas y lanzas, pero también portaban brillantes cruces de oro, símbolos dorados blandidos por monaguillos tan jóvenes como él, capas y sobrepellices recamados y cubiertos de pedrería, guantes enjoyados con anillos y piedras increíbles de colores y maravillosas alhajas colgando de todos los cuellos. El primer pensamiento había tendido a compararlos con una misa que hubiera salido al campo pero el cortejo era mucho más prodigioso que eso. El brillo de su oro y piedras preciosas competía con el del sol y no podía haber en el mundo algo más bello.
Más impresionado que temeroso, se ocultó un poco para verlos pasar, porque la pobreza de los harapos que le cubrían le parecía ofensiva e indigna. Los espió desfilar delante de sí; entonaban extraños cánticos en un idioma desconocido e invocaban una larga retahíla de nombres que ignoraba. Eran muchos, tal vez una docena de docenas o más. ¿Qué significaría el desfile y dónde irían? Tenía que arriesgarse a una paliza de su padre y abandonar la labor por un rato, para poder seguirlos y averiguar lo que iban a hacer. Seguramente iban a celebrar una ceremonia aun más brillante y solemne que la misa de los domingos que su padre le impedía contemplar.
Los siguió durante un rato y nada nuevo sucedió, lo que, poco a poco, le hizo confiarse y ya no se preocupó demasiado por esconderse.
¡Que maravillosos eran y cuánto brillaban! Su padre no podía ser un buen hombre, sino que era un mezquino incomprensible al impedirle disfrutar de tales regalos del cielo, obligándolo como a sus hermanos y primos a largas y aburridas peroratas en la cocina de su hogar, entre peroles, ollas y baldes pobres y hasta miserables, donde de ningún modo podía acudir Dios habiendo tanto belleza y riquezas en la iglesia.
El cortejo fue avanzando rumbo a la pequeña población, donde sólo una minúscula torre de piedra destacaba. El resto eran deformes y pobrísimas casas construidas de troncos de castaños y haces de bálago, alzadas sobre veredas pestilentes donde los excrementos, los lixivados y las heces de los animales corrían juntos pendientes abajo.
En persecución del cortejo, cada vez con menor disimulo, Roger se sintió sumamente preocupado por ellos, porque sus botas de piel y sus sandalias de oro iban a ensuciarse en el lodo infame que bordeaba las casas, pero a ellos parecía no importarles.
Sobre el cortejo flameaba el humo de incensarios que portaban algunos clérigos jóvenes y los estandartes y oriflamas flameaban sobrevolando el cortejo con una aureola de excelsitud.
A lo largo del recorrido, Roger se preguntó sin cesar por el significado del insólito desfile en tan insólitos lugares. El boato del cortejo y la miseria del lugar casaban tanto como un ciervo y una alondra. Cuanto veía desmoronaba su sentido de las cosas. Tanta belleza y, por ende, santidad no podía contaminarse del hedor y la pobreza de unos miserables campesinos, a no ser que sirvieran a un propósito que escapaba a todas sus reglas de medir.
Se sintió cansado. En realidad, vivía en perpetuo estado de cansancio. A decir verdad, ni el pan de centeno ni las migajas de carne bastaban nunca para saciar su hambre y el trabajo luego en la tierra, con el estómago vacío, era siempre muy penoso. Demasiado penoso, pero nunca se quejaba porque, total, su hermano Fernand vivía las mismas circunstancias y trabajaba igual, y tenía un año menos que él. Y qué decir del padre. Lo veía sudar, sangrar sus manos, romperse la espalda y, a pesar de ello, nunca lo había visto quejarse y, además, en varias ocasiones había observado que remoloneaba con su plato y fingía desgana para repartirlo entre sus hijos pequeños.
No podía quejarse. Nadie lo hacía y él no iba a ser más blando y menos capaz que sus hermanos menores y todos sus amigos.
El cortejo se detuvo. Le admiró que la solemne cabeza de la procesión se parase delante de la casa del tío Samuel, un miserable tullido que había tenido que mutilarse antes de lo que él podía recordar. No trabajaba ni tenía familia. Vivía solo, revolcándose en su miseria increíble. ¿Qué podían buscar o pretender gente tan maravillosa e importante en la casa de ese engendro?
Aunque no podía escucharla ni, por tanto, entender lo que le decía, vio que el espléndido y enjoyado clérigo que encabezaba el cortejo dirigía un discurso al tío Samuel. De lejos, vio que éste negaba con la cabeza con reiteración, pero nada desafiante; más que negar algo, le pareció que el tío Samuel no entendía nada, porque inclinaba el cuello sobre el pecho y no osaba mirar a la cara de su interlocutor.
Los autores no suelen mencionar una de las realidades que pudo revestir de tintes escalofriantes la cruzada de Inocencio III. Los cruzados hablaban latín y, acaso, algún romance incipiente de Italia y el norte de Francia. No hablaban la lengua de Oc (le llamaban así porque decían “oc”• en lugar de sí o oui). Contrariamente, los occitanos sólo hablaban la lengua de Oc. Evidentemente, tuvo que darse el desentendimiento por doquier. La incapacidad de emitir claramente sus exigencias los cruzados y de entenderlas los incultos campesinos occitanos tuvo que producir situaciones graves y exasperantes de desencuentro. Sin duda, parte de la crueldad incalificable de esos cruzados en nombre de Jesús habría que basarla en la incomunicación.
El clérigo volvió a hablarle y el tío Samuel negó de nuevo en ese gesto que Roger no sabía si era negativa o incomprensión. Entonces, sin más palabras ni argumentos, cayó con fuerza una espada sobre el hombro del tullido, que se derrumbó en el suelo con el torso partido en dos. El horror del cuerpo dividido tan rápidamente que ni siquiera había tenido tiempo de brotar la sangre en chorros, hizo que Roger, involuntariamente, gritase.
De repente, se dio cuenta de que se hallaba prácticamente pegado al cortejo, que se había descubierto completamente, que había gritado en el momento más inoportuno porque todos los demás estaban callados y que unos cuantos integrantes de la procesión giraban la cabeza hacia él y los miraban reprobadoramente.
Sin comprender nada, vio que se lanzaban hacia él con presteza y le quitaban la ropa. Varios de los monaguillos mayores entregaron sus lanzas y estandartes a otros compañeros y se levantaron las sotanas. Sujeto por cuatro, uno a uno, por turno, introdujeron los órganos sexuales en su culo y nadie respondió sus súplicas sino que, en cambio, lo abofetearon con saña porque no podía acatar la orden de acallar sus gritos espeluznantes.
Perdió toda noción de realidad cuando su culo fue atravesado por la gruesa asta de una bandera que llevaba una cruz de oro en su remate.
Tiembla la mano al contarlo y le convulsionan a uno los escalofríos, y las entrañas se agitan como por un embarazo múltiple y demoníaco.
Procurando con diligencia diabólica el desconsuelo y el desánimo de los disidentes por doquier, y para fomentar el desaliento con la intención de obligarles a abjurar de su verdad, antes de atacar su ansiada Carcasona, Monfort y Amaury, los enviados del papa, cayeron sobre el pueblo de Bram, a dos leguas de distancia. Portando ostentosamente cruces de oro relucientes de gemas, banderas de nobles cainitas bordadas en sedas y oro y viáticos inmisericordes en nombre de la misericordia para con los moribundos que ellos mismos se disponían a multiplicar, los sayones y verdugos de Amaury y Monfort recorrieron sin avisar las calles de Bram incendiando, apaleando, violando y exigiendo, al tiempo, la abdicación de su fe, aunque no todos eran cátaros; fe por ellos denominada herejía, y la vuelta a la que ellos llaman verdad mientras bendecían, rezaban y se daban golpes de pecho con las manos y guantes enrojecidos con la sangre vertida por sus ataques infames y desalmados.
Sin quitarse las cruces ni demás símbolos católicos, lisiaron, mutilaron, baldaron, golpearon, hirieron, violaron a las muchachas y muchachos, rebanaron los senos de las mujeres y nunca, nunca, dejaron de gritar de modo estentóreo y autoritario que todo lo hacían en nombre de la verdad.
Mientras, la pestilencia de las hogueras y el hedor de carne humana quemada iban extendiéndose por todo el pueblo.
Ante las casas incendiadas y las mujeres injuriadas, hijos sodomizados e hijas violadas y martirizadas por las huestes de Montfort y Amury, proclamaron los naturales de Bram que ni la promesa de vida ni la muerte conseguirían arrancarles su fe. Enfurecidos, ambos nobles y, en particular, Simón de Monfort, fuera de sí, ordenaron cortar los labios y las narices de todos los vecinos de Bram que quedaban y a todos les vaciaron los ojos, excepto a uno. A un solo habitante de Bram le permitieron conservar un único ojo, con la orden de que guiase por toda la región a sus vecinos mutilados, mandándole que la horrible compañía de seres sin labios, narices ni ojos fuese proclamando por todas partes la supuesta única verdad de Cristo y la fe cristiana, representada por el césar de Roma. Pero ni aún en ese trance se rindieron los puros de Bram. Habiéndose negado, tras un primer paseo, a dar los pasos que Monfort les exigía, muchos fueron quemados en la hoguera.
Durante meses, los alrededores de Bran y la ambicionada Carcasona vieron pasar el monstruoso desfile de seres impensables sin ojos ni labios, que hablaban una jerigonza ininteligible al servicio de las “verdad” de Cristo proclamada por el papa romano.