viernes, 16 de julio de 2010

DESPUES DE LA DESBANDÁ, Capítulos I al XX, para compensar la interrupción

El grave percance que he sufrido, ocurrió cuando había publicado hasta el capítulo XIX de DESPUÉS DE LA DESBANDÁ.
Ahora que, casi recuperado, vuelvo a ocuparme de este blog, trato de ayudarles a recuperar el hilo de la narración, de modo que entrego a continuación los capítulos I al 20, consecutivos y sin interrupciones.
La semana próxima volveré con el capítulo XXI



DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
Luis Melero


La antigua sociedad, roto su cielo,
y herida pliega el vacilante vuelo.
Salvador Rueda.

PRIMERA PARTE. Málaga, inglesa y mora
I
Volvían como almas en pena recién desenterradas. Sus harapos y el sigilo con que caminaban -a pesar de que ya no sonaban detonaciones-, evocaban los muertos vivientes de las leyendas de terror. Formaban un cortejo sin orden ni vigor, exhausto, que se extendía delante y atrás hasta donde alcanzaba la vista; como un gigantesco dragón de la antigüedad, cansado, vencido, moribundo e incapaz ya de lanzar fogaradas. El paisaje había cambiado tras el paso tumultuoso de la bestia, con su rastro perceptible en los huertos y sembrados arrasados; el aroma habitual de salitre y yodo combinado con el de limones y limas, se había convertido en pestilencia de incendio no del todo extinguido y hedor de cadáveres descompuestos. El único rumor audible era el de los gemidos, suspiros y ayes contenidos, porque no había transcurrido suficiente tiempo como para que las entrañas de los fugitivos se librasen del pánico.
-Hay montones que no han resistío el cansancio, Guaqui –dijo Mani. -Y se han dao la vuelta…
-¡Naturaca! Míralos; están más despistaos que un pulpo en un garaje. Por la pinta que llevan algunos, tan repeinaítos, no han andao ni cinco kilómetros. Bueno… Pa ser sinceros, tampoco nosotros hemos resistío el cansancio, y además, ¿qué íbamos a hacer carretera adelante, irnos a Francia?
Los dos amigos renqueaban apoyado cada uno en el otro, buscando fuerzas donde se había extinguido, abatida la gallardía que ambos poseyeran a raudales, desnudos de altivez e incapaces de sentir compasión ni de ellos mismos. El adulto y el adolescente casi niño no podían parar de llorar, pero Mani se empeñaba en sustraer de las miradas de su amigo los ojos hinchados y rojos.
-Son casi los mismos de la otra noche –señaló el Templao, señalando el purgatorio que les rodeaba.
-Seguro que algunos no han andao ni un kilómetro. Han tenío que acojonarse por el montón de muertos podríos que hemos visto hace un rato en aquella curva de allí atrás.
-Po si vieran lo que hay en Torrox… –comentó el Templao con voz temblorosa y tono rajado-. Voy a tener pesadillas hasta el patio de las malvas, con tantos brazos, cabezas y piernas desparramaos por toas partes. ¿Tú crees que alguien vendrá a enterrarlos?
-Si Málaga está como la dejamos el otro día, no creo…
-Málaga no estará como el otro día, Mani. Estará peor. Como dijo tu Paco, que en paz descanse, está más que visto que salimos casi toa la población. Los fascistas italianos tuvieron que tomar una ciudad fantasma y los que volvemos, vamos como almas en pena. Los muertos de la carretera no los enterrará nadie. Se pudrirán y se convertirán en abono pa los enarenaos y a lo mejor todavía dentro de veinte o treinta años encontrarán los labradores huesos y calaveras.
Mani apretó los labios. Su amigo, el único amor vivo que le quedaba, tenía razón; volvían casi todos; un espanto de ida y vuelta a ninguna parte, un holocausto sin objetivo de millares de personas que ni siquiera podían aspirar al descanso de una sepultura. No conseguía apartar la mirada de los cadáveres en los arcenes, que ahora –sin la obligación de desviar los ojos para escapar de los cañones a cada paso- resultaban dramáticamente notorios. Trató de imitar la entereza ciega de su madre muerta, y estiró el cuello como Paula hacía cuando se empeñaba en no enterarse de algo, pero él no lo consiguió, a causa de la evocación de veinte cadáveres tendidos en aquel pedregal de Nerja, personas que había amado tanto y sin las que no concebía la vida. Los chorros de sangre interrumpidos por la muerte se habían grabado en sus ojos como un tatuaje. Ahora, cuando la horrorosa caminata se acercaba al final, los amontonamientos de cuerpos hinchados de los arcenes, le obligaban a revivir el rostro lívido de Paula y preguntarse qué bestia escarbaría para desenterrarla y devoraría al ser que más había amado en su vida.
Efectivamente, volvían casi todos los que habían participado en la desbandá. Mani cabeceó, porque no podía hablar, pero el Templao necesitaba explayarse, ya que su garganta era como un tapón de estopa a presión. Siguió la mirada espantada de Mani hacia el cadáver de una muchacha, cuyo rostro cubrían las moscas a pesar del tiempo desapacible que hacía.
-Me pongo a temblar… –murmuró el Templao- ¡Tantos muertos!
-Menos los heríos que se llevó el médico canadiense –observo Mani.
-Tardarán más de cuarenta años en limpiar este camino de restos podridos. ¿Quién va a tener ánimos pa enterrarlos y…? –el Templao no pudo terminar la frase, porque se echó a llorar con mayor desconsuelo aun.
Por la diferencia de estatura, Mani tuvo que forzar el brazo para echárselo por los hombros. Los hipidos de su fornido amigo tardaron en amainar.
-Y los hijos de puta del gobierno no vinieron a auxiliarnos… ¡ni a darnos agua! –continuó el Templao con tono gutural-. Maldita sea su estampa… Ya has visto que a los gobernantes de la república les importamos una mierda. Tu Paco, que en paz descanse, iba diciendo a cada paso que vendrían a socorrernos y ya lo has visto que no tenía ni mijita de razón. Tuvo que venir un médico extranjero, por su cuenta y costeándoselo él, a tratar de aliviar él solito el sufrimiento de más de doscientas mil personas, más de la mitad con herías y to, con más hambre que el gato de doña Lola. Largo Caballero nos entregó gratis a Franco pa achicar doscientos kilómetros el frente, como juraba tu hermano Antonio, que en paz descanse. Y mira lo que ha conseguío ese fantoche de mierda, que los malagueños mueran como chinches y que estemos sufriendo como ánimas del purgatorio.
-De no ser por el médico canadiense y su camión -observó Mani-, habrían muerto más todavía. Es la verdad chipén. Como decía mi Antonio, el gobierno de la república ha vendío Málaga a los fascistas.
-Claro que sí –afirmó el Templao-. Nos han entregao gratis pa acortar la línea del frente de guerra. A mí me pareció la mar de raro que los barcos de la armada republicana, que tenían su base nacional en nuestro puerto, no respondieran los ataques de los barcos de Franco. Está visto que a Largo Caballero, que era un lunático, le molestábamos los malagueños, con tantos cojones y tantas iniciativas; hizo de verdad lo que le amenazó a Cayetano Bolívar en noviembre; desarmó a Málaga a conciencia, pa que no nos resistiéramos cuando los fascistas vinieran.
Mani dio un salto para socorrer a un anciano herido, al que sujetaba precariamente una muchacha, porque ambos iban a caer.
-¿Pa qué pasamos lo que pasamos? –continuó el Templao cuando Mani volvió a su lado-, ¿Pa esto? ¿Pa entrar otra vez en la boca del lobo, con el Serafín, el barbero y sus compinches recochineándose? Ahora nos meterán a tós en campos de concentración y a ti, seguro que te fusilan. Tienes que teñirte estos rizos rubios o conseguir una boina pa disimular.
Mani sonrió levemente. Le enternecía la devota preocupación de su amigo por él, a pesar del dolor por la madre y los once hermanos muertos. Como si adivinara su pensamiento, el Templao dijo con tono aterrado:
-¿Habrían muerto todos de verdad?
Con un sudor frío en frente y manos, evocó la escena entre lágrimas…

Llegaron al fondo de la cuesta. La luz les envolvía por fin, acariciante, pero el runrún se hizo audible de nuevo y los aviones les alcanzaron otra vez como un enardecido enjambre de abejas. Pareció que iban a alejarse hacia el este pero, inesperadamente, giraron y maniobraron en dirección al grupo.
-¡Al suelo! -ordenó Paco.
Pasaron uno tras otro, tan cerca, que Mani creyó que las panzas les rozarían. Daban la impresión de ser centenares, porque el carrusel no paraba: cada avión que les sobrevolaba, volvía al principio tras un salto. Luego de un tiempo que duró un millón de años, los oyó distanciarse y desaparecer más allá del acantilado que habían dejado atrás. Mani se levantó dándose palmadas en las orejas para aliviar el zumbido de sus oídos.
-Mamá, levántate; ya se van.
Ninguno se movía. Les gritó que el peligro había pasado y ya podían seguir el camino, pero nadie intentaba incorporarse. Cogió a Paula por la cintura para ayudarla, mas su cuerpo estaba laxo y sintió húmeda la mano con que la abrazaba. Contempló esa mano como si no fuera suya, esa mano ensangrentada no era la que le había dado su madre y con la que ahora la había tocado; no era capaz de creerlo, a Paula no podía pasarle eso: ella estaba muy por encima de las miserias del mundo. Consiguió que el cuerpo sin fuerzas permaneciera casi sentado y se puso a dar saltos entre todos ellos, vociferando el nombre de Paco, Antonio, Ricardo, Miguel, Rosalía, Ana y Angustias. Esta, boca arriba, tenía los ojos abiertos, fijos en él; Mani sonrió al agacharse a ayudarla a ponerse de pie, pero se detuvo antes de intentarlo: tenía el vientre abierto y el fruto sin madurar palpitaban envuelto por una masa oscura. Desvió los ojos con extravío. Descubrió que el Templao daba señales de vida, pues se había vuelto hacia él y conseguía sentarse, repentinamente convertido en un anciano rodeado por sus once hermanos muertos.
La desbandada avanzaba sobre ellos: todos evitaban pisarles mientras se cubrían la cara con una máscara de conmiseración. Mani sintió rabia; estaban en un error, no les había pasado nada, alcanzarían con ellos los huertos y repondrían fuerzas en el abrigo cálido y perfumado de un pinar. El Templao arrastraba a Carmela fuera del camino. Mani se acercó a pedirle ayuda.
-Guaqui, ven; mi madre no se mueve, tiene que estar herida.
-Todos están muertos, Mani.
-¡Mentira!
-No es mentira, Mani. Tengo mu vista a la muerte.
-¡No puede ser!
-Esta es la guerra, Mani; esta es la hijaputá de esos generales de Marruecos y el gobierno cobarde que nos ha entregao a ellos pa quemarnos como júas.



Sin detener la agónica caminata de vuelta, el Templao insistió:
¿No nos precipitaríamos al dejarlos allí, sin más, y sin embargo alguno podía haber quedado malherido, pero sólo desmayado?
Mani sintió hielo en los huesos y de nuevo tuvo que disimular el llano. Mientras el brazo le temblaba de un modo extraño, alzó la mano con un ademán conminatorio.
-¡Quítate esa idea de la cabeza, Guaqui! Es una obsesión que namás que puede perjudicarte, sin que les ayude a ellos ni una mijita.
El Templao se detuvo y lanzó una mirada a sus espaldas, como si pretendiera ser capaz de ver a tanta distancia el lugar donde habían muerto, al completo, tanto su familia como la de Mani; mientras crecía el llanto en sus mejillas, se agachó en cuclillas y acabó sentándose en el pedregoso asfalto lleno de baches y guijarros sueltos. Mani se arrodilló frente a él.
-¿Qué te pasa, Guaqui?
Sin responder, el Templao acarició el pelo rubio de Mani, que de nuevo formaba los bucles que el muchacho odiaba tanto.
-Fuiste un héroe popular, Mani. Mataste a aquel comandante en la Cortina del Muelle a la vista de todos, y después, cuando mandabas el camión, en muchos sitios te afeaban tus malas pulgas. Van a llover las denuncias contra ti. Tenemos que buscar algo pa perlarte al rape.
-Es verdad, Guaqui. Me van a siquitrillar.
-Yo no te dejo a ti solo ni muerto. Venga, vamos por ahí –señaló por una transversal a su derecha, hacia arriba-, por los montes. Podríamos ir por el camino de las Pellejeras o el monte Calvario. Por el Camino del Colmenar no bajará nadie y no habrá peligro de que te reconozcan.
Se apartaron un poco del sonámbulo cortejo de casi muertos vivientes, que caminaba mucho más lento que cuando huían. Ahora lo hacían sin esperanza ninguna, como si temieran tanto morir como llegar.
-Tenemos que seguir pa entrar lo antes que podamos, Guaqui. Mira, ya empieza a verse el monte Gibralfaro al contraluz del atardecer.
-No puedo más, Mani. Mira cómo me sangran los pies. Yo lo que querría es morirme de una puñeterísima vez.
Sin decir nada, Mani se abrazó al cuello de su amigo. Tras largos minutos, durante los que cada uno respetó el llanto del otro, Mani insistió:
-Vamos, Guaqui. Tenemos que entrar en Málaga antes de que empiecen a organizar sus inquisiciones. Nuestras posibilidades serán mejores hoy que mañana. Y cada día que pase sería peor.
El Templao miró con deslumbramiento el rostro de Mani. Definitivamente, era un ser superior, un jefe nato, y tendría un futuro de gran líder si no lo fusilaban en la Málaga que ahora dominaban los italianos de Mussolini. Se alzó de nuevo, con mucho esfuerzo, y echó a andar renqueante y callado.
Caminaron todavía algo más de dos kilómetros en silencio. Un mutismo que iba extendiéndose por la interminable fila, como si todos estuvieran preparándose para el alud que había de caer sobre sus cabezas. La Málaga a la que retornaban se había vuelto taciturna, carente del bullicio de unas pocas semanas atrás, y nadie aparentaba menos tribulación que los que volvían. Mani supuso que todos debían de encontrarse calculando las posibilidades que tendrían de sobrevivir en la martirizada ciudad tomada por un ejército extranjero, que había invadido la ciudad en nombre de un ejército del que murmuraban que no tenía piedad.
Llegaron ante el barranco amarillento de La Araña, donde se había estrellado el camión la noche de la huida de Málaga. La cruel escena de cuando las dos familias, incluyendo a su amorosa madre, se habían vuelto bestias salvajes luchando por la supervivencia. Mani apretó los párpados, como si así pudiera borrar el recuerdo, que tan vago parecía a pesar de haber ocurrido sólo cuatro noches atrás…

El griterío de los hermanos del Templao le sirvió a éste de estímulo, de manera que sus acelerones obligaron al vehículo a emprender una carrera loca, dejando una estela de cadáveres en el pavimento y un pasillo de maldiciones y rencores nuevos. Como si el reflejo de eludirles les precediera, la gente se apartaba ahora mucho antes de ser atropellada, de manera que el camión alcanzó una velocidad considerable durante varios kilómetros, pero en una curva muy cerrada tras la cual se abría una pequeña cala llamada La Araña, el Templao perdió el control al frenar de golpe; el camión derrapó y fue a empotrarse contra una pared vertical de roca.

La evocación les produjo más que temblores de espanto. En la amarga realidad del regreso, resultaba todavía más incongruente la impiedad con que habían actuado durante la escapada con el camión. Con una especie de ácido recorriendo su esófago, Mani suspiró hondo y, sin abrir los ojos, murmuró:
-Ya mismo vamos a llegar al Palo.
-Estás pensando lo mismo que yo –dijo el Templao a su oído, mirando de soslayo la pared vertical amarilla.
-Me dan temblores.
-A mí también. Un no sé qué…
-Murieron una pila.
-No te angusties, Mani. Eran ellos o nosotros. Recuerda lo que mandó tu madre.
-¿Que no habláramos nunca más de eso? Alguien habrá que nos lo haga recordar a la fuerza, cuando nos denuncie.
-¡Que va! Estoy convencío de que nadie se dio cuenta de quiénes éramos.
-No te fíes, Guaqui. Aunque no nos vieran a nosotros, tó el mundo sabía que ése era nuestro camión.
-Bueno… a lo mejor. Pero… ¿no te parece que hay cosas más mucho más urgentes que pensar? ¿Dónde vamos a refugiarnos… pa dormir?
-En mi corralón.
-¡Tú estás majareta! –exclamó el Templao con expresión de repugnancia-. Si por un aquel no nos encontramos el sitio ocupao, es exactamente donde no podemos ir.
-Po nos iremos al río.
-Tampoco podemos, Mani; con la caterva que vuelve a Málaga, aquello estará invadío, porque media capital está en ruinas... Mejor buscaremos un resguardo en el monte Coronao o La Virreina.
Entre las tinieblas en aumento, comenzaron a vislumbrar las precarias casas de los pescadores del Palo. Las viviendas, aunque modestas, habían sufrido tan catastróficamente los bombardeos que ninguna permanecía intacta.
-¿Seguirá viva la de los barcos? –preguntó el Templao señalando adelante, hacia los palacetes de la Caleta y el Limonar.
-Seguramente estará todavía en aquella habitación de la azotea, en la Goleta.
-¿Y si pidiéramos asilo a las monjas?
-¿Te parece?
-Sí nos lo darían. Pero seguramente el Serafín y los suyos están todavía allí.
-No creas… Habrán vuelto a su casa porque ahora se considerarán los reyes del barrio.
-¡Hijos de puta!
-La de los barcos va a seguir tan rica como siempre –dijo el Templao con aspereza.
-Pero su casa no existe ya –afirmó Mani, que había interpretado la frase de su amigo como la indicación de un camino a seguir.
A continuación, Mani calló de nuevo durante un buen rato. El recuerdo de aquella noche de julio, el sábado infame en que la ciudad había rechazado la sublevación de los militares, combinaba en su mente el olor a humo y el de jazmines, el vocerío de la turba con el crepitar del fuego y el dolor de Miguel, Angustias, y él mismo, con el odio de aquel criado de culo gordo y el de los asaltantes.

-Ahí no hay nadie -gritó Mani.
-¿Qué dice ese muchacho? -preguntó uno.
-Por el color del pelo, tié que ser de la casa.
-¡Qué va!, ¿no ves su ropa? Será el hijo de una criada.
-Po si es hijo de una criada, será un bastardo del señorito. ¿No ves su cara de rico?
El portón cedió a la marejada humana.
-¡Quedaos quietos! -aulló Mani-. La gente que vive ahí es buena.
-¡Mira el majareta, será cretino...
-¡Como esclavos nos trataba a los marineros el yerno de Elena la de los barcos.
-El rubio ése tiene que ser un cachorro fascista.
-Vamos a caldearle la espalda.
Una mano aferró un tobillo de Mani y éste iba a sacar la pistola cuando sonó el primer disparo. La bala, procedente de la casa, pasó muy cerca de su cabeza; dio un repullo que le hizo perder el equilibro y estuvo a punto de caer, pero se abrazó al ancla y se quedó con los pies colgando en el vacío.
-Suéltalo -oyó Mani que alguien le decía al que le aferraba el tobillo-. Si no me engaña la vista, este chavea es el hermano del Paco que se ha cargao al comandante.
Mani consideró prudente no moverse y en la postura que estaba, colgado del ancla, lo presenció todo. No tardaron en cesar los disparos provenientes de la casa. Los asaltantes se pusieron en seguida a apedrear las ventanas; muchos encendían más antorchas en las que ya ardían, mientras que otros se emplearon concienzudamente en echar abajo el hermoso invernadero del otro extremo del jardín; como si fuera un cañizo aún más precario que el del Chafarino, la construcción acristalada y pintada de blanco se vino abajo y muchos de los hombres, aplastando los arriates en sus carreras, se pusieron a golpear con estrépito a puerta de madera que había sustituído la de cristales emplomados, así como las cristaleras de todas las ventanas. La puerta nueva de la mansión, aún sin lacar, resultó ser muy resistente, por lo que uno sugirió usar como ariete el pilar central del invernadero, un tronco de árbol apenas desbastado. La puerta cayó al fin y entraron en masa. En medio del estruendo de voces, ayes y alaridos, empezaron a caer objetos de todas las ventanas. Volaban las porcelanas, las bandejas de plata y las miniaturas de barcos, los hermosos cuadros en cuyos marcos había chapas de bronce con nombres grabados, los cojines y lámparas, las alfombras, ropas, sombreros y zapatos. Mani no conseguía ver a Elena ni oírla, por más que forzaba la vista y el oído. Sólo consiguió reconocer a Alonso Betancur, que era bajado por la escalera de mármol, debatiéndose mientras anclaba sus manos en el pelo de los que lo arrastraban. Dejó de mirarlo porque escuchó la voz cupletera de Rafael, proveniente del lateral izquierdo de la mansión.
-Coged a esa puta guarra, que es la señoritinga más rica y más abusona de Málaga y se quiere escapar disfrazá de proletaria -el chófer señalaba a Rita, la hija de Elena, que había conseguido cruzar el jardín vestida como una campesina, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza.
Fue rodeada al instante. Ella se hincó de rodillas con las manos juntas, como si rezara. Imploró, gimió, lloró y, finalmente, insultó de modo desencajado aunque Mani no conseguía escuchar sus palabras. Calculó las posibilidades de acudir a rescatarla y, soltando una mano del ancla, fue a acariciar la pistola prendida en su cintura, para toparse con la mano de Miguel, que anticipándose a su gesto, se la estaba arrebatando.
-Mani, baja y vámonos, hombre, no seas niño.
-Migue, parece mentira. No eres mi hermano ni ná de ná. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que esa gente ha hecho por ti?
-Se lo agradeceré toa mi vida, te lo juro por lo más sagrao. Pero es que no podemos hacer ná; Mani, venga ya, vámonos.
-¡Violadla! -gritaba Rafael en ese momento, señalando de nuevo a Rita con el brazo extendido y el índice rígido, como un vengador de teatro-. Es una coneja asquerosa e indecente, que le ha puesto los cuernos al señor más veces que pelos tiene en la cabeza. Abridla en canal y veréis que tiene el coño como un bebedero de patos...
Muchos hombres acarreaban palos del invernado derrumbado y los apilaban bajo las ventanas para alimentar el incendio. Uno de ellos se acercó al grupo que rodeaba a Rita, blandiendo una gruesa tranca que presentaba la punta afilada del engarce con que había estado ensamblada en la viga. El mayordomo-chófer se la arrebató.
-Vamos a ver si también te cabe esto, so putón -dijo-. Seguramente tienes dentro quintales de pus de la gonorrea más podrida y asquerosa del mundo.
Mani tuvo que cerrar los ojos mientras le daba una patada a Miguel, que trataba de obligarle a bajar del monolito. No oyó los alaridos de Rita a causa de sus propios gritos, aunque en aquel momento no supo que estaba gritando. Logró abrir los ojos cuando el tumulto comenzó a abandonar la mansión. La casa ardía completamente. El resplandor iluminaba el cuerpo ensartado de la hija de Elena; la tranca desaparecía entre las piernas y volvía a surgir de su pecho reventado cerca del cuello.

Aquel chico rubio que los soliviantados asaltantes habían creído rico, vestido ahora con los harapos de su pobre vestimenta habitual, detuvo por un instante la marcha para examinar el perfil atezado de su amigo. Mani creía que el Templao, que siempre había trabajado en el puerto, donde Elena Viana-Cárdenas James-Grey carecía de simpatías, no sería capaz de sentir compasión por la anciana desvalida que había sido su amiga durante los últimos meses. ¿Qué haría ahora doña Elena? Seguramente, lo primero sería buscar buenos médicos que le curasen la sarna cuanto antes. A continuación, iría a vivir con algún familiar de fortuna, mientras reconstruían su casa, y recuperaría pronto su rota vida de espléndidos boatos.
-Al final –el Templao interrumpió las cavilaciones-, ¿la de los barcos era familia tuya o no?
Mani se encogió de hombros. Jamás le había preguntado su amigo por esa posibilidad y ahora hablaba de ello como si fuese una cuestión muy debatida. La reflexión tenía que deberse a que el Templao había cavilado largamente sobre los porqués de la conducta de doña Elena con su madre y todos sus hermanos y, sobre todo, con él mismo. Tras la revelación que le había hecho su madre, Paula, en Torre del Mar, pocas horas antes de morir, ¿podía considerar que doña Elena era familiar suyo? La idea le pareció estrambótica, por lo que sacudió la cabeza. El Templao interpretó el ademán como expresión de agobio; le acarició la nuca.
-Eh… ¿Sabes que me tienes aquí y que no te abandonaré nunca?
Mani giró la cabeza con algo de asombro.
-Tampoco yo te abandonaría nunca. Aunque ya no podremos ser cuñaos, porque la Inma ha muerto, pa mí tú eres más que mi hermano.
El Templao medía más de un metro ochenta, estatura muy inusual en aquel tiempo. Por su trabajo de arrumbador del puerto, su musculatura era la de un luchador de grecorromana. Sin embargo, tras mencionar a su hermana Inma, Mani advirtió que el abatimiento le hundía los hombros como un tuberculoso, y notó que lloraba copiosamente. Conmovido y con una sonrisa triste, no pudo contenerse y besó la mejilla de su amigo.
Casi sin transición, la carretera se había convertido en una calle larga, flanqueada por pobres edificios en ruinas. El cortejo de huidos que regresaban se dispersaba a medias. Algunos tomaban las travesías que conducían a la playa y otros escalaban hacia las lomas cubiertas de barrios miserables. Todos, tanto los que llegaban como los pocos viandantes, exhibían un aire taciturno; todos traban de no mirarse los unos a los otros, sobre todo los residentes que no se habían atrevido a huir.
-¿Cuántos se habrán puesto ya a piar pa los invasores? –dijo el Templao con tono severo.
-¿Qué quieres decir?
-Joder, Mani. ¿Es que no te das cuenta? La noche que fui con tu hermano Paco a tratar de encontrar a mi Inma, me di cuenta de que, aunque fueran pocos, los traidores eran un puñao de rabiosos enloquecíos. ¿Te acuerda de la hija del ministro a la que le cosía tu madre, aquella a la que fuimos tú y yo a entregarle un vestío el día que salimos juntos por primera vez? Pues ésa habrá sido la primera en ponerse a largar y acusar como una judas con un cohete metío en el culo. Me dijeron que le habían mandao en un tarro con alcohol las orejas de su padre asesinao. Así que suponte tú…
-¿El misnistro? -Mani contuvo un nuevo estremecimiento entre náuseas. Por borrar el pensamiento, propuso: -Tendríamos que subir por la calle donde vivía, a ver…
-¿No dijiste que de la casa de la de los barcos no queda ni una piedra?
-Si. Pero… ¿Quién sabe si vive por allí alguna hermana o prima, que la haya hospedao?
-Yo creo que si tanto te interesa encontrarla, lo primero que tendríamos que hacer es ir a la Goleta.
-Por si las moscas, mejor que no vayamos. Si no es que todavía esté la familia del barbero, la verdad es que tó el mundo nos conoce por allí.
-Vámonos a dormir, Mani, que no puedo más.

















II
No se decidieron a ir al convento de la Goleta. Lo postergaron, en espera de reunir coraje y poder tomar el pulso a la población.
Todavía abundaban los incendios humeantes, y algunos hasta cegaban grandes tramos de calles. El camino desde la carretera de Motril hasta el barrio había sido una carrera de obstáculos; el patético desfile se veía obligado a dar muchos rodeos. Sobre el sofoco de las humaredas, olía a desesperación por doquier. Era impensable encontrar quien no hubiera perdido nada. Amores o cosas.
Mani sentía curiosidad sobre la auténtica dimensión de los dos bandos que habían dividido la ciudad, ya que jamás confió en las estimaciones de sus hermanos Paco y Antonio ni de los pretenciosos datos que daba por la radio el general borracho de Sevilla. La experiencia de la desbandá y su propio pálpito le decían que habían quedado muy pocos para vitorear a los invasores italianos. Para hacerse una idea de cuánta gente pudiera haber permanecido en Málaga esperando a ese ejército desconcertante, sin huir, le apetecía recorrer las calles del barrio. Contando las ventanas que transparentasen la luz de una vela, esperaba poder calcular cuántos se habrían quedado apoyando la invasión. En calle Ollerías no abundaban esas débiles señales y, por otro lado, se veía obligado casi a sostener todo el enorme peso del Templao, que daba la impresión de que iba a caer al suelo de un momento a otro. Había gente parada en las esquinas, contemplando el paso del lastimoso cortejo interminable, pero Mani dedujo que esos espectadores debían de sentirse tan perplejos como los regresados de la desbandá; la contemplación era anecdótica; se trataba de gente poco activa que nunca había tenido iniciativas que les pudieran hacer sentir temor y que por esa razón no se habían visto empujados a escapar; ahora, mirado a los fugitivos sin verlos, simplemente holgaban, fumaban, bebían el vino infame de las tabernas de Huerto de Monjas y charlaban con la habitual sorna y chanzas:
-Dicen que los italianos están dejando a las malagueñas con el chocho como los chorros del oro.
-¡No me digas! Es que esos tíos son tós maricones y lo único que se les pone duro es la lengua.
-¿Y has visto al Roatta?
-No he tenío oportunidad.
-Esta mañana pasaba revista a su ejército en el puerto; una rata parece el tío y no sólo por el nombrecito. Tiene una jeta de mala leche… Como no nos andemos con cuidaíto, habremos salío de Guatemala pa entrar en guatepeor.
El Templao no sonrió ni pronunció una de sus divertidas sentencias; mudo para lo no que no fuera algún lamento, parecía haber decidido que todo había acabado para él. Mani se asombraba de que alguien tan vigoroso, de cuya fuerza tantas pruebas tenía, aparentara haber perdido toda la energía. Estimaba que su propio cansancio no podía ser menor que el de su amigo; habían pasado por el mismo drama y recorrido el mismo infierno espantoso, y él era más bajo, mucho más flaco y tenía cinco años menos. No conseguía imaginar qué flecha envenenada había minado el ánimo del Templao a tal extremo. Él había perdido a sus once hermanos y su madre, pero la familia Robles del Altozano también había sido exterminada.
Embozados en la oscuridad total que dominaba la ciudad en ruinas, los dos amigos cruzaron el Molinillo y fueron río arriba, hacia los campos de higueras de La Virreina, en las proximidades de cuya casona principal pensaban dormir. Acecharon un rato por si acudían los feroces perros del guardián del esquimo, pero no se escuchaban ladridos ni nada más; ni siquiera se oían los rumores propios del campo. Encontraron un claro de tierra llana rodeada casi por completo por macizos de nopales.
El Templao cayó como fulminado, pero Mani veló un buen rato, dominado por un vago sentimiento de alerta; esa casa, que presentía más que veía a pocos metros de distancia, era una de las posibilidades para robar que Quini le había aconsejado hacía tres años. Antes, lo había engañado para ayudarle a asaltar la casa de la Caleta, donde la casualidad había querido que se topase con doña Elena Viana-Cárdenas James-Grey, una de las personas más ricas de la ciudad y que, sorprendentemente, resultó ser la viuda de su propio abuelo, una historia en la que acabó descubriendo que su madre había nacido bastarda. Todo junto, en su memoria, le parecía un melodrama propio de película o de las novelas antiguas.
El Templao no paraba de agitarse. Temió que pudiera tener fiebre, pero puso la palma de la mano y su frente, sin sentir que la temperatura hubiese subido. Pretendiendo sedar el sueño inquieto y tembloroso de su amigo, agachó la cabeza y le murmuró quedamente al oído:
-Mi Paco me contó una vez que esta finca fue la hacienda de una malagueña que había sido virreina de México. Era madrastra de otro malagueño que también fue virrey de México, un fulano que los estadounidenses consideran un gran héroe de su independencia; su lema personal, “yo solo”, se cita en muchos sitios por ese país. El Paco me contó algo de una batalla donde ese fulano le echó unos cojones.... Se llamaba Bernardo Gálvez y hay muchos monumentos suyos en el sur de los Estados Unidos. Contaba mi hermano que desde que la madrastra se casó con el padre, había estado enamorada de su hijastro, que casi tenía casi su misma edad, y no pudo aguantar que él se casara con una mulata de Nueva Orleáns, que entonces era español, de manera que en vez de quedarse la ex virreina en México, ejerciendo de suegra de aquella mulata que tanto odiaba y viviendo como una reina, se vino a Málaga, compró esta finca y se construyó un palacio en lo alto de aquella loma, una especie de castillo que duró menos que un caramelo a la puerta de un colegio. Por aquellos tiempos, se estaba terminando de construir la catedral de Málaga, namás que faltaba una torre, más casi toas las estatuas, pero la virreina convenció al cabildo de que mandaran fondos a su hijastro pa reforzar la lucha por la independencia de los Estados Unidos contra Inglaterra, y por eso nunca acabaron la catedral. Y fíjate, un siglo después, ese país que tanto ayudamos a independizarse, nos declaró la guerra a los españoles, una guerra en la que perdimos Filipinas, Cuba y Puerto Rico. Ahora, del palacio de la virreina no quedan más que unos muros en ruinas, que yo los he visto allí arriba y, pa más inri, seguimos con la catedral a medias y cualquier día se nos cae desmoroná.
-¿Eh?…. –murmuró el Templao entre sueños.
-No es ná, Guaqui. Estoy recordando al Quini; si no estuviera preso, es uno de los que mejor podrían ayudarnos ahora.
Lo último que había oído de Quini era que estaba preso; y preso seguiría, porque era la única persona que conocía que los dos bandos tenían razones muy poderosas para condenar a presidio. Pero en las circunstancias presentes, era también el único a quien sería útil pedir ayuda. Si el Chafarino no hubiera muerto no tendría ni que pensar en pedir nada a nadie más… En un duermevela algo febril, la nostalgia lo arrebató.

Quini urgió a Mani, de lejos, a desnudarse también y seguirles, pero se negó viendo el poblado y oscuro bosque que cubría sus vientres, porque le avergonzaba y le causaba consternación exhibir ante ellos la pelusilla incipiente que apenas ensombrecía sus ingles. Pretextó no saber nadar, lo que era falso; se refugió a la sombra de una choza de cañizo, junto a cuya puerta se hallaba sentado un anciano marengo cosiendo redes.
-¿Quién eres? -preguntó éste sin llegar a mirarle completamente a los ojos, y de ese modo descubrió Mani su ceguera.
-Me llamo Mani.
-¿Eres de por aquí?
-No; vivo en el barrio del Molinillo.
-Eso está muy lejos y tú tendrás unos doce años, ¿verdad?
Evitó responder para no mentir.
-¿Es usted ciego?
-Sí, hijo.
-¿Desde chico?
-No. Mi ceguera se debe a la ira de Poseidón.
A causa del halo mágico de serenidad que envolvía al hombre, cuya prestancia, aun sentado, le hacía pensar en las estatuas de los museos reproducidas en las láminas de los periódicos que vendía, sintió antipatía por quienquiera que fuese tal sujeto.
-Lo meterían en la cárcel -dijo Mani.
-¿A quién?
-A ese Poseidón.
El anciano sonrió.
-No, hijo, ¿cómo van a meterlo en la cárcel? Poseidón es el dueño de la mar.
Mani se encogió de hombros, compasivo. El viejo estaba como una cabra.
-No me compadezcas; no veo, pero puedo sentir todo lo que me rodea. Has venido con otros cinco muchachos. Lo sé por sus voces y el repique de la arena al andar. Y ¿ves ése que grita? -señaló a Quini-, está de espaldas a nosotros, en el rebalaje; hay otro que también está fuera y los otros tres retozan muy cerca de la orilla, en el rompeolas, donde el agua no los cubre; todos son bastante mayores que tú. Aparte de tus amigos, no hay cerca nadie más. Allí, junto al cañizo del Nerjeño, hay otros tres muchachos que no son de por aquí, bañándose también.
Mani forzó la mirada hacia la choza más próxima, situada a unos cien metros. Tragó saliva, porque comprobó la exactitud de lo que el anciano describía.
-En el lado de poniente -prosiguió éste-, hay cinco marineros remendando redes. Creo que el padre, Paco el Perchelero, está de pie junto a proa de la jábega. Los otros cuatro son sus hijos y están sentados en la arena.
Mani tragó saliva y se arrastró para acercarse más al anciano.
-¿Cómo fue la pelea con ese Poseidón?
-¿No sabes quién es?
Mani negó con la cabeza, lo cual pareció bastar.
-Poseidón es un dios que fue el último rey de la Atlántida. Cuando se repartió el mundo con sus dos hermanos, había conquistado ese reino que, para su desgracia, se hundió por un maremoto. Después de la tragedia, Poseidón no quiso correr más aventuras y organizó un reino submarino; engendró tritones y sirenas, que tienen medio cuerpo de pez y medio de persona y éstos, que son millones y millones, son todos sus súbditos, porque de eso hace ya muchísimo siglos.
Mani examinó la cara cubierta de arrugas y atezada por el sol. No estaba burlándose de él, pero sonreía con algo parecido a la ironía. La nobleza de su perfil y la rectitud de su espalda le recordaban a los ancianos altaneros del Circulo Mercantil, precisamente aquél a quien le había encajado hasta las cejas el sombrero jipi-japa, pero la arrogancia de éstos era altivez presustuosa, mientras que la del ciego parecía emanar de una luz interior muy intensa.
-No estoy loco, Mani. Cuando pasas toda la vida en la mar, llegas a convencerte de que los dioses que sirven en la tierra no valen de nada en medio de un temporal. Algo tiene que haber ahí, en el fondo -indicó el agua-, algo muy poderoso que no conocemos ni sabemos ponerle nombre. Yo le llamo Poseidón, pero lo mismo puede ser Neptuno o la diosa que los negros llaman Iemanjá, da igual. Ahí dentro hay poderes tremendos. Lo comprendí cuando me quedé ciego. Yo vivía en la isla de Congreso, en las Chafarinas; allí nací y crecí, porque mi padre era el farero. Distinguía cada una de las piedras de la isla, había puesto nombre a las olas por las formas que les daba el viento; era amigo del relámpago y el trueno, y en las noches de tormenta, cuando la mar quería tragarse la isla, podía caminar junto a los acantilados sin que las olas embravecidas me rozaran siquiera. Yo amaba aquel lugar y Poseidón o como se llame me otorgó su dominio, pero mi madre tenía miedo; decía que en cualquier momento caerían los franceses de nuevo sobre nosotros y nos aplastarían junto a los soldados de la guarnición, cosa que habían hecho muchas veces. Por eso nos vinimos a Málaga. Yo era todavía un muchacho, pero no me sentía el mismo. Comencé a escuchar la voz de la mar en cuanto me apartaba dos metros de la orilla, como si fuera la de un amante despreciado, y me hice pescador para no convertirme en polvo tierra adentro. Por desgracia, en esta bahía somos demasiados pescadores y la competencia obliga a meterte en caladeros donde no debes y por eso fui pescador pocos años; cuando naufragué diez millas mar adentro, tenía poco más de veinticinco; pude morir, porque mi cabeza golpeó contra la quilla rota de la barca, me puse a sangrar como si se me escapara la vida y no sirvieron de nada mis aullidos invocando la ayuda de Dios y la Virgen del Carmen. Cuando las olas me arrastraron hasta la arena, me había quedado ciego. Permanecí aquí, casi agonizante, porque estaba seguro de que me moriría encerrado en cualquier hospital de Málaga y entonces se me ocurrió hablarle a la mar sin intermediarios vaticanistas, de modo que se curaron mis heridas de repente y noté que corría por mis venas nueva sangre que no era la misma y descubrí que el aire de la mar me convertía en otro y veía las cosas con mayor claridad que antes; soy capaz de ver el viento y los olores y el sabor salado de la mar; veo mucho mejor, porque lo miro todo con los ojos del alma. Ahora llevo cincuenta años agradeciendo el instante en que me quedé ciego, porque quienquiera que mande en las fuerzas de la mar me había abierto las puertas del entendimiento. No imaginas cuánto he aprendido y cuánto veo sentado aquí, sin salir apenas de mi playa.
Mani no sabía qué decir. El viejo hablaba como un torrente, con mayor fluidez que nadie que conociera y le describía cosas prodigiosas. Sentíase incapaz de determinar si era un demente o un sabio... o tal vez uno de esos brujos de los que trataban las leyendas de las tertulias nocturas de su calle, porque veía una aureola en torno a su cabeza que no podía ser fruto de su imaginación, ya que cerraba los ojos para borrar cualquier marca de deslumbramiento y cuando los abría el nimbo seguía allí, envolviendo un rostro capaz de traspasar su mente.
-En mi barrio hay también cosas mu raras -dijo, porque suponía que tenía que decir algo.
-¿Como qué?
-Esta mañana lo sacó el periódico, con fotografía y tó. Mi calle termina en el muro de un convento; dicen que allí enterraron a una monja hace muchísimos años y ahora hay una mancha con forma de mujer que no se quita ni a la de tres. Blanquean y blanquean, y nanay.
-¿La mancha vuelve a salir?
-Sí. Hay noches que no me deja dormir.
-¿Y tú, qué piensas que es?
Mani tardó unos instantes en responder, porque en los ojos estériles del anciano había algo que no era la espera de una respuesta, sino una especie de torbellino de conjeturas que, sin saber por qué, supo que era él quien las originaba. ¿Por qué se mostraba tan absorto en los asuntos de un niño insignificante como él, por qué se le agitaban las aletas de la nariz como si olfatease la llegada de un tropel de fantasmas tan inmateriales e improbables como su Poseidón? Consiguió zafarse de la mirada que no le veía pero le inmovilizaba, y respondió:
-No lo sé. Lo que sí sé es que me da un canguelo...
El anciano asintió a alguna pregunta o propuesta que pasaba por su cabeza, mientras la aureola palpitaba agrandándose y empequeñeciéndose como si estuviese sometida al influjo del corazón, un corazón que latía tan deprisa como si acabase de subir a zancadas una empinada cuesta. Mani presintió que el ánimo del ciego estaba siendo torturado por alguna clase de idea pesimista.
-¿Sabes lo que hay que hacer cuando uno siente miedo por algo que no sabe lo que es? Tú pareces un chico inteligente, y lo que hace la gente inteligente es investigar para entender lo que no comprende. El conocimiento quita muchos miedos, créeme.
-En mi barrio, tó el mundo tiene miedo por algo...
-¿Por ejemplo?
-Por tó. Hay muchas navajás, muchas trifulcas, nos rompemos la cabeza pa encontrar qué comer y tós los días nos acostamos con miedo a morirnos de hambre. Tó el mundo se caga de miedo por algo, por entrar en la carcel, porque el vecino lo denuncie a los guardias... Ayer de madrugá, por poco no le pegan un tiro a mi mejor amigo, a pesar de ser el tío menos desbocao que conozco y por eso le llaman "el Templao".
Mani supuso que, aunque pretencioso, no era del todo mentira afirmar que el Templao era su mejor amigo. Al menos, y aunque no le correspondiese, así lo veía él.
-¿Qué pasó?
Le contó la escena del ataque a las prostitutas de calle Camas y lo que siguió y cuanto había visto antes, en el recorrido desde que abandonara la fiesta del Molinillo.
-Málaga se ha vuelto loca -dijo el viejo-. ¿Sabes lo que pasa? Esta ciudad es marina, nació vivió y pervivió en el tiempo gracias a la mar, pero, desde hace un siglo le ha dado la espalda a su ser natural y la mar le está pasando factura. No quiero ni imaginar lo que pasará cuando Poseidón desate su furia. Málaga morirá en la playa.
Mani consideró que esas afirmaciones eran demasiado estrambóticas. No se parecían lo más mínimo a lo que hablaban sus vecinos, lo que relataban los periódicos ni, sobre todo, a lo que proclamaba Paco, el mejor informado de sus hermanos.
-Ese amigo tuyo, el Templao, es huérfano de padre, ¿verdad?
Mani sintió una convulsión que le agarrotó la garganta por un momento. Examinó con asombro al anciano, que se mostraba muy interesado en conocer la respuesta de esa pregunta en concreto. No recordaba haber mencionado la orfandad del Templao; ¿cómo había adivinado el anciano tal circunstancia? Bueno, llevaba mucho rato hablando con él y no podía recordar todas las cosas que había dicho; a lo mejor le salía lo de que el Templao era huérfano de padre sin meditarlo. Pero no era algo que acostumbrara mencionar. Sentía tanta agitación que se puso a perorar atropelladamente y sin parar, a fin de no meterse en conjeturas, y habló con pasión del joven cuya ayuda trataba de lograr, ya que por tener un trabajo fijo de arrumbador en el puerto y por su carácter, era el adolescente más popular del barrio, cualidad que se enriquecía por el hecho de ser el hermano mayor, y tutor de hecho, de la adolescente más bonita y dulce de unas cuantas leguas a la redonda, Inma.
-Ella te necesita -afirmó el viejo, -debes protegerla.
Mani sonrió con satisfacción, inflado de orgullo, sin preguntar el porqué de una afirmación tan tajante y, sobre todo, tan improbable. El anciano continuaba aparentando alguna lucha interior muy intensa; carraspeó como si quisiera aclararse la aguardientosa voz antes de comentar:
-Creo que te conviene conseguir la intimidad del Templao, porque me parece que va a ser trascendental en tu vida, pero estos amigos tuyos de hoy -el ciego señalaba a Quini y los demás-, ¿te fías de ellos?
-No veo por qué no.
-No se parecen a ti. Tú eres muy superior.
Encajó el comentario con desagrado. Iba a protestar, cuando Quini le gritó:
-¡Rubio!, ven pacá, que son más de las tres.
-Ven a hablar conmigo otro día, Mani -rogó el viejo-; hay muchas cosas que quiero decirte y te hace falta que te las diga, pero antes debo cavilarlas porque necesito encontrar las palabras justas. Ven pronto, pero sin esa pandilla de cafres.
El anciano parecía desear con vehemencia que la visita se produjese; Mani supuso que debía de escasear la gente dispuesta a escucharle. Se despidió de él con un sencillo adiós y corrió hacia el carromato, donde los muchachos comían con limón almejas y coquinas crudas, que rompían chocando unas con otras.
-¿Ya te ha trajinao el loco Chafarino? -bromeó Quini.
-¿Lo conoces?
-¡Claro! Tó el mundo conoce al Chafarino por aquí. Está majara perdío. No le hagas ni puñetero caso.

A pesar de que ya se le estaban cerrando los ojos junto a los ronquidos del Templao, la evocación del anciano pescador ciego hizo que Mani sintiera un retortijón en el corazón, mientras velaba a su amigo. El Chafarino había sido su principal referencia los últimos tres años de su vida. No podía acostumbrarse a la idea de que tendría que estar sin él para siempre.
Con voz sonámbula y entre dientes, el Templao murmuró:
-¿Te pasa algo, Mani?
-¡Qué!
-Estás llorando.
-¿No dormías?
-Ojú, tengo un frío… Pégate aquí, a mi vera, pa resguardarme. ¿Por qué llorabas?
-¿Es que no hay motivos?
-Claro que sí. Pero por qué ahora…
-Estaba pensando en el Chafarino.
-¡Pobrecillo! ¿Estás seguro de que había muerto?
-¡Claro que sí! Lo vi.
-Lo que me contaste que habías visto fue namás que un cuerpo carbonizao…
-¿Y quién iba a ser? Claro que era él, vivía solo.
El Templao rezongó, con voz sonámbula.
-Si no tuviera tanto sueño, te mentaría un montón de posibilidades.
-¿De que no fuera él aquel muerto? ¡Estás chalao!
-Si te cuento, cuando los de la Legión invadimos Cádiz, la cantidad de compañeros del tercio que yo creí que habían muerto de un tiro y que, de pronto, me daban un susto porque volvían a menearse…
Mani estimó que el Templao trataba de consolarlo para que se durmiera de una vez, pero recordaba los volúmenes y la actitud inmóvil de aquel cuerpo ennegrecido por el fuego, y no le cabía ninguna duda de que se trataba del Chafarino. No le apetecía seguir hablando de esa cuestión y, para evitarlo, se echó al lado del Templao y fingió que empezaba a dormirse.
El Templao le echó el brazo sobre el pecho al tiempo que murmuraba.
-Desengáñate, Mani. Estamos más solos que la una.
No sonaban ladridos en la finca La Virreina ni cantaban los gallos. En realidad, no escuchaban los sonidos delatores de la vida del campo, pero aun así sonaban levemente la brisa suave sobre las pitas y las chumberas, el bamboleo de las ramas de una higuera cercana, las rachas intermitentes de la lluvia fina que llamaban “calaera” y hasta creyó posible Mani escuchar el baile de las olas de la lejanísima playa donde había vivido el Chafarino.
Durante un breve instante, añoró ese sonido de la arena arrastrada por el agua más que ninguna otra cosa. El chapoteo de la arena que no se parecía a ninguna otra música, el reflejo de la luz del Sol y de la Luna, la playa ardiente a causa de que su color oscuro atrapaba el calor, los pies hundidos en el rebalaje procurando que ni Quini ni sus amigos notaran que apenas tenía vello en el pubis, la expectación ante la siguiente prueba de su clarividencia con que el anciano pudiera asombrarle. Ya nunca volvería a esforzarse por oír la voz cavernosa del anciano por encima del bramido del rompeolas. Ya nunca le obligaría a transitar por mundos legendarios ni le haría soñar.
El viejo redero ciego que poseía más libros que nadie que conociera, fue el guardián y el instructor de su pase de la niñez a la adolescencia. La evocación dibujaba en su memoria imágenes nítidas de lo vivido en la playa de La Isla; los marengos que tiraban del copo al amanecer, los bolicheros que salían con sus jábegas al anochecer, los numerosísimos delincuentes que usaban la playa como guarida, pues no recordaba que jamás la hubiera visitado ni un solo guardia de Asalto. Recordó que, a pesar de la misantropía que le incitaba a vivir solo en la playa, el Chafarino tenía familia; había mencionado algunas veces a hijos, nueras y nietos. Lo más probable era que tales familiares vivieran en el barrio del Perchel.
Todavía le quedaba algo que hacer con respecto al Chafarino.


























III
Aunque Mani también sentía un cansancio tan aturdidor como el del Templao, durmió a trompicones, desvelado a veces por el frío y otras, por los ronquidos de su amigo. Pero sobre todo, por las imágenes, que su mente se empeñaba en no borrar; el Chafarino muerto, su hermano Miguel huyendo con su amada Angustias colgada de la espalda, su hermano Antonio arrodillado en la plaza de Torrox, suplicando ayuda ante las ventanas cerradas...
Al disponerse a cruzar el puente de Armiñán, una pareja de soldados italianos parecía guardar el paso en una especie de alcabala del Medievo. Ambos les miraron con una expresión que parecía irónica, como si los dos amigos fuesen los únicos que transitaban por Málaga cubiertos de andrajos. Uno de ellos, guapo y atildado como si jamás hubiera pisado un cuartel, convirtió su ironía en sonrisa.
-¿De qué te ríes, payaso? -preguntó el Templao con rabia.
Mani sintió un retortijón y apretó el brazo su amigo como señal de advertencia.
La respuesta del italiano fue una frase que no entendieron pero el tono hizo obvio el significado. Sin pensarlo, el Templao inició un movimiento de ataque. Mani dio un salto para colgarse de su cuello y musitó:
-Guaqui, espera para morir otro día, porque te necesito.
-Maldito fantoche –masculló el Templao-. Primero tuvimos los témpanos rusos y ahora, las marionetas de Mussolini, que no valen más que pa pintar el aire. Si no me sintiera tan derrotao, le rompería esa cara de muñeco de feria. Otra vez has vuelto a salvarme la vía, como aquel carnaval…
Mani trató de esbozar una sonrisa sobre su expresión descompuesta. La noche que consiguió que el Templao le aceptase como amigo, había evitado que lo tirotearan los falangistas.
Aquellos carnavales los había vivido con la zozobra de si conseguiría que el Templao le aceptase como amigo y podría, por fin, ser novio de la hermana de su amigo, la desgraciada Inma… Evocó los juegos del pilla-pilla por calle Larios y la Acera de la Marina, junto a Quini y los demás camaradas… Los atracones de brevas antes o después de saltar sobre los júas en llamas... El asalto a la mansión de doña Elena, que le había abierto las puertas de un mundo desconcertante… Las desapariciones de sus hermanos Paco y Antonio y la peregrinación en su busca… La guerra contra los principales enemigos de su familia, el barbero y los suyos, que habían acabado convirtiéndose en parientes…
Su vida había sido feliz, a pesar de la tragedia permanente de losçúltimos siete meses.. Como niño despreocupado en sus juegos pero angustiado por la economía familiar… Como miliciano a cargo de un camión de abastecimiento… Como héroe precoz, festejado en toda la ciudad…
El mercado de arquitectura morisca del Molinillo, la casa de aquel bodeguero asaltada a pedradas, el cañizo del Chafarino en la playa de la Isla, donde había disfrutado los mejores momentos del principio de su adolescencia; los bailes de Carnaval junto a su hermano Miguel y Angustias, Inma y el Templao. Cuando las transgresiones más audaces parecían simples travesuras. Cuando los únicos disgustos que había tenido jamás le habían puesto delante la crudeza de la muerte.
Le había resultado extraño y desasosegante el silencio de la finca La Virreina, ausentes los estruendos de más de doscientos bombardeos totales que había sufrido Málaga. En algunos instantes fugaces, tuvo la sensación de haberse quedado sordo, porque sus sentidos habían llegado a acostumbrarse tanto a las explosiones y derrumbes, que la quietud de esa noche campestre era lo más parecido a la muerte que podía imaginar, porque ninguna madre aullaba junto al cadáver ensangrentado de su hijo ni podían escucharse las blasfemias furibundas de muchachos que alzaban airados los puños hacia el cielo.
Sin transición, las preguntas sin respuesta de su mente fueron sustituidas por varias de las escenas que había vivo durante la desbandá.
Sintió erizarse la piel al acordarse de la amanecida de tres días antes, cuando las dos familias, la suya y la del Templao, volvieron de Torrox para sumergirse otra vez en la escabechina de la carretera, en cuyo final procuraban un destino.

El regreso de Torrox fue más fácil cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los vieron alejarse y volver.
-No podemos meternos en la escabechina que estarán haciendo -dijo Mani.
-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-: Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente, entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis visto que namás disparan contra la carretera de la costa.
Los aviones volaban como un enjambre de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.
-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no estimular nuevos llantos de los niños.
El pavimento se iluminaba por el brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo, para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén: entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estrepitosos y gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba, pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunaban sus brazos, un niño de pecho cuyas entrañas colgaban penduleando al andar la madre; apretó los párpados, a ver si conseguía despertar de la monstruosa pesadilla. El sol, ¿dónde estaba el sol? Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera a despertarle.

El mismo silencio ominoso se mantuvo durante toda la noche. Los dos amigos durmieron o fingieron dormir y ningún perro llegó a ladrarles, porque seguramente no quedaba ninguno. Aunque se habían amparado junto a dos grandes chumberas de nopal, que abundaban en toda la finca La Virreina, amanecieron húmedos de rocío y los ojos cubiertos de legañas. Cuando Mani despertó, el Templao se hallaba sentado a su lado con las rodillas abrazadas, tiritando.
-Ojú, qué frío.
-No seas exagerao, Guaqui. Pa ser febrero, el tiempo no está tan mal.
-¿Que vamos a hacer ahora, Mani?
-¿Te siguen doliendo los pies?
-Puedo apañarme.
-Tendríamos que averiguar algo sobre doña Elena, si sigue en la Goleta o qué. Y también tendríamos que darnos una vuelta por el Perchel, a ver si encontramos a la familia del Chafarino.
-Bueno, Mani. Eso es mejor que quedarnos aquí quietos, sin hacer ná. Vamos a buscar algo de comer. Luego, me encasquetaré una boina y daré una vuelta por el barrio, por si encuentro a algún conocío que pueda ir a la Goleta, a preguntar en nuestro lugar. Tú te quedarás escondío en una iglesia o por ahí.
-¿Estás seguro de que puedes andar?
Con rigidez, el Templao se puso de pie poco a poco. Tanteó antes de dar un paso y miró hacia Mani, asintiendo.
-Po vamos.
Sorprendentemente, el pedregoso cauce del Guadalmedina, un extraño, repugnante y oscuro páramo desierto en el centro de la ciudad, mostraba señales abundantes y muy claras de las bombas. Numerosos socavones llegaban a superponerse entre sí, por lo que resultaba obvio que muchos de los bombardeos no habían tenido objetivos claros. Habían sido tan insistentes y constantes que, aparentemente, los aviadores no ponían demasiado empeño en elegir sus objetivos. Los estragos de doscientos cuatro días de bombardeos continuos, los habían causado bombas a granel, numerosísimas y lanzadas al tuntún, demostrando que sus órdenes eran arrasar completamente Málaga.
-Mejor que mi madre no vea esto –murmuró Mani, señalando las fachadas medio desmoronadas que se asomaban al torrente seco del Guadalmedina..
-Lo han tirao tó –comentó el Templao con rabia.
-Lo poco que quedaba en pie la semana pasá. Ya ves tú…
-Málaga ya no podrá ser nunca igual…
Mani torció levemente el labio superior.
-Bueno, Guaqui, tampoco era gran cosa…
-Esta es la capital mejor del mundo. ¡Tú estás majareta, Mani!
-A lo mejor. ¿Quién puede seguir en sus cabales, después de vivir lo que estamos viviendo, Guaqui? Pero ¿te acuerdas de los ratas del puerto, quew eran como alimañlas rabiosas? ¿O del día que me tuve que tirar al suelo, estropeando un vestío estupendo que mi madre me había mandado entregar, porque me pillaron entre dos fuegos, los policías por un lao y los sindicalistas por el otro? ¿O lo que le pasó a tu Inma? ¿O aquél que fueron asesinando poco a poco hasta la Casa del Pueblo del Psoe, del Perchel? ¿O al que le cortaron el dedo para robarle el anillo? Y no te olvide que vimos que le cortaban ese dedo antes de asesinarlo. ¿O lo que les hicieron a mi Antonio y mi Paco? ¿Tú crees que valdría la pena que Málaga volviera a ser así, tal como era?
Con gesto forzadamente cómico, el Templao reprochó:
-¿No estarás volviéndote fascista?
-¡Una mierda! Lo que pasa es que vivir como vivíamos no era vida, Guaqui.
-¿Y ahora, qué?
-No puede ser peor.
-¿No? ¡A ti te ha sentao mal esta caminata! ¿Cómo que no va a ser peor? ¿Tú sabes lo que yo presencié en la provincia de Cádiz, con la Legión, cuando me forzaron a venir con aquella caterva de moros?
-Sí, Guaqui. Pero por mu mal que vaya la cosa, no puede ser igual que en el frente de combate…
El ceño del Templao se ensombreció y apartó la mirada de Mani
Como un inesperado manto oscuro de fantasmas y suspicacia, como un presagio de malaventura que no podían prever, el silencio cayó sobre los dos amigos mientras se dirigían a La Goleta







































IV
El retorno de la desbandá no había terminado aún. Todavía llegaban en masa, aunque algo más dispersos, rendidos y vencidos, arrastrando los carromatos, carretillas, bicicletas y niños ensartados por cordeles para que no se despistasen. Los dos amigos los miraban ahora, tras haber descansado un poco, con un inesperado y muy extraño sentimiento de piedad y repulsión. ¿Así parecían ellos la noche anterior?
El Templao cabeceó y, apesadumbrado, hundió la barbilla en el pecho al tiempo que resurgía el llanto. Mani volvió a abrazar sus hombros sin encontrar una palabra que pudiera consolarles a los dos.
El cortejo del regreso continuaba gimiendo. Andrajosos, casi todos los pies sangrantes, famélicos y con los ojos desencajados. Como escapados de un campo de concentración, subían por las riberas del río y la calle de Ollerías, arrastrando la desesperación y la desesperanza. ¿Qué venturas podían encontrar en la ciudad asolada de donde habían huido? Ninguna. Prematuramente, la mudez que se verían obligados a guardar durante años les dominaba ya.
Transitaban en silencio de camposanto, presentes pero ausentes, con miradas descarriadas y perplejas donde no quedaba ningún camino. En sus ojos se pintaba la incertidumbre o, más bien, la negrura de su inmediato porvenir.
Para no tener que continuar viéndolos, el Templao y Mani se desviaron de la ruta que habían previsto recorrer. Permanecieron unos minutos junto a un pequeño huerto donde salaban boquerones, hasta que el Templao, con su habitual incapacidad de estarse quieto, dijo:
-Bueno, Mani, me las piro; trata de esconderte hasta que yo no vuelva. A ver si encuentro quien me haga el favor de ir a preguntar en la Goleta.
Pasado un rato, Mani descubrió que los dos hombres, que rellenaban un tonel con boquerones y sal, le señalaban y susurraban entre sí. Le habían reconocido. Corrió calle abajo, por la misma dirección que el Templao tenía que recorrer a su regreso, y se paró junto a un tenderete del mercado a ver pasar el cortejo, que seguía desfilando sus miserias por la Cruz del Molinillo.
Cavilaba sobre dónde ocultarse mientras el Templao trataba de averiguar el paradero de doña Elena, pero la fascinación que le producía el desfile le mantuvo en el mismo sitio, sin notar cuántas vecinas lo miraban de reojo. De hecho, se produjeron incontables codazos de unas vecinas a otras, mientras lo señalaban con disimulo, aunque en ningún momento se dio cuenta porque el dolor del muchacho era tan profundo que no tenía ánimos ni para mantener el alerta.
Por su parte, y al tiempo que corría mirando las caras de sus vecinos, a ver en quién podría confiar, al Templao le pesaba cada vez más el martirio de su hermana Inma. El estremecimiento le hizo trastabillar y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar andando. Los sucesos de aquel día los podía reseñar con todo detalle y cronológicamente.

-Guaqui, la Inma...
-¿Qué pasa, mamá?
-Que la mandé a mediodía a comprar un huevo y no ha vuelto.
-¿No ha venío a comer?
-No. Sal a buscarla, que esto me huele fatal.
Mani sintió que un terremoto agitaba el suelo bajo sus pies. Había aconsejado muchas veces a Inma que no saliera de su casa sola, lo mismo que el Templao. Ahora no era tiempo de reprochar a la madre por no parar de mandarla a la calle, sino de encontrarla cuanto antes. Rastrearon a la carrera zonas cada vez más amplias con el barrio como epicentro. Empezaron en el Molinillo, pero fueron abarcando más y más calles, hacia las zonas céntricas, hacia el barrio de Capuchinos y hacia el río. Preguntaban a los conocidos y a los desconocidos, el Templao sin parar de llorar y Mani con el corazón estrujado por el peor de los presentimientos. Inma no se retrasaba jamás voluntariamente, poseía gran sentido de la responsabilidad que le hacía ayudar a su madre mucho más de lo que ésta le exigía y siempre volvía de los mandados en seguida, porque lo que más le gustaba era bordar. Pasaba horas y horas bordando, incluso mientras hablaba con Mani durante tardes-noches interminables. Parecía indudable de que su tardanza no era por iniciativa propia; alguien estaba reteniéndola. Cada hora, volvían a la calle Rosal Blanco por si había novedades. De tanto indagar, la noticia sobrevoló el barrio, por lo que se fue agrupando gente expectante en torno al corralón de la Torre. Los grupos se multiplicaron y cuando se acercaba la medianoche, eran más de diez. Carmela, en el centro de un círculo formado por sus hijos, permanecía en guardia a la entrada de la calle, como si con ello pudiera acelerar la reaparición de la más bonita, dulce y serena de los doce.
Mani y el Templao recorrieron todas las casas de socorro, los dos hospitales, los asilos de indigentes y cuando acudieron a la comisaría de vigilancia, los guardias se burlaron de su desconsuelo, porque las denuncias por desaparición eran demasiado frecuentes como para abrir diligencias. El Templao estuvo a punto de ganarse la detención, de no ser porque Mani cerró materialmente su boca obligándole a callar cuando ya había empezado a insultar al guardia del mostrador, que sencillamente se encogió de hombros con indiferencia.
Según les dijeron durante un nuevo regreso a calle Rosal Blanco, ya eran casi veinte los grupos que hacían batidas por el río, los huertos, el monte Coronado y las zonas de campo que orillaban los caminos que partían de Málaga. Salían con antorchas y linternas en una multitudinaria movilización del barrio, que era general cuando se aproximaba el alba.
Fue con la primera luz del amanecer cuando llegó uno de los grupos cargando a Inma entre cuatro. Convulsionada y babeante, se debatía como si fuese presa de un ataque epiléptico, pero no emitía sonido alguno.
-Estaba sujeta a la barandilla del puente; parecía que iba a tirarse -informó uno de los que la cargaban.
-No quiere hablar -aclaró otro.
La depositaron de pie ante su madre y Mani sintió que se le partía el corazón. Sobrecogido por el espanto, contempló su melena castaña enredada de rastrojos, sus mejillas tumefactas, sus labios hinchados y cubiertos de heridas y coágulos de sangre, sus ojos ennegrecidos a golpes, su vestido hecho jirones y la sangre seca que dibujaba un reguero en su pierna izquierda. Iba sucia de polvo y fango y de sangre y dolor en las incontables magulladuras y escoriaciones de su piel, visible en la abundante desnudez que su ropa hecha jirones no ocultaba. En una de los guiñapos mayores de la parte delantera de la falda, habían escrito "puta roja" con tinta china. Viendo que iba a caer desmayada al suelo, Mani dio un salto para evitarlo, pero ella rechazó el contacto con brusquedad, como si él quisiera multiplicar su horror.

El Templao apretó los párpados para tratar de borrar el recuerdo.
De repente lo vio llegar. Dibujó una sonrisa enorme de alivio, mientras se ensanchaba su pecho y su corazón saltaba con júbilo. El que había sido durante seis meses el conductor del camión de abastos comandado por Mani, llegaba desde la dirección opuesta.
Casi desde el levantamiento de los rebeldes, habían compartido todos sus días; buscaron afanosamente comida y útiles que repartir y llevaron el camión sin descanso a los más recónditos lugares, no sólo de la capital, sino a toda la provincia. Juntos, él, el conductor, Mani y el otro miliciano se habían desesperado al unísono cuando no podían satisfacer las peticiones de gente tan miserable como la refugiada en la catedral o cuando faltaba la comida hasta para ellos. Juntos, los cuatro no habían dudado en recolectar naranjas cachorreñas de los parques, y frutas de melonares abandonados a causa de los bombardeos. Habían presenciado juntos el desmoronamiento de algunos frentes, como el de Monda. Habían reído juntos con los chistes y ocurrencias de cada uno.
El Templao reconoció con dificultad al miliciano que había conducido el camión de reparto hasta cuatro días antes. Se paró a verlo llegar hacia él y el corazón volvió a darle un vuelco. No recordaba su nombre, porque hablaban poco de sí mismos cuando cumplían las órdenes de la Jefatura de Abastos. El antiguo conducto vestía de un modo que tendría que haberle hecho recelar, un traje de aquéllos que la gente de su clase usaba sólo los domingos, pero la alegría de encontrarlo le impulsó a lanzarse hacia él para abrazarlo, al tiempo que maquinaba cómo pedirle el favor de ir a la Goleta.
-¡Qué haces, muchacho! –exclamó con tono muy áspero el antiguo conductor.
Algo se derrumbó en el pecho del Templao.
-Coño, compadre. ¿No ves que soy el Templao?
En los ojos del ex conductor había un fulgor aterrado al decir:
-Yo a ti no te conozco de ná. Déjame tranquilo.
Echó a correr como si alguien acabara de acusarlo de un crimen.
El Templao asistió perplejo al desmoronamiento de cuanto quedaba dentro de sí. Su idea del mundo se disolvía como azúcar en el agua, mientras se resistía con denuedo a exterminar su esperanza. Estupefacto y cabizbajo, siguió adelante tratando de superar lo que acababa de suceder, que estaba creciendo en su imaginación como el más negro escollo del mundo. La musculatura desarrollada durante años en el puerto, cargando sacos que pesaban más que él, ahora no le servía de nada, porque sus piernas flaqueaban. Parecía que pudiera desmayarse. Alzó los hombros en busca de una resolución que ya no sabía en qué parte de su anatomía pudiera estar. Se palpó los testículos, a ver si un demonio disfrazado de italiano se los había extirpado, como él le había hecho a Serafín. Los genitales continuaban en su sitio, pero los sintió languidecer, como si estuviera siendo víctima de un embrujo.
No podía caberle en la cabeza la conducta del conductor, que siempre le había parecido un muchacho bromista, afable, despreocupado y un poco simplón. ¿Tan pronto se estaba adaptando la gente a la nueva situación? ¿Iban a portarse todos así?
Inconscientemente, comenzó a caminar con mayor cautela, mirando adelante y atrás con prevención. Un pálpito impreciso hizo que retrocediera en el laberinto de callejas formado por Curadero, Rosal Blanco, Huerto de Monjas y otras, pues los barrios malagueños de entonces eran como aldeas encerradas en sí mismas. Todos se conocían, al menos de vista.
El Templao se dio cuenta de que se cruzaba con algunas matronas y chicos, que evidentemente no habían huido con la desbandá; los reconocía vagamente y en todos los casos notó que viraban bruscamente la cabeza para no mirarlo, para que no se cruzaran sus miradas.
Él, que había sido el joven más popular del barrio, se había convertido de repente en un apestado al que todos eludían ahora. La perplejidad vencía al dolor. Seguramente, el amigo ciego de Mani, el Chafarino, hubiera sabido explicarle el cambio si permaneciera vivo. Pero también había muerto, qué desperdicio. Tanta sabiduría y buen juicio, disipados en un bombardeo. ¿Qué más había muerto? No le quedaba más familia que Mani, le habían arrebatado su autoestima, las esperanzas eran ahora escombros de explosiones y comenzaba a sospechar que su corazón se había secado a tal punto, que nunca volvería a amar ni a ser amado.
El conductor no podía haberse convertido en mala persona en cuatro días, como si lo hubieran fundido en una fragua. Era el miedo. Al Templao, siempre le habían achacado la facultad de no dejarse abatir por el miedo, pero sabía cuánto pesaba. Lo había visto en muchos rostros acobardados, inclusive en la cara presuntuosa de Serafín, aquella vez que estuvo a punto de dispararle en un oscuro callejón, cuando Mani le salvó la vida. El miedo era el sentimiento más paralizarte del que tuviera noticias. El miedo anulaba toda facultad. Y al parecer, era un demonio al que tendría que encararse a diario en lo sucesivo, porque la realidad era que no sólo lo había detectado en las pupilas de esos dos vecinos acogotados, sino que velaba como una sombra invisible las expresiones de toda la población.
Aumentaba su descomposición.
Armado con un residuo de su antigua resolución rabiosa, decidió volver sobre sus pasos y realizar un esfuerzo de audacia para recorrer la calle Curadero. Sólo unos metros más allá, vio llegar al Carbonero. Escarmentado por la actuación del miliciano conductor, el Templao no se lanzó hacia él. Esperó, parado, a que llegara cerca.
Notó que iba a hacer lo mismo que el conductor, regirle, y desvió la mirada con expresión de culpabilidad. Pero al llegar al lado del Templao, se agachó como si necesitara atarse el cordón del zapato y, en esa postura, susurró:
-Guaqui, haz como que no estamos hablando, mira pal otro lao. ¿Sabes algo de los Robles del Altozano?
-Han muerto tos, menos el Mani, que está ahí cerca.
-Po dile que se quite de enmedio; a él es a quien más buscan. Llevan dos días viniendo a cada rato al barrio, preguntando por tos, ellos, pero por el Mani en especial.
-¿Quiénes vienen?
El Templao fue a mirar a su vecino, pero recordó a tiempo que debía disimular. El vistazo le había bastado para darse cuenta de que el Carbonero iba limpio, repeinado y vestía un traje anticuado.
-¿Quiénes van a ser? El Serafín y los de su maná, disfrazaos de monigotes.
El Templao tragó saliva:
-Necesitaría que alguien entrara en la Goleta por mí.
-¿De qué quieres enterarte?
-El Mani quiere averiguar por la de los barcos…
-Se la llevaron ayer.
-¿Presa?
-¡Qué va! Una ambulancia del hospital con lo menos doscientos médicos.
-¡Ah! ¿Del hospital Civil?
-¡Tú estás majara! A esa tía no van a encamarla ahora en el hospital de nosotros los proletarios. La habrán llevao al Gálvez, al Militar o por ahí. Yo no sé más. Ahora tengo que echar a correr, que por ahí viene gente. Disimula y no se te vaya a ocurrir decirme ni condiós.
El Templao permaneció unos instantes en la misma posición, sin volverse hacia el Carbonero siquiera para verlo correr llamativamente encogido. Volvió a andar pesadamente en la dirección por donde debía encontrar a Mani, arrastrando los pies. De pronto, el ánimo se le había convertido en una carga insoportable. Mani lo vio llegar. Fue a saltar en medio de la calle, descubriéndose, pero una mano tiró de su jersey y le susurró al oído:
-Niño, ten cuidaíto, escóndete o echa a correr; vete del barrio y piérdete enseguía. Te quieren siquitrillar.
Mani contuvo el salto, al tiempo que siseaba al Templao.
-No te vas a creer lo que pasa, Mani.
-¿Qué, Guaqui?
-La gente está mu rara.
-Ya me he dao cuenta.
-No. No tienes idea de lo que me ha pasao. He visto al chofer del camión, vestío de señorito de pega, y no ha querío saludarme. Ha echao a correr.
-¿El Lagartija?
-¿Así lo llaman? No lo sabía.
-Le cabrea tanto que le digan el mote, que nunca lo mentábamos. Pero no me acuerdo de cómo se llama. ¿Qué ha pasao?
-Que ha simulao que no me conoce.
Mani agachó la cabeza un momento, cavilando.
-Una vecina, al verme saltar hacia ti, me ha pillao de aquí, y me dicho mu callaíto que me vaya corriendo. Joé, Guaqui. ¿Tanto ha cambiao la gente?
-Parece que tienen miedo.
¿Parece? Están cagaos. ¿Has averiguao de la de los barcos?
-He visto al Carbonero, que tampoco ha querío saludarme claramente. Ha dicho que se la llevaron ayer en una ambulancia.
-Entonces, no será difícil dar con ella.
-¿Qué no? ¿Qué piensas hacer, ir preguntando por ahí, mientras te buscan pa fusilarte?
Mani se encogió involuntariamente. Se daba cuenta de que tenía que indicar alguna iniciativa, porque el Templao lo miraba, expectante. Pero tenía la mente completamente en blanco.
























V
Habían pasado cinco días desde el regreso de los dos muchachos a la ciudad transfigurada.
Todavía no había acabado el invierno, que en Málaga solía ser compasivo, pero un frío glacial se había instalado en las calles invadidas de gris. El impulso rabioso y buscavidas de los refugiados de los pueblos se había esfumado, ya no había un portal de Belén en cada portal ni colas limosneras por doquier, y con el sonido amortiguado de sus débiles pasos todos daban la impresión de temer despertar a una bestia ahíta de sangre. Los fugitivos se daban prisa en ocultarse cuando podían, si es que no habían requisado sus casas, y los escasos que callejeaban lo hacían sólo por necesidades impostergables. Grupos de falangistas, similares a los que Mani y el Templao habían visto la noche de los júas tres años antes, circulaban por calle Ollerías jactanciosos, triunfales e indiferentes, y algunos vecinos, a quienes los dos muchachos conocían bien pero que fingían no conocerles, usaban disfraces improvisados que trataban malamente de remedar uniformes. La sensación de acechanza era una inundación viscosa y ácida que anegaba todos los rincones y callejas del barrio, y paralizaba las voluntades, desalentando hasta a las voluntades más supervivientes.
-Parece que a Málaga la han vuelto del revés, como un calcetín –comentó el Templao, mientras examinaba el rapado que retocaba, del cabello de Mani, realizado con una maquinilla mohosa en un rincón oscuro de la calle cerca de la iglesia de San Felipe.
-Peor. Han regao el terror por toas partes.
Mani revivió mentalmente el ambiente revolucionario de septiembre y octubre, cuando todos creían que la guerra estaba acabando y que Málaga se iba a independizar como república libertaria. Los talleres de milicianas trabajando noche y día, gratis, para proveer de abrigos, mantas e implementos a los frentes; las monjas de la Goleta, fingiendo ser enfermeras y trabajando afanosamente para surtir de vendas, pomadas y cabestrillos a los hospitales improvisados; las fábricas donde falsificaban armas o las inventaban; la efervescencia de un pueblo convencido de que su ventura comenzaba a llegar.
-Ya no nos queda ningún sitio donde indagar sobre la de los barcos -lamentó el Templao- ¿Qué hacemos?
-No estando en el hospital de Gálvez ni en el Militar, imagino que se habrá ido a casa de una amiga o algo así. A ella no le gusta estarse quieta ni tendrá paciencia pa quedarse de brazos cruzaos, ahora que conseguirá curarse la sarna en seguía; y con el yerno muerto, se pondrá a mandar en los barcos y, lo más seguro, a reconstruir su casa.
-Natural, pero… ¿Dónde podría estar ahora?
-A ti no te conocen por su calle de la Caleta, que está un poco más pacá de la casa de la hija del ministro, adonde tú y yo fuimos aquel día. Podrías preguntar; alguien tiene que saber.
-Ni se te ocurra. Perdona, Mani, es más peligroso pa mí que pa ti moverme por esos andurriales. Tú puedes disimular el pelo rubio o tapártelo, pero yo no puedo disimular lo cateto que soy; si me pusiera a trajinar por esa calle, alguno llamaría a los militares, y como están las cosas… Lo que podemos hacer, con mucho cuidaíto, es ir al puerto, a ver…
Siguieron el más tortuoso camino posible, a través de las calles más estrechas y oscuras, como las que trazaban el perímetro de las viejas murallas. Se cruzaron con muy pocos civiles; la ciudad, antaño dicharachera y luminosa, había adquirido un circunspecto color de cuartel. Como eludían las calles que habitualmente registraban más circulación, no se toparon con formaciones militares, pero en muchos puntos próximos a tales calles escucharon el sonido marcial de los desfiles.
Merodearon a lo largo de la verja del puerto, sin atreverse a entrar. Los habituales barcos de cabotaje se opacaban junto al ostentoso despliegue militar. El Templao, más alto, escudriñaba entre los barrotes de hierro, en busca de algún arrumbador o un carabinero que conociera. Sólo alcanzaron a ver guardias civiles desconocidos y muchos militares vestidos de modo extraño e intimidante.
-¿Qué buscas, Templao?
Los dos amigos se volvieron al unísono hacia la voz. Mani no lo conocía; El Templao tuvo que realizar un gran esfuerzo para identificar, tras el disfraz y el bigote postizo, a un guardia de asalto del que había sido amigo.
-¿Por qué se viste usted así? –pregunto el Templao.
-Asalto es un cuerpo republicano, ¿tú crees que no van a siquitrillarnos? Que yo sepa, tos los compañeros están escondíos. Yo vengo a tratar de buscarme la vida con gente que conozco ahí dentro. ¿Y vosotros?
-Buscamos a doña Elena, la de los barcos –informó Mani, presuroso-. ¿Tiene usted idea de dónde podría estar? Su casa la quemaron.
-Sí, lo sé demasiao bien. Nos mandaron no intervenir aquella noche. La vieja de los barcos podría estar en cualquier parte; a lo mejor, donde se refugiaban las derechas y ahora dicen que se han refugiao casi tós los perseguíos de la república, en la casa del cónsul de México.
-¿Dónde es?
-Por la Caleta. En una casa mu bonita que se llama villa Maya. Dicen que toa la casa y el jardín están como un campamento.
-¿Y refugian también a los ricos? –preguntó Mani con extrañeza.
-Dicen que están dando asilo a gente cuya vida corre peligro con éstos. Pero nunca se sabe. Si yo tuviera que buscar a alguien que sé que destruyeron su casa, sería allí donde iría a buscarlo.
Les resultó muy extraño desandar la avenida semi tropical que habían recorrido cinco días antes, regresando de la desbandá. Salvo las numerosas casas reducidas a cenizas, la arboleda recuperaba poco a poco su imagen de jardín edénico, preparándose para recibir la primavera, que ya se manifestaba donde podía. Los jacarandás se estaban cubriendo de púrpura, los ficus elástica se habían llenado de conos blancos, las araucarias rebrotaban por pisos y las glicinas comenzaban a abrir sus pesados racimos de flores. Se cruzaron con muy poca gente; los tranvías iban casi vacíos, apenas circulaban coches particulares y de tanto en tanto oían gritos y órdenes militares.
-¿Has visto quién iba ahí? –preguntó el Templao mientras señalaba con expresión de sorpresa un coche que acababa de sobrepasarles y seguía, raudo, hacia el barrio marinero de El Palo.
-No –respondió Mani, que no paraba de cavilar sobre qué iniciativas adoptar los próximos días y, por ello, iba muy ensimismado
-El Quini.
Con expresión de incredulidad, Mani objetó:
-Me parece que estaba en la cárcel. No puede ser él
-Estoy mu seguro, Mani. Habrá declarao que era preso político. Tú sabes de más que ése es mu capaz.
Mani sonrió. Suponía que el Templao tenía que haberse equivocado, pero no quería contradecirle, lo que sentía a cada paso tentación de hacer. No podía ser que, cuatro días después de la caída de Málaga, ese muchacho pudiera habérselas arreglado para librarse de sus condenas, que incluían una por asesinato, y disponer de medios que le permitieran ir en coche. Años atrás, la casa de Quini había sido una de las más prósperas del barrio, pero los vecinos suponían a qué se debía la prosperidad. Todos sabían que el muchacho, de la misma edad que el Templao y uno de sus más fieles ex cortesanos, era un quinqui incorregible.
Perplejo, Mani cayó en la cuenta de lo mucho que Quini había influido en sus peripecias de adolescente; fue por su mediación como había conocido a doña Elena, al seducirlo con engaños para robar en su mansión; también junto a Quini había conocido al Chafarino, y hablando con Quini, y en parte por su causa, fue por lo que el hijo del barbero le había disparado en el pecho en la calle Nueva, condenándolo a un coma de cuatro meses. Era de conocimiento público que Quini había matado a un guardia la noche de la quema de júas de tres años antes y que, a partir de entonces, había rebotando de cárcel en cárcel hasta el día del levantamiento militar. Junto a Quini había asistido a aquella batalla en la Cortina del Muelle, cuando Mani disparó a un comandante del ejército y se convirtió en héroe popular.
Mani miró de reojo al Templao con un sentimiento extraño, diciéndose que Quini había sido bastante más determinante que élen su vida aunque jamás hubiera sido un verdadero amigo.
No podía ser Quini el ocupante de aquel coche que se apresuraba a lo lejos.




































VI
El Templao notaba el escepticismo de Mani. El chico que antaño había elegido luchar con tenacidad conmovedora por convertirse en su amigo, se estaba distanciando aunque ni él mismo se diera cuenta. Para su propia sorpresa, le enternecía evocar aquellos días del verano de 1934; Mani era entonces todavía un niño con aire de querubín barroco, mientras que él, trabajador del puerto, era ya un musculoso y exuberante casi adulto, muy admirado en el barrio; la adoración y persecución del muchacho la había interpretado sólo como un intento de pedirle venia para enamorar a su hermana Inma, pero el día a día le fue demostrando que, por alguna razón inexplicable, el chico ansiaba su aprobación y su amistad. Inexplicable, porque la madre de Mani era vista por los vecinos como una especie de reina destronada y a sus cinco hijos se les consideraba los más sabios y con mejor futuro del barrio.
Siempre había temido que Mani acabase dándole de lado. El adolescente que todavía no alcanzaba del todo su estatura, era en realidad mucho más poderoso y listo que él. Más grande. Sus capacidades no podían compararse. Mani razonaba como una persona mayor muy sabia, poseía una cultura que no imaginaba de dónde habría sacado, ya que apenas había ido a la escuela; poseía el aplomo propio de quien está al cabo de la calle, y la autoridad y el liderazgo le surgían de modo natural, sin esfuerzo ni ampulosos gestos de dominio.
Mani iba a lograr sin esfuerzo posiciones en la vida que él no podía ni soñar. Siempre intuyó que llegaría el día en que tuviera que decirle adiós, pero le dolía enormemente el temor de que ocurriera tan pronto, y más contando con las dificultades por las que estaban pasando.
Los jardines de las mansiones convertidas en cenizas por los sucesos de julio del año anterior, dejados en libertad, estaban preparándose por su cuenta para la primavera que ya se presentía por todos lados. Almendros nevados, algodonosos por las flores; hermosas rosas precoces, cascadas de madreselvas que ya perfumaban las tapias encaladas, yucas desafiantes como ejércitos de lanceros; unos ficus a los que llamaban “falsos magnolios”, mostraban ya los conos que se convertirían sin tardanza en hojas nuevas y en hermosas flores muy fragantes.
-Míralo. Ahí va otra vez –indicó el Templao, señalado un lustroso coche que les había sobrepasado deprisa.
-¿Quién?
-El Quini. Pareció que se iba pal Palo, pero se ve que ha dado marcha atrás. Creo que también está buscando el consulado de México.
-No parece él –observó Mani con tono demasiado terminante.
-¡No paras de discutirme, Mani!
-¿Qué te pasa, Guaqui?
-Que ná de lo que digo te parece bien. Se nota que me consideras un chalao sin vista ninguna. ¡Ese que va ahí es el Quini, como que me llamo Joaquín!
-¡Tranquilízate, Guaqui!
-¡Qué coño estás diciendo! -tronó el Templao. Yo estoy mu tranquilo
-Bueno, Guaqui, está bien. Tendrás razón, pero… Si ha conseguío salir de la cárcel, tan tranquilo, por qué iba a ir en busca de refugio político.
-¿Y quien dice que vaya a buscar refugio pa él, Mani? ¿Es que no puede estar buscando también a alguien, como nosotros?
Mani asintió y hundió la barbilla en el pecho. Le había alarmado la explosión temperamental del Templao. ¿De verdad lo trataba con desafección altiva? Lo quería y lo necesitaba tanto, que no podía ser verdad. Debía de tratarse de una impresión poco objetiva, ya que el Templao, tan audaz y jactancioso, no dejaba de tener sus pequeñas manías y complejos.
Pero, ¿y si tenía razón? ¿Qué podía estar ocurriéndole? Lo padecido durante la desbandá ¿le había cambiado? La experiencia debía de haber sido como una fragua para todos los que habían corrido, una fragua ardiente que les había fundido de nuevo. Necesitaba al Chafarino; necesitaba que serenase su espíritu afligido con aquella voz tronante de marinero viejo; necesitaba que aclarase sus dudas, necesitaba sus sabias lecciones. Entre lágrimas que intentó que el Templao no advirtiera, evocó la noche terrible de los preparativos de la huida. Cuando fueron en busca del Chafarino para avisarle de la escapada de toda la familia y para ver si él necesitaba algo.

Al salir a la anchura de la playa, miró el emplazamiento de la choza con incredulidad. De la frágil construcción de cañas y restos de barcos no quedaba casi nada, sólo el amontonamiento de rescoldos y una mancha pardusca de arena carbonizada que desprendía todavía débiles madejas de humo. Quería creer que se había equivocado a causa del cañaveral incendiado, y que ése no era el lugar donde el Chafarino vivía, sino cualquiera de los otros cañizos alzados en la playa por los marineros. Buscó en todas las direcciones con mirada extraviada, ansiando que uno de los dioses que el anciano inventaba hubiera desplazado milagrosamente la cabaña hacia otro punto; ansiaba recuperar el sentido de la orientación y descubrir dónde estaba la choza y que el Chafarino abriera la puerta con un tazón caliente de caldo de pescado en la mano para reconfortarle del frío como un puñal que sentía en el corazón. Gritó. Llamó con todas sus fuerzas al Chafarino, hasta que se le quebró la garganta, acartonada. Sólo respondía el rumor de la brisa indiferente y el crepitar del fuego del cañaveral. Entonces, lo vio; era una masa carbonizada como todo lo que lo rodeaba, pero sabía que eran los restos de su amigo. Se arrodilló junto a él, extrañado de que en ese pedazo de carbón ceniciento pudiera reconocer tan fielmente a quien, ahora lo sabía, había querido tanto; creía poder ver sus pupilas estériles que, sin embargo, tan fijo parecían mirar; su sonrisa entre socarrona y comprensiva y sus hábiles pasos a través de los estorbos del mundo; creía escuchar sus palabras sabias mientras ansiaba con todo el alma poder volver a oír lo que antes creía que eran desvaríos y ahora necesitaba como agua fresca en medio del desierto. Alzó con rabia los puños al cielo, esperando que alguien le diera una explicación, que respondiera al enigma de por qué una bomba traicionera había destruido tanta sabiduría inofensiva, tanta capacidad de dar, tanta generosidad. Sabía que estaba llorando y no se avergonzaba; tenía que llorar ahora todo lo que pudiera, para no tener que llorar por siempre la ausencia del que, sin pretenderlo ni saberlo, había sido verdaderamente su padre. Un bocinazo, con el que el Templao le comunicaba su impaciencia, le recordó que tenía muchas cosas que hacer y buscó con los ojos el punto donde antaño se alzaba de la arena la proa de la jábega que al Chafarino le servía de fogón, marcado claramente todavía por la silueta de la barca quemada; tomó uno de los pedazos de tabla que habían sobrevivido al fuego, y con él fue escarbando un hoyo a través de las ascuas y la ceniza. El lío de las armas estaba tal como lo recordaba, enterrado a más de medio metro de profundidad, preservado de la humedad gracias a la pericia del Chafarino. Recuperar las tres pistolas y las abundantes municiones, alivió un poco su congoja. Corrió hacia el camión y supo disimular la tristeza ante el Templao, para no añadir un lastre más a todo lo que iban a tener que penar a lo largo de la noche.

Hasta aquella noche, Mani no había tenido oportunidad de descubrir cuánto quiso al anciano sentencioso y ciego que, sin poder leer, poseía más libros que nadie que hubiera conocido. Fue el guía de sus primeros años de adolescente, el padre que no había tenido, la fuente de los principales hechos históricos que conocía. Durante tres años, y a causa de haber ido con Quini a la playa, el Chafarino había sido su mentor, el maestro amable y comprensivo que compensaba sus frecuentes faltas a la escuela.
Se dijo que si el Chafarino viviese, sus angustias y apremios no existirían. Ni sentiría tanta necesidad de encontrar a doña Elena.
Ahora, caminando hacia el consulado de México, Mani no conseguía sustraerse al temor de que pudiera cambiar algo en sus sentimientos hacia el Templao, cualquier cosa que no consiguiera controlar. También a él lo necesitaba y sabía que, tan fornido y valiente como era, el Templao lo necesitaba igualmente a él. Sacudió la mano junto su frente, a ver si conseguía apartar tan agorero pálpito.
Había un despliegue de militares muy ostentoso ante la verja del consulado de México. Españoles e italianos; curiosamente, no constituían una formación homogénea; los italianos estaban a un lado y, en el otro extremo, los españoles. Estos no permitían pasar a nadie, para que no aumentase el número de refugiados políticos. En los pasos que recorrieron desde que los avistaron hasta que llegaron cerca, detuvieron a cuatro que metieron forzadamente en un coche cerrado.
Sin embargo, Quini, vestido con un ridículo traje de cuadritos de color marrón, se apeó con desparpajo del coche y habló con uno que parecía sargento, que lo dejó pasar abriéndole servilmente la puerta de la verja.
Los dos muchachos se miraron entre sí, asombrados, con incredulidad.
-Mani, creo que no nos conviene acercarnos –dijo el Templao.
-Tienes razón –concordó Mani-. Será mejor que nos quedemos un rato por aquí, viendo a ver el percal.
Transcurrió algo más de media hora. Mani continuaba cavilando sobre el estado de su relación con el Templao que, a su vez, lo miraba constantemente de reojo, como si esperase algo que no acababa de producirse.
Vieron salir a Quini de la villa sólo cuarenta minutos después de entrar; pasó entre los refugiados del jardín mirándolos atentamente, como si buscara a alguien; cuando el sargento que le había dado paso lo vio acercarse, abrió la verja con el mismo servilismo que a la entrada y casi una reverencia.
-¿A quién se habrá follao ése? -ironizó el Templao en un murmullo.
Con el pie ya en el estribo para entrar en el coche, Quini miró en su dirección; Mani y el Templao creyeron que era una mirada casual pero muy pronto cambiaron de idea cuando Quini volvió a salir del coche y corrió hacia ellos.
-¿Qué hacéis aquí? Comentan que habéis muerto.
-Po mira tú –respondió el Templao-. Estamos vivitos y coleando.
-¿Intentáis refugiaros en el consulao?
-No, que va –respondió Mani-. Tratamos de encontrar a la de los barcos.
-No está ahí –informó Quini con seguridad-. Ni en los demás consulaos; media Málaga se ha refugiao en dominios extranjeros… ¡qué pechá! Oí decir que la de los barcos está en el Hospital Militar.
-Tampoco está allí. Ya hemos preguntao –afirmó el Templao.
-Pero estar, ha estao –afirmó Quini con rotundidad-. Como estuvo el hijo del barbero, el Serafín; pero ya se ha ío; ahora anda detrás de los italianos a toas horas. ¿Por qué no buscáis a la de los barcos por el Compás? No sé quién, me dijeron que una prima suya vive por allí. Me lo contaron en la calle… ¿Has visto ya a tu Inma? –preguntó al Templao.
Sobresaltado, éste examinó la expresión de Quini con suspicacia, antes de responder.
-Mi Inma ha muerto –dijo con un quejido.
-¡Qué va! –discrepó Quini.
Con los ojos desorbitados y un escalofrío recorriéndole la espalda de modo fulminante, el Templao preguntó:
-¿Qué quieres decir?
Quini, antaño quinqui irrecuperable y ahora disfrazado de persona respetable, aunque ridícula, eludió de modo forzado las dos miradas, compuso una expresión desencajada y titubeó:
-Que… yo… No, nada, olvídalo. Me habré confundío. Mirad, si queréis ustedes un consejo, echar a correr y perderos de aquí. Iros con el loco de la playa.
-También ha muerto –dijo Mani
-¿Qué el Chafarino ha muerto? ¡Qué va!







































VII
El Mundo Nuevo era una vía que atravesaba el monte de Gibralfaro, comunicando los paraísos del litoral con uno de los barios pequeño burgueses más célebres. A la parte más bucólica de este barriola llamaban el “Chupitira”, referencia a quienes se alimentaban con las almejas y coquinas que podían recogerse libremente en la playa, personas que a pesar de su pobreza -y hasta miseria-, vivían tratando de aparentar fortunas fantasiosas. Según se decía, era el lugar de Málaga donde residían mayor número de “entretenidas”, ex prostitutas mantenidas por los respetables comerciantes del centro y los industriales del vino.
El Templao y Mani subieron cansinamente el camino, que más adelante descendía de modo abrupto. Transitaban en silencio; Mani cavilaba, apretando fuertemente los labios frente a las barreras que su propia mente le presentaba; el Templao comentó:
-¿En qué se habrá metío ése?
-¿El Quini?
-¡Claro!, ¿cómo se explica lo que hemos visto? Por ahí comentan que hay un montón de quinquis de mala muerte que se han metío a chivatos de los fascistas.
Mani le tapó la boca con la mano, porque su amigo había pronunciado esa palabra en un tono alto.
-Pero si el Quini anda chivatando, podía habernos denunciao. Ganaría puntos haciendo que me detengan, porque to el mundo dice que me buscan.
-No se atrevería, Mani. Si ese majareta anduviera chivatando, son demasiaos lo que se vengarían; ¿tú te imaginas lo que podrían largar algunos sobre él, con la vía que ha tenío? Y nosotros, más que nadie, que lo conocemos chachipendi y lo tenemos más visto que la Alameda.
-¿Por qué habrá dicho que el Chafarino no ha muerto? Yo lo vi.
-¿Qué es lo que viste, Mani?
Aquella noche, el Templao casi no quería soltar el volante porque no se atrevía a bajar del camión, por miedo a que se lo robaran.
-Su cuerpo carbonizao –respondió Mani.
-¿Y cómo puedes estar tan seguro de que era él? Un cuerpo carbonizao es eso, un pedazo de carbón.
-Pero…
El razonamiento del Templao, junto con la exclamación de Quini, encendió la duda en el ánimo de Mani. Sintió algo indefinible en el pecho y prisa incontenible…
-Vamos pallá, Guaqui.
-¿A la playa?
Echaron a correr, desentendidos de su necesidad de moverse discretamente. El Templao, por su entrenamiento militar, eligió el camino del río, por donde llegaron pronto a la línea de playa, que recorrieron camino de La Isla aunque distaba mucho de la desembocadura.. Confirmaron con decepción y aburrimiento que la cabaña del Chafarino había desaparecido con el fuego; sólo una mancha oscura señalaba el espacio que ocupara. El Templao examinó a Mani, que contemplaba esa mancha con la misma desolación que había exhibido tras descubrir el incendio cinco noches antes.
-Por qué habrá dicho eso el Quini? –se extrañó Mani.
-¿No sabes de más que ese tío está chalao perdío?
Había varios hombres levantando empalizadas de cañas y chopos unos metros más allá de donde estuviera la cabaña del ciego. Tal vez alguien aprovechaba la desaparición del viejo redero para construirse una nueva vivienda. El Templao sintió algo dentro del pecho que no supo identificar, pero mirando de reojo el perfil lívido de su amigo decidió que convenía marcharse deprisa.
Volvieron sobre sus pasos, atravesaron de nuevo el centro y toda la ciudad, para proseguir la busca de Elena Viana-Cárdenas James-Grey en el Compás. .
Era ésta era una pequeña cuesta que conducía hacia una hermosa basílica, alzada donde había estado el campamento de Fernando el Católico cuando conquistó la ciudad; también conducía al Hospital Militar y el laberinto de pequeños jardines de las entretenidas de los adúlteros prósperos. El Templao miró a izquierda y derecha con desánimo.
-Bueno. ¿Y ahora qué hacemos?
-Si buscamos la casa de una prima de doña Elena –afirmó Mani-, no puede ser cualquier casa.
-Po no veo que haya grandes mansiones por aquí.
-No te fíes, Guaqui. Cuando mi madre me mandaba a entregar aquellos vestíos a las casas de las putas, aunque siempre era en callejones apestosos, cuando me abrían la puerta resultaban ser casas espléndidas. ¿Quién podría decir que una casa cualquiera de esas no es por dentro un palacio?
-¿No se te ocurre pensar que la prima de la de los barcos no tiene por qué ser rica?
Buscando angustiosamente algún dato en su memoria, Mani recordó:
-¿Quién sabía vida y milagros de tós los vecinos en nuestro barrio, Guaqui?
El Templao meditó un instante.
-El barbero. Maldita sea la madre que lo parió.
-Po tenemos que buscar una barbería.
Corrieron a lo largo del Compás y una pequeña plaza adyacente, en busca de las bandas blancas, rojas y azules que distinguían las barberías. Encontraron una muy pequeña, escondida en un oscuro retranqueo.
El aburrido, ocioso y desanimado barbero les informó:
-Sí, murmuran que la de los barcos está por aquí cerca. Lo siento chaveas, yo no sé dónde vive su prima. ¿Por qué no le preguntáis a Rosa, la del ultramarinos?
Señaló una tienda de comestibles situada casi enfrente.
-Sí, seguro que la tienen por este barrio –les informó la tendera, muy sonriente y dicharachera-, porque ayer vino una criada y me compró tós los artículos buenos que tenía. Atún, bacalao, salchichón de Málaga, morcillas y queso de Ronda, aceite del mejó de lo mejó y carne de membrillo auténtica de Puente Genil. ¡Una pila de duros! Pero no sé dónde vive. Si esperáis por aquí, me imagino que esa criá vendrá hoy otra vez. No querréis hacerle ná, ¿verdad?
Mani y el Templao se miraron con ojos opacos.
Se sentaron en el derrumbado bordillo de la acera. Asombrosamente, los huidos de la desbandá seguían regresando todavía. Ya no se trataba de cortejos, sino de gente desperdigada o grupos familiares, famélicos, con expresiones de espanto, desnudez harapienta y pies sangrantes. Bajaban del Mundo Nuevo, por lo que supusieron que probablemente serían mucho más numerosos los que se habían continuado camino del centro por el paseo del litoral, sin desviarse.
¿Es que esto no va a acabar nunca? –murmuró el Templao con rabia.
-Mi Paco decía que éramos más de trescientos mil –comentó Mani-. Suponte tú.
-¡Y los que no volverán nunca, porque habrán muerto!
-Por lo que vimos con nuestros propios ojos, lo menos habrán muerto la mitad.
-Mira, Mani. Ésa podría ser la criá que ha dicho la tendera.
Señalaba una mujer de mediana edad, achaparrada y aspecto pueblerino, que se dirigía a la tienda portando dos grandes bolsas vacías. Se alzaron y esperaron unos minutos, para dar tiempo a que entrase en el negocio de ultramarinos. Acudieron inmediatamente después y, tras una pregunta muda, la tendera asintió. Mani se apresuró a preguntar:
-Oiga usted. ¿Podría decirnos dónde está doña Elena Viana-Cárdenas, la señora de los barcos.
Fue muy notable la expresión de recelo con que la mujer le miró.
-¿Quién?
Por la cautela y el tono de la pregunta, Mani dedujo que se trataba, efectivamente, de la sirvienta de la prima de doña Elena.
-Señora, se lo suplico. Soy su… nieto… y llevamos éste y yo dos días buscándola por toa Málaga.
Persistían la vacilación y las dudas, por lo que Mani insistió:
-Le doy mi palabrita del niño Jesús de que ella es la única familia que me queda y que yo… también soy la única familia que le queda a ella. Estaba mu malita cuando me fui hace seis días, y necesito convencerme de que está bien. Tenga usted compasión. Haga el favor de llevarme con ella.
La mujer les dio la espalda a los dos, sin volverse hacia el mostrador ni hablar con la tendera. Dio muestras de sostener una dura lucha interior durante varios minutos, tras los cuales se volvió hacia Mani y dijo:
-He escuchao que la de los barcos está por la vecindá. Como dices que eres lo único que le queda, me da lástima y voy a ir a averiguar con la vecina a la que escuché decirlo. Vuelvo en seguía, pero si ustedes venéis detrás mío, por la madre que me parió que me sentaré en el suelo y no me moveré hasta que ustedes os perdáis de vista. Tener paciencia y a esperar.
Sin añadir nada más, abandonó las dos bolsas en el mostrador y salió apresuradamente; corrió para atravesar la calle, mirando atrás a cada paso. El Templao murmuró al oído de Mani:
-Esa sabe más de lo que dice.
-Po claro. Es de verdad la criada de la prima.
-Vamos detrás corriendo.
-No, Guaqui. Habrá que aguantarse las ganas. Vamos a esperar.
La tendera comentó:
-¡Menuda lagarta! Está más claro que el agua que sabe dónde está la de los barcos, pero es que no podemos fiarnos ni del lucero del alba. Dicen que hay hasta padres que denuncian a sus hijos… Suponeos ustedes.
-¿Padres que denuncian a sus hijos? –se asombró Mani.
-¡Digo! En la Ciudad Jardín, un niño de quince años les ha contao a los nacionales que su padre y tos sus hermanos era anarquistas. Y… ¿habéis escuchao del ministro que vive en la Caleta?
Mani asintió. Había ido dos veces a su casa, a entregar vestidos confeccionados por su madre.
-…Po los comunistas mandaron a sus hijas las orejas del andoba, metías en un frasco, después de haberlo asesinao. Ahora, las dos se han vuelto majaretas perdías y andan señalando a tó quisque, acusándolos de ser amigos de los rusos. Entre antes de ayer y hoy, dicen que ellas dos solitas han metío en la cárcel a más de dos mil.
-Eso no pueden ser más que chismes –protestó el Templao.
-¿Qué dices, niño? ¿Es que no te has enterao de lo que está pasando por toa Málaga? Si es que las paredes oyen…
El Templao bajó la cabeza, con los ojos ensombrecidos. Pasaban por su mente las imágenes elusivas del conductor del camión y el carbonero. ¿Tanto había cambiado el mundo? Mani le sonrió tristemente.
-¡Tenemos que tener un cuidaíto…! -dijo.
-Pero Mani ¿Qué mierda de vida va a ser ésta?
-Ya has visto lo del Quini. Supongo que tó va a ser igual, de quedarse con la boca abierta.
-Yo no sé tú, Mani. Pero yo no soy capaz de andar por la vida con dos caras y las entrañas llenas de mala leche.
Mani asintió mientras miraba fijamente a los ojos de su amigo. Efectivamente, era la persona con menor doblez que conocía, generoso, sincero, simple y directo, incapaz de traicionar. Se sintió mucho más viejo que el fortísimo y musculoso héroe de barrio, cinco años mayor que él. Por mucho que razonara con él, no podría convencerlo de que se preparase para el género de vida que sin duda iban a tener que llevar en lo sucesivo. Con cierta sorpresa, presintió que iba a tener que protegerlo toda su vida, pensamiento que le hizo sentir algo de cansancio.
-Abre bien los ojos –le dijo.
-¡Digo! –exclamó la tendera-. Po no hay que abrir los ojos ni ná. Si el conserje del Círculo Mercantil ha denunciao a la mitad de los comerciantes de la calle Larios, acusándolos de republicanos…
-¡Eso tío está chalao! –exclamó el Templao.


































VIII
-La Paca me ha contao que asegurabas que eres mi nieto… -dijo doña Elena.
Había pasado menos de una semana desde la última vez que la viera y no podía haber cambiado más su aspecto. Muy repeinada con sus ondas grises en las sienes y coquetamente maquillada, vestía un jersey lila y azul que se le ajustaba al cuello y las muñecas, como para disimular las heridas de la sarna, pero ya no se rascaba constantemente.
-¿Le molesta que haya dicho eso? -preguntó Mani, preocupado.
-No, qué va. Me ha encantao. En realidad, eres de verdad casi mi nieto. Pero tienes que comprender las precauciones de esa muchacha. Vino sin resuello, diciéndome que me buscaban. Pasó lo menos media hora contándome los detalles. En seguida me di cuenta de que eras tú y tu amigo el grandullón y, en cuanto lo comprendí, la mandé que corriera a traerte pacá.
-¿Qué le ha dicho el médico?
-Que esto no es tan grave y que me curaré en pocos días. Ya ni tengo picores. ¿Estás seguro de que murieron todos?
A Mani se le saltaron las lágrimas mientras asentía.
-¡Pobrecillo! ¿Dónde has dormido estos días?
-En el campo. Anoche, en La Virreina, al lao de una chumbera.
-¿Tampoco tu amigo tiene donde ir?
-No.
La anciana meditó unos instantes, cabeceando. Tenía delante de sí a la única persona por la que podría sentir la necesidad de seguir viviendo. Era necesario anticiparse.
-Baja a decirle a tu amigo que suba. Por lo menos hoy, puede comer y dormir aquí. En cuanto a ti, voy a mandar venir a mi peluquera, pa que te tiña de castaño esa pelusilla que te queda en la cabeza.
Terminado el almuerzo, todos remolonearon conversando en la sobremesa, mientras la prima de doña Elena sacaba una bandeja de borrachuelos de la última navidad. El Templao se apresuró a coger uno, pero sólo dio un bocado; sabía rancio.
-Dice Rosario –comentó doña Elena, señalando a su prima-, que están encarcelando a muchos, principalmente de los que huyeron. Tu madre no tenía que haberse ido.
-Mi madre –afirmó Mani- no habría dejado que sus hijos se fueran sin ella ni muerta. Al final, toda la familia está junta como ella quería, menos yo.
Doña Elena asintió con expresión muy triste. Alzó la mano y acarició las cejas casi invisibles de Mani, como cuando la fiesta de carnaval.
-Menos mal. Tú eres muy superior a tus hermanos. Miguel era uno de los hombres más guapos que he visto en mi vida, igualito que tu abuelo, pero era muy inconsciente. De Ricardo no me acuerdo mucho, pero por lo que sé era bastante majareta y un poquillo miserable. Paco era muy serio, demasiao pa su edad, pero los rusos le habían lavado el cerebro. Antonio era un loco suicida que expuso a tu familia al peligro demasiadas veces. Aparte de tu madre, pobrecita, la persona que más lamento que haya muerto es Angustias. Pobre preciosidad. Por ella, se armó la de Troya y hubo el enfrentamiento familiar que hubo, pero a nadie podían caberle dudas de que estaba loquita por Miguel. A todos llegué a quererlos, pero sobre todo quería a tu madre y hubiera deseado que fuese de veras mi hija. Qué pena que pasara cuarenta años odiándome ella y sin conocer su existencia yo. Era la hija bastarda del hombre maravilloso con el que me casé, que al cabo del tiempo comprendí que había sido algo cobarde. Puedes creer que si yo hubiera conocido la existencia de tu madre, su vida habría sido muy diferente.
Involuntariamente, Mani revivió en su mente las ideas infantiles, cuando creía que su madre era una princesa de cuento, habituada a los miriñaques enjoyados. De haber vivido como doña Elena sugería, sin duda habría resaltado como una aristócrata, pero había tenido que afanarse para criar sola a cinco hijos varones, abandonada por un marido pusilánime. Y le había salido bien la obra. Mani no conocía a ninguna familia de su barrio tan obstinada por mantenerse unida.
-¿Usted sabe lo que le pasó a mi abuela aquel día, en su casa?
-Claro, yo estaba allí. Pero me tragué por completo la historia de que era una ladrona que había asaltado mi hogar de recién casada. ¡Qué tonta que fui! Pero si tu abuelo no hubiera muerto tan pronto, a la largo yo habría acabado por averiguarlo todo. Qué desgracia más grande. Tu abuela murió en la cárcel; tu abuelo, m i marido, murió de resultas de una coz y tu madre perdió no sólo a su padre, sino las oportunidades de toda una vida.
La voz de doña Elena se desdibujó en la atención de Mani. Lo que decía le hizo revivir aquella conversación con Paula, mantenida en Torre del Mar, recostados ambos en el suelo

-Tienes que contármelo, mamá.
Paula comprendió instantáneamente. Observó el rostro de su hijo unos segundos.
-¿Qué temes, que no salgamos de ésta?
-No, mamá. De ésta vamos a salir, te lo juro. Te prometo que vamos a llegar a un sitio tranquilo, y seremos felices pa siempre. Pero no creo que vuelva a encontrar nunca otra ocasión igual pa que me digas...
-Yo tenía pocos años cuando sucedió; así que lo sé de oídas. Ni siquiera estoy segura de que ocurriera verdaderamente como lo recuerdo.
Era un día de mayo de 1897, en un jardín refrescado por las sombras de dos araucarias gigantescas bajo las que se abría un caleidoscopio de flores. Había otros muchos árboles en una extensión de terreno que parecía un parque público: Cedros, palmeras, ficus y limoneros, rodeados de arbustos de rosas y celindros. El perfume era tan omnipresente como la tibieza amable del sol de media mañana. Josefa había tenido que saltar a duras penas la verja tras ser rechazada por los criados en la entrada, muy violentamente, y tenía la pobre falda pardusca rasgada por un costado a causa de una de las lanzas doradas de la verja; aunque su pudor no sufriría menoscabo, porque vestía otras dos sayas bajo la falda rasgada, le avergonzaba el guiñapo que iba arrastrando sobre los guijarros blancos y grises del caminillo que conducía hacia el ventanal. Podía oír rumores de voces, aunque no muy claramente, porque el trino de los pájaros la envolvía como un concierto. Sí, había mucha gente en la casa medio oculta por buganvillas, rosales trepadores, glicinas y jazmines. Algunas cristaleras, las más bajas, transparentaban el apresurado ir y venir de muchachas vestidas como princesas; podía verlas recogiendo sus faldas para subir las escaleras o bajarlas, para correr a través de las alfombras o entre el abigarrado mobiliario, en un trasiego continuo de última hora. Había muchas cosas sorprendentes en ese salón entrevisto por las cristaleras y lo que más le llamó la atención fueron las numerosísimas miniaturas de barcos veleros. Josefa comprendió que no existía ningún punto en esa fachada por donde pudiera entrar; tendría que encontrar la puerta de servicio, en uno de los dos laterales, puesto que ya había comprobado la inutilidad de intentarlo ante la hermosa puerta de multicolores cristales emplomados. Era tan completo el agobio de las prisas que dominaba a todos los ocupantes de la casa, incluida la servidumbre, que la puerta de servicio estaba abierta de par en par. Entró sin tomar precauciones y en vez de permanecer oculta en la cocina o acechando desde las múltiples estancias de esa parte de la casa, se dejó guiar por las voces hacia el salón principal, un lugar decorado de un modo que no sabía que existieran escenarios así en la ciudad. Escuchaba la voz de Francisco Manuel sonando quedo en algún lugar cercano, pero no podía identificar con exactitud ni la dirección de donde llegaba el sonido ni, mucho menos, la habitación. Además de miedo, sentía tanta congoja que apenas podía respirar, y tenía que avanzar casi sin ver dónde pisaba, porque la cegaban las lágrimas. Francisco Manuel, antes tan leal, tan inmutable, no había vuelto a visitarla desde el nacimiento de su segunda hija; la primera, la que tenían en común, había gozado sobradamente de las risas y los halagos del que parecía el padre mejor del mundo, el más hermoso, el más gentil y dadivoso. Pero Paulita llevaba veintidós días sin probar el poder de los brazos del padre, sin oler el aliento de sus besos y ella, la madre desesperada que continuaba fingiendo paz ante su hija, había perdido los deseos de vivir si tenía que hacerlo sin el amor del único hombre que había tocado en su vida. Los primeros tres años, había creído sus promesas imposibles, que el primogénito de los Robles del Altozano se casaría algún día con ella, una pobretona modistilla sin educación ni fortuna. Luego, cuando satisfizo su ruego de que, al menos, le diera el apellido a Paula, todo pareció haber quedado saldado satisfactoriamente y fueron durante cinco años volcanes de amor absoluto. El matrimonio con Elena se había celebrado dos años atrás, y ni Francisco Manuel lo mencionó ni Josefa quiso darse por enterada; fingió ignorancia porque nunca aceptó sentirse la otra y una forma de evitarlo era no mencionar a la esposa legítima; por lo tanto, jamás había surgido de su boca un reproche en esos dos años. Pero hacía tres semanas que había tenido noticias del nacimiento de Rita, el cuarto día de ausencia de Francisco Manuel, cuando fue a preguntar por los alrededores a la servidumbre de su casa y de las demás casas de su calle; había esperado en vano su regreso los veintiún días hasta la tarde anterior, cuando se enteró de que iban a celebrar el bautismo de Rita. No sabía lo que iba a decirle, a él o a cualquiera que se cruzase en su camino, sólo necesitaba una explicación o una herida de muerte: que él le contara satisfactoriamente por qué no la había visitado, aunque ella tuviera que engullir la mentira, o que le dijera, de una vez, que había muerto el amor. Avanzó un par de pasos más, todavía con la esperanza de encontrarse con él y nadie más, poder saber, obtener su explicación y una palabra de esperanza, y al desplazarse hacia el centro del salón, el guiñapo que colgaba de su falda se enganchó a la barroca pata trípode de un velador, que cayó con gran estrépito al romperse su frágil tablero de cristal decorado y al caer el jarrón de plata que había encima. Inconscientemente, quiso arreglar el estropicio, creyendo que podría juntar los trozos esmerilados del rico vidrio y, para ello, sujetó el jarrón de plata. Al instante, comprendió su error cuando una doncella, parada tras ella, comenzó a gritar "¡ladrona, ladrona!"; el salón se llenó de gente inmediatamente: las amigas y primas de Elena Viana-Cárdenas James-Gray, sus padres y primos, la servidumbre casi en pleno, los padres y hermanos de Francisco Manuel, y, por fin, éste, que llegó con el brazo echado por los hombros de Elena, quien llevaba a Rita en brazos, ya terminada de vestir para el bautismo. Inexplicablemente, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón de plata, como si ése fuera su único asidero con la vida. Sus ojos se cruzaron con los de Francisco Manuel, en cuya tez acababa de instalarse un témpano de hielo; conturbado, todavía parecía más hermoso. Notó su lucha interior, sus desesperados intentos de imaginar una solución para lo que no la tenía. El padre de Elena, un rechoncho hombre de pelo ensortijado completamente blanco, de sonrisa afable pero de ojos de acero, ordenó con vozarrón de marinero a un lacayo: "Federico, coge la calesa y ve deprisa en busca de los guardias". Salió el hombre uniformado como la gente de los cuadros, y mientras tanto, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón, Francisco Manuel palidecía más y más y Elena encontraba el hilo invisible que unía en expresiones de entendimiento las miradas de los dos. Quiso engañarse a sí misma, creer que no, que en modo alguno se confirmaban los chismes que tanto habían ido a rondarle y tanto había desdeñado, pero Josefa, cuya expresión cenicienta parecía la de alguien en el umbral de la muerte, gimió: "Pacomani, por favor". Pacomani era el apelativo cariñoso de Francisco Manuel, que sólo los muy íntimos conocían además de sus padres y hermanos. Elena miró hacia su marido con indignación, esperando que él justificase el conocimiento del diminutivo familiar por parte de aquella miserable ladrona, pero él, como si emergiera de un mar proceloso donde hubiera estado a punto de ahogarse, sonrió seductoramente a su mujer, le echó el brazo por los hombros, la besó en el pómulo y dijo: "Vamos, mi adorada, no dejemos que este incidente nos amargue la celebración del bautismo de nuestra hija". Una hora más tarde, Josefa era conducida a la prevención y, dos días después, a la cárcel, donde murió el día que Paula cumplió los once años.

-Mi hija Rita –doña Elena parecía hablar para sí misma-, creció entre sedas y jazmines, y como es lógico acabó siendo una frívola de tomo y lomo. Ojalá que tu madre hubiera sido también mi hija. Y la habría querido como si lo fuera, si Francisco Manuel no hubiera sido tan insincero. ¡Dios mío! Pensar que perdió a su madre cuando tenía sólo once años. Paula fue una mujer excepcional, y además puso en el mundo a un muchacho como tú, que eres más excepcional todavía.
Mani se ruborizó. Miró al Templao de reojo, notando que disimulaba una sonrisa.
-Yo sí lo sabía –afirmó Rosario, la prima de doña Elena.
-¡Qué dices! –exclamó doña Elena.
-Y tú no te enteraste porque estabas completamente ciega por Francisco Manuel. Nunca quisiste darte cuenta de que era el muchacho más guapo de Málaga y que todas estaban locas por él; tanto, que se pasó por la piedra a la mitad. Hasta quiso tumbarme a mí.
-¡Rosario!
-Lo que yo te diga. Y, para ser sincera, no caí en sus brazos por respeto a ti. Pero él sí que lo intentó de veras.
-¡Madre mía! –la voz de doña Elena sonó a lamento.























IX
-Tú no te preocupes por mí –insistió el Templao.
Doña Elena había mandado entregarle una talega llena de embutidos, vino y pan.
-Tendría que irme contigo –declaró Mani.
-Ni se te ocurra. Con ella estarás bien. Aprovéchate.
-¿Dónde vas a ir?
-No lo sé, Mani. A lo mejor me quedo por la playa del Chafarino.
-¿Cómo sabré dónde encontrarte?
-No te preocupes más. Cuando tenga algo fijo, vendré a decírtelo. Pórtate bien y no seas tonto. Adiós.
Mani lo vio alejarse camino de la parte alta de la ciudad, dando un rodeo enorme por miedo a que alguien pudiera reconocerlo por el centro de, tan cerca del puerto. ¿Iban a tener que comportarse siempre con la misma precaución, como si fueran fugitivos de la justicia? Negó a su propio pensamiento. Málaga, la ciudad paradisíaca que ensalzaban los poetas, ¿podía haberse vuelto tan hostil? Recordó la naturalidad con que el obispo y otra gente importante visitaban a doña Elena en la destruida casa de la Caleta; bajo su amparo, estaría seguro. Pero ¿qué sería del Templao? Miró con profunda tristeza la ancha espalda que se distanciaba, como si se desvaneciera poco a poco en un pliegue imposible del tiempo; a la vez que su más querido amigo se disolvía en una esperanza que presentía vana, iba esfumándose una parte trascendental de su adolescencia. La dulzura del amor y la confianza luminosa de la amistad habían sido arrancadas de su corazón como las capas de una cebolla infame. Inma, su primer amor, y su hermano, el Templao, habían convulsionado su joven vida… y los había perdido. Porque por mucho que su corazón le pidiera correr tras el rastro del Templao, la cabeza le decía que eso no le convenía.
Volvió a la vivienda de la prima de doña Elena con la congoja de una nueva pérdida. A cada paso con mayor convicción, presentía que no vería más al Templao, por lo que respondió con un mohín la pregunta de doña Elena:
-¿Has fijado alguna cita con ese muchacho?
Debería haberlo hecho, se dijo. Tanto el Templao como él se habían encomendado al azar para volver a encontrarse. Quiso recriminarse el error, pero en lugar de ello frunció los labios con determinación.
-Están disponiéndome una habitación en un palacete que he alquilao en la Caleta –informó doña Elena-. Pediré que arreglen otra, al lado, para ti. Tendrás que vigilar por mí la reconstrucción de la casa, que va a comenzar mañana. También voy a necesitar que vayas al puerto, a revisar el estado de los barcos, a ver lo que puedan haber hecho esos salvajes; pero antes tienen que teñirte esta pelusilla que te han dejado, y hacerte un traje y todo lo demás, para que luzcas de acuerdo con tu categoría. Por la misma razón, pasao mañana tienes una cita con el alcalde, pa que te conozca y decirle de mi parte que el mes que viene iré a visitarlo. Se trata de que si alguien te reconoce, tenga la mar de claro que no podrá nada contra ti. Por la misma razón, te conseguiré una entrevista con el gobernador militar, al que le dirás que puede contar con los barcos por si necesitara algo. A continuación, cuando ya te hayas dado a conocer, de manera mu evidente, en los círculos del poder, será cuando vayas al puerto, donde tú serás desde ahora mi único representante. Tómate en serio el asunto y actúa en consecuencia, porque ésa es la vida que te doy.
Sucedía de manera nada solemne. La anciana había decidido prohijarlo en cierta medida, y ni siquiera había creído necesario discutir sobre ello. De modo espontáneo, el hijo de una bastarda de su marido se convertía en su apoderado. Mani escuchó las instrucciones mecánicamente, pero en seguida se estremeció. ¿A qué podía referirse doña Elena con lo de la categoría?
Tres días más tarde, se hizo la misma pregunta, junto a las conocidas jambas del portalón de la verja que había protegido el jardín de doña Elena. Nunca había visto tantos trabajadores afanándose al mismo tiempo en una sola casa, como si se dispusieran a construir un gran edificio.
Vio renacer la mansión como en una película pasada a cámara rápida. Iba cada día, lo que le hacía caminar sólo unos centenares de metros desde la casa que doña Elena había alquilado. A diario, sentía desconcierto porque no siempre había el mismo número de trabajadores. Con frecuencia, advertía que uno de ellos no lo había visto nunca; se trataba de sujetos que se sumaban a la cuadrilla como fantasmas que hubieran sido invocados, siempre andrajosos, barbudos y malcarados, y generalmente portando una pequeña manta jerezada al hombro. Después de notar tales irrupciones muchas veces, un día decidió espiar lo que hablaba uno de ellos con los albañiles habituales. Se alarmó tanto, que pasó varias noches de insomnio, sin decidir si debía comunicárselo a doña Elena o no:
-Nos mandan a los civiles un día sí y otro también, siempre procedentes de nuestros pueblos, porque así se aseguran de que nos reconocerám. Pero nosotros dominamos la serranía fenomenal; cantamos bandolaos o silbidos para avisarnos los unos a los otros de que llega un civil y entonces, nos escondemos y soltamos a las mulas que se conocen el camino de sobra; los civiles siguen persiguiéndolas a ellas, mientras nosotros nos ponemos a salvo.
No le cupieron dudas; se trataba de los famosos maquis que pululaban por todas las serranías de Málaga, que seguramente bajaban de vez en cujando para ganarse un jornal con el que sobrevivir. Aunque consideraba que su presencia en la obra podía ocasionar muchos problemas, siempre vencía su compasión por el hombre concreto y nunca se convencía a sí mismo de denunciarlo.
De todos modos, él siempre podía alegar ignorancia, porque no tenía por qué conocer a ninguno de los maquis e ignoraba los compromisos del constructor y lo que doña Elena hubiera hablado con él. Ella sólo le pedía a él un informe diario del avance de la obra, tanto de la casa como del invernadero y los demás elementos del jardín.
Mas resultaba sorprendente que, a veces, el número de obreros se doblara y no por la presencia subrepticia de maquis, sino por otra clase de personas con expresiones desesperadas; llegaban varios camiones de reparto, parecidos al que él había comandado durante la guerra, y se apeaba un gran número de apesadumbrados hombres, muchos con heridas y heterogéneas vestimentas predominantemente grises, que se sumaban a los albañiles con miradas sombrías, a las órdenes de unos sujetos que parecían sargentos de la legión; se afanaban mucho más que los obreros habituales.
Invariablemente, el ritmo de la obra daba un salto importante y repentino. Pero a pesar de su extrañeza, jamás preguntó a nadie si, como le decía un pálpito, podían ser prisioneros forzados a trabajar para un particular. Reprimió el pálpito y la pregunta, porque la intuición le decía que tales cosas podían perjudicarle.
Tampoco informó ni preguntó a doña Elenma sobre este asunto.
Su relación con la anciana había cambiado.
Ya no era aquella mimosa y extravagante señora que había entrado su vida inopinadamente, y acariciaba sus cejas y mejillas con un brillo húmedo de añoranza en los ojos. Ahora, lo trataba con la intimidad de un familiar cercano, como la abuela poderosa que no se plantea la menor duda de que su nieto y heredero cumpliría fielmente sus órdenes.

X
Mani iba a cumplir dieciséis años cuando anunciaron que la guerra había terminado; estaba en el puente de uno de los barcos atracados y escuchó que lo exclamaban en el muelle unos hombres entre vítores.
Paradójicamente, no sintió nada.
Tenía que ir dos o tres veces por semana al puerto, donde a su pesar se le instalaba un extraño vacío en el pecho. Recogía los manifiestos, respondía las preguntas de los capitanes, hacía las averiguaciones que doña Elena le encargaba y escuchaba las explicaciones con una extraña mezcla de pánico y añoranza. Pánico porque a pesar de que doña Elena le instruía con una extraña lucidez a despecho de su edad, creía entender cada día menos del negocio, lo que le producía enorme desazón. Añoranza porque suponía que el Templao debía de trabajar en el puerto, pero nunca conseguía verlo siquiera y doña Elena le advertía a diario de que no debía indagar abiertamente sobre gente de “esa clase”.
-Si te lo tropiezas, muy bien. Al fin y al cabo, habéis pasado mucho juntos, pero mis hombres o los de la junta no te respetarían como deben si descubrieran que tienes ese tipo de relaciones. Recuerda que tú eres el jefe. Tienes que aprender a cuidar tu posición.
¿Qué posición?, se pregunto Mani tratando de que la pregtunta no brotara en sus ojos. Antes de conseguir que el Templao lo aceptase a su lado, había tenido que recorrer un largo calvario de bromas, desdenes y burlas, porque Joaquín era desde siempre el muchacho más fuerte, más popular y más respetado del barrio, y él era sólo un niño cinco años menor al que nadie respetaba.
Evocó con un vacío en el pecho enorme la primera vez día que consiguió pasar una tarde junto al Templao, sintiéndose su igual.

Cuando salían a la calle Huerto de Monjas, el Templao preguntó:
-¿Pelas la pava con mi Inma?
-Eso quisiera yo... -respondió, de nuevo ruborizado.
-¿Cuántos años tienes?
-Once he cumplío.
-Tienes dos años menos que ella.
-Pos me llega por aquí -Mani señaló su oreja derecha.
-Que no te vea yo ponerle las manos encima, ¿eh?
-¡Que dices, Guaqui! Yo no ofendería a tu hermana ni que me mataran, y mucho menos siendo tú su hermano. Si no tuviera una pechá de motivos pa admirarte, además me estás haciendo este favor tan grande.
-No te estoy haciendo ningun favor, Mani. Hasta la hora que me vaya al taller, no tengo ná que hacer. Tú sí que me hiciste un favor anteanoche; a lo mejor no te diste cuenta, pero si aquellos hijoputas se hubieran liao a tiros, tú habrías sío el primero en caer por venir a avisarme. Los tienes de piedra y te debo la vida, Mani.
-Pero... a ti te respetan tanto, Guaqui; a mí me da una pelusa cuando veo que te hacen tanto la pelota. El Quini dice...
-Mira, Mani; al Quini, ni agua... ¿No te das cuenta de que está perdío del tó? Ya no sabe hacer namás que afanar, y ya viste lo que hizo la noche de los júas, cargarse a un guardia. Si no estuvieran las cosas como están, que los guardias no dan abasto con tantos asaltos y navajazos que hay tós los días, ya nos habrían llevao al barrio en pleno a la comisaría de vigilancia, pa sacarnos información sobre el escondite de ese majareta perdío. El Quini tiene el porvenir más negro que los calzoncillos blancos del borracho de su padre.
-Esta tarde, me ha ofrecío un negocio...
-¡Mani! ¿Has hablao otra vez con él? ¡Estás pa que te encierren! Ni lo escuches, ¿me oyes? Si se te acerca, dale una patá en el culo.
Holgaba pedirle consejo sobre la propuesta; ¡un jornal de cuatro duros diarios que se esfumaba! Bueno, a lo mejor podía convencer al Templao de que le ayudase en algo más repentino y mucho más productivo, sin tener que exponerse un día tras otro, sólo una vez. Llegados al final de calle Larios, Mani preparó el dinero para el tranvía. En el momento de subir, el Templao le dijo:
-Paga tú namás, Mani; yo iré de rondón en el tope.
-Mi madre me ha dao dinero.
-Pos guárdalo, que falta te hace.
Durante la tediosa marcha del tranvía a lo largo de unos tres kilómetros, Mani lo veía agazapado, para que el conductor no le descubriese; lamentó no continuar conversando con él todo el trayecto, porque precisamente el Templao, el líder de los muchachos del barrio, era el único de su edad que no se burlaba de él, le trataba como a un igual y le hacía sentir que había acabado su niñez por fin.
Llegados a la parada, y luego de preguntar a un vendedor de melones, recorrieron varias calles siguiendo sus indicaciones.
-Mira, también andan asaltando tiendas por este barrio tan tranquilo -el Templao señaló la puerta y escaparates rotos de un ultramarinos.
-Y por allí arriba, hay un chalet quemao -informó Mani.
-Yo tengo que pedirte también un favor, Mani.
-Larga.
-Tu hermano Paco... en fin. Es el tío más cojonúo del barrio y yo quiero me lleve a su célula.
Mani no tenía ni idea de lo que la palabra significaba. Por otro lado, le parecía de pronto que todas las consideraciones del Templao estaban motivadas por la pretensión de que le sirviera de intermediario ante su hermano. Tal idea le produjo decepción y enojo, pero consiguió liberarse de ambos sentimientos con la idea de que él también quería usar a Guaqui como intermediario ante Inma.

En la actuialidad, cuando ambos habían sufrido las peores calamidades y la vida y el tiempo les había conducido casi a la edad adulta, con el correspondiente dominio sobre el respectivo libre albedrío, se le decía que no le convenía la compañía del amigo que más habia querido en su vida. Se sintió extrañamente culpable por no rebelarse.
Los marinos, incluidos los capitanes, lo trataban con mucha deferencia y no daban muestras de reprocharle su juventud. Había ganado algo de peso, aunque continuaba muy flaco; pero su aspecto presentaba en conjunto enorme galanura, embutido en los trajes de rico paño que le confeccionaba a medida el sastre de calle Larios.
Bajó la mirada para contemplar a los hombres que se alejaban muelle adelante, festejando que la distante guerra hubiera acabado. Se pararon ante un grupo de arrumbadores que trabajaban ante uno de los almacenes y corearon varios vivas, mientras saltaban con júbilo y se pasaban botellas de vino.
Uno de los arrumbadores contempló con complacencia la silueta del elegante joven apoyado con garbo y displicencia en la borda de un barco cercano.
No tenía que forzar demasiado la vista para saber que era Mani. Todos los días le parecía que había crecido un poco más. Si ahora pudieran caminar medio abrazados, como lo habían hecho antaño tantas veces, era seguro que Mani sobrepasaría su altura lo menos en cinco o seis centímetros.
Le parecía natural que fuese objeto de tantas lisonjas. Le había perdido el miedo a que lo reconocieran los numerosos chivatos que pululaban por Málaga, y lucía su pelo normal, peinado cuidadosamente. Ya no era tan claro, pero nadie dudaría de que ese muchacho, tan apuesto y reservado, formaba parte de la más alta aristocracia de la ciudad. A pesar de la distancia desde la que siempre le observaba, resultaba notorio el respeto de todos; los nuevos carabineros, en realidad guardias civiles, lo saludaban marcialmente al pasar ante él o al ser llamados a su presencia. Sintió orgullo. El niño que más sinceramente le había confesado su admiración en el barrio, se había convertido en uno de los hombres más importantes de la ciudad. Conservaba en el ánimo rescoldos del fuego que encendió en su pecho, cinco años antes, el hecho de que Mani le confesara su admiración y afecto, siendo él mismo un muchacho tan digno de admiración y afecto. Su cariño por Mani no precisaba ser alimentado por el trato presente ni por sucesos actuales, porque era suficiente e imborrable el rastro de lo ocurrido en el pasado.
El Templao comprobó, una vez más, que Mani no lo reconocía a la distancia. Pero poseía la gallardía necesaria y la prudencia conveniente para presentir que no debía llevar la iniciativa de un saludo.
-Oye, estoy hecho polvo –comentó a su lado uno de los arrumbadores. ¿Y si vamos a pescadería, a tomarnos un café?
-Ahora, un café me caería como una piedra en la barriga, porque tengo un hambre…
-Joder, Guaqui, tú siempre pensando en la comía. Así estás, que pareces Primo Carnera.
El Templao sonrió. La mayoría de sus compañeros le apodaban “Primo Carnera” o “Paulino Uzcudun”, pero a él le parecían exageraciones. No era tan enorme como los famosos boxeadores ni había practicado jamás ninguna clase de deporte.
Nunca pedía permiso para abandonar el trabajo por un rato, porque ese tiempo se lo descontaban de la paga, de la que necesitaba hasta la última perra chica. Todos sus compañeros se tomaban algún receso de vez en cuando, pero él estaba obligado a resistir.









































SEGUNDA PARTE. Lucha de titanes
XI
-¿Es verdad que ha terminado la guerra?-preguntó el Chafarino.
El Templao no se había acostumbrado todavía a la evidencia de que el redero ciego permaneciera vivo, sobre todo al recordar la escena vivida desde la cabina del camión la noche de la desbandá, cuando Mani le obligó a ir a la playa a tratar de que el Chafarino les acompañase. El incendio de la choza había sido real, como el llanto desconsolado de Mani ante el cuerpo carbonizado que creía que era el de su amigo y mentor.
Hacía muchos meses ya que el Templao se dejara guiar por los chismes que hablaban de un anciano de la playa de La Isla, al que los espíritus habían exigido que abandonara su chamizo pocos minutos antes de que cayera una bomba que lo destruyó. Corrió a comprobar si la muerte había sido un espejismo y se encontró con la sonrisa sabia y el reconocimiento de siempre. El redero ciego lo reconoció al aproximarse, cokmo siempre, como si pudiera verlo y, en seguida, respondió sus impacientes preguntas igual que cuando le hablaba de los mitos que tanto le satisfacían, tras una somera referencia de lo ocurrido la noche de la desbandá, Ni siquiera había tenido el anciano tiempo de avisar al pescador que le acompañaba esa noche en la cena a base de espetones de sardinas. El Chafarino había ensordecido para lo que el pescador le contaba, porque oyó en su cabeza la voz del señor del mar, el divino Poseidón: “Abandona tu morada, y huye hacia las aguas donde vivo yo”. Había salido presuroso, mientras la bomba caía, achicharrando al pobre pescador, lo que retorció el corazón del Chafarino que, a causa del bramido del rebalaje, no consiguió hacerse oír por el muchacho que había llegado a buscarlo y lloraba equivocadamente su muerte.
-Eso dicen –respondió el Templao.
-Pues ahora nos tocará pagar a justos por pecadores. Ya lo verás.
-¿Qué quiere decir usted?
-¿Ya te has olvidado de lo que batallaron los malagueños durante esos siete meses republicanos? No sólo lucharon por la ciudad y se quitaron el pan de la boca para mantener el frente de Madrid. Es que fuisteis a defender con uñas y dientes las cinco provincias que rodean la nuestra. Los malagueños se hicieron notar en Puente Genil, La Roda, Gibraltar, Loja y muchos pueblos más. La ciudad se vació para surtir a los frentes, tanto los defendidos por malagueños como todos los demás de esta parte de España, y hasta el de Madrid. No sólo no os lo van a perdonar los rebeldes, sino que os lo harán pagar muy caro.
-Han destinao a Málaga a un tío mu poderoso, que lo apodan ya “Carnicerito de Málaga”. La gente habla de él como si fuera el diablo en persona. Dicen que tós los días manda fusilar lo menos a cien, porque sí, porque le sale de los cojones, sólo porque alguien le dice que eran republicanos; sin más; los juicios son pantomimas engañabobos. Y el alcalde Entrambasaguas no se moja por sus paisanos. ¡Qué se va a mojar!
-Y ahora que ha terminado la guerra, la cosa irá a peor… Ya ves que, en dos años, nadie se ha puesto a borrar los efectos de los bombardeos, los peores que sufrió ninguna ciudad durante la guerra, y eso que me cuentan que el centro es una exposición de ruinas. Y lo que te rondaré morena; el gobierno del enano gallego remoloneará decenios y decenios sin hacer nada por que Málaga recupere la belleza de antaño. No quieren que la población olvide el horror de la guerra, para que os amilanéis, para tener a los malagueños en un puño. ¿Has oído más sobre la cartilla de racionamiento?
-Se escuchan muchos comentarios, porque la hay en otros sitios; pero todavía ná de ná.
-Pues ve arreglando los papeles.
-A mí no me la darán.
-¿Por qué?
-Soy joven, útil y no tengo a nadie que mantener.
-No puede ser, hombre. No pueden ser tan malos como para dejar que jóvenes fuertes como tú se mueran de hambre. ¡Tienen que dártela!
-¡Qué va! La cosa está que arde. Según se murmura, hasta puede ser que me obliguen otra vez a ir al ejército.
-¡Acabáramos! Y ahora que la guerra ha terminado, la cosa sólo puede ir a peor para todos nosotros. Tienes que encontrar el modo de protegerte para que no te manden otra vez a África y antes de que a alguien le dé ahora por señalarte para que te manden a presidio. ¿Todavía no te decides a abordar a Mani?
El Templao titubeó.
-O sea, que no –ironizó el Chafarino-. ¿Qué temes, Joaquín?
-Me parece que a él no le conviene que lo vean en el muelle conmigo.
-¿Pero qué tontería es esa? Erais prácticamente hermanos.
-Sí, pero también éramos unos chaveas.
El anciano calló mientras reflexionaba con los labios apretados.
-En mi opinión, te equivocas.
-Eso es porque usted no puede verlo. Ahora es un tío poderoso, el más respetado en el puerto…
-Si es un niño todavía…
-Ya no parece un niño. Se ha puesto más alto que yo y tiene una pinta… ¡Un señorito del tó! Además, ronda mucho por el puerto aquel andoba de nuestro barrio, el Quini, que se está haciendo millonario y tó el mundo murmura en los muelles los porqués de esa riqueza. Siempre me saluda cuando pasa en su coche, con el que hace sus negocios raros por los barcos y los almacenes, y a veces hasta me invita a bocadillos o vino; o sea, que los carabineros y los compañeros me han visto con él. Por lo tanto, a Mani le perjudicaría que se supiera que también es amigo nuestro.
-¿Amigo? Si Mani tuviera de verdad esa clase de remilgos contigo, ya no podrías considerarlo amigo.
-Usted no sabe de la misa la media.
El Chafarino calló. Esa discusión la habían tenido ya muchas veces. Le sorprendía que un hombre tan valiente, realista y capaz fuera, a la vez, tan ingenuo. El Templao continuaba venerando a Mani como un héroe de leyenda, aunque habían dejado de hablarse más de dos años antes. Y no sólo no le reprochaba el desvío, sino que se apasionaba a diario justificándolo y defendiéndolo. Desde que se fuera a la legión para no comprometer a su familia tras castrar a aquel muchacho falangista, sabía que el Templao poseía una gallardía prodigiosa y una generosidad sin límites, pero esas virtudes tan emocionales obnubilaban su sentido práctico. Sería completamente lícito que se aprovechara de los poderes, la prosperidad y la influencia de Mani
-Aunque yo tendría que ira decirle que usted está vivo –añadió el Templao-, porque hay que ver lo que lloró creyendo que se había muerto.
-Bueno. Pues ya tienes un pretexto. Habla con él.
-Pero es que… no sé… A lo mejor le escribo una carta.
El Chafarino cabeceó. Él mismo debería hablar con Mani, para ayudarle a bajar de las nubes si era verdad que se había subido a ellas. Pero cómo hacer, si tanto el Templao como varios marineros de la playa comentaban cosas que le hacían pensar en alguien completamente inabordable, sobre todo en la exagerada situación de clasismo de los poderosos que se había instalado en la ciudad. Sintió nostalgia ácida del muchacho inteligentísimo que había llegado hasta él en un estado virginal de experiencias y conocimientos. Lamentó que Mani ya no fuese aquel niño de menos de doce años, tan desamparado y desconcertado. Tan hambriento de conocimientos. Si el personaje era tal como decía su fama, ahora debía de creerse por encima de todo aquello y no respetaría al viejo ciego que solicitaba audiencia con él. No le dedicaría ni un pensamiento.
Si Mani encajaba en el retrato que el pueblo describía, no sabía lo que estaba perdiéndose. El Templao era el cariño más fiel y generoso que tendría Mani en toda su vida. Jamás encontraría a nadie más leal. Jamás podría confiar más en otro. En realidad, al propio Chafarino le asombraba la dimensión inmensa de la discreta comprensión de Joaquín el Templao.
Los ratas del puerto, aquellos niños que pocos años antes rastreaban en el suelo la comida que se escapaba de los sacos arrumbados, peleando de modo salvaje, eran las personas del ambiente portuario que más habían cambiado. El Templao sentía crecer su asombro día a día. Casi todos los antiguos estibadores y arrumbadores continuaban haciendo lo mismo, igual que la mayoría de los marineros, prácticos y maquinistas, pero los ratas se acomodaban a las circunstancias de modo tan asombroso como Quini. Ellos habían progresado y, en cambio, los antiguos guardias de asalto ocultaban su pasado y se embozaban con los trabajos menos agradecidos. Muchos ratas eran ahora estraperlistas o contrabandistas prósperos, mientras que los guardias que no habían sabido buscarse la vida en otro sitio, acudían al puerto como eventuales, acechando las oportunidades de cubrir alguna falta, que siempre eran penosas.
Una mañana llegó Mani, en su lujoso coche, al pie de la pasarela de un barco. El chofer le abrió ceremoniosamente la puerta. Un antiguo rata, uno de los más violentos antaño, que trabajaba ahora de arrumbador junto al Templao, miró hacia Mani con ironía mientras comentaba:
-Míralo; cuando pienso que este mamarracho trabajó una vez de rata conmigo, me da una rabia… Ahora no conoce a nadie, pero cualquier día cogeré desprevenido a ese maricón de mierda y le aplastaré la cara.
-Antes, tendrías que pasar por mí –aseguró el Templao.
-Ah, claro, me había olvidado de que tú te lo follabas de niño…
No consiguió acabar la frase. Recibió un puñetazo en el estómago.
Inmediatamente, los trabajadores formaron un corro alrededor de los dos, murmurando “pelea, pelea”. El antiguo rata se puso a gritar de modo desaforado “Isidoro, Isidoro”, mientras trataba de parar el aluvión de golpes del Templao. Inesperadamente, éste recibió un mazazo en la cabeza propinado por el tal Isidoro, hermano de su contrincante. Fugazmente, el Templao se detuvo estupefacto, pero a continuación, enfurecido, comenzó a repartir golpes, empujones y patadas a los dos hermanos. El recién llegado había acudido con el tarugo que servía de tope a la puerta del almacén; estaba a punto de asestar un golpe mortal en la frente del Templao cuando sonó un disparo.
Los contrincantes se detuvieron y el corro abrió un pasillo, por donde avanzó Quini blandiendo su pistola.
-Guaqui –dijo-, métete en mi coche y vosotros, ni se os ocurra tratar de hacerle nada más, cobardes, que sois unos cobardes, peleando dos contra uno, mariconazos de mierda. Venga, Guaqui, vámonos.
Quini arrancó apresuradamente el coche y aceleró rumbo a la salida del puerto.
-Siempre he pensado que tendrías que ser boxeador –dijo.
-¡Tú has perdío el sentío!-protestó el Templao.
-En serio, Guaqui. Desde que éramos niños, sé de más que no te gustan las peleas, pero las dos o tres veces que te vi metido en faena, siempre aplastabas al que peleaba contigo. Y siempre me pareció inevitable que terminaras como boxeador -tras una pausa, continuó: -Ahora, me he metido con un socio en la organización de combates. Hazte boxeador… Si me hicieras caso, ganarías mucho dinero.
-¿Más que en el puerto?
-¡Digo!
-Pero ya soy muy viejo pa empezar. Quini.
-Tú no tienes que empezar como un niño que aspira a triunfar en los deportes. Tú eres ya un gran luchador de manera natural, sin saberlo y, además, tenemos la misma edad, veintiún años. No eres tan viejo. Si quisieras, te organizaría una pelea por el campeonato de España de los semipesados pa dentro de dos semanas.
-¡Tú no estás bien de la cabeza!
-Campeonato que ganarías, como que me llamo Quini. Porque tú pesas casi ochenta kilos, ¿no?
-Ahora me he quedao mu delgaillo. Peso setenta y siete.
-¿Delgaillo? Tú estás chalao. Seguro que en dos semanas de entrenamiento, aumentarás lo menos dos kilos. Te pondré el mejor entrenador de Málaga, que solamente tendrá que enseñarte algunos trucos, porque con lo que sabes de modo natural puedes noquear a cualquiera. Si respondes que sí, te anunciaremos esta misma tarde y pondremos mañana un anuncio mu grande en el periódico… Y ganarás, te doy mi palabra.
El Templao desvió la mirada hacia las calles que pasaban ante la ventanilla del coche. Desde la experiencia espantosa de la desbandá vivía en un soporífero estado de anestesia e indiferencia. No hacía cábalas sobre su futuro ni sentía ganas de luchar por él. Toda su vida, le había movido el afán de cubrir la ausencia de su padre, ocupar su lugar al frente de la familia y mantener dignamente a su madre y sus once hermanos. Habiendo muerto todos, carecía de impulsos. Curiosamente, la sugerencia de Quini le estaba obligando a reflexionar. ¿No debería luchar por sí mismo, por tener una vida algo mejor?
-Si perdiera… ¿cobraría algo?
-No mucho, Guaqui. Pero te juro por la madre que me parió que ganarás.
























XII
El gimnasio funcionaba en La Malagueta, cerca de la plaza de toros, y era un lugar muy lóbrego que olía espantosamente.
Pero para la ciudad arrasada, que el triunfador de la guerra denominaba “ciudad enemiga”, ese gimnasio era una de las mecas de la esperanza de una población donde a la esperanza no se le permitía señorear. Acudían jóvenes de todos los estamentos sociales y hasta de los barrios más distantes, en busca de la riqueza que auguraban los promotores, que abundaban como las aulagas del campo, porque era una actividad “decente” tras la que se parapetaban gran número de los nuevos ricos del contrabando y el estraperlo.
El Templao arrugó la nariz al entrar. El sitio era todavía más tétrico y maloliente que los corralones de su barrio. Según le había dicho Quini, debía preguntar por un hombre apodado “el tetúo”. Esperó unos minutos para que sus ojos se adaptasen a la umbría después de haber caminado junto a la playa deslumbrante.
Pero un hombre monstruoso acudió deprisa hacía él.
-¿Eres el recomendao del señor Enrique?
Antes de poder reaccionar ante el aspecto del sujeto, le proporcionaba un nuevo motivo de asombro, llamar “señor” a Quini. El hombre en camiseta era más bajo que él pero debía de pesar el doble; lo que más sobresalía era lo que sin duda había originado el apodo, la enormidad de sus pectorales, más grandes que los pechos de muchas mujeres. Sin pedirle permiso, palpó el torso y los bíceps del Templao.
-Es verdad lo que dice el señor Enrique. Vas a hacerte rico antes de que te des cuenta.
El Templao apretó los labios. Comulgaba fielmente con el dicho de que “ninguna riqueza repentina crece sin joder al prójimo”.
-Con que pueda comer como Dios manda, tendría bastante.
-Que no te quepa la menor duda. Te convertiré en campeón de Europa.
Empezó el entrenamiento inmediatamente. Acostumbrado a las extenuantes jornadas del puerto, nada de lo que hizo esa tarde le produjo el menor cansancio. Al despedirlo, el hombre apodado “Tetúo” le encargó:
-Dile a don Enrique que estaba en lo cierto.
De nuevo tardó unos segundos en comprender que se refería a Quini; no tenía expectativa de verlo hasta la mañana siguiente, cuando pasara conduciendo ante los almacenes del puerto; pero su coche le esperaba, parado a la puerta del gimnasio.
-¿Qué tal? -preguntó-. Sube, que te llevo.
-Eso no es ná –comentó el Templao-. Me canso más tó los días andando en busca de comía que con ese entrenamiento, que ni es entrenamiento ni ná. Sólo he tenío que darle puñetazos a un saco y una pelota y, pa acabarlo de arreglar, con guantes.
-Natural que no te cansa eso. Ya lo sabía yo de más. ¿Tienes algo que hacer ahora?
-Lo de toas las tardes. Buscar qué comer.
-No te preocupes por eso. Yo te invito. Necesito pedirte un favor.
Momentáneamente, el Templao se puso en guardia. Pensó que Quini deseaba cobrarse ya la oportunidad de convertirlo en boxeador, encargándole cualquier asunto oscuro relacionado con los trapicheos del puerto. Calló a la espera de lo que pudiera pedirle, dispuesto a responder que no y renunciar así a la recién emprendida carrera del boxeo.
Quini condujo por las pedregosas y polvorientas calles marineras de La Malagueta, parando a la vera de la playa, junto a un merendero.
-Cenaremos aquí. Como entavía es trempano, vamos a darnos unos lingotazos. Así tendrán tiempo de prepararte la comía que más te guste. ¿Qué quieres comer, cazuela de arroz?
-Pa serte sincero, lo que me comería con ganas es una berza.
-Eso está hecho.
Quini se retiró con un “hablaré con el dueño” y fue hacia la cocina. Había un incómodo torbellino en la mente del Templao. Llevaba toda su juventud rehusando implicarse en los delitos de Quini, que también había querido corromper a Mani, y ahora las circunstancias favorecían un nuevo intento. Tampoco iba a consentir; le diría que no sin titubeos y renunciaría al boxeo que, de todos modos, le había costado un gran esfuerzo aceptar. Pero antes de la negativa, esperaría a haber comido. En ese momento, comer era lo más importante.
-¿Sabes, Guaqui? -dijo Quini al sentarse de nuevo a su lado-. Ahora soy amigo íntimo de muchos de los señoritos que tanto nos humillaban hace tres o cuatro años. Y como en toas las circunstancias, muchos de ellos me deben favores, pero también yo les debo favores a ellos. ¿Comprendes?
-No.
Quini miró fijamente a su amigo, por encima del vaso de vino Quitapenas que estaba bebiendo.
-Joé, Guaqui, así nunca vas a prosperar. La vida es así. Hoy por ti y mañana por mí, ¿no te das cuenta?
-La verdad es que no –el Templao se regodeaba ante los titubeos de Quini, porque necesitaba ganar tiempo a fin de comer antes de responder que no a la propuesta, consistiera en lo que consistiese.
-¿Tienes novia?
-¿A qué viene eso?
-Es para asegurarme de que esta noche no tienes prisa ninguna. ¿Seguro que no te espera nadie?
-No, qué va. Duermo encima de un saco en el portal de una tía mía, que vive en La Trinidad. Eso es lo único que tengo que hacer, pillar el portalón abierto.
-Habérmelo dicho, hombre. Para que puedas ganar el campeonato de España, tienes que descansar bien. Mañana mismo te conseguiré un sitio cómodo donde dormir.
-Ya veremos.
-Te noto un poco raro.
-No, qué va. No es ná.
Quini calló al tiempo que desviaba la mirada hacia el rumoroso rebalaje. Le iba a costar mucho conseguir que el Templao hiciera lo que necesitaba que hiciese esa noche, pero no tenía más remedio que intentarlo si no quería meterse en problemas. Debía encandilarlo previamente.
-Uno de mis socios es dueño de varias casitas en El Palo. Sé que dos de ellas están vacías. Mañana le pediré las llaves de una, para ti. Te va a gustar. Está a dos pasos de la playa. Además, al llevarte las llaves al puerto, te adelantaré dos mil pesetas pa que compres muebles y comía.
El Templao no cambió su determinación de responder que no, aunque solamente después de haber empezado a dar cuenta del plato de berza, pero notó que dudaba más a cada momento que iba pasando. Su vida era demasiado difícil. Quini había dicho “te adelantaré”; ¿tan seguro era que podría ganar dinero con el boxeo? ¿Y si trataba de darle largas con lo que quisiera, mientras disfrutaba todo lo que pudiera?
Durante una hora, Quini no volvió a hablar de encargos ni favores. Conversaron de trivialidades, morosamente, y el Templao se negó a seguir el ritmo bebedor de su amigo, porque se sentía tan hambriento que temía que dos o tres vasos de vino le causaran muy fuerte embriaguez. Par eludir las reiteradas invitaciones a brindar, miraba constantemente hacia el mar, tratando del oír el leve rumor de las olas sobre el trajín del merendero. Brillaba la luna reflejada en el agua casi inmóvil, pero no tanto que no sonaran los bandazos de las esteras del cercano balneario Apolo, esteras tejidas de esparto, colgadas en grandes armazones de mástiles clavados en la arena del rompeolas, que separaban a los hombres y mujeres durante el baño. A pesar de encontrarse sólo a mediados de la primavera, con la nueva moda de bañarse únicamente por motivos lúdicos las playas se llenaban algunos días
Por fin aparecieron el dueño del merendero y el cocinero, portando entre ambos una olla grande casi llena de berza, que habían improvisado usando como base un puchero del día anterior. Su expresión era triunfal, ya que muy pocos merenderos de La Malagueta serían capaces de servir una berza de improviso. El Templao los vio depositar la olla en la mesa, mientras se le alborotaban los jugos gástricos. Se sirvió un plato rebosante y comenzó a comer apresuradamente, sin preocuparse por lo que hicieran los demás.
Quini sonrió. En pocos minutos, le hablaría del encargo.
Pero no acababa de decidirse. Suponía que esa noche iba a producirse un cambio importante en su relación con el Templao, cambio que temía porque realmente esperaba mucho de lo que pudiera hacer en el boxeo. O se apartaba de él para siempre, o se convertían en íntimos y cómplices.
Sintió que necesitaba prodigarle los halagos.
-No te creas que esto del boxeo te lo he propuesto por casualidad, porque te vi pelear con los antiguos ratas. Hace un montón de tiempo que lo pienso y debería habértelo propuesto antes. Desde niño, siempre supe que eres el gachó con más poder que nunca he visto. O sea, que no sólo te sirven los músculos pa encandilar a las gachís, sino que es seguro que podrás comer de ellos.
El Templao lo miró por encima de su cuchara, pero calló y continuó comiendo con avidez.
-Por si no lo sabes-continuó Quini-, hay muchas gachís de postin que me han dicho montones de veces que les gustaría tener una aventura contigo. Y asómbrate; también me lo han dicho algunos gachós que venían por casualidad conmigo en el coche, por negocios.
Joaquín el Templao suspendió un instante la cuchara ante su boca, pero la pausa fue muy breve. Inmediatamente, continuó hasta agotar el que ya era su segundo plato de berza.
-Ya ves, Guaqui, que tó el mundo se vuelve majara por ti. Por eso es que se me ha ocurrío pedirte este favor. Verás…
Ahora sí, el Templao se detuvo; apoyó las manos a ambos lado del plato y miró fijamente a los ojos de Quini. Había llegado el momento.
















XIII
Quini y el Templao cenaban en un merendero de La Malagueta. En realidad, era el Templao quien comía, ya que Quini no había probado la berza, de la que les habían presentado una olla muy grande, suficiente para una familia numerosa.
-El favor que necesito de ti es muy simple y no va a costarte na –dijo Quini-. Hay un amigo mío que es uno de los sujetos más influyentes de Málaga en la actualidad; es el dueño de la tienda de música más grande. Ya es un hombre mu mayor y nunca se ha casado; o sea, que está solo. Pa distraerse y no angustiarse con la soledad, organiza fiestas en su casa, a las que invita a parejas de gente joven simplemente porque disfruta viendo a la juventud divertirse.
-Y eso, ¿qué tiene que ver conmigo? Yo no tengo pareja.
-Ahí está el detalle. Es que me ha mandao un recao hace un par de horas, diciéndome que uno de los muchachos no va a poder asistir y pidiéndome que le busque uno. Por la pareja no te preocupes, porque habrá una muchacha esperándote en la fiesta. Una que es guapísima y que te va a encantar.
El Templao llevaba dos horas esperando la petición de hacer algo que rozara lo delictivo. Le pareció que ir a una fiesta no podía comprometerle.
-Está bien, Quini, iré a esa fiesta. Pero no de orvíes de que me levanto a la seis pa ir a eslomarme en el puerto. No puedo quedarme más tarde de las doce.
-Si te apetece, puedes dejar de arrumbar en el puerto.
-¿Y cómo me ganaría la vía?
-Con el boxeo. De momento, yo podría ir adelantándote algo.
-¿Depender de tus favores, Quini? No, gracias. A mí, déjame que me las busque como Dios me dé a entender. Si llegan pesetas con el boxeo, estupendo. Pero no voy a ponerme a vender el pescao que no he pescao todavía. Ni pensarlo. ¿Dónde tengo que ir pa la fiesta esa?
Quini le indicó un palacete en una calle paralela y bastante cercana a la casa de doña Elena la de los barcos, ya reconstruida. El Templao no pudo evitar preguntarse si se daría la casualidad de que Mani fuese invitado también.
El propio Quini le acompañó en su coche hasta cerca del palacete, pero no llegó a aparcar a la puerta, lo que asombró al Templao.
-Mira allí, es aquel caserón tan iluminao. Tú llega y entra sin más, porque como ves la puerta está abierta. Si alguien te preguntara algo, busca a un tal don Ernesto y dile que vas de parte mía.
Mientras subía la escalinata, el Templao se miró la ropa. Aunque había tomado una ducha en el gimnasio, entre tiritones porque el agua salía muy fría, vestía lo mismo con lo que había trabajado en el puerto. Lo sentía todo casi almidonado por la roña y el sudor ya seco. Al entrar, vio a una mujer sentada muy cerca de la puerta; bastante maquillada al estilo de las actrices de las películas, vestía un vestido rojo tan corto, que se le veían los muslos hasta la mitad. Ella lo miró con una especie rara de reconocimiento.
-¿Eres el que manda don Enrique? –preguntó.
Tras una corta vacilación, el Templao asintió con la cabeza.
-Estaba esperándote. Ven.
Lo agarró del brazo y prácticamente lo empujó hacia la trasera del caserón, haciéndole trasponer una cristalera por donde salieron una terraza abierta sobre el jardín. Una orquestina tocaba desafinadamente al lado de la balaustrada lateral, mientras varias parejas bailaban abajo, en una pequeña glorieta que rodeaba una fuente; las mujeres llamaron la atención del Templao por sus elegantes atuendos y sus cuidados peinados y maquillaje, mientras que los hombres, algunos demasiado jóvenes, vestían humildes y ajadas ropas de obreros. En lo alto de la terraza, un nutrido grupo comía, de pie, ensaladilla de bacalao con naranjas, ensaladilla de pimientos asados con anchoas y pescado frito muy variado; boquerones chanquetes, chopitos, pintarroja adobada, calamares, jibias y revoltillo de bolicheros, servido todo en grandes bandejas sobre una mesa enorme pero sencilla, con aspecto de improvisada.
-Mira qué abundancia tan rica –dijo la mujer al Templao-. Puedes comer hasta hartarte si quieres.
-Ya he cenao. ¿Cómo te llamas?
-Como tú quieras. Si te apetece, llámame Viky. ¿Cómo te llamas tú?
-Joaquín.
-Vaya, qué casualidad. Po esta noche voy a ser tu santa Ana.
El Templao no entendió la broma. La mujer le intimidaba por su fino vestido de seda carmín, el pronunciado escote, los labios perfilados de lápiz escarlata y el perfume, que parecía caro.
-Mira ése que ha llegao –dijo Viky.
-¿El renco? – no lo conozco.
-Es uno de los falangistas que más mandan. Antes de irte, deberías tratar de congraciarte con él.
-¿Yo? ¿Pa qué?
-Pero… ¡chiquillo! ¿Es que todavía no te has enterao de lo que pasa? Si a ese fulano se le antoja, podrías conseguir el trabajo que te diera la gana y, además, te facilitaría conseguir tó lo que se te antoje.
-Ha tirao patrás en seguía, namás que ha dao un vistazo y ni ha acabao de salir a la terraza. ¿Cómo iba yo a hablar con él?
-Cuando te manden a llamar. Ya lo verás. Podrás hablar con él y con un montón de gachós importantes de Málaga; algunos de los más ricos y poderosos, sobre tó los de más edad
-¿Me van a llamar?
-Nos mandarán a llamar a los dos, cuando nos toque.
-¿Cuándo nos toque? ¿Qué tiene que tocarnos?
Tras una corta vacilación, ella preguntó sin disimular su estupor.
-Tú no sabes a lo que has venío, ¿no?
-Yo me dedico al boxeo.
-Ya lo sé. Me lo dijeron a mediodía, cuando me mandaron llamar.
-¿A mediodía? Yo no he consentío en venir hasta hace un rato.
-¿Así que no sabes ná?
-No te entiendo.
Viky sonrió enigmáticamente.
-Ya te enterarás, Joaquín. ¡Vaya cositas que tiene don Enrique!
La muchacha continuó sonriendo con expresión muy irónica; el Templao notó que no quería seguir poniéndole en antecedentes. En pocos minutos, advirtió que varios hombres mayores se asomaban a la cristalera sin salir del todo a la terraza, como no si quisieran que se les viera la cara, y en seguida se echaban para atrás, perdiéndolos de vista. Ella inició el descenso de la escalinata, que conducía a la glorieta llena de bailarines, como si quisiera desentenderse de sus preguntas mudas.
-Oye, tú –el Templao trató de no subir el tono de voz mientras la agarraba del brazo, intentando sin resultado que no llegase a la glorieta que servía de pista de baile-. Acaba de contarme pa qué van a llamarnos.
Viky estiró el cuello como si buscara a alguien y dijo:
-Vamos a bailar.
La muchacha se pegó al Templao antes de que éste tuviera tiempo de aceptar la invitación o negarse. Era un cuerpo cálido y olía muy bien. El deseo repentino venció el desconcierto, y el Templao transigió.
De música, sus aficiones no pasaban de los verdiales y alguna canción española. No sabía de ritmos de baile, más que lo que oía comentar ocasionalmente. No se daba cuenta de que los músicos de la orquestina desafinaban muchísimo, pero le pareció reconocer una de las composiciones de moda, que sus compañeros del puerto llamaban “swing”. Aunque Viky intentaba seguir el ritmo, él no conseguía evitar pisarla. Ella lo miró escrutadora y, como si quisiera que él no volviera a hacerle preguntas, se abrazó a su cuello y lo besó con intensa pasión.
El Templao no recordaba cuándo había besado a una mujer la última vez. Como un torrente, sintió que le recorría la espalda una corriente de alto voltaje, sus vellos se erizaron y su entrepierna ardió con voluntad propia; cuanto más sorbía aquellos labios, más ganas de sorberlos tenía.
Bailaron sin despegarse y sin apenas marcar los ritmos durante cerca de media hora. Aunque su arrebato estaba obligándoles a representar lo que era, prácticamente, un acto sexual en público, nadie los miraba. Las demás parejas que llenaban la glorieta danzaban con despreocupación. El Templao comenzó a sentir que, en pocos minutos, tendría que correr a un aseo para limpiarse, pero un toque en su hombro derecho enfrió momentáneamente el ardor.
-Venga, podéis subir –dijo un hombre de mediana edad, con aspecto patibulario-. Os están llamando arriba.
Sin decir nada, Viky tomó al Templao de la mano y subió la escalinata deprisa. Sin soltarle, entraron al salón y Joaquín fue conducido hacia un vestíbulo interior, que la muchacha daba muestras de conocer bien. Ella dijo:
-En cuanto entremos, bájate los pantalones y échate en la cama. Déjame hacer a mí.
El Templao no tuvo ocasión de comentar nada ni protestar. Ella abrió la puerta y lo empujó encima de una cama muy grande.
El muchacho cayó de espaldas sobre la perfumada sábana. Antes de que Viky se echara sobre él, descubrió que once hombres mayores y trajeados rodeaban la cama, como si se dispusieran a asistir a un espectáculo. A pesar del desconcierto y la rabia, y la decisión de huir de la habitación, bastó un roce de Viky para que olvidara los meses de abstinencia. El ardor y la fuerza de la erupción fueron premiados con un aplauso y varios “bravos. El Templao echó a un lado a Viky y, de un salto, corrió hacia la salida mientras se subía el pantalón.
Dudó durante toda la mañana si asistir la siguiente tarde al entrenamiento en el gimnasio; al final fue, aunque temía encontrarse con Quini después de lo sucedido la noche anterior, que no acababa de entender. Se afanó más que nunca, sudando hasta sentir los chorros de sudor bajando por sus piernas. El Tetúo le recomendó “calma, que te estás reventando”, pero no hizo caso. Aunque el agua salía muy fría, se detuvo largos minutos en la ducha, para retardar la salida. Como temía, Quini y su coche estaban esperándolo en la puerta. Nada más sentarse a su lado, Quini le puso un billete de veinte duros en la mano.
-¿Qué es ésto? – preguntó.
-Lo que te ganaste anoche. Don Ernesto me ha encargao que vayas a la próxima fiesta sin falta; será el martes.
-¡Tú has perdío la chaveta! ¿Sabes lo que pasó allí?
-¡Y tanto! Esta mañana, eras uno los tíos más populares de Málaga en muchos despachos importantes. Están deseando verte de nuevo, y van a ir muchos más cuando estén seguros de que tú participarás.
-¿Quiénes eran esos gachós?
Quini relacionó una lista de nombres, que el Templao no hubiera reconocido de no ser porque a continuación de cada uno citaba el cargo o la posición social.
-Eso no se hace, Quini. Me has vendío, como Judas. En resumidas cuentas, me has hecho portarme como un puto.
-No exageres, Guaqui. ¿Es que no te lo pasaste bien con la Viky?
-Una pechá. Pero esos degeneraos…
-No son degeneraos, Guaqui. Sólo son hombres aburríos.
-Que les gusta ver a otros gachós correrse, porque ellos no pueden…
-¡Más o menos! Pero eso no es na malo, ¿verdad? Son amigos que se reúnen de vez en cuando, pa darse un homenaje. Las fiestas las organiza don Ernesto, pero las pagan entre tós; los gastos y las gachís…
-¿Las gachís?
-¡Claro, majareta! ¿Es que no te diste cuenta? Toas las mujeres eran prostitutas; eso sí, de las más caras.
-¿Viky también?
-Natural.
El Templao miró adelante a través del parabrisas. Había soñado con Viky varias veces, durante toda la noche. ¿Qué iba a hacer?
-Mira, Quini. No te doy un tortazo, porque nos conocemos desde que éramos chaveas, pero conmigo no cuentes pa esas marranás. Ya no iré más al gimnasio.
Muy alarmado, Quini paró el vehículo y volvió la cara hacia Joaquín.
-Déjate de majaretás… Está bien, si no quieres ir a más fiestas, trataré de justificarte, pero el boxeo no puedes dejarlo ahora, porque ya está tó organizao para el campeonato del domingo de la semana que viene.
Más allá del perfil de Quini, el Templao vio pasar el coche de Mani. Como todavía no tenía edad de conducir, lo hacía el chofer uniformado de siempre. Sintió confusión al pensar que a lo mejor facilitaba el boxeo un nuevo acercamiento al muchacho que ya nadie llamaba “el Rubio”. Y aunque su razón le decía que era una locura, sentía ganas apremiantes de estar de nuevo con Viky, lo que sólo sería posible si no renunciaba a la posibilidad que el boxeo pudiera brindarle.
Mani aguardó que el chofer le abriera la puerta, lo que le producía desazón, pero doña Elena le había advertido en múltiples ocasiones de que no renunciara a “ese reconocimiento de tu posición”, y podía estar observándolo desde su gabinete, a través de la ventana con las venecianas entornadas. La casa reproducía meticulosamente la que había sido destruida, así como los muebles y elementos de decoración, a excepción de las maquetas de barcos que antaño colgaban del techo por todas las habitaciones. Todos los días le pedía doña Elena que “lleva los ojos bien abiertos, por si vieras maquetas de barcos por ahí, y las compras”.
-¿Ha llegado el Santa Paula? –preguntó Elena.
-Sí –respondió Mani-. Hasta arriba de almagra.
-Estupendo. Mañana, ve de nuevo al puerto y vigila que no vayan a darte la bacalá con los manifiestos.
-Ya los he revisao. Tó está bien.
-Eres un sol.



























XIV
Seguía siendo un adolescente.
Las circunstancias le habían obligado a comportarse como un adulto desde aquella escena en la Cortina del Muelle, cuando ajustició al comandante de la rebelión militar. A partir de entonces, los problemas familiares primero y las encomiendas de su hermano Paco después, le habían obligado a aparentar una madurez que dentro de sí le causaba más inseguridad de la que deseaba reconocer. Inseguridad que la compañía del Templao conseguía atemperar.
Pero ahora, esa madurez fingida había dejado de ser una especie de juego de muchachos de barrio; Elena Viana-Cárdenas James-Grey lo había convertido en jefe virtual de un negocio que era una de las señas de identidad más importantes y trascendentales de la ciudad. Todos los días le llelgaban invitaciones para toda clase de actos y celebraciones, y sabía que no le invitaban a otros muchos a causa de su edad, sobre todo porque todavía no podía ser considerado candidato a casadero, a pesar que ya se había convertido en un clamor el comentario de que pronto sería el mejor partido de Málaga. Tampoco conseguía dejar de sentirse incómodo al vestirse cada mañana. Lo que más se le resistía era la corbata, que todavía no anudaba con soltura a pesar de las muchas lecciones recibidas de doña Elena.
Sentía desconcierto y angustia, por lo que evocaba cada día las charlas con el Chafarino, aquellas lecciones de vida que antaño recibiera del marengo ciego, cuya muerte había llorado tanto. No tenía con quien comentar sus vacilaciones e inseguridades, y al Templao, vetado por doña Elena al principio, ya no se atrevía a tratar de buscarlo porque sospechaba que le reprocharía el desvío.
Atravesó el jardín y caminó intentando que no reflejara su cara la vergüenza que le producía la actitud del chofer, que lo esperaba respetuosamente, sujetando la puerta abierta gorra en mano.
-¿Al puerto?
Mani asintió al reflejo en el espejo retrovisor.
Observó distraídamente el tranvía al adelantarlo; sintió una punzada en el ánimo, porque sus recuerdos asociaban el tranvía con el Templao.
-Han cogido a otro rojo –dijo el chofer.
-¿A quién?
-Uno que lo tenía escondío su familia en un falso techo, medio emparedao. Cuentan y no acaban. En estos dos años, lo menos son mil los que han sacao a la fuerza de escondites parecíos. Boquetes en las paredes, pozos, sótanos… No sé cómo pueden sobrevivir así. Es que los rojos, ya se sabe…
El chofer cabeceó mientras buscaba la aprobación de Mani a través del espejo. Éste desvió la mirada; cuando oía tales comentarios sentía incomodidad al suponer que muchos de sus antiguos vecinos del barrio estarían en esa situación y que, de no haber muerto, sus hermanos también se esconderían.
-Además –continuó el chofer-, dicen que los Montes y la Serranía de Ronda están minaos de rojos fugitivos. ¿A que vamos a seguir la guerra por aquí?
Mani se estremeció. Ansió que el chofer dejara de hablar de tales cosas. Para cambiar de tema, p`reguntó:
-Doña Elena comenta tó los días que estoy mu delgaíllo y me aconseja que vaya a un gimnasio. ¿Conoce usted alguno?
-Una pila. Hay uno ahí delante, cerca de la plaza de La Malagueta.
-Pare usted un momento allí.
Mani se apeó sin dar tiempo a que llegase el chofer a abrirle la puerta, porque no quería que nadie del gimnasio se formase una opinión de él que detestaba. Entró con paso resuelto, pero en seguida se detuvo para que sus ojos se adaptasen a la semi penumbra. La instalación era muy tétrica y había pocos hombres. Uno de ellos acudió con pasos apresurados a pesar de su gordura. Sus pechos parecían los de una mujer muy obesa.
-¿Quieres boxear o vienes a ver? –preguntó el gordo.
-Yo… ¿Es un gimnasio pa boxeadores?
-¡Digo!
-Me han informao mal –explicó Mani-. Disculpe usted. Adiós.
Una vez en la calle, y antes de volver al coche, se reprochó a sí mismo por haberse escandalizado a causa de la lobreguez del lugar y la apariencia de los hombres que lo ocupaban, lugar y gente mucho más semejante a cuanto había conocido toda su vida que lo cotidiano de ahora. ¿Tanto le había cambiado la convivencia con doña Elena y todo lo demás? Su reacción había sido espontánea, lo mismo que el alzamiento asqueado del labio y la arruga de la nariz.
¿Qué le ocurría?
Todo estaba sucediendo de un modo tan natural, que no advertía los matices cambiantes de sus opiniones y sentimientos. Al principio, había estado tan absorto en la tarea de cumplir con eficacia las exigencias de doña Elena, que no se dio cuenta de que estaba adaptándose a cuanto se iba convirtiendo en habitual. La nueva mansión, que fue alzándose gracias a las prisas de unos constructores que obedecían sus órdenes rigurosamente; más adelante, la sumisión de los capitanes de los barcos, que llegaban a llevarse maquinalmente la mano a la frente, a modo de saludo marcial; la sirvientas, que le llamaba “don Manuel”; la deferencia lisonjera de toda la gente que trataba en cualquiera que fuese el lugar, gente que no sospechaba que le conociera. Al principio con timidez y luego con naturalidad, había ido adaptando involuntariamente su pose y sus actitudes a las circunstancias.
Ya no le sorprendía que tantos desconocidos le saludaran obsequiosamente por la calle ni que los camareros acudieran a servirle de modo precipitado en cuanto se acercaba a cualquier café del centro. También había dejado de sobresaltarse cada vez que le decían “eres el vivo retrato de tu abuelo”.
-El presidente de la junta del puerto ha mandao decirle que, por favor, vaya a visitarlo en su despacho –le dijo el guardia civil de la entrada a los muelles, bajando la cabeza hacia la ventanilla del coche al tiempo que lo saludaba.
Para no exteriorizar su inquietud, no quiso comentar nada con el chofer, mientras se dirigían al edificio donde permaneciera refugiado con su familia, toda una noche, antes de huir en la desbandá. Los muelles habían perdido la animación de antaño; hasta los marineros con fama de borrachos pendencieros parecían circunspectos; ahora era impensable que permitieran pulular a aquellos niños apodados “ratas”, dedicados a recoger los alimentos derramados de los rotos en los sacos portados por los arrumbadores. Todo el puerto reflejaba el desánimo de la ciudad taciturna en que se había convertido Málaga; reprimió la añoranza del bullicio de cuatro años antes, porque no le parecía conveniente tal sentimiento.
-El despacho nuevo del presidente de la junta es arriba, a la derecha –le indicó el chofer tras estacionar a la puerta del edificio recién remodelado.
El hombre de ademanes autoritarios era una de las pocas personas que continuaban tuteándole; pero a pesar de la camaradería que fingía, ese hombre de voz chillona y rasgada, y acento foráneo, le desagradaba mucho.
-Me ha encargado mi señora, con mucho empeño, que te invite a la inauguración del instituto oceanográfico de Málaga. Es mañana a las once y media de la mañana. No te olvides.
Sondeó su mente en busca de un pretexto para negarse, pero no se le ocurrió ninguno.
-¿Que te ha invitado él personalmente? –se admiró doña Elena-. Me imagino lo que pretende. Trata de que te emparejes con el callo de su hija, que tiene dos años más que tú y nació soltera. O a lo mejor quiere convencerte de que donemos dinero pa cualquiera de sus extravagantes y disparatadas iniciativas a favor de los “necesitados”. No te dejes camelar.
Mani dedicó la mayor parte de la tarde a tratar de imaginar un asunto impostergable que atender a la mañana siguiente, a fin de disponer de una excusa para no asistir al acto. Durmió con incomodidad y sólo encontró una excusa satisfactoria poco después de despertar.
-Doña Elena manda decirle que vaya a hablar con ella, al gabinete –le dijo el ama de llaves.
Se trataba de un hecho que se producía con cierta frecuencia cuando bajaba a desayunar, por lo que no le asombró.
-Deja que examine lo que te has puesto –le dijo la anciana a modo de saludo-. Bien, estás de fábula. Hazme un favor; antes de ir al puerto, ve a casa de los Von Deer, que Pilita se ha empeñao en ir contigo a la fiesta, ya que su madre quiere que almuerces con ellos. Así que ya sabes, te quedas en esa inauguración lo indispensable pa cumplir y te disculpas, antes de que vayan a darte sablazos, con el pretexto de que te esperan a comer.
En buena medida, atender la invitación de los Von Deer lo ponía en la misma situación que trataba de evitar: exponerse a que una muchacha intentase comprometerlo para una relación pactada. Pero a Pilita Von Deer la conocía bien y tenía cierto grado de amistad y confianza con ella; y, por lo tanto, podría desencantarla o disuadirla al menor síntoma de que albergase tal propósito. A la hija del presidente de la junta del puerto ni la conocía.
-Todavía ha llegado muy poca gente –dijo el chofer cerca del edificio del centro oceanográfico-. ¿Doy una vuelta pa hacer tiempo?
-Sí –respondió Pilita, anticipándose a Mani-. ¿No te parece, Manuel? Ya te avisé de que era una tontería ser puntuales. En Málaga nadie lo es.
Efectivamente, Mani había descubierto hacía tiempo de que las horas de las citas había que considerarlas muy relativamente. Nadie hallaba elegante llegar con menos de media hora de retraso, por lo que todo el mundo convocaba sus invitaciones hasta una hora antes de aquélla a la que realmente deseaba que comenzasen las fiestas.
-Bueno… -comentó Pilita cuando volvieron a aproximarse al puerto- Mira, ya hay suficientes coches. Ya podemos hacer acto de presencia… ¡justo a tiempo pa que entremos a saludar y nos vayamos corriendo a comer!
Andando detrás de ella, Mani admiró como de costumbre la elegancia alada de los andares de Pilita. Era más rubia que él; su fisonomía revelaba con claridad el origen ancestral de su familia. Pero le intimidaba.
El edificio dedicaba una de sus dos salas a una heterogénea exposición de artilugios marinos y un pequeño acuario. La pomposidad anunciada del nombre se quedaba en tan modesta realidad, pero los asistentes fueron desfilando frente al presidente, felicitándolo con mucho entusiasmo y halagos.
-Hay que ver lo hipócritas que son –comentó Pilita al oído de Mani-. Y eso que muchos de esos fulanos son la mar de poderosos, y venga hacerle la pelota; como dicen que es hermano de un ministro... Me revienta las tripas. Mira allí, Ernesto el de la música. La gente habla y no para de sus aficiones, que parece que le va el pescado mucho más que la carne, y míralo, el obispo se lo quiere comer a besos.
-¿Le gusta más el pescao que la carne? –preguntó Mani con desconcierto.
-¡Claro! Todo el mundo sabe que organiza ballets rosados en su casa, donde todos los santos varones de Málaga se matan por asistir. Dicen que hacen orgías guarrísimas, delante de los mirones que pagan.
-¿Y dónde pones el pescao?
-Es que dicen que quiere meterse en los pantalones de todos los obreros de Málaga.
-¡No me digas!
-Y tanto. Lo bueno de Ernesto es que no trata de que la gente crea otra cosa. No se ha casado para apantallar ni anda dándose golpes de pecho. Pero si te contara la pila de maridos “fieles y respetables” que van a sus fiestas…
Como una ráfaga, la mente de Mani se llenó de escenas protagonizadas por sus hermanos y vecinos y, sobre todo, por el Templao. Añoraba la sencillez de aquella vida, cuando no sentía que debiera defenderse más que de quien quisiera pelear a golpes. En la vida de la Caleta todo tenía dobles y triples significados. Había que ser muy cuidadoso para no tropezar con las zancadillas y era indispensable blindarse contra las lisonjas interesadas.
-Mis hombres hablan y no acaban de tus habilidades –dijo a su lado el presidente de la junta, inesperadamente.
Mani se encogió de hombros. Tenía que evitar que ese hombre le hablase de sus verdaderos propósitos. Tocó la cadera de Pilita.
-Oh, Mani –dijo la muchacha-. Se nos ha hecho tarde. Mira la hora, llevan mucho rato esperándonos ya.
-Disculpe –dijo Mani al presidente-. Debemos irnos.
-Está bien, hombre. Pero te agradecería muchísimo si vinieras a visitarme cualquier día, antes de una semana.
-De acuerdo, no se preocupe.
La pareja salió del salón apresuradamente, repartiendo inclinaciones de cabeza.
-Gracias –murmuró Mani al oído de Pilita.
-Menudo carcamal –comentó ella-. No bajes la guardia en el puerto-. Mi padre dice que tienes más valor que el Guerra.
Mani sonrió. Estuvo a punto de soltar una exclamación porque, en el momento de subir al coche, vio a un hombre parado en el muelle que lo miraba fijamente. Parecía una silueta reconocible, que le hizo sentir una leve punzada en el pecho. En el primer momento, quedó convencido de que era el Templao. Pero una segunda mirada a través de la ventanilla lo convenció de que no era él, porque la figura que veía alejarse, al distanciarse el vehículo, le pareció mucho más fornida.















XV
-Me ha dicho Elena que estás estudiando en casa, por las tardes –comentó Emilio Von Deer, el padre de Pilita, de manera aparentemente casual- ¿Va bien la cosa?
Mani miró a su anfitrión con cierta sorpresa. Comenzaba a sospechar que todos los vecinos de doña Elena conocían de sobra todas sus peripecias, tanto abundaban las murmuraciones sobre él y cuanto le atañía; detuvo la cucharada de sopa de rape que se llevaba a la boca, para responder:
-Así, así.
-Me ha alegrado mucho saberlo, Manuel. Los estudios te darán armas que van a hacerte mucha falta, visto cuál es tu futuro. Sé muy requetebién que el negocio de las navieras se las trae… Bueno, a estas alturas, y con lo que se cuenta en el club, no creo que tenga que advertírtelo.
-Sí, tiene usted razón; los barcos y to lo que los rodea tiene miga… Algunos días, tengo la impresión de que tó el mundo viene a meterme la bacalá, los oficinistas, los marineros, los carabineros, los patrones… Y no me parece que yo sea paranoico o ninguna de esas cosas raras. Pero no vaya usted a creer; sin estudios ni ná, hasta ahora nadie me la ha dao con queso.
-Desde luego, Manuel. No lo dudo. Todo el mundo se hace lenguas alabando tu sentido común y tu intuición. Hasta en los despachos principales de Málaga se hacen apuestas sobre lo que puede esperarse de ti; y no sólo en el terreno de los negocios. Pero tú estudia lo que puedas, ¿no te parece, Pili?
Pili Von Deer, la madre de Pilita, asintió en silencio.
Mani comprendió que ese hombre temía que su hija estuviera enamorándose de un muchacho del que decían los rumores de la Caleta que había sido un granuja hasta muy poco tiempo antes. Nadie de ese barrio de millonarios había mencionado en su presencia al niño rubio que fuera proclamado en el pasado “defensor de los pobres”, pero no sería lógico que el asunto se hubiera olvidado, sin más, habiendo sido durante la guerra un clamor conocido ampliamente en la ciudad; el silencio a ese respecto tenía que deberse al temor y la reverencia que doña Elena inspiraba. Resistió el impulso de mostrarse irónico ante el interrogatorio, porque no quería causar pena a la muchacha que resplandecía al otro lado de la mesa.
-Estudias abogacía y empresas, ¿no? –continuó Emilio Von Deer.
-En líneas generales, sí –respondió Mani haciendo esfuerzos por no impacientarse-. Pero no son cursos en serio ni ná de eso. Vienen varios profesores a explicarme algunas cosas de leyes y comercio, namás. Pero no se trata de que estudie pa tener títulos de esas carreras.
-De todas maneras, muy bien hecho. Haz que tu abuela se sienta orgullosa.
Mani había tenido que acostumbrarse a que le llamaran nieto de doña Elena; ella misma le denominaba así ante terceros, por lo que no tenía más remedio que aceptarlo y callarse.
-En la fiesta de esta mañana- contó Pilita-, unos funcionarios le estaban diciendo al gobernador civil que Manuel es el joven más prometedor de la ciudad. No creáis que yo estuviera espiando conversaciones ni ná de eso…Lo escuché por casualidad. El gobernador dijo que sí con la cabeza, mientras mandaba: “presentadme un informe detallado de sus actividades pasadas y futuras, y las alternativas y posibilidades que se prevean para su futuro”.
Esto alarmó a Mani. Le causó miedo ser investigado.
Emilio Von Deer sonrió. Su hija era lo que más amaba en el mundo y la única razón por la que permanecía en esa casa.
-¿Has cumplido ya los dieciocho? –pregunto la señora Von Deer a Manuel.
-No señora. Tengo la misma edad que Pilita.
La muchacha sonrió, como si esa frase pusiera de manifiesto un propósito o alguna promesa.
-Pa que te enteres –replicó la dama-. Mucha gente cree que tienes veinte.
Mani sonrió. La madre de Pilita le trataba con un entusiasmo no sólo desconcertante, sino, también, incómodo.
-Si hasta pareces mayor que mi hijo Pablo…
-No, qué va –protestó Mani-. Cuando vino de vacaciones en Navidad, se notaba a la legua que tiene cerca de veinte años. Yo parecía un niño a su lado el día que fuimos a despedirlo, cuando se fue a Granada.
-¡Qué va! –insistió Pili Von Deer-. Tú eres mucho más maduro que mi hijo…
Mani reflexionó un instante.
-Bueno, usted piensa así porque su hijo es un estudiante y yo hago como que soy un empresario.
-¡No digas tonterías, Mani! –exclamó Emilio Von Deer-. Tú no finges ser empresario; lo eres de verdad, y con mucho éxito. Me consta.
La intuición de que, durante ese almuerzo, estaban dirimiéndose cuestiones importantes en relación con su porvenir, hizo que Mani viera aumentar su incomodidad. Se había sentido incómodo en esa casa desde el principio, por la obsequiosidad y la untuosidad de la madre de Pilita, que se comportaba con él de un modo que le hacía sentirse culpable, sentimiento absurdo porque era completamente inocente de palabras e intenciones. Ella lo festejaba de manera desconcertante y alababa sus rasgos físicos muy impúdicamente ante otras personas. Por tales razones, procuraba citarse con la muchacha en otros lugares y, si se veía obligado a recogerla en su casa, pedía al chofer que hiciera sonar el claxon para no tener que entrar. No entendía a la madre o, más bien, se negaba a aceptar lo que sus pálpitos sugerían.
Terminados el almuerzo y la sobremesa, Mani se excusó citando a los profesores que estaban a punto de llegar a su casa.
-Ven cada vez que se te antoje, Manuel –dijo Pili Von Deer-. Aquí siempre serás bien recibido.
-Así es, amigo mío –apoyó Emilio Von Deer-. Dispón siempre de esta casa como si fuera la tuya. ¿No quieres jugarte un tute?
-Disculpe. No quiero que los profesores tengan que esperarme.
-Haces muy requetebién, Manuel.
Una vez en el coche, Mani preguntó al chofer:
-¿Qué sabe usted del matrimonio Von Deer?
Mani notó que el hombre luchaba consigo mismo, como si temiera meterse en problemas si entraba en confidencias sobre personas tan poderosas que, además, eran íntimas de doña Elena. No sería el primer empleado de los palacetes de la Caleta y el Limonar que fuera despedido abruptamente por meterse en murmuraciones. Pero el matrimonio era muy poco discreto.
-¿Quiere usted enterarse de la verdad chipendi, de la buena, don Manuel? –preguntó el chofer, reflejando su expresión gran cautela
-Sí. Me gustaría.
-Entonces no soy yo el que más puede contarle, porque namás que conozco algunos detalles sin importancia. ¿Tiene usted tiempo de ir al centro?
-¿Ahora? No puedo. Los profesores llegarán en pocos minutos.
-Entonces, si le apetece escuchar lo que puede decirle una amiga mía, podría llevarle al centro esta noche.
-¿No termina usted a las siete?
-No importa. No sería la primera vez, ni la última, que me quedo hasta pasá la medianoche. Si usted lo manda, me espero.
-Bueno, muchas gracias. Yo termino las clases sobre las ocho.
Mientras el chofer maniobraba para entrar en el jardín, Mani miró distraídamente a un falangista parado junto a las jambas del portón. Se encontró con sus ojos, como cuchillos; primero fue una vaga corazonada pero, en seguida, sintió descomposición y un gran estremecimiento. Sin duda era Serafín, el hijo del barbero granadino, el muchacho cruel que había originado la interminable serie de desgracias de su familia. ¿Sería de verdad interminable esa serie, aunque su familia ya no existía? ¿Qué buscaba Serafín ante la casa que ahora era su residencia? Ya había asaltado esa casa una vez, para destruir la pareja de su hermano Miguel con Angustias. Ahora, ¿qué podía pretender? Recordó que durante el almuerzo se mencionó que el gobernador civil había mandado investigarlo a él. ¿Tendría Serafín algo que ver con esa investigación? Combinados, los dos hechos eran por lo menos inquietantes.
La curiosidad y la expectativa de averiguar interioridades de la familia de Pilita atemperaron un poco su creciente inquietud; pero ambas preocupaciones hicieron que Mani no se concentrara demasiado en las nociones de derecho y economía que le estaban impartiendo. Elena Viana-Cárdenas solía referirse a “los padres de Pilita”de manera algo sarcástica, tono que no entendía. En cuanto se marchó el último profesor, bajó impaciente.
-¿Vamos muy lejos? -preguntó al chofer, mientras miraba alrededor por si Serafín continuaba espiando. Anochecía, por lo que no pudo asegurarse de que unas sombras embozadas tras un pimentero fueran el uniformado falangista y los camaradas de los que siempre se hacía acompañar.
-A un local cerca del puerto –respondió el chofer-. Déjeme a mí y no hable ni diga ná si yo no le pregunto. Es cosa de pocos minutos.
-Está bien. De acuerdo.
El local era sorprendente. Se encontraba en una calle sombría y rectilínea de un pequeño distrito aledaño al puerto, en un territorio que las crónicas afirmaban que había sido una isla del antiguo delta del río Guadalmedina, una isla mitificada que se llamaba “Arriarán”. Un cartel en la puerta rezaba “café”, pero dentro no había máquina de café, lecheras ni vino, ni nada que retratase una cafetería, sino gran abundancia de licores y bebidas fuertes; las luces eran predominantemente rojas; el interior permanecía en una media penumbra.
-Éste es mi amigo Manuel –mintió el chofer a la mujer situada tras la barra- Carmen, me gustaría que le cuentes las cosas de don Emilio Von Deer.
-Oye, tú, a mí no me metas en líos –protestó Carmen.
Mani no fue capaz de decidir si la mujer le gustaba o le repelía. Su escote dejaba poco a la imaginación; el vestido, de seda y muy ajustado, parecía más un traje de fiesta que ropa laboral. El maquillaje resultaba excesivo, con los ojos aureolados de oscuro como las actrices de las películas como Imperio Argentina. Ella fingió estar al cabo de la calle para decir al chofer:
-Y además, Ciriaco, a mí no me la das con queso. Éste muchacho no es tu amigo, sino tu jefe, si lo sabré yo…
-Sí somos amigos… -afirmó Mani tímidamente.
El chofer puso cara de circunstancias. Dijo:
-No seas perversa, Carmen. Tenemos muchísimo interés por escuchar lo que namás que tú puedes contarnos de ese gachó. Es que tú eres su confidente y alcahueta, si lo sabré yo… Además, vamos a gastarnos un dineral aquí.
-¿De verdad? ¿Cuánto?
Ciriaco miró a Mani, que se apresuró a contestar:
-Lo que cueste esa botella de coñac…
Carmen volvió la cara hacia el punto que Mani señalaba, una carísima botella de brandy de la marca Larios, de la que nadie consumía nunca.
-¿Entera? –preguntó Carmen; ante el asentimiento de Mani, añadió: -Acabáramos. ¿Qué queréis saber ustedes?
-Los trajines que se trae –respondió Ciriaco-, sus gustos y manías y las veces que viene por aquí.
-¡Huy! ¿Aquí? Cá noche. Si queréis ustedes verlo, después de la cena segurito que viene esta noche.
-¿Desde cuándo? –Ciriaco preguntaba como si conociera las respuestas.
-Ya ni me acuerdo –contesto Carmen-. Anoche me encargó otra vez que le buscara una que parezca una niña… O, si la encontraba, que fuera una niña de verdad…
Mani sintió una punzada. El hombre del que hablaba era el padre de Pilita, el hombre con el que ella practicaba confiadamente intimidades filiales.
-¿Y qué le has preparao? –preguntó Ciriaco.
-En la Triniá y Ciudad Jardín me han encontrao unas veinte madres que tratan de ganar dinero con sus hijas, con la hambre que hay… Van de los once a los quince o dieciséis años y toas dicen que son vírgenes, pero tú sabes mu bien que a mí no me la pegan, ni podría quedar mal con don Emilio. He mandao que me las traigan mañana a mi casa, y ya veremos.
Permanecieron varios minutos en silencio, Mani con sus cavilaciones sobre Pilita, su padre y, sobre todo, Serafín. Además de ellos, sólo había en el local otro hombre, sentado en un rincón con una muchacha, también muy escotada, a la que acariciaba descaradamente. El resto de parroquianos eran cinco mujeres, así mismo muy maquilladas y vestidas vistosamente.
-¿Ha venío hoy el Guaqui? –preguntó Ciriaco.
-No, hoy todavía no –respondió Carmen- Ya se habrá desengañao. Como ya te dije, está obsesionao con la Viky, que es la más cara de Málaga y namás que se va con quien a ella le sale del coño. Pero él, dale que te pego.
-¿Te ha preguntao por mí? –volvió a preguntar Ciriaco.
-Oye, po no, desde la otra noche, ni te ha mencionao. Me parece que ese muchacho no habló contigo porque quisiera ser tu amigo ni ná de eso, sino en busca de algo raro, que a ver qué será. Te entró en cuando ya llevaba lo menos una semana viniendo cá noche y quedándose arrinconao allí, mu callaíto, sin decir ni mú, y mirando a toas mis muchachas como si se las quisiera comer con los ojos. Hasta tuve miedo de que violara a alguna.
-Tienes razón –repuso Ciriaco-. Se levantó pa hablar conmigo por las buenas, de sopetón, y ya en aquel momento no me pareció natural…
Súbitamente, Mani se dio cuenta de que hablaban del Templao. Si no deducía mal, había tratado de hacerse amigo de su chofer… ¿procurando qué? ¿Averiguar sobre su distante amigo Mani? ¿Debería tratar de hablar con él para proyectar un plan sobre Serafín?
Resultaba un sinsentido. Si Guaqui pretendiera de verdad eso, le bastaría con acercarse a él y hablar. Mani decidió que no podía tomar la iniciativa de mandarlo a buscar, convencido de que el Templao le guardaría rencor. Llevaba más de dos años deseando que le abordara. Ansiaba abrazarlo y recuperar un fragmento de la vida que había perdido y ahora volvía a necesitarlo.
De regreso a la casa, permaneció muchas horas observando desde su ventana el jardín, la verja y el tramo de calle que alcanzaba a ver, a ver si el espionaje de Serafín continuaba.
















































XVI
El insomnio estaba convirtiéndose en una constante, y sólo faltaban dos días para el combate. Soñaba con ella, suspiraba por ella, mojaba las sábanas a causa de los abrazos imaginados. Ansiaba encontrar a Viky, pero sus intentos fracasaban todos los días y Quini se había negado a indicarle cómo dar con ella “porque tienes que reservarte pa el campeonato. Deja los ardores de entrepierna pa cuando te hayas puesto el cinturón de campeón”. Por otra parte, la idea era absurda, una locura de la que sólo se desprenderían desesperación y duda para el resto de su vida. ¿Qué podía esperar de una mujer que era prostituta?
Sentía cansancio, porque esa mañana había sido especialmente extenuante en el puerto; por lo tanto, suponía que el entrenamiento en el gimnasio le haría parecer bastante desfondado.
-¡Hay que ver cómo eres! –le dijo el Tetúo con entusiasmo-. Me juego los huevos a que llegas a campeón del mundo.
-No digas majaretás, Ramón. Con ser campeón de Europa, me conformaría.
-Eso lo tienes chupao. Si no me equivoco, pelearás el campeonato de Europa antes de que acabe el año, si es que nos dejan… con lo de Franco…
El Templao se entretuvo largo rato bajo la ducha, que era simplemente un chorro desagradable; a pesar de la temperatura del agua, empezó a masturbarse, pero le desanimó recordar que todos le recomendaban castidad hasta después del combate, sólo dos días más tarde.
De nuevo, se topó con el coche de Quini a la salida.
-¿Es que no te fías de mí? –pregunto el Templao al tiempo que se acomodaba junto al conductor.
-¡Ni mijita! –proclamó Quini- Si me cuentan que vas toas las noches al bar de la Carmen… No tienes arreglo; por mis cojones, que hasta te emborrachas. Si sigues en ese plan, vas a conseguir que pierda un dineral.
-Eso es lo único que te preocupa...
-¡Naturaca! ¿Es que hay algo más importante? ¿Es que no te lo pasas lo bastante mal como pa estar deseando coger un puñao?
-Joé, Quini. Por mucho que os empeñéis tú y el Tetúo, no debe ser bueno pasarlo como lo estoy pasando yo. Echar un polvo no puede ser tan malo, cuando no duermo por las ganas de echarlo…
Quini sonrió.
-Aguanta un poco más, Guaqui. Te lo prometo: una vez que ganes el domingo, en veinticuatro horas tu vida dará un cambio que ni te imaginas. Y no sólo porque te habrás abierto camino en el boxeo… Es que tó el mundo va a rampar por meterte en su cama.
-¡No seas majara!
-Claro que sí. Siempre has sío el guayabón más guapo del barrio, Guaqui. Y cuando te conviertas en popular con el boxeo, ni se diga. Se van a dar bofetás por acostarse contigo; y tú serías mu tonto si no te aprovecharas sacando rendimiento…
-¡Que te den por donde amargan los pepinos!
Quini sonrió y fingió mirar atentamente por la ventanilla de su lado, para no seguir hablando de lo mismo. Había sido camarada íntimo del Templao durante los primeros años de su adolescencia, cuando estaba tan embobado por él como toda su pandilla del barrio, pero ahora comprendía que siempre había sido un inocentón sin malicia ni ambición. Si no conseguía abrirle los ojos, iba a pasarlo mal.
-¿Dónde quieres que te lleve?
-A la Triniá, a casa de mi tía.
-¿Pa dormir en el portal? Ni pensarlo. Necesitas descansar. Voy a pagarte una habitación en un hotel, pa estos dos días, por los menos. Después, tú verás lo que haces cuando tengas el cinturón en la mano. Vamos a la Alamea. Pero no se te vaya a ocurrir ir al bar de la Carmen, que está a un paso, porque voy a poner vigilancia, pa que no hagas de las tuyas.
Viky se había convertido en una obsesión. En cuanto Quini le dejase en lo que él llamaba hotel pero no era más que una oscura pensión, saldría a tratar de dar con ella.
-Mira, qué bien han colocao ese cartel.
Quini señalaba un anuncio tan grande como los de películas, pegado en la fachada más sobresaliente y notoria, todavía en pie, de uno de los edificios bombardeados del Boquete del Muelle. Él figuraba como “el Malagueño de acero Templado, con letras de doble tamaño que las del nombre de su rival.
-La Malagueta se va a llenar hasta arriba –añadió Quini-. Las autoridades no paran de mandarme recaos pa que les reserve entrás. Tós quieren congraciarse con nuestros paisanos viéndote ganar y aplaudiendo; me van a sacar las túrdigas, porque no voy a poder vender ni una de las caras.
El gobierno surgido de la guerra no había encontrado, al parecer, malagueños suficientes para componer su plantel de autoridades locales, porque no aceptaban a quienes presentasen en su pasado la menor sospecha de simpatía por la república. La gran mayoría de las autoridades actuales habían sido trasladadas de Jaén, Granada, Murcia o Albacete, personas recién residenciadas en la ciudad, sin noción alguna de una personalidad tan particular como la malagueña. Eran numerosos los que notaban sus esfuerzos destinados a que nadie les echara en cara su desconexión con la nueva sociedad, tan desconocida y desconcertante.
En cuanto se marchó Quini, el Templao salió de la pensión con cautela para asegurarse de que el coche se había perdido de vista. En sus primeros pasos por la Alameda, se cruzó con cuatro falangistas; por su reflejo condicionado, los examinó a ver si uno de ellos era Serafín, de quien no podía esperar nada bueno si se difundía su cara como la de un boxeador popular. Ninguno de los cuatro era el hijo del barbero, pero se dijo que no podía bajar la guardia. Fue a casa de su tía, en busca de algo de ropa que guardaba allí y, en vez de regresar a la Alameda, fue a la calle Beatas, una estrecha vía entre decadentes y medio ruinosos palacetes decimonónicos, ocupados muchos de ellos por burdeles caros. Preguntó a pocas por Viky, pues le desanimó que ninguna de las interpeladas mostrara el menor recato en eludir responderle. Al Templao le resultaba imposible determinar si no conocían a Viky o se comportaban con “reserva profesional”.
Estaba a punto de dar la vuelta sin terminar de recorrer la calle, cuando vio caminar delante a una muchacha cuyos andares le resultaron familiares. Con el corazón acelerado y el aliento detenido, apresuró los pasos para adelantarla, pero antes de hacerlo notó en la silueta de su cabeza y la melena que no se trataba de Viky. Otra decepción, pero también una nueva inquietud. ¿Cómo podía parecerse tanto a su hermana Inma muerta?
Se desvió para dirigirse al hotel, pero persistía en su ánimo la impresión causada por aquella muchacha. No podía conocerla. Nunca había tenido tratos con las prostitutas caras, más que antaño, cuando acompañaba a Mani para entregar los vestidos que confeccionaba su madre.
Pero se mantenía el pálpito, causándole más angustias que desconcierto. ¿A qué se debía esa intuición estúpida de reconocimiento de una mujer que no podía conocer? De repente, el miedo a los vengativos desvaríos de Serafín se convirtieron en terror de que él también descubriera a esa muchacha de parecido tan inquietante con su hermana.
Decidió entrar en la Casa del Guardia, a tomar un vaso de moscatel.
-Oye, ¿tú no eres el “Acero Templado”?
Se lo preguntaba un joven apoyado en la barra de la taberna ante un vaso grande de vino oscuro y denso, tal vez Lácrima Christi. Iba muy repeinado y algo atildado, pero innegablemente era un obrero. Tal vez albañil. No parecía un falangista ni podía ser que ya lo identificaran por la calle, puesto que todavía no había peleado ningún combate.
-¿Nos conocemos?
-Claro, macho. Te veo tó los días en el gimnasio del Tetúo. Pero nunca hemos hablao.
-¡Ah! ¿También boxeas?
-Eso quisiera yo. Me llamo Fali, ¿y tú?
-Joaquín. Si no boxeas, ¿por qué vas a ese gimnasio?
-Yo… -Fali titubeo y al Templao le pareció que se ruborizaba-. Bueno, sí que me gustaría boxear, pero no valgo pa eso. Voy allí porque me encanta ese ambiente.
-¡Ah! –El Templao halló estrafalario que le gustase un local tan inhóspito y el trato con tipos que eran, casi todos, algo patibularios. Examinó a Fali con mayor atención, buscando entenderlo.
-Tó los días me muero de ganas de hablar contigo –declaró Fali-, pero nunca me acabo de decidir. Es que tú no eres como los demás.
-Ah, ¿no? ¿Cómo soy?
-Más decente y, además, deberías trabajar en el cine o algo así, porque tu físico…
Volvió a ruborizarse y bajó un poco la cabeza.
El Templao notó que se avergonzaba de algo, por lo que el joven le resultó antipático y algo repulsivo.
-Disculpa, tú. Me tengo que ir.
Bebió de un trago el vaso de viso y salió apresuradamente. Necesitaba hablar con alguien y sólo se le ocurrió el Chafarino. Tomó el tranvía hasta la Tabacalera y, a continuación, corrió a paso ligero, como había aprendido en la Legión.
-El combate es el domingo –dijo el anciano, como si el Templao necesitara que se lo recordasen.
-Sí, pero me cuesta dormir, porque estoy mu nervioso.
-Es natural. ¿Ya has hablado con Mani?
-¡Qué va! Eso es más difícil que ganar la lotería tres semanas seguías.
El Chafarino sonrió.
-Niégate a entrenarte el sábado aunque te lo manden –aconsejó de modo bastante contundente-. Haz tus ejercicios mañana, pero no pasado mañana. Debes llegar al combate del domingo fresco como un jurel del copo. ¿Por qué estás nervioso, por la expectativa del combate?
-Un poco, pero lo que me quita el sueño es lo otro.
-¿Esa muchacha?
-Sí. Vengo de haber estao un buen rato buscándola. Nadie me da norte. He corrío como un galgo detrás de una por toa la calle Beatas, creyendo que era ella, y me he llevao un chasco…
-Tómatelo con paciencia. Algún día darás con ella, y mejor que no tardes mucho, porque de todas formas puede ser que te decepciones.
Ya le había vaticinado muchas veces la decepción; aunque sin duda se refería a la condición de prostituta de Viky, hablaba de ello con tacto y sin la menor sombra de moralismo o prejuicios.
-¿Conocías a la que has confundido con ella?
-No, pero me ha dejao un cuerpo raro. Me ha dao algo en las entretelas, algo que no he conseguío comprender, y he tenío que echarme un moscatel al coleto.
-¿Por qué crees que será?
-No lo sé. Yo no iba nunca por esas casas de trato, sobre tó porque son más caras que un jamón con chorrera. Bueno… sí iba algunas veces hace dos o tres años; fui cuatro o cinco veces con el Mani pa protegerlo, cuando su madre lo mandaba entregar vestíos a las putas. La cosa es que en medio de la extrañeza por esa cara, me ha dado por pensar en mi hermana Inma, que como usted sabe murió en Nerja.
El Chafarino detuvo la mano que remendaba la red. Bajó la cabeza a fin de sustraer su rostro al escrutinio del Templao; pero no para de escuchar sobre familiares reaparecidos después de que se les diera por muertos.
En la taberna del Guardia he conocío a uno que dice que me conoce del gimnasio –comentó el Templao-. Creo que está por tó mis huesos.
El Chafarino se alegró de que apartase a su hermana el foco de su atención; apretó un poco los labios y, tras una larga pausa, dijo:
-Pronto, tendrás que curarte de prejuicios y opiniones precipitadas, en cuanto te veas obligado a desenvolverte en ambientes nuevos, una vez que ganes algún combate. A veces, sentimos impulso de rechazar a quienes nos desean, en vez de dar oportunidades de relación a personas que pueden sernos útiles.
-No sé en qué podría serme útil la amistad de ese Fali.
-Lo que no te conviene es rechazar a nadie porque sí. Todos merecen una oportunidad, si no llegan metiéndote los dedos en los ojos.
-Po el Mani bien que se dao prisa en darme de lao…
-¿Estás seguro? ¿Has tratado de calcular las situaciones e impedimentos que condicionan su vida ahora? Sigo creyendo que tú deberías abordarlo sin acostarte a la bartola esperando que él tome la iniciativa. Tienes que darte prisa, porque ya ha pasado demasiado tiempo. Pronto, a este paso y si no cambiáis las cosas, cada uno de vosotros será para el otro un simple recuerdo dormido.
El Templao volvió la cabeza hacia el rompeolas. No había luna, por lo que sólo escuchaba el rumor. Presintió más que vio a los marineros que se disponían a echar el copo. El Chafarino no necesiaba luz para remendar las redes, por lo que no había dejado de hacerlo aunque la oscuridad era total.
-¿Puedo entrar en su casa a encender una vela?
-Sí, claro. Hay una y cerillas a la derecha, en cuanto entras, encima de un cajón.
El Templao volvió a salir del chamizo poco después, con la vela encendida en la mano. Deseaba ver el rostro del Chafartino cuando le preguntase:
-¿Usted cree que el Mani se acuerda de mí tanto como yo de él?
-¿Por qué lo dudas?















XVII
Presididas por doña Elena, las comidas eran en la actualidad mucho más ceremoniosas que antes de ser incendiada la casa, cuando las presidía su yerno. Elena Viana-Cárdenas James-Grey había mandado instalar una larga y aristocrática mesa en lugar de una semejante a la de entonces, más cuadrada y familiar aunque también grande.
-Con la vida que te espera –le dijo a Mani-, lo mejor es que dispongas de una mesa de este tipo.
No sólo la mesa era diferente. También lo era el servicio. Antes de la guerra y el consiguiente incendio, la comida la servía una sola doncella, bajo el escrutinio severo de un criado de culo gordo, que se había convertido en traidor el día que las turbas asaltaron la casa. Ahora, eran cuatro doncellas las que servían, con cofias y todo aunque sólo asistiesen doña Elena y Mani.
La anciana parecía contener algo importante que pugnaba por comentar. Había pasado toda la mañana considerando las posibles implicaciones de una conversación mantenida con el gobernador civil a primera hora. Reprimió su propio impulso. Le quedaban algunos resortes por tocar antes de haber de ello con Mani. Sin embargo, preguntó:
-¿Conservas alguna nota de los periódicos de aquellos días que… te hiciste tan popular?
-No, qué va –respondió Mani.
Doña Elena asintió con expresión cavilosa.
-¿Progresa lo tuyo con Pilita?
Mani soltó la cuchara y miró a la que le pedía a todas horas que la llamase “abuela”. Se tomó una corta pausa antes de responder:
-Ella y yo nos queremos bastante y nos entendemos mu bien. Hablamos mucho de lo que pudiera pasar en el futuro y lo que nuestras familias esperan de nosotros, pero hemos quedao de acuerdo en no precipitar las cosas y verlas venir. Todavía no hemos cumplío ni diecisiete años.
-Haces bien, pero ándate con ojo, no vaya a adelantársete alguno.
-Eso no pasará –afirmó Mani, contundente.
Doña Elena sonrió. Era un retrato de su abuelo también en el carácter.
-Sé de más que Emilio se muere de ganas porque te declares a su hija y se formalicen las cosas, pero eso no es ninguna garantía. Esa muchacha tiene carácter.
-Me han dicho que el gobernador ha mandao hacer un dossier sobre mí. A lo mejor le cuenta cosas a don Emilio que lo desaniman…
Doña Elena apretó los labios. Llevaba más de dos por todos los medios de que se olvidara el pasado de Mani, su efímera fama de adalid de la revolución, y ahora todfo parecía empeñado en revivir aquellos desagradables días. ¿Debía prescindir de la compañía de Mani? Negó a su propio pensamiento. No conocía bien al gobernador civil con el que tan meticulosamente había conversado esa mañana, pero sabía que el gobernador militar, el conde de Sevilla, encargaba elaborar expedientes de todo el mundo, inclusive de ella misma; expedientes que no temía, porque le habían contado su finalidad: saber con quiénes podía contar. Quería convencerse de que el “dossier” encargado por el gobernador civil sobre Mani era una especie de previsión de futuro, para determinar el grado de su fidelidad en relación con algún cargo que pretendiera proponerle cualquier día, a lo mejor sin tardar mucho a pesar de su juventud. Continuó todo el almuerzo intentando que su mente aceptara que esa era la realidad, pero las palabras del gobernador, pronunciadas tras el sonido metálico del teléfono, saboteaban el intento.
-¿Cuántos años tienes? –preguntó Fali al Templao, mientras éste golpeaba el costal que llamaban “punch”, un pesado saco contra el que luchaba afanosamente como si fuera su contendiente, en presencia del entrenador.
El muchacho se empeñaba en ayudarle como si fuera su asistente. Sostenía el “punch” todo el entrenabiento, sujetaba las cuerdas del ring para facilitarle entrar, le secaba el sudor de la frente y las axilas y le ofrecía agua a cada momento. El Templao había notado, al llegar esa tarde, que acechaba su entrada. Contuvo las ganas de burlarse y, en homenaje al Chafarino, hacía rato que había decidido dejarle hacer.
-Veintiuno. ¿Y tú?
-Igual. Pero mira lo mal aprovechaos que están.
Con una sonrisa tímida e irónica al tiempo, Fali señaló su delgadez en comparación con la exuberancia del Templao.
-Oye, Fali –intervino el Tetúo-. ¿Quieres hacer de “sparring” pa Joaquín? No te preocupes, no es pa boxear de verdad; solo es pa que ensaye los golpes, sin darte ni ná de ná.
-Natural –se apresuró a responder Fali.
Se dirigieron los tres al deteriorado ring. El Tetúo improvisó protecciones en la cabeza y la entrepierna de los dos a base de toallas enrolladas. Obligó al Templao a que ensayara con lentitud los golpes que le había enseñado las dos últimas semanas, citándolos por sus nombres.
Una hora más tarde, el Templao pidió parar porque se sentía cansado. No conseguía sacarse del pensamiento a Serafín, las delaciones y su hermana Inma.
-Entonces –dijo el Tetúo encogiéndose de hombros-, vendré mañana a la hora que me digas, namás que pa acabar de enseñarte algunos trucos.
El Templao recordó el consejo del Chafarino.
-No, Ramón. Mañana descanso. Ahora, ya no puedo hacer más; que sea el domingo lo que quieran los mengues.
Sin más, se dirigió hacia el rincón de la ducha, sudando a chorros. Notó que Fali iba tras él. Se dispuso a pararle los pies si intentaba meterse con él en el cuartillo, pero Fali se detuvo respetuosamente a la entrada y se apoyó en la pared, dispuesto a esperar.
Mientras dejaba el Templao que el chorro de agua borrase el sudor y el polvo acumulado por la mañana en el puerto, meditó sobre Fali para no pensar en su hermana ni en el falangista hijo del barbero. Esa tarde, Fali le había hecho sentir, con gran sorpresa, que necesitaba un asistente, pero no podía pagarle ni mucho menos. ¿Y si le preguntaba?
Al terminar de ducharse y secarse, no tuvo que romperse la cabeza. Fue Fali quien le propuso:
-Te invito a un Pedro.
-¿En la Casa del Guardia?
-Si quieres…
-Vamos.
A esa hora, las tabernas de la ciudad rebosaban animación. El Templao lamentó que la gente fuese tan bulliciosa impidiendoconversar.
-Tú sabes que yo soy un obrero sin oficio ni beneficio, ¿verdad? –casi gritó al oído de Fali.
-Natural. ¿Por qué lo dices?
-Porque esta tarde he visto que me harías muchísima falta si pudiera pagarte.
Durante unos segundos, el Templao temió haberle ofendido, porque Fali hundió el mentón en el pecho con las mejillas encendidas, tragando saliva como si tratara de engullir algo amargo; pero en seguida, lo miró con timidez y sonrió si le estuviera haciendo muy feliz
-No seas majara –repuso con firmeza y tono emocionado-. Haré lo mismo siempre que lo necesites, sin interés.
El Templao sonrió con escepticismo. Sin posibilidad ninguna de establecer un acuerdo pagado, sólo podía aspirar a favores que jamás serían cotidianos sin el compromiso de un sueldo, pero Fali se apresuró a añadir:
-Yo trabajo en una sastrería, donde no me canso ni ná. Cuenta conmigo siempre, a partir de las siete y media. Te juro por mi salud que iré to los días donde tú me digas.
El Templao sintió rubor, a pesar del desprendimiento que él mismo había exhibido en el barrio desde su infancia. ¿Cómo iba a aprovecharse, sin más, de tan buena disposición? Lo consideraba un abuso inadmisible.
Miró largamente al muchacho mientras calculaba las ventajas y posibles desventajas de una alianza tan atípica.
-Entonces –concedió-, toma un recao pa entrar el domingo a la plaza de toros y te espero en los vestuarios. ¿Puedo contar contigo?
-Claro.
Permaneció todo el sábado en la habitación de la pensión, en un duermevela constante, entre sueños y pesadillas que tenían por protagonistas a su hermana Inma muerta y al falangista, hijo del barbero vecino de Mani, que había sido el primer cohete de la interminable traca de desgracias que había sido la vida de las dos familias, la suya y la de su amigo.
El combate transcurrió como en un sueño. No era lucha, sino ballet; no había inmolación, sino representación; el dolor lo ocasionaba el calor súbito de la hoguera de un júa de las fiestas patronales de junio; lo que sonaba no eran campanillazos ni porrazos, sino estallido de cohetes en el fuego; oía música de una panda de verdiales, no la estridencia de una canción norteamericana propagada por altavoces defectuosos y las aclamaciones eran las de sus camaradas del barrio por saltar más alto y arriesgando más que nadie, sobre el incendio efímero del más delirante y divertido conjunto de júas. La sangre era un reguero de vino derramado.
El corto tiempo que duró el combate creyó que ocurría en la pantalla de un cine o en un delirio soñado. Él no podía ser el que noqueaba al que fuera hasta ese momento campeón de España ni el hombre sudoroso al que levantaron la mano derecha mientras la plaza aplaudía de pie.
Tras resistirse al abrazo emocionado de Fali, acudió Quini a abrazarlo y alzarlo en volandas. Su antiguo camarada, y ahora jefe, dijo:
-Ya está, Guaqui. Ahora, a disfrutar. Estoy organizando un almuerzo pa mañana, en una venta de los Montes, pa celebrarlo. Es la mejor, la venta del Botijo. Aparte del lomo en manteca y las demás cosas típicas, ¿te apetecerá algo especial?
-No, qué va. Con que haya muchas aceitunas partías…
-Ya verás –dijo Quini enigmáticamente.













XVIII
-¡Viva el campeón de España! –aclamó un camarero al verlo llegar.
El Templao saludó tímidamente con la mano.
La venta del Botijo se alzaba en uno de los repechos más altos de los Montes, un paraje muy empinado de Málaga en los primeros kilómetros de la difícil y abrupta carretera que ascendía con dirección a Madrid. Abundaban las ventas, un tipo de mesones popularizados en tiempo de bandoleros, forajidos mitificados de los que todavía cabalgaban algunos por las sierras que envolvían la ciudad al norte, como sombras de un pasado agonizante. Los rumores aseguraban que las ventas pertenecían a bandoleros enriquecidos y aburguesados; al menos, se sabía que la del Botijo era propiedad de un sobrino de Flores Arocha el Terrible, el más famoso de los bandoleros del siglo XX. La comida típica consistía en lo que -de acuerdo con la tradición- preparaban las mujeres de los bandidos para la supervivencia en montañas aisladas de sitios despoblados de la comarca; lomo frito en manteca, salchichón tierno de Málaga, chicharrones adobados en manteca “colorá”, migas de pan con ajo, jamón, cabeza de jabalí y aceitunas, pajaritos fritos y morcillas de Ronda. Desde el exiguo llano que rodeaba el Botijo, un emparrado umbrío sobre un precipicio vertical, se divisaba toda la ciudad como desde las nubes, confundidos el firmamento y el mar en el azul de calima y ensueño donde Málaga flotaba imprecisa, igual que en un “sfumato” del Renacimiento; una vista que había inspirado al poeta Vicente Aleixandre la metáfora de “ciudad no en la Tierra”. Joaquín el Templao había subido poco a los Montes y nunca antes le habían parecido tan especiales; no se daba cuenta de que sus ojos y todo su cuerpo veían el mundo desde una nueva dimensión. A lo lejos, y a pesar de la pátina azul-violeta que impregnaba el panorama, el puerto era un dibujo muy claramente delineado en el resplandeciente mar de Alborán; como si fuera posible, trató inútilmente de identificar en primer lugar a sus compañeros arrumbadores y, a los lejos, la remotísima cabaña del Chafarino. Suspiró mientras sacudía la cabeza y sonreía a Fali, que le miraba expectante; todavía no había asimilado que experimentaba una metamorfosis, como una crisálida que se convierte en mariposa, ni eran voluntarios sus ademanes apocados ni sus expresiones de temor. Al citarle, Quini le había advertido de que “no te conviene llegar puntual; ahora, puedes hacerte esperar. Haz que esperen, que deseen con ansia tu llegá, date a valer”.
Por lo tanto, la sala se encontraba llena. No conocía más que a Quini y sus socios. Los demás era gente que sólo a algunos había visto de lejos. Todas las mujeres eran desconocidas.
-Me parece que son putas –murmuró Fali a su oído.
-¿Estás seguro?
-A lo mejó. Sus caras me suenan una pechá.
-¿Te darías un garbeo por las mesas, pa averiguarlo? Si resultara que sí, mira a ver si puedes averiguar de una que se llama Viky; es guapa como la virgen Zamarrilla y tiene una melena negra y rizá que le llega a media espalda. Tiene a toas horas una media sonrisa que es como si se cachondeara de uno, anda como los caballos de raza, mueve las caderas como un abanico y sus ojos van dejando un reguero de luz.
-Me parece que sé de quien hablas. No te apures, dalo por hecho.
Las zalemas y lisonjas comenzaron de inmediato. Entre exageraciones dichas con tonos grandilocuentes, todos pugnaban por acercarse a él vaticinándole triunfos en cadena. Iba a ser campeón de Europa y, muy pronto, campeón del Mundo; a continuación, se convertiría en una leyenda a escala universal. “Que se preparen los negros de Estados Unidos. Tú eres lo más grande que ha visto el boxeo en toa su historia”. A su lado, Quini se pavoneaba como si él personalmente hubiera ganado el combate. Se alzó pidiendo silencio y propuso un brindis:
-Por el futuro campeón de Europa de los semipesados. Una autoridad ha prometío que el combate se peleará en el circo Price de Madrid, porque el gobierno del Generalísimo, que Dios guarde, lo está gestionando con muchísimo interés. A lo mejó, todavía pa este verano.
Estalló un largo aplauso, terminado el cual entró una panda de verdiales con sus crótalos, panderos y violines. Las alborotadas bailarinas fueron invitando a bailar a los comensales y, en el fondo del salón, obligaron a levantarse a un viejo gitano, alto y de pelo más cano que rubio, apodado el Piyayo. Joaquín lo conocía de verlo mendigar cantando por las tabernas del centro, acompañándose él mismo con una guitarra mal afinada; interpretaba un palo de flamenco inventado por él en Cuba, donde había vivido muchos años. Decían que sólo conseguía afrontar su vida de soledad y desplazamiento emigrante emborrachándose a diario; el Piyayo marcó pocos pasos de manera insegura y en seguida desistió. Los verdialeros le rogaron que cantara, pero él tosió como si una dificultad se lo impidiera, y volvió a su asiento.
Continuó la vertiginosa música toda la tarde y cuando bajaron de los Montes al anochecer, la mayoría estaban borrachos. No así Joaquín, que no había dejado de pensar con impaciencia en su necesidad de saber. Preguntó a Fali cuando éste se acomodó a su lado en el taxi:
-¿Qué has averiguao?
-Sé dónde trabaja la Viky, pero me han dicho que los lunes no va.
-De toas maneras, ¿te importa que quedemos mañana?
El Templao durmió mal. Despertó durante una de las revueltas inquietas y, a las seis de la mañana, sudoroso y con un desagradable vacío en el estómago, decidió ir a desayunar en uno de los cafés de los madrugadores del centro, situado junto a un mercado que llamaban “Atarazanas”. Lo encontró lleno de marineros, juerguistas trasnochadores, prostitutas desesperadas y estibadores que conocía. Por tanto, recibió felicitaciones, inclusive de desconocidos que acaban de enterarse de quién era. No pudo disfrutar del café con tejeringos y salió del café decepcionado. Sentía náuseas. No teniendo que ir a arrumbar, no sabía qué hacer todo el día. Le habría apetecido ir a charlar con el Chafarino, de no ser por su impaciencia por ir esa tarde a indagar sobre Viky y sobre la inquietante desconocida, y también porque deseaba evitar oír al anciano llamarla “prostituta”. Sabía que se debatía en una paradoja, pero no podía evitarlo.
Disponía de dinero, mucho más del que había poseído en su vida. Decidió impresionar a Viky, que lo viera con un aspecto diferente de cuando se conocieron en aquella fiesta perversa. Recorrió varias veces el centro, buscando un traje ya confeccionado que pudiera usar en seguida; a punto de desistir, recordó dónde trabajaba Fali y fue a hablar con su jefe, en calle Calderería; éste le comentó que un cliente le había devuelto uno “porque le pareció mu caro”. Los pantalones le quedaban cortos y la chaqueta le apretaba en los hombros.
-Recuerdo que dejé tela suficiente en el doblez del bajo. Por ser quien eres, puedo echar de largo a los pantalones ahorita mismo, en un momento. Con la chaqueta no podría hacer ná antes de diez o quince días.
-Da igual. Arrégleme los pantalones y llevaré la chaqueta abierta.
Una vez que salió ya trajeado, y sintiéndose un poco ridículo, se compró una gorra de visera en un establecimiento al lado de la sastrería. Se contempló en el reflejo de un escaparate y, satisfecho, se dirigió al puerto.
Algo malicioso y divirtiéndose mucho, pasó delante de uno de los almacenes donde estaban arrumbando sus compañeros, aunque no muy cerca. Nadie lo reconoció, lo que le animó a dirigirse a uno de los barcos de doña Elena:
-¿Ha venido Mani esta mañana por aquí? -preguntó a un guarda.
-¿Quién?
El Templao rectificó:
-Don Manuel.
-Ah. No ha llegado todavía, pero sé que tiene que venir. Ahora está en el Virgen de la Soledad, allí, en el muelle dos.
El Templao se apresuró, a ver si tenía la oportunidad de encontrarse con él al pie de la pasarela, sin tener que rogar que lo llamaran ni exponerse a una posible negativa. Pero se cruzó con su coche a mitad de camino. Joaquín se paró con la respiración detenida, mirando muy fijamente a Mani tras el cristal de la ventanilla. Era asombroso su aspecto actual, podía interpretar una película con Bette Davis o Katharine Hepburn; el Templao estaba seguro de que le había visto y reconocido, pero el coche pasó de largo sin detenerse. Tras pararse un instante viendo distanciarse el coche, Joaquín siguió su camino y desistió con decepción y resentimiento. Una voz amarga en su estómago le gritaba que el rompimiento con Mani era perpetuo.
Vagó varias horas por la ciudad sin verla; algunos viandantes lo reconocían y vitoreaban, pero ni siquiera devolvió sonrisas. Uno de los vacíos de su pecho se había clausurado para siempre, por lo que era imperioso rellenar el otro.
Iba a encontrarse con Fali en una céntrica marisquería llamada “La Mar Chica”; aunque la cita era a las siete y media, llegó mucho antes Como pasó mucho rato en una de las mesas de fuera, numerosos parroquianos iban reconociéndolo y felicitándolo, al tiempo que extendía el rumor entre los viandantes. Tenía que esperar por temor a un desencuentro con Fali, de modo que no pudo huir, mientras su nombre corría de boca en boca hasta rodearle el clamor.
Cuando Fali llegó, se dio cuenta de lo que pasaba. Se acercó y le preguntó al oído:
-¿Has pagao?
-Si.
-Po echa a correr.
A cada momento se alegraba más de haber aceptado el consejo del Chafarino. Fali estaba resultando un ayudante impagable. Rectificó a su propio pensamiento. Ahora podía pagarle.
-Toma, Fali.
El joven miró el billete de quinientas pesetas con enorme sorpresa.
-¿Qué es esto?
-Pa que te compres lo que quieras.
-Tú no estás bien de la cabeza. ¿Te vas a portar como esos ricos repentinos, que van por ahí derrochando su fortuna hasta quedarse a dos velas?
-Yo…
Fali dobló el billete y lo metió en el bolsillo interior de la chaqueta del Templao.
-Si te sale del corazón ayudarme de vez en cuando, no tienes que exagerar.
-Está bien, Fali. Haremos un arreglo de hoy en adelante, pero ahora guárdate las quinientas pesetas por la madre que te parió o voy a partirte la cara.
Notó que Fali se enternecía y contenía el impulso de abrazarlo. Joaquín le puso la mano en el hombro y lo zarandeó un poco, mientras volvía a darle el billete.
-¿Qué quieres que hagamos?
-Ir a la casa que te dijeron ayer –respondió el Templao.
-Me refirieron que no tiene horario fijo, que na más que va si la madame le manda decir expresamente que tiene un cliente pa ella.
-Mejor. Así podemos averiguar sin que se entere.
Había oscurecido lo suficiente como para que comenzara a haber animación en la calle Beatas. Notó que Fali deseaba decirle algo pero dudaba.
-¿Qué pasa, Fali?
-Verás… Estoy pensando que no te conviene que te reconozcan estas fulanas. Si entras preguntando por la Viky y alguien se da cuenta de quién eres, van a contarle a ella que te puede sacar hasta los tuétanos. Me parece que conozco a una que trabaja en esa casa…
-¿Te has acostao con ella?
A Fali se le encendieron las mejillas.
-No. Es que le cosemos a su hombre y ella va con él pa las pruebas. Deja que entre yo y me esperas fuera, procurando ponerte en un rincón oscuro pa que nadie te vea bien, que en esta calle no se den cuenta de quién eres.
El Templao se apoyó contra la pared, a la sombra del único farol que había a la vista, con la pierna flexionada y un pie apoyado en un zócalo. Pasó más de media hora sin que Fali regresara. Vio salir a una de las mujeres que, en cuando recorrió unos pasos, se dio cuenta de que era la misma que había seguido la semana anterior, movido por un pálpito misterioso. Corrió hacia ella, poniéndole la mano en el hombro. La mujer volvió la cara hacia él y fue como si le dieran un latigazo en los ojos.
Aunque muy repintada y escotada, no dudó ni un instante que se trataba de su hermana Inma, la hermana cuya supuesta muerte había llorado desconsoladamente desde dos años y medio atrás. Alzó las cejas, espantado, con náuseas y apretándose el vientre. Ella echó a correr.
Le alcanzó Fali, a zancadas.
-¿Qué te pasa, Joaquín? Parece que hubieras visto a la muerte.
¿Qué había visto? ¿La muerte en persona o la aparición de un alma en pena? Viva o muerta, carne mortal o fantasma, era ella, no le cabía la menor duda. Inma, el ángel profanado por un muchacho falangista fanatizado por su padre; Inma, la princesa manchada y arrastrada a la locura por una horda de inconscientes salvajes disfrazados de respetabilidad; Inma la modestia luminosa transmutada en impúdica vestal.
-Algo así. –respondió Joaquín a Fali- Vámonos.
-¿No quieres saber lo que me han contao?
-Sí. Vamos a un café y me lo refieres.
Sentados en medio del bullicio del café, el Templao dijo para sí:
-No pué ser; estaba muerta.
-¿Qué dices, Joaquín?
Le contó los sucesos de la desbandá con detalle. El asfalto tan inundado de sangre que todos resbalaban. La escena ominosa de la plaza de Torrox. La cuesta de bajada a Nerja, en cuyo final se encontraba la meta de su esperanza desesperada. El pedregal donde veinte fugitivos trataron inútilmente de esconderse. La ensordecedora traca de muerte llovida del cielo. Los dieciocho que no consiguieron volver a enderezarse. El vientre abierto de la cuñada embarazada de Mani, tan bella e inocente. La madre abatida para siempre e Inma paralizada en un ademán de baile con su harapiento vestido de gitana. Fali se echó a llorar.
-Sé de la que hablas. La he visto cantidad de veces; es mu guapa, Lo que más destaca son sus ojos verdes, como los de la copla; pero parece un poco mayor que tú, no más chica. ¿Estás seguro de que es ella?
-Pongo la mano en el fuego.
Lo haría sin miedo. Era ella, por más increíble que le pareciera. Dos años largos vividos bajo la convicción de que estaba solo en el mundo, mientras su hermana recorría los pasillos húmedos y oscuros del desvarío y la prostitución. ¡Cuánto se había perdido! ¡Cuánto habían perdido los dos! El resbaladizo y mugriento camino que ya había comenzado a pisar antes de la desbandá, había continuado recorriéndolo veintiséis meses más. ¿Qué nivel de degeneración habría alcanzado ya? Aunque estuviera gangrenada o fuera una leprosa, pondría los cinco sentidos en devolverla al altar donde vivía de adolescente, antes de la violación colectiva de los falangistas. Por complicado que pudiera resultar, no tenía más remedio que rescatarla y tratar de que volviera a ser ella, aunque tuviera que fundirla como a las campanas. Fali, sin dejar de mirarlo intensamente, notaba cómo se debatía, preguntó:
-¿Qué piensas hacer?
-Sacarla de allí.
Fali meditó un instante, con expresión severa.
-Sería imposible, Joaquín. Las reglas de la prostitución no son las del mundo normal que conoces… Las caras amables que ponen a los que llegan con dinero fresco, dispuestos a pagar los ser vicios, son cuchillos afilados para quienes pretendieran agradir sus normas y convenios. Aunque aparezcan las madamas como jefas, los verdaderos amos son siempre mafiosos indecentes, dispuestos a matar. Además, si ha echao a correr es que no quiere saber ná de ti.
-No creo que supiera que soy su hermano.
-¿No? Entonces, ¿por qué ha corrío?
-Se habrá asustao, pero no me ha reconocío, por mi salud. Me ha mirao como si yo fuera el demonio. Ya te he contao lo que pasó; cuando creía que había muerto, llevaba sin verla una pila de años y por aquellos tiempos ella no regía bien. Hasta se metió a mantenía de un patriarca gitano. Por la pinta que tenía cuando la reencontramos en el momento de escapar, se dedicaba a mendigar disfrazá de gitana. No tengo otra que sacarla de allí, aunque sea a la fuerza y cueste lo que cueste. Si no por ella, por mi madre que en paz descanse.
- Ten por seguro que esa casa la protegen un montón de sinvergüenzas. Vivimos un tiempo mu raro, Joaquín. Son montones las mujeres casás que se han metío a putas, y no veas tú la pila de matones salvajes, pagaos por los verdaderos dueños, que defienden el negocio y hasta las fuerzan a quedarse cuando ellas quieren irse. Aunque seas campeón de España de los semipesados, no vayas a creerte…
Joaquín se preguntó por qué razón sabría Fali tanto de esos ambientes. La intuición le decía que no porque fuese a comprar los servicios de prostitutas.
-Vamos otra vez pallá, Joaquín, y trato de averiguar quién es la dueña, por si pudiéramos llegar a un arreglo con ella.
-¿Te parece que sería posible? Yo no lo creo.
-Con la vida que llevamos esta temporá, el dinero lo arregla tó.















XIX
Joaquín no recordaba haber despertado nunca con tan amargo sabor de boca. Creía que la misma pesadilla le había martirizado toda la noche, pero no conseguía recordar los detalles. Sangre y polvo era cuanto acudía a su memoria.
Su primer impulso fue correr a la playa del Chafarino, pero anticipaba lo que el anciano comentaría sobre Viky y continuaba sintiendo gran rechazo ante la idea de oír que la denominaba “prostituta”; pero necesitaba hablar de su hermana Inma y no tenía a nadie más. Dudó un buen rato, mientras sus pies se empeñaban en tomar el tranvía y correr hacia la playa de La Isla. Para resistirse, entró en un café de marineros de la Alameda. En vez de desayunar, bebió cuatro vasos de agua, mientras trataba de ensordecer para los angustiosos comentarios emergidos del runrún mañanero. “Mis niños se están muriendo de hambre”. “Chis, amigo calla, que te van a oír, y ya sabes cómo se las gastan éstos”. “Ahora dicen que Alemania va a invadir toa Europa”. “Como hizo Italia hace pocos años, en Abisinia”. “Po a ver si nos tenemos que meter otra vez en guerras, con las hambres que estamos pasando”.
Quini y sus socios le habían repetido numerosas veces que tenía que darse prisa en ganar medallas, porque podían volver a meterlo en la mili en cuanto los militares descubrieran que había desertado de la Legión al comienzo de la guerra. Siempre había interpretado tales comentarios como argucias para vencer su resistencia a boxear. De todas maneras, ¿qué más daba? Si lo llamaban a filas otra vez, ojalá se muriera, porque su vida ya no era vida aunque hubiera ganado un campeonato de boxeo.
Todavía deambuló un buen rato, de la entrada del puerto al parque y de Gibralfaro a la catedral. Evitaba las callejuelas, muchas de las cuales seguían taponadas por los escombros. Los derrumbes chamuscados continuaban dominando el paisaje de la ciudad, a pesar de los dos años transcurridos.
Los dioses del Chafarino debían de haberle hipnotizado, porque se sorprendió a sí mismo sentado en el tranvía que lo llevaría cerca de la playa. Llegaron a su nariz aromas entremezclados de de caña, salitre marino y plantaciones de algodón de la Industria Malagueña. Olores cotidianos de una realidad catapultada fuera de lo real. Fue como despertar de un sueño al recibir un mazazo en la sien. Había sido testigo de primera fila de los interminables bombardeos caídos sobre Málaga durante siete meses de resistencia, pero todavía le estremecían los escombros chamuscados por doquier, mirase hacia donde mirase, a pesar del tiempo transcurrido. De no haber presenciado tantas explosiones e incendios, ahora no reconocería muchas de las calles que veía desde el tranvía. Más de doscientos bombardeos exterminadores habían caído sobre la ciudad, sin contar los obuses incontables llegados de la mar las semanas anteriores a la invasión. Decían que ninguna otra ciudad había sufrido un martirio parecido y que Franco había declarado que “tenemos que borrar de la faz de la tierra a esa ciudad enemiga”. Involuntariamente, se santiguó; en lo tocante a su propia familia, lo había hecho: los había exterminado, su hermana Inma inclusive, porque vivir loca y prostituta no era vivir. ¿Qué podía decir al Chafarino, si ni siquiera contaba con un plan de rescate de Inma?
-A lo mejor sólo es una que se le parece mucho -dijo el Chafarino después de palparle todo el cuerpo, para “ver” su nuevo aspecto.
-Mi amigo Fali hizo comentarios que me convencieron más todavía.
-Pero tú no estás ciento por ciento seguro.
Joaquín escrutó dentro de sí. Evocó la expresión recelosa de la que cara que se volvió hacia él en la calle Beatas. No tenía duda de que era ella.
-Pondría la mano en el fuego.
-Entonces, tienes que planificarlo muy requetebién antes de ir allí como un ciclón. Pide ayuda a tus compañeros del gimnasio o… Tendrías que hablar con Mani.
-Ayer pasó a mi lado en el coche y me miró por la ventanilla como si tal cosa; por mi salud que se dio cuenta de quién yo era y ni me saludó.
-¿Estás seguro?
-Claro. ¿Cómo va a pasar a un metro de mí sin reconocerme?
-¿Ya llevabas puesto este traje?
Joaquín titubeó.
-…Sí.
-Entonces, no pongas la mano en ningún fuego, porque saldrías chamuscado. Hace mucho más de dos años que no habéis hablado y ni sueña que puedas tener esta pinta de chico pera.
-Pero leerá el periódico, como to los señoritos. Tiene que haberse enterao de lo del campeonato.
-Yo no lo juraría, Joaquín. Podría no leer el periódico habitualmente, podría no haberlo leído ayer o podría haber pasado la página donde estaba esa información porque no le interese el boxeo. Vete a saber. Tienes muchos motivos para tratar de recuperar esa amistad, que tan esencial fue para los dos, pero ahora tienes el motivo del rescate de tu hermana, si es que al final resulta que es ella de verdad.
Joaquín desvió los ojos hacia el mar, liso como el cristal. Para no estropear el traje sentándose en la arena como de costumbre, había sacado una silla del chamizo y miraba al Chafarino un poco desde arriba, ya que el anciano remendaba las redes sentado en un pequeño taburete.
-A veces llego casi a decidirme a ir en busca del Mani, cogerlo de la solapa y decirle “aquí estoy”. Pero siempre me acobardo. No sé lo que podría llegar a hacerle si me desprecia.
El Chafarino sonrió enigmáticamente.
-No le harías nada, Joaquín. Sé muy bien que no eres capaz de tocarle ni un pelo. Ni él te despreciaría.
-Ah, ¿No? Entonces, ¿qué significa lo de ayer?
El Chafarino se encogió de hombros. El Templao estaba obcecado; no podía discutir con él. Si quería convencerlo, debía dar un rodeo.
-¿Qué plan tienes para esta noche, con respecto a esa que crees que es tu hermana?
-Mi amigo Fali me ha ofrecío negociar en mi nombre con la que sea su jefa; pero si no diera resultao, la sacaré de allí a la fuerza.
El Chafarino fingió abstraerse en su labor y calló durante una larga pausa. Revivió en su mente cuando el Templao, diez hermanos suyos y su madre permanecieron refugiados en su chamizo, y el día que desapareció por haberse alistado en la Legión. El hombre sentado a dos metros de distancia era un ser muy particular y poseía grandes virtudes, lo que no velaba nada su condición de impulsivo y primario. Acababa de emprender un camino que podía solucionar su vida, proporcionarle una existencia cómoda, pero no había comenzado a plantearse ni remotamente la necesidad de cuidar ese camino; despreciaba la cautela y no era capaz de pensar en sacar provecho de una relación de amistad. Generoso, valiente, desprendido, honrado y vehemente, pero muy inconsciente.
-Escucha, Joaquín. Si no has hecho planes sobre cómo rescatarla, habrás pensado por lo menos en un plan de vida para tu hermana. De momento vives en una pensión, que no creo que sea el colmo de la comodidad. No tienes casa donde cobijarla. Además, si todo te fuera bien, quizá tengas que viajar mucho por combates. ¿Cómo y con quién viviría tu hermana?
Joaquín bajó la cabeza. El Chafarino tenía razón.
-Supongo que el Quini…
-¿El Quini, Joaquín? ¿Aquel quinqui que ahora ronda los callejones oscuros de los vicios remunerados de los nuevos poderosos?
Joaquín enrojeció al responder que sí.
El Chafarino volvió a callar unos minutos. Al rato, pareció que hacía un gran esfuerzo para decir:
-¿Esperas solidaridad y desprendimiento de ese menda, Joaquín? ¿De Quini? Es una esperanza inútil. No sólo por su pasado, sino por la personalidad mayoritaria de los malagueños. Nos creemos que somos muy solidarios porque practicamos la solidaridad a distancia, como aquella vez que se colectaron más de cien mil pesetas para ayudar por las inundaciones de Sevilla. Pero aquí sólo se conoce esa clase de solidaridad, la de los problemas distantes, los que no se ven directamente. Si un malagueño viera a su vecino babeando y muriéndose de hambre a la puerta de su casa, pensaría “que se joda” y no haría nada. Tu amigo Quini, ése que ahora quiere hacerse millonario a tu costa, no movería un dedo por ti si te viera pobre e incapacitado. Por otra parte, el mundo de la prostitución es muy peligroso, Joaquín.
-Entonces, ¿qué puedo hacer?
El Chafarino sonrió.
-Yo me preguntaría por las personas que sí que estarían dispuestas a comprometerse por mí.
El Templao se cubrió los ojos con las manos. Si quería salvar a su hermana Inma, no tenía más remedio que ir a hablar con Mani.
En cuanto bajó del tranvía, corrió a tomar el de la Caleta en la Acera de la Marina. Le pareció una eternidad lo que tardó en llegar a la casona de doña Elena la de los barcos. Ante la verja completamente restaurada y repintada, se palpó la ropa. No había un cristal en cuyo reflejo mirarse, pero consideró que el traje le proporcionaba buena presencia y la camisa no estaba muy sucia. Se tiró de las mangas de la chaqueta para tapar los puños un poco deshilachados y palpó las mejillas; tenía un par de esparadrapos cubriendo sendas magulladuras del combate del domingo anterior. La de la izquierda recordaba que era medianamente importante, pero no la derecha. Le pareció que ésta había cicatrizado, por lo que arrancó el esparadrapo correspondiente; pero notó inmediatamente brotar sangre de esa herida, un pequeño hilillo que resbaló, manchando el cuello de la camisa. Decidió que no podía llamar a la puerta con ese aspecto, pero vio que la hermosa cristalera emplomada se abría y una sirvienta le hacía señas de que entrara.
Asombrado, echó a andar con vacilación. Descubrió que había alguien tras una persiana veneciana entreabierta y recordó que Mani le había comentado que doña Elena se pasaba la vida en el gabinete, sentada en una mecedora, cotilleando y mirando por la ventana; llamaba a la servidumbre con una campanilla de plata. No le cabían dudas, ella lo había visto y le mandaba llamar; algo tramaba. Sin embargo, trató de comportarse a su modo:
-Querría hablar con don Manuel…
-Lo siento -respondió la sirvienta-, se fue temprano a los muelles. Pero doña Elena me manda llamarlo a usted.
Sin dudar que él acataría la orden de su poderosa jefa, y sin parar su relato, la criada le precedía ya por un salón muy lujoso, parándose ante la primera puerta a la izquierda.
-Doña Elena –dijo entreabriendo la lujosa madera lacada en blanco-. Aquí está el señor…
-Dile que entre.
Joaquín no la había visto nunca con ese aspecto. Sólo con ropa de calle muy formal o en La Goleta, llena de vendas y heriditas de la sarna. Ahora vestía una bata de satén color azafrán, rematada de volantes en los bordes, que le caían en cascada desde el cuello al pecho. Parecía haber rejuvenecido veinte años. Seguramente le ponían algo en el pelo para disimular sus canas y estaba maquillada como una artista.
-Buenos días, Joaquín. Me he enterado de lo tuyo.
El Templao sonrió, pero comenzaba a barruntar dificultades.
-Me alegro por ti. ¿Vienes a ver a Manuel?
-...Sí.
-Pero tengo entendido que no os habéis vuelvo a ver desde aquéllo…
-Es verdad. No ha habío oportunidad.
-¿Y por qué vienes ahora, por sorpresa?
-Necesito hablar con él.
-¿Y por qué tan de repente? Después de lo que ganaste el domingo, no pienso que necesites pedirle trabajo…
-¡No, qué va!
-¿Te das cuenta de cuál es ahora su posición?
-Sí. Claro. Se le ve mucho en el puerto y tó el mundo habla.
-Y, viéndolo constantemente, nunca te has acercado a él. ¿Te das cuenta? Sin que nadie te lo diga, tú mismo caíste en la cuenta de que ya nunca podrán ser las cosas entre vosotros como antes. Eres listo. Él esta destinado a… bueno, ya lo sabes. Y tiene que mirar con lupa con quién se relaciona, ¿lo comprendes?
Joaquín enrojeció. Ni siquiera sintió rabia ni humillación. Él mismo había pensado lo mismo infinidad de veces: a Mani no le convenía que lo relacionaran con él. Bajó el mentón hacia el pecho con ganas de llorar.
-Tiene usted razón, señora. Quédese usted con dios.
Le temblaban débilmente las piernas mientras atravesaba el jardín, pero se negó a trastabillar.
Sentado en el tranvía, Joaquín contempló la exuberancia floral del estallido del verano con un incómodo sentimiento de extrañeza. Había recorrido ese paisaje la primera vez que mantuvo una conversación larga con Mani, el muchacho prodigioso que se había convertido en su hermano y que ahora le había sido vedado por la vida.
Las flores del paraíso, hibiscos, celindros, glicinas, madreselvas, jazmines, rosas, clavellinas, claveles y muchas otras muy raras formaban una extraña mezcla, una especie de catálogo mundial de las flores más hermosas. El Limonar, la Caleta y los múltiples kilómetros del prolongado paseo eran un mundo aparte, adonde no alcanzaban las miserias por las que Málaga estaba pasando. En el asiento de delante, dos mujeres comentaban que casi nadie estaba preparando júas. Una sombra más en la tristeza que dominaba la ciudad, al menos la ciudad que él conocía. Al parecer, los militares que mandaban no querían que el pueblo si divirtiera con ironías sobre el poder, pero las brevas sí habían llegado a su cita con puntualidad.
No sentía frustración ni rencor por el fracaso de la visita a la mansión de la Caleta; doña Elena tenía razón, no debía perturbar la vida ni el futuro de Mani, pero él continuaba sin resolver el problema de cómo ofrecer una vida cómoda a su hermana Inma cuando pudiera rescatarla.
Sentía un vacío helado cuando se apeó del tranvía en la Acera de la Marina. Deambuló por el dédalo de callejuelas en ruinas sin tener claro qué hacer ni a dónde ir. Faltaba mucho para el almuerzo y bastante más para ir a la calle Beatas, en busca de Inma. Sin proponérselo y como un sonámbulo, se encontró a la puerta de la sastrería donde trabajaba Fali, pero contuvo sus ganas de entrar porque no quería que el sastre permitiese a Fali a salir antes de su hora por ser él quién era. Además, en el fondo, todavía sentía reparos porque la gente pudiera sacar conclusiones erróneas de su relación con un hombre cuya virilidad podía estar en entredicho.
Sin embargo, esperó. A la una y cuarto, Fali salió canturreando “Don Triquitraque” entre dientes.
-¡Vaya, Joaquín! ¿Qué haces aquí?
-¿Te hace un pedro?
-Claro.
Fali conocía a fondo la biografía reciente del Templao. En el primer momento, atribuyó la visita al aburrimiento que debía sentir al no tener que trabajar en el puerto, pero a continuación recordó el plan de rescatar a su hermana. Aunque ni él lo supiera, la impaciencia había conducido sus pasos.
-¿Cuáles son tus planes pa esta noche?
Sin mencionarlo, Joaquín entendió a qué se refería.
-Sea quien sea quien mande allí, ni aunque fuera el lucero del alba, a mí no me van a impedir llevarme a mi hermana. Por éstas.
Fali asintió a su propio pensamiento. No iba a conseguir disuadirlo, porque ambos habían descartado la idea de negociar con la madame.
-¿Vas a ir solo, Joaquín?
-Me basto y me sobro.
Fali volvió a asentir en silencio.
-Pos mira tú, aunque yo no sirva pa una mierda en una pelea, iré contigo.
Joaquín lo miró con gratitud, pero con la firme determinación de no aceptar el ofrecimiento. Después de tomar unos vinos con él, pretextaría ir a orinar y le daría de lado.
Tomaron tantos tragos y comieron tantos búzanos y camarones, que Joaquín perdió las ganas de almorzar y volvió a la pensión para echar una siesta. Durmió casi toda la tarde, despertando cuando aflojó el calor. Dudó si encaminarse al gimnasio en busca de sosiego, pero temió rendirse al impulso de contar al Tetúo lo que iba a hacer, lo que ocasionaría una discusión o que su entrenador se empeñara en acompañarlo, con lo que correría un riesgo muy peligroso para un padre de familia. Él no tenía a nadie en el mundo, nada más que esa hermana que necesitaba rescatar.
De nuevo sintió el impulso de ir a hablar con el Chafarino. Ahora no pensó en el agravio de oír llamar “prostituta” a Viky; en lugar de ello, se preguntó qué podía hacer el anciano ciego, sino hablarle de dioses míticos o de Mani. Poseidón no saldría del agua para acompañarle a rescatar a Inma y Mani le estaba vedado.
Le sobraba un buen rato hasta que hubiera movimiento en la calle Beatas, por lo que dio un rodeo; al pasar ante la fachada principal de la catedral, sintió en los hombros el peso de la escena espantosa que había presenciado dentro, en compañía de Mani, cuando buscaban afanosamente a Inma ttas su primera escapada. El húmedo y viscoso purgatorio de ancianos moribundos y niños muertos. Entró sin apenas proponérselo; aún había en los muros restos de las humaredas de las fogatas encendidas por los miles de refugiados que hubo en el interior, pero habían limpiado ya las cristaleras. Los últimos resplandores del atardecer, casi horizontales, encendían una explosión sideral en los ventanales situados a su espalda. Se volvió hacia los haces multicolores de luz, murmurando una súplica a la cara encendida de Cristo; que no lograran impedirle rescatar y redimir a su hermana; no sabía que, cuatro años antes, Mani había rogado a la misma imagen encontrarlo a él después de que hubiera herido a Serafín, el hijo del barbero.
Precisamente, fue Serafín el primer rostro conocido con que se cruzó tras abandonar la catedral. Le pareció que se reproducía la escena de aquella noche de la quema de júas de 1934, cuando Serafín intentó matarlo y Mani le salvó la vida; Serafín vestía igual que aquella noche y también iba acompaño de varios camaradas uniformados. Las diferencias eran pocas; todos eran algo mayores, insultaban a la gente más modesta con quienes se cruzaban y su descaro era más jactancioso aun.
Hasta ese instante, no había vuelto a pensar en el joven que tan determinante había sido en sus peripecias y en las dificultades compartidas con Mani durante cinco años. De pronto, sintió mucho miedo. Su foto y la victoria habían aparecido en el periódico. No le cabía duda de que Serafín desearía vengarse por el testículo que él le había arrancado; como ahora la situación política le favorecía, si llegaba a darse cuenta de quién era el que anunciaban como el “Acero Templado”, querría arrollarlo.
Se esforzó por sacudirse el nuevo miedo, porque en ese momento necesitaba de toda su entereza; ya había oscurecido y podía emprender su misión.
Se encaminó hacia la calle Beatas; sin darse cuenta, se alzó las solapas como si ellas pudieran embozarle. Temía mucho más al Serafín y sus camaradas que dejaba atrás que lo que le esperaba en el lenocinio.


















XX
Mani vivía en un limbo extraño, narcotizado frente a las reglas de la gente común y su sufrimiento. Percibía como en una borrosa pesadilla cuanto estaba ocurriendo: los fusilamientos sumarísimos, las delaciones por envidia o venganzas personales, el hambre que habría de porducir una generación de malagueños enquencles, el llanto seco que brotaba de los ojos por doquier, pero él vivía anestesiado por la dinámica frenética que le imponía la vida.
En el fondo del subconsciente, bajo la neblina causada por el estupor, se le clavaban espinas cuando oía comentar en el puerto la cascada de ejecuciones que firmaba un fiscal apodado “Carnicerito de Málaga”, un hombre con orejas como soplillos llegado hacía dos años a la ciudad, que Elena Viana Cárdenas había invitado dos veces a comer y a quien le había resultado muy difícil soportar. Las dos veces, escandalizado y con la cabeza gacha, había tenido que aplastarse a sí mismo para no abandonar el comedor abruptamente. En ambas ocasiones había sentido escalofríos recordando sus peripecias de “vengador de los pobres” y al imaginar lo que le haría ese hombre si conociera su pasado.
Para colmo, cada día resultaba más inexplicable la conducta de la señora Von Deer. Eludía quedarse a solas con ella y evitaba hablarle directamente cuando almorzaba en su casa, porque la madre de Pilita le causaba cada día más desasosiego, una incomodidad que no endulzaba la placidez de estar con la muchacha. Le costaba mucho admitir que su intuición fuera acertada: la madre de la que todos consideraban su novia ¿estaría poniéndose en evidencia? Había pocos teléfonos en la ciudad, por lo que acertaba casi siempre que era Pili Von Deer quien llamaba cuando sonaba el de la casa. Solía negarse a bajar a atender la llamada; ordenaba a la criada que le dijera que había salido, aunque ella sabía de sobra que pasaba las tardes estudiando. Los cuatro profesores acudían en horarios sucesivos y el último llegaba a las siete; Mani nunca se ausentaba por las tardes.
Pero Pili Von Deer no se enojaba ni se daba por vencida. La siguiente vez que Mani la veía después de una de tales llamadas no atendidas, siempre le trataba con igual deferencia y con la misma desconcertante e indiscreta untuosidad. Pilita no se daba por enterada. Llegaba a transmitirle quejas de su madre porque “nunca la visitaba en su gabinete”, lo que obligaba a Mani a examinar ala muchacha con suspicacia y una pregunta en los labios que nunca se decidía a formular. Temía que Pilita alentase conscientemente los devaneos de su madre, aunque desechaba en seguida la idea, escandalizado.
Doña Elena no perdía oportunidad de fomentar lo que consideraba su proyecto capital para el futuro de Mani.
-¿Has confirmado ya la excursión al Escorial con Pilita?
-No. La he suspendío y ella lo sabe ya. Arriban dos barcos aproximadamente los mismos días.
-No te preocupes. Ya me encargaré yo.
Mani la miró, extrañado. Doña Elena salía a la calle cada día menos y apenas abandonaba su cómoda butaca del gabinete. No la imaginaba pasando cuatro o cinco horas de pie, en los despachos de los dos barcos, visando papeles.
-¿Usted irá a los muelles?
-No, hombre, claro que no. Mandaré al abogado.
-No se preocupe. Pilita ha decidío aprovechar la semana que viene pa ir a Motril con su padre, a visitar a su abuela, que sigue sin aprender español.
-Esa vieja es la caraba. Con treinta y siete años que lleva aquí, ya podría chamullar un poquillo, y no tener que obligar a su hijo, su nuera y sus nietos a que vayan a visitarla pa poder hablar de vez en cuando. Aplaza el viaje al Escorial pa la otra semana.
-No sé. Me falta poco pa terminar el “curso” con dos maestros. Ya veremos.
Elena Viana-Cárdenas James-Grey contempló a Mani con cierto pasmo. Tenía una personalidad tan firme e insobornable como la de su abuelo, Francisco Manuel Robles del Altozano, pero a veces la sacaba de quicio.
-¿No te estás pensando demasiado lo de Pilita?
-¿Qué?
Mani conocía la impaciencia de doña Elena al respecto.
-Lo sabes de sobra, Manuel. Es urgente que te la asegures.
-Aún no he cumplío los diecisiete; y ella, tampoco.
-Pero me cuentan y no acaban de los pretendientes que tiene.
No era doña Elena la única que le hablaba de lo mismo. Todos sus relacionados parecían haberse conjurado para obligarle a formalizar el compromiso con Pilita. Recurrían a multitud de alusiones, metáforas o consejos explícitos. Pero lo pasaban muy bien juntos y ella no mostraba interés por los numerosos galanteadores que esperaban bajo su ventana. Sin pensarlo conscientemente, Mani creía que Pilita le pertenecía y jamás le traicionaría. Un día bajarían del brazo las escalinatas de la catedral entre lluvias de arroz y flores.
-Ayer preguntó un señor por usted.
Escuchó distraídamente la información de la criada. No era raro que le hablase de visitas de desconocidos, que siempre eran peticionarios de favores.
-Era el que ganó el campeonato de España de semipesaos en la plaza de toros. Todavía traía cardenales en la cara.
-¿Quién?
-Ese boxeador malagueño, que está jamón.
Al primer momento, Mani no imaginó de quién podía estar hablando. No sabía nada de boxeo ni plazas de toros. En realidad, se ocupaba de poco más que los barcos de doña Elena. Pero al repetirse interiormente la pregunta, sintió un pálpito.
-¿Cómo es ese hombre?
-Salió anteayer en el periódico. Si me espera usted un momento, creo que todavía no lo hemos tirao.
-Tráigamelo.
Con una mezcla de sentimientos muy incómoda, casi espinosa, unos minutos más tarde comprobó que el fotografiado era Guaqui el Templao. Tuvo que sentarse, porque no era capaz de soportar el torbellino de su pecho.
En el centro de la ciudad, otro torbellino estaba formándose.
Habían pasado dos días desde que hablara por última vez con Fali y no había vuelto a verlo, por lo que el Templao se sobresaltó. El joven que se había convertido en su asistente personal esperaba apoyado en la pared, junto a la puerta de la mancebía de donde había visto salir a su hermana.
-¿Qué haces aquí, hombre de dios?
-¿A ti qué te parece?
-No vayas a meterte en trifulcas. Tú déjamelo to a mí.
-Si crees que voy a permitir que te maten, sin más, te equivocas.
-Mira, Fali. Por tu madre; no te metas en berenjenales que tú no controlas. De toas maneras, no va a pasar ná.
-Si tú lo dices…
-¿Sabes cómo se llama la jefa?
-Toas las madames de las casas de trato se llaman Carmen.
-Vale. Voy pa dentro. Haz el favor de date el piro ahoritita mismo.
Fali quiso hacer un último intento de disuadirlo:
-Hace poco, he visto entrar a la Viky…
Joaquín se detuvo bajo el dintel, pero sólo dudó un instante.
-Ya me ocuparé de eso –dijo, vacilante-. Ahora toca lo que toca.
Entró en el zaguán y empujó la cancela de afiligranado hierro forjado. A Fali le parecieron muy impropios sus ademanes, acentuadamente chulescos; anticipó que las mujeres que acudieron zalameras a saludarlo iban a enfadarse cuando supieran el motivo de la visita.
Desesperantementelenta, pasó más de media hora.
Mani se asomó a la ventana para ver partir al último profesor de esa tarde. Temía haberle causando enfado, porque había permanecido toda la lección distraído, preguntándose para qué querría verlo el Templao y por qué no le había dejado un recado. Mientras miraba a través del cristal, sintió al principio una alarma inconsciente, como una luz débil a la que no se le presta atención, pero en seguida se convirtió en un aullido sordo que le erizó la piel, Había cuatro hombres parados cerca de la verja, señalándose entre sí la casa; cuando consiguió enfocar biern la mirada a pesar de la preogresiva penumbra, vió que vestían de falangistas y uno de ellos era Serafín. Todos los dramas de su temprana adolescencia pasaron vertiginosamente ante los ojos de su memoria; el disparo de Serafín que le había perforado el pulmón, causándole cuatro meses de coma; la lucha a las puertas de la barbería del padre de Serafín, donde la familia Robles del Altozano pudo morir en masa; la salvaje violación de la hermana del Templao; la paliza en el parque, aquel día de carnaval que tanto había deseado la muerte; la noche que Serafín y sus secuaces pudieron matar al Templao… ¿Trataban de averiguar o le estaban vigilando? ¿Se disponían a asaltar la casa como cuando lo hicieron en busca de la hermana de Serafín, Angustias, que se había fugado con su hermano Miguel? ¿Querían confirmar su presencia para denunciarlo al carnicerito? No podían hacer otra cosa en ese lugar que buscarle a él. Tenía que hacer algo en seguida, ¿pero qué? ¿Hablar con doña Elena, pidiéndole que llamase a alguno de sus poderosos amigos?
No, no podía hacer eso; tal clase de gestiones forzarían a la anciana a explicar el pasado de Mani, sus disparatadas hazañas de líder precoz, cuando no nombraron “vengador de los pobres”. Tuvo que sentarse para tratar de dominar el temblor. De la presencia de Serafín ante su casa y a esas horas sólo podía esperar lo peor. Evocó la primera vez que lo había visto vestido de esa guisa en la barbería de su padre, unos cinco años antes, cuando nadie de cuantos lo rodeaban, ni el mundo entero, imaginaban que pudiera desatarse en España una guerra tan cruel y fratricida:

A medio cortar el pelo, se entreabrió la puerta que comunicaba la barbería con la vivienda, y Serafín, el hijo de Gustavo, un muchacho algo mayor que el Templao, asomó la cabeza; sólo la cabeza, como si no quisiera descubrir el cuerpo ni la ropa que vestía, aunque Mani llegó a ver de pasada el cuello oscuro de su camisa y la corbata, prendas insólitas en el barrio. Serafín miró a los dos parroquianos que aguardaban turno y a Mani en particular. Al verlo, cerró precipitadamente la puerta para ocultarse. Mani se preguntó el significado de sus precauciones y su expresión de cautela.

Súbitamente, Fali observó que salía corriendo una mujer del prostíbulo de calle Beatas, ante el que permanecía esperando a Joaquín. La prisa fue lo que llamó su atención, y entonces se dio cuenta de que se trataba de la muchacha que el Templao afirmaba que era su hermana. Casi pisándole los talones, salió éste, suplicando:
-Inma, por la Virgen, escúchame…
Ella se apresuró con zancadas dirigidas hacia calle de Granada. De inmediato, y a pocos pasos de ellos, salieron tres facinerosos notorios por sus trazas, que debían de ser los “cuidadores” del local.
Fali gritó:
-Joaquín, corre y quítate de enmedio.
El Templao volvió la cabeza y, en vez seguir el consejo de Fali, se paró y agitó los hombros y brazos con ademán retador, mientras decía:
-¿Qué pasa, queréis algo?
Cayeron los tres simultáneamente sobre él.
Los primeros momentos, se produjo una especie de ballet, en el que Joaquín parecía el primer bailarín rodeado de tres coristas; el flamante campeón de España eludió muchos golpes, consiguió acertar varios en las mandíbulas, pero recibió muchos más de los que esquivaba. Puñetazos, tirones de pelo, arañazos, puntapiés, tarascadas… En el momento de caer al suelo, notó que la mujer que parecía ser Inma había desaparecido; instante en el que recordó, como un fogonazo atronadore, un detalle muy sospechoso: En el primer encuentro con Quini, éste había afirmado de pasada que Inma estaba viva. ¿Por qué sabía él eso? No pudo seguir especulando, porque recibió una dolorosa patada en el costado y a continuación llovieron los puntapiés en aluvión; mientras, uno de los tres cogió una pesada silla de aneas de un portal y se puso a sacudirle en el vientre y el pecho.
Sintió un dulzón vómito de sangre en el momento que anticipó que perdería pronto el conocimiento.
Fali giró muchas veces en torno al tumulto, sin atreverse a intervenir pero sintiendo que tenía que hacer algo, porque Joaquín iba a salir malparado y hasta podría morir. Su lucha interior nadie podía notarla, pero había mucho miedo en su pecho, conciencia de sus limitaciones y cobardía en su cabeza, y en su corazón, el impulso iluso de ayudar a Joaquín. No sabía si lo amaba pero sí sabía que el boxeador era el único hombre muy macho que no se había burlado de él y que hasta le había dado su amistad. Miró hacia la parte alta de la calle; un poco más arriba, en el cruce de una callejuela, había una carbonería, donde se plantó de un salto; las carbonerías de aquel tiempo vendían también leña, de la que había un montón contra la pared derecha que alcanzaba el techo. De una ojeada, localizó una tranca que podía abarcar su mano y medía casi un metro. Echó a correr enarbolándola; para no darse tiempo a dudar de nuevo, cayó sobre los tres hombres enloquecidos a los que la enorme mancha roja del pecho de Joaquín no había disuadido. Siguión una suerte de éxtasis místico, durante el que se sintió a sí mismo levitar entre cabriola y cabriola, con los ojos desencajados pero ciegos para cuanto no fuera los puntos hacia donde asestaba la tranca. En un arrebato tal que jamás en toda su vida consiguió explicarse, Fali golpeó y golpeó las tres cabezas, repetidamente, casi en la misma pirueta; los tres hombres cayeron sin conocimiento, con fuentes de sasngre ern los cráneos, dos de ellos sobre el cuerpo de Joaquín. Desde el suelo y la semi inconsciencia, éste se preguntaba de dónde sacaría Fali tantas agallas, cuando siempre lo había considerado poco hombre.
-Hijos de puta, lo han siquitrillao –dijo con tono gutural una meretriz, pupila de un prostíbulo distinto del que Joaquín había visitado.
-Hay que levantarlo, que está echando sangre por la boca, no vaya a asfixiarse –indicó un tabernero arrodillándose junto a Joaquín.
-Ojú, si es el que ganó el otro día el campeonato de España… -se sombró la prostituta.
-Ayúdeme usted – pidió Fali al tabernero, pasando su brazo por la espalda de Joaquín- A ver si podemos llevarlo entre los dos a la pará del taxi.
Media hora más tarde, frente a la playa, Fali se dispuso a ayudarlo a salir del vehículo.
-¿Dónde es?
-Aquel chamizo –respondió Joaquín-. Pero no puedo andar y tú solo no vas a poder cargarme. Déjame aquí y corre a avisar a mi amigo. Se llama Omar Medina. Cuéntale lo que ha pasao.
-¿Por qué no vamos al Hospital Civil? -repitió Fali por enésima vez.
El Templao señaló con un gesto al taxista para que bajase la voz. Susurró al oído de Fali:
-Las monjas me conocen de sobra, Fali; con las cosas que están pasando, es más que posible que me denunciarían.
-Eres campeón de España de semipesados, Joaquín.
-Eso no me salvaría si el Carnicerito de Málaga se entera de quién soy. Avisa a Omar, haz el favor.
Un par de minutos más tarde, Fali volvió con el Chafarino; el anciano ciego obligaba al joven a correr.
-¿Qué te ha pasado, Guaqui? –preguntó el viejo redero palpando el pecho del Templao.
-Ná. Que ha habío una tormenta de palos.
-Ayúdame -pidió el Chafarino a Fali.
Entre los dos, llevaron a Joaquín en volandas hasta la cabaña. Una vez acomodado el Templao en una silla, el Chafarfino pidió a Fali que lo desnudara. El anciano fue palpando primero las extremidades, el vientre y el pecho. Se detuvo mucho rato en el cráneo y el cuello.
-Creo que no tienes ningún hueso roto, pero habría que llamar a un médico para estar seguros. ¿Has hablado ya con Mani?
-No –respondió el Templao con voz ronca.
El Chafarino apretó los labios.
-Entonces, tendremos que llamar a… ¿cómo se llama? ¡Quini! ¿No es él el que te ha metido en lo del boxeo?
-Sí. Pero de pronto no me fío de él ni mijita.
-¿Qué ha pasado?
-Mientras estaba peleando esta tarde, me ha dao por acordarme de que un día que me lo encontré cuando el Mani y yo volvimos a Málaga, me dijo que mi hermana no había muerto.
El Chafarino apretó los labios.
-¿Estás seguro, Guaqui?
-Sí. En aquel momento pensé que se había confundío, pero ahora me mosquea una pechá.
-En efecto, es muy raro que ya entonces hiciera esa afirmación. Pero a ti tiene que verte un médico y… Hay un asunto que me viene preocupando hace varios días. Tú desertaste de la Legión; aunque todavía no te hayas llevado un disgusto con ese antecedente, en estos momentos debería preocuparte, y mucho. Lo que está pasando con ese encantador de serpientes de Alemania puede tener consecuencias en España. Sus discursos apuntan a que tiene ambiciones territoriales en todas sus fronteras, lo que sumado a su locura evidente, podría llevarlo a intentar invasiones en busca del expansionismo alemán. Eso desataría una guerra, por fuerza; y si Alemania entra en guerra, se cobrará con creces la ayuda que le dio a Franco. Así que no te extrañe si se meten en averiguaciones y se dan cuenta de que eres un desertor. No parece que tengas nadie más a quien pedir ayuda que ese quinqui indeseable. ¿Sabes dónde vive?
-Más o menos. Dicen que se ha apoderao de un caserón de la calle Cuarteles.
-Pues escríbele una nota y que vaya este amigo tuyo a traerlo.
-Vale.
Una vez que Fali se ausentó, Joaquín habló bajito:
-Se me van a revolver las tripas cuando lo vea entrar. No voy a conseguir decirle ná más que preguntarle por mi hermana Inma.
-No lo hagas –aconsejó el Chafarino-. Ahora, lo urgente es que te recuperes de esta paliza y conseguir que ese quinqui se ponga en marcha para evitar que te manden a la Legión, al calabozo y, a continuación, a la guerra. Lo de tu hermana podrás gestionarlo mejor si andas sobre tus pies.
-Tiene usted razón, Omar; es que, pa colmo de los colmos, he visto al niñato aquél, el hijo del barbero, el fascista que tanto daño nos hizo a tós. Ahora que mandan los suyos, querrá arrancarme los dos huevos porque yo le arranqué uno. No sé si me vio, pero imagino que me habrá reconocío en los periódicos del otro día. De ese puede esperarse lo peor; también habría que recordárselo al Mani. Pero las túrdigas me están pidiendo a gritos que vaya a buscar a mi Inma.
-¿Tienes idea de dónde vive tu hermana?
-No. Sólo sé dónde trabaja.
-¿Crees que volverá a ese lupanar, después de lo que ha pasado esta tarde? Si le queda algo de raciocinio, juraría que va a poner toda la distancia que pueda de por medio. No puedes emprender su búsqueda sin datos. Nadie con dos dedos de frente embarca en una nave que no sabe a dónde va. Acuérdate de que el mismísimo dios de la mar, Poseidón, traza meticulosamente sus planes antes de meterse en guerras con sus hermanos. Lo primero que tienes que hacer es entrar en averiguaciones, inclusive con Quini; si hace dos años ya sabía que Inma no había muerto, sólo cinco días después de que tú la creyeras muerta, seguro que no será lo único que sepa. Echa mano de la calma de tu apodo y tu temperamento, y trágate este asunto pero no bajes la guardia. Si no te crees capaz de camelar a Quini, para servirte de sus influencias y evitar que te alisten, y sonsacarle sobre tu hermana, finge que estás medio inconsciente y déjamelo a mí, que te conozco demasiado bien.