lunes, 26 de julio de 2010

INDIANOS, UNA FORMA DE HEROISMO. 2 -Epopeya en tierras extrañas


2-EPOPEYA EN TIERRAS EXTRAÑAS
Es posible que sólo un emigrante pueda comprender la magnitud y la hondura del verbo esperar.
En todas las grandes ciudades hispanoamericanas hay un lugar donde se concentran los quioscos de prensa principales, que importan periódicos europeos. Los de cada país llegan un día específico de la semana, incluyendo diarios y semanarios, independientemente de que exista en la ciudad de acogida una edición especial de algún diario español. Causa una congoja inenarrable asistir a un espectáculo que se repite con monotonía: en Caracas, por ejemplo, hay una calle llamada Sabana Grande, en cuyo arranque, un poco más ancho que el resto, se sitúan dos grandes quioscos que reciben los martes publicaciones de España. Suponiendo que los repartidores lleguen habitualmente a las 11 de la mañana, si se visitan a las 9.30 ó a las 10 las cafeterías de alrededor es posible oír más acento español de lo acostumbrado. Anhelantes, los emigrados acechan como almas en pena, con ojos hambrientos, la llegada de la furgoneta que reparte los periódicos.
En cuanto esa furgoneta se acerca a uno de los quioscos, el revuelo es como la “carrera del oro”, porque no es raro que algún diario se agote en seguida. Y es que no todos los que esperan son hacendados ricos o profesionales libres. En muchos casos, se trata de empleados que han pedido un par de horas de permiso para ese fin concreto. Porque no todos ni la mayoría, realizan sus sueños.
A las penurias para pagarse el pasaje y los problemas de la travesía, había que añadir las dificultades de adaptarse cuando llegaban a sus ciudades de acogida. Hay que considerar que mudándose dentro de España de una región a otra ya se encuentra diferencias que producen extrañeza y, a veces, incomodidad; la mudanza a otro país en tierras tas lejanas entrañaba siempre choques culturales inmensos; no sólo por los horarios, formas de entender la diversión o la extrema rareza de las comidas; sobre todo, se trataba del espíritu con que encarar la vida; siempre hay que tener muy presente que nosotros los españoles entendemos el día a día de manera distinta a todo el mundo; no es que sea para sentirse muy orgulloso, pero es verdad que el vitalismo español, tanto en Cataluña, como en Andalucía como en Galicia, no se da en ninguna parte y menos en los países hispanoamericanos. Nadie come a las tres en todo el mundo. Ni cena a las once. Ni trasnocha a diario. Esas cosas, que algunas pueden parecer perniciosas, no las hace nadie salvo en España.
Los emigrantes no solían viajar demasiado informados sino que, con frecuencia, llegaban con una visión sumamente desenfocada, inducidos por los emigrados anteriores, que ocultaban sus vicisitudes y sólo hablaban de glorias. Fueron innumerables los que se sintieron defraudados en sus expectativas. El proceso de adaptación presentaba unos peldaños para los que nadie los había preparado. Casi siempre, la realidad, crudísima, desbarataba los sueños. Cuentan muchos que al rato de llegar, caminaban sin rumbo por las cercanías de los muelles, llevando en la mano un papel con una dirección escrita, cuyo camino nadie les señalaba.

Hubo un recodo de la Historia en que Hispanoamérica fue extraordinariamente solidaria con los españoles; el exilio republicano halló en algunos países, como Colombia o México, amables y acogedores refugios donde no sólo sobrevivir, sino, también, llevar adelante sus proyectos intelectuales. Refiriéndose a la contribución de los emigrantes políticos republicanos españoles en Colombia, la escritora María Eugenia Martínez Gorroño escribe: “A partir de 1934 el Partido Liberal en Colombia inició un proceso de renovaciones e impulsos gubernamentales con la intención de industrializar y modernizar el país. Como base imprescindible se planteaba la reforma del sistema educativo. A consecuencia de la caída de la II República (española) varios exiliados españoles, ya en territorio francés, buscaban un destino americano donde ubicar su exilio y algunos de ellos fueron invitados y seleccionados para establecerse en Colombia. Los proyectos y necesidades ocasionaron la preferente ubicación profesional de los exiliados españoles hacia el campo profesional de la enseñanza, principalmente universitaria. Así la Universidad Nacional, en periodo de estructuración y la Escuela Normal Superior, entidad creada para solventar la carencia de profesorado cualificado para enfrentar la reforma, se convirtieron en las dos entidades en donde los exiliados españoles prestaron sus servicios. En ellas no sólo impartieron clases, sino que contribuyeron a la creación de nuevos estudios y especialidades. Varios exiliados españoles fueron el motor fundamental para la creación de nuevas facultades, centros científicos y de investigación que se convirtieron en el punto de partida para el inicio de nuevas ciencias, en donde se formaron los primeros especialistas del país”.
El exilio republicano, una de nuestras cíclicas emigraciones forzosas, fue oportunamente beneficioso en el caso de Colombia y sumamente útil para muchos otros países hispanoamericanos. Curiosamente, éstos exiliados que se consideraban a sí mismo emigrantes “muy provisionales”, figuran entre los que más han permanecido en sus lugares de acogida, pero sin dejar de añorar el jamón de Jabugo y las gambas a la plancha.

Los españoles que vivían en tierras lejanas igual que Santa Teresa, “sin vivir en mí”, nunca rindieron su esperanza y habitaban la ciudad de su emigración años y años sintiendo que se trataba de algo transitorio. Tal es la razón de buscar las noticias de España como alimento de primera necesidad; acudían a comprar el periódico de su preferencia pero lo hacían generalmente mucho antes de la llegada, por si se agotara; por tanto, esperaban y esperaban, sin importar cuánto.
Y esperar, no pararon de hacerlo durante el tiempo que duraba lo que sus corazones interpretaban como exilio.
La espera suprema era, por supuesto, la fecha en que podría tomarse un avión o un barco que se dirigiera a España.
Pero vistos desde España, desde las localidades donde quedaron sus familiares, los emigrantes viven vidas maravillosas. Recorren territorios fabulosos, contemplan paisajes mitificados en el cine y los reportajes, miran de cerca animales que los permanecientes sólo pueden contemplar en las revistas o los documentales de la 2. En la creencia de los que permanecieron, el emigrante es incomparablemente feliz y privilegiado, porque experimenta sensaciones y placeres que ellos no podrán experimentar jamás.
Ésa es una de las visiones más distorsionadas que puede ofrecer el desconocimiento. Un desconocimiento basado en la creencia de que la universal forma de vivir es la suya, que llega a constituirse en prejuicios sumamente injustos.
Los sociólogos ven la emigración como un factor de corrección de las diferencias de densidad poblacional y de riqueza entre estados. Así, fríamente; si en su país hay un veinte por ciento de parados, soluciónelo enviándolos al purgatorio de la emigración. Que sus hijos crezcan sin padre es cosa suya. Que se les rompa el alma es una fatalidad que tendrán que sufrir los desplazados.

Y aunque se iban muchos padres de familia cuyos hijos crecían como desconocidos, fueron muy numerosos los hombres prácticamente adolescentes que se marchaban porque habían crecido bajo la convicción de que la emigración iba a ser su única e insoslayable salida. En los últimos años del XIX y los primeros del XX, centenares de miles de jóvenes se marcharon de Asturias, Cantabria y otras zonas del Cantábrico, y cruzaron el Atlántico en busca de una vida mejor. Abundaban los adolescentes y hasta niños menores de 17 años, edad límite en que podían librarse entonces del servicio militar.
La realidad no es nunca el espejismo que se cree ver a la distancia. Es duro vivir en cualquier parte, hasta en el paraíso, porque acechan serpientes, pero lo es más si uno es cierta clase de inadaptado que, por esperar y esperar, posterga una y otra vez la decisión de “renacionalizarse”. Hay emigrantes españoles que han vivido fuera treinta o cuarenta años conservando el pasaporte. Por muy bello y privilegiado que parezca el que el emigrante viva en un país exótico, las dificultades acechan en cada recoveco de la vida. Y si se es español, está la cuota de nostalgia añadida de ese modo de entender la vida que nosotros tenemos, que nunca se parece ni remotamente a la manera de entenderla en la ciudad de acogida, por mucho que hablemos de “países hermanos”. Los llamados “países hermanos” de América no se parecen mucho a España, salvo el idioma, y a veces ni eso. Podría decirse como aquel escéptico inglés que aseguraba que lo único que diferenciaba a Inglaterra y Estados Unidos era la lengua. Hay muchas maneras de hablar el español, y lo vemos sin necesidad de salir de España, pero la realidad es que en muchos casos es difícil entenderse con un sudamericano en su país, aunque hable su versión del idioma. Pero los modos de vida tienen poco que ver con los nuestros. Es muy posible que, prescindiendo del idioma, uno pueda sentirse más en casa en Nueva York que en Quito, pongamos por caso. Y para colmo, en el centro de Nueva York, los aledaños de Times Square, se oye más español que inglés.
Percibimos todo lo desconocido como peligroso. Ésa es una constante de la condición humana, pero el peligro en bastantes lugares de América es real. A veces únicamente por la feracidad de su naturaleza, exuberante hasta en la producción de infecciones y hongos. Otras veces, la peligrosidad la exhiben maneras de entender la sociedad y las jerarquías y otras, la persistencia y desarrollo de algo que fueron los comerciantes de la Casa de Contratación de Sevilla los que lo llevaron allí: la corrupción. Es imposible describir el miedo que, siendo completamente inocente y arcangélico, puede uno sentir en ciertas ciudades de América Española cuando se acerca un policía.

Puede que no sea transmisible a otros la experiencia muy personal de sentirlo todo como extraño, como hostil. A quien permanece y se desarrolla en una misma ciudad y evoluciona junto a ella y al mismo ritmo que toda una comunidad, le resultaría incomprensible el relato de algunas circunstancias. Contaba un emigrante una anécdota ocurrida en la ventanilla de control documentario del aeropuerto de cierta gran ciudad hispanoamericana. Había viajado por medio mundo y, en el origen, había pedido visa en su ciudad de partida para ingresar en ese país; el sello de la visa consignaba el número de pasaje que el emigrante presentó en aquel momento, pero en un viaje largo es muy frecuente cambiar de ruta por múltiples circunstancias y el que mostró al cabo de dos meses en la ventanilla mencionada ya no era el original. El funcionario examinó con mucho detenimiento el número una y otra vez, así como el rostro del emigrante; lo miró socarronamente y en vez de rechazar su ingreso, le dijo:
-¿Sabe usted que yo puedo rechazar su ingreso y hacerle dar media vuelta, para ir de nuevo a Los Ángeles? También podría encerrarlo setenta y dos horas.
Como es lógico, el emigrante se quedó de piedra, preguntándose con angustia qué podía hacer. Dudó unos instantes, calibrando la dimensión del lío en que se había metido, cuando sintió una mano que se posaba en su hombro y le hacía volver la cabeza.
Un norteamericano bastante mayor y con apariencia de muy experto, le dijo en inglés, por lo bajo:
-Mete un billete de veinte dólares en el pasaporte y dáselo al policía.
Maravillado, el emigrante comprobó instantáneamente el efecto. Sus problemas acabaron ahí.

Algunas dificultades no eran tan anecdóticas. En realidad, muchas de ellas no tenían nada de divertidas. Con relación a la guerra independentista de Cuba, Ramiro de Maeztu, conocedor de los tremendos y muchas veces insoportables sufrimientos de los emigrantes, escribió en “Los españoles en América”:
“Es curioso que la revolución actual de Cuba haya anunciado la adopción de medidas contra los comerciantes españoles. No será la primera vez que una revolución americana persiga a nuestros compatriotas. Tampoco será la última. El comercio español en América es una de las cosas más florecientes del nuevo mundo, y las revoluciones suelen ser enemigas de las instituciones que prosperan. Tampoco son afectas a las órdenes religiosas, que en América suelen estar constituidas por españoles, y que también progresan lo bastante para afilar los dientes de la envidia. Si la gobernación de los pueblos hispánicos estuviera dirigida por pensadores políticos de altura, lo que se haría es estudiar con toda diligencia el secreto de las instituciones prósperas y desentrañar sus principios, a fin de aplicarlos y adoptarlos a las otras: al ejército y a la enseñanza pública, al régimen de la propiedad territorial y al de la dirección del Estado. El lector puede estar seguro de que no hay en América instituciones de estructura más sólida que el pequeño comercio español y las congregaciones religiosas. El día en que el espíritu de conservación de nuestra América se sobreponga al instinto revolucionario, no cesarán las prensas de estampar libros que estudien uno y otras”.

Contrariamente a lo que se afirma, los españoles han ido encontrando con bastante frecuencia incomprensión y hostilidad en algunos sitios americanos, a partir de Fernando VII y el proceso que le siguió. Curiosamente, tales actitudes eran sostenidas por personas apellidadas Sánchez, Rodríguez o García. Junto a algún himno nacional en el que se afirma que nos arrancarán el corazón, hay sitios en el que se cuentan episodios protagonizados por colonizadores españoles que practicaban el canibalismo (¡). Esa clase de reproches y disparates eran producto de los inventos nacionalistas, que mienten y distorsionan siempre la historia porque tienen que convencer a sus seguidores de la peligrosidad del odiado; lo curioso es que luego, en la cotidianeidad, esos sentimientos no se ponen habitualmente de manifiesto. Hay muchas ciudades donde las élites presumen sin excepción de antepasados españoles, ufanándose de apellidos más o menos hidalgos; recurren con frecuencia a pretensiones de biografías heroicas que son verdaderos prodigios de imaginación.
Sorprendentemente, hay muchos países donde el ideal físico humano siempre es el español del tópico. Castaño, altanero, con bigote ellos o melena larga y rizada ellas. María Félix y Jorge Negrete podrían ser paradigmas de ese ideal

Aunque parezca extraño, dado los muchos brasileños que inmigran aquí ahora, todavía son bastantes los españoles que residen en el Brasil. Los grandes flujos migratorios españoles hacia ese país tuvieron lugar en torno a tres ciclos históricos. Durante el final del siglo XIX, la década de 1889 a 1899, se fueron a Brasil 175.000 españoles. Es la época de la regencia de María Cristina y la guerra de Cuba, lo que tuvo enormes repercusiones sobre el fenómeno migratorio. Después fue durante la década de 1904 a 1914, cuando saltaron a aquel país un total de 243.600 españoles. En 1914 comenzó la guerra europea y se produjeron muy grandes y violentas agitaciones sociales en España (semana trágica, campañas de Marruecos, etc.). Por último, hubo otro gran flujo de emigrantes en la década de 1951 a 1961, con un total de 105.845, porque el final de la guerra europea coincidió también con enormes movimientos de emigrantes españoles. El idioma no ha sido en Brasil nunca un inconveniente, entre otras razones porque toda la gente educada habla fluidamente el español. Hubo españoles que se hicieron muy ricos y vivieron razonablemente felices en esa tierra. Muchos de ellos, para nuestra sorpresa, abrazaron los ritos animistas de Umbanda y algún gallego o andaluz llegó a ser “pãe de santo”, que es una especie de sacerdote de esa religión. A despecho de este síntoma profundísimo de adaptación incondicional, y a despecho también de la postal turística, la vida en Brasil es muy dura para quien esté acostumbrado a otra cosa.
La última oleada de españoles emigrantes hacia América Hispana se produjo en los cincuenta del siglo XX. Aunque ya había comenzado la emigración a distintos países europeos, algunas repúblicas americanas todavía se sugerían como destino deseables para los españoles. Argentina, Venezuela y Brasil fueron los principales países hacia donde subsistió el éxodo.
Además de la nostalgia, la añoranza, el amor insatisfecho y el deseo de abrazar a los parientes, la vida de un emigrante puede ser catastróficamente dura. Desde el mismo acto de emigrar.

Hubo un tiempo en nuestro pasado reciente en que, por las dificilísimas circunstancias sociales de los cuarenta, emigrar era una necesidad perentoria y, como vemos hacer ahora a los que llegan del Sur, muchos jóvenes españoles se jugaron la vida en embarcaciones que no se llamaban “pateras” pero venían a ser muy semejantes. Un grupo en concreto, se reunió para comprar conjuntamente una barcaza marinera en las costas entre Málaga y Cádiz y sin conocimientos marineros apenas, iniciaron una odisea digna de Jasón y sus argonautas. Primero buscaron sin ninguna pericia Las Canarias, imitando a Colón, que era lo que a algunos de ello les parecía lo más astuto de la historia. Una vez allí, y después de varios días de indeterminación y miedo, y tras mucho preguntar, se hicieron a la mar con más pánico que esperanza; pusieron rumbo al Oeste, confiando más en la suerte que en un plan que no tenían. Azotados por olas descomunales, y a los pocos días por el hambre y la sed, siguieron obsesivamente la derrota del Sol poniente y fueron y fueron adelante hasta llegar a perder el sentido del tiempo y el espacio.
Se habían propuesto llegar a las costas de Venezuela, y les parecía que el rumbo que estaban siguiendo les llevaría allí de cualquier modo, fuesen cuales fueran los inconvenientes que se les iban presentando. Desfallecidos, con algún muerto a bordo y los demás casi a punto, y más de la mitad queriendo lanzarse al agua para acabar el viaje de una vez, fueron perdiendo la conciencia bajo un Sol despiadado hasta que la barcaza acabó navegando a su aire, sin gobierno ni acechanza de ninguno de ellos. Soñaban paraísos que no encontraban en su debilidad de moribundos, y no llegaba ningún alcatraz a despertarles con sus graznidos para avisarles de que la tierra estaba a la vista. La riqueza aparecía ante ellos retrocediendo burlona y cubierta de una niebla remota, donde las ilusiones se volvían de hielo, y el oro dejaba de brillar, eclipsado por la desesperanza de la pesadilla. El próspero paraíso soñado no era de este mundo, o al menos no era del mundo al que ellos pertenecían. Antes de perder el último viso de conciencia, se convencieron de que no había en la tierra nada que se les permitiera ambicionar.
Nunca supieron calcular ni aproximadamente el tiempo que vivieron en ese limbo sin objeto. Todos, en sus ensoñaciones febriles, crían que habían muerto y ya nada podría hacerles volver al proceloso mar donde derivaban sin rumbo.
Un día, despertaron mientras iban siendo depositados en una playa de arenas de color salmón claro, transportados en brazos de hombres desnudos. Cubiertos de plumas a modo de galas en la cabeza y con las caras extrañamente pintadas, aquel pueblo les alimentó y les cuidaron todos ellos, incluidas sus sonrientes y abnegadas mujeres, hasta que fueron consiguiendo ponerse de pie después de algunos días.
Tardaron aún algún tiempo en averiguar que no habían alcanzado las costas de Venezuela, sino las de Brasil, pero sí comprobaron pronto que aquel pueblo aborigen, primitivo pero nada salvaje, les había salvado la vida.
Acabaron hablando el curioso “portuñol” (mezcla de portugués y español) que hablan casi todos los españoles de Brasil, y muchos alcanzaron la prosperidad allí y vieron con el tiempo que sus hijos y nietos sólo hablaban portugués, mientras ellos soñaban todas las noches con regresos quiméricos atiborrados de bacalao al pil-pil, pulpo a feira y chorizo de Cantimpalo.


Pocos que no hayan visto desde muy cerca el fenómeno conocen la infinidad de motivos, percances y decepciones que han abonado el sufrimiento de los emigrantes durante toda su historia. Con motivo de la celebración del Día del Emigrante, que festejan en Argentina todos los cuatro de septiembre, el autor Enrique F. Widmann-Miguel escribió:
“Nos sos de acá ni sos de allá. Conmemorándose el 4 de septiembre en la República Argentina el Día del Inmigrante, vale recordar el dolor del desarraigo de la desvinculación familiar, las penurias, sufrimientos y esfuerzo de mujeres y hombres que protagonizaran la emigración española a tierras americanas, ya que además de su valor histórico y emotivo, constituye un ejemplo que, con visión de futuro, abre un panorama pleno de esperanza, de comprensión, de integración en suma, en una Iberoamérica realizada y compartida. Así como hoy muchos hispanoamericanos, que buscando su lugar en el mundo en la moderna y democrática España actual, aportan lo suyo para fortalecer la estructura del vínculo humano que hace a la integración, los españoles que arraigaran en Iberoamérica, fueron los precursores que construyeron los cimientos de la sólida base sobre la que se apoya tal estructura, que permitirá afrontar con la fuerza de la unión el desafío del cambiante y competitivo mundo de hoy.
La emigración, hecho profundamente arraigado en los sentimientos de muchos de los que, aunque nacidos en suelo americano, reconocemos nuestra raíces allende los mares, se ha reiterado en la historia de la humanidad, cuando los hombres debieron encarar situaciones coyunturales de depresión en su tierra de origen que, limitando su participación económica y social, obstaculizaran su desarrollo individual y familiar; enfrentando situaciones que los llevaron a buscar nuevos y mejores horizontes, con oportunidades alternativas de vida y trabajo, surgiendo entonces el fenómeno de la emigración como puerta de salida y solución para el problema planteado.
La emigración ha sido incluso motivo de inspiración de la expresión creadora de los artistas, que dejaron memoria de ello en sus obras. Ejemplo de ello son las coplas de El emigrante, canción que inmortalizara el célebre Juanito Valderrama:
Adiós mi España querida
Dentro de mi alma
Te llevo metida,
Y aunque soy un emigrante
Jamás en la vida
Yo podré olvidarte…
Con esperanza, buscando mejores horizontes, numerosos españoles salieron de sus pueblos para instalarse en otras tierras, soñando con un mejor futuro. Así, cruzaron el océano, llamados por algún familiar o amigo que los precediera, o por determinación propia, para “hacer las Américas”.
Siguiendo sus destinos, tuvieron dos querencias: estando físicamente en una, con el alma puesta en ambas.
Materialmente, son evidencia de ello las mejoras que los españoles de América introdujeron en sus pueblos de origen, en la medida de sus posibilidades. En numerosas poblaciones de España se realizaron diversas obras con recursos recibidos de América; no sólo recursos económicos, pensando, en su momento, también el aporte cultura.
La revista “La Estampa”, de Madrid, destacaba en una nota del año 1932 que, en Corporales –pueblo de León- a los niños se les llamaba “pibes”, a la mujer, “china”, a la propia madre “mi vieja”, informando que, para esa época, había más vecinos de esa villa leonesa en la Argentina que en el pueblo.
La emigración masiva fue de tal magnitud que, aún ahora, Buenos Aires puede considerarse como la quinta provincia gallega, por el gran número de personas de ese origen residentes en la capital argentina y alrededores que, inscritos en el Censo Electoral de Residentes Ausentes (CERA), llegan a influir con sus votos en los resultados de elecciones autonómicas y municipales.
Distinta suerte tuvieron los emigrantes españoles en su viaje a América. Muchos pudieron hacerlo sin mayores inconvenientes. Otros, fueron estafados por delincuentes que operaban en la vecindad de los puertos, aún antes de salir. Algunos, sufriendo penurias en el viaje”.

No ser de ningún sitio es lo peor que el emigrante siente. Tanto en su exilio como, paradójicamente, después del regreso. Nunca se puede llegar a ser del país de acogida, ni siquiera en el caso de nacionalizarse. Lo triste es que, después de regresados, comprenden que tampoco son de aquí. Sus claves han variado, aunque no adoptara las del país que los acogió. Y nadie puede cambiar drásticamente sus claves cuando ha madurado y se ha desarrollado como persona. Si alguien emigra a los veinte años, todavía no es un hombre pleno, todavía le quedan muchos cursos de la vida que completar. Cuando crece en otro ambiente y madura con él, se convierte en un híbrido; un ser con conceptos inoculados por sus padres y amigos de la niñez que asume de adulto comportamientos y valores distintos. Al crecer y convertirse en maduro en otros ambientes, tampoco puede considerarse plenamente de acá cuando regresa. Y lo más grave es que los demás, sus paisanos, son los primeros en notarlo.

Desde el principio, como vimos, les acechaba el “malfario”, que con penosa frecuencia acababa dejando de ser una acechanza para realizarse. Albergaban esperanza, pero siempre tenían que esperar. Podía engañarles un abusón que los estafaba con un pasaje falso en el que se iban todos sus ahorros. Y por lo tanto la espera se prolongaba aún más. Luego, una vez en cubierta, había que esperar a ver lo que les deparaba la suerte en La Habana, Río de Janeiro, Buenos Aires, San Juan o Caracas. Una vez llegados, la espera consistía en perseguir la fortuna, que podía llegar con ruedas ligeras o con terribles penalidades. Por fin, la espera consistía en aguardar a “tener lo suficiente”, que con frecuencia nunca era bastante. Mientras, ¿quién puede poner precio a las caricias que no recibieron de sus madres, al consuelo que no les llegó de sus hermanos o al consejo que no recibieron de sus padres?
Blanca Sánchez Alonso, en “Las causas de la emigración española”, escribió:
"Antes de iniciar un viaje debían hacer cuentas sobre lo que invertían y lo que iban obtener de esta búsqueda de trabajo. Por una parte los gastos monetarios: el precio del viaje y del alojamiento y sustento durante un periodo no inferior a un mes; además los ingresos perdidos tanto durante el tiempo del viaje, como durante el período de búsqueda de trabajo y aprendizaje en el nuevo empleo. Pero con ser éstos importantes, no se podía olvidar los gastos síquicos de pérdida de familiares y amigos; adaptación a otras costumbres, clima, etc. Para compensar estos gastos el emigrante tenía que tener alguna información previa de lo que se iba a encontrar al otro lado del Atlántico, por ello era un estímulo muy importante que en ese destino estuviera ya algún familiar o vecino que hubiera transmitido a través de carta o simplemente demostrara a través del envío de remesas que la situación laboral de ese lugar le permitía vivir y ahorrar".


En su “blog”, Roque Alonso escribe:
“Los pisos y apartamentos de los barrios periféricos, dormitorios de las grandes ciudades españolas. Se construyeron en los años 60-70 del siglo pasado para los millones de extremeños, andaluces, castellano-manchegos, gallegos... que habían llegado a las grandes urbes pocos años antes y, tras una o dos décadas de sufrido trabajo, empezaban a vislumbrar algún desahogo económico. Pisos de pocos metros y delgadas paredes. Barrios con más edificios que metros cuadrados, con menos jardines y servicios públicos que vecinos ricos; mal diseñados y peor atendidos. Ahora, la historia de la emigración la protagonizan otros, llegados a cientos de miles en los últimos años a esta España opulenta y algo olvidadiza. Magrebíes, sudamericanos, subsaharianos, rumanos... También huyendo de la miseria, el hambre y la inseguridad. Ahora son ellos quienes alquilan, a precio de oro, esos pisos tan gastados que dejaron los ex emigrantes españoles de los 70 para comprarse uno nuevo, con jardín y piscina comunitaria, o el adosadito en zona residencial, con aire puro y vecinos más selectos, sin inmigrantes hacinados en el piso de enfrente, entre otras cosas. Aquella emigración española, con sus desarraigos y sufrimientos, largas jornadas laborales y sueldos «competitivos», hicieron posible la España desarrollada de hoy. Esta inmigración de ahora, con similares o peores condiciones humanas y de trabajo, que vive en la calle o en ‘pisos patera’, ¿puede ser tan mala para el país? Si no podemos evitar nuestra situación geográfica, entre dos continentes (Europa y África) y dos mares (Atlántico y Mediterráneo), aprovechemosla con inteligencia, sin falsos temores. Tenemos la ventaja de que aún hay muchos españoles que vivieron en esos mismos pisos tan usados, que también fueron pobres, explotados y diferentes y, sin embargo, lograron salir adelante sin dejar de ser “gente de bien”.

Graciela Guzmán y Jesús Guanche escriben en “Emigrantes españoles en Cuba”:
La emigración española fue un proceso continuado a lo largo de los siglos XIX y XX que, con diferentes características, fue evolucionando desde una colonización dirigida a la creación de núcleos urbanos, con el establecimiento de colonos blancos, hasta la entrada de trabajadores libres en régimen de asalariados, de acuerdo al desarrollo de la economía y del sistema productivo cubanos.
Además de estos factores de índole económica, en el proceso de inmigración y colonización blanca actuaron otros factores de carácter político, social y cultural. La demanda de mano de obra abundante y barata se hizo sentir cada vez con mayor fuerza desde que el sistema esclavista entró en crisis y gran parte de esta oferta, tanto en las ciudades como en el campo, fue cubierta con la llegada masiva de inmigrantes españoles.
Hasta 1904 Cuba fue el destino principal de los españoles que decidieron emigrar. El período en que se registra el mayor volumen de entradas de emigrantes en la isla abarca desde 1912 a 1921 y desciende a partir de ese último año, tras la caída de los precios del azúcar en el mercado mundial y la crisis que sobrevino.
ETAPAS DE LA MIGRACIÓN
PRIMERA ETAPA: (1882-1930). Es la etapa de la migración española masiva a Iberoamérica, debido a problemas de tipo económico, problemas demográficos, etc... Cuatro de cada diez españoles se asientan en La Habana, y una proporción similar en las provincias azucareras de Oriente, Camagüey y las Villas.
SEGUNDA ETAPA: (1931-1945). De la emigración económica al exilio político. Se producen en Cuba las primeras reticencias a la emigración española a aceptar la llegada de refugiados, escudándose en los problemas laborales. Realmente era el temor a estos emigrantes, considerados peligrosos desde el punto de vista político, pues podían alterar su paz social.
TERCERA ETAPA: (1946 -1958). El retorno a la emigración económica. De nuevo se produjo una situación de reanudación del flujo migratorio, gracias a la expansión económica que sufre esta zona, coincidiendo con el rápido desarrollo de la industrialización. En 1960 la escasa emigración recibida tiene como resultado un estancamiento de las cifras de españoles residentes con respecto a 1950.
EXPERIENCIA DEL VIAJE
El viaje de los emigrantes españoles hacia Cuba comenzaba en una localidad, pueblo o capital de España. Si salían de uno de los grandes puertos de embarque, el periplo se simplificaba bastante; si no, el emigrante tenía que trasladarse a la costa, al puerto que le había sido adjudicado por la agencia de emigración correspondiente. El tren se convirtió en uno de los medios de transporte más usados por la emigración en la primera fase del viaje. Las familias también llegaban a los puertos en “caravanas”, viajando por España a pie o en carros.
Ya en las ciudades portuarias, pasaban una larga espera hasta que llegase el ansiado momento de embarcar. A todo esto se sumaba la compleja documentación que los emigrantes tenían que presentar ante el gobierno civil del puerto para poder embarcar.
Los momentos del embarque y la despedida en los muelles alcanzaban cotas de gran dramatismo. Muchos de ellos no volverían a ver a sus familias, a su pueblo ni a su país. Era un punto de no retorno. Sin embargo, en muchos casos, algunos emigrantes no pudieron resistir los momentos de tensión previos al embarque. Las deserciones y arrepentimientos no fueron infrecuentes.
El embarque no se efectuaba directamente a los buques sino mediante lanchas y barcazas que les conducían desde los embarcaderos hasta los buques fondeados en las dársenas.
Durante la travesía, hombres mujeres y niños tenían que soportar un viaje cuya duración nunca era inferior a 20 días. La travesía de los barcos migratorios estaba llena de penalidades, a pesar de las inspecciones por parte de las autoridades de Marina e Inmigración españolas. Éstas no fueron muy rigurosas y acababan embarcando más pasajeros de los que debían, o se llevaba un número insuficiente de chalecos salvavidas, e incluso se separaban familias o iban los hombres por un lado y las mujeres y los niños por otro. Además, sufrían incomodidades, falta de higiene, hacinamiento, suciedad, parásitos en la literas, frío o calor, hambre (era habitual la escasez de alimentos, las comidas mal cocinadas, la suciedad de los alimentos), y hasta era normal la escasez de agua potable a bordo. En definitiva, se padecían condiciones de vida infrahumanas.
También hay que suponer lo duras que debieron ser las condiciones en que aquel éxodo tremendo de la Guerra Civil se encaminó hacia su indeseado e imprevisto destino. A pesar de que muchos de los obligados a exiliarse eran personas muy destacadas, entre las que abundaban importantes profesionales. Ernesto García Camarero en “El exilio español de 1939” escribió: La presente parte de esta obra, dedicada a la ciencia en la emigración de 1939, presenta, a diferencia de otros campos de la cultura, una peculiaridad notable, consistente en el hecho de que la ciencia no ha arraigado en España desde el Renacimiento, pese a los dos grandes intentos que en tal sentido se han hecho en los tres últimos siglos, y por tanto una emigración en el cuerpo débil de la ciencia española, todavía inmaduro, ha significado un retroceso más notable y grave que en otras disciplinas más arraigadas en nuestro suelo y por ende de más fácil resurgimiento. Por esta peculiaridad nos vamos a permitir un párrafo introductorio sobre la actividad científica en la cultura española contemporánea y sobre las instituciones científicas de antes de la guerra, que nos ayuden a apreciar la magnitud del fenómeno de la emigración de científicos españoles motivada por la derrota de la República en nuestra guerra civil. También incluimos un párrafo en el que, sin pretender dar soluciones a problemas tan complejos, trataremos de señalar que un tema de sumo interés es el estudio de las causas y circunstancias específicas que motivaron la emigración de científicos y con ello tratar de evitar que un problema de la magnitud del exilio de 1939 se trivialice intentando en muchos casos reducirlo a una conveniencia personal o a una falta de patriotismo.
El caso ya mencionado de los marineros inexpertos que acabaron en Brasil pretendiendo ir a Venezuela, se repitió mucho. Javier Rada, en “Cayuquero, mi amor: Emigrantes españoles, el pasado de un drama actual”, escribe: “La Elvira” fue un paupérrimo velero que transportó en 1949 a más de 100 inmigrantes clandestinos españoles a Venezuela. Reproducimos su odisea gracias a los descendientes de uno de ellos, Paco Azcona.
En Venezuela habitan hoy 126.000 españoles, la mayoría de origen canario o gallego (el 54% regresaron). Sólo entre 1948-1950, unos 12.000 canarios emigraron. Entre 1900 y 1913, 180.000 emigrantes españoles zarparon al año.
Por comunidades. Los gallegos, canarios, vascos, catalanes y andaluces fueron los que más emigraron. Dependiendo de la época, y de las leyes migratorias, hubo cargamentos clandestinos, embarcados en alta mar, o en los puertos de Burdeos, Lisboa, Marsella o Gibraltar, lugares más permisivos. También hubo inmigrantes que viajaron de modo legal, acudiendo a las propuestas de empleo. (les motivaba) Hambre y riquezas. Emigraron por la miseria reinante en el país, o escuchando indebidamente a los reclutadores que prometían riqueza, o a sus propios familiares por sus cartas. "Júrame que no morirás", le dijo, siendo niña, Blanca Azcona a su padre, Paco. "Miénteme, dime que estaremos siempre juntos, unidos, como eternos Don Quijote y Sancho Panza", susurró con cálido acento venezolano. Paco Azcona, su "papá", ‘incumplió’ la promesa, y murió a la edad de 76 años. ¿Acaso podía cumplirla? En su entierro, en el municipio venezolano de Guarena, sonó el segundo himno de aquel país: “Alma llanera”. Y cuando la tierra que le había acogido cayó sobre el féretro, sus hijos improvisaron una isa canaria, su última voluntad: "Palmero sube a la Palma…". De su memoria sobreviven los recuerdos de sus tres hijos (Blanca, Raquel y Jesús). Y de su historia, una cinta de casette en la que narró el calamitoso viaje.

Mientras, enormes extensiones de España se quedaban desiertas. Santiago Lázaro Carrascosa, en “Emigración soriana hacia América”, escribió: A esta regla de despoblación soriana no debería escapar, y no escapó, nuestro pueblo natal, que de haber tenido en épocas anteriores hasta bien entrado el siglo XX, 500 a 550 habitantes, ahora han quedado reducidos a 30 ó menos, y no está lejos el día en que, como tantísimos pueblos sorianos y castellanos, se convierta en un pueblo abandonado.
Las causas fundamentales de esta emigración y sangría humana de Trébago, así como de la provincia, no son otras que la necesidad perentoria e ineludible de procurar el alimento y sostén primarios de la vida material, y no ya el satisfacer ocios o expansiones lúdicas y de descanso. Es decir, ante la imposibilidad de conseguir siquiera el mínimo de alimentación, vestido, vivienda y educación, en el medio rural del pueblo, los habitantes no tuvieron más remedio que emprender el camino de la emigración. Aunque no se nos olvida que las guerras, las discordias entre nobles, entre estos y la Monarquía, la peste, los atropellos cometidos por la Monarquía, la Nobleza y la Iglesia sobre los campesinos, menestrales y artesanos, también lo fueron, el principal motivo y causa de la emigración fue la penuria económica de las gentes del medio rural.
El término de Trébago, de unas 2.200 Has., de las cuales unas 650 son susceptibles de explotación agraria, dirigida a cereales, se puede considerar medio agrícola, medio ganadero. Es decir, no tiene las condiciones idóneas, como gran parte de la provincia, para la explotación, en su tiempo, de la ganadería trashumante, aunque algo tuvo, pero sí para en combinación con la agricultura mantener ganados estantes locales, de cuya simbiosis procedía el rendimiento económico para mantener la población. Como consecuencia de este equilibrio agrícola-ganadero, todos estos pequeños pueblos fueron sobreviviendo, aunque fuera en no muy buenas condiciones”.
Lamentablemente, la mayoría de quienes intentaron la travesía fracasaron en el viaje o en cuanto a amasar la fortuna que pretendían. No fueron demasiados los que consiguieron la riqueza soñada, los más numerosos ganaban apenas lo suficiente para sobrevivir. Fueron muy pocos los triunfadores, y muchos de estos volvieron en muchos casos con el secreto impulso de deslumbrar a los conciudadanos de una España miserable; tan admirados como odiados, los indianos importaban en su viaje de regreso, sobre todo, las ansias de vivir. Porque habían padecido de todo, lo primero incomprensión. Por eso fueron incontables los barcos de emigrantes clandestinos detenidos en las costas de Venezuela durante los cincuenta. Es muy difícil imaginar desde España lo que puede ser una prisión situada en un remoto lugar de un país del trópico. O la arbitrariedad por la que se le encarceló. O el terror de enfrentarse a enfermedades completamente ignoradas en su pasada experiencia vital. O a parásitos como la sarna, que en algunos sitios son tan corrientes como el resfriado; alguno cuenta que durante su estancia en uno de esos países, padeció la sarna veinticinco veces; acabó aprendiendo a curársela en veinticuatro horas, mediante un casi baño total en benzoato de bencilo. Sin olvidar en muchos casos, la hostilidad establecida en ocasiones oficialmente o, por lo menos, como una de las características de los sistemas de enseñanza. Ni con la escritura de una especie de “Episodios de la Emigración”, en imitación de Benito Pérez Galdós, podría reflejarse de modo panorámico y suficiente el sufrimiento, las penas, las privaciones, las zancadillas y las frustraciones que han padecido nuestros emigrantes.