domingo, 18 de julio de 2010

LOS PERGAMINOS CATAROS Desde el comienzo hasta final capítulo 2



LOS PERGAMINOS CÁTAROS
Luis Melero

El acoso, expolio, martirio y exterminio de los cátaros
fueron crímenes execrables contra la Humanidad.
¿Pedirán perdón algún día la Iglesia y el Estado Francés?

¡Gloria a Tolosa, la ciudad de las veintinueve puertas que fundó Tolus, nieto de Jafet, ciudad construida en piedras rojas, en piedras inquebrantables como el corazón de los cátaros!
¡Gloria al río Garona que brota en los montes pirenaicos, conserva un poco de luz de Aran en sus ondas embrujadas, y da a la cepa de la viña su apariencia de enano ebrio y al álamo su poder de meditación!
MAURICE MAGRE
“La sangre de Tolosa”


Dedicatorias
A Lluis Jordá Lapuyade, psicólogo y escritor, que por haber sido feliz durante su luna de miel en Aran, me insufló el deslumbramiento entusiasta por este Shangri-Lá pirenaico.
A María Pau Gómez Ferrer, directora del Archiu Istoric Generau d’Aran, que con amabilidad exquisita y rigor de científico renacentista, me proporcionó conocimientos de la geografía aranesa, infinidad de datos y rudimentos de la lengua.
A Juan Carlos Riera Socasau, aranés de pro y ensayista, que con pericia de gran estratega me ilustró meticulosamente sobre un momento histórico del Valle de Arán, esencial para esta narración.
A Jep de Montoya Parra, escritor, historiador y gran profesional con alma de trovador medieval, que se convirtió en mis ojos para mirar las maravillas aranesas con fulgores de poeta.
A Blanca Rosa Roca, mi comprensiva editora.
Als Catars, als martirs del pur amor créstian.




PREFACIO
Marzo de 1244.

Iba a vencer la extenuación, porque ya no le quedaban fuerzas ni para sostener el peso del zurrón con el cuño y el fragmento clave de pergamino. Apenas podía con el de su cuerpo, mortificado por el ayuno y el frío polar que señoreaba en el sinuoso valle. Más que valle, se trataba de una garganta que caracoleaba entre montañas sobrecogedoras como gigantes de leyenda, en cuyo rincón más empinado se encontraba el segundo y último de sus destinos.
Una vez encajada trabajosamente la losa para tapar el nicho donde había guardado el rollo de pergaminos, acababa de superar el penúltimo de los incontables peligros que el viaje había supuesto. Chupó la sangre del pulgar de su mano izquierda, que se había herido en el momento de desencajar el pesado rectángulo de piedra.
Al salir del convento donde la tarde anterior había simulado vocación de profesa, oteó río abajo con mirada sombría. Por fortuna, parecía haber cesado la persecución. Desde que hubo conseguido cruzar el puente de piedra sin ser descubierta y habiendo recorrido con grandes penalidades un desfiladero bajo la ventisca, hacía ya cuatro jornadas que no escuchaba el relincho de los caballos ni los aullidos de los perros, tan temibles como lobos hambrientos.
Bordeó la aldea que dormitaba al lado del convento, caminó una legua más y pasó de largo sin entrar en una hermosa villa; se mostraba acogedora con sus casas de piedra casi sepultadas en la nieve pero caldeadas por los fogones, cuyo humo brotaba incitador de las chimeneas. A pesar de que todos sus sentidos se lo exigían, se negó a sí misma golpear una de las puertas en solicitud de reposo y alimento, porque la negra silueta del campanario que dominaba el caserío le resultaba siniestra y amenazadora.
La meta final no podía quedar muy lejos, pero en esos instantes, bajo ráfagas de viento helado que laceraban su tez, no conseguía calcular cuántas horas de luz le quedaba al día ni si ese tiempo le bastaría para alcanzar su objetivo, ya que los crujidos de sus miembros le anunciaban que no vería otro amanecer.
Según iba volviéndose el bosque más espeso y tenebroso y la nieve más mullida, el silencio adquiría el vértigo del vacío sobre la Nada, donde hasta el restallar de una fusta sonaría atronador. Temía que, acaso, persistiera la persecución y que la gruesa alfombra de nieve borrara los sonidos, porque ni siquiera oía el rumor de sus pasos y hasta sus propios jadeos, casi estertores, parecían congelarse en sus labios, lo mismo que el sudor que se convertía en escarcha en su frente. En cada árbol blanqueado por la nieve y en cada matorral pardusco y agostado vivía una acechanza del Mal, una voz muda que le tentaba a rendirse, desfallecer, descansar por fin.
Sabiendo que no tardaría en morir, suplicó a las fuerzas del Bien que le permitieran vivir hasta que la preciosa carga fuese depositada en el lugar debido, a buen recaudo, igual que la anterior y la antecesora, y las que hubiera habido antes, cifra que no se le había revelado. Sí sabía que todas las señas se encontraban en lugares marcados de ese recóndito y remoto valle y, todas ellas cuadruplicadas, en otros tres parajes igual de ignotos, y que sólo un Puro sabría interpretar cada una de las claves para llegar a la precedente y, una a una, hasta el objetivo final que era, en realidad, el origen de todo, lo más valioso, el tesoro supremo de los Puros, el testimonio que desvelaba las mentiras y señalaba el camino de la Luz, lo que sostenía la verdad incontrovertible de la Fe.
Ahora que todos habían muerto, ahora que todo parecía acabado, iba a morir y moriría doblemente si no conseguía salvar el mensaje que podía abrir el entendimiento de un Puro de los tiempos por venir, para llegar a lo que representaba la única esperanza de la Humanidad, el valiosísimo secreto que los puros habían custodiado durante incontables generaciones, salvándolo a duras penas de los incesantes asaltos que el tirano de Roma ordenaba, con la ambición de destruirlo para negar a los hombres el conocimiento de la Verdad revelada.
El valle, del que tanto había oído desde la niñez, debía de ser muy hermoso en verano; también lo era ahora, pero la deslumbrante belleza blanca de la nieve bajo el toldo de nubes negras poseía el viso aterrador de un sudario. Su propio sudario. No temía la muerte; sería feliz cuando su corazón dejase de latir, porque su espíritu conocería por fin la Luz, pero habría preferido morir en la hoguera, junto a los demás.
En el silencio fantasmagórico del bosque, el aire congelado silbaba con los ecos de sus voces, gritando oraciones que sonaban como gemidos y lamentos que desgarraban el alma, por el terrible suplicio de ser quemados vivos. Doscientos quince, sabía el número de memoria porque los había tenido que contar muchas veces durante el sitio de Montsegur, cuando había que dividir las escuálidas raciones de alimento como si fueran gemas. Doscientos quince en la misma pira, la más monstruosa y despiadada pira que recordaban los tiempos, y había consumido el fuego asesino la última generación de Puros.
Dejó atrás las dos torres que tan exactamente le habían descrito, y subió el empinado repecho donde sus pasos se multiplicaban a causa de los resbalones en la nieve y por la extrema debilidad de sus piernas. Alcanzada una exigua meseta, identificó sin duda su objetivo, colgado un poco por encima, en un punto donde comenzaba el deslumbrante manto blanco de la cumbre iluminado por el sol de poniente.
Llegar podía costarle el último aliento, pero iba a conseguirlo.



Capítulo I
MISTERIOSO HALLAZGO
Octubre de 1810

Mossen Laurenç descargó el hacha con rabia contra el tronco tendido en el suelo, haciendo saltar oleadas de astillas. Era tan completo el silencio, que las menudas partículas de madera golpearon sonoramente contra las piedras tapizadas de verdín del muro lateral de la iglesia de Nuestra Señora de Cap d’Aran. Cada golpe era un estallido, una detonación de donde emergían las astillas como proyectiles, que le arañaban la piel y se le clavaban en los músculos de los brazos inflamados por el esfuerzo y la furia. La luz del alba reflejada por las cumbres nevadas apenas iluminaba el pequeño huerto parroquial, una exigua meseta entre dos taludes cubierta de musgo y trébol, empapada de escarcha a medio derretir y cosida de hoyuelos de las pisadas impetuosas del joven párroco.
Iba a cumplir treinta y dos años, pero la sangre bullía tumultuosa en los complicados altorrelieves que formaban las venas de sus miembros, como las de un adolescente muy vigoroso que acabara de descubrir los poderes de la carne. Las descargas del hacha eran azotes a su conciencia, un castigo contra el pecado que su mente y los escalofríos le exigían cometer a todas horas, mientras rezaba, mientras se arrepentía, mientras consentía que su alma fuera presa de la desesperación y le convulsionara el demente rencor contra sus propias debilidades.
Las lágrimas corrían por sus mejillas sin ser llanto, mezcladas con el sudor que no llegaba a convertirse en bálsamo que aliviase el estremecimiento perpetuo de su piel, el vello erizado de anticipación, el latido que le exigía noche y día volver a pecar con lo mismo que había pecado en Seo de Urgel.
No podía recaer. Ahora menos que entonces. Aran era un microcosmo demasiado concéntrico y encerrado en sí mismo. Sí allí, en la capital de la diócesis, había constituido un escándalo su conducta, ¿qué consideración recibiría en Tredòs, entre campesinos sentenciosos y estrechos de miras a quienes apenas conseguía entender? Si en Seo de Urgel se había visto obligado a afrontar un castigo tan severo como el destierro a este remoto valle prisionero entre montañas, ¿cuán grande podía ser la condena a que se arriesgaría ahora?
Había nacido en uno de los caseríos que moteaban de humo y diminutos resplandores de hogares el verde helado del amanecer, pero ingresado en el seminario de Barcelona a los doce años, nunca había regresado hasta ahora. El estudio afanoso del latín, las conversas en catalán y castellano y el tormento permanente de saberse encaminado hacia la verdad mientras el satánico seductor trataba de descarriarlo, le habían hecho olvidar su lengua materna. No sólo había dejado de saber expresarse en aranés, sino que apenas conseguía comprender unas pocas frases de lo que sus feligreses le decían.
Lanzó el hacha lejos de sí, como si ese gesto constituyera un castigo contra lo que no podía ser más que un demonio que buscaba su perdición. Entre los chorros copiosos de sudor brotaba vapor de sus axilas, de los anchísimos hombros, de los robustos brazos y del tronco desnudo, expuesto sin rubor dado que ningún ser humano solía hollar la escarcha de la madrugada en las recoletas soledades donde se alzaba la casa cural, al otro lado del templo desde donde se despeñaba montaña abajo la minúscula aldea. A tales horas, apenas sonaban a veces los cascos de algún caballo francés, de los centinelas que el ejército de Napoleón había diseminado pocos días antes por el valle. Su desnudez desafiaba el frío porque no lo sentía, pues era mucho más ardiente que un volcán lo que emergía de sus poros.
Entró en la sacristía. Se enjugó el sudor en los faldones de la camisa antes de ponérsela, se abrochó con impaciencia la interminable hilera de botones de la sotana y se contempló de reojo en el reflejo del vidrio de la ventana. Temía que pudieran crecer cuernos infernales en sus sienes y resplandores rojos en sus pupilas, pero lo que el reflejo le devolvía era una cara no exenta de armonía, no demasiado característica ni perturbadora como lo sería la de un demonio. A pesar de lo muy pecador que se reconocía, el rostro del párroco que veía en el cristal era el de un treintañero más bien bonachón, como si conservara una inocencia que reconocía haber perdido hacía muchos años.
Una vez cubierto de los ornamentos sagrados, se dispuso a celebrar la misa. Sólo había dos mujeres en los reclinatorios, que lo miraron igual que le miraban todos desde que llegara a Tredòs, con una mezcla de desconcierto y reprobadora distancia. El obispo había podido desterrarle a Aran gracias a que era aranés, puesto que ésa era condición indispensable para ejercer el sacerdocio en el valle debido a sus privilegios ancestrales. Todos sabían que era paisano, y por ello no le perdonaban que no pudiera expresarse en aranés. El escudo que la misa en latín representaba le eximía de remordimientos por ello, aunque reconocía que debía esforzarse, porque había ido perdiendo clientela en el confesonario desde el primer día y ya sólo muy raramente se acercaba alguien. Le apenaba enterarse de que algunos de sus vecinos, los más devotos, emprendían el azaroso viaje hasta Vielha para confesarse con el arcipreste, pero era una pena sin rencor. Ellos tenían razón mientras que él era un pecador exiliado y castigado al ostracismo, que merecía el desdén.
Durante la misa, miró muchas veces los deteriorados murales románicos; iluminados por las oscilantes llamas de las velas, los ojos de Nuestra Señora parecían vivos y no halló en ellos reproches, sólo luz. Una luz sobrenatural que le alivió un poco. Pero los desconchones del yeso añadían misterio a los rostros pintados, de manera que las beatíficas expresiones de los santos y los apóstoles parecían acusadoras y condenatorias. Ya no podía esperar más. Ni los ángeles ni las vírgenes de las paredes le comunicaban paz, sólo recriminaciones. Tenía que hacer algo o se volvería loco.
Como de costumbre, nadie le esperaba al terminar la misa. Las dos mujeres habían abandonado la iglesia con prisas, tal como solían hacer todos por temor a reconocer en sus gestos la insultante incapacidad de comprenderles. No podía postergar más el intento de encontrar solución.
Al ensillar el caballo pocos minutos más tarde, se preguntó si resistiría llevarle monte abajo hasta Vielha, tan jamelgo parecía. Era mejor que fuera así, porque de ser un vigoroso corcel ya se lo habrían requisado los soldados de Napoleón.




Mossen Peir besó la estola con una sonrisa tomándola de manos del monaguillo poco antes de comenzar la misa. En Vilac, donde se encontraba realizando la visita pastoral a que le obligaba todos los meses su condición de arcipreste, las campesinas poseían una inocencia que habían perdido casi todas las vecinas de la populosa Vielha, a punto ya de alcanzar los mil doscientos habitantes. Debería relacionarse más con esa inocencia carente por completo de malicia, aunque sus obligaciones se lo permitieran tan poco. Tan modestas, encendidas de rubor sus mejillas y candorosas en sus reclinatorios, cada uno de los gestos de las jóvenes matronas era una invitación a sobrevolar con ellas las miserias de la vida.
El párroco nuevo que le había mandado el obispo a Tredòs carecía de sentido de la caridad para agradecer al Señor tales bendiciones. Mossen Laurenç era un hombre demasiado rígido que necesitaba aprender cuanto antes a vivir de acuerdo con el paisaje y el paisanaje, o se arriesgaría a que el paisaje y el paisanaje le rechazaran y expulsaran como un advenedizo malquerido.
Como si pensar en él fuese una invocación, vio a mossen Laureç entrar en el templo con profunda devoción, encogido, realizando esfuerzos de no ser advertido por él para no distraerle. Mossen Peir sonrió. Por mucho que se esforzara, Laurenç no podía pasar inadvertido, pues era claramente más alto que los pobladores del valle y tampoco eran comunes unas proporciones tan fornidas como las suyas. ¡Qué poco sentido común el de ese hombre! ¡Qué malgasto insolente de vitalidad! Era una verdadera ofensa a Nuestro Señor que no glorificase un cuerpo tan privilegiado.
Las miradas de los dos se encontraron y notó que el párroco de Tredòs bajaba los ojos con turbación, mientras enfocaba unas pupilas desorbitadas y escandalizadas hacia las figuras que decoraban la pila bautismal, pobre pazguato. Tenía que forzarlo a ajustarse a las circunstancias o su magisterio parroquial no serviría de nada, porque iba a convertirse en una sarta de errores que más tarde tendría que atajar de la peor manera. Debía intervenir ahora, como un cirujano que extirpa un grano antes de que se convierta en una fogarada. De hoy no podía pasar.



Terminada la misa, mossen Peir llamó con un gesto al joven sacerdote.
-¿Qué te ha hecho bajar de Tredòs, tan temprano y con un tiempo tan crudo?
-Necesito confesarme, padre. Me han dicho en la vicaría que vuestra reverencia se encontraba aquí…
-¿Y no podías aguardar un par de días? Mi siguiente visita será a tu parroquia.
-No podía, padre. Por ello he tenido que someterme a los controles insolentes de los soldados franceses, tanto para entrar en Vielha como para salir luego hacia acá. Tales agravios a los servidores del Señor no deberían consentirse.
Mossen Peir miró alrededor, por si había alguien lo bastante cerca como para oír la arriesgadísima queja de Laurenç, temerario fanático incapaz de evaluar la arbitrariedad del ejército napoleónico. Supuso que nadie lo había escuchado, aunque tres de las lozanas muchachas de Vilac parecían esperar, cerca de la salida, para hablar con él pero no para confesarse, lo que le produjo chiribitas en el corazón. Con un gesto, indicó al párroco de Trèdos que se dirigiera al confesonario.
Diez minutos más tarde, mossen Peir se apresuró a dar la absolución con impaciencia; a pesar de que Laurenc no había rematado su última frase, se alzó y lo empujó hacia la sacristía.
-Escucha hijo –le dijo sin permitirle protestar-. Tienes que serenarte y valorar la jerarquía de las cosas con sentido común.
-No comprendo, padre.
-Te faltan unos cuantos lustros para que tu vigor se atempere. Y veo que en aquellas soledades de Tredòs no podrás esperar a solas que los años curen tus ansias.
-¿Debo pedir al señor obispo la caridad de trasladarme?
Mossen Peir no contestó, limitándose a fruncir los labios mientras cabeceaba con impaciencia. Tras una larga pausa, dijo con tono severo:
-Lo que tienes es que impedir que tus ansias malogren tu apostolado. Necesitas compañía y ayuda para sobrellevar el frío de Tredòs y el vacío de tu… vida.
-Sigo sin comprender.
-Escucha, Laureç. Seguramente por la caridad de Nuestro Señor, se da una afortunada coincidencia. Conozco a una joven señora nacida en Les, pero madurada en Zaragoza, que ha de cuadrar con tus necesidades. Sé de buena ley que en ella se aúnan virtudes que complementarán de maravilla tu trabajo.
-¿De quién habláis, padre?
-De Marianna, una aranesa que se quedó huérfana a los siete años, cuando aquella terrible epidemia que asoló al valle. Un sacerdote aranés que hizo carrera y fortuna en la diócesis de Zaragoza conoció su desgracia, se compadeció y se la llevó como protegida a su residencia. Y mira si fue bueno para ella y ella buena para él, que alcanzó el deanato mientras que ella, a quien todos consideraban la sobrina, brilló como gran dama en los mejores salones de la burguesía aragonesa.
Laurenç miró alrededor, temiendo que las palabras del arcipreste pudieran hacer emerger llamaradas del infierno. Todavía sentía el escalofrío causado por las figuras contempladas media hora antes en la pila bautismal, que le habían hecho distraerse de la misa: un monstruo, un dragón demoníaco, circundaba la pila mientras parecía proteger a una figura, tal vez una mujer desnuda, lo que le había producido gran desasosiego. El arcipreste detectó la tormenta interior del cura. Sonrió, le echó el brazo por los hombros y argumentó murmurando en su oído durante más de una hora.



Las soledades de Tredòs se agravaban por el silencio, que a Laurenç le parecía el de un limbo al que hubiera sido condenado ya en vida. Ni siquiera el impetuoso arroyo, que valle abajo se convertiría en el Garona, producía más que un rumor. ¿Debía seguir aceptando la invitación de Mossen Peir, que en realidad había sido una orden? ¿No le obligaban el voto de castidad y la fe a correr a Vielha para desdecirse y someterse luego a la más dura de las penitencias?
Sentía sacudidas de la conciencia que le causaban náuseas mientras cumplía una de las órdenes del arcipreste. Tenía que construir una habitación adosada a la casa cural, ya que la vivienda era demasiado pequeña y sólo poseía un cuarto, el del párroco. Puesto que la aranesa de Zaragoza, Marianna, debía aparecer ante la feligresía como una sobrina lejana aposentada como asistenta, tenía que proveer una habitación para cubrir las apariencias.
Esta necesidad de fingir, de ser hipócrita, aumentaba su turbación y las quejas de su alma. El desconcierto y la angustia proyectaban sus brazos con ímpetu furioso, su habitual e instintiva manera de desahogar los ardores del pecho. Se encontraba picando la pared exterior de la casa cural, para abrir una trocha donde enraizar el muro de la nueva habitación. A cada golpe, suplicaba a Jesucristo que le diera una señal con que sentirse menos miserable. ¿Era un pecado tan monstruoso construir esa habitación? ¿Estaba arriesgando la vida eterna de su alma prestándose al requerimiento de mossen Pèir?
Uno de los golpes hizo saltar lo que, pareciendo un sillar macizo, era sólo una pequeña losa que disimulaba un hueco demasiado cuadrado y regular como para ser accidental. Con toda seguridad, se trataba de un nicho minúsculo practicado intencionadamente en la piedra. Devoto y emocionado, creyó que ésa era la respuesta que el Señor daba a sus plegarias. Tanteó el interior del hueco, pero era demasiado estrecho para las dimensiones de su mano.
Arrancó del árbol más cercano una vara menuda, con la que hurgó en la cavidad y tras varios intentos, puesto que la vara era demasiado flexible y se doblaba al tropezar con lo que había dentro, consiguió extraer un envoltorio. Se trataba de un trozo de pergamino con unas extrañas inscripciones que no pudo descifrar. Pero lo más llamativo era lo que el pergamino envolvía; una piedra de naturaleza desconocida para él, casi una gema, de forma cúbica, en una de cuyas caras aparecía grabado en bajorrelieve una especie de ojo, o pez, sirviendo de base a tres cruces.
¿Qué misterio escondían la piedra y las frases en un idioma desconocido? ¿Se trataba de una señal divina para traerle el anhelado consuelo o era, en realidad, un objeto satánico que abonaría su candidatura irremisible al infierno?
Cayó de rodillas, entre súplicas a Jesús para que se compadeciera de él e iluminase su.



De rodillas lo encontró mossen Peir, que en lugar del simón con cochero, llegó a lomos del hermoso caballo que tanto le envidiaba Laurenç. No le había oído llegar, así de abstraído se encontraba con las preguntas sobre el significado de la piedra y los escalofríos que le causaban todas las hipótesis que se le ocurrían.
-¿A qué tus plegarias, mossen, en ese sitio y a estas horas?- dijo el arcipreste a modo de saludo-. ¿Ruegas a Nuestro Señor que te permita ir más aprisa con la obra?
-Es que…
Mossen Laureç se preguntó si sería conveniente hablarle del hallazgo. La máxima jerarquía eclesiástica del valle le desconcertaba. ¿No le reprendería si le confesaba sus vacilaciones y su temor a la condenación eterna?
-Te noto turbado, mossen. Y has palidecido.
-Sí, padre. Las dudas corroen mi alma.
El arcipreste apretó los labios y alzó los ojos al cielo.
-Pues no deberías permitirlo, mossen. Eres un buen hombre, practicas la caridad en Nuestro Señor Jesucristo según se te ordena, y posees la virtud de la obediencia.
-Pero… Padre… -Laurenç señaló con la mano extendida la obra que estaba realizando.
-Escucha, mossen –dijo mossen Peir, sobre una sonrisa deliberadamente fría-, debo contarte algo que necesitas saber. Cuando yo fui encargado de la parroquia de Bossost, tenía más o menos tu edad. Y, como tú, creía que la castidad era lo mejor de mí que podía ofrecer a Dios Nuestro Señor. Permanecí en casta soledad los dos primeros meses, pero a todas horas, en todas las ceremonias y en todas las circunstancias notaba miradas aviesas de mis feligreses, sobre todo en los ojos de los hombres. Hasta en los instantes de mayor recogimiento en misa percibía el acero de sus miradas suspicaces. Un día, recibí la llamada de quien entonces era el arcipreste. ¿Sabes lo que había pasado? Mis feligreses hallaban sospechoso y muy peligroso que no tuviera barragana, porque ello les hacía suponer que podía proponer el comercio carnal a sus mujeres, hermanas o hijas. Por ello, exigían al arcipreste que me sacara al instante de su parroquia o bien que me apresurase a encontrar una buena “sobrina” que les librara de sus temores y malos augurios. Dudé mucho, la conciencia me torturó durante semanas, pero luego comprendí que tenían razón. La soledad y una peña de hielo en el corazón no favorecen el servicio a los feligreses, que es la misión que tenemos encomendada y la obligación suprema de un párroco. Así que, hijo mío, no dudes más y emplea tus energías en el mejor servicio de Dios.
-Pero, padre, temo…
-¿Qué?
-Ved esta piedra. Acabo de encontrarla oculta, donde seguro que estuvo durante siglos, en el hueco que podéis ver en aquel sillar. Considero que pudiera ser una advertencia de Nuestro Señor.
Mossen Peir tuvo que contenerse para disimular la agitación que conmovió su cuerpo de repente y el patente nerviosismo de su mano al cogerla.
-Más que piedra, parece una gema –dijo tratando de soltar el nudo que atenazaba su garganta.
-Sí, tenéis razón. ¿Se os ocurre alguna idea de lo que pueda ser?
Mossen Peir estuvo a punto de asentir. Frunció los labios forzándose a callar. Luego de una pausa evaluadora tanto de la situación como de las expresiones de Laurenç, preguntó:
-Tú, ¿qué supones que es?
-No consigo imaginarlo, padre. Pero en el fondo de mi alma crece el convencimiento de que Dios Nuestro Señor trata de mandarme un aviso…
-Calla, Laurenç. Te lo ordeno. No blasfemes invocando el nombre de Nuestro Señor en vano ni peques de arrogancia.
La mojigatería del joven cura impacientaba al arcipreste cada día más, si es que cuanto decía en esos instantes era producto de su pusilanimidad y no una simulación para hacerle creer que ignoraba la trascendencia de lo que había encontrado. Tratando de sonreír para fingir una amonestación amable, resistió la tentación imperiosa de guardar el objeto en la faltriquera. A tiempo, le contuvo el pensamiento de que no disponía de ninguna explicación plausible que pudiera dar, de momento, al riguroso mossen Laurenc. ¿Debía exponerse a su recelo, guardándose la piedra sin responder ni darle más explicaciones y afrontar, en cambio, el torbellino de preguntas que afloraba en los ojos del párroco? Mejor sería memorizar con toda fidelidad el dibujo, y reproducirlo en cuanto llegase a Vielha en una carta que se apresuraría a enviar al señor obispo.






Capítulo II
SUPLICIO DE AMOR
Marzo de 1811

Mossen Laurenç no conseguía resolver sus dudas. Con el calendario empezando a desterrar los mayores rigores de las nevadas, las vacilaciones eran un tormento insoportable. Durante el invierno, la construcción del cuarto adosado a la casa cural le había servido de desahogo, pero ya a punto de comenzar la primavera, el verdor renovado del valle inflaba sus venas de nuevas pero igual de pecaminosas pasiones y el desasosiego amenazaba con hacerle reventar.
Tenía que contener el impulso de demoler la habitación destinada a esa Marianna que, cual nueva Jezabel, estaba a punto de irrumpir en su vida para trastornarla y perder su alma. En otras circunstancias y si tuviera distinta finalidad, la construcción le enorgullecería. Se trataba de una habitación más holgada que la suya, caldeada por el contiguo lar de la cocina. Había enlucido por dentro las paredes con argamasa, alisándolas cuidadosamente para, al final, pintarlas de blanco. Lo más parecido a un palacio que sus medios y fuerzas le permitían. Y tanto cuidado, ¿para albergar el objeto de su condenación eterna?
A pesar de todo, el día anunciado para la llegada mossen Laurenç hervía de impaciencia bajo la coraza con que trataba de encorsetar sus ansias. Se había despertado a media noche a causa de una polución; tuvo que saltar de la cama para buscar el otro calzón y limpiarse la entrepierna con un trapo húmedo. Pero hacia las cinco de la madrugada, el sueño perverso volvió a apoderarse de sus sentidos y de nuevo humedeció el calzón. Como ya no disponía de otro, debió soportar el emplastamiento de semen y la humedad pegajosa.
Mientras acechaba el camino con ojos ávidos y un puñal de remordimientos clavado en la conciencia, le turbaba la sequedad rígida en toda la zona de los genitales preguntándose si algo en sus movimientos delataría la incomodidad que sentía.
Por fin, cuando el vértigo de la anticipación era ya agonía, el corazón saltó en su pecho al divisar el simón del arcipreste, que subía desde Vielha. El último resuello de los caballos resonó en ecos junto con el látigo que los arreaba para subir el repecho, antes de parar frente a la pequeña iglesia.




Mossen Laurenç estaba paralizado ante la puerta de la casa cural; una mezcla de terror, angustia y júbilo se había solidificado sobre sus miembros convirtiéndolo en un tullido. El simón se había detenido a unos seis pasos de distancia y la mujer que transportaba parecía viajar sola; consideró afortunado que el arcipreste no la hubiera acompañado, así se ahorraba un rubor más. El cochero saltó del pescante, pero no para ayudar a Marianna, sino para aflojar las correas que sujetaban el voluminoso equipaje. Dentro, ella parecía aguardar a que Laurenç acudiese galantemente a auxiliarla, pero éste no se movió; no podía. Las cadenas que iban a torturar a su alma por toda la eternidad paralizaban sus piernas y su entendimiento.
Cuando más incapaz, despreciable y estúpido se sentía, la vio asomar la cabeza por la portezuela que ella misma había abierto. Marianna sonrió del modo que sólo puede hacerlo quien se siente seguro y libre de temores. Una risa luminosa en un rostro franco donde los ojos brillaban con una comprensión infinita de todas las cosas y del mundo entero. No era bonita como las musas de los poetas ni angelical como los grabados de los libros. Su rostro presentaba firmes angulosidades de determinación, huellas de batallas ganadas y sombras del conocimiento de secretos antiguos. En medio de un rostro cuyo misterio mossen Laurenç no se sentía capaz de describir, el brillo de la sonrisa era un aleluya.
Pudo, en efecto, gritar “aleluya” porque, de repente, ni su voz ni su cuerpo le pertenecían. Ese cuerpo, ajeno a su control, se libró de la coraza, olvidó la molestia almidonada del calzón y se sintió levitar hasta el peldaño plegable del simón, que desplazó a fin de que ella pudiera bajar cómodamente.
La contempló sin atreverse a mirarla con franqueza. Iba a resultar muy complicado convencer al vecindario de que sólo era una criada, porque se movía como una reina. Tanto, que de nuevo el sacerdote se sintió intimidado.
-¿Dónde debo acomodarme, mossen?
-Ésta primera es vuestra habitación.
Marianna sonrió y el sacerdote detectó en sus ojos una chispa de picardía.
-¿Así de ceremonioso va a ser vuestro trato, mossen?
Laurenç enrojeció. Sintió el ardor hasta en las orejas.
-¿Cómo preferís que lo haga?
-Creo que vuestra feligresía hallaría más a tono que me tuteéis y no me deis demasiadas consideraciones, al menos públicamente.
El sacerdote frunció los labios. Ante la indicación de la necesidad de discreción hipócrita, volvía el sentimiento de encontrarse al borde del abismo, deslizándose hacia el averno. Además, tratándose de una simple mujer y no siendo más que una barragana, ¿quién diantres se creía Marianna que era, para osar establecer las normas?




El amanecer lo pilló despierto pero en un estado semejante a la catalepsia. Lo que había pasado durante la noche no podía ser verdad. Tales cosas sucedían sólo en los sueños. Tenía que celebrar la misa, pero no sentía la menor inclinación y temía no ser ya merecedor del privilegio. Se alzó de la cama perezosamente, experimentando un sosiego que no recordaba que fuera posible sentir, una flojedad en los miembros por fin libres de los alfileres con que la sangre alborotada los había estado lacerando todo el invierno. La mujer trasteaba en la cocina; mossen Laurenç se asombró por su diligencia, ya que había temido que como consecuencia de sus actos durante toda la noche, ella no sólo se sintiera dominadora y dispuesta a recibir pleitesía, sino resuelta a haraganear como dueña y señora. En lugar de ello, había recompuesto y ordenado del tal modo la cocina, que no la reconoció. De repente, a una hora increíble de la madrugada y en un santiamén, Marianna había convertido la estancia en un hogar verdadero.
Marianna oyó que el mossen despertaba, de manera que rozó de nuevo la piedra que se había guardado en el bolsillo del mandil, con las mismas preguntas que llevaba casi una hora haciéndose. ¿Cómo habría llegado a sus manos un objeto tan enigmático y, seguramente, tan valioso? ¿Sospecharía el sacerdote el significado que ella intuía que podía tener? Suponía que no; de otro modo, él no lo habría dejado tan descuidadamente en la repisa de la chimenea del lar, junto al almirez de bronce y el molinillo. Esperaría a que terminase la misa, porque si le preguntaba antes de la celebración lo distraería y le haría llegar tarde. Sonrió para sí. Ese hombre era un zoquete al que iba a tener que pulir mucho para no sentirse desgraciada en su compañía.
Tal vez no había sido buena idea aceptar el refugio en Aran. Muerto mossen Roger, tendría que haber buscado acomodo en la misma Zaragoza, donde, aunque de un modo tan poco convencional, había reinado como una de las damas principales. ¿Cómo iba a sobrevivir aquí, sin un salón donde recibir para las famosas meriendas que había presidido en la gran ciudad aragonesa? ¿Podía vivir sin música? ¿Cómo serían sus días sin los diez mil libros de la biblioteca de mossen Roger, que había leído en gran número a escondidas por temor a sufrir anatema?
Al menos, existía la esperanza providencial que abría la piedra que guardaba en el delantal. Por otro lado, Laurenç en la cama era una erupción de lava incandescente y su cuerpo era el más vigoroso que jamás había imaginado que pudiera existir, porque en su vida sólo había visto desnudo a mossen Roger, que cuando la rescató de su orfandad desamparada del valle ya era cincuentón. Hasta esa noche, ignoraba que el órgano de un hombre llegase a alcanzar la dureza del metal y que tal estado pudiera repetirse cuatro veces en tan pocas horas. Lo de mossen Roger había sido un juego adormecido frente al torbellino que iba a ser lo de Laurenç… si lograba permanecer y el aburrimiento y la falta de estímulos del apartado Tredòs no la obligaban a escapar en el caso de la que la piedra no condujese a nada.
Además, ni siquiera con esa especie de semental salvaje había sentido lo que, hacía tanto tiempo, descubriera en los libros que debería sentir, tras llevar desde los once años sirviendo a mossen Roger de consuelo en la cama sin recibir ella a cambio consuelo alguno. De todos modos, tal falta carecía de importancia, puesto que su deber consistía en hacerle feliz a él. Aunque, para ser sincera consigo misma, había pasado la noche esperando que, puesto que Laurenç era tan diferente de Roger, la transportara por fin a ese delirio presentido pero nunca experimentado. Daba igual, tendría que conformarse y hacer lo que siempre había hecho, no parar, desahogar sus ansias en el afanoso trabajo cotidiano y en la continua busca del conocimiento.
Oyó que el sacerdote volvía tras acabar la misa. Aguardó a que se hubiera despojado de los ornamentos sagrados.




-¿Quién os ha dado esto? –preguntó Marianna cuando mossen Laurenç volvió a la cocina.
El sacerdote miró la pequeña piedra cúbica como si la hubiera olvidado.
-¿Sabes lo que es?
-Creo que sí –respondió Marianna afectando modestia, pues estaba completamente segura de lo que era-. Me parece que es una piedra labrada como cuño, para autentificar escritos de tenían que parecer oficiales.
-¿Estás segura?
-¿De dónde ha salido, mossen?
-La encontré en un pequeño nicho excavado en un sillar del muro, cuando emprendí la construcción de tu cuarto.
-¿Sólo apareció la piedra?
-Estaba envuelta en un trozo de pergamino. Tenía algo escrito…
-¿Lo conserváis?
-Creo que sí. Espera.
Marianna lo oyó rebuscar en varios cajones de la sacristía. Unos veinte minutos más tarde, el sacerdote volvió con expresión triunfal, exhibiendo el pequeño fragmento de pergamino.
-Lo guardé cuando lo hallé, a la espera de estar mejor relacionado en el valle, a ver si algún párroco podía explicarme el sentido del dibujo y la inscripción, porque el arcipreste… No sé.
Mariana examinó el pergamino. El dibujo era evidentemente un plano, aunque algo borroso y muy poco reconocible. La inscripción rezaba: “Al pus founs de la cabo, metme los pes a la pared” y bajo el dibujo, añadía: “Trobar clus”
-Esta lengua se parece mucho al aranés –afirmó Marianna.
-Yo casi lo he olvidado. ¿Qué significa?
-Tiene que estar escrito en occitano, que es el tronco de donde se deriva el aranés. La frase está indicando algo en relación con el plano. Algo que podría ser una llave o algún objeto con esa utilidad, que debe de encontrarse oculto en un punto de una pared señalado por el pie de alguna figura situada cerca.
-¿Y quién lo habría escondido?
-Los cátaros.
-¡Esos apóstatas! -exclamó mossen Laurenç con desdén -. Malditos herejes que Nuestro Señor mantenga en los infiernos.
Marianna estuvo a punto de contradecirle, porque no era ésa su opinión de los cátaros tras la lectura de numerosos libros de la biblioteca de mossen Roger; pero contuvo la lengua. No podía permitirse provocar tan pronto las iras del sacerdote. En lugar de ello, dijo con tono neutro:
-Mi protector en Zaragoza, mossen Roger, mencionó en muchas ocasiones un misterioso tesoro escondido por los cátaros cuando Inocencio III proclamó la primera Cruzada contra ellos. Recuerdo haberle escuchado narrar, en muchas de sus reuniones, que la Santa Madre Iglesia lleva más de seiscientos años indagando en busca de algo valiosísimo que los cátaros consiguieron ocultar nadie sabe dónde.
-Esas leyendas son siempre bulos con los que los enemigos de la Iglesia tratan de enlodazarla.
-No, mossen. Desde el mismo comienzo de la persecución contra la herejía, se ha sabido que los cátaros ocultaban algo tremendamente importante que a la Iglesia le convenía poseer. Lo reconocen hasta las propias actas eclesiásticas.
El sacerdote miró a Marianna con expresión indescifrable, como si no quisiera contradecirle demasiado ácidamente ni opinar nada que pudiera herirle.
Marianna sonrió para sí. Se daba cuenta de que la prudencia reservada del mossen se debía más que nada a su miedo a perderla y no a cualquier conjetura intelectual, de lo que le suponía incapaz. Aguardaría.




Mossen Laurenç estaba convencido de que en el instante más inesperado llegaría Satanás para llevárselo al infierno, porque no era lícito que ningún hombre sintiera tanta felicidad, y mucho menos un servidor del Señor que había hecho voto de castidad. Y esa noche, por fin había ocurrido lo que llevaba dos semanas esforzándose porque ocurriera. Desde su llegada, ella había estado fingiendo el gozo, estaba convencido. Algo en su cuerpo o en su pasado se lo había estado vedando. Pero podía afirmar con total seguridad que anoche no había fingido.
Viendo la luz de sus ojos, Marianna desechó el temor de que él hubiera descubierto la impostura, la simulación de haber experimentado por fin el placer. Durante toda la noche se había sentido una actriz consumada, porque notando que no llegaba lo que presentía que debía llegar consiguió, sin embargo, hacerle creer a él que sí alcanzaba el clímax.

Había aprendido a fingir mucho antes de comprender por qué lo hacía. Tenía once años, era una niña mimada y festejada en los mejores salones de Zaragoza, una princesita feliz, adornada por sus cortesanos de largas sotanas negras con lindos vestidos y obsequiada generosamente con juguetes, que a pesar de tales maravillas recordaba con espanto cómo había sido su vida entre los siete y los nueve años.
Desde que viera morir a sus padres casi al mismo tiempo en la masía de Les, en un paisaje que se desdibujaba en su memoria, durante dos años había peregrinado de masía en masía, amparada por parientes muy lejanos que le hacían pagar caro el amparo, de Les a Salardu, de Beret a Vilac. A los siete años, tuvo que aprender a limpiar los restos de comida del solado de las cocinas de sus hospederos sin que se lo ordenaran, para que no le pegasen con varas por su descuido, y a ordeñar cabras y transportar las pequeñas barricas sin derramar ni una gota de leche, para que no volvieran a aflojarle los dientes a bofetadas.
La llegada de mossen Roger en su busca, aquella tarde de verano en la casa de su último hospedero, el párroco de Bossost, fue como si un ángel bajara del cielo a salvarla de las tinieblas para conducirla a la luz. De los nueve a los once años, en contraste con los dos años anteriores, su vida había sido un paseo por un jardín celestial, sintiéndose como una joya valiosa protegida entre algodones perfumados.
Mossen Roger la invitaba con frecuencia a compartir su lecho para que no sintiera miedo. Cualquier pretexto le valía a la mimada princesita para pedir cobijo entra las cálidas cobijas del mossen, los truenos de una tormenta, el frío o los cuentos de brujas y gigantes que todos en la casa se recreaban contándole. Pero una noche, mossen Roger no se limitó a darle la infinidad de besos húmedos y los abrazos con que a veces llegaba casi a ahogarla; esa noche, además, introdujo la mano bajo su camisón y permaneció más de una hora explorando con sus dedos para hacerle sentir a continuación el avance de otro dedo mucho más grueso aunque menos rígido. Al final, cuando el mossen se agitó y gritó como si estuviera muriéndose, ella sólo sentía estupor y un miedo irracional a perder el cuento de hadas de los dos últimos años.
La escena se repitió durante meses, seguida de un examen de mossen Roger que observaba su cara con expresión que no sabía si era de preocupación, miedo o reproche. Esas miradas y lo que presentía que había en el fondo de los ojos del mossen, le asustaban muchísimo. Una noche, bajo el peso de uno de tales escrutinios, sin saber por qué se le ocurrió imitar lo que él acababa de escenificar, las convulsiones, los estertores, los gritos. Pareció que el cielo se hubiera abierto después de la tempestad, porque en seguida él rió gozosamente, le dijo tiernas palabras de amor y la besó inagotablemente con inmensa ternura y gestos de felicidad.
A partir de entonces, Marianna permanecía en la cama, a su lado o bajo su cuerpo, atenta a la llegada del momento en que debía volver a interpretar lo que tan buenos réditos le había producido.

Ahora, mirando la expresión confiada de mossen Laurenç, se preguntó por qué tampoco había sentido nada habiendo estado mejor dispuesta que nunca. Recordaba con nitidez cuanto había ocurrido desde varias horas antes, pues se esforzaba por revivirlo con minuciosidad a fin de encontrar sentido a la intensidad de su anhelo y sus deseos en el momento de tenderse en la cama.
El día había transcurrido como todos los demás. Primero, el aseo y exorno de la iglesia. Luego, nuevos esfuerzos por conseguir que la pequeña vivienda se convirtiera en un hogar digno y presentable. Más tarde, la compra de comida como pretexto para intimar con las vecinas, que había escuchado que le apodaban “la zaragozana” y “la maña”, lo que no sabía si sería una ventaja o un inconveniente para ganar su amistad. Después, el almuerzo y, a continuación, las tareas de remendar la muy descuidada ropa del sacerdote. Lo único diferente ocurrió a media tarde. Deseando confeccionar cortinas para las tres ventanas de la vivienda, había pedido al mossen que encontrase tiempo para conseguir varas de donde colgarlas. Como si hubiera sido una petición perentoria, Laurenç salió en seguida al huerto. No halló entre la abundante leña cortada nada que se ajustara a las exigencias de Marianna y entró en el granero en busca de la escala de madera, que adosó al roble más corpulento. Con objeto de trepar con mayor comodidad, se despojó de la sotana para quedar cubierto sólo por el calzón y la camiseta, confiando en la soledad desértica donde se alzaba la vivienda, en el lado opuesto de la aldea que se descolgaba ladera abajo, oculta por el templo de la Mara de Deu. Mariana sintió un sobresalto cuando lo vio encaramado en el último travesaño de la escala, estirando el cuerpo para alcanzar una rama recta muy ajustada a su petición. Temió que pudiera caerse, pero vio con cuánta seguridad se movía; como un volatinero de circo ambulante, y con un aspecto más poderoso que el de un trapecista, Laurenç alargaba el tronco hacia donde realizaba el corte, exhibiendo involuntariamente el poderío físico que tan poco solía mostrar y que más bien procuraba recatar. No sentía ni el más leve rencor hacia aquel mossen Roger casi anciano que, aunque la forzara a los once años, le había dado mucho más de lo que le quitara y le había proporcionado los medios para convertirse en una clase de persona que jamás habría podido ser, de haber crecido en las mismas circunstancias en que transcurrió su niñez. La naturaleza había dotado a mossen Laureç con un cuerpo tan poderoso y macizo, que a su lado aquel canónigo de Zaragoza hubiera parecido un fantoche. Consideró que podría ser el modelo perfecto para un pintor que quisiera representar al Sansón de la Biblia, viéndole tensar los brazos surcados de venas poderosas y músculos abombados que veía moverse y contraerse claramente bajo la piel. Pero con su forzada postura también exhibía el calzón la protuberancia de la entrepierna como algo golosamente vivo y cálido.
En aquel momento, Marianna suspiró y apartó la mirada, porque sintió el impulso de correr al pie de la escala y acariciar esa redondez.
¿Qué estupidez le inspiraba tal idea en un lugar tan circunspecto como el vecindario de Tredòs? Si obedecía ese impulso, se acercaba a acariciarle y alguien les veía, ambos serían expulsados al instante del templo como pecadores infames y, probablemente, encarcelados si el valle no se encontrara en poder de la soldadesca de Napoleón, que eran quienes de verdad gobernaban e impartían las leyes.
Abandonó la ventana para ir a hacer de nuevo lo que al principio le había entretenido, pero ya empezaba a aburrirle: revisar los detalles decorativos de la iglesia, más los externos que los interiores, porque sospechaba claves misteriosas en muchas de las representaciones, volutas y tallas que decoraban la obra románica, principalmente el crismón situado sobre la entrada principal de Nuestra Señora, que parecía proceder de otro templo más antiguo o de una realidad religiosa y paisajística muy diferente.




El amanecer les sorprendió a ambos despiertos y con el pensamiento lleno de preguntas. Por primera vez desde la llegada de Marianna, mossen Laurenç no sintió que debiera apartarse al instante del concupiscente cuerpo desnudo. Giró la cabeza hacia ella y la contempló largo rato.
-Mossen, me hacéis ruborizar– protestó ella, con los ojos cerrados.
-Te contemplo para conservar tu imagen en todos los recovecos de mi mente, porque temo que un día huyas de mí y de este lugar tan poco estimulante… Reconozco que tendrías todo el derecho.
Marianna sonrió afectando humildad y un sonrojo que no sentía. Tras una larga pausa, y como si dudara, dijo suavemente:
-Vos podríais hacer algo para que este lugar sea más ameno para mí.
El sacerdote se dijo que debía haberlo previsto. A ella no le había bastado el esfuerzo, que tan caro le había salido, de convocar en pequeños grupos a los vecinos más sobresalientes de la parte alta del valle, invitándoles a modestísimas meriendas en la casa cural con objeto de que ella no se sintiera aislada y pudiera comenzar a hacer amistades. No. En algún momento tenían que empezar sus exigencias, y elegía precisamente el de su placer correspondido.
-¿Qué es lo que yo puedo hacer, Marianna?
-Prestarme vuestro caballo y permitirme que explore por el valle, para ver si doy con algo que explique el dibujo y el enigma del pergamino de los cátaros.
-¿Crees que de verdad hay en ese dibujo y en el sentido de la frase un enigma que resolver?
-Estoy convencida, mossen. Sé que es una clave.
-¿Y consideras que dispones de... conocimientos suficientes para resolverla?
-Con toda seguridad, mossen. Hubo una etapa de mi adolescencia en que la epopeya de los cátaros llegó a apasionarme tanto, que no sólo leí cuantos libros la mencionaban, sino que investigué cuanto pude en los archivos antiguos del obispado a los que tuve acceso.
Mossen Laurenç cabeceó reprobadoramente para que ella comprendiera que a él no le estaba permitido sentir indulgencia hacia aquellos herejes ni podía concordar con su definición de “epopeya”. Pero en seguida dulcificó la expresión, para que ella no encontrase en él ninguna clase de reproche.
-¿Sabes montar?
-Oh, desde luego.
-Pues nada más hay que decir. Pero lleva siempre el trabuco a mano y dispuesto, porque de los soldados franceses se puede temer todo, siendo como eres una mujer… y hermosa.




El Valle de Aran olía mejor que todos los paisajes que Marianna había recorrido desde que lo abandonara, tal vez porque los aromas que ahora inflaban golosamente su pecho eran los de su infancia. Abundaban las aldeas minúsculas, recortadas en los perfiles de las colinas y laderas como ilustraciones de libros para niños; cada una era un prodigio estético, una especie de escenario de Belén como los que representaban el nacimiento de Jesucristo por Navidad. Las iglesias eran pequeñas, como ermitas que pretendieran ser algo más; torres no demasiado altas, ábsides algo imperfectos, muros no del todo simétricos, estilos amontonados unos encima de los otros por curas nada respetuosos… pero el conjunto, casi siempre románico en las bases, resultaba armónico y perfectamente integrado en el panorama cambiante, donde cada rincón poseía características propias, como si la luz encajonada entre las montañas surtiera de destellos particulares a cada collado y a cada quebrada.
El caballo era un pobre jamelgo que merecía la jubilación, pero a pesar de ello estaba resultándole muy útil para recuperar la memoria de su tierra natal. Los picachos, los bosques silenciosos, el canto trepidante del río, los muros de piedra cubiertos de musgo, los tejados de pizarra y las torres como centinelas le hacían evocar momentos olvidados, embellecidos por el paso del tiempo, pues tenía la certeza de que no podían haber sido tan felices cuando ocurrieron, sobre todo después de morir sus padres.
Pero no conseguía dar con algo que resolviera el enigma de la piedra cátara.
Extrañamente, siempre que examinaba el dibujo del pergamino resurgía un vago recuerdo infantil que no conseguía aprehender del todo, una imagen imprecisa asociada a un juego de niños. Tras el desconsuelo del momento en que supo que era una huérfana desamparada, en la amargura que siguió sólo conservaba, como breves fogonazos, la memoria de algunos instantes placenteros, los de ciertos juegos llenos en su recuerdo de voces de niños, pero que no tenía ni idea de dónde habían tenido lugar.
Cada vez que se cruzaba con una patrulla de soldados napoleónicos, se colgaba el trabuco al hombro, procurando que resultase muy visible. Tras doce días recorriendo el valle a fondo, había visto a esos soldados cometer tantas tropelías, que le sacaba de quicio la mansedumbre de sus paisanos. Se decía a sí misma que a lo mejor no era mansedumbre exactamente, sino la prudencia sabia de quien se reconoce inerme, pero aún así se le revolvían las tripas ante tantos corrales asaltados, tantos campesinos desesperados, tantos graneros incendiados y tantas mujeres desconsoladas.
Y el décimo tercer día lo vio. En seguida tuvo la seguridad de que se trataba justo del lugar representado en el plano.
Igual que un destello, recordó de repente con toda fidelidad tal como era cuando ella contaba ocho años. Un torreón y un pequeño claustro incompleto, en ruinas, que eran lo único que sobrevivía del antiquísimo convento románico del que habían formado parte. Ahora el claustro no resultaba visible, oculto por una edificación mucho más moderna, un caserón que parecía la residencia de alguien que tenía que ser muy poderoso, pero el torreón continuaba exactamente igual de cómo lo recordaba, muy reconocible en la esquina derecha de la fachada principal. ¿Tendría la fortuna de que hubieran conservado el claustro?
Era indispensable tratar de comprobarlo.
Cuando averiguó a quién pertenecía esa especie de pequeño palacio rural, el sujeto que más le había desagradado durante las visitas de cortesía que Mossen Laurenç había convocado en su honor, comprendió que no sería fácil buscar el tesoro de los cátaros.