lunes, 19 de julio de 2010

INDIANOS, UNA FORMA DE HEROÍSMO desde el comienzo hasta final de primera parte


INDIANOS, UNA FORMA DE HEROÍSMO
Luis Melero

PRÓLOGO
Es posible que España fuese un país sumamente distinto sin la contribución de los emigrantes en general y los indianos en particular.
Aunque es abundante la bibliografía, da la impresión de que es un asunto del que se sabe poco, o más bien es excesivamente poco conocido y comentado por parte del gran público. Muchos edificios de las áreas cantábricas y en Canarias, y en general en toda España, fueron construidos por indianos a caballo entre el siglo XIX y el XX, pero con ser tan llamativo, eso no es todo y ni siquiera es una parte lo bastante considerable de la influencia sobre extensos aspectos de nuestra vida y nuestra economía de los emigrantes que hicieron fortuna en América. Un sector muy importante de la banca barcelonesa nació por iniciativa e impulso de indianos, que también construyeron escuelas por doquier, vías de comunicación, saneamientos y múltiples realizaciones beneficiosas para la sociedad, en una altruista y generosa búsqueda del progreso y desarrollo de sus pueblos de origen.
Hemos oído mucho en el pasado reciente sobre la “incidencia” de las remesas de emigrantes en nuestra balanza internacional de pagos, pero da la impresión de que a los indianos se les atribuían papeles más bien pintorescos y no han sido estimados en su justa medida los esfuerzos desesperados que hacían no sólo por volver a sus tierras añoradas junto a la familia amada, sino, también, por mejorar la vida de sus pueblos y ciudades para que otros no tuvieran que emigrar como ellos.
Este libro, que no trata de agotar el tema ni ser un estudio académico ni, mucho menos, estadístico, es un emocionado homenaje para la gente sencilla que vivió vidas fascinantes casi sin querer y que contribuyeron en importante y decisiva medida a que España sea lo que hoy conocemos.

subido



1-RUMBO A UNA INCÓGNITA
En todas las etapas y eras de la historia, los seres humanos hemos emigrado siempre, por múltiples motivos, y lo certifican los grandes movimientos civilizadores de que tenemos constancia. Celtas, hunos, turcos, mongoles, godos, gitanos, fenicios; muchos grandes pueblos del pasado emigraron bien por la ambición conquistadora de sus líderes o, sobre todo, por dificultades en el país de origen. Desde el primer grupo de homínidos que aseguran los paleontólogos que abandonaron África, probablemente por catastróficos cambios climatológicos, nunca se ha parado de emigrar.
Las poblaciones desplazadas más o menos involuntariamente son una lamentable constante en la historia; y en la de España de los últimos siglos en particular, se dan los casos judío y morisco. Los hebreos expulsados en 1492 llevaban casi dos milenios siendo españoles y por lo tanto cabe suponer la enormidad del sufrimiento de aquellas caravanas de niños, ancianos y mujeres que avistó Cristóbal Colón saliendo de Córdoba cuando se dirigía a Palos con sus capitulaciones de Santa Fe firmadas por los reyes, que, por cierto, vivían rodeados de judíos ennoblecidos que simulaban ser cristianos. El poderoso Luis de Santángel, tesorero real y amigo personal y muy íntimo de Fernando de Aragón, era un converso valenciano. La expulsión de otros españoles en 1613, los moriscos, fue sufrida no sólo por ellos, sino también y sobre todo por los que quedaron, que tenían muy escasa habilidad en su arte inmenso de la agricultura. Éstos son casos extremos, de expulsiones masivas, que también se dieron con comunidades completas e igual injusticia en otros muchos lugares de Europa y en distintas épocas, incluyendo el siglo XX. Pero la que aquí nos interesa en especial es la emigración individual en busca de fortuna.

Refiriéndose a la emigración asturiana, en un libro titulado “Asturias en la Emigración”, el autor Luciano Méndez Muslera explica los motivos que movían a sus paisanos que emigraban: imitación de los que habían triunfado, o lo fingían, la huida de los hidalgos segundones (fenómeno común a toda España; los segundones tenían que buscarse la vida, porque todo lo heredaban los primogénitos). También menciona una curiosa figura: unos “ganchos” agenciados por los armadores a fin de redondear sus negocios. Alude este autor a un motivo que fue recurrente en toda España a lo largo de los siglos, la evasión de la milicia.
Con el intento, acaso fallido, de una evidentísima abstracción de los ciclos verdaderos de la Historia, el autor Guillermo Scarfo afirma que la emigración vasca “no se debía a la falta de trabajo, ni a causa alguna física o económica, a diferencia de muchos levantinos que emigraban a causa de su miseria, y que muchos emigrantes vascos, santanderinos y asturianos suelen llevar pequeños capitales y una formación cultural adecuada"
Rosalía de Castro, nacida en el año 37 del XIX, el de la gran emigración, dedicó sentimiento y emoción dolorida en muchos poemas a la emigración gallega, según el autor Emilio González López. “En Follas Novas (1880) incluyó toda una parte, el quinto libro, a poetizar la triste situación de los emigrantes y de las familias que dejan su tierra, libro que tituló As viudas dos vivos e as viudas dos mortos (Las viudas de los vivos y las viudas de los muertos). En Follas Novas Rosalía contempla el éxodo de las gentes de Galicia que emigran para América. Con inmensa tristeza los ve ir, pensando que no hay nada más doloroso que dejar la propia tierra en busca de un porvenir incierto". En su libro En las orillas del Sar, vuelve a tratar el tema, pero contemplado ahora desde un punto de vista diferente. Ya no ve la poetisa la marcha de los emigrantes, sino que piensa en los que se han ido y están ya en América. Y Rosalía, entristecida por su larga ausencia de la tierra, los llama para que se reintegren a la patria amada. Esta llamada, que tiene el dolor de una madre que se dirige a sus hijos extraviados por el mundo, se expresa en una serie de poemas que recoge bajo el título de Volved…
Volved, que os aseguro
que al pie de cada arroyo y cada fuente
de linfa transparente
donde se reflejó vuestro semblante,
y en cada viejo muro
que os prestó sombra cuando niños erais
y jugabais inquietos
y que escuchó más tarde los secretos
del que ya adolescente
o mozo enamorado,
en el soto, en el monte y en el prado,
y dondequiera que un día os guió el pie ligero…,
yo os lo digo y os juro
que hay genios misteriosos
que os llaman tan sentidos y amorosos
y con tan hondo y dolorido acento,
que hacen más triste el suspirar del viento
cuando en las noches del invierno duro
de vuestro hogar, que entristeció el ausente,
discurren por los ámbitos medrosos,
y en las eras sollozan silenciosos.
Y van del monte al río
llenos de luto y siempre murmurando:
“¡Partieron…! ¿Hasta cuándo?
¡Qué soledad! ¿No volverán, Dios mío?
…que son lo más sentido y bello que se ha escrito en la poesía castellana sobre la emigración. (...) No es Rosalía quien llama a los emigrantes, sino toda Galicia: es toda la tierra, su viento, sus ríos y sus bosques que se han quedado abandonados por los que se fueron".

A pesar de que los poetas y a veces los políticos reclamaban a los emigrantes que volvieran, muchos autores han dedicado monografías a lamentar el maltrato que, mayoritariamente, ha venido dando nuestra literatura a los Indianos. Una injusticia absurda que seguramente la ha motivado en primer lugar la falta de reflexión, añadida a un culposo desconocimiento.
Mirando especialmente a Murcia, el autor José Ibáñez Martín dice que “la Literatura murciana ha cumplido este designio, y en sus obras podemos encontrar la aventura dramática del hombre obligado a desplazarse fuera del ámbito vital originario. Si elegimos como referencia el siglo XX, nos encontramos el testimonio de los arrastrados por la crisis de finales del XIX, y obligados, como el poeta Vicente Medina, a buscar el sustento en Argentina, o en Brasil, Francia y Barcelona, como los personajes de El otro lado del mundo, de Berta Serra. Otras migraciones como la causada por la Guerra Civil o por la búsqueda del bienestar económico en otras tierras quedan reflejadas en obras como Cancionero morisco, de Andrés Salom, los poemas de Julián Andúgar y Francisco Sánchez Bautista, así como en la novelística de José María Castillo-Navarro y José Luis Castillo-Puche”.
Desde una universidad estadounidense, y en un estudio sobre la literatura española, el autor José Ignacio Barrio Olano afirma que: “hay que precisar que las Indias no son, en realidad, un escenario típico de la novela picaresca. No hay, por lo menos en los siglos XVI y XVII, novelas picarescas españolas de ambiente americano y sólo son tres los pícaros literarios que eventualmente pasan a las Indias: Alonso mozo de muchos amos, el buscón Pablos y Lazarillo de Manzanares. Sin embargo, las Indias son una referencia constante en la picaresca, porque si no aparecen propiamente como un escenario, sí aparecen como una expectativa, como un rumbo conocidísimo en el que es más emblemática la vuelta que la ida y como una carrera a seguir. Es precisamente en "la carrera de las Indias" donde se forma el personaje del perulero o indiano que, una vez acumulada suficiente riqueza, regresa a España para vivir de las rentas. En ese momento histórico, el rumbo de las Indias es, como lo expresa Estebanillo González, "el camino de la codicia.” En la picaresca, la mentalidad mesiánica de Cristóbal Colón ha quedado por tanto reemplazada por una mentalidad lucrativa y mercantil: si el propósito más definitivo de Colón era transportar el oro y las riquezas americanas hasta Jerusalén para reconstituirla como ciudad escatológica y cumplir así las profecías de Isaías y de Esdras, un pícaro como Lazarillo de Manzanares dirá, por el contrario, lo siguiente: Mi intento... nunca fue vivir de asiento en éste o en otro lugar alguno de los de España, antes dar conmigo en las Indias, donde hombres bajos vienen de ordinario ricos, aunque vayan sin oficio, porque, llevando consigo el poderse aplicar a mercaderes de cosas bajas, nunca se vienen sin dineros. Para la mentalidad picaresca, las Indias se asemejan por tanto a la tierra fabulosa de Jauja o de Cucaña, donde el interesado puede, con un poco de maña, "lograr las cosas con poco trabajo o a costa ajena."

Nada más lejos de la realidad que la idea de que los emigrantes conseguían sin esfuerzo sus logros, impresión injusta que está bastante difundida, sobre todo entre quienes escriben sobre indianos. No sólo autores españoles han abordado la cuestión. El italiano Edmundo D’Amicis imitó a los de novelistas y poetas españoles que desgranaban sus nostalgias y penas por los emigrantes que no volvían y los que volvían incomprendidos. Además de Rosalía de Castro y Pío Baroja, han escrito sobre ellos Leopoldo Alas, Rafael Alberti, Juan Antonio Cabestani o el propio García Lorca, que los conoció y habló con ellos in situ, tanto en La Habana como en Buenos Aires.
Vituperados y maltratados con demasiada frecuencia por muchos ciudadanos de algunos de los países de acogida, que a pesar de necesitarlos tanto pasaban en seguida a criticarlos “porque venís a llevaros lo nuestro”. Y cuando volvían los indianos a España se encontraban prácticamente con la misma incomprensión, que en este caso amargaba mucho más. subido

A pesar de su antigüedad milenaria y su persistencia, que pareciera motivar un impulso insoslayable de nuestra especie, en la génesis de la emigración siempre hay alguna calamidad; pobreza, invasión de otros pueblos, humillaciones, hambre o esclavización por parte de poderes extraños. Hasta el Éxodo de Moisés fue una emigración para librarse de la odiosa esclavitud faraónica a que estaban sometidos. Todavía casi acabando el siglo XX, en 1996, vimos unas imágenes que nos parecían escenas de la Biblia: más de quinientos mil hutus huyendo del exterminio. No resulta probable que se haya emigrado en masa nunca porque sí, por el placer de conocer otras tierras.

De manera bastante irónica, un cubano llamado Leocadio Machado, de origen portugués, escribió sobre los indianos:
“Eran inconfundibles, orondos, sonriendo a diestro y siniestro, enseñando un puñado de dientes de oro que les iluminaban la boca y con sus leontinas, también de oro puro, colgándoles del chaleco descaradamente. Con el veguero entre los labios, bien machacado, babeando de gusto a punto de apagarse, y el jipijape cubano cubriéndoles la cabeza. Con las barrigas hinchadas como bombos de tanto arroz con frijoles y tanta yuca y quimbombó. Y es que la mayoría venía de Cubita la Bella que por aquel tiempo era la niña bonita de la emigración, mucho antes que Venezuela se ganara a pulso el honroso sobrenombre de la Octava Isla Canaria. Los indianos por aquel entonces regresaban con sus pesos contantes y sonantes amarrados en la faltriquera, producto de tantos años chapando caña bajo soles de justicia, sudando en los trapiches o participando en las faenas del tabaco. En cuanto avistaban en el horizonte la silueta del Teide se les enviaban racimos de besos volados. Ya en tierra, cantaban el himno del regreso con música y ritmo de la chamelona mientras respiraban, todos de golpe y con ansias, los viejos aires del terruño, añorados una y mil veces en los años de la lejanía. Y demás, a buscar aposento en el lugar que los vio nacer. Allí, en sus pueblos de origen, contoneándose como pavos reales, se construían casas nuevas con más ventanas y las puertas de entrada más anchas que las que dejaron. Después se sentaban junto a ellas, en los atardeceres, a contarle a los vecinos lo bien que se vivía en Santiago, el mucho trabajo que había en Camagüey, cuánto había crecido La Habana y lo hermosas que eran las mulatas”.
Retrato algo inclemente que, evidentemente, se queda en lo superficial y no ahonda en sentimientos ni motivaciones profundas.

Menos conocidos que otros casos son los canarios que actuaron como arietes en la colonización de grandes áreas de América. Entre ellos, los ileños de Luisiana:
Poco tiempo después del Descubrimiento, la corona de Castilla favoreció y subvencionó la emigración de canarios para la colonización y de América. Casi todos eran soldados. Más tarde, fueron artesanos y campesinos con el objeto de establecerse y fundar con sus familias industrias y poblaciones, y, especialmente repoblar muchas localidades que, pasados los primeros ardores del Descubrimiento, experimentaban más despoblación, como varias islas del Caribe. A Santo Domingo fueron familias de agricultores, con equipamiento de aperos de labranza y materiales para la edificación de viviendas; en 1545 se obligó a Francisco de Mesa a fundar un pueblo en Montecristo, con 30 vecinos casados en las Islas Canarias. Estos hechos ocasionaron la salida masiva de habitantes creando una verdadera despoblación en Canarias, que motivó que se prohibiera la salida de vecinos, indispensables para la defensa de las islas. En el siglo XVII había aumentado peligrosamente la presencia de extranjeros en las colonias españolas e interesaba reforzar la proporción de súbditos leales. En 1659, para evitar la pérdida de Jamaica, "nada mejor que una armada despachada de la península cargada de gentes que han de ser de trabajo y provecho, como lo es la de las Canarias". En esta época es cuando se experimentó un flujo de emigración canaria muy fuerte hacia Cumaná, Venezuela, Antillas o Florida

Emigrar es un acto muy doloroso. Como en la canción “Maitechu mía” que escribió el granadino maestro Alonso (autor también de otros mitos como “Banderita” y “Pichi”), el emigrante lo deja todo atrás, inclusive el amor de su vida, para luchar por el dinero y, algún día, como decía la canción, “al verse rico volver por ella”.
Por dejar sentimientos a sus espaldas, el emigrante hasta abandona jirones del alma entre el núcleo de sus raíces, y cuando regresa a recuperarlas, las raíces, como todo organismo vivo, las encuentra evolucionadas y le resulta muy difícil reconocerlas. Si es que puede hacerlo, porque muchas veces no lo consigue, ya que conserva una imagen congelada en la memoria que no tiene nada que ver con lo que observa al bajar del avión. Se han dado muchos casos de emigrantes que regresan a su lar y, ante el desconcierto de no poder identificarlo, les pasa como a la Penélope de Serrat –que no reconocen la cara decrépita de su amor- y se dan media vuelta para volver innortados y sin ánimos al país de acogida, donde envejecen y hasta mueren.
Ni el emigrante que vuelve es completamente el mismo que se fue ni la tierra que encuentra es la que dejó. Se mueven las olas, crecen o mueren los árboles, unos prosperan y otros se desesperan; ninguna población permanece inmutable en el tiempo, como la de aquella película musical Brigadoon de Vicente Minnelli, un cuento lleno de magia y misterio que protagonizó Gene Nelly. Al contrario que Brigadoon, que reaparecía cada cien años sin haber cambiado ni un chorro de su fuente, las personas reales, los paisajes, los países y las ciudades nunca paran de cambiar. El tiempo es un enemigo invencible de la nostalgia.
Ciertos autores, algunos catalogados por el Instituto Cervantes, relacionan “indiano” con “frustración”. Hay que resaltar que los primeros que veían sus vidas en cierta manera malogradas eran los propios indianos, que encontraban más suspicacia y rechazo en sus anhelados paisanos que comprensión y bienvenida.
El despiste y la perplejidad del emigrante que volvía afanoso en busca de lo que añoró durante los años más duros de su vida, es seguramente uno de los factores que dieron pie al fenómeno no demasiado optimista de los indianos en la literatura, que ya en la primera mitad del XIX dramatizaba el Duque de Rivas en su “Don Álvaro o la fuerza del sino”.
Arquetipo del espíritu trágico del romanticismo, y en el romántico escenario de Sevilla, el personaje de Ángel de Saavedra acumulaba en sus faltriqueras el pesimismo de todos los indianos inconformes con la fatalidad de su sino. Aunque es inverosímil que alguien tenga tan mala suerte como él, no dejaba de participar en cierto modo del anhelo del antiguo emigrante por alcanzar la felicidad que muchos le niegan.
El fenómeno ha sido tan recurrente y tan extenso, que nuestra literatura se vio obligada a prestarle atención como hemos visto (aunque no toda la que hubiera debido), pero en términos generales se aprecia en los autores –salvo los que fueron emigrantes ellos mismos- la asunción y la participación de unos prejuicios sociales que siempre han sido sumamente injustos y, a la vista de lo escrito sobre el tema, se nota que jamás hicieron los pueblos ni los literatos el indispensable esfuerzo de comprensión.

Hay un personaje casi paradigmático en nuestra zarzuela, Juan el Indiano, de Los Gavilanes. En él se resume aproximadamente la arquitectura de motivos e impulsos de los indianos y uno llega a suponer que el autor debió de vivir la experiencia en carne propia o conocerla de cerca. Tal como se desarrolla el libreto en la escena, el público percibe a ese indiano superficialmente como el “malo” de la historia, sin ahondar en el dolor y la perplejidad que sentiría el personaje de ser real, porque no es posible leer entre líneas en un texto teatral y muchos menos si es cantado. Emigrado pobre muchos años atrás, siendo muy joven, Juan regresa rico pero ya maduro a su pueblo marinero, pensando, como el amante de Maitechu, en recuperar su amor. Pero Juan tiene en la memoria una imagen detenida en el tiempo del fervor romántico y de ese amor, y la cara que recuerda no se parece casi nada a la que encuentra, por la que los años no han pasado en balde. Aquella muchacha llamada Adriana se ha hecho mayor, está casada y es madre de una hija, Rosaura. El escalofriante drama consiste en que Juan el Indiano reconoce en la hija, Rosaura, la cara de su amor añorado y se enamora de ella, amparado por los poderes que le da su riqueza. Pero Rosaura tiene ya un amor, Gustavo, y no presta oídos al nuevo poder que Juan representa. Despreciado y despechado, Juan compra todas las deudas de la familia de Adriana y Rosaura con objeto de hacer méritos para casarse con la muchacha, que está siendo presionada porque el pueblo en pleno considera que el dinero de Juan va a ayudarles a redimir la pobreza del villorrio. Los vecinos esperan cada uno su prosperidad personal por obra de Juan y temen que los desdenes de Rosaura puedan malograr su esperanza. Mientras, el Indiano canta:
“Oh, país del oro,
me diste un tesoro
que con mi trabajo
supe conquistar…”
Juan el Indiano ya no es el muchacho pobre e insignificante que emigró porque no encontró otro camino de escapar de su desdicha. Ahora representa de modo muy visible y ostentoso la opulencia y el poder que la mala literatura tradicional suele motejar como odiosos, y la maledicencia y la solidaridad con Rosaura y Gustavo va poniendo poco a poco a los pueblerinos en su contra a pesar de la ambición colectiva. Juan sigue cantando:
“El dinero que atesoro,
todo el oro
nada vale para mí…”
El Indiano siente que está perdiendo sus posibilidades de reencontrar un amor que ya no existe y se desespera hasta el punto de actuar movido más por el despecho dolorido que por el amor. El desarrollo posterior del libreto, aunque exprese con un “happy end” traído por los pelos la moraleja facilona tradicional de la comedia, sugiere sin nombrarlo el dolor estupefacto de un hombre que al regresar rico habiendo sido pobre, comprueba de hecho que lo ha perdido todo.

Aunque no tanto como Irlanda, Italia o Polonia, y además de los casos judío y morisco, nuestro país ha vivido etapas de emigración masiva. Coincidiendo con grandes pérdidas coloniales, crisis, guerras o convulsiones nacionales, se han producido distintas épocas en que el dolor de abandonar cuanto se ama era sobrellevado colectivamente por grandes multitudes. Épocas en que las pateras viajaban al Sur y al Oeste.
No es casual que tantas coplas lloren las ausencias de quien dejó atrás todas sus referencias y amores. Concha Piquer brindaba con vino español comprado en una farmacia en Nueva York, “qué bien que sabe ese vino, cuando se bebe lejos de España”, y, al chocar las copas, los suspiros de todos los presentes eran “Suspiros de España”. El vasco que dejó a Maitechu jurándole amores y prometiéndole el oro y el moro si lo esperaba “y si me esperas, lo que tú quieras, de mí conseguirás”, trabajó incansablemente hasta que pudo volver, “saltó a tierra el primero”, en busca de su adorada… que ya había muerto, también de dolor. Y Juanito Valderrama hizo extraños rosarios de dientes en su mítica copla, donde el pobre emigrante que “Atrás iba dejando a España” no imaginaba a lo que se enfrentaría. Por ello, esa melodramática canción ha sido una de las letras más coreadas por emigrantes españoles compungidos y llorosos de ausencias en Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, São Paulo, Quito, Santiago, Lima, Bogotá, Cartagena, Caracas, San Juan, Panamá, La Habana, México y en todas las demás ciudades hispanoamericanas, donde las sociedades y hermandades de emigrantes españoles son instituciones tan respetadas como temidas por el poder, influyentes clubes que llegan a ser, como en caso de Buenos Aires, poseedores de modernos y grandes hospitales. Nuestra música en general, la copla en particular y la zarzuela están llenas de emigrantes que se marchan con el corazón roto o vuelven para hundirse en el pozo del desconcierto.
Abundan las referencias indianas y emigrantes en el folclore de toda España. En un estudio sobre “Chácara y tambores”, de la isla canaria de La Gomera, se dice: “Como punto cubano se entiende el canto de décimas (improvisadas o no) acompañada de instrumentación. Según algunos estudiosos, el nombre de punto deriva del punteo del instrumento, sea laúd, bandurria o tres. El adjetivo cubano, vincula directamente esta manifestación con la isla de Cuba que conocieron nuestros emigrantes. La décima es una estrofa de diez versos, que admite diferentes combinaciones. La que nos interesa es la atribuida al poeta malagueño Vicente Espinel (de ahí que se le conozca también como espinela), que la utilizó en su publicación Diversas Rimas (1591). La décima como forma poética abandonó el ámbito exclusivo de lo culto y se convirtió en poesía popular, practicándose a lo largo y ancho de todo el mundo de habla hispana, tomando diferentes ropajes musicales según las zonas, pero manteniendo siempre su esquema métrico”.
En resumidas cuentas, parece que no hay más remedio que ser ex emigrante para comprender cuánto duele la distancia y cuánto se ama a España al regresar; amor total, sin excentricidades diseminadoras. Curiosamente, se nota todavía, después de 515 años, hasta entre los sefardíes que sobreviven en Turquía y el Oriente europeo.
En la ya mencionada perplejidad de no hallar lo que se recuerda, podría explicarse el heroico afán del emigrante que regresa por mejorar lo que encuentra. Deseosos de desarrollar la cultura y la prosperidad del villorrio que abandonaron, los emigrantes regresados han construido escuelas, fundado instituciones, donado estatuas y edificado algunas de las casas más hermosas que miran el bravo oleaje del mar Cantábrico y otras costas.
También pueden darse casos como reproducir con todo detalle la fuente de La Cibeles en una plaza de México, en la avenida de Oaxaca; copia en bronce vaciada sobre un molde exacto de las esculturas originales, que hace unos años nos obligó a ver en Madrid durante mucho tiempo la fuente tapada por sacos terreros como si hubiera una guerra. Se alzó en esa plaza mexicana por las donaciones de los nostálgicos miembros de la Comunidad de Residentes Españoles en México.
Nadie que no haya emigrado puede calcular los soles, los inviernos, los agotamientos y los sudores que han podido costar cada uno de los pesos que pagaron esa fuente, o los que costearon tantas obras de indianos diseminadas por toda España, particularmente en el Norte y en las Canarias.

Las convulsivas emigraciones de masas “especializadas” que registró la historia española con los judíos, moriscos y, también, los jesuitas, se prolongaron en el tiempo durante el siglo XIX ya con una motivación sobre todo económica. Pero todavía en 1813, tuvieron que emigrar los “afrancesados” cuando Pepe Botella fue expulsado; serían tal vez unos once mil. Hubo casi inmediatamente otra emigración por motivos políticos, en 1814, cuando el grito de “vivas las caenas” se tornó premonitorio y Fernando VII ordenó encarcelar a los liberales que habían apoyado la Pepa, la Constitución de Cádiz de 1812. El XIX continuó dispuesto a ser recordado como el siglo de todas las decepciones de nuestra historia que culminaría con el desaliento de la Generación del 98, y las oleadas de exilios se convirtieron en habituales. En 1839 tuvieron que irse casi treinta mil carlistas que no pudieran digerir lo de Vergara. Los carlistas continuaron exiliándose durante varios años y fundando prósperas comunidades, sobre todo en Francia. La asonada de Prim también ocasionó un exilio masivo en 1866. Y las restauración monárquica de 1874 produjo de igual manera la huída de temerosos con memoria. Era tan recurrente esta escapada de perseguidos por el poder (que todavía en 1936 continuaría produciéndose) que Larra llegó a decir que ser liberal en España equivalía a presentar candidatura para la emigración. Para nuestra desgracia, esas emigraciones políticas nos dejaban esquilmados de intelectuales y gente pensante y, además, para más inri, mientras tanto se iba produciendo un chorreo inagotable de emigraciones de jóvenes vigorosos por razones económicas, porque el Imperio estaba desmoronándose y al tiempo que la Metrópoli se empobrecía más y más, surgían nuevos estados necesitados de sangre joven, preparada y ambiciosa que les ayudase a progresar. Las antiguas colonias, que en los siglos XV y XVI habían recibido colonizadores en masa procedentes de Extremadura, Vascongadas y Andalucía, vieron llegar al independizarse a enormes grupos de gallegos, asturianos, cántabros y canarios. Durante el XIX y gran parte del XX, ellos sentarían las bases que convirtieron a Buenos Aires, Caracas Bogotá, La Habana y México en capitales modernas y prósperas.

Con todo, y aunque creamos que nosotros hemos emigrado mucho, y ha sido realmente así, resulta que no es demasiado comparado con el conjunto de Europa, incluyendo los estados más prósperos. Durante el siglo XIX y hasta mediados del XX, emigraron hacia tierras americanas unos cuarenta millones de europeos.
En comparación, podemos decir que nuestra emigración ha sido modesta; lo que debe tener que ver con la idea de que aquí se vive mucho mejor que en otros sitios, lo que es verdad en cierto modo. Precisamente por eso sufrieron tantísimo los que se fueron, porque el entendimiento español de la cotidianeidad, con no ser muy práctico en cuanto al desarrollo y la prosperidad, es muy apetecible. Y lo comprobamos por los centenares de miles de jubilados europeos que se mudan a nuestras costas a participar de la juerga en que nosotros convertimos la vida. Los que saltaron el charco y esperaron en algunos casos decenios hasta volver al menos para unas vacaciones, gimieron de modo indescriptible la pérdida del paraíso español.
Por eso daban tanto al volver. Les inspiraba un deseo sincero de ver a sus terruños desarrollarse del modo que ellos habían visto en otras partes, pero también era en muchas ocasiones una especie de peaje que pagaban para ganar el derecho a reintegrarse.
Aunque este libro se escribe con la pretensión de glosar la epopeya de los indianos, es imposible no señalar la desatención de los lugareños que miraban con desconfianza y cierta hostilidad a los regresados que volvían repletos de ideas de progreso y con el alma llena de amor insatisfecho y buena voluntad..
Más de un millón de españoles corrieron a hacer las Américas en el periodo que va de 1905 a 1914, lo que fue una triste manera de emprender el mismo siglo que presenciaría el éxodo de los intelectuales republicanos (cientos de miles) y la diáspora por la próspera Europa, durante los sesenta, de gallegos y andaluces en busca del industrialismo alemán, francés y suizo.
Mientras, no ha dejado de producirse la llamada “emigración golondrina”, esa salida eventual de campesinos para las vendimias y la recogida especializada de otros productos de temporada, llegando a ser familias enteras las que se desplazan todavía hoy.
No es exagerado calcular que durante el XIX más de medio millón de asturianos, gallegos, castellanos, vascos, manchegos o extremeños dejaron España para procurar su cornucopia en América. La meta solía ser Cuba o Argentina, México o Uruguay. En esos países y muchos otros, dejaron una herencia cultural inmensa y un riquísimo patrimonio arquitectónico. En muchos casos, establecieron para siempre en tales ciudades sus apellidos, renunciando en muchos casos a sus esperanzas. Como vemos todavía hoy en las guías telefónicas de las grandes ciudades de Hispanoamérica, fueron muchos más los que dejaron de esperar.

¿Qué ganaron aquellos emigrantes enriquecidos con tanto esfuerzo y tantísimas calamidades y penas?
Ex emigrante, el escritor gallego José Neira Vilas narra que: “Yo llegué a Buenos Aires a comienzos de la década de los 50, en una época que allí se vivía una extraordinaria efervescencia gallega. Todo aquello que no se hacía en Galicia porque no era posible, se estaba haciendo allí: editoriales, música, concursos literarios, actividades culturales… Además en aquellos intereses había allí personajes que hacían posible tales actividades, como Luis Seoane, Lorenzo Varela, Suárez Picallo y muchos otros intelectuales exiliados que fueron grandes figuras en la cultura gallega. Ellos continuaron en Buenos Aires el trabajo iniciado por otros emigrantes gallegos”.
El Centro Gallego de Buenos Aires fue fundado el 2 de mayo de 1907. O sea, no hace mucho que se cumplieron sus primero cien años de vida. Un centro sin el cual la vida ordinaria de Buenos Aires no podría ser entendida. También en Caracas, como en otras ciudades, existe un centro gallego que allí se llama “Hermandad Gallega; poseedora de un extensísimo recinto ajardinado en pleno centro de la ciudad, dentro hay de todo, hasta teatro y barbacoas.
En su mayoría, los emigrantes eran hombres jóvenes con no muy extensa preparación, que no veían nada provisor en su porvenir. Emigraban sobre todo en busca de futuro y planteándose su marcha como provisional. Todos deseaban volver luego, aunque fueron innumerables los que nunca pudieron hacerlo. En unos casos, porque formada una familia, con hijos y nietos del país de acogida, el regreso se convertía en una quimera. En otros, se postergaba el regreso una y otra vez a la espera de “reunir un millón más”.

El estudioso gallego Rául Sotelo Vázquez asegura:
“La vocación migratoria de los españoles fue inferior a la de británicos, italianos, escandinavos o portugueses y se concentró en las regiones periféricas que disponían de más facilidades para el transporte, mejor información sobre las oportunidades en los potenciales destinos o parientes y vecinos ya instalados en éstos, y que contaban además con los recursos materiales y relacionales de sus explotaciones domésticas para financiar el viaje al otro lado del mar. Esta emigración temporal con el ideal de retorno fue una ’industria de los pobres’ que estaba perfectamente integrada en el ethos cultural del campesinado minifundista de las regiones atlánticas (Eiras e Rey, 1991, Brettel, 1991; Anes Álvarez, 1998) y que tuvo importantes consecuencias en la modernización económica y en la transformación social de los escenarios de partida.”.
Albergaban sueños y ambiciones diversas, con un punto convergente: la reivindicación de sí mismos que no se materializaba en sus lugares de nacimiento.
Mas existía un resquemor común en todos ellos a la hora de partir: Por mucho que conocieran cuál era su destino, en realidad se trataba siempre de una incógnita. Durante los siglos XIX y XX la emigración de los españoles a América experimentó etapas diferentes. Entre 1980 y 1935, eran emigraciones masivas que procuraban oportunidades laborales y prosperidad. Durante la Guerra Civil, conforme la República retrocedía sus intelectuales y políticos echaban a correr y realzaron la importancia de algunos lugares, como Tolosa en Francia o Ciudad de México. A partir de la Guerra Civil, la emigración descendió mucho, a excepción de los que se marchaban por razones políticas. Pero fue el final de la Segunda Gran Guerra lo que dio pie de nuevo a los grandes movimientos de emigración española hacia América, aunque esta etapa fue más bien corta y languideció hacia el final de la década de los 50. Durante los 60, América dejó de ser el destino ansiado y los emigrantes emprendieron los más peliagudos caminos europeos.

Los escritores hispanoamericanos también han tratado de abordar la cuestión, en ocasiones con gran estilo y capacidad, como el venezolano Arturo Úslar Pietri, en Las Nubes:
“No ocupa mucho puesto América en la literatura española durante la época colonial. Fuera de los libros escritos en el Nuevo Mundo y de las crónicas e historias que tratan de él, poco es lo que dedican a América los grandes escritores peninsulares durante los tres siglos que dura el imperio. Poco hay en el canto de los más grandes poetas, poco en el teatro, muy poco en la novela. Acaso la única excepción mayor sea la de La Araucana, de Ercilla. Lo que más abunda son referencias ocasionales a ciertos rasgos, a ciertos hechos o a determinados personajes de las Indias. Como la famosa y tan repetida de Cervantes. Y la repetición de algunos conceptos que eran sin duda los que predominaban en las más de las gentes sobre el continente nuevo. Como los de su riqueza, extrañeza e inmensidad. En un libro de mucha laboriosidad y de gran importancia un erudito del Plata, Morínigo, ha recogido y estudiado las referencias y las concepciones atingentes a América que aparecen en el teatro de Lope de Vega. No es ciertamente mucho lo que ha encontrado, pero es revelador. Lope en sus comedias reflejaba con fidelidad no superada los sentimientos, las ideas y los gustos populares. Lo que él dice de América es sin duda la expresión exacta de lo que el pueblo español del siglo XVII pensaba de las remotas y fabulosas Indias. De entre todas las referencias a cosas americanas que Morínigo saca del inmenso teatro de Lope de Vega, una de las más curiosas, repetidas y significantes es la que toca al hombre de las nuevas tierras. Lope le llama siempre indiano. A veces lo pone en escena de cuerpo entero, a veces lo describe un personaje español, y a veces alguien se hace pasar por indiano para engañar con provecho a los otros. Pero en todos los casos los mismos rasgos se repiten, acentuados en ocasiones, hasta la caricatura. Para Lope, y sin duda para la mayoría de aquel público que se sentía retratado en su teatro, era indiano todo el que venía de América. Fuera español, o fuera criollo. Lo cual pone de resalto un hecho importante, como es el de que el ambiente americano tuvo desde el comienzo tanta peculiaridad y fuerza propia como para hacer al español que venía desemejante del español que se quedaba, hasta confundirlo en identidad de rasgos, a los ojos del público de comedias de Los Corrales, con el criollo. Más tarde la voz indiano no se aplicó sino a los españoles que volvían de América, y muy rara vez a los criollos. Esos indianos de Lope son personajes muy coloridos y caracterizados. Al aparecer en escena la gente podía identificarlos. Y no pocas veces eran figuras cómicas puestas para hacer reír. Los principales rasgos con que aparecen vienen a ser como la más antigua identificación del carácter hispanoamericano en presencia de lo castellano tradicional. De lo que después se llamó castizo. Por lo general son gente sospechosa de la que se sabe poco y de la que puede suponerse mucho. Vienen de muy remotos lugares. Y nadie a ciencia cierta puede decir lo que haya de verdad o de mentira en lo que ellos cuentan. Esto es, precisamente, lo que hace fácil la aparición del indiano simulado. Las más de las veces el indiano de la comedia es moreno. Se alude repetidas veces a esa condición. Las más de las veces se atribuye al ardiente sol del Nuevo Mundo. Pero en veces se deja adivinar la presencia del mestizaje. El indiano de la comedia siempre es rico o hace creer que es rico. Las voces indiano y rico llegan a ser sinónimas. A los truchimanes de la comedia se les engolosina la imaginación ante la vislumbre de tanta riqueza. Se habla con frecuencia de las minas de oro y plata. Están como rodeados de la aureola del Potosí. Y el indiano acentúa esta impresión de riqueza con su exagerada ostentosidad. Con el gran tren de su casa, con sus carruajes, sus servidores y sus llamativos trajes. Este rasgo va curiosamente acompañado de otro que parece contradecirlo y que es el de la tacañería. Indiano y tacaño es lo mismo. Todos saben que el indiano es rico, pero también que no es amigo de darle a los demás. Los pícaros y los parásitos que lo persiguen tienen que ingeniarse mucho para sacarle algunos doblones. La verdad es que debían parecer tacaños porque los gastos que hacían parecían siempre desproporcionadamente pequeños junto a las fabulosas riquezas que se les suponían. Lo que daban siempre parecía poco. Cualquier gallofero debía pensar que podía hacerse rico con sólo topar con la generosidad de algún indiano. No hubiera habido Potosí suficiente para satisfacer las esperanzas de lucro de los que se acercaban al indiano. Por mucho que diera, siempre había de parecer tacaño a quienes pensaban que podía dar sin tasa. De allí, sin duda, surge esa contradicción de su prestigio de rico y ostentoso y de su fama de tacaño. El rico y ostentoso indiano que aparecía en las tablas tenía además la manía de las pretensiones caballerescas. Siempre andaba invocando algunos enrevesados linajes para que se le tuviera por caballero o con derecho a algún título de Castilla. Todos se ponían el don, en ese tiempo en que tal tratamiento era una distinción nobiliaria. No se contentaba con ser rico, sino que quería ser noble o que se le tuviera por tal. Y esas pretensiones, las más de las veces absurdas y mal fundadas, eran las que le especulaban los parásitos y las que lo transforman en un personaje que hace reír a la gente del patio. Como las hace reír la afectación de su lenguaje. Al oír a alguien hablar con rebuscadas razones y raros vocablos se empieza a pensar que es un indiano. Hay como un gusto de la expresión artificiosa que corre pareja con la ostentación de su vestido y de su riqueza. Ese lenguaje cultista, afectado y prolijo lo distinguía de los que los oían en la península. «Gran jugador del vocablo», dice Lope. Y a esta abundancia y artificiosidad del hablar se asociaba la inclinación a mentir. Con tanta cosa desconocida y de tono fabuloso a la que hacer referencia. Como lo dice en Los guanches de Tenerife:
Que los que del Nuevo Mundo
vuelven a España nos cuentan
mil embelecos...
Era en Sevilla donde más abundaban los indianos. La ciudad que era la puerta oceánica de América. Allí se les veía en todo el esplendor de sus pintorescos rasgos. No era necesario verlos ni oírlos para identificarlos. Sabemos por estas preciosas referencias del teatro de la época que bastaba pasar por la calle para conocer la casa del indiano. La denunciaban los criados negros a la puerta y el verde loro en su jaula que nunca faltaba en el balcón. O alguna chacona o areito que tarareaba la servidumbre. Y a ella se dirigían los parásitos de la ciudad en busca de dádivas y los más torcidos letrados en busca de pleitos que complicar. Los pleitos de títulos de tierras o de reconocimientos de servicios o de nobleza que eran tan característicos del indiano como el loro o como los esclavos negros. Así se componía la imagen del indiano en la comedia española del Siglo de Oro. Y con esos caracteres se presentaba a la imaginación de los españoles que tenían a su cargo concebir los destinos del imperio”.
Úslar Pietri, heredero él mismo de emigrantes, es un profundo amante de España y conocedor de nuestra literatura. Certeramente, señala el maltrato que nuestros autores han dado habitualmente a los indianos. Prácticamente ninguno habló de sus dificultades, sus miedos, sus pesares.
Si difícil era imaginar lo que podían deparar Buenos Aires, Caracas, Bogotá, La Habana o México, donde vivían cientos de miles de españoles y se hablaba español, la incógnita se volvía aun más desesperante cuando se trataba de emigrar a Ginebra, Bonn, Lyon o Munich.
Podían subir al barco, al tren o al avión con la respiración suspendida. Y no siempre era sólo por el dolor de abandonar a sus familias y sus puntos de referencia. Angustiaba sobremanera la incertidumbre sobre el destino. Por mucho que el compadre o el hermano hubiera hablado de los lugares adonde habían emigrado, la suerte que les esperaba allí era siempre una incógnita que, en muchísimos casos, se desveló como un puñetazo en la nariz. El hombre tiende a idealizarlo todo a la distancia, sea kilométrica o temporal, y los ya emigrados, en sus vacaciones, hablaban de buena fe de venturas que tan sólo estaban en su imaginación. Podían mover sin pretenderlo a sus hermanos o amigos a imitarles aunque todos sabemos que nadie puede copiar y reproducir el destino de otro hombre.
Pero fuera bueno o malo lo que se encontraban, nunca dejaban de intentar que mejorase lo que habían dejado atrás. A veces con sacrificios indescriptibles, no dejaban de enviar fondos a sus familias.
Las remesas económicas de los emigrantes estimularon y aceleraron la progresión desarrollista de España. Contribuyeron en medida tremenda y no bien dimensionada (ni tampoco reconocida suficientemente) a la prosperidad de grandes ciudades hispanoamericanas pero, al mismo tiempo, enviando dinero a sus familias facilitaban el avance de España. Todavía hoy, las remesas de emigrantes españoles representan un rubro interesante de nuestra balanza de pagos, aunque ahora se vea bastante compensada por los giros a sus respectivos países de nuestros inmigrantes ecuatorianos, marroquíes o argentinos. En esto también, como en la música, se está produciendo un viaje de ida y vuelta.
Pero por mucho que enviaran nunca lo consideraban parte de su acervo personal. Ellos tenían que alcanzar unas metas que no solían estar claras, fueran en cuanto a la realización personal o a la dimensión de su riqueza. “A ver si sumo un milloncete más”.
Y cuando se alcanzaba la cifra ambicionada…