martes, 27 de julio de 2010

LA DESBANDÁ. III parte


III. El reino de Momo
-¿A qué viene esta manía? -reprochó el Templao antes de frenar-. Eres más raro que una cabra con plumas... ¡Empeñarte en ver al Chafarino, con la pechá de frío que hace en la playa y llevando namás que una semana fuera del hospital!
Mani saltó inesperadamente de la parrilla de la bicicleta, lo que desequilibró el pedaleo del Templao, que estuvo a punto de caer, pero éste no se quejó ya que advirtió la expresión de desagrado del muchacho.
-No puedes ni hacerte una idea de lo que me cabrea que me digan "raro" -protestó Mani-. ¡Me sienta como una patá en los huevos!
El Templao lo examinó un minuto, en silencio, bajo la todavía débil luz filtrada por las nubes. Desde que que se profundizara la amistad entre el casi adulto que era él y el niño que aún era Mani, con una complicidad que sus vecinos no se explicaban, había tenido que reprimir la costumbre de llamarle "rubio", y ahora salía con ésas. Nadie hallaría sorprendente que considerase raro a Mani; el color trigo de su pelo no abundaba demasiado por el barrio ni pululaban los muchachos de doce años con un metro sesenta y siete de estatura, cuando, además, lucía esquelético y pálido como una aparición. Vio que echaba a correr hacia la playa sin despedirse a causa del enojo, y como solía, fue él quien restableció la paz.
-Oye, don Normal -dijo alzando la voz, para que le oyera sobre el fragor de las olas-, que vengo a por ti en cuanto termine en el puerto, porque ya sabes tú que la Inma es más impaciente que uno con diarrea delante de un retrete ocupao...
Mani sonrió con disimulo. Era imposible permanecer adusto con el Templao.
Frente al contraluz del amanecer, el viento levantaba nubes de arena que danzaban sobre la ribera formando madejas errantes, unas hacia mar adentro y otras, hacia los sembrados de cañaduz, como si toda la playa fuese el fondo del cráter de un volcán en erupción. El paisaje de la bahía resultaba impreciso y danzante como un espejismo; el temporal había convertido el proverbial azul del mar de Alborán en un sucio color pardusco, la arena se disfrazaba de lava humeante y el cañizo del Chafarino se cimbreaba con un sonido de aullidos lejanos, como si los dioses submarinos proclamasen que la casa y su ocupante les pertenecían. Mani desechó esta idea con una mueca; aunque las palabras del ciego resultaran tan atractivas como para no poder sustraerse al deseo de oírle, tenía que ser capaz de conversar con él sin dejarse sugestionar. Le abrió la puerta de cañas entretejidas lo menos diez metros antes de su llegada.
-¿No vendes periódicos hoy? -preguntó en vez de saludarle.
A Mani no le asombraba ya nada del Chafarino; ni que hubiera notado su aproximación tan pronto ni que supiera con tanta certeza que era él.
-Mi madre ha mandao que no cargue ni venda periódicos hasta que no suba cinco kilos de peso. ¡Como si fuera cosa de coser y cantar!
-Ven, entra, que nos vamos a congelar. ¿Quieres un caldillo de pintarroja?
Se lo sirvió sin darle tiempo a responder y preguntó al ofrecerle el tazón:
-¿Cuándo te han soltado en el hospital ?
-La víspera de Nochebuena y desde entonces, mi madre no para de tratar de cebarme a costa de borrachuelos rellenos de batata y mantecaos de Antequera.
El Chafarino le palpó el cuello y el hombro.
-Me dijo la monja que estabas delgado, pero no imaginaba que tanto.
-¿Ha estao usted en el hospital?
-Sí, el día de Navidad. Quería felicitarte las pascuas, pero me alegró mucho saber que ya te habían mandado a tu casa.
-Yo quería que apareciera usted por allí, porque me han tenío dos meses como en un penal y me aburría una pechá, pero no volvió desde el día del follón.
El Chafarino inspiró hondo y suspiró.
-Fui al hospital al día siguiente, pero me dijeron que te habías escapado y te andaban buscando. Pocos días después, supe de la batalla y, como era eso contra lo que deseaba advertirte, ya no consideré que fuera tan urgente hablarte; luego, me enteré de que tu amigo el del puerto y su hermana pasaban todas las tardes contigo. Y ya... Ten en cuenta que para mí no es un juego atravesar toda Málaga.
Mani asintió. Ante sus habilidades, todos tendían a olvidar que el Chafarino era ciego. La vida no podía ser para él como un paseo por el parque. No cabía duda de que era ciego y su cuidadosa forma de moverse lo confirmaba, pero un observador que lo ignorase no lo notaría. Admiró su habilidad al desplazarse por la habitación sin tropezar con los objetos innumerables que amontonaba; había de todo: redes, bobinas de cuerda, muebles que parecían sacados de un basurero, remos que servían de puntales a la frágil edificación, anclas mohosas, cestas de cañas y presidiendo en el centro el ordenado desorden, la proa de una barca rota, con un ojo pintado a babor y otro a estribor, que servía como base del fogón. Y en muchos rincones, libros; que a ver para qué podían servir los libros a un ciego. Daba la impresión de que ningún vidente le auxiliara jamás.
-Ven, siéntate junto al fuego, que hoy se le han hinchado las narices a Poseidón.
Mani saboreó el vivificante caldo de pescado, picante de pimienta y perejil.
-¿Su familia no viene a verle?
-De higos a brevas, porque como no quiero vivir más que en la playa mis hijos y mis nietos creen que estoy loco y les doy miedo -respondió el Chafarino y para eludir más confidencias, preguntó: -¿Cómo acabó lo de aquella noche?
-Con dos de mis hermanos en el hospital y otro en comisaría. Y cinco fiambres en el suelo, de los que tres eran falangistas durante la pelea, pero cuando amaneció ya no tenían puesto el uniforme como por arte de birlibirloque; nadie sabe si fueron los suyos o los nuestros quienes se los quitaron ni por qué lo harían. Los guardias intentaron averiguar lo que había pasao, pero la gente se cerró tanto en banda, que la cosa quedó como una trifulca de borrachos, y eso fue lo que sacó el periódico. Dejaron de preguntar a los tres o cuatro días, según me contó mi... -Mani estuvo a punto de referirse a Inma como "novia"- ...la hermana del amigo que usted conoce.
-¿Era grave lo de tus hermanos?
-Regular; mi Antonio quedó con tres costillas partías y, como no para, no acaban de curársele y todavía va con escayola, aunque más chica que al principio; ahora que está al caer el casamiento con la Ana, se porta con más seriedad pero a mí no me la pega, porque está más claro que el agua que sigue con lo suyo. Al Migue se le ha quedao una mano mu fea por la quemaúra y una cicatriz en la frente con forma de bandera con el palo y tó; pero ni con ésas; las gachís siguen rabiando por llevárselo al catre y dicen que la cicatriz le da más personalidad. Mis otros dos hermanos, cá uno al avío: el Paco, como si fuera pa ministro y el Ricardo, como si quisiera ser cardenal, y mi madre haciendo cosas que me mosquean; ayer se encerró a hablar con el criado de una casa de La Caleta donde entré a... robar... y salí como gato escaldao; me ha dicho una vecina, que se llama Concha la Chata y que... bueno, cosas mías; ella dice que el andoba viene toas las semanas y a continuación, muchas veces mi madre echa a correr pal mercao. El que me pegó el tiro ha desaparecío del mapa, pero su familia sigue viviendo en el barrio, porque se chismorrea que el padre se gastó tó lo que tenía en montar la barbería y las cosas no están pa hacer locuras con el parné, porque, pa colmo, aquella noche a mi Paco le dio la venate y destrozó una pila de cosas. Ahora, el Granaíno se porta de otro modo con el vecindario; sigue mirando por encima del hombro, pero le hace la pelota a tó quisque a ver si lo dejan tranquilo y hasta ha conseguío que algunos le ayuden con las reparaciones. La hija del tal, que es, quitando a la Inma, lo más precioso del barrio, está conmigo de un raro subío; desde que volví a mi casa el otro día, cuando me ve pasar me sonríe y me saluda con disimulo.
-¿Por qué supones que lo hace?
-Ni puta idea.
-¿Cómo es?
A Mani le faltaban palabras para describir a Angustias. Contrariamente a los otros tres miembros de la familia, gustaba a todos en el barrio, porque parecía ajena al rencor y las disputas y nunca se quejaba de ser exiliada forzosa en un ambiente que no le cuadraba. Admiraba su belleza morena, deslumbrante, concentrada en la luminosidad de sus ojos verdes. Era una de esas adolescentes que atraen más a los maduros que a los de su edad por sus andares cadenciosos, ondulantes, provocativos, aunque la inocencia de su expresión y su mirada franca probasen su castidad. Mani había sorprendido a muchos casados, inclusive algunos que ya eran abuelos, mirándola con los ojos entrecerrados, de soslayo, como si temieran ser cogidos en falta. La espectacularidad de Angustias le intimidaba; vista desde la óptica de sus doce años sin cumplir, su exuberancia la hacía parecer demasiado monumental. Mientras que Inma transmitía dulzura y paz y sus rasgos de madonna renacentista inspiraban ternura, Angustias conmocionaba.
-Guapa de caerse muerto -respondió.
En ese instante, se reprodujeron las expresiones que tanto habían impresionado a Mani el día que conoció al Chafarino. Al ciego se le desorbitaron de pronto las pupilas estériles fijas en las suyas como si pudiera verle, con fulgores de loco. Le temblaban las aletas de la nariz, el mentón y las mejillas en la piel descolgada bajo los pómulos. Estaba aterrado por algo que bullía en su mente, de modo que Mani se estremeció. Como si el anciano hubiera olido el estremecimiento, preguntó:
-¿Sigue asustándote aquella silueta de la pared del convento?
Desde el regreso del hospital, como hablaba con todos a todas horas para rescatarse a sí mismo del aburrimiento, había escuchado narrar once versiones diferentes sobre la historia de la monja emparedada. La curiosidad vencía al temor residual, y ya se atrevía a examinar la mancha con detenimiento también cuando estaba a punto de acostarse.
-A estas alturas, casi ná -respondió Mani.
-Menos mal que posees el coraje que vas a necesitar -afirmó el Chafarino, de nuevo con el tono que empleó en el hospital cuando le hizo tantas advertencias.
Mani rememoró los insomnios de hacía tan pocos meses y el terror permanente a casi todo: la mancha de la pared, los desconchones en la cal que dibujaban rostros satánicos, los demonios nocturnos y el miedo, más consistente, a sufrir hambre, a que uno de sus hermanos muriera por sus ideas, a que Paula llorase como el día que Antonio robó el jamón con su Sindicato de Parados. Sentía miedo con excesiva frecuencia; el viejo se equivocaba.
-El valor y el heroismo no consisten en ser insensibles al miedo -afirmó el Chafarino como si hubiera escuchado su pensamiento-. Los espíritus de los hombres están llenos de temores inventados por ellos mismos y de eso no se libran ni los generales más famosos. El valiente es el que se sobrepone al miedo, aunque sea el que más miedo sienta en el fondo del corazón.
Al muchacho le pareció que el anciano pudiera estar pensando más en sí mismo que en su interlocutor, como si necesitara darse ánimos. Temblaban los labios del Chafarino como si tuviera espasmos, tanto, que Mani dejó de mirarle porque hallaba impertinente espiar su miedo. Tenía que moverse para no mirarlo.
Sin que el ciego se lo pidiera, se puso a limpiar y arreglar la habitación. Paula estaba exagerando con tanto impedirle el menor esfuerzo ya que la fuerza volvía multiplicada a sus miembros. Tenía que esperar el regreso del Templao, que no sería hasta pasadas las cinco de la tarde, y eran demasiadas horas para permanecer inactivo. Sin dejar de conversar, pero de cuestiones intrascendentes porque, evidentemente, el anciano trataba de exorcizar un nuevo fantasma interior, trajinó, recolocó todo lo que el Chafarino le permitió y ordenó los cimeros de libros, aunque no estaban muy desordenados, porque quería curiosear y ver qué lectura podía interesar al anciano, si es que contaba con alguien que le leyese; muchos de ellos estaban escritos en francés por autores como Víctor Hugo, Sue o Dumas, del que también había una edición en español de "El conde de Montecristo"; Dostoievski y Tolstoi aparecían repetidos en la portada de varios volúmenes, pero los que más abundaban eran los firmados por Quevedo, Espronceda, Hartzembusch, Unamuno, Blasco Ibáñez y Antonio Machado; trató de recordar estos nombres, a ver si preguntando a Paco conseguía formarse una idea de las inquietudes del Chafarino y el origen de su vesania.
Durante el almuerzo, comieron sopa de pescado con mayonesa diluída que denominaban "gazpachuelo" y una jibia enorme en una exquisita salsa de almendras, en la que ambos ensoparon con gula grandes migas de un delicioso pan redondo.
-Lo cocí yo mismo antes de amanecer -informó el Chafarino, complacido por las alabanzas de Mani, que no paraba de roer sonoramente la crujiente corteza.
-¡Qué bien guisa usted! Su gazpachuelo es el más cojonúo que he probao en mi vía.
-Te lo parece por la frescura del pescado. Cuando las coquinas y las pijotas son del día, saben a gloria.
-¿Siempre vienen los pescaores a regalárselo?
A Mani le había extrañado que el bolichero llamado "el Perchelero", que acudió hacia las diez de la mañana con lo que ahora acababan de comer, se marchara sin recibir el pago.
-No me lo regalan, Mani. Yo trabajo, y muy bien; las redes que tejo están muy solicitadas en toda la bahía. Me alegra que te haya gustado tanto la comida.
-Si viniera mucho por aquí -bromeó Mani-, cogería en una semana los cinco kilos que mi madre quiere que engorde.
-Pues ven todos los días -dijo el Chafarino.
-¡Qué más quisiera yo! Pa que pudiera venir hoy, ha tenío que prestarle mi Antonio la bicicleta al Templao, sin parar de protestar y eso porque con la escayola, nanay de pedalear. Pero nos ha echao tantos sermones, que no creo que vuelva a dejárnosla.
-Oye... Mani... -al muchacho le desconcertó el titubeo y la expresión anhelante del viejo-, ¿tú crees que lo del chico que te hirió es un asunto resuelto?
Mani hizo un inventario rápido. Gustavo sonreía obsequiosamente a los vecinos que le aceptaban el saludo y Bernarda, su mujer, hacía esfuerzos desesperados por integrarse en las tertulias de las vecinas al atardecer. Angustias era punto y aparte y a Serafín no se le había vuelto a ver el pelo desde aquella noche.
-Han pasao dos meses -respondió con escasa convicción- y nadie ha hecho más chalaúras. En mi barrio hay que pensar tanto en la comida, que no creo que la gente tenga ganas de romperse la cabeza porque sí.
Pero la expresión del Chafarino le quitó los ánimos que trataba de darse.

Tras verlo llegar cargado con las cinco cajas de cartón, Elena Viana-Cárdenas James-Grey aguardó impaciente que Rafael terminara de asesorar a Rita sobre el disfraz de carnaval. El Baile de la Prensa era el acontecimiento social del año y aunque su hija había encargado cinco disfraces, uno por cada una de las fiestas a las que pensaba asistir, y los cinco eran espectaculares, no acababa de decidir cuál iba a ponerse para el concurso del teatro Cervantes.
Quería creer que Rafael era un sirviente leal, pero no era capaz de mantenerse seria viéndolo gesticular aunque llevaba doce años en la casa, prácticamente desde que destetaron a sus nietos. Los gestos de Rafael le inspiraban risa y en el pasado, Elena reía con algo que parecía complicidad; pero desde la proclamación de la República no estaba segura de que tal actitud fuese conveniente. Los dos o tres últimos años, Rafael parecía exagerar sus aspavientos y el penduleo de sus caderas, como si desafiara al mundo seguro de vencer en el desafío. Había recibido quejas de los comandantes de sus barcos cuando lo mandaba al puerto, pero la mayoría de las veces no llegaba a afeárselo al criado y cuando lo hacía, elegía con cuidado las palabras y, de todos modos, las quejas no siempre estaban justificadas, porque había visto en ocasiones que cuando Rafael, entre dos mandados, dejaba el motor en marcha a la puerta preparado para salir corriendo de nuevo, esperaba en el asiento delantero un marinero con quien, al reemprender el viaje, intercambiaba gestos de intimidad. No repicó la campanilla para llamarlo, sino que cruzó el salón Imperio hasta el vestíbulo, al pie de la escalera, a ver si continuaba la conversación en el dormitorio de Rita. Por su tono, le pareció que Rafael se lo estaba pasando estupendamente:
-Con esa mantilla de gasa, el gorro de princesa medieval le queda divino, señora.
-Pero es que el azul...
-Con los ojos de la señora, el azul es ideal...
Con lo coqueta e irresoluta que era Rita, si les dejaba continuar jamás acabarían.
-¡Rafael! -llamó.
-Enseguía voy, doña Elena.
Bajó corriendo a saltos, casi a punto de alcanzar el sonido de sus propias palabras.
-Me ha dicho...
-¡Chisss! -acalló Elena-. Espera a que estemos en mi gabinete.
Le precedió a lo largo del vestíbulo, el salón Imperio y el salón Fragata. Por si les acechaba Rita, lo que hacía con mucha suspicacia últimamente, fue diciendo:
-Manda que pulan toa la plata, que no aguanto lo mate que está. Hace siglos que no les quitan el polvo a los barcos. Y mira cómo está el marco del Moreno Carbonero, parece que lo hayan sacao de una carbonería.
-Ya le dije que la nueva me daba mala espina, doña Elena. Se cosca menos que un manco.
-Pues échala.
-Doña Rita le ha cogío voluntad -informó Rafael bajando la voz.
Una insubordinación más de las muchas que Elena venía observando. Su hija y, sobre todo, su yerno, habían emprendido una cruzada para destronarla, pero estaban aviados.
-Ahora mismo, ¿me oyes?, en cuanto terminemos de hablar, vas y la echas. ¿Está claro?
-Sí, doña Elena.
Llegados al gabinete, Elena indicó a Rafael con un gesto que cerrase la puerta.
-¿Qué te ha dicho?
-Que no.
-¡Mira que es cabezona!
-¡No lo sabe usted bien!
Elena apretó los labios. La exclamación del criado le parecía osada y le desagradaba que se tomara la libertad de participar de sus opiniones, por muy delicadas que fuesen las gestiones que venía encargándole.
-Mira, Rafael, una cosa es lo que yo piense de mis... amistades, y otra que tú te tomes libertades con ellas.
-Sí, señora -aunque enrojeció, Elena detectó ira en el fruncimiento de labios del criado-. La cosa es que pa hablar con Paula Robles del Altozano hay que tener la sangre de horchata, doña Elena. Siempre va con el "no" por delante y... bueno... yo creo... po eso, que me parece que tendría que ser más agradecía por las consideraciones que la señora tiene con ella, porque es que a veces dan ganas de decirle... po ya sabe usted...
-Entonces, también te ha dicho que no a lo de la vivienda pa el hijo.
-Se ha cabreao una pechá, diciendo que su Antonio tiene ya casa y que es un hombre hecho y derecho, que está a punto de formar una familia y tiene dos manos que le bastan y le sobran pa ganarse el pan, pero... tó es ceguera de madre, doña Elena, que he averiguao en el barrio que el tal Antonio es un brazo de mar y va por mal camino.
-¿Tampoco quiere doña Paula que le mande muebles?
-Idem de lo mismo. Y ha dicho que no le vuelva a mandar usted más dinero.
-Pero si lo rechaza casi siempre.
-Las tres veces que lo ha cogío, decía que llevaba una pila de días sin costura. Pero ahora, con el carnaval en puertas, po que dice que no da abasto y que como viene el dios Momo pa hartarse de reír, ya no le dé usted más limosnas.
-¡Limosnas! ¡Esa mujer es imposible!
Rafael miró a su jefa con ganas de respaldar la afirmación, pero calló.
-¿Has averiguao algo en el barrio sobre lo que pasó con el marido?
-En esos andurriales pasa una cosa mu rara, doña Elena. Es como si esa mujer fuera la patrona del barrio de La Goleta; tos hablan de ella como si temieran ofenderla, callan más de lo que dicen y se escurren como salamanquesas. Tós son encogimientos de hombros y "yo qué sé", aunque siempre ponen la mano pa coger la propina. Del marido, no dicen ni mú y cambian de conversación con un descaro... Me huelo que lo del marío es lo más intocable de toas las cosas raras que hacen con esa familia. Porque otro misterio es lo del niño...
-¿Sigue tan delgao?
-Como un chanquete. Pa la gente del barrio es como si fuera un príncipe ese proyecto de tomaó que trató de robar aquel día las alhajas de doña Rita. Hablan de él como si Mani fuera el hijo de don Alfonso XIII.
-La necesidad tambalea muchos pedestales, Rafael. Si el niño quería robar, que yo no lo creo, recuerda que tós te dicen que no anda en esas cosas. Y si fuera verdad, imagino su desesperación, con las dificultades por las que pasa su familia. ¿Sigue echando a correr cuando tratas de acercarte?
-Como un galgo. No hay manera.
-Tienes que volver a intentarlo. Los otros cuatro, tan mayores, serán huesos más duros de roer. Insiste hasta que consiguas que Mani venga a verme.

Antonio había tomado en alquiler las habitaciones contiguas a las de la familia. Paula observaba con expectación y temor las cajas que Antonio, ayudado por Ana, introducía en la que iba ser vivienda conyugal. Los primeros bultos fueron unas pocas cajas de zapatos llenas de objetos pesados y amarradas con cuerdas de pita; pero ahora traía a diario envoltorios voluminosos, cuyo origen presentía aunque no quería creer que fuesen lo que temía que eran, porque Antonio juraba que a causa de la escayola no salía de rapiña con los del Sindicato de Parados, pero era evidente que juraba en vano. Por ello, llamó a voces a Mani, que desde que saliera del hospital pasaba horas y horas sentado en el portal del corralón de la Torre al lado de Inma, con quien parecía que tuvieran cien novelas que contarse. Cuando el muchacho acudió bajo el balcón, Paula volvió a asombrarse por su altura; llevaba dos semanas fuera del hospital y todos esos días le maravillaba su crecimiento, aunque le angustiaba su delgadez extrema.
-Mani, échale una mano a la Ana con la casa ya que por ahora no tienes que madrugar, porque al ritmo que van, en vez de en mayo del 35, se casarán en mayo del 40.
Dejaron recado a la madre de Inma para que comunicara al Templao donde se encontraban cuando volviera del puerto y subieron juntos. En la vivienda de Antonio había muchos floreros, quinqués de porcelana y candelabros, demasiados objetos de adorno para tan escasos muebles. Ana les encomendó la tarea de meter mano donde ella no se atrevía por si saltaban ratones o cucarachas y se dispuso a salir.
-Voy a arreglarme, porque el Antonio me lleva al cine -dijo como excusa.
Mani sonrió, porque conocía el significado de "llevarme al cine"; hasta el más anticlerical de sus hermanos disfrazaba sus desahogos. Las cajas de cartón se amontonaban por los rincones, llenas de cosas pequeñas que parecían destinadas a la basura. En una de ellas, Inma encontró una diminuta mano de madera.
-¿Me la das como regalo de Reyes? -preguntó la muchacha.
Antes de decidir si podía permitirse tal licencia con algo que no le pertenecía, Mani examinó el pequeño objeto tallado y policromado. Por lo chamuscada que aparecía por la muñeca, el brazo de la imagen había ardido. Se preguntó muchas veces de dónde podía proceder, mientras ayudaba a Inma a ordenar y limpiar el contenido de las cajas. Paula le había ordenado que le contara si veía objetos que pudieran ser robados y así era, en efecto, pero decidió que no arreglaba nada con decírselo: Antonio no dejaría de hacer lo que venía haciendo y Paula sufriría. Cuando el Templao empujó la puerta con algo de violencia, estaba tan ensimismado en la pregunta sobre la mano, que se sobresaltó.
-¿Por qué no habéis dejao la puerta de par en par?
-Joé Guaqui, préstale la mosca a la oreja de otro, que ni yo voy a tocar a la Inma ni ella me dejaría.
-De eso estoy convencío, pero ustedes dejar la puerta abierta cuando no haya más gente. Niña, ve pa la casa a ponerte la ropa de salir, que voy a convidaros al cine.
-¿De dónde has sacao el parné? -preguntó Mani.
El Templao se mordió el labio, porque no podía responder más que mintiendo. El dinero le rebotaba en el bolsillo desde que se lo había dado por la mañana el chófer del hispano-suiza a cambio de una promesa nada comprometedora: Iba a pensarse si convencía a Mani de ir a La Caleta. No lo haría, porque no le gustaba meterse donde no lo llamaban pero sentía la culpa de haber aceptado cinco duros que iban a venirle a su madre como lluvia celestial, y gastar una parte en invitarlo al cine le ayudaba a creer que la expiaba. Se fijó en la mano de madera, lo que le proporcionó el medio de no pensar más en el chófer. Preguntó:
-No sabes lo que es, ¿verdad?
-Ni puta idea. ¿Tú sí lo sabes?
-Tiene toa la pinta de ser de cuando la quema de iglesias.
-¿Y por qué la tiene mi Antonio?
-¿No lo imaginas?
En cuanto negó con la cabeza, Mani recordó retazos de diálogos del mayor de sus hermanos con Paco y, a veces, con Ricardo.
-¿El Antonio quemó iglesias?
-Fue uno de los cabecillas -el Templao habló en voz muy baja.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque lo vi.
-Pero tú, en el 31, tenías la edad que yo tengo ahora.
-¿Y cuántos años tenían ellos? Los que arrasaron las iglesias de Málaga eran chaveas. Tendrías que haberlo visto. Como el día anterior quemaron una iglesia en Madrid, aquella tarde la calle Larios parecía una verbena de júas. Comentaban lo de Madrid con admiración, diciendo que nosotros seríamos unos cagaos si nos quedábamos cruzaos de brazos. Se pusieron en marcha como cuando vamos a robar higos, sin parar el cachondeo. Yo no tenía tratos con tu Antonio, porque era mu mayor pa mí, pero me pasaba como a ti: siempre detrás de los mayores y, como también te pasa a ti, tenía más huevos que los de mi edad. El Antonio fue uno de los primeros y yo me fui detrás de él pa no perderme la juerga. Quemaron los jesuitas y cuando estábamos pasándolo mejor, saltando y brincando como indios de película, llegó el gobernador don Antonio Jaén...
-¿El gobernador en persona?
-¡Digo! Gritó que España había alcanzao por fin la libertad, pero que nos fuéramos a nuestras casas. Tós soltaron vivas y olés, pero en vez de hacerle caso, echaron a correr pal palacio del obispo; tumbaron la puerta del garaje y le metieron fuego al coche. A partir de ahí, hogueras por toa Málaga como la noche de los júas. Los periódicos derechistas dijeron que lo de aquí fue la mayor catástrofe de España, pero a ver quién mierda se aclara, ¿no, Mani?, porque hasta tu Paco, que es de lo más formal, dice que hay que acabar con el opio del pueblo, pero yo le he sentío una pila de veces decir también que eso de que ardieran tantísimas iglesias no estuvo bien, porque aquí no teníamos ná que enviadiarle a ninguna capital en arte religioso y después de meterle fuego al Sagrario, Los Mártires, Santiago, Santo Domingo, San Juan, San Felipe, San Pablo, San Pedro, El Carmen, San Patricio y una pechá de conventos, nos quedamos en la mismísima cola, detrás de toas las capitales, como los niños malos a los que los Reyes les traen carbón. Aquí, de tanto y tanto arte, namás quedó carbón. Aquella noche, seguí al Antonio hasta Santiago y la Merced, lo perdí de vista en San Juan, pero luego volví a tropezármelo en Santo Domingo. ¡Chiquillo!, no puedes ni hacerte una idea de lo que es una iglesia ardiendo; entre los portalones, los retablos y los reclinatorios, con tanta madera vieja, el fuego era una maravilla. Yo me quedaba hipnotizao por el resplandor y por el olor; la madera vieja huele al arder como a campo. Santo Domingo fue donde más destrozos hicieron. Imagina, allí estaba el Cristo de Mena, que decían que valía más de doscientos millones.
Doscientos millones de pesetas era una cifra que escapaba al entendimiento de los dos, tan grande como el mar.
-¿También lo quemaron? -preguntó Mani con desconsuelo.
-¿Es que no lo sabes? La gente decía que Mena tenía que haber tenío delante un muerto fetén clavao en una cruz pa hacerlo tan perfecto. Y mira tú por dónde, fue el que con más rabia destrozaron. Si tu Antonio me oyera, me partiría la boca.
-¿Por qué?
-Es que... verás; yo estaba más perdío que el hijo de Lindberg. A ratos, disfrutaba como ellos, pero una mijilla después me daba coraje ver arder aquellas vírgenes tan bonitas y los niños como el de esta mano. Y no te digo ná de lo pasmao que me quedé cuando llegó Cayetano Bolívar, el malagueño ése que ha sío el primer diputao comunista de España; el gachó empezó a llorar en la escalerilla del puente de los Alemanes y yo me supuse que era por el humo, pero cuando fueron a aclamarlo, se puso como una fiera. Nos gritó que éramos bestias y estúpidos y que al día siguiente habría diez mil beatas pidiendo nuestras cabezas por cá una de las antorchas que llevábamos, que habíamos destruido la mayor parte del arte de Málaga y que habíamos perdío más esa noche que en la riá del año siete. Después de aquéllo, el Antonio no quiso ná con los comunistas.
Mani examinó de nuevo la mano. Era muy hermosa y daba la impresión de que, tocándola, se contraería como si estuviese viva. El pedacito de madera tallada le hizo sentir melancolía, porque le habían vedado injustamente un placer al que tenía todo el derecho. El Templao espiaba sus expresiones y lo que intuyó le llenó de desconcierto, sentimiento que los dos hermanos de esa familia que tanto le interesaban, Paco y Mani, le inspiraban a todas horas, desazón que ahora se sumaba al resquemor del billete con que el chófer de La Caleta había intentado comprarle.
-Vámonos, Mani, que la Inma estará esperándonos -dijo-. ¿Vemos "La Hermana San Sulpicio"?

-Sí, doña Elena. Hablará usted con el niño de aquí a ná, por la salud de mi madre...
Elena frunció los labios. Rafael se la estaba pegando; no creía que estuviera embolsándose el dinero que le daba para propinas, porque podía sisar mucho más de la compra de víveres, pero suponía que no se esforzaba bastante.
-Pero... hoy, ni pensarlo, doña Elena; ha pasao una cosa mu tremenda.
-¿Otra vez?
-No se trata de ná parecío a lo de la otra vez. Es... ese Antonio, que aunque es un hombre mu... po eso, que muchas tiparracass se volverán majaras por él porque... es de esos gachós a los que Dios le dá de tó de sobra, hombros como un piano y brazos de boxeador, y si uno... ojalá... Pero lo que Dios no le ha dao es cabeza y mire usted, que como antes de ayer le quitaron la escayola, po que le faltó tiempo pa ir ayer de madrugá con los otros en busca de los periódicos con la bicicleta, en vez de esperar en su puesto a que sus hermanos se los llevaran como venían haciendo. Y resulta que como se le habrán quedao las costillas más estropeás que las alpargatas de un loco, le dio un soponcio y se cayó y, como estaba lloviendo, los periódicos acabaron como gachas en un charco y allá que fue él llorando a lágrima viva, a suplicar en el periódico que le perdonaran el precio y le dieran más y como le dijeron que nones y se le cerraron en banda cabreaos por su insistencia, po que se puso a gritar merdellonás y cosas de ésas que dan repullos, y sus berríos llegaron a oídos de los jefes y allá que bajaron y lo echaron de malas maneras, diciéndole que ni él ni sus hermanos volvieran más por allí, que ya no tenían ná que hacer y que a la... reverenda calle. Y resulta que, bueno... qué le voy a contar, porque usted ya tiene chispa más o menos idea de cómo se las gasta el gachó. Esta mañana, cuando fui a ver si conseguía pillar al niño, Antonio iba con las manos vendás y es que después de que el jefe los dejara a él y sus hermanos sin trabajo, se encaramó en toas las ventanas del periódico y rompió uno a uno tós los cristales a puñetazos y llegó ayer a su casa dejando un río de sangre por la calle.
-¡Pero si el casorio está a menos de tres meses vista!
-¡Digo!
Elena tragó saliva y preguntó:
-¿Has subido a hablar con doña Paula?
-Había una pechá de gente con ella; sus hijos, las vecinas y yo qué sé, parecía un velorio, y como usted no quiere que le diga ná namás que a escondías... Tienen que estar tratando de encontrar cómo comer, porque por mucha costura que ella tenga ahora en vísperas del carnaval, eso es flor de un día...
-¿Te ha dicho algo el muchacho del puerto sobre la posibilidad de que Mani venga?
-Esta mañana no he tenío tiempo de ir al muelle, pero hace tres días, cuando me mandó usted a llevarle el dietario al capitán del Monte San Antón, el Templao estaba cargando el barco y me contó que Mani es durísimo de pelar y que, po que por ahora, no.
-¿No hay alguien más a quien le puedas pedir que le influya?
-Una especie de novia, que es hermana del mismo andoba del puerto; pero hasta ahora no he podío acercarme a ella con el disimulo que usted quiere, porque esa calle parece un salón con ojos por tós los rincones que me miran como... ¡huy!, me pongo de unos nervios que me rilo, y pa más delito, el Templao es el único amigo que Mani acepta en el barrio, por lo delicao que tós dicen que es, que parece el príncipe de la Cenicienta probándole a tó quisque el zapato. Hay otro...
Elena notó la vacilación de su criado.
-¿Cuál es el problema?
-Que es un viejo que no creo que le importe el dinero ni una mijilla y que el Mani no va por su casa tós los días. Es un redero ciego que vive en La Isla, un gachó mu conocío en toas las playas, porque hace redes que están mu valorás. Dicen que está majareta y me huelo que tienen razón.
-¿Por qué va Mani a visitarlo?
-Pa mí es un misterio. A lo que parece, por lo menos una vez por semana se encierra con él horas y horas, como si el niño tuviera mil historias que contarle y, a la misma vez, el viejo fuera su profesor. Porque ésa es otra: el redero es tan raro, que tiene el cañizo abarrotao de libros, mire usted qué cosa más rarísima, un ciego con tanto que leer.
-¿Sabes exactamente dónde vive?
-Sí, doña Elena.
-Prepara el coche.
-¿Ahora, faltando tan poco pa mediodía?
-¿Cuál es el inconveniente?
Rafael había prometido a la hija de Elena dar unas puntadas para ajustarle el disfraz de María Antonieta, porque el lamé plateado le formaba dos bullones muy feos en los costados. Y, además, tenía que servir la comida, porque Rita no aceptaba que dirigiera el servicio de mesa una simple doncella. A pesar de que no porfiaran entre sí ni por asomo, al menos delante de la servidumbre, era evidente que madre e hija se porfiaban el poder de la mansión y él no sabía a quién le convenía someterse. Lo que más le valía era contentar a las dos. En el momento de poner el vehículo en marcha, Elena dijo:
-No vayas directo a La Isla, Rafael. Daremos un pequeño rodeo.
Cuando paró el coche en el Molinillo, Elena metió tres billetes de cien pesetas en un sobre y lo cerró con saliva.
-Ten, pónselo en la mano a doña Paula sin darle tiempo a que diga que no ni más alegaciones y echa a correr pacá, y si no estuviera, lo metes por debajo de la puerta.
-¿Sin nombre ni remitente?
-¿Tú crees que ella va a dudar ni por un momento de quién es el sobre?
Rafael tardaba en regresar más de los cinco minutos que Elena había calculado. No brillaba el sol, oculto tras la densa capa de nubes de finales de enero, pero sí brillaban los adoquines humedecidos por la lluvia que llamaban "calaera". Sintió inquietud, porque la gente se paraba a mirar el coche y sus expresiones le parecían hostiles; aseguró las puertas y subió hasta arriba los vidrios. A despecho de la finísima lluvia, el espectáculo del cercano mercado resultaba entretenido, porque el amontonamiento de tenderetes bullía con los empujones de la muchedumbre pugnando por comprar mediante regateo los artículos que no podía pagar. Aunque era notable la desesperación tanto de los vendedores como de las improbables compradoras, ellos porque tendrían que tirar la mitad de la mercancia echada a perder y ellas, porque a ver qué iban a guisar, no parecían crispados; visto desde el observatorio de la ventanilla del coche, el regateo se producía con expresiones jocosas y palabras bienhumoradas, porque tanto ellos como ellas reían sin parar entre negativas con las cabezas, encogimientos de hombros y aspavientos de las manos. Los vendedores empezaban colocando en el platillo de la romana un montón de su mercancia que puñado a puñado iba siendo reducido a la mínima expresión debido a lo que escandalizaba a sus parroquianas los importes que recitaban. Descubrió a Paula cuando ya se encontraba a pocos pasos, aunque la había visto llegar sin reconocerla; presentaba una expresión ausente y sus hermosos ojos azulvioletas brillaban húmedos aunque no llorara. Procedía del mercado, pero llevaba en la mano una talega vacía. Elena admiró su porte y supuso que quienes la vieran por primera vez teniendo noticia de su origen, lamentarían que los salones de La Caleta y El Limonar se hubieran perdido el privilegio de servirle de marco. ¡Cuánto habría podido brillar a los veinte años!
-¡Paula! -llamó tras bajar el vidrio de la ventanilla.
Pareció despertar de un sueño. Primero, un sobresalto y, en seguida, el intento de huir, pero Elena abrió a tiempo la portezuela y aferró su brazo.
-Entra, por favor. Sé lo que ha pasao...
Como quien contiene el dolor más allá de la capacidad de resistencia de cualquier ser humano, Paula se derrumbó en el asiento de mullido cuero beis y no rechazó el brazo de Elena sobres sus hombros. Ésta aguardó pacientemente que acabasen sus temblores y, cuando vio que Rafael volvía, le disuadió de acercarse con un movimiento de la cabeza. Una vez que el llanto sin lágrimas y con sólo algunos ayes cesó, dijo:
-Es mucho peso pa llevarlo tú sola, Paula. ¿Quién ha visto a una modistilla de generala de un batallón de cruzados, como esos mocetones que tienes por hijos?
Paula tardó el contestar; lo hizo cuando logró recuperar el control de su voz:
-He conseguío verlos crecer y hacerse hombres, y porque surja una pega no va a acabarse el mundo. Los veré casarse y formar familias; me basto y me sobro.
Elena sonrió sin poder evitarlo. Por un momento, había tenido la alucinación de que era el propio Francisco Manuel quien hablaba; el mismo modo de fruncir los labios con determinación, la misma arruga en el ceño y casi las mismas inflexiones de voz. Paula no podía negar que era su hija.
-A lo mejor yo puedo hablar con el director del periódico, si a ti no te importa.
-¿Con el director del periódico? ¿Sabe usted lo que hizo ayer mi Antonio?
-Creo que sí.
-¿Y que lo han denunciao?
-No, eso no lo sabía. Pero algo se podrá hacer...
-Han venío los guardias hace media hora y se lo han llevao, porque el periódico le reclama dos mil trescientas cincuenta y siete pesetas en cristales.
Elena comprendió que tenía que aplazar para otro día la visita a la playa.
-Mira, Paula, vamos a llegar a un arreglo. Yo no quiero meterme en tu vida ni tampoco se trata de mi mala conciencia, que desde tu punto de vista estaría más que justificá si no fuera porque tú sólo conoces tu mitad de la historia. Si yo te prometo con la mano en el evangelio que no les diré ná a tus hijos... hasta que tú me lo autorices... ¿dejarás que te ayude a salir del trance? Visto que han intervenido los guardias, no tengo claro que pueda convencer a los del periódico de que readmitan a tus niños, pero... de cualquier manera, tampoco es que ganaran un jornal de hacerse rico, ¿no crees? Ahora, cuando llegues a tu casa, encontrarás un sobre que mi chófer te ha dejao: acéptalo como lo que es, un rellano de la escalera tremenda que te ha tocao subir. Veré si puedo meter a alguno de ellos en uno de mis barcos, aunque las cosas están fatal y mi yerno es un cabezadura que siempre pone el "no" por delante, pero la naviera es mía namás, así que... en fin. Ya veremos. No creo que pueda jugármela metiendo a tu Antonio y discúlpame, pero tú sabes mejor que yo cómo es. A los demás, podré enchufarlos. Y mientras, deja que te mande de vez en cuando un... respiro. ¿De acuerdo?
Paula se preguntó si estaba a punto de venderse como una prostituta al traicionar la resolución mantenida durante cerca de cuarenta años. Pero ¿a quién podía pedir ayuda para llevar adelante a sus hijos? A punto de desmayarse por el sonrojo, avergonzada hasta mucho más allá de lo que consideraba su capacidad de humillarse, asintió levemente con la cabeza y dijo sin mirar a Elena:
-No voy a escupir en la mano que quiere darme de comer, pero le juro por Dios que si le cuenta algo a cualquiera de los cinco...
-No jures, Paula, que dice mi confesor que es pecado. Hala, deja que te dé un beso.

Mani paró un instante para enjugarse con la manga la mezcla de sudor y agua que le corría por la frente. La lluvia calaera que caía sin parar desde primeras horas de la mañana le estaba amargando su primer día como rata en el puerto. La tarde anterior, cuando recorrió el Guadalmedina en busca de un recipiente para la recolecta, brillaba el sol como casi siempre, y con lo escasa que era en Málaga la lluvia, había tenido que tocarle precisamente cuando más prisa tenía por conseguir dinero. Ayudado por Inma a la luz de una vela, y sin que Paula lo supiera, había usado por la noche su aguja colchonera para reparar un bolso militar de lona que encontró en los vertederos del río, y ahora, a mediodía, sólo lo había llenado tres veces, lo que sumaría una miseria cuando vendiera lo recogido en una tienda de comestibles, teniendo en cuenta que debía darle al Templao una parte. Con sólo seis horas en el puerto, sabía ya que ese trabajo de basurero le repugnaba y jamás conseguiría adaptarse. Había que seguir a los arrumbadores mientras cargaban los barcos, atento a la menor señal de que el saco presentara desgarros, para anticiparse a los treinta o cuarenta muchachos que hacían la guardia como él. Lo desagradable no era arrebañar los adoquines húmedos para recoger la mayor cantidad posible de harina, legumbres secas o frutas, sino la pugna salvaje por ser el primero y la expectativa constante de que le pudieran descalabrar o apuñalar en un descuido del Templao, la náusea de ver la crueldad de los adultos multiplicada y ampliada hasta el paroxismo entre los adolescentes que, como ratas enloquecidas por la rabia, se ensañaban con los nuevos competidores dándoles palizas despiadadas para ahuyentarlos. Esa mañana, ya eran dos los niños, aún más jóvenes que él, que se habían llevado sangrando del muelle a la casa de socorro, sin que los carabineros consiguieran averiguar la identidad de los agresores, aunque la verdad era que no habían indagado mucho. A pesar de que entre sí se comportaban como enemigos feroces, la treintena de ratas actuaron ante los guardias como un bloque solidario que compartiera un pacto de silencio que sólo podían violar arriesgándose a pagarlo con la vida. Sin la protección del Templao, también él estaría ya en la casa de socorro.
Cuando volvían hacia al barrio, devorando con ansia sendos bocadillos de chicharrones, el Templao dijo:
-Digas lo que digas, no está tan mal lo que nos han pagao en la tienda además de darnos los bocaíllos. Una peseta es una peseta.
-Dos reales, porque vamos a medias-arguyó Mani.
-No, chiquillo, ¿cómo vas a darme la mitad? Normalmente, sería un real por peseta lo que me darías, pero hoy, con el cuadro que tienes en tu casa, yo no quiero mi parte.
-¡Venga ya, Guaqui, no te hagas el santo! -ironizó Mani con amargura-. Si yo tengo cuatro hermanos paraos, tú tienes once.
-Pero currelo en dos sitios y vamos teniendo un pasar -el Templao tocó con remordimiento dos billetes de a duro que aún tenía en el bolsillo, del dinero con que el chófer de La Caleta pretendía comprar su traición a este amigo imprevisto-. Me cago en los demonios, Mani; mira éso.
Miguel y Angustias conversaban en un zaguán de la calle Ollerías. Estaban casi abrazados y con un hombro contra la pared, confiados por la semipenumbra y por las posturas, él de espaldas a la calle y ella, casi totalmente oculta tras él. Pero aún a media luz brillaban como faros el pelo dorado de Miguel y los ojos verdes de Angustias. Cualquiera les reconocería de una ojeada.
-¡No te digo yo! -exclamó Mani-. Lo que nos faltaba.
Angustias les había visto por encima del hombro de Miguel; le murmuró algo al joven y éste saltó repentinamente hacia su hermano, aferrándole un brazo cuando Mani intentaba escapar a la carrera.
-¡Mani, espera un poco, no seas así!
-¡Vete a la mierda!, y sigue hablando con ésa, pa que vengan más líos, como si no tuviéramos bastantes.
-¿Ya sabes lo del Antonio? -Miguel trataba de atenuar la alarma encendiendo otra.
-¿Más peleas?
-No, qué va. Se lo han llevao los guardias esta mañana, porque el periódico le reclama cerca de quinientos duros.
-¡Quinientos duros, ni que hubiera roto las vidrieras de la catedral! ¿Y mamá...?
-Está mu rara. Nos ha puesto de comer al Paco, al Ricardo y a mí como si tal cosa. En vez de suspirar, estaba de buen humor y namás nos preguntaba a cá bocao si estaba bueno el magro con tomate y papas fritas, que había guisao una pechá como si fuera a venir un regimiento a almorzar. Dijo que estaba celebrando que le habían pagao mu bien un vestío que entregó esta mañana y ni mentó al Antonio. Un disgusto más, y pierde el sentío. Oye, Mani... tú sabes de más que yo siempre hago tó lo posible pa darte gustos... y que me porto contigo mejor que los otros... No metas la pata, ¿vale?
-Pero, Migue, joé, ¿qué más da hoy o mañana, o pasao mañana? Ustedes dos os estáis buscado un disgusto de los que salen en el periódico.
-Nos vemos a escondías y si no te chivas, no pasará ná. Mani, pórtate conmigo, ¿vale? Y tú, Guaqui, chitón.
Mani se encogió de hombros. Angustias, que asistía en tensión al diálogo desde su escondite, viendo que parecían haber llegado a un acuerdo, le hizo una señal para que entrase en el portal. Se limitó a darle un beso mientras sus manos, aferradas a los hombros del muchacho, parecían la desesperada petición de auxilio de un náufrago. Luego de examinar un instante sus ojos húmedos sobre una sonrisa tímida que parecía contener todo el amor del mundo, Mani se retiró con brusquedad.
-Aparta a correr, Guaqui, que tenemos una cosa que hacer.
Habiéndose distanciado dos centenares de metros de la pareja, el Templao preguntó:
-¿Qué es lo que tenemos que hacer?
-Vamos al río. Me vas a ayudar a herirme las dos manos con un cristal.
-Que... ¿qué? Tú no estás bien de la cabeza.
-Tengo que ir a comisaría a decir que fui yo, Guaqui. Si no sacamos hoy mismo a mi Antonio, a mi madre le va a dar algo. Ya has visto lo que ha dicho el Migue, que está mu rara. Yo también la veo rara hace una pila de días, como si se le fuera la cabeza, porque me mira y parece que no me mira...
-¿Pero tú crees que la vas a consolar haciendo que te metan preso?
-Joé, Guaqui. Me falta mes y medio pa los doce, ¿cómo coño van a meterme preso? Ni siquiera a ti te encerraron cuando lo de la casa del bodeguero, y tenías dieciséis.
-Tendría que haber corrío el guardia el triple. Oye, ¿estabas allí?
-¡Si yo te contara las veces que te seguí...! Venga, Guaqui, vamos en busca de un pedazo de botella, y de aquí a una hora sueltan a mi Antonio.
Pero tuvieron que detenerse, porque el Templao tocó el hombro de Mani para indicarle que su madre llegaba hacia ellos.
Paula llevaba en tensión desde el momento en que se despidió de Elena. ¿De qué manera podía justificar ante sus hijos la prosperidad repentina? Durante el almuerzo, había salido del paso inventando un vestido que nunca existió. El dinero latía en el bolsillo, porque habiento tenido que engañar tanto a sus hijos durante toda la vida para que no sospecharan su vergonzoso secreto, en todo lo demás había sido imprudentemente clara con ellos. No le gustaba mentirles y sabía que a partir de ese día, y mientras no surgiera nada providencial, iba a tener que engañarles mucho. Por lo pronto, ahora, habiendo llegado Antonio de la comisaría, estupefacto por su inesperada y absurda libertad repentina, iba a comprar unos cuantos cortes de tela para fingir que tenía mucha más costura de la que nunca había tenido.
-Mani -reprendió-, no vuelvas a dejarme la comida plantá. Hoy, que había hecho un magro con tomate pa chuparse los dedos... Hay un perola con mucha cantidad; come lo que quieras.
-El Guaqui acaba de convidarme a un bocaíllo de chicharrones, mamá... ¿Vas a ver al Antonio?
-¿Al Antonio? No. Lo de he dejado en cá de la Ana. Voy a recoger unos vestidos que me han encargado.
-¿El Antonio está en cá de la Ana? ¿Por qué lo han soltao tan pronto?
-No lo sé. Será porque los del periódico habrán retirao la denuncia.
A pesar de la alegría, Mani sintió la inquietud que produce lo que no se puede comprender, como la silueta indeleble del muro del convento. La libertad de Antonio era un hecho inexplicable si nadie había satisfecho la reclamación de los dueños del periódico, que buenos eran ellos para renunciar a quinientos duros con el poder que tenían en la ciudad. Pero como Paula parecía no darse cuenta del misterio, él no debía inquietarla.
-Toma, mamá -Mani le entregó la peseta ganada con su trabajo de rata.
-¿Qué es esto?
-El Guaqui me lo ha prestao -respondió, pues no podía decirle la verdad.
Abrumada por sentimientos de culpa a causa de la generosidad de su hijo, un niño convaleciente que necesitaba reposo y buena alimentación, Paula tomó la mano del Templao para depositar en ella las cuatro monedas de a real. Como éste no podía rechazarlas sin descubrir el engaño de Mani, se las guardó con la intención de devolvérselas cuando estuvieran a solas; notando expresiones incomprensibles tanto en la madre como en el hijo, y desconcertado por ello, dijo:
-Bueno, Mani, que si te parece nos vemos esta noche, cuando vuelva del partido con tu Paco y tú termines el tonteo con mi Inma.
-No, espera, Guaqui, que quiero preguntarte una cosa. ¿Necesitas que haga algo, mamá?
Paula temía descubrirse si hablaba más de la cuenta o si actuaba tal como le dictaban sus impulsos, porque lo que ahora sentía eran ganas de dar dinero a su hijo para que invitara al cine al Templao y a Inma. Tenía que asimilar la nueva situación. Respondió:
-Lo que necesito es que cojas una mijilla de peso. Si no quieres encerrarte en la casa a reposar, por lo menos siéntate con la Inma y no te pases la tarde dando brincos.
Mani torció el cuello para verla alejarse. Unos metros más arriba, en la acera contraria de calle Ollerías, se detuvo ante el escaparate de una tienda de tejidos.
-A mi madre le pasa algo -murmuró al Templao.
-Con toa seguridad. Va como una sonámbula.
-Es que no paramos de darle disgustos. Mira, Guaqui; no voy a exponerme más con los ratas del puerto, a pique de que me partan el alma. Esta mañana le he dao mucho al magín y he pensao que podemos hacer algo en carnaval.
-¿Como qué?
-Al Migue le ha prometío un amigo prestarle una carpeta de madera, de ésas con borriquetas que se convierten en un mostradorcillo, pa vender golosinas, matasuegras, antifaces de cartón y matracas en la esquina del Parque.
-¿Y vas a vender con él?
-¡Qué va!, ése tratará de pillar lo que pueda pa quién sabe lo que se propondrá hacer con la Angustias; que si él está loco, ella está como una cabra. Como el Migue venderá durante los desfiles de mediodía, puedo tratar de que me deje la carpeta por las noches, pa colocarnos tú y yo a la puerta de los bailes principales. ¿Qué piensas?
-Lo que tú digas Mani. Tú tienes tantas ideas, que tumbas de espaldas. Los cuatro días de carnaval no currelo en el puerto y te ayudaré lo que quieras y seguramente la Inma también, pero sin que tengas que darnos ná.
-Por lo visto, hoy tó el mundo se ha vuelto majara. ¿Cómo voy a dejaros a ti y a tu hermana que me ayudéis por mi cara bonita? ¡Hasta ahí podíamos llegar!
-Ya veremos, Mani. ¿Qué piensas vender?
-El Ricardo me aconsejó anoche que haga ramilletes...
-¿Qué es éso?
-Como ramos de novia, pero más chiquitillos. Decía Ricardo que aunque se ven en las fiestas de las películas y, a veces, en los casamientos y en las comuniones de San Felipe, a nadie se le ha ocurrío traer esa costumbre a Málaga pa los bailes. A mí me parece una cursilá como el monte Coronao de grande, pero como no los hace nadie, podríamos preparar ramilletes de ésos, que son una cosa así -Mani formó un círculo con los dedos índice y pulgar de ambas manos-, de flores rodeás por una banda de papel rizao.

El carnaval representó un respiro de la tensión que dominaba a toda la familia, pues donde nunca habían existido barreras comenzaban a crecer murallas. Paula, que constituía la médula y el pegamento, era quien más necesitaba alzar paredes que ocultaran su doble juego, y veía con preocupación que flaqueaban las soldaduras con que había conseguido mantener unidos, y queriéndose incondicionalmente, a cinco hijos tan distintos. Antonio, que frecuentaba menos la taberna, pasaba tanto tiempo en el sindicato o con Ana, que los demás llegaban a olvidarse de él; de vez en cuando, entregaba a su madre unas monedas "que me han dao del fondo de ayuda social", y Paula las recibía con un insoportable sentimiento de culpa. Paco vivía absorto en altísimas misiones de las que "no puedo hablar" y por ello no abría la boca; entregaba a Paula los viernes dos pesetas cuya procedencia no mencionaba. Desde su detención en comisaría, y tras unos días de rechazo altanero a toda la familia, Ricardo permanecía casi todo el día en la iglesia, pues se había aficionado a ir de madrugada al convento de los Salesianos a ayudar misa y volvía con unas monedas de perra gorda. Miguel abonaba el desconcierto de su madre cuando las jóvenes la paraban por la calle y le preguntaban “¿por qué está desaparecío?”; vendía las cosas más peregrinas en cualquier esquina de la ciudad. Mani conseguía desconcertarla porque hablaba como un sabio revejido, precozmente juicioso como si fuera mucho más adulto que los otros cuatro, pero resultaba en lo cotidiano transparente y previsible; pasaba las mañanas pegado a Inma y las tardes, con el Templao, con quien salía en la bicicleta de Antonio a recorrer las afueras de la ciudad, en busca de flores silvestres. A Paula le atormentaba verlo proyectar con tanto afán su negocio carnavalesco, sin poder decirle que no se esforzara, porque ella tenía ya mil doscientas pesetas del dinero que iba mandándole Elena todas las semanas y que era bastante más de lo que necesitaba. El criado tenía mucho cuidado de abordarla cuando no había testigos ni andaba cerca ninguno de sus hijos y Elena había abandonado el propósito de acercarse a Mani. ¿Por qué, entonces, sentía tanto desasosiego? ¿Perdería a sus hijos cuando mejor podía protegerlos? Los disfraces que estaba confeccionando le ayudaban a aplazar las dudas. Últimamente, el carnaval ya no era tan multitudinario, porque entre la prohibición de llevar caretas por la calle y los disgustos que causaban los resabiados, que aprovechaban la batalla de flores para tirar a los empresarios piedras camufladas en ramos de alfalfa, había gente que rehuía el carnaval y algunos, sobre todo el barbero, decían que debían prohibirlo. Sin embargo, el viernes a mediodía se desparramó por el centro de la ciudad un hervidero de disfraces muy divertidos y pareció que las risas, las canciones satíricas y el estallido de color anulaban las penas. Con repugnacia hacia su propia impostura, Paula enseñó a Mani a componer las escarapelas de papel rojo en torno a los ramilletes de margaritas y jaramagos que había recolectado de madrugada con el Templao.
Una vez que Miguel regresó con su puesto ambulante bajo el brazo, corrieron el Templao, Inma y Mani a montar el tenderete a la puerta del Caleta Palace, pero notaron que la gente rica miraba con desdén las modestas flores silvestres. Tuvieron el acierto de decidir el traslado hacia la puerta del Casino Perchel, donde iban a celebrar esa noche un concurso de disfraces. Sorprendida la gente por los ramilletes tan poco vistos en los barrios, los vendieron todos antes de empezar el baile.
-¿Qué hacemos, Mani? -preguntó el Templao.
-Es temprano y a mí me pide el cuerpo juerga -afirmó Mani, feliz porque tenía siete pesetas y dos reales en el bolsillo-. Inma, ¿te regañará tu madre si llegas tarde?
-Estando conmigo, no -afirmó el Templao, dejando claro que la propuesta de Mani tenía que incluirlo a él-. Mira, ahí va la Angustias.
Conocida la severidad del barbero, les admiró a los tres verla disfrazada de odalisca con otras cinco muchachas que no eran del barrio. El velo que le cubría la cara no opacaba el brillo prodigioso de sus ojos, que miraron los de Mani como si quisiera trasmitirle un secreto o suplicarle discreción, como en el portal de la calle Ollerías. Entre la comparsa de muchachas alborozadas, ella se limitaba a estar, como si su mente estuviera ocupada en otra cosa. Comprendieron la razón cuando el Templao dio un codazo a Mani.
-Mira el Migue, ¿de dónde habrá sacao el disfraz?
En medio de la guardia mora que seguía a las odaliscas, seis muchachos del barrio con las caras pintadas de hollín, el pelo dorado de Miguel resaltaba como un cisne en una pila de agua bendita.
-¿Qué hacéis aquí? –preguntó, alarmado.
-¿Qué vamos a hacer? -bromeó el Templao-, rascarnos los huevos, ¿no te jodes? Acabamos de vender la mercancía, y mañana, más.
-¿No íbais a estar en el Caleta Palace?
-Allí son demasiao finos pa comprar margaritas -dijo Inma.
-¿Dónde está la carpeta?
-Ahí, en la taberna de la esquina, no te preocupes -respondió Mani-; hemos ganao tres duros y porque no teníamos más flores...
Miguel se acercó al portero del baile.
-Oye, ¿pueden entrar mi hermanillo y sus amigos aunque vengan sin disfrazar?
Mani comprendió que no quería dejarle ir sin argumentar a favor de su silencio. Mediado el concurso, tras muchas carantoñas tanto de Miguel como de Angustias hacia los tres y sobre todo hacia Mani, Miguel abordó el asunto.
-Mani, te quiero un montón, lo sabes demasiao bien. Yo daría mi sangre por ti y jodería a quien te hiciera daño. No me jodas tú.
-Estás como un cencerro -reprochó Mani.
-Sí. Estoy loco por tós sus huesos, Mani. A ti ya te tiene sorbío el seso la Inma, y con razón, porque cá día está más guapa; así que puedes hacerte una idea de cómo quiero a la Angustias, pero ni te imaginas lo que estamos pasando por tener que escondernos a toas horas. Nos vamos a morir de amor, Mani, como en las películas, te lo juro por mamá. Ni te creerás que yo, quién me ha visto y quién me ve, me despierto llorando porque sueño que se llevan a la Angustias a Graná. El Serafín amenaza...
Mani notó que Miguel había nombrado al desaparecido hermano de Angustias sin deber hacerlo, como si hubiera un acuerdo de silencio. Vio a Miguel morderse el labio y mirar con alarma a su novia, cuyos ojos ensombrecía la aprensión.

Calló, pero no paró de pensar en la pareja durante las dos jornadas siguientes, a pesar de que, visto el éxito inesperado de la primera noche y calculando que podían ganar en cuatro días más que en un mes, los tres se afanaron por el negocio tanto en la recogida de flores como en la confección de ramilletes, y vendieron el sábado un total de treinta y dos pesetas a la puerta del Círculo Mercantil y, el domingo, veintisiete al terminar la batalla de flores. Vio a Miguel y Angustias en todos esos puntos, pasando con disimulo por la calle o entrando de tapadillo en los bailes, de modo que no sería el único en enterarse de lo que pasaba, y le torturaba el pensamiento de que no podía pero debía avisar a su madre o a Paco para que aconsejaran a Miguel mayor cautela. El asunto llegó a desvelarle, a pesar de que Inma le decía con dulzura que todo iba a arreglarse y el Templao no paraba de hacer bromas, como proponerle comprar a medias un hispano-suiza "pa llevar a la Angustias a la iglesia el día del casorio".
El lunes descartó encontrárselos porque no podían pagar la entrada del Teatro Cervantes. Por fin, se disfrazaron los tres por imposición de Paula, que sin avisarles les había confeccionado los trajes, según dijo, "de retales que tenía por ahí"; un hermoso traje de pierrot para Mani, un vestido de torero chusco para el Templao y un vaporoso equipo azul de hada para Inma, que de veras parecía capaz de realizar prodigios bajo su cucurucho cubierto de tules. Esa noche celebraban el Baile de la Prensa, la mejor oportunidad de hacer negocio porque en el primer coliseo de la ciudad cabían lo menos dos mil personas y acudía la gente más famosa de Málaga. Desmontaban los sillones del patio de butaca, donde celebraban el baile, mientras que los espectadores de postín y, sobre todo, las riquísimas concurrentes al concurso de disfraces que tendría lugar en el escenario, ocupaban los palcos de la platea.
Iba a ser una gran noche. Las margaritas les parecieron demasiado modestas para tanto esplendor, pero ni se les ocurrió pensar en comprar otras flores. El carnaval había caído en una fecha muy tardía y los naranjos se abatían ya por el peso del azahar, de modo que salieron él y el Templao más temprano que de ordinario para llegar antes que los guardas, y arrasaron dos naranjos cerca del palacio de San José. Pusieron azahar en el centro de los ramitos de margaritas y ristras de jaramagos colgando por un lado de la escarapela roja. El resultado era muy atractivo. Agotaron las flores en menos de una hora, casi diez duros.
-Oye Mani, ¿os quedáis por aquí? -preguntó el Templao con gesto dubitativo.
-Quiero ver los disfraces del concurso, que dice mi madre que son fastuosos. Y la Inma, lo mismo, porque también a ella se lo refirió.
-¿No os importa que os deje solos?
-Por mí, no. ¿A ti te importa, Inma?
-¡Qué va!
-Es que.. ¿os acordáis de la que bailó conmigo en el Casino Perchel?, po que... bueno.
-Venga, Guaqui -dijo Inma-. Echa a correr.
-Sí, me voy, pero cuidaíto con cómo os portáis, ¿eh? Y no llegar mu tarde.
Inma y Mani permanecieron a la puerta del teatro admirando los disfraces. Había trajes de todos los países y de todas las épocas, cretenses, egipcios, griegos, incas, aztecas, árabes, chinos o rusos. Muchos de los más espectaculares no concursarían, porque cubrían a las personas más poderosas de la ciudad. Inma no paraba de soltar exclamaciones, de modo que Mani, absorto en el despliegue de sedas, plumas, tisúes y bisutería, tardó en reconocer a la anciana disfrazada de reina medieval que se le acercó sonriendo bajo una toca de gasa blanca, un manto de brocado rojo y una corona llena de brillante pedrería. Elena Viana-Cárdenas James-Grey consideró que no rompía su pacto con Paula ya que el encuentro con Mani era casual, pero Mani sintió necesidad de escapar y lo hubiera hecho si ello no le obligara a dar a Inma explicaciones que tenía que eludir.
-¿Venís al Baile de la Prensa? -preguntó Elena.
Mani consideró que debía de estar loca.
-¿Nosotros?
Por el tono irónico del muchacho, Elena comprendió que su pregunta era interpretada como un sarcasmo y se apresuró a rectificar:
-Venid conmigo, que os invito; hay espacio de sobra en mi palco.
-¡Mamá! -protestó Rita sin soltar el brazo de su marido.
La pareja iba vestida de Reyes Católicos. Fernando de Aragón observaba a Inma y Mani severamente, con expresión muy hostil, como si temiera ser víctima de un robo, e Isabel de Castilla les miraba de arriba abajo, arrugando la nariz como si olieran mal los pobretones difraces de pierrot y hada.
-¿Quiénes son? -preguntó Rita a su madre.
Tras una corta vacilación, Elena respondió:
-Este chico se llama Mani... no recuerdo su apellido. Es un amiguito de Alonso.
-¡Que va a ser amiguito de Alonso! Es muy chico y... bueno, ya ves...
Había desprecio en su tono. Muchachos tan barriobajeros no podían ser amigos de sus hijos. Mani advirtió que Elena mentía, puesto que era precisamente su imprudencia al decir el apellido lo que había provocado las visitas del culogordo a su calle, y notó por ello que existían discrepancias entre madre e hija. Observando las expresiones de las dos, sintió deseos de desafiar a la hija aunque ello le exigiera aceptar la inquietante invitación de la madre.
-Inma, ¿te gustaría ver el Baile de la Prensa?
-¡Digo!
-Po vamos pa dentro.
Elena sonrió mientras se colocaba entre los dos y les cogía de las manos. Ser quien era le otorgaba el privilegio de que ningún portero comprobara su invitación en los espectáculos y salones de la ciudad, y el del Teatro Cervantes tampoco lo hizo. Un acomodador les condujo con grandes reverencias al palco.
-¿Por qué te escapabas cada vez que trataba de hablarte? -preguntó Elena al oído de Mani.
-¿Por qué viene su mayordomo cá dos por tres a hablar con mi madre?
Elena sonrió. Debía haber previsto que Mani sería un toro difícil de lidiar.
-¿Me tenías miedo?
-Su hija sí que tiene miedo. De ésta y de mí.
-No te importe mi hija. ¿Está bien tu madre?
-Regular.
Mani pensaba en el extraño estado de ánimo de Paula, pero Elena preguntaba por su salud.
-¿Está mala?
-No, está bien. ¿Por qué le interesa como esté mi madre?
No se trataba de suspicacia, decidió Elena con una sonrisa que en realidad era melancolía. Manuel norrecordabaqué Robles del Altozano era un digno Robles del Altozano, tan cabezón, escurridizo, displicente y analítico como todos los Robles del Altozano. Comprendió que necesitaba encontrar un atajo para vadear las reticencias del hijo sin traicionar a Paula.
-¿Vas al colegio? -preguntó-. Pareces un chico muy inteligente y estoy segura de que podrías convertirte en un hombre de provecho.
A Mani le pareció estar oyendo hablar a su madre.
-Voy de vez en cuando a la Goleta, cuando puedo, pero ahora, nanay de la China, porque yo y mis cuatro hermanos estamos sin currelo.
-Algo he oído -dijo cautelosamente Elena-. Mira, sabes de sobra dónde vivo. Tendrías que venir a verme, porque a lo mejor yo podría conseguir trabajo a alguno de tus hermanos. A ti, no. Tú lo que tienes es que ir a la escuela, pero con seriedad.
Le revolvió el pelo con ternura, actitud que no sólo desconcertaba a Mani, pues a Inma se le desorbitaban los ojos porque hallaba asombroso que una dama de esa clase se mostrara tan afectuosa con el que algún día podría llamar "novio"; Mani era especial, siempre lo había sospechado, pero ahora esa señora lo confirmaba. En esos momentos, ocupaba el estrado un grupo que escenificaba la corte de Cleopatra con despliegue de dorados y plumas de avestruz, cuatro hermosas muchachas con faldas plisadas y doce hombres con las piernas al aire. Habían salido después de Madame Butterflay, Catalina de Rusia y Las mil y una noches. Inma fingió abstraerse en el espectáculo pero no dejó de espiar de reojo lo que hacían la poderosa anciana y el prodigioso muchacho. De nuevo acarició Elena el pelo de Mani y, a continuación, le tomó el mentón con la mano izquierda mientras le rozaba con la derecha las mejillas decoradas con sendos redores de colorete. Le examinaba con mucha concentración, como si buscara algo en sus rasgos. Pasó un dedo por las casi invisibles cejas y otra vez le revolvió el pelo.
-Tienes que hacerme el favor de venir a verme, Manuel. No te olvides.
-Pero su mayordomo es un sieso...
-No te preocupes de Rafael. Debes venir a casa; te prometo encontrar trabajo a tus hermanos, pero tú no tienes más remedio que ir a la escuela. ¿De acuerdo?
Mani se encontraba demasiado alerta como para actuar según sus cánones habituales; es decir, manifestar desconfianza cuando algo no acababa de convencerle. Un leve asentimiento con la cabeza no le comprometería.
Durante el regreso, Inma se desplazaba a su lado en estado de gracia. Cuando contase en la calle Rosal Blanco que habia visto completo el Baile de la Prensa desde el mejor palco del Teatro Cervantes, tendría que mostrar el abanico de nácar, regalo de Elena, y el programa de mano, porque de otro modo nadie le creería. Mani sonreía complacido por su entusiasmo y orgulloso de haberlo causado pero casi sin escucharla, porque tenía que resolver dos cuestiones: ¿Por qué se interesaba Elena tanto por él y los suyos y cómo iba a justificar ante Paula el poder de proporcionar empleo a sus hermanos?
-Mi Guaqui está de guardia, esperándonos -señaló Inma con desagrado cuando llegaban a la esquina de Ollerías y Huerto de Monjas-. ¡Mira que es desconfiao!
-Le pasa algo -dijo Mani-. Date bulla, Inma, echa a correr.
Aunque los vio llegar, el Templao permaneció apoyado en el muro, temiendo derrumbarse en el suelo. Tenía el ojo izquierdo medio cerrado en el centro de una mancha casi negra de tan violeta y el pómulo del mismo lado reventado. Había un reguero de sangre seca escurrido por su patilla derecha, aunque no se veía la herida del cuero cabelludo. También había sangre seca en el pantalón.
-¿Quién te ha hecho esto, Guaqui? -preguntó Mani con los labios lívidos.
-No es ná, Mani. El Migue es el que se ha llevao la peor parte.
-¿Mi hermano?
-Me lo estaba oliendo, Mani, porque los dos son unos inconscientes. No han tenío otra cosa que hacer la Angustias y él que volver juntos al barrio, aunque venían con un grupo, pero habría que estar ciego pa no darse cuenta de lo que hay entre ellos. Yo venía un poco detrás y por eso los vi llegar...
-¿A quienes?
-Al Serafín y sus siete amigos, tós con pistoles en las manos. Como tú comprenderás, ninguno de los vecinos ha dicho "esta boca es mía" y yo, que solamente protesté por la tunda que le estaban dando a tu hermano, ya ves la que me han dao. Pero al Migue lo han lisiao; no querían matarlo del tó, eso está claro, porque no le han disparao, pero casi se lo cargan; le han dao patás pa machacarle hasta las asaúras. Se han llevao a la Angustias arrastrá, porque no paraba de chillar ni de darle tarascás y patás a su hermano...
-¿Y el Migue?
-En el hospital.
-Vamos pallá.
-¿Qué coño vamos a arreglar en el hospital a estas horas, Mani?
-Esto no me huele bien, Guaqui. Si la Angustias ha seguío protestando con tanto genio, el Serafín es capaz de acabar imaginando cosas que... a lo mejor han hecho ya, y se le puede ocurrir salir disparao pal hospital. El Migue necesita guardia.
-Lo que tú digas, Mani. ¿Quieres venir, Inma?
La monja de la portería les permitió pasar, por lo que sospecharon que Miguel agonizaba. En la habitación ocupada por sólo otro herido aunque contaba con doce plazas, no había médicos ni enfermeras; Paula, sentada con la espalda apoyada en el cabezal de la cama, acariciaba la frente de Miguel; Antonio, Paco y Ricardo dormitaban sentados en la cama contigua.
-Hay guardia suficiente, Guaqui -murmuró Mani antes de entrar en la habitación-. Vete pa tu casa, que estás hecho un cristo, a ver si mañana descansas pa poder trabajar en el puerto el miércoles de ceniza.
-¿Y las flores?
-Mira la hora que es y lo que hay, y tú no puedes con tu alma ni mucho menos pa andar en la bicicleta dentro de un rato, cargando conmigo y las flores. El negocio ha terminao, Guaqui; no podemos quejarnos, hemos ganao doce duros cá uno y dicen que el martes de carnaval no es pa hacerse millonario. Las cosas están tranquilas, fíjate, y si hubiera novedad, estamos tos los hermanos juntos pa lo que haga falta.
-Po si no vamos a currelar mañana, yo puedo trasnochar un poquillo más. Llevaré a la Inma a mi casa, y vengo de aquí a ná, ¿vale?
Mani asintió, porque sabía que con el Templao no le valdría de nada insistir. Paula se enderezó al notar que llegaba y su movimiento alertó también a Paco y Ricardo, que se volvieron a mirarlo. Antonio parecía estar bajo los efectos de la borrachera.
-¿Es grave? -preguntó Mani al oído de su madre.
-Me lo han destrozao -gimió Paula- El médico dice que su vida no peligra, pero por poco. Mira.
Levantó la manta que cubría el cuerpo desvanecido de Miguel. Aparte de las llamativas hinchazones amoratadas del rostro, tenía heridas en el pecho, las caderas, los muslos y las espinillas, cubiertas de aparatosos vendajes ensangrentados.
-Dice el médico que puede tener una pila de huesos rotos -añadió Paula-, que sólo por la mañana va a saber cuántos, y milagro será que no le hayan reventao el hígado y los riñones; como si no hubiéramos tenido bastante con lo que nos hicieron aquella noche.
-¿A qué vendrá empezar otra vez el incendio? -se extrañó Paco.
Comprendiendo que ni Paula ni sus hermanos conocían el motivo concreto de la agresión y creían que era una prolongación de la otra, Mani decidió no causar más preocupaciones familiares y tratar, en cambio, de reanimar a su madre. Adoptó un tono cauto para decir:
-Mamá, una señora me ha dicho que puede conseguir trabajo pa éstos.
-¿Quién? -preguntó Paco.
Mani presentía que podían existir razones inconfesables para que Paula negara las visitas del criado y que no debía darse por enterado de que ella mantenía con Elena una enigmática clase de comunicación. Tampoco podía mencionar lo que había ido a hacer el día que conoció a la poderosa anciana. Para responder a Paco, improvisó:
-Una amiga que me ha salío vendiéndole flores. Se llama doña Elena.
-¿Y cómo se le ha ocurrido ofrecerte trabajo pa nosotros? -preguntó Paco.
Mani notó la expresión crispada de Paula. Parecía sentir miedo.
-Es que... mira qué cosa más rara, me la he encontrao a la puerta del Cervantes y como llevaba dos días diciéndome cá vez que me compraba flores que yo le caía mu bien, po que nos ha invitao a la Inma y a mí a acompañarla en el palco. Como me ha preguntao tanto, yo acabé contándole que estamos paraos y me ha dicho eso... que tratará de conseguiros currelo, pero que yo tengo que ir al colegio.
-¡Tiene razón! -concordó Paula.
-¡Un palco en el Cervantes! -exclamó Paco-. No será doña Elena la de los barcos...
Mani asintió.
-Po dile a esa tiparraca -murmuró Antonio con voz ebria y sin alzar la cabeza de la almohada doblada contra la pared- que se meta el trabajo en el coño.
Paula le dio una palmada en la cabeza.
-¡La chupasangre más grande de Málaga! -masculló Antonio-. Te habrá dicho eso pa salir del paso, porque tú eres más pesao que el arroz con leche y no habrás parao de darle la lata pidiéndole el favor.
-¡No es verdad! -protestó Mani-. Lo ha ofrecío sin pedirle yo ná.
-Podría ser la solución -apuntó suavemente Paula.
-¡Es una oportunidad fantástica! -apoyó Ricardo-. Con el poderío que tiene, si esa gachona quisiera conseguiríamos un currelo estupendo los cinco.
-¡Tú, mariquita chupacirios, has perdío la chaveta! -exclamó Antonio, con ira que ganaba terreno en su ánimo-. No tengo yo otra cosa que hacer que convertirme en pelotillero de la explotadora más abusona y salvaje de Málaga. Paco, ¿te acuerdas de lo que hicieron sus capataces cuando la huelga?
-Todavía hay cinco trabajadores presos -dijo Paco con tono neutro.
-Eso no tiene ná que ver con nosotros -arguyó Paula.
-¡Que no! -potestó furiosamente Antonio, enderezándose, despejado de la borrachera-. ¿Qué quieres, que les quitemos el puesto de trabajo a obreros represaliaos por el patrón?
-¡Pero necesitamos trabajar como Dios manda! -opuso Mani.
-Tenemos que currelar, sí -dijo Antonio-, pero a Dios le han quitao el mando y ningún catecismo dice que debamos perder la dignidad.
-Lo que dice el catecismo -recitó Ricardo- es que hay que honrar padre y madre. Si mamá opina que aceptar la oferta de esa mujer está bien, debemos respetarla.
-¡Anda y que te metan un cirio por el culo -insultó Antonio y Paula volvió a darle una palmada en la cabeza, esta vez fuerte y sonora.
En ese momento, irrumpió el Templao en la habitación.
-Vienen ahí -anunció entre los fuertes jadeos de la carrera.
-¿Quiénes? -la voz de Paula sonó como un desgarro.
-El Serafín y tres más.
-Nosotros podemos con esos niñatos -se jactó Antonio.
-Si no trajeran unas pistolas que parecen cañones -ironizó el Templao.
-¿Pistolas? -Paula sintió temblar el suelo bajo la cama.
-Pero qué locura más grande -se asombró Paco-. ¿Qué habrá pasao esta vez?
Mani comprendió que no tenía más remedio que ponerles en antecedentes.
-Perdona, Migue -dijo en dirección a su hermano inconsciente-. Mamá, lo que pasa es que este chiflao anda de amores con la Angustias.
-¡Dios mío! -casi lloró Paula.
-¡Lo estaba viendo venir! -afirmó Antonio.
-Y tal como van de acaramelaos a toas horas -añadió el Templao-, lo más seguro es que al Serafín lo hayan convencío de que ya se han acostao...
-¡Éramos pocos y parió la abuela! -lamentó Paula-. ¿Qué hacemos, Paco?
-Por lo pronto, vosotros, Antonio y Guaqui, en la puerta del fondo y tú, Ricardo, conmigo en la entrada, escondíos. Levantaremos cá uno una silla y le endiñamos en la cabeza al primero que la asome. Tú, Mani, ponte a hacer como que hablas con mamá, pa que si espían antes de entrar, crean que tó está tranquilo y se confíen. Venga, darse bulla.
Un par de minutos más tarde, intentaron entrar los cuatro uniformados, todos por la puerta que daba a la escalera, y dos cayeron fulminados con la cabeza rota por Ricardo y Paco. Serafín y el otro echaron a correr sin usar los revólveres que esgrimían. Ricardo se arrodilló, pero no a tomar el pulso de los dos jóvenes, gravemente heridos, sino que se persignó y juntó las manos pidiendo perdón a Dios. Con un ademán de impaciencia, Paco recogió deprisa las armas de los caídos y dijo:
-No podemos dejar al Migue aquí.
-Natural que no -concordó el Templao-. Esos dos habrán salío en busca de más. ¿Oís?, están pitando. De aquí a ná va a aparecer un batallón.
-¿Y dónde lo llevamos? -preguntó Paula.
-En la casa, sería muchísimo peor que aquí-apuntó Antonio-, porque a estas horas yo no puedo ir al Sindicato de Parados en busca de refuerzos.
-Podemos pedirle ayuda a don Agapito -sugirió Ricardo.
Mani apretó los labios, porque recordaba la escena que interpretó el coadjutor parroquial cuando fue con Inma y el Templao a pedirle ayuda para Ricardo. Para que no tomaran la idea en consideración, se apresuró a decir:
-Tengo un escondite fetén, pero no podemos ir tós.
-¿Dónde? -preguntó Paco.
-En la casa del que vino a verme al hospital aquel día, ¿te acuerdas?, el ciego de La Isla. El problema es que por la hora que es, si armamos mucho trajín al llegar a la playa, los pescaores del copo pueden darse cuenta y soltársele la lengua con los compinches del Serafín. Pero si llegamos pocos y con disimulo, el escondite es conjonúo.
-¿Piensas que ese hombre querrá? -preguntó Paula.
-Sí.
-Pues eso es lo que vamos a hacer -determinó Paula-. Venga, Paco y Ricardo, liad muy bien al Migue con la manta pa que vaya sujeto y no le hagamos daño. ¿Cuántos hacen falta pa cargarlo, mínimo?
-Solos éste y yo -propuso el Templao señalando a Mani.
-Pero si tú estás también pa que te encamen -Paula señaló las visibles magulladuras.
-El Mani y yo nos bastamos de sobra -opuso el joven, tensando jactanciosamente los hombros- y, como el día ha sío cojonúo con las flores, podemos ir en taxi.
-Venga, andando -dijo Mani.
-Yo voy con vosotros -proclamó Paula, sin admitir réplica- Hay que moverlo con muchísimo cuidado.
-Lo bajaremos por la trasera-ordenó Paco-. Ricardo, a ver si pillas un taxi que haya venido a urgencias; a lo mejor tenemos suerte por las juergas del carnaval; en cuando lo cojas, te vas a la puertecilla del Arroyo de los Ángeles y nos esperas allí. Antonio ¿puedes mantenerte derecho? ¿Sí?, po date bulla y sal por la puerta principal como si tal cosa y con cara de inocentón, pa que el Serafín crea que puede sorprendernos. Venga, en marcha.
Cuando bajaron por una escalera lateral a un patio a oscuras, Mani observó a través de las cristaleras las siluetas apresuradas del numeroso grupo que Serafín había conseguido reunir, seguramente trasnochadores del carnaval. Abordaron el taxi sin contratiempos. Paco y Ricardo se despidieron a través de las ventanillas jurando a su madre que se esconderían hasta que el peligro pasara.
Mientras el vehículo les conducía entre estertores del motor hacia las playas de Poniente, Paula, con la cabeza de Miguel sobre su pecho al tiempo que Mani lo abrazaba por la cintura, se preguntaba con perplejidad qué estaba ocuriendo. Toda su vida había discurrido entre aflicciones, pero sus hijos, con su sola existencia, habían mitigado la náusea, porque requerían tanto esfuerzo y dedicación que llegaba a no darse cuenta de los malos tragos. Precisamente los últimos ocho años, cuando había tenido que romperse el alma para llevar adelante a los cinco sin ayuda de nadie, era cuando menos acíbar había engullido, porque verlos crecer y convertirse en hombres le llenaba de satisfacción; jamás se había planteado que hiciera nada especial quemándose de noche las pestañas con la costura. ¿Qué había fallado últimamente? ¿Por qué la unidad familiar se resquebrajaba? ¿Estaba perdiendo, como castigo por su mentira, el control de hierro y seda con el que había venido rigiendo las cinco vidas?
Cuando cargaban entre los tres a Miguel para recorrer los cien metros desde el cañaveral a la choza, dos hileras de pescadores tiraban del copo no muy lejos. Con el mar de Alborán en uno de esos amaneceres en que se disfraza de lago, plano y terso como un espejo plateado por la Luna, el vaivén del agua sólo producía un ligero murmullo de arena deslizada perezosamente por el rebalaje, acompasado con las trallas que los hombres enganchaban rítmicamente a los cabos de la red. La escena tenía algo de ballet mudo, donde todos los artistas danzaban en silencio al son de una ancestral música interior, de modo que el movimiento de los recién llegados sonó como un estruendo. Mani señaló:
-Nos están endiquelando escamaos.
-Corre -ordenó Paula-. Pilla el taxi antes de que dé la vuelta. Dile al chofer que te espere, porque este sitio no es seguro pa el Migue y hay que encontrar otra solución.
Mani depositó las piernas de su hermano en el suelo, sujeto de las axilas por su madre y abrazado por el Templao, que era quien lo cargaba en realidad, y corrió a cumplir la orden. A su regreso, y una vez que hubieron hablado con el Chafarino y tras acomodar a Miguel en un colchón que parecía confortable, Paula extrajo un billete de cinco duros del bolsillo; entregándoselo a Mani, preguntó cautelosamente:
-¿Tienes idea de dónde vive esa señora, doña Elena?
El muchacho se sintió arrebatar por el sonrojo. Halló que tanto la verdad como la mentira iban a comprometerle.
-Deja de disimular, Mani -aconsejó Paula-. No me chupo el dedo y un día de éstos tendremos unas palabritas tú y yo. Mira, está a pique de clarear, así que coge el taxi y vas a la casa de la señora, que por si te has olvidao está a un tiro de piedra de donde vive el señor ministro, enfrente. No le des ningún recao de mi parte a doña Elena ni se te vaya a ocurrir decirle que yo le pido ná, ¿entendido?, pero cuéntale la situación y si, un suponer, dijera que quiere venir pacá, pídele que no viaje en ese coche tan rimbombante que conocen hasta en la Conchinchina. Que venga en un taxi.
Mani reprimió las preguntas. Creía que su madre era demasiado optimista esperando que doña Elena se interesara por su familia hasta el punto de tomarse la molestia de acudir a la playa de La Isla, y en el improbable caso afirmativo, que siguiera al pie de la letra las indicaciones. Pero algo le decía que si Paula se mostraba tan confiada, sus razones tendría.
Mientras aguardaban el retorno de Mani, Paula y el Chafarino pasaron mucho rato discutiendo en murmullos sobre el confort del cañizo, la seguridad del refugio, su idoneidad y la discreción de los vecinos.
-¿Eres el Templao? -preguntó el Chafarino, cuando ya parecía que Paula y él no tuvieran más explicaciones que darse.
-Sí.
-No estaba seguro de si serías tú o uno de los hermanos de Mani. A él y a ti os cambia la voz de semana en semana. ¿Recuerdas lo que hablamos aquel día que me acompañaste al hospital? -el Templao asintió con un movimiento de cabeza-. Pues cuéntale a doña Paula que soy de confianza. Convéncela de que su hijo estará a salvo conmigo, que voy a cuidarlo con esmero y que no se preocupe más, porque en estas playas las cosas no son como en el resto del mundo; ser chivato sería lo más bajo en lo que se podría caer. Aquí funcionan otros códigos, muy distintos a los de vuestro barrio. Y el yodo del mar le vendrá de perlas a Miguel.
El Templao miró a Paula a los ojos y encogió los hombros, sarcástico.
-Ahórrate las ironías, Templao -avisó el Chafarino con una sonrisa que no borraba la severidad de su expresión.
Fue en ese instante cuando Paula miró por primera vez hacia el anciano con respeto teñido de admiración. El Templao no había emitido ni un murmullo, así que una de dos: o el viejo fingía la ceguera o poseía una clarividencia inexplicable.
-Mire usted, don Omar -dijo Paula después de tragar saliva-, no es cuestión de seguridad únicamente; es que a mi niño han estao a punto de matarlo, tiene una pila de huesos hechos mixto y necesita cuidaos médicos. Y medicinas. De todas maneras, no se puede usted hacer una idea de lo que le agradezco la intención. Y que como mi Mani me habla tantas maravillas de usted, hace tiempo que quería yo invitarlo a comer en mi casa un día de éstos; como la cuaresma empieza mañana, haré una ensaladilla de bacalao y naranjas chinas pa chuparse los dedos.
Transcurridas dos horas y media desde su partida en el taxi, Mani empujó la puerta de cañas para ceder el paso a Elena. Tras un primer instante de júbilo triunfal, Paula frunció los labios, porque notó que tras ellos llegaba también el chófer, lo que significaba que la orgullosa dama no había respetado su exigencia, por lo que gracias al hispano-suiza la playa en pleno podía identificar sin ninguna duda el refugio a donde Miguel iba a ser conducido. Dijo con mucha acritud:
-Si han venido en ese coche, es un viaje en balde.
-Cálmate, Paula -pidió Elena, mientras paseaba reprobadoramente la vista por el extenso espacio del cañizo y arrugaba un poco la nariz-. No traemos el coche que tanto te disgusta, venimos en la ambulancia del hospital, ¿ves? Ahí llegan los enfermeros con las parihuelas para llevarse a tu hijo; Rafael viene sólo pa echar una mano, porque mi coche lo hemos dejado en el centro, de camino. ¿Cómo está Miguel?
La ternura emocionada, y conmocionada, con que Elena acarició el rostro entumecido del muchacho, todavía sin conocimiento por los sedantes que le habían administrado en el hospital, causó el asombro de todos, incluída Paula antes de recordar cuánto se parecía el nieto al abuelo.
-No podemos llevarlo al hospital -casi gimió Paula-. De eso se trata, precisamente, del peligro que sabemos que correría allí y por eso he recurrido a usted.
-¿Quién ha dicho que vayamos a dejarlo en el hospital? -Elena sonrió-. Quiero asegurarme de que se le apliquen los cuidados médicos debidos, lo que será en mi casa; ya están preparando la habitación. Pero, como tú comprenderás, antes tienen que hacerle un reconocimiento a fondo pa que yo sepa exactamente lo que hay que hacer.
-En tal caso... -murmuró Paula.
-Hala, andando -urgió Elena-, y usted, señor, sepa que todos le estamos muy agradecidos y que de ninguna manera vamos a dejar de compensarle.
Se dirigía al Chafarino, que sonrió al darse cuenta de lo poco que había tardado Elena en ponerse al mando, llegando a la presuntuosidad de suponer que él esperaba retribución. Advirtió que Paula no se percataba de lo muy notable y repentino que había sido su cambio de actitud, lo corto que había sido el recorrido entre la desesperación autoritaria y la confianza dócil. Decidió que tenía que interrogar a Mani la próxima vez que le visitara, a ver si conseguía entender lo que hubiera entre las dos mujeres.

Continuará






Durante las semanas siguientes, Mani se preguntó muchas veces qué tendrían que decirse Elena y su madre mientras permanecieron encerradas en el hispano-suiza, estacionado ante la verja tras ser llevado Miguel al interior de la mansión desde la ambulancia. Luego de negarse Paula una y otra vez a entrar en la casona ni a aceptar la invitación a almorzar aunque ya era mediodía, le dijo a Mani que saliera del coche, que permaneciera a cierta distancia y que no volviera a acercarse a menos de tres metros hasta que ella no le hiciera una señal, lo que no sucedió hasta una hora más tarde. Trató de espiar embozado por un pimentero, pero sólo notó la reiteración con que Paula movía la cabeza en ademanes de negación.
Antonio y Paco rehusaron los empleos que Elena les consiguió. Ricardo lo intentó, pero demostró escasas aptitudes, lo que ocasionó las protestas enfurecidas del yerno de Elena, que trataba de encontrarle nuevo acomodo. Mani volvía a desvelarse. La familia estaba comiendo bien a pesar de todo, porque Paula simulaba tener mucha costura y cada uno aportaba lo que podía, y ya casi nunca discutían Paco y Antonio; si lo hacían, saltaban chispas, como si se hubiera situado cada uno en las antípodas políticas del otro. Libre del miedo a las sombras de la noche y a la silueta del muro del convento, a Mani le angustiaba ahora la descomposición que observaba en derredor. Había demasiadas cosas que no comprendía; Paula se negaba a visitar la mansión y era él quien tenía que ir cada día a conocer la evolución de Miguel y, por otro lado, cuando llegaba a la casa de La Caleta era como si allí no vivieran más que Elena y el chófer, pues jamás veía a nadie más, ni al resto de la servidumbre ni a la hija, ni a su marido ni a los dos hijos. Tuvo que acostumbrarse a viajar en el tranvía sin mirar la calle apenas, para no estremecerse con tantas bestialidades cuya monstruosidad eliminaba la necesidad de averiguar qué bando las había causado, y los escalofríos le torturaban luego hasta el amanecer a menos que encontrara consuelo con las fantasías sonámbulas. Imperio Argentina era la más excitante. Cuando Inma le permitía un leve roce en la mejilla, miraba con avidez sus labios, vedados no sólo por las advertencias del Templao sino, sobre todo, por la severidad de las costumbres, y entonces tendía a obsesionarse con la hilera de dientes perfectos, blanquísimos, de Imperio Argentina, de quien decían que era medio malagueña y medio inglesa, una mezcla nada exótica en una ciudad donde se daba con frecuencia, incluso en su propia familia, para comprobar lo cual bastaba con mirarse él mismo al espejo. Hasta Inma poseía unas lindas pecas que parecían anglosajonas, pero aunque le traqueteara hasta el pensamiento de amor y deseos por ella, consideraba blasfemo representársela al masturbarse y era Imperio Argentina quien flotaba sobre los frecuentísimos orgasmos con que intentaba recuperar el sueño.
Miguel mejoraba tras superar las primeras cuarenta y ocho horas, críticas según el médico, que les recriminó que lo hubieran movido en el azaroso peregrinaje de la primera noche. Ahora, mediada la cuaresma, tenía el cuerpo enyesado en un sesenta por ciento pero estaba fuera de peligro, por lo que Mani creyó que ya era hora de tomar en consideración las preguntas que Angustias no paraba de transmitirle mediante papelitos escritos, que le hacía llegar a través de Inma.
-¿Dónde la ha encerrao el barbero? -preguntó Mani.
-Perdona, niño, a Angustias le da miedo que te lo diga -alegó Inma- y no consentirá mientas tú no le digas dónde está el Migue. Y me da cosa traicionarla.
-¿Seguro que tú no le has dicho ná?
-¡Mani, ni mi hermano ni tú habéis querío soltar palabra!
-¿De verdad que el Guaqui no te ha dicho ná?
-¿Es que no te das cuenta de que pa mi hermano tú eres Dios y que cree que estaría en pecado mortal si no hiciera lo que tú mandas?
-No digas chalaúras, Inma.
-¿Chalaúras? Si no tiene importacia, Mani; mi madre dice que aunque él te lleve cinco año, la veneración que tiene por ti es lógica. Es que tú eres tú...
Mani sintió impaciencia mezclada con sonrojo.
-Tu hermano vale mil veces más que yo. Mira, Inma, vamos a llevarnos bien. Yo os cuento algo del Migue si puedo decírselo a la Angustias. Date cuenta de que el criminal de su hermano ha querío matarlo; tengo que sentirme confiao y no me hinches más...
Inma arrugó la frente por la grosería que Mani estaba a punto de pronunciar. Para evitarlo, preguntó:
-¿No ibas a llevarme a conocer al ciego de la playa?
-Es que esta mañana tengo que ir a... un recao de mi madre.
-Pero hay una pechá de tiempo. Anda, niño, vamos ahora mismito a La Isla y si eres bueno, a lo mejor te llevo donde está la Angustias.
Eran las ocho y cuarto. Paula acababa de decirle que fuese temprano a La Caleta para volver a la hora justa del almuerzo, porque iba a preparar potaje de cuaresma y "después te quejas de que el arroz está pasao", pero Miguel llevaba muchos días insoportable con sus interrogatorios sobre Angustias y se ponía a hacer pucheros como un niño cuando Mani se encogía de hombros. Calculó que todo iba a resultar mejor si dejaba para la tarde la visita a La Caleta, aunque se le había advertido de que sólo debía ir por las mañanas. Complacería a Inma llevándola a La Isla, lo que le abriría la posibilidad de hablar con Angustias, de manera que pudiera tranquilizar a Miguel; no comería el delicioso potaje de Paula a base de bacalao, garbanzos y acelgas.
Llegaron a la playa a las nueve y media de una mañana azul de primavera. El sol brillaba todavía no muy alto, arrancando al mar reflejos cegadores; ya no quedaban pescadores del copo, desparramados por los mercados hacía más de dos horas, y sólo algún bolichero que pintaba o reparaba su jábega daba vida a la plácida quietud del paisaje resplandeciente y cálido, a cuya izquierda, dibujada sobre el arco de la bahía, parecía soñar la ciudad en calma, como si fuese el paraíso extraterrenal cantado por un poeta y no el tenebroso laberinto en que Mani veía que estaba convirtiéndose.
-¿Por qué has venido hoy? -preguntó el Chafarino alzando la mirada vacía de la labor de red-. Vamos a tener mal tiempo. ¿Quién es tu amigo... no, tu amiga?
-Ésta es la Inma, que ya la conoce usted de oídas; tenía mucha ganas de que la trajera por aquí. ¿Por qué dice usted que vamos a tener mal tiempo? Hace un día cojonúo.
-¿Ves aquellos pañuelitos blancos que forman las olas a lo lejos?, pues dentro de un par de horas habrá temporal.
-¿Cómo sabe usted que hay pañuelitos blancos? -preguntó Inma, asombrada.
-Es la experiencia, que me hace ver por medio de los sonidos y los olores. El viento va a arreciar de aquí a media hora, así que una de dos: os vais en seguida o pensáis en quedaros hasta la noche, porque el temporal va a ser tela marinera. Poseidón está enojado. Acércate, Inma, deja que te toque la cara, a ver si es verdad lo que Mani cuenta.
La muchacha se acuclilló junto a las piernas del ciego, que la palpó durante unos minutos con expresión muy complacida.
-Mani, me has mentido.
-¡Qué dice usted!
-Esta señorita no es guapa. Es una auténtica hermosura.
Inma sonrió. De repente, quería al ciego con toda su alma.
-Tiene usted razón -dijo Mani-. Inma es... ¡un jazmín! ¿Por qué está Poseidón de mal humor?
-Los malagueños están eligiendo el fango ensangrentado, cuando tienen a mano el bálsamo del salitre; y van a pagar por ello, Mani. Cuando uno cree que es víctima de injusticias, no hay que perder el aliento tratando de que el que las comete sufra como uno sufre; lo importante es dejar de sufrir. Nuestros ancestros llevan centenares de generaciones transmitiéndonos esa sabiduría, pero los malagueños han dado la espalda a las enseñanzas milenarias de la mar. Aquí llegan los ecos de lo que pasa en todas las calles de todos los barrios, y aunque eso te parezca tremendo no son más que ramalazos del maremoro que se aproxima, debido a que los malagueños oyen sin deber oír cuando les recitan lecciones que están escritas para bárbaros esteparios y no son las que le conviene a una estirpe que lleva tres mil años casada con la mar.
Mani examinó a Inma, que parecía creer que oía hablar en otra lengua. Pero hacía cerca de un año que conversaba frecuentemente con el Chafarino, por lo que intuía que el viejo redero usaba metáforas inextricables para explicar cosas sobre las que acababa teniendo razón. Por ello, tocó el costado de Inma indicándole que fuese respetuosa, cuando una ráfaga de viento les metió arena en los ojos.
-Entonces -dijo el Chafarino-, ¿queréis que me ponga a preparar el almuerzo? Pienso hacer sopa de rape con almendras y tortilla de habas.
-No, muchas gracias -respondió Mani-. Hay que tirar pal barrio antes de que vayamos a ponernos como sopa y además, tenemos que visitar a una vecina.
Inma asintió, por lo que Mani entendió que iba a cumplir su parte del compromiso. Cuando tomaron el tranvía ante la fábrica de Tabacos, caía una lluvia racheada casi horizontal que traqueteaba los vidrios. Inma, que no paraba de hacer comentarios sobre las rarezas del Chafarino, alabó su condición de adivino cuando indicó que iban a mojarse porque debían bajar del tranvía cerca de la estación de ferrocarril.
-Tú amigo es un pitoniso chachi, porque ¿quién podía imaginar esta madrugá que iba a llover? Tendrías que haberle preguntao dónde está la Angustias, pero ahora ya no hace falta, porque es aquí.
Señaló el convento de las Hermanitas de los Pobres.
-¿No irá el barbero a meterla monja?
-¡Qué va! Es que una de las hermanas es prima retirá de Bernarda y por eso le han dao refugio, pero, ¡chiquillo!, es como si la tuvieran presa. Angustias está enrabietá, porque pa no irle con quejas a su madre la obligan a hacer lo mismo que las monjas, levantarse de noche, rezar, limpiar como una esclava y repartir los paquetes de comida, pero no le digas ná porque le da mucho coraje hablar de tó eso.
-¿Tú crees que podemos hablar con ella?
-Seguro que sí. Por lo menos, ella lo va a intentar.
-¿Nos espera? -preguntó Mani e Inma asintió-¿Cómo te enteraste del escondite?
La muchacha se ruborizó y Mani, comprendiendo la razón, no repitió la pregunta. Seguramente, la madre del Templao había sido la portadora de la confidencia, porque a ese convento acudían a diario las madres de familia que no tenían qué dar de comer a sus hijos, en busca de paquetes de legumbres medio podridas que las monjas recibían como donación de los almacenes que iban a tirarlas a la basura. Sabía cuánto se avergonzaban sus vecinos de su miseria, sentimiento contra el que Paula le prevenía con insistencia: "Ser pobre no es una deshonra; la pobreza da temperamento pa subir y hasta pa volar". Según dedujo Mani, a las monjas les habían pedido el Granaíno y su mujer no permitir visitas a Angustias. La portera le miró como si fuera el diablo y no sólo se negó a llamarla, sino que con su mutismo y sus labios apretados parecía negar que se alojara en el convento. Abandonaron el edificio con frustración e iban a volver al barrio cuando golpeó la espalda del muchacho un guijarro envuelto en un papel, una nota echada desde una de las ventanas de las plantas superiores; con letra apresurada y muy defectuosa, Angustias les indicaba que acudieran a la fachada posterior, que daba a un carril por donde pasaba la vía del tren. Entre el edificio y el carril, había una patio enorme, cercado por un muro de piedra en el que se abría una pequeña verja de hierro que no había sido usada durante años, a juzgar por la herrumbre y los matorrales que la cubrían. Aguardaron mucho rato y comenzaron a plantearse el abandono de la espera. Les detuvo el chirrido de los goznes de la verja, que se entreabrió lo justo para dejar pasar a una Angustias irreconocible. Iba disfrazada de monja, una monja algo voluminosa.
-Echar a correr pal Bulto -dijo.
Inma y Mani recorrieron a zancadas el carril hacia la playa, seguidos algo más lentamente por Angustias que, llegados a un barrio marinero que llamaban El Bulto, se quitó el hábito y la toca, para abandonarlos en un portal. Con la ropa que llevaba debajo, surgió la Angustias de siempre, con sus volúmenes normales y embellecida por el sofoco de la carrera.
-Tienes que llevarme con el Migue, Mani, por el amor de Dios.
El muchacho sintió que le aplastaba el peso de la responsabilidad. Especuló mentalmente sobre lo que podía ocurrir si aceptaba. Elena se negaría a recibir a la fugitiva y a él le echaría una reprimenda por poner su casa en el punto de mira de los falangistas; Paula convocaría una especie de consejo de guerra familiar que le condenaría al exilio de las tinieblas exteriores; Gustavo y Bernarda pondrían a los guardias tras el rastro de la pareja; Serafín desencadenaría la guerra.
-Tú estás loca, Angustias.
-No la trates así, niño -reprendió Inma-. ¿No ves que va a darle un síncope?
-¡Las dos estáis locas! Está claro que me habéis metido en una encerrona. Esto no puede ir adelante; Angustias, tienes que volver al convento y echarle paciencia. Te juro que tó se arreglará con el tiempo.
-Espera una mijilla, niño -rogó Inma-. Déjala hablar.
En vez de decir nada, Angustias tomó la mano de Mani para que le tocase el vientre. En los refulgientes y húmedos ojos verdes había una mezcla de llanto, risa, orgullo y súplica de complicidad.
-Esto no lo arregla el tiempo -dijo-, sólo lo hace aumentar.
La comprensión de que estaba embarazada fue peor que un mazazo en la cabeza. En efecto, había cambios sutiles en su cara y en su figura, aunque todavía no la hubieran deformado; las aletas de su nariz y sus labios parecían algo dilatados y su aire general había ganado madurez. La mujer desterraba a la niña.
-¡La que nos va a caer! -exclamó Mani-. Mira, Angustias, esto no es un chiste, ¿no te das cuenta? Los cinco hermanos hemos estao a punto de morir a manos de tu Serafín, y hasta a mi madre le puso un pistolón en la nuca, y al Migue, ya van dos veces y a la tercera, la vencida. ¿Quieres tener un huérfano de padre antes de nacer?
Angustias se echó a llorar.
-No puedo llevarte con el Migue, Angustias.
-¿Y qué voy a hacer yo? El peligro pa mí será tremendo si vuelvo al convento, porque mis padres van a enterarse de la fuga y lo que harán ahora será encerrarme en uno de Graná, donde no tendré escapatoria. Cuando se me hinche la barriga y se entere mi hermano, primero buscará al Migue pa matarlo y luego me matará a mí.
Mani se sentó en un bordillo, donde permaneció varios minutos con las manos tapándose la cara. Sentía vértigo, el vientre agarrotado y necesitaba ir al retrete. En vez de hacerlo, se enderezó y exclamó:
-¡Las mujeres sois la caraba! No esperaba yo que me metieras en esta encerrona, Inma, que sabes de más la que nos va a caer. Pero a lo hecho, pecho. ¿Tenéis dinero?
Inma negó con la cabeza, pero Angustias sacó del bolsillo dos billetes de a duro y varias monedas de a peseta y perras gordas.
-Te cojo un duro pal taxi. Meterse en la iglesia de San Pedro y no salgáis ni a mear. Tener paciencia, porque voy a tardar.
Paula tuvo que apartar la olla del anafe cuando el potaje estaba en plena ebullición. La idea de que los garbanzos iban a quedar duros le causó enojo al anticipar que tendría que improvisar una comida a base de bocadillos de morcilla, ahora que había conseguido establecer regularidad en la alimentación de sus hijos. La llamada de Elena, transmitida por el chófer, era apremiante; temió que Miguel hubiera sufrido una recaída, pero al acercarse al coche en el Molinillo, Mani se encontraba en el interior, junto a Elena.

El viernes de Dolores, el vestido de novia de Ana había tomando forma tras ensamblar las mangas. Todas las vecinas aseguraban que era la obra maestra de Paula. Reflejaba con fidelidad la fotografía de Katharine Hepburn en una escena de "Las cuatro hermanitas", reproducida en una página de revista que estaba pegada con esparadrapo en el cristal del balcón, donde la artista, sosteniendo un abanico y con guantes blancos, más que conversar con el actor parecía recibir pleitesía. Era en verdad un vestido de princesa lo que Paula había copiado, con los rasos y tules fruncidos en torno al escote, que dejaba los hombros descubiertos, y en el festón de la falda; el volante lleno de rizos se convertía por detrás en una sobrefalda de la que partía la cola de tres metros. Colgado de una percha sujeta en un clavo de la pared, resplandecía porque apenas le faltaban unos ajustes y Paula se afanaba ahora en hacer florecillas de satén, para copiar también en el tocado de la novia de Antonio la primorosa constelación del peinado de la actriz. Faltaban tres semanas para la boda.
Para que no viera el vestido, Antonio había sido desterrado a la que iba a ser vivienda conyugal; Paco pasaba dos o tres noches todas las semanas en diferentes pueblos de la provincia mandado por el partido; Ricardo hacía vigilia de adoración nocturna cada dos por tres. Con Miguel en su convalecencia dorada de La Caleta, ahora amenizada con la presencia de Angustias, era Mani el único hombre de la casa.
Los primeros días tras la fuga de Angustias, él y su madre habían tenido que resistir con estoicismo los interrogatorios de los guardias y los escándalos que Bernarda y Gustavo, primero por separado y luego en conjunto, organizaron en el patio del corralón, gritando que Paula era igual que el brujo de una tribu de salvajes. Pero las cosas se iban serenando; los guardias tenían demasiado que hacer para ocuparse de una desaparición y cambiaron el interés inicial por sarcasmos a causa de la insistencia de Bernarda. Gustavo echaba a correr tras Mani cada vez que lo veía pasar, tratando de atraparlo para hacerle confesar; como el muchacho siempre conseguía escabullirse, el barbero se paraba a gritarle de lejos palabras escalofriantes, pero ya no iba al corralón de Las Dos Puertas a insultar a Paula. Bernarda también le había abordado en cuatro ocasiones, aunque sin amenazas ni insultos, y ante la resistencia de Mani, desistió. Serafín había vuelto a esfumarse, a pesar de lo cual Mani se acostumbró a mirar atrás cada tres pasos, no sólo cuando iba a La Caleta, sino siempre.
Esa tarde de viernes, Concha la Chata subió a ayudar a Paula a planchar por primera vez la cola del vestido nupcial, porque al día siguiente iba a probárselo Ana por enésima vez. Cuando entró Concha, Mani se encontraba con el torso desnudo, de rodillas, con la cabeza medio sumergida en la palangana colocada sobre una silla, lavándose el pelo.
-Me están entrando ganas de vestirme de mantilla -dijo Concha-, pero... no sé, Paula. La gente tiene tan mala lengua...
-A mí me parece muy requetebién que salga la Expiración -dijo Paula- y que vayan mantillas a millares. ¿No te acuerdas de lo bonitas que son las procesiones? Concha, anímate.
Sin dejar de hablar, Concha fue acercándose a Mani y le puso la mano en la espalda.
-Osú, Mani; te has echao demasiao jabón. Deja que te enjuague.
Mani no quería que su madre se oliera que había nada inconfesable entre él y la vecina, y por ello no mostró resistencia. Concha le enjuagó la cabeza y el cuello pero, fingiendo casualidad, le pasó la mano por los hombros y el pecho sin parar de elogiar la blancura y la suavidad de su piel. El abultamiento del pantalón iba a ponerle en evidencia.
-¡Hay que ver cómo estás de grande, Mani! Ya tienes otro hombre más en casa, ¿eh, Paula? A falta de pan...
Mientras Concha se empeñaba en secarle, Mani se dio cuenta de que ya era más alto que ella, a diferencia de la noche de los ajos. Manteníase muy delgado, cosa que Paula lamentaba a diario, pero, sin embargo, vio en los ojos de Concha algo que nunca había visto en los encuentros de su cuarto; la mirada que le recorría de abajo arriba y la lengua que se mojaba los labios significaban exactamente lo que parecían. Salió sin abrocharse la camisa ni meterse los faldones en el pantalón, para disimular la erección. Esa noche, cuando tuvo que acompañar a Inma a su casa porque ya eran las diez, propuso al Templao salir a dar una vuelta.
-¿Has estao con una puta, Guaqui? -le preguntó cuando echaron a andar.
-A ver si te crees que yo soy san Juan evangelista o que voy a meterme a cura como tu Ricardo. Con lo difíciles que son las gachís del barrio, voy cuando consigo dinero, o sea, cá vez que llueven bellotas, y por eso voy derramando el queso a toas horas; ¿por qué?
-¿Cuánto cuesta?
-¡Mani! No me digas... No creo que te dejen entrar en una casa de trato, porque aunque ya eres casi igual que yo de alto, hueles a infante que apestas. Y, como pareces una anguila, tendrás una picha de pajarito y la puta se hartaría de reír.
-Tú no te agaches mucho delante de mí, no sea que te lleves un disgusto.
El Templao rió a carcajadas. Tras reír con él, Mani dijo:
-Te lo preguntaba por curiosidad, porque yo tengo mis desahogos.
-¡Mani! Como le estés metiendo mano a mi Inma, te voy a capar.
-¿Qué bestia eres! ¿Cómo voy a meterle mano a la Inma? Tengo buena despensa.
-Será que tienes una mano mu habilidosa...
-¡Una mierda! Bueno, también... pero... ¿quieres que te demuestre que la he metío en caliente más veces que tú?
Mientras el Templao le miraba con su gesto característico de encoger los párpados como si estuviera a punto de soltar un sarcasmo, Mani hizo un resumen de su relación con Concha la Chata. Como no le creyó, acordaron que vigilara escondido en la escalera cuando Mani llamó a la puerta de Concha, que abrió en seguida y le sonrió como si hubiera estado esperándole. A pesar de su bravuconada ante el Templao, la cosa no había pasado nunca de tocamientos y revolcones y era ella quien llevaba la iniciativa. Palpaba su cuerpo mientras Mani permanecía más sometido que dominante y sin desnudarse del todo. Pero esa tarde, mientras le enjuagaba la cabeza, sin duda Concha había sufrido una alucinación, porque ahora cerró la puerta de golpe y comenzó a desabrocharle el pantalón con codicia. Contempló con expresión tierna el pene erecto y se recostó con la blusa abierta, invitando con un gesto de abandono al muchacho a que la desvistiera. Si alguna vez se hubiera planteado penetrarla, creía que hubiera desechado la idea con la convicción de que no sería capaz, pero ella se lo estaba imponiendo con sus ademanes y con los desplazamientos bajo su cuerpo. Mani sintió que estaba preparado, listo para entrar sin miedo al fracaso, pero en ese instante sonaron golpes insistentes en la puerta. La voz del Templao fue un jarro de agua helada:
-¡Mani, corre, que tu Paco te anda buscando! Ha pasao una cosa malísima.
A Mani le turbó la mirada de Concha, furiosa porque el Templao supiera que estaba con ella y por el temor a que corrieran chismes de que andaba seduciendo a los menores del vecindario. Se vistieron deprisa y ella sostuvo la puerta para empujarle fuera.
-¿Qué ha pasao? -preguntó mientras corría tras el Templao sin saber adónde.
Notó que su amigo no podía responderle ahogado por las risas. Al comprender que había sido víctima de una broma, se lanzó hacia su espalda para tratar de tumbarlo, pero el Templao eludió el golpe.
-Eres un mariconazo y un mal amigo -gritó Mani, desencajado, mientras el Templao se sujetaba el vientre para aliviar los espasmos de la risa- Eres un cabrón hijoputa aunque tu madre sea la más santa, y me has hecho quedar en ridículo.
-¿En ridículo?, ¡qué va!, te he salvao. Imagina lo que habría pasao cuando la pobre Concha descubriera que tienes la pichita como un zorzal.
Mani le dio un puntapié en la espinilla. Aunque sin duda tuvo que dolerle, siguió riendo; tenía en la mano la mitad de una chirimoya que había estado mordisqueando; la aplastó sobre el pelo de Mani sin ira, como si necesitara un motivo más para reír al ver la cabeza embadurnada de pegajosa pulpa blanca. Se apartó un poco y, apoyado contra la pared, se puso a dar patadas al aire convulsionado por la risa. Mani sintió un acuciante afán de castigarle; tenía que vencer la solidez de muralla que se alzaba ante él burlona y desdeñosa; se puso a golpear como en trance, lanzando puntapiés y puñetazos pero, sin dejar de reír, el Templao se limitó a contenerle sin mostrar la menor intención de devolver golpes. El brazo con que frenaba a su amigo era un ariete. Los golpes de Mani al aire se tornaron desesperados, porque ansiaba encontrar un punto donde causarle dolor y castigar su indiferencia por la superioridad física, hasta que, incapaz de hallarlo, mientras el Templao le sujetaba por los hombros entre carcajadas, lanzó un rodillazo contra su entrepierna.
El Templao se encogió con mirada incrédula y las manos sobre el punto golpeado, babeando y con la respiración suspendida. Mani notó que en sus pupilas había más dolor que en sus genitales y que se clavava las uñas para no hundirle la calavera de un puñetazo. Le miró como si estuviese muy lejos antes de echar a andar en silencio, alejándose como si hubiera desaparecido toda conexión entre ellos. De pronto, a Mani le alcanzó como un rayo la comprensión de que su sentido del humor carecía de sintonía con el del Templao y con el del vecindario; esa constatación le desagradó, no sólo porque no quería ser diferente, sino porque el Templao era para él un modelo más emulable que sus hermanos; se había pavoneado ante los muchachos de su edad por su favor, había gozado por su mediación de la ilusión de traspasar el umbral que le separaba del mundo de los adultos, le utilizaba para apropiarse, por ósmosis, de su fuerza. Descubrió que no sabía nada de sus sentimientos, que hasta había dudado que los tuviera. Le vio andar encogido y sintió un nudo en el corazón. Tendió la mano para tocarle el hombro, pero el Templao rechazó violentamente el contacto.
-Déjame. El que con niños se acuesta cagao amanece. Me has llenao de mierda, mamón.
-Perdóname, Guaqui, por favor. Yo no he querío hacerte daño.
-¿Daño a mí?, ¡vamos, anda! Mocoso de mierda...
El Templao fue calle Ollerías abajo lentamente, dejándose ir sin rumbo en busca de alivio, encogidas las piernas con evidente temor a causarse a sí mismo aún mayor dolor. Mani estaba conmocionado. Decidió serenarse para intentar reagrupar los fragmentos del afecto que veía desistegrarse. Notando su proximidad, el Templao hizo un esfuerzo de superación del dolor y apresuró el paso para dejarlo atrás. Comenzaba a llover, pero ninguno de los dos lo advirtió. Caminaron largo rato, el Templao delante y Mani detrás, hasta abandonar el barrio. Daba la impresión de que el héroe que todos los adolescentes deseaban emular quisiera evitar que sus conocidos lo viera cojear de dolor. Las calles del centro se hallaban desiertas porque la lluvia arreciaba, disolviendo los rastros de sangre seca y los escombros de los asaltos, y brillaban los adoquines en los que se reflejaban las escasas luces, lo que proporcionaba al paisaje urbano la apariencia de una urbe normal. Para resguardarse, el Templao se refugió en un portal de la calle Santa María, apoyada la espalda contra el portalón cerrado.
-¿Te vas a quedar ahí, mojándote? -le preguntó a Mani varios minutos más tarde, al verlo irresoluto en mitad de la calle bajo el chaparrón.
Permanecieron más de diez minutos en silencio. Mani lo miraba de reojo, sin saber qué hacer. El Templao permanecía con la barbilla alzada apretando las mandíbulas, de modo que el mentón parecía el de un boxeador jactancioso. Mani recordó que cuando iba todas las tardes encabezando el desfile de su pandilla, cosa que ya no hacía casi nunca, reunía a sus amigos llamándolos con un silbido característico. Como lo había seguido tantas veces para conseguir su favor, recordaba con claridad las notas del silbido y ahora lo imitó. El Templao giró la cabeza con sorpresa. Mani sonrió con un gesto en solicitud de disculpas y el Templao sonrió también.
-Me has pegao mu fuerte, majarón.
-Perdona, Guaqui. He perdío la cabeza y como uno llega a convencerse de que a ti nunca te duele ná, con las palizas tremendas que te han dao...
-Hay sitios y sitios, joé. Mira, como vamos a ser cuñaos y seguramente no nos perderemos de vista en la vida, si volviéramos a pelearnos no se te ocurra nunca más pegarme en los huevos, porque he estao a pique de desfigurarte la cara.
-Cuando me rechazabas me ha dao una angustia...
El Templao le sacudió el pelo para quitarle los restos del empegostamiento de chirimoya, que la lluvia había borrado a medias, y luego le echó el brazo por los hombros.
-Te quiero demasiao pa echarte de mi vera.
-Yo también -confesó Mani con pasmo, porque hasta ese momento no sabía que lo quisiera. Como tal descubrimiento requería de reflexión, añadió: -¿Nos vamos pal barrio?
-Espera -dijo entre dientes el Templao señalando hacia la bocana de la calle-. Fíjate qué cuadro.
La calle de Santa María era muy angosta. Con la débil luz que llegaba desde la plaza de la Constitución, el portal que les resguardaba se hallaba totalmente a oscuras y podían ver sin ser vistos. Bajo el contraluz de la cortina de lluvia, Serafín llegaba hacia donde se encontraban; vestía su uniforme con las mangas remangadas a pesar del chaparrón que salpicaba de barro sus botas, relucientes sólo en las cañas, y sus pantalones de jinete de película. Caminaba despacio con pasos marciales, alzando hasta la horizontal la punta de los pies con las manos pegadas a los muslos. Saltaban olas de salpicaduras de los charcos cada vez que daba uno de aquellos extraños pasos con las piernas rígidas. Mani estuvo a punto de soltar una carcajada, pero el Templao le tapó la boca:
-Ten cuidao; lleva la pistola al cinto.
Serafín pasó ante ellos de perfil, con la mirada al frente, absorto en su ordalía como si estuviese bajo el efecto de la hipnosis o de una droga poderosa y, mientras se alejaba hacia la catedral, Mani contuvo una exclamación. Murmuró:
-Mira lo que lleva anudao al brazo, Guaqui.
-Sí, un trapo blanco.
-No es trapo blanco. Hace más de un mes que veo el vestido de novia de la Ana cuando me acuesto y cuando me levanto, cuando como y cuando... Es un pedazo del volante de la falda y lo llevará como trofeo de otra de las suyas.
-¿Estás seguro?
-Echa a correr. Mi madre está sola, porque mis hermanos andan desperdigaos por ahí.
Llegaron al corralón de Las Dos Puertas sin aliento. La puerta de la vivienda no estaba entornada del todo; dentro, silencio y oscuridad. Había pasado ya la medianoche y Paula no acostumbraba salir a esas horas. Mani no tuvo más tiempo de hacerse preguntas, pues al girar la llave de la luz vio la enormidad del destrozo. Los abundantes libros y pasquines de Paco, los folletos sindicales de Antonio y el contenido