sábado, 24 de julio de 2010
EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Capítulo 4
4
El paisaje era espléndido, un hogar precioso que los dioses habían otorgado generosamente a su clan, pero esa tarde podía gozarlo sólo porque lo conocía de memoria.
El druida Galaaz contaba cerca de cien años, y aún así conservaba la visión más aguda de que hubiera noticia entre los habitantes del bosque. Su pueblo creía que era un don otorgado por la madre Dana, pero él sabía que se trataba sólo de buenos ojos, muy sanos y perspicaces, que siempre habían sido especiales y que toda su vida había cuidado con esmero utilizando las fórmulas que todo buen druida debía conocer. Le gustaba contemplar el mundo desde ese lugar, el viejo castro de los ancestros del pueblo celta que los invasores cristianos llamaban “Santa Tecla”. Hacía muchas generaciones que habían dejado de habitarlo, porque exiliarse a las profundidades del bosque era mucho más seguro dadas las circunstancias. Una especie de nostalgia atávica le inclinaba a pasar varias horas a diario en ese mirador privilegiado, desde donde el mar parecía cristal liso y el río, a su izquierda, era una formidable morada de la diosa. Ese día, la niebla había alzado un velo demasiado tupido, a través del cual veía más la imaginación que la mirada.
-Ved, señor –dijo Lugaro-. Alguien ha vuelto a construir una cabaña redonda.
-¿Estás seguro? La niebla lo tapa todo.
-Bueno, señor. No es que la vea… exactamente. Pero la vi esta mañana, cuando me mandasteis a recoger caléndulas, y sé que está ahí, en el primer muro circular de esta parte del castro. Ahora, si fuerzo la vista, creo que la veo. O su silueta, como una mancha gris en la muralla de niebla.
-¿Tienes idea de quién pueda haberla levantado?
-No, señor.
-¿Crees que será uno de los nuestros?
-Por la forma de construirla, yo diría que sí. Es una cabaña celta, sin duda; no es tosca ni retorcida como las de los cristianos de la playa, sino que su constructor ha seleccionado muy bien los troncos, todos iguales, y también las trancas para los remates. El techo de ramas y bálago es el más regular que he visto nunca.
-Porque has visto pocos, Lugaro. Cuando yo era niño ya no vivíamos habitualmente en el castro, pero muchos de los nuestros mantenían casas magníficas ocupando casi todos los círculos de piedra. Había dejado de ser seguro vivir permanentemente aquí, pero algunos celtas gustaban de pasar largas temporadas del verano frente a la majestuosidad de este paisaje.
-También esa costumbre ha muerto.
La voz del ayudante del druida sonó casi como un quejido. Galaaz suspiró antes de comentar:
-¿Sabes, Lugaro? Yo no estoy seguro del todo de que vivir camuflados en el bosque sea una vida honorable. Es como si nos avergonzáramos de ser lo que somos. En realidad, nos escondemos verdaderamente aunque nos cueste aceptarlo. Pero esta tierra es nuestra hace más de dos mil años. Resulta muy triste considerar que tenemos que ocultarnos ante unos recién llegados cuyas costumbres son tan bárbaras como su aspecto. Nos llaman brujos como si esa palabra fuese la peor de las ofensas, porque no conocen su significado ni la profundidad de la ciencia que entraña. Cuando me entero de que han agredido a una de nuestras mujeres con la cobardía con que ellos hacen tales barbaridades, el corazón me sangra, Lugaro, y aunque debería sentir compasión de su ignorancia, no lo consigo. Sus insultos y agresiones nos están empujando más y más a lo profundo del bosque, cada vez a lugares más inaccesibles.
-¿Deberíamos combatirlos?
Galaaz cabeceó de un modo que el criado no fue capaz de discernir si había asentido o negado.
-En el pasado –respondió Galaaz-, los demás pueblos nos consideraban a los celtas los guerreros más fieros del universo. Desde Galacia a Hibernia, desde Valaquia a Galia, desde Helvecia a Hiperbórea, hemos tenido fama de feroces. Pero ahora y aquí no estamos en condiciones de combatir. Nuestra única posibilidad de sobrevivir en esta tierra es la discreción en la que nuestro clan lleva varios siglos aposentado. Nos están exterminando, Lugaro, y la diosa no me da respuestas claras de qué debo hacer. Presiento que está muy enojada conmigo, porque aún no he comenzado a instruir a mi sucesor.
-¿Ya habéis elegido uno?
-Ese es el problema, Lugaro. ¿A quién crees tú que podría elegir en las circunstancias que vivimos? Hay pocos jóvenes con nosotros. Los niños demasiado niños no pueden ser iniciados y los viejos demasiado viejos no son capaces de superar la iniciación.
El sirviente se encogió de hombros con desaliento.
Realmente, se trataba de una elección muy difícil. Era verdad que el poblado celta camuflado con el bosque permanecía habitado mayoritariamente por viejos y niños. Muchos hombres jóvenes estaban desertando no sólo del lugar, sino también de su cultura y costumbres. Se disfrazaban con las vestimentas pardas de los invasores, trataban de difuminarse entre los prósperos y crecientes poblados cristianos, que se multiplicaban de año en año. De temporada en temporada disminuía la edad a la que los muchachos celtas desertaban del clan.
-Cada vez huyen más jóvenes, Lugaro. Ahí tienes a Conall, que dicen que ya, a los dieciséis años, quiere abandonarnos. ¿Cómo voy a elegir a un aprendiz de druida que antes de acabar su formación pudiera desaparecer? Cuando mi abuelo me eligió a mí, había una generación de jóvenes soñando con ser druidas. Todavía cuando nuestro buen Tito alcanzó su categoría de bardo, eran muy numerosos los jóvenes aspirantes. Ahora, sin embargo, la elección es difícil no por la abundancia de aspirantes, sino porque nadie aspira ya a este inmenso honor.
-¿Cómo hemos llegado a esta situación, señor?
-Hace mil años que nos sentenciaron, Lugaro. Habíamos convivido a lo ancho y largo de Europa con culturas innumerables sin dejar de ser nosotros mismos en todo el continente, conservando nuestros dioses, nuestro modo de vivir y nuestra lengua. Pero el Imperio Romano odiaba las diferencias. No solamente trataba de someter a los pueblos, sino que pretendía que todos se convirtieran en romanos. Y lo consiguieron, Lugaro. Llevaron su afán uniformador al máximo del paroxismo, porque la única alternativa que ofrecían era el exterminio. O te convertías en romano o te masacraban. Con nosotros no pudieron en media Hispania, en la Galia profunda, en Hibernia y en otros lugares diseminados por lo más recóndito de los bosques de todo el continente y, como consecuencia, somos verdaderos espectros. Y desde el hundimiento del Imperio Romano, los vencedores que lo combatían han acabado adoptando su mismo proceder. Hemos podido sobrevivir al precio de ser casi invisibles y de quedar incomunicados los clanes, sin apenas noticias los unos de los otros. Durante mi iniciación, recorrí como sabes gran parte de la Hispania y, como recordarás, encontramos muy pocos clanes que, además, resultaban a veces irreconocibles de tanto como habían mimetizado a los pueblos hostiles que los acosaban.
-Señor…
Galaaz llevaba todo el día notando que su fiel sirviente quería decirle algo sin acabar de decidirse.
-Dime, Lugaro. Aquí nadie te va a oír y si lo que dices no me gusta, yo fingiré no haberlo escuchado.
-Es que… esta mañana, cuando mandabais a vuestra nieta Divea…
-No es mi nieta. Es hija de mi nieta.
-Perdonad, señor, mi equivocación, pero ya sabéis que el clan suele llamarla vuestra “nieta”. Pues bien, cuando mandabais a Divea en busca de hierbas, notando su aplicación para nombrarlas sin error, enumerarlas y establecer el plan y las prioridades de recolección, se me ocurrió preguntarme si…
-Habla de una vez, Lugaro. Comienzas a enojarme con tus vacilaciones.
-¿No os parece que Divea sería la mejor cualificada para convertirse en druidesa del clan, señor?
Galaaz sintió que subía a sus pómulos algo de rubor. La idea de instruir a Divea le había asaltado últimamente con frecuencia. Más por el parentesco y juventud que por el hecho de ser mujer, venía desechando ese pensamiento que cada día era más insistente. Había que iniciar la formación druídica muy pronto, antes de que la demencia transitoria de la adolescencia pervirtiera el toque de la diosa de modo irremediable. Divea se encontraba justo en esa frontera, pero él estaba obligado a resistir el impulso de pensar en esa hermosa muchacha como sucesora. De un lado, temía mostrar ante su pueblo un favoritismo hacia su familia que nadie había practicado jamás entre los celtas. Por otro lado, una de las reglas para la designación de alumnos druídicos exigía tener en cuenta la armonía o desarmonía de los tres seres de cada individuo, consistentes en lo que cada uno opinaba de sí mismo, lo que opinaban los demás y lo que en el fondo de su espíritu era en realidad. ¿Cómo podía conciliar el ser de la opinión del clan con el de la visión que Divea tenía de sí misma y lo que pudiera ser en esencia, cuestión que él aún no había entrado a dilucidar? Era la diosa quien tocaba la frente del elegido y los celtas sólo tenían que descubrir el signo y acatarlo. Pero ¿y si no había descubierto todavía la esencia verdadera de Divea, y su toque divino, precisamente porque la muchacha era sangre de su sangre y sólo tenía catorce años? Catorce años, una edad a la que él llevaba ya varios preparándose, porque el clan en pleno descubrió el signo en su frente cuando sólo contaba cuatro. Por seriedad, rigor, laboriosidad, carisma y disposición, Divea merecía el honor. Y en resumidas cuentas, no había dudas de que en su clan era la persona que mejor conocía los rudimentos físicos del druidismo.
-¿Hablas en serio, Lugaro? –preguntó Galaaz, sinceramente confuso- ¿Sabes a lo que yo me arriesgaría si favoreciera a un pariente mío sin merecerlo?
-Ella posee el toque, señor. Vos, que sois el más capacitado para descubrirlo, no queréis verlo porque es vuestra… bisnieta. Pero hace casi un año que se comenta en el bosque que Divea ha sido tocada por la diosa. Algunas de sus amigas cuentan cosas que sólo pueden significar eso.
-¿Qué cosas, Lugaro?
-Los animales no temen su mirada, señor. Las bestias la rehuyen o se amansan y postran ante ella. Todas las muchachas lo comentan con pasmo. Hace poco, el bardo Tito comentó que se dan en ella las tres claves del conocimiento: saber, osar y callar. Sabe mucho, como comprobé esta mañana cuando relacionaba las especies de vuestro encargo; es valiente, pues se asegura que no teme ni a lo más recóndito y oscuro del bosque; y, como todos sabemos sobradamente, es tan discreta y firme como los robles milenarios. Tal vez nos ciega su hermosura, que de tanto deslumbrarnos nos impide ver la luz que refulge en su pecho, señor.
Galaaz apretó los labios. Formar a un druida tomaba antaño más de quince años, pero Divea llevaba toda su vida en contacto con las nociones fundamentales del druidismo. Era posible que la muchacha hubiera desarrollado facultades sin él apreciarlo y que, gracias a la modestia de su carácter, se hubiera guardado muy bien de vanagloriarse. Pero al druida no le estaba permitido pasar por alto cuestiones tan graves como el toque de la diosa. ¿Había omitido apreciar lo que tenía dentro de su propia casa? ¿Estarían perdiendo agudeza sus ojos?