sábado, 17 de julio de 2010

EL OCASO DE LOS DRUIDAS, desde el comienzo hasta el capítulo 3

EL OCASO DE LOS DRUIDAS
Luis Melero

Los celtas han vuelto a escena con gran ímpetu.
Puede que se deba a la fascinación que evoca
una cultura lejana, cuyas influencias
han sobrevivido al transcurso del tiempo.

Elena Percivaldi
CELTAS, UNA CIVILIZACIÓN EUROPEA


ÍNDICE

PRÓLOGO El edén estaba aquí…………………………..página 3
PRIMER LIBRO Castro de Santa Tecla. La elección…..…página 5
SEGUNDO LIBRO De los astures a los galos……………..página
TERCER LIBRO Con los anglos………………………......página
CUARTO LIBRO Entre galeses e hiberneses……………..página
QUINTO LIBRO Las dudas del retorno…………………..página
Datos y fuentes consultadas…...…………………… .. página




EL OCASO DE LOS DRUIDAS
Novela de Luis Melero


PRÓLOGO
El edén estaba aquí
Europa posee las grandes manifestaciones artísticas más antiguas producidas por seres humanos. Las cuevas de Altamira y Lascaux, en España y Francia, han sido llamadas con razón “Capillas Sixtinas prehistóricas” y fueron pintadas más de diez mil años antes de la construcción de las pirámides de Egipto. Los increíbles megalitos europeos como Menga en Málaga, Carnac en Francia, o Stonehenge en Inglaterra, son tal vez los monumentos más antiguos de la Humanidad, anteriores a las pirámides y los zigurats.
La civilización celta, aunque posterior a los constructores de dólmenes y menhires, fue durante más de dos milenios una especie de Comunidad Europea desde Finlandia a España y desde Turquía a Irlanda, un fraternal reino de reinos que compartían signos, dioses, sentido de la vida y, probablemente, lengua. Una realidad continental que, pese a los afanes de Bruselas y Estrasburgo, todavía nos costará varias generaciones restaurar del todo. Esa civilización, amante de la Naturaleza y practicante ferviente de la armonía de los hombres con su medio, debió de alcanzar conocimientos muy profundos de física y química, y su cultura era lo bastante funcional como para que clanes muy distantes en el tiempo y el espacio la conservasen durante muchos siglos.
Pero agonizó lentamente a lo largo de más de un milenio, bajo la presión de los invasores orientales (fenicios/cartagineses y griegos/persas) y el Imperio Romano. Finalmente, fue diluyéndose en el olvido en un continente a medias cristiano y a medias musulmán, cuyos practicantes más fervientes, en rara sintonía, perseguían y aplastaban toda manifestación de conocimiento que repugnase a quienes tan pocos conocimientos poseían.
Como, según el tópico, la Historia la cuentan los vencedores, los europeos actuales apenas recordamos ni reconocemos nuestro verdadero origen cultural común, el celta, mucho más determinante que el fenicio, el griego o el latino en nuestros modos y maneras generales, y en el entendimiento paneuropeo de la vida. Tan grande es nuestro olvido, que la ciencia seria no emprende estudios profundos, a escala continental, que pudieran encontrar explicación al misterio de una civilización tan extensa y homogénea en épocas de tan difíciles comunicaciones, para restablecer un mínimo de nuestra memoria colectiva, deliberadamente eclipsada no se sabe bien por qué o por quién. Nadie explica de manera razonable, por ejemplo, la existencia de topónimos como GALicia, GALacia, GALia, y GALes, todos con significación celta comprobada, en lugares tan distantes como Turquía y Gran Bretaña.
El espíritu celta y manifestaciones abrumadoras de su cultura y sentido de la vida han pervivido en las tradiciones, el folclore, la música, los rastros arquitectónicos y hermosos objetos de orfebrería. Y además, está impregnada de celtismo toda una tradición literaria que llega prácticamente hasta el presente. Sin pensar en su origen celta común, difícilmente se podría comprender el espíritu ecológico y de comunión con la Naturaleza que satura los relatos de los hermanos Grimm (alemanes), Giovanni Bocaccio (italiano), Hans Christian Andersen (danés), Charles Perrault (francés), Lewis Carroll (inglés) o Jonathan Swift (irlandés) e inclusive los fabulistas españoles Félix María Samaniego y Juan Eugenio Hartzenbusch. Sin considerar nuestros orígenes celtas, resultaría inimaginable el surgimiento en la Europa judeocristiana de ideas como las de Jean-Jacques Rousseau (suizo).
Aceptamos como un dogma haber sido “civilizados” por Sumer y otras naciones orientales, como si lo que antes existía en el continente fuese tan sólo un hatajo de salvajes infrahumanos, bárbaros, brutos e incapaces de crear arte, belleza ni cultura, lo que es contradicho clamorosamente por los numerosos rastros, tan superficialmente investigados, que dejaron los celtas y que incluyen la que es probable que sea la más antigua forma de escritura alfabética, a pesar de que un tabú religioso les impedía escribir sus leyendas e historia, lo que es una de las causas de nuestro olvido. En esta cuestión tan crucial, la ciencia ha dejado en manos de desvaríos especulativos la investigación de algo que nos concierne a todos los europeos, un patrimonio comunitario que tenemos derecho a conocer con profundidad y sin frivolidades.
Europa experimentó un tiempo en que los celtas manteníamos con la Naturaleza una alianza mutuamente provechosa. Entonces, el Edén estaba aquí.
Con todo el espíritu celta de que he conseguido imbuirme en lugares que amo intensamente, narro a continuación una aventura que pudo suceder.







El ocaso de los druidas
PRIMER LIBRO
Castro de Santa Tecla. La elección
1
Más allá de tres o cuatro brazas, era imposible ver nada. La niebla había posado sobre la mar rizos como guedejas de algodón, unos mechones blancos inmóviles, acariciados con suavidad por el paso leve de la barcaza. Los hombres se deslizaban sigilosos y alelados, temiendo despertar a los monstruos de las profundidades.
Aunque casi todos eran marineros avezados y supervivientes de horribles temporales, la cortina de niebla les sobrecogía y por ello los nueve permanecían en silencio, seis en los remos, uno al timón y dos con las artes de pesca preparadas para echarlas en cuanto encontrasen un lugar propicio, cualquiera de los caladeros conocidos que la tradición había transmitido de padres a hijos. Pero no conseguían orientarse con los puntos habituales de referencia borrados por la niebla. La punta rocosa que semejaba el pico de un águila; el carvallo que asomaba sobre el acantilado, retorcido por las tormentas; las ruinas del castro de Santa Tecla en el extremo sur, flanqueando la desembocadura del río; la gran cabaña cuadrangular que era su refugio en la playa, el almacén donde guardaban las redes y, con frecuencia, la alcoba de su solaz.
En esos momentos de escalofrío, no había nada que sus ojos avizores y expertos pudieran distinguir más que el blanco grisáceo que todo lo velaba, como si hubiesen inundado el mundo de leche.
La vela izada y desplegada del todo no les servía para avanzar en la calma chicha, de modo que los remeros sudaban con las manos rotas, bogando afanosos aunque no tenían claro el rumbo. Cada vez que los seis remos rompían la quietud del mar, sonaba el chapoteo de las palas con la sincronía perfecta de quienes no tenían nada más en que pensar.
El timonel murmuró sin dirigirse a nadie en particular:
-Esto ha de ser el limbo entre el cielo y la tierra, del que hablaba el otro día el anacoreta de la Cova do Mar.
Lo dijo muy bajo, pero su voz sonó como un graznido que rompió el tenso silencio de la espera vigilante de una presa. Algo que aunque no les alimentase, les aliviara al menos el desasosiego.
-Tiene que ser cosa de brujería –dijo el primer remero de estribor, volviendo un poco la cabeza hacia babor.
Aunque no lo había mencionado, todos en la barca comprendieron la alusión. El que había hablado y otros cuatro giraron la cabeza hacia el tercero de los remeros de babor, un joven forzudo, todavía adolescente, que no era natural del poblado del que los demás provenían. Ese muchacho de cabello amarillo y ojos de mar era un ser diferente, probablemente con necesidades, miedos y victorias distintas de la gente normal. Lo habían aceptado en la tripulación porque les faltaba un par de brazos, pero desde el primer día sentían su compañía como una presencia inquietante, a ratos perturbadora y llena de malos presagios.
Los habitantes del bosque pertenecían a otra raza, a otro dios y a otra manera de entender la vida. Eran seres misteriosos, capaces de hechizar a las personas con los ojos y de transmutar las piedras en cualquier materia que necesitasen. Hablaban con los pozos y los veneros, invocaban a diosas impúdicas que recorrían sus sueños y encantamientos completamente desnudas, sedientas de la sangre inocente de niños que debían serles sacrificados cada vez que se enfurecían. Por la inspiración de sus diosas como demonios, esa gente indescifrable del bosque fabricaba elixires que les proporcionaban vigor de titanes, y otros que sometían a sus caprichos a cualquier forastero temerario que se dejase seducir.
Nadie de la aldea pescadora de la playa se aventuraba jamás por lo más intrincado del bosque. Cuando necesitaban atravesarlo, lo hacían en grupo y por caminos hollados durante generaciones en todo el tiempo que abarcaba su memoria.
Si Conall fuese un adulto, no lo habrían aceptado en el barco. Su juventud había servido a medias como garantía de que no era temible, aunque no las tenían todas consigo. Si los seres del bosque poseían facultades prodigiosas, ¿sería indispensable haber alcanzado la edad adulta para servirse de ellas? ¿No era, en el fondo, tan temible un niño celta como el más sibilino y fuerte de sus hombres?
Conall fingió no enterarse de las alusiones.
Continuó remando, impasible sólo en apariencia, porque siempre que oía esa clase de comidillas se le desataba un vendaval en el pecho. La vida en el bosque había llegado al ocaso, todo su pueblo arrastraba una existencia crepuscular sin apenas esperanzas ni aliento. ¿Qué otra cosa podía hacer un joven ambicioso como él, sino tratar de adaptarse a los tiempos? Los acontecimientos de las últimas generaciones habían recluido a los celtas al margen del camino por donde avanzaba el mundo. Ya no les quedaba más que ser espectadores de los nuevos tiempos y morir. La única manera de salvarse era diluirse en las nuevas costumbres y estilos de vida. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de interesante vivir camuflado entre árboles y matorrales, fundidos con el paisaje y mudos para no ser acosados ni exterminados? ¿Qué ventajas presentaba esa clase de vida para un muchacho a quien le quedaba toda una vida por vivir sin renunciar a sus ambiciones? Poderosas ambiciones intactas, fuesen cuales fueran sus circunstancias. Mejor sería que los pocos supervivientes del clan que aún languidecían en el bosque se diluyeran en las prósperas comunidades del litoral, confundiéndose con ellos y aceptando sus dioses, su lengua y sus costumbres. Él y los suyos necesitaban acabar con los druidas vestidos de blanco, que eran quienes se oponían con ferocidad suicida a la realidad del mundo presente; tenían que ignorarlos para someterse a continuación a los monjes vestidos de negro que habían comenzado a apropiarse de parcelas limítrofes del bosque, mediante el recurso de talar los árboles y quemar la vegetación. En los espacios conquistados, desterraban toda la vida a fin de vivir ellos según sus costumbres.
Un vago sentimiento de trasgresión le hizo temer que la diosa se dispusiera a castigarle, porque en ese momento, sin transición, se desató un temporal tan espantoso como una maldición divina. La niebla fue disuelta en pocos instantes y en su lugar les envolvieron olas como montañas verdinegras.
-A éste, habría que mandarlo de nuevo a su bosque embrujado –dijo el timonel, señalando sin recato a Conall con el hombro-. El señor Yago nos va a castigar por darle cobijo y sustento.
Nadie respondió, pero tampoco le contradijeron.
Angustiado por el bamboleo que estremecía el navío, Conall resolvió que si lograba poner pie en tierra de nuevo tendría que encontrar con urgencia una solución para su vida.









2
La túnica era leve, semejante a un sayo carente de ampulosidad y sólo le cubría hasta media pierna, pero se enganchaba a las zarzas a cada paso, porque no era fácil desplazarse a través de la densa vegetación del alisar bajo la luz difusa de la semipenumbra permanente del bosque, luz casi eclipsada por la niebla. Para colmo, tenía que evitar que sus pies resbalaran en el musgo cada vez que un sobresalto la obligaba a dar un respingo. No eran los bramidos de las bestias lo que alteraba la concentración de Divea, sino otras clases de sonidos, como el gemido de los urogallos, que en ocasiones le parecían lamentos de personas sufrientes.
A pesar de todo, los ojos de Divea eran capaces de localizar las hierbas, que Galaaz le había encargado, entre los líquenes y las gotas copiosas que la niebla depositaba en las hojas, en las agujas de los pinos y en las flores. A lo largo del tronco de los árboles llegaban a ser hilillos de agua que caían mansamente hacia el manto de limo y los macizos de helechos que alfombraban el bosque, perdiéndose entre los hongos, las procesiones de hormigas, los escarabajos y los coloristas arbustos de rododendros recién florecidos. En algunos casos, más que encontrarlas parecía que las hierbas la encontrasen a ella, porque cuando pasaba de largo sin advertir la cercanía de una especie importante de la lista de Galaaz, algo en su interior se conmovía, como si un ser inmaterial la llamase desde otra dimensión y un impulso difícil de resistir la obligara a acercarse al rincón concreto donde tal especie abundaba, aunque ya lo hubiera dejado atrás. De cualquier modo, llevaba desde el comienzo de la exploración un ramito de xesta sujeto al pelo, porque esa planta de flores amarillas era un conjuro infalible contra los malos espíritus y una buena baza para favorecer la inspiración y el sentido común.
Según iba eligiendo y atando los pequeños haces, el cesto enganchado a su brazo izquierdo comenzaba a pesar mucho. Ella era tan fuerte como todos los miembros de su clan, gente robustecida por la Naturaleza que en el bosque era sustento y hogar, pero sólo tenía catorce años y ese cesto había sido trenzado para el brazo de un adulto. Sin embargo, no quería volver al mirador del castro, donde Galaaz pasaba la mayor parte de su tiempo, sin completar el pedido de su amado bisabuelo, y decidió seguir. Galaaz ya no era capaz de andar y el fiel Lugaro tenía que transportarlo en una carretilla que había construido con tablas de pino y tronquitos de aliso. No podía decepcionarle, a pesar de que las sombras crecían entre la maleza y la maraña de bejucos colgados de los árboles. El día iba decayendo entre tinieblas que comenzaban a parecerle corpóreas, como si seres amenazadores la acechasen embozados detrás de todos los troncos.
Debería sentir miedo; todas sus amigas se lo decían, admiradas de una intrepidez que sólo poseían quienes habían sido tocados por la diosa. A Divea le divertía esta suposición; ¿ella tocada por la diosa?; más valía creer que las serpientes volaban. Era una muchacha demasiado sencilla para creerse poseedora de ninguna clase de privilegio. Si la diosa considerase que tenía que tocar a alguien del clan, seguramente no sería ella en quien se fijara. Pero era verdad que no solía sentir miedo.
Un rumor no demasiado lejano puso todos sus sentidos alerta y le reveló que no había sido presa de alucinaciones al creer ver cuerpos difuminados por las brumas. Para asegurarse de encontrar hasta las hierbas más raras, había elegido una parte del bosque muy alejada de los caminos más frecuentados, pero los peregrinos de la cruz estaban trastornándolo todo. Abrir sendas diferentes de las seculares constituía para su pueblo un tabú que a nadie se le ocurría transgredir, mas para esos peregrinos cubiertos de toscos mantos oscuros no sólo era aceptable, sino su manera habitual de proceder. Si se descuidaba, iba a toparse con uno o varios de esos hombres siniestros y mal encarados que se abrían paso entre la maleza a golpes de machete.
Tal posibilidad era mucho más temible que verse cara a cara con las peores bestias del bosque. Siempre había conseguido salir airosa de sus encuentros con las alimañas; ningún lobo, onagro, uro ni oso la había atacado jamás, y se había encontrado con muchos, aunque tal vez no suficientemente cerca. Pero los peregrinos de la cruz maltrataban de modo atroz a las mujeres de su pueblo y algunas habían muerto quemadas en hogueras.
Tenía que alejarse de ese lugar.
Se adentró hacia una parte de la jungla donde nunca había estado antes. Aunque todo el paisaje era un cuadro impreciso de tonos desvaídos por la niebla, notó que ascendía una ladera. Inesperadamente, tuvo un presentimiento muy vivo, imposible de ignorar. Algo importante iba a ocurrir cuando coronase ese altozano; no podía imaginar el qué, pero la convicción creía conforme la senda se volvía más empinada. No sentía el menor temor, sino exaltación. Iba a encontrar un venero ignorado por el clan. La diosa se lo iba a revelar. La convicción era tan fuerte, que su pecho se dilató para abarcar la emoción.
Entonces, lo vio.
En realidad, fueron dos cosas extraordinarias las que vio al mismo tiempo. El manantial brotaba rumoroso de una boca invisible, porque estaba cubierta de helechos y hermosas flores; sobre una roca negra situada casi encima del chorro de agua fresca que manaba con abundancia, un oso de pelaje muy oscuro, el mayor que había visto jamás. Divea se detuvo, preguntándose qué le convenía hacer. Si huía, el oso podía alcanzarla en dos zancadas. Si lo miraba demasiado fijamente a los ojos, tal vez se enfurecería, lo que podía ser muy peligroso. Aunque nadie perteneciente a su clan lo hubiera padecido, sabía que un zarpazo de las fuertes garras de un oso podía rebanar el cuello de un hombre. Mucho más el suyo, tan frágil aún.
Pero si la diosa le había hecho descubrir el manantial, la madre Dana no podía encontrarse muy lejos; ese manantial debía de ser su morada y seguramente asistía a la escena; estaría mirándola al menos con indulgencia.
De improviso, ocurrió algo que permanecería mucho tiempo en su memoria, como si la escena se prolongase en el tiempo. El oso, que se encontraba erguido en el primer instante, agachó las patas delanteras no una, sino varias veces. De ser más crédula y fantasiosa, Divea hubiera podido suponer que se trataba de una especia de reverencia que el animal repetía para despejarle las dudas, como si quisiera dejar claro el homenaje. Pero no era posible. Tales cosas, si ocurrían, sólo podían sucederle a un druida o, acaso, a un bardo. En modo alguno iba a rendirse un animal ante ella como si descubriera en su frente un toque divino que no poseía. Ella no había recibido esa clase de distinción y jamás la recibiría.
Tenía la mente demasiado ocupada en calcular si iba a poder completar la recogida de plantas para su bisabuelo, como para comprender todas las cosas insólitas que el oso hizo a continuación.
Luego de repetir cuatro o cinco veces la postración sin dejar de mirarla a la cara, pareció dudar. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, como si quisiera asegurarse de tener una vía de escape de algo que dio muestras de temer. Poco después, fijó su mirada en un punto situado a su derecha y cabeceó, como si asintiera. A continuación, repitió el ademán parecido a una postración y se giró suavemente para echar a andar en la dirección opuesta al punto donde Divea se encontraba.
La muchacha sintió un escalofrío. La escena iba a pervivir en su memoria con todos los detalles durante mucho tiempo, pero en ese momento prefería pensar en las hierbas que aún le faltaba recolectar antes de que la noche cerrase del todo.



3
-Otra vez nos falta un hombre, y por eso te vamos a aceptar de nuevo en el barco, Conall. Pero guárdate de hacer cosas raras, porque estaremos vigilándote. A la menor sospecha de que intentas hacer esas brujerías que dicen que hacen los tuyos, te machacaremos los huesos y te echaremos al agua para que mueras.
Rojo de rubor y con un sollozo bregando por emerger de su garganta, Conall agachó la cabeza y se dispuso a empujar hacia el agua el barco varado en la arena. Cuando sintió que flotaba, saltó ágilmente a bordo y ocupó su puesto en el tercer remo de babor. No volvió a levantar el mentón hundido contra su pecho. Siempre que le hacían esa clase de advertencias, e incluso cuando sólo se trataba de alusiones más o menos veladas, en su ánimo se mezclaba la turbación con la ira, las ganas de llorar con el impulso de matar a alguien. Si no hablaba ni gesticulaba, si lograba que olvidasen que ocupaba ese banco bogando con ese remo, tal vez no repitieran unas frases que le herían profundamente. Pasar inadvertido era su única posibilidad de sobrevivir entre la gente que tanto gustaba de cruces y hogueras.
Sus alusiones y mordacidades, y los riesgos innumerables que corría junto a ellos, eran preferibles al crepúsculo que oscurecía el mañana de la gente del bosque. Con sus burlas y suspicacias, con sus maldades y amenazas, los de la playa parecían vivos, resueltos a conquistar el futuro. Mientras tanto, el fatalismo se apoderaba de los celtas del bosque, aunque trataran de disimularlo con sonrisas compungidas y palabras grandilocuentes que habían perdido su significado hacía lo menos diez generaciones. No querían reconocerlo, pero todos sabían que habían perdido el futuro.
Cuando el timonel entonó la cantinela con que acompasaban los remos, Conall hizo la señal de la cruz a imitación de los demás. Notó a su derecha que el tercer remero de estribor reía sarcásticamente antes de decir:
-A ver si no nos alcanza el castigo por esa blasfemia.
-¿De qué hablas, Tomás? –preguntó el remero que iba delante.
-Los selvícolas no adoran a nuestros dioses Jesús y Yago. Ellos creen en ninfas del agua y otras supersticiones igual de infernales. Por lo tanto, el pagano que se persigne aun creyendo esas patrañas, seguro que abre cada día un poco más las compuertas por donde caerá hacia el infierno.
Oyéndole, todos volvieron a santiguarse, excepto Conall.
Éste nunca tenía claro a qué atenerse. Su afán de supervivencia le hacía suponer que tenía que imitar todo cuanto ellos hacían, pero si eso no bastaba, ¿entonces qué posibilidades le quedaban? Un joven como él, ambicioso y fuerte, ¿tenía otra salida que la de integrarse hasta fundirse con la gente de la playa?
El timonel era el más zaheridor de todos. Cuando fondeaban en un caladero, como ya no era necesaria la cantinela para acompasar los remos, solía hacer comentarios sobre todas las cosas y no paraba de hablar. Su trabajo era el menos esforzado de los nueve tripulantes, lo que debía de resultarle aburrido. Como si hubiera escuchado el pensamiento de Conall, dijo:
-Muchos selvícolas simulan aceptar a nuestros dioses Jesús y Yago, y tratan de vivir entre nosotros fingiendo ser buenos cristianos. Pero llevan la marca del diablo en la frente y a pesar de su hipocresía diabólica nunca renunciarán a sus habilidades malignas. El otro día, tuvimos que quemar a una vieja y a sus tres nietos.
Conall se estremeció.
-¿En qué la pillaron? –preguntó el más viejo de los remeros.
-Haciendo conjuros para que el más chico de los nietos sanara. El niño de tres años llevaba más de una semana con calentura y un vecino que la espiaba vio por una rendija de la choza que le daba un bebedizo y luego trazaba extraños signos sobre su frente, en invocación de esa diosa puta que los selvícolas adoran. Otro vecino, juró por sus hijos que desde que el nieto estaba malo había visto pasar tres veces a la santa compaña por delante de la choza, y vosotros sabéis demás que cuando pasa, se lleva lo que se le antoja sin ningún distingo. Primero, nos cubrimos de cruces de arriba abajo, pero al final no tuvimos otra salida que arrastrarla a la hoguera junto con los tres niños, para que la maldición divina no nos alcanzara a nosotros.
Mientras hablaban, Conall notó las miradas de reojo al tiempo que el sollozo de su garganta trataba de estallar. Ni aún integrándose y aceptando las costumbres de la gente de la playa se redimían los celtas de su incierto futuro. ¿Qué podía hacer?