viernes, 23 de julio de 2010

DESPUES DE LA DESBANDÁ, Capítulo XXI



DESPUÉS DE LA DESBANDÁ

Tercera parte. Plus ultra

Capítulo XXI

Mientras examinaba los manifiestos en el puente del buque llamado “Virgen de Zamarrilla”, y como ocurría con frecuencia, Mani se distrajo oyendo la conversación que mantenían dos marineros en cubierta:
-Los falangistas están descarrilaos, como Nerón. Acabarán metiéndole fuego a lo poquillo de Málaga que quea en pie.
-Ojú. Dicen que tó los días van falangistas al despacho del “Carnicerito de Málaga”, a denunciar a montones y montones. Que si esto, que si lo otro… Que si ése, que si el de más allá… Cualquier falangista que le tenga tirria a un vecino, hala a denunciarlo y al paredón. Si es que el carnicerito ése de mierda…
-Calla, ten cuidaíto.
-Es que no me pueo contener. El carnicerito ha mandao fusilar hasta a pobres hombres que sólo eran un poco cortos de mollera… A mi cuñao, el pobrecillo, se lo llevaron ayer, siendo como es un inocentón… un poco sarasa, sí, pero él no tiene ninguna culpa, que bastante sufrimiento tenía con su defecto. Y no te digo ná de las hijas de aquel ministro que era malagueño; dicen que se volvieron locas, porque a tós los que les parecen que tienen malas hechuras, los mandan detener. Claro, que habiéndole mandao los republicanos las orejas de su padre en un frasco… imagina. De tos modos, vivimos en una cárcel; igual da dentro que fuera.
-Pues este muchacho jefe nuestro… don Manuel…
-Shiss, calla.
Mani notó que las letras del papel que sostenía se volvían borrosas. Había visto a Serafín cerca de la casa dos veces más. Ya no había duda. El rabioso muchacho que había sido su concuñado después de que el Templao le cortara un testículo, evidentemente no había perdonado ni olvidado. Quería venganza; de él, porque era el primer amigo del Templao y de éste, por haberlo desgraciado. Tenía que mandar buscar a Guaqui para avisarle. Y en cuanto a sí mismo, iba a tener que tomar iniciativas urgentes y desesperadas. ¿El padre de Pilita? ¡Ni hablar! Ese hombre no paraba de encomiar el gobierno espantoso que la guerra había traído a la ciudad. No le quedaba más que hablar francamente con doña Elena.
-Don Manuel –el capitán interrumpió las cavilaciones de Mani- . Mandan decir de capitanía que tiene un telefonema de doña Elena.
Desdeñó con un gesto al chofer que se dispuso a abrirle la puertezuela y, dado que el edificio no estaba muy lejos, corrió sin aliento muelle adelante. Una llamada telefónica de doña Elena era un hecho que no se había producido jamás estando en el puerto.
-Ya he llegao –dijo al auricular con voz entrecortada.
-¿Qué buque estás visando esta mañana, Manuel?
-El Virgen de Zamarrilla.
-¿Cuándo zarpa?
-Esta tarde.
-¿Con qué rumbo?
-Lleva a Buenos Aires pan de higos, latas de chicharrones, vino, holandas, arencas, aceitunas aliñás y aceite.
-Escúchame bien y no discutas. Corre de nuevo al barco y despide al chofer. Dile al capitán que no baje a puerto en to el día ni le diga a nadie que tú estás a bordo. Que mande recado a su mujer si quisiera despedirse de ella y los niños, pa que sean ellos los que vayan al puerto. Tú, métete en la cabina principal y ni abras la puerta hasta que veas que habéis arribado a Buenos Aires. ¿Has entendido?
-¿Qué ha pasao?
-Algo que ya venía temiéndome hace tiempo. En este momento, voy a salir deprisa pa una audiencia con el fiscal, a ver si consigo que me escuche… aunque no me hago muchas ilusiones. Tú haz a pies juntillas lo que te he dicho. Sobre tó, que el capitán no baje a puerto ni a mear, así no se atreverán a subir a buscarte. Y encárgale que zarpe lo antes que pueda.
-¿Qué voy a hacer yo en Buenos Aires?
Doña Elena debió reflexionar muy a fondo, pues tardó más de un minuto en responder:
-Cuando llegues a puerto, tendrás un cable mío. En él te explicaré qué hacer. Tengo que pensármelo bien y buscar unas direcciones que no sé si conservo.
Pasó unas cinco horas encerrado en la cabina, sin atreverse siquiera a mirar por un ojo de buey. Sólo una vez había sentido lo que sintió durante esas horas. Recordó la noche de los júas que le dio la ocasión de hacerse amigo del Templao. Antes, en la quema del júa del Molinillo, había tratado de saltar como hacían todos los muchachos y había hecho de modo asombroso el Templao; en el momento de impulsarse, sonó un petardazo muy fuerte, tanto, que se detuvo conmocionado. Durante varios interminables segundos, asistió a una horripilante visión de su propia familia despanzurrada por una explosión, tal como después había llegado a ocurrir verdaderamente. Durante aquellos segundos, el sobrecogimiento le detuvo el corazón y casi se desmayó. Las cinco horas que el barco tardó en zarpar sintió lo mismo.
Su vida se había roto de nuevo.
Curiosamente, Mani sólo sintió náuseas leves durante la primera hora de travesía. En cuanto se hizo de noche, después de mandarle una cena ligera, el capitán le dio una pastilla recomendándole que se acostase en seguida. Durmió profundamente, sin sueños que pudiera recordar. Al despertar, se sentía muy bien y extrañamente relajado. Aunque notó el vaivén del barco al ponerse de pie, ya no sintió mareos. Tenía ganas de ir al puente y pedir al telegrafista que mandase un cable a doña Elena, pero recordó la orden de no abandonar la cabina. Tendría que armarse de paciencia y esperar, ¿cuántos días?
El buque hizo escala en las Canarias; Mani tuvo que refrenar las ganas de bajar a contemplar, al menos, el puerto de Las Palmas. Cuando volvieron a zarpar, el aire se volvió irrespirable en seguida; el cruce del ecuador le costó muchos litros de sudor. Se acostumbró a echarse desnudo sobre una manta, en el suelo, donde pasaba todo el día leyendo la monótona librería del capitán.
Durante las tres escalas, debió reprimir igualmente sus ganas de bajar.
Se había acostumbrado a ese aburrido programa diario cuando, de pronto, comenzó a oír las voces y maniobras propias de la arribada definitiva.
Cubierto sólo por el calzoncillo, fue a salir a cubierta pero notó con extrañeza que hacía frío. Había abandonado Málaga en verano; por consiguiente, todavía no había terminado el invierno en Argentina. Reprochándose su impaciencia e impudicia, retrocedió para vestirse.
Cuando por fin salió a cubierta, ya habían atracado y comenzaban a trabajar las grúas y los arrumbadores. Se acercó al capitán.
-Doña Elena me dijo que recibiría un cable al llegar. ¿Dónde tendré que pedirlo?
-No se preocupe. El consignatario ha venido ya; ha ido un momento a capitanía, pero vuelve en seguida. Tiene el cable, pero me ha dicho que tenía que dárselo a usted en mano.

El puerto era inmenso. En el de Málaga, la ciudad resultaba visible desde los barcos y hasta audible, pero el puerto de Buenos Aires era en sí mismo grande como una ciudad muy grande. El olor le pareció desagradable y el color del agua, increíble. Marrón amarillento, como cuando se desbordaba el Guadalmedina.
-¿Es normal ese color? –preguntó al capitán.
-¿El color del agua? ¡Claro! Estamos en un río, no en la mar. Este Río de la Plata es tan ancho como nuestro mar de Alborán, sólo que al otro lado no está Melilla, sino Montevideo. El río es así de turbio porque es el estuario de dos ríos bastante caudalosos que vienen de plena selva, el Paraná y el Uruguay, y otros más chicos que arrastran limo en abundancia. Una vez vinimos en verano y quise darme un baño, porque por allí arriba hay una ribera parecida a playas, en un sitio que se llama la Costanera. Salí del baño con la sensación de que tenía partículas de polvo por toda la piel.
-¿Llega a hacer calor en verano? –preguntó Mani con sorpresa.
-¡Huy! Una pechá. Mucho más que en Málaga, porque aquí hay una humedad… que bueno. Ya se dará usted cuenta en seguida. En cuando se desplace un poco por esta capital, sentirá que el pelo se le desriza y le cae en mechones por la cara, completamente mojado. Ahí viene el consignatario.

Se trataba de un hombre de aspecto asombroso. Mani sospechó que se teñía el pelo, que lucía negro como ala de cuervo y lustroso como zapatos de charol. Sus mejillas hundidas hacían resaltar la exageración de su bigote, también impregnado de tinta. Le envolvía un abrigo, gris y muy largo, que parecía recién planchado, y un sombrero impoluto que le daba aspecto de haber salido de una película norteamericana.
-Don Manuel, le presento a don Ernesto Rossi.
-Tengo algo para usted –dijo Rossi con gesto de prevención, muy suspicaz, y los ojos desorbitados.
Le parecía impropio y muy incómodo verse obligado a tratar con consideraciones de jefe a un pibe que podía ser su hijo. La presencia del capitán del barco le inclinaba a tratar de usted a quien parecía un estudiante precoz de bachillerato, por temor a que la jefa recibiera informes en su contra.
-Ya lo sé –respondió Mani.
-Aunque no me está permitido leerlo, yo recibí otro y supongo lo que le dirá la señora Viana. Ya pedí a su tío que preparasen la casa de la avenida Santa Fe, que nadie ocupó el último año. Hay fondos a su nombre en el Banco Español de Río de la Plata y mañana por la mañana le esperan en el consulado para proveerlo de documentos.
Ernesto Rossi había recitado casi textualmente las instrucciones contenidas en el cable de doña Elena. ¿Poseía casa en Buenos Aires? Mani plegó el cable, que guardó en el bolsillo de la chaqueta.
-¿Cuánto tiempo tiene que quedarse usted en el puerto? –preguntó Mani.
-Hasta que acabe la descarga. Pero no hace falta que usted me espere. Aquí tiene la llave de la casa y aquel auto lo espera para llevarlo. El servicio está avisado; son dos mucamas muy capaces. Si me lo permite, al final de la tarde pasaré por allá por si usted me necesita. El señor James pasará a saludarlo quizá esta noche.
Mani se abstuvo de preguntar quién era el “señor James”.
La ciudad era más asombrosa conforme avanzaba el coche. Luego de atravesar explanadas muy extensas y caóticas, llegaron a una plaza en declive con el monumento de un militar a caballo en un ángulo. Tuvo que pegar la frente al cristal de la ventanilla para contemplar un edificio altísimo, casi tanto como la catedral de Málaga.
-Asombroso edificio, ¿cierto? –comentó el chofer.
-Si. ¿Hay muchos así?
-No. Este es especial. Se llama “Cavanagh, por el apellido de la dueña. Lo terminaron hará cuatro o cinco años. No se creerá usted por qué lo construyeron.
-¿Por qué?
-La dueña es una mujer muy rica, pero no de fortuna antigua. De joven, se enamoró de un tal Anchorena, hijo de una familia muy aristocrática, familia que despreció a la señorita Cavanagh y no le permitieron casarse con el heredero. Ella guardó toda la vida el rencor y el ansia de venganza. Hace tiempo, la familia Anchorena financió la construcción de una basílica que hay en aquella dirección, el Santísimo Sacramento; esa basílica se podía contemplar desde las ventanas de la mansión Anchorena, pero delante había un solar muy grande, propiedad de la Cavanagh, que mandó levantar este edificio para que los Anchorena perdieran la visión de la basílica.
Mani se echó reír, mientras exclamaba:
-¡Increíble!
-Pues en Buenos Aires hay muchas historias así, casi todas de principios de siglo, cuando a esta ciudad le dio por crecer como un caballo desbocado.
Una vez que llegó el coche a lo más alto de la plaza, el terreno era sorprendentemente llano. Mani miró en todas las direcciones, en busca de algún monte, como los que tanto abundaban en Málaga, pero no había ninguno; hacia todos los puntos cardinales las calles parecían dirigirse a un infinito monótonamente plano. Había muchos coches y también mucha gente en la calle. Por su fisonomía, Mani halló que todos parecían centro o norte europeos. Ya no se notaba el hedor que dominaba el puerto, y la ciudad empezó a parecerle interesante. Dejaron atrás la plaza presidida por la estatua de un militar a caballo y a continuación entraron en la avenida de Santa Fe, donde los edificios poseían trabajadas fachadas con columnatas, templetes, torres y cariátides, alternados con otros de apariencia estadounidense, como los que salían en las películas ambientadas en Nueva York. Todo parecía muy próspero, sobre todo en comparación con la Málaga en ruinas que había abandonado.
En las aceras, la gente pasaba ostentando prosperidad y felicidad. Todos eran muy guapos, pero ninguna mujer se parecía ni de lejos a su Imperio Argentina de su alma; claro que la artista decía ser argentina porque había nacido en Buenos Aires por accidente, aunque su aspecto era el de una malagueña cabal. Del Perchel, por más señas, así que no debía ilusionarse con la idea de encontrar junto al Río de la Plata una sustituta de la protagonista de todos sus sueños.
La avenida de Santa Fe era demasiado elegante. Tanto, que Mani supuso que sería diferente del resto de la ciudad. Si doña Elena le había conseguido, alquilado o quién sabía el qué, una vivienda en esa avenida, debía de ser porque coincidía con sus propios gustos.
El coche se detuvo al comienzo de la tercera manzana.
-La casa es esa de ahí, la de la esquina -dijo el chofer- ¿Querés algo más?
-¿Qué?
-¿Tengo que esperarte para llevarte a otro sitio?
Mani agradeció mentalmente que le tutease.
-No tiene que esperarme, pero si pudiera venir mañana porque… Los bancos estarán cerrados ahora, ¿verdad?
-Sí –respondió el chofer tras examinar el reloj.
-Mañana necesitaré ir a un banco que se llama Español del Río de la Plata, y a continuación, a comprar ropa.
-Una oficina de ese banco está por allá cerca, a unas cuatro cuadras, y en esta calle hay las mejores tiendas de ropa de Buenos Aires; andando poco, encontrarás todo lo que necesités. Además, el señor Rossi me ha pagado solamente este viaje.
-No importa. Yo le pagaré lo que cueste que me acompañe mañana hasta mediodía. Si no tiene inconveniente, lo espero a las ocho y media de la mañana. Discúlpeme, tengo mucho frío. Adiós.
La casa se abría en la propia ochava, sobre una extremosa escalinata de cinco peldaños. Aunque parecía una entrada privada, el edifico daba la impresión de ser un conjunto de ocho o diez pisos muy caros o un organismo público. Pero no era así. Antes de poder girar la llave en la cerradura, la puerta se abrió, apareciendo una joven uniformada de negro. Ella dudó, como si se sintiera desconcertada, pero tras una larga pausa que pareció impertinente, preguntó:
-¿Es usted el nieto de la señora, el señor Manuel?
-Sí- respondió Mani tras breve vacilación.
-¿Dónde están las maletas?
-No se preocupe. No traigo. ¿Dónde puedo lavarme un poco?
-¿Desea un baño? Le acompañaré a su cámara.
Echó a andar precediendo a Mani a través de un salón barroco, grande y lujoso, pero algo desangelado. A continuación, le condujo por una escalera muy pretenciosa que ascendía junto a una pared curva. Recordó el día que Quini le había seducido para robar la casa de doña Elena, cuando todo dentro de la mansión le pareció lujoso en extremo, como un palacio. La casa que comenzaba explorar ahora era un palacio de verdad.
-¿Quién vive aquí? -preguntó a la sirvienta.
-Ahora, usted. Hace casi un año que no vive nadie aquí. ¿No se lo ha dicho su tío?
Mani consideró que la muchacha se había tejido una historia a través de las órdenes recibidas, de cuya textualidad él no sabía nada. No respondió la pregunta, porque en ese instante ella le abrió una puerta, indicándole:
-Aquella puerta de la derecha es la del baño. Encontrará un albornoz, toallas, sales y perfumes. ¿Manda usted algo más?
-No… muchas gracias.
Mani se sintió abrumado. Si ese iba a ser su dormitorio en Buenos Aires, se trataba de algo de unas características que ni siquiera había visto en las películas que tanto le gustaban. Le dio por contar los pasos desde la entrada hasta el cuarto de baño; dieciséis. Todo era enorme; una cama imposible, con un falso dosel decorativo de cortinas de gasa muy vaporosa; un conjunto de sofás, veladores y porta periódicos que parecía pertenecer a un salón de hotel, tapizado todo de damasco rojo. Había una especie de ante terraza circular situada a un nivel algo más bajo que el resto del cuarto. En esa zona, para la que había que bajar dos peldaños semicirculares, se abrían tres enormes ventanas de arco, que parecían conducir a una terraza o a tres balcones.
Aunque sólo sentía ganas de lavarse las manos y la cara, dedujo que el servicio esperaría que se bañase tras la larga travesía que acaba de realizar. Tendría que volver a ponerse la misma ropa después, pero decidió darse un baño en la desmesurada pila de mármol blanco.
Le despertó el hambre. Se había quedado dormido sumergido hasta el cuello en agua tibia y espuma de sales muy perfumadas. Ignoraba qué hora podía ser, pero notó que aún era de día. Desde el desayuno en su camarote del barco, no había vuelto a comer.
Tras enjugarse, se envolvió en el albornoz, que le quedaba un poco corto. No sabía qué hacer ni cómo comportarse de manera adecuada, así que sencillamente, se envolvió en el albornoz, acomodándose en el sofá orientado hacia las ventanas. En el mismo instante, sonaron golpes en la puerta. De alguna manera que no consiguió imaginar, la servidumbre sabía que el baño había acabado.
-Adelante.
Entró la misma sirvienta que le había recibido.
-Disculpe. Como vi que no trajo maletas, miré en la cámara de su primo, que es joven como usted. Le traigo esta ropa, para que vea si le sirve.
-¿Podría comer algo?
La muchacha miró el reloj de su muñeca.
-¿Qué le gustaría comer?
-Da igual. Una merienda. Lo que tenga a mano.
Mani examinó la ropa que le había traído. Se probó el pantalón, que resultó un poco ancho y le quedaba algo corto, pero podía servir. La chaqueta era grande, no podía usarla. También la cintura del calzoncillo era demasiado ancha, pero se lo puso esperando poder apretarlo con la presión del cinturón del pantalón, para que no se escurriera. Había dado por concluido su atuendo para las horas que habría de permanecer esa tarde en la casa, sin volver a ponerse el que había usado y sudado copiosamente durante la travesía, cuando de nuevo sonaron golpes en la puerta y entraron la criada que le había atendido hasta entonces, portando una bandeja, y otra mujer algo mayor que no había visto.
-Esta es Claudia, señor Manuel. Disculpe, no le había dicho mi nombre; me llamo Graciela. Esto es lo que pude encontrar de comida. Son empanadas salteñas; espero que le gusten. Su tío vendrá a la hora de cena.
-Gracias. Creo que el señor Rossi vendrá dentro de un rato.
-¿Dónde lo recibirá?
La pregunta desconcertó a Mani. El primer impulso fue responder que recibiría al consignatario en el dormitorio, pero intuyó que no sería conveniente.
-El salón que pasamos antes de subir está bien.
-Muy bien, señor –respondió Claudia-. Le avisaré cuando llegue.
Mientras mordisqueaba la primera empanadilla, con forma de media concha y muy especiada, ingreso en una especie de duermevela sobresaltado.
El Chafarino insistía en que despertase de la siesta y se diera un chapuzón. El agua plana como una balsa de plomo, le recibió en un rebalaje perezoso y muy desasosegante, porque entrevió en la espuma el reflejo cegador de estallidos lejanos, en el cielo. En el momento de sumergirse, comenzó a escuchar las detonaciones. Llegaban como ecos lejanos pero sobrecogedores.
El fuerte y muy picante sabor de la empanadilla no le permitía escapar de su consciencia. Sentía el cuerpo, cómodamente echado en un sofá lujoso y destartalado, pero escuchaba gritos de horror y un llanto de niño tan ilimitado como el mar.
El día y la noche se alternaban en la ensoñación. Noche desgarrada por las explosiones y día resplandeciente de sangre.
El Chafarino murmuraba:
-Poseidón quiere que me vaya. ¿A dónde? ¿Al Perchel, con mis hijos? Si en la playa estoy en peligro, más lo estaré en cualquier rincón de Málaga.
-Las monjas de la Goleta…
-No creas a esas solteras de nacimiento.
La cara de Sor Rosario, convertida ya en Rosalía, la amante de su hermano Paco, le sonrió muy cerca, echada como él en los empedrados de Torre del Mar. Era casi tan guapa como Angustias, el ángel con quien se había casado su hermano Miguel, pero su madre, Paula, parecía sentirse incómoda frente a ella.
-Las monjas son siempre flacas de espíritu y flojas de mollera. No hagas caso de ellas, por mucho que te den de comer.
El fuerte sabor de la empanadilla salteña fue sustituido de pronto por un gazpachuelo de jureles y coquinas, y de pronto subió a sobrevolar la playa. No había sol pero tampoco nubes, sólo una neblina lechosa, y el Chafarino lo miraba desde abajo con la vista recuperada y le decía por señas que bajase.
Sacudió la cabeza al notar que estaba llorando. Las pomposas cortinas