sábado, 6 de marzo de 2010

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Capítulo 11º.EMPIEZA LA SEGUNDA PARTE.


SEGUNDA PARTE. Lucha de titanes
XI
-¿Es verdad que ha terminado la guerra?-preguntó el Chafarino.
El Templao no se había acostumbrado todavía a la evidencia de que el redero ciego permaneciera vivo, sobre todo al recordar la escena vivida desde la cabina del camión la noche de la desbandá, cuando Mani le obligó a ir a la playa a tratar de que el Chafarino les acompañase. El incendio de la choza había sido real, como el llanto desconsolado de Mani ante el cuerpo carbonizado que creía que era el de su amigo y mentor.
Hacía muchos meses ya que el Templao se dejara guiar por los chismes que hablaban de un anciano de la playa de La Isla, al que los espíritus habían exigido que abandonara su chamizo pocos minutos antes de que cayera una bomba que lo destruyó. Corrió a comprobar si la muerte había sido un espejismo y se encontró con la sonrisa sabia y el reconocimiento de siempre. El redero ciego lo reconoció al aproximarse, como siempre, como si pudiera verlo y, en seguida, respondió sus impacientes preguntas igual que cuando le hablaba de los mitos que tanto le satisfacían, tras una somera referencia de lo ocurrido la noche de la desbandá. Ni siquiera había tenido el anciano tiempo de avisar al pescador que le acompañaba esa noche en la cena a base de espetones de sardinas. El Chafarino había ensordecido para lo que el pescador le contaba, porque oyó en su cabeza la voz del señor del mar, el divino Poseidón: “Abandona tu morada, y huye hacia las aguas donde vivo yo”. Había salido presuroso, mientras la bomba caía, achicharrando al pobre pescador, lo que retorció el corazón del Chafarino que, a causa del bramido del rebalaje, no consiguió hacerse oír por el muchacho que había llegado a buscarlo y lloraba equivocadamente su muerte.
-Eso dicen –respondió el Templao.
-Pues ahora nos tocará pagar a justos por pecadores. Ya lo verás.
-¿Qué quiere decir usted?
-¿Ya te has olvidado de lo que batallaron los malagueños durante esos siete meses republicanos? No sólo lucharon por la ciudad y se quitaron el pan de la boca para mantener el frente de Madrid. Es que fuisteis a defender con uñas y dientes las cinco provincias que rodean la nuestra. Los malagueños se hicieron notar en Puente Genil, La Roda, Gibraltar, Loja y muchos pueblos más. La ciudad se vació para surtir a los frentes, tanto los defendidos por malagueños como todos los demás de esta parte de España, y hasta el de Madrid. No sólo no os lo van a perdonar los rebeldes, sino que os lo harán pagar muy caro.
-Han destinao a Málaga a un tío mu poderoso, que lo apodan ya “Carnicerito de Málaga”. La gente habla de él como si fuera el diablo en persona. Dicen que tós los días manda fusilar lo menos a cien, porque sí, porque le sale de los cojones, sólo porque alguien le dice que eran republicanos; sin más; los juicios son pantomimas engañabobos. Y el alcalde Entrambasaguas no se moja por sus paisanos. ¡Qué se va a mojar!
-Y ahora que ha terminado la guerra, la cosa irá a peor… Ya ves que, en dos años, nadie se ha puesto a borrar los efectos de los bombardeos, los peores que sufrió ninguna ciudad durante la guerra, y eso que me cuentan que el centro es una exposición de ruinas. Y lo que te rondaré morena; el gobierno del enano gallego remoloneará decenios y decenios sin hacer nada por que Málaga recupere la belleza de antaño. No quieren que la población olvide el horror de la guerra, para que os amilanéis, para tener a los malagueños en un puño. ¿Has oído más sobre la cartilla de racionamiento?
-Se escuchan muchos comentarios, porque la hay en otros sitios; pero todavía ná de ná.
-Pues ve arreglando los papeles.
-A mí no me la darán.
-¿Por qué?
-Soy joven, útil y no tengo a nadie que mantener.
-No puede ser, hombre. No pueden ser tan malos como para dejar que jóvenes fuertes como tú se mueran de hambre. ¡Tienen que dártela!
-¡Qué va! La cosa está que arde. Según se murmura, hasta puede ser que me obliguen otra vez a ir al ejército.
-¡Acabáramos! Y ahora que la guerra ha terminado, la cosa sólo puede ir a peor para todos nosotros. Tienes que encontrar el modo de protegerte para que no te manden otra vez a África y antes de que a alguien le dé ahora por señalarte para que te manden a presidio. ¿Todavía no te decides a abordar a Mani?
El Templao titubeó.
-O sea, que no –ironizó el Chafarino-. ¿Qué temes, Joaquín?
-Me parece que a él no le conviene que lo vean en el muelle conmigo.
-¿Pero qué tontería es esa? Erais prácticamente hermanos.
-Sí, pero también éramos unos chaveas.
El anciano calló mientras reflexionaba con los labios apretados.
-En mi opinión, te equivocas.
-Eso es porque usted no puede verlo. Ahora es un tío poderoso, el más respetado en el puerto…
-Si es un niño todavía…
-Ya no parece un niño. Se ha puesto más alto que yo y tiene una pinta… ¡Un señorito del tó! Además, ronda mucho por el puerto aquel andoba de nuestro barrio, el Quini, que se está haciendo millonario y tó el mundo murmura en los muelles los porqués de esa riqueza. Siempre me saluda cuando pasa en su coche, con el que hace sus negocios raros por los barcos y los almacenes, y a veces hasta me invita a bocadillos o vino; o sea, que los carabineros y los compañeros me han visto con él. Por lo tanto, a Mani le perjudicaría que se supiera que también es amigo nuestro.
-¿Amigo? Si Mani tuviera de verdad esa clase de remilgos contigo, ya no podrías considerarlo amigo.
-Usted no sabe de la misa la media.
El Chafarino calló. Esa discusión la habían tenido ya muchas veces. Le sorprendía que un hombre tan valiente, realista y capaz fuera, a la vez, tan ingenuo. El Templao continuaba venerando a Mani como un héroe de leyenda, aunque habían dejado de hablarse más de dos años antes. Y no sólo no le reprochaba el desvío, sino que se apasionaba a diario justificándolo y defendiéndolo. Desde que se fuera a la legión para no comprometer a su familia tras castrar a aquel muchacho falangista, sabía que el Templao poseía una gallardía prodigiosa y una generosidad sin límites, pero esas virtudes tan emocionales obnubilaban su sentido práctico. Sería completamente lícito que se aprovechara de los poderes, la prosperidad y la influencia de Mani
-Aunque yo tendría que ira decirle que usted está vivo –añadió el Templao-, porque hay que ver lo que lloró creyendo que se había muerto.
-Bueno. Pues ya tienes un pretexto. Habla con él.
-Pero es que… no sé… A lo mejor le escribo una carta.
El Chafarino cabeceó. Él mismo debería hablar con Mani, para ayudarle a bajar de las nubes si era verdad que se había subido a ellas. Pero cómo hacer, si tanto el Templao como varios marineros de la playa comentaban cosas que le hacían pensar en alguien completamente inabordable, sobre todo en la exagerada situación de clasismo de los poderosos que se había instalado en la ciudad. Sintió nostalgia ácida del muchacho inteligentísimo que había llegado hasta él en un estado virginal de experiencias y conocimientos. Lamentó que Mani ya no fuese aquel niño de menos de doce años, tan desamparado y desconcertado. Tan hambriento de conocimientos. Si el personaje era tal como decía su fama, ahora debía de creerse por encima de todo aquello y no respetaría al viejo ciego que solicitaba audiencia con él. No le dedicaría ni un pensamiento.
Si Mani encajaba en el retrato que el pueblo describía, no sabía lo que estaba perdiéndose. El Templao era el cariño más fiel y generoso que tendría Mani en toda su vida. Jamás encontraría a nadie más leal. Jamás podría confiar más en otro. En realidad, al propio Chafarino le asombraba la dimensión inmensa de la discreta comprensión de Joaquín el Templao.
Los ratas del puerto, aquellos niños que pocos años antes rastreaban en el suelo la comida que se escapaba de los sacos arrumbados, peleando de modo salvaje, eran las personas del ambiente portuario que más habían cambiado. El Templao sentía crecer su asombro día a día. Casi todos los antiguos estibadores y arrumbadores continuaban haciendo lo mismo, igual que la mayoría de los marineros, prácticos y maquinistas, pero los ratas se acomodaban a las circunstancias de modo tan asombroso como Quini. Ellos habían progresado y, en cambio, los antiguos guardias de asalto ocultaban su pasado y se embozaban con los trabajos menos agradecidos. Muchos ratas eran ahora estraperlistas o contrabandistas prósperos, mientras que los guardias que no habían sabido buscarse la vida en otro sitio, acudían al puerto como eventuales, acechando las oportunidades de cubrir alguna falta, que siempre eran penosas.
Una mañana llegó Mani, en su lujoso coche, al pie de la pasarela de un barco. El chofer le abrió ceremoniosamente la puerta. Un antiguo rata, uno de los más violentos antaño, que trabajaba ahora de arrumbador junto al Templao, miró hacia Mani con ironía mientras comentaba:
-Míralo; cuando pienso que este mamarracho trabajó una vez de rata conmigo, me da una rabia… Ahora no conoce a nadie, pero cualquier día cogeré desprevenido a ese maricón de mierda y le aplastaré la cara.
-Antes, tendrías que pasar por mí –aseguró el Templao.
-Ah, claro, me había olvidado de que tú te lo follabas de niño…
No consiguió acabar la frase. Recibió un puñetazo en el estómago.
Inmediatamente, los trabajadores formaron un corro alrededor de los dos, murmurando “pelea, pelea”. El antiguo rata se puso a gritar de modo desaforado “Isidoro, Isidoro”, mientras trataba de parar el aluvión de golpes del Templao. Inesperadamente, éste recibió un mazazo en la cabeza propinado por el tal Isidoro, hermano de su contrincante. Fugazmente, el Templao se detuvo estupefacto, pero a continuación, enfurecido, comenzó a repartir golpes, empujones y patadas a los dos hermanos. El recién llegado había acudido con el tarugo que servía de tope a la puerta del almacén; estaba a punto de asestar un golpe mortal en la frente del Templao cuando sonó un disparo.
Los contrincantes se detuvieron y el corro abrió un pasillo, por donde avanzó Quini blandiendo su pistola.
-Guaqui –dijo-, métete en mi coche y vosotros, ni se os ocurra tratar de hacerle nada más, cobardes, que sois unos cobardes, peleando dos contra uno, mariconazos de mierda. Venga, Guaqui, vámonos.
Quini arrancó apresuradamente el coche y aceleró rumbo a la salida del puerto.
-Siempre he pensado que tendrías que ser boxeador –dijo.
-¡Tú has perdío el sentío!-protestó el Templao.
-En serio, Guaqui. Desde que éramos niños, sé de más que no te gustan las peleas, pero las dos o tres veces que te vi metido en faena, siempre aplastabas al que peleaba contigo. Y siempre me pareció inevitable que terminaras como boxeador -tras una pausa, continuó: -Ahora, me he metido con un socio en la organización de combates. Hazte boxeador… Si me hicieras caso, ganarías mucho dinero.
-¿Más que en el puerto?
-¡Digo!
-Pero ya soy muy viejo pa empezar. Quini.
-Tú no tienes que empezar como un niño que aspira a triunfar en los deportes. Tú eres ya un gran luchador de manera natural, sin saberlo y, además, tenemos la misma edad, veintiún años. No eres tan viejo. Si quisieras, te organizaría una pelea por el campeonato de España de los semipesados pa dentro de dos semanas.
-¡Tú no estás bien de la cabeza!
-Campeonato que ganarías, como que me llamo Quini. Porque tú pesas casi ochenta kilos, ¿no?
-Ahora me he quedao mu delgaillo. Peso setenta y siete.
-¿Delgaillo? Tú estás chalao. Seguro que en dos semanas de entrenamiento, aumentarás lo menos dos kilos. Te pondré el mejor entrenador de Málaga, que solamente tendrá que enseñarte algunos trucos, porque con lo que sabes de modo natural puedes noquear a cualquiera. Si respondes que sí, te anunciaremos esta misma tarde y pondremos mañana un anuncio mu grande en el periódico… Y ganarás, te doy mi palabra.
El Templao desvió la mirada hacia las calles que pasaban ante la ventanilla del coche. Desde la experiencia espantosa de la desbandá vivía en un soporífero estado de anestesia e indiferencia. No hacía cábalas sobre su futuro ni sentía ganas de luchar por él. Toda su vida, le había movido el afán de cubrir la ausencia de su padre, ocupar su lugar al frente de la familia y mantener dignamente a su madre y sus once hermanos. Habiendo muerto todos, carecía de impulsos. Curiosamente, la sugerencia de Quini le estaba obligando a reflexionar. ¿No debería luchar por sí mismo, por tener una vida algo mejor?
-Si perdiera… ¿cobraría algo?
-No mucho, Guaqui. Pero te juro por la madre que me parió que ganarás