viernes, 26 de marzo de 2010
Cap. 14º DESPUÉS DE LA DESBANDÁ.
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XIV
Seguía siendo un adolescente.
Las circunstancias le habían obligado a comportarse como un adulto desde aquella escena en la Cortina del Muelle, cuando ajustició al comandante de la rebelión militar. A partir de entonces, los problemas familiares primero y las encomiendas de su hermano Paco después, le habían obligado a aparentar una madurez que dentro de sí le causaba más inseguridad de la que deseaba reconocer. Inseguridad que la compañía del Templao conseguía atemperar.
Pero ahora, esa madurez fingida había dejado de ser una especie de juego de muchachos de barrio; Elena Viana-Cárdenas James-Grey lo había convertido en jefe virtual de un negocio que era una de las señas de identidad más importantes y trascendentales de la ciudad. Todos los días le llelgaban invitaciones para toda clase de actos y celebraciones, y sabía que no le invitaban a otros muchos a causa de su edad, sobre todo porque todavía no podía ser considerado candidato a casadero, a pesar que ya se había convertido en un clamor el comentario de que pronto sería el mejor partido de Málaga. Tampoco conseguía dejar de sentirse incómodo al vestirse cada mañana. Lo que más se le resistía era la corbata, que todavía no anudaba con soltura a pesar de las muchas lecciones recibidas de doña Elena.
Sentía desconcierto y angustia, por lo que evocaba cada día las charlas con el Chafarino, aquellas lecciones de vida que antaño recibiera del marengo ciego, cuya muerte había llorado tanto. No tenía con quien comentar sus vacilaciones e inseguridades, y al Templao, vetado por doña Elena al principio, ya no se atrevía a tratar de buscarlo porque sospechaba que le reprocharía el desvío.
Atravesó el jardín y caminó intentando que no reflejara su cara la vergüenza que le producía la actitud del chofer, que lo esperaba respetuosamente, sujetando la puerta abierta gorra en mano.
-¿Al puerto?
Mani asintió al reflejo en el espejo retrovisor.
Observó distraídamente el tranvía al adelantarlo; sintió una punzada en el ánimo, porque sus recuerdos asociaban el tranvía con el Templao.
-Han cogido a otro rojo –dijo el chofer.
-¿A quién?
-Uno que lo tenía escondío su familia en un falso techo, medio emparedao. Cuentan y no acaban. En estos dos años, lo menos son mil los que han sacao a la fuerza de escondites parecíos. Boquetes en las paredes, pozos, sótanos… No sé cómo pueden sobrevivir así. Es que los rojos, ya se sabe…
El chofer cabeceó mientras buscaba la aprobación de Mani a través del espejo. Éste desvió la mirada; cuando oía tales comentarios sentía incomodidad al suponer que muchos de sus antiguos vecinos del barrio estarían en esa situación y que, de no haber muerto, sus hermanos también se esconderían.
-Además –continuó el chofer-, dicen que los Montes y la Serranía de Ronda están minaos de rojos fugitivos. ¿A que vamos a seguir la guerra por aquí?
Mani se estremeció. Ansió que el chofer dejara de hablar de tales cosas. Para cambiar de tema, p`reguntó:
-Doña Elena comenta tó los días que estoy mu delgaíllo y me aconseja que vaya a un gimnasio. ¿Conoce usted alguno?
-Una pila. Hay uno ahí delante, cerca de la plaza de La Malagueta.
-Pare usted un momento allí.
Mani se apeó sin dar tiempo a que llegase el chofer a abrirle la puerta, porque no quería que nadie del gimnasio se formase una opinión de él que detestaba. Entró con paso resuelto, pero en seguida se detuvo para que sus ojos se adaptasen a la semi penumbra. La instalación era muy tétrica y había pocos hombres. Uno de ellos acudió con pasos apresurados a pesar de su gordura. Sus pechos parecían los de una mujer muy obesa.
-¿Quieres boxear o vienes a ver? –preguntó el gordo.
-Yo… ¿Es un gimnasio pa boxeadores?
-¡Digo!
-Me han informao mal –explicó Mani-. Disculpe usted. Adiós.
Una vez en la calle, y antes de volver al coche, se reprochó a sí mismo por haberse escandalizado a causa de la lobreguez del lugar y la apariencia de los hombres que lo ocupaban, lugar y gente mucho más semejante a cuanto había conocido toda su vida que lo cotidiano de ahora. ¿Tanto le había cambiado la convivencia con doña Elena y todo lo demás? Su reacción había sido espontánea, lo mismo que el alzamiento asqueado del labio y la arruga de la nariz.
¿Qué le ocurría?
Todo estaba sucediendo de un modo tan natural, que no advertía los matices cambiantes de sus opiniones y sentimientos. Al principio, había estado tan absorto en la tarea de cumplir con eficacia las exigencias de doña Elena, que no se dio cuenta de que estaba adaptándose a cuanto se iba convirtiendo en habitual. La nueva mansión, que fue alzándose gracias a las prisas de unos constructores que obedecían sus órdenes rigurosamente; más adelante, la sumisión de los capitanes de los barcos, que llegaban a llevarse maquinalmente la mano a la frente, a modo de saludo marcial; la sirvientas, que le llamaba “don Manuel”; la deferencia lisonjera de toda la gente que trataba en cualquiera que fuese el lugar, gente que no sospechaba que le conociera. Al principio con timidez y luego con naturalidad, había ido adaptando involuntariamente su pose y sus actitudes a las circunstancias.
Ya no le sorprendía que tantos desconocidos le saludaran obsequiosamente por la calle ni que los camareros acudieran a servirle de modo precipitado en cuanto se acercaba a cualquier café del centro. También había dejado de sobresaltarse cada vez que le decían “eres el vivo retrato de tu abuelo”.
-El presidente de la junta del puerto ha mandao decirle que, por favor, vaya a visitarlo en su despacho –le dijo el guardia civil de la entrada a los muelles, bajando la cabeza hacia la ventanilla del coche al tiempo que lo saludaba.
Para no exteriorizar su inquietud, no quiso comentar nada con el chofer, mientras se dirigían al edificio donde permaneciera refugiado con su familia, toda una noche, antes de huir en la desbandá. Los muelles habían perdido la animación de antaño; hasta los marineros con fama de borrachos pendencieros parecían circunspectos; ahora era impensable que permitieran pulular a aquellos niños apodados “ratas”, dedicados a recoger los alimentos derramados de los rotos en los sacos portados por los arrumbadores. Todo el puerto reflejaba el desánimo de la ciudad taciturna en que se había convertido Málaga; reprimió la añoranza del bullicio de cuatro años antes, porque no le parecía conveniente tal sentimiento.
-El despacho nuevo del presidente de la junta es arriba, a la derecha –le indicó el chofer tras estacionar a la puerta del edificio recién remodelado.
El hombre de ademanes autoritarios era una de las pocas personas que continuaban tuteándole; pero a pesar de la camaradería que fingía, ese hombre de voz chillona y rasgada, y acento foráneo, le desagradaba mucho.
-Me ha encargado mi señora, con mucho empeño, que te invite a la inauguración del instituto oceanográfico de Málaga. Es mañana a las once y media de la mañana. No te olvides.
Sondeó su mente en busca de un pretexto para negarse, pero no se le ocurrió ninguno.
-¿Que te ha invitado él personalmente? –se admiró doña Elena-. Me imagino lo que pretende. Trata de que te emparejes con el callo de su hija, que tiene dos años más que tú y nació soltera. O a lo mejor quiere convencerte de que donemos dinero pa cualquiera de sus extravagantes y disparatadas iniciativas a favor de los “necesitados”. No te dejes camelar.
Mani dedicó la mayor parte de la tarde a tratar de imaginar un asunto impostergable que atender a la mañana siguiente, a fin de disponer de una excusa para no asistir al acto. Durmió con incomodidad y sólo encontró una excusa satisfactoria poco después de despertar.
-Doña Elena manda decirle que vaya a hablar con ella, al gabinete –le dijo el ama de llaves.
Se trataba de un hecho que se producía con cierta frecuencia cuando bajaba a desayunar, por lo que no le asombró.
-Deja que examine lo que te has puesto –le dijo la anciana a modo de saludo-. Bien, estás de fábula. Hazme un favor; antes de ir al puerto, ve a casa de los Von Deer, que Pilita se ha empeñao en ir contigo a la fiesta, ya que su madre quiere que almuerces con ellos. Así que ya sabes, te quedas en esa inauguración lo indispensable pa cumplir y te disculpas, antes de que vayan a darte sablazos, con el pretexto de que te esperan a comer.
En buena medida, atender la invitación de los Von Deer lo ponía en la misma situación que trataba de evitar: exponerse a que una muchacha intentase comprometerlo para una relación pactada. Pero a Pilita Von Deer la conocía bien y tenía cierto grado de amistad y confianza con ella; y, por lo tanto, podría desencantarla o disuadirla al menor síntoma de que albergase tal propósito. A la hija del presidente de la junta del puerto ni la conocía.
-Todavía ha llegado muy poca gente –dijo el chofer cerca del edificio del centro oceanográfico-. ¿Doy una vuelta pa hacer tiempo?
-Sí –respondió Pilita, anticipándose a Mani-. ¿No te parece, Manuel? Ya te avisé de que era una tontería ser puntuales. En Málaga nadie lo es.
Efectivamente, Mani había descubierto hacía tiempo de que las horas de las citas había que considerarlas muy relativamente. Nadie hallaba elegante llegar con menos de media hora de retraso, por lo que todo el mundo convocaba sus invitaciones hasta una hora antes de aquélla a la que realmente deseaba que comenzasen las fiestas.
-Bueno… -comentó Pilita cuando volvieron a aproximarse al puerto- Mira, ya hay suficientes coches. Ya podemos hacer acto de presencia… ¡justo a tiempo pa que entremos a saludar y nos vayamos corriendo a comer!
Andando detrás de ella, Mani admiró como de costumbre la elegancia alada de los andares de Pilita. Era más rubia que él; su fisonomía revelaba con claridad el origen ancestral de su familia. Pero le intimidaba.
El edificio dedicaba una de sus dos salas a una heterogénea exposición de artilugios marinos y un pequeño acuario. La pomposidad anunciada del nombre se quedaba en tan modesta realidad, pero los asistentes fueron desfilando frente al presidente, felicitándolo con mucho entusiasmo y halagos.
-Hay que ver lo hipócritas que son –comentó Pilita al oído de Mani-. Y eso que muchos de esos fulanos son la mar de poderosos, y venga hacerle la pelota; como dicen que es hermano de un ministro... Me revienta las tripas. Mira allí, Ernesto el de la música. La gente habla y no para de sus aficiones, que parece que le va el pescado mucho más que la carne, y míralo, el obispo se lo quiere comer a besos.
-¿Le gusta más el pescao que la carne? –preguntó Mani con desconcierto.
-¡Claro! Todo el mundo sabe que organiza ballets rosados en su casa, donde todos los santos varones de Málaga se matan por asistir. Dicen que hacen orgías guarrísimas, delante de los mirones que pagan.
-¿Y dónde pones el pescao?
-Es que dicen que quiere meterse en los pantalones de todos los obreros de Málaga.
-¡No me digas!
-Y tanto. Lo bueno de Ernesto es que no trata de que la gente crea otra cosa. No se ha casado para apantallar ni anda dándose golpes de pecho. Pero si te contara la pila de maridos “fieles y respetables” que van a sus fiestas…
Como una ráfaga, la mente de Mani se llenó de escenas protagonizadas por sus hermanos y vecinos y, sobre todo, por el Templao. Añoraba la sencillez de aquella vida, cuando no sentía que debiera defenderse más que de quien quisiera pelear a golpes. En la vida de la Caleta todo tenía dobles y triples significados. Había que ser muy cuidadoso para no tropezar con las zancadillas y era indispensable blindarse contra las lisonjas interesadas.
-Mis hombres hablan y no acaban de tus habilidades –dijo a su lado el presidente de la junta, inesperadamente.
Mani se encogió de hombros. Tenía que evitar que ese hombre le hablase de sus verdaderos propósitos. Tocó la cadera de Pilita.
-Oh, Mani –dijo la muchacha-. Se nos ha hecho tarde. Mira la hora, llevan mucho rato esperándonos ya.
-Disculpe –dijo Mani al presidente-. Debemos irnos.
-Está bien, hombre. Pero te agradecería muchísimo si vinieras a visitarme cualquier día, antes de una semana.
-De acuerdo, no se preocupe.
La pareja salió del salón apresuradamente, repartiendo inclinaciones de cabeza.
-Gracias –murmuró Mani al oído de Pilita.
-Menudo carcamal –comentó ella-. No bajes la guardia en el puerto-. Mi padre dice que tienes más valor que el Guerra.
Mani sonrió. Estuvo a punto de soltar una exclamación porque, en el momento de subir al coche, vio a un hombre parado en el muelle que lo miraba fijamente. Parecía una silueta reconocible, que le hizo sentir una leve punzada en el pecho. En el primer momento, quedó convencido de que era el Templao. Pero una segunda mirada a través de la ventanilla lo convenció de que no era él, porque la figura que veía alejarse, al distanciarse el vehículo, le pareció mucho más fornida.