viernes, 19 de marzo de 2010

13º Capítulo DESPUÉS DE LA DESBANDÁ


XIII
Quini y el Templao cenaban en un merendero de La Malagueta. En realidad, era el Templao quien comía, ya que Quini no había probado la berza, de la que les habían presentado una olla muy grande, suficiente para una familia numerosa.
-El favor que necesito de ti es muy simple y no va a costarte na –dijo Quini-. Hay un amigo mío que es uno de los sujetos más influyentes de Málaga en la actualidad; es el dueño de la tienda de música más grande. Ya es un hombre mu mayor y nunca se ha casado; o sea, que está solo. Pa distraerse y no angustiarse con la soledad, organiza fiestas en su casa, a las que invita a parejas de gente joven simplemente porque disfruta viendo a la juventud divertirse.
-Y eso, ¿qué tiene que ver conmigo? Yo no tengo pareja.
-Ahí está el detalle. Es que me ha mandao un recao hace un par de horas, diciéndome que uno de los muchachos no va a poder asistir y pidiéndome que le busque uno. Por la pareja no te preocupes, porque habrá una muchacha esperándote en la fiesta. Una que es guapísima y que te va a encantar.
El Templao llevaba dos horas esperando la petición de hacer algo que rozara lo delictivo. Le pareció que ir a una fiesta no podía comprometerle.
-Está bien, Quini, iré a esa fiesta. Pero no de orvíes de que me levanto a la seis pa ir a eslomarme en el puerto. No puedo quedarme más tarde de las doce.
-Si te apetece, puedes dejar de arrumbar en el puerto.
-¿Y cómo me ganaría la vía?
-Con el boxeo. De momento, yo podría ir adelantándote algo.
-¿Depender de tus favores, Quini? No, gracias. A mí, déjame que me las busque como Dios me dé a entender. Si llegan pesetas con el boxeo, estupendo. Pero no voy a ponerme a vender el pescao que no he pescao todavía. Ni pensarlo. ¿Dónde tengo que ir pa la fiesta esa?
Quini le indicó un palacete en una calle paralela y bastante cercana a la casa de doña Elena la de los barcos, ya reconstruida. El Templao no pudo evitar preguntarse si se daría la casualidad de que Mani fuese invitado también.
El propio Quini le acompañó en su coche hasta cerca del palacete, pero no llegó a aparcar a la puerta, lo que asombró al Templao.
-Mira allí, es aquel caserón tan iluminao. Tú llega y entra sin más, porque como ves la puerta está abierta. Si alguien te preguntara algo, busca a un tal don Ernesto y dile que vas de parte mía.
Mientras subía la escalinata, el Templao se miró la ropa. Aunque había tomado una ducha en el gimnasio, entre tiritones porque el agua salía muy fría, vestía lo mismo con lo que había trabajado en el puerto. Lo sentía todo casi almidonado por la roña y el sudor ya seco. Al entrar, vio a una mujer sentada muy cerca de la puerta; bastante maquillada al estilo de las actrices de las películas, vestía un vestido rojo tan corto, que se le veían los muslos hasta la mitad. Ella lo miró con una especie rara de reconocimiento.
-¿Eres el que manda don Enrique? –preguntó.
Tras una corta vacilación, el Templao asintió con la cabeza.
-Estaba esperándote. Ven.

Lo agarró del brazo y prácticamente lo empujó hacia la trasera del caserón, haciéndole trasponer una cristalera por donde salieron una terraza abierta sobre el jardín. Una orquestina tocaba desafinadamente al lado de la balaustrada lateral, mientras varias parejas bailaban abajo, en una pequeña glorieta que rodeaba una fuente; las mujeres llamaron la atención del Templao por sus elegantes atuendos y sus cuidados peinados y maquillaje, mientras que los hombres, algunos demasiado jóvenes, vestían humildes y ajadas ropas de obreros. En lo alto de la terraza, un nutrido grupo comía, de pie, ensaladilla de bacalao con naranjas, ensaladilla de pimientos asados con anchoas y pescado frito muy variado; boquerones chanquetes, chopitos, pintarroja adobada, calamares, jibias y revoltillo de bolicheros, servido todo en grandes bandejas sobre una mesa enorme pero sencilla, con aspecto de improvisada.
-Mira qué abundancia tan rica –dijo la mujer al Templao-. Puedes comer hasta hartarte si quieres.
-Ya he cenao. ¿Cómo te llamas?
-Como tú quieras. Si te apetece, llámame Viky. ¿Cómo te llamas tú?
-Joaquín.
-Vaya, qué casualidad. Po esta noche voy a ser tu santa Ana.
El Templao no entendió la broma. La mujer le intimidaba por su fino vestido de seda carmín, el pronunciado escote, los labios perfilados de lápiz escarlata y el perfume, que parecía caro.
-Mira ése que ha llegao –dijo Viky.
-¿El renco? – no lo conozco.
-Es uno de los falangistas que más mandan. Antes de irte, deberías tratar de congraciarte con él.
-¿Yo? ¿Pa qué?
-Pero… ¡chiquillo! ¿Es que todavía no te has enterao de lo que pasa? Si a ese fulano se le antoja, podrías conseguir el trabajo que te diera la gana y, además, te facilitaría conseguir tó lo que se te antoje.
-Ha tirao patrás en seguía, namás que ha dao un vistazo y ni ha acabao de salir a la terraza. ¿Cómo iba yo a hablar con él?
-Cuando te manden a llamar. Ya lo verás. Podrás hablar con él y con un montón de gachós importantes de Málaga; algunos de los más ricos y poderosos, sobre tó los de más edad
-¿Me van a llamar?
-Nos mandarán a llamar a los dos, cuando nos toque.
-¿Cuándo nos toque? ¿Qué tiene que tocarnos?
Tras una corta vacilación, ella preguntó sin disimular su estupor.
-Tú no sabes a lo que has venío, ¿no?
-Yo me dedico al boxeo.
-Ya lo sé. Me lo dijeron a mediodía, cuando me mandaron llamar.
-¿A mediodía? Yo no he consentío en venir hasta hace un rato.
-¿Así que no sabes ná?
-No te entiendo.
Viky sonrió enigmáticamente.
-Ya te enterarás, Joaquín. ¡Vaya cositas que tiene don Enrique!
La muchacha continuó sonriendo con expresión muy irónica; el Templao notó que no quería seguir poniéndole en antecedentes. En pocos minutos, advirtió que varios hombres mayores se asomaban a la cristalera sin salir del todo a la terraza, como no si quisieran que se les viera la cara, y en seguida se echaban para atrás, perdiéndolos de vista. Ella inició el descenso de la escalinata, que conducía a la glorieta llena de bailarines, como si quisiera desentenderse de sus preguntas mudas.
-Oye, tú –el Templao trató de no subir el tono de voz mientras la agarraba del brazo, intentando sin resultado que no llegase a la glorieta que servía de pista de baile-. Acaba de contarme pa qué van a llamarnos.
Viky estiró el cuello como si buscara a alguien y dijo:
-Vamos a bailar.
La muchacha se pegó al Templao antes de que éste tuviera tiempo de aceptar la invitación o negarse. Era un cuerpo cálido y olía muy bien. El deseo repentino venció el desconcierto, y el Templao transigió.
De música, sus aficiones no pasaban de los verdiales y alguna canción española. No sabía de ritmos de baile, más que lo que oía comentar ocasionalmente. No se daba cuenta de que los músicos de la orquestina desafinaban muchísimo, pero le pareció reconocer una de las composiciones de moda, que sus compañeros del puerto llamaban “swing”. Aunque Viky intentaba seguir el ritmo, él no conseguía evitar pisarla. Ella lo miró escrutadora y, como si quisiera que él no volviera a hacerle preguntas, se abrazó a su cuello y lo besó con intensa pasión.
El Templao no recordaba cuándo había besado a una mujer la última vez. Como un torrente, sintió que le recorría la espalda una corriente de alto voltaje, sus vellos se erizaron y su entrepierna ardió con voluntad propia; cuanto más sorbía aquellos labios, más ganas de sorberlos tenía.
Bailaron sin despegarse y sin apenas marcar los ritmos durante cerca de media hora. Aunque su arrebato estaba obligándoles a representar lo que era, prácticamente, un acto sexual en público, nadie los miraba. Las demás parejas que llenaban la glorieta danzaban con despreocupación. El Templao comenzó a sentir que, en pocos minutos, tendría que correr a un aseo para limpiarse, pero un toque en su hombro derecho enfrió momentáneamente el ardor.

-Venga, podéis subir –dijo un hombre de mediana edad, con aspecto patibulario-. Os están llamando arriba.
Sin decir nada, Viky tomó al Templao de la mano y subió la escalinata deprisa. Sin soltarle, entraron al salón y Joaquín fue conducido hacia un vestíbulo interior, que la muchacha daba muestras de conocer bien. Ella dijo:
-En cuanto entremos, bájate los pantalones y échate en la cama. Déjame hacer a mí.
El Templao no tuvo ocasión de comentar nada ni protestar. Ella abrió la puerta y lo empujó encima de una cama muy grande.
El muchacho cayó de espaldas sobre la perfumada sábana. Antes de que Viky se echara sobre él, descubrió que once hombres mayores y trajeados rodeaban la cama, como si se dispusieran a asistir a un espectáculo. A pesar del desconcierto y la rabia, y la decisión de huir de la habitación, bastó un roce de Viky para que olvidara los meses de abstinencia. El ardor y la fuerza de la erupción fueron premiados con un aplauso y varios “bravos. El Templao echó a un lado a Viky y, de un salto, corrió hacia la salida mientras se subía el pantalón.
Dudó durante toda la mañana si asistir la siguiente tarde al entrenamiento en el gimnasio; al final fue, aunque temía encontrarse con Quini después de lo sucedido la noche anterior, que no acababa de entender. Se afanó más que nunca, sudando hasta sentir los chorros de sudor bajando por sus piernas. El Tetúo le recomendó “calma, que te estás reventando”, pero no hizo caso. Aunque el agua salía muy fría, se detuvo largos minutos en la ducha, para retardar la salida. Como temía, Quini y su coche estaban esperándolo en la puerta. Nada más sentarse a su lado, Quini le puso un billete de veinte duros en la mano.
-¿Qué es ésto? – preguntó.
-Lo que te ganaste anoche. Don Ernesto me ha encargao que vayas a la próxima fiesta sin falta; será el martes.
-¡Tú has perdío la chaveta! ¿Sabes lo que pasó allí?
-¡Y tanto! Esta mañana, eras uno los tíos más populares de Málaga en muchos despachos importantes. Están deseando verte de nuevo, y van a ir muchos más cuando estén seguros de que tú participarás.
-¿Quiénes eran esos gachós?

Quini relacionó una lista de nombres, que el Templao no hubiera reconocido de no ser porque a continuación de cada uno citaba el cargo o la posición social.
-Eso no se hace, Quini. Me has vendío, como Judas. En resumidas cuentas, me has hecho portarme como un puto.
-No exageres, Guaqui. ¿Es que no te lo pasaste bien con la Viky?
-Una pechá. Pero esos degeneraos…
-No son degeneraos, Guaqui. Sólo son hombres aburríos.
-Que les gusta ver a otros gachós correrse, porque ellos no pueden…
-¡Más o menos! Pero eso no es na malo, ¿verdad? Son amigos que se reúnen de vez en cuando, pa darse un homenaje. Las fiestas las organiza don Ernesto, pero las pagan entre tós; los gastos y las gachís…
-¿Las gachís?
-¡Claro, majareta! ¿Es que no te diste cuenta? Toas las mujeres eran prostitutas; eso sí, de las más caras.
-¿Viky también?
-Natural.
El Templao miró adelante a través del parabrisas. Había soñado con Viky varias veces, durante toda la noche. ¿Qué iba a hacer?
-Mira, Quini. No te doy un tortazo, porque nos conocemos desde que éramos chaveas, pero conmigo no cuentes pa esas marranás. Ya no iré más al gimnasio.
Muy alarmado, Quini paró el vehículo y volvió la cara hacia Joaquín.
-Déjate de majaretás… Está bien, si no quieres ir a más fiestas, trataré de justificarte, pero el boxeo no puedes dejarlo ahora, porque ya está tó organizao para el campeonato del domingo de la semana que viene.
Más allá del perfil de Quini, el Templao vio pasar el coche de Mani. Como todavía no tenía edad de conducir, lo hacía el chofer uniformado de siempre. Sintió confusión al pensar que a lo mejor facilitaba el boxeo un nuevo acercamiento al muchacho que ya nadie llamaba “el Rubio”. Y aunque su razón le decía que era una locura, sentía ganas apremiantes de estar de nuevo con Viky, lo que sólo sería posible si no renunciaba a la posibilidad que el boxeo pudiera brindarle.
Mani aguardó que el chofer le abriera la puerta, lo que le producía desazón, pero doña Elena le había advertido en múltiples ocasiones de que no renunciara a “ese reconocimiento de tu posición”, y podía estar observándolo desde su gabinete, a través de la ventana con las venecianas entornadas. La casa reproducía meticulosamente la que había sido destruida, así como los muebles y elementos de decoración, a excepción de las maquetas de barcos que antaño colgaban del techo por todas las habitaciones. Todos los días le pedía doña Elena que “lleva los ojos bien abiertos, por si vieras maquetas de barcos por ahí, y las compras”.
-¿Ha llegado el Santa Paula? –preguntó Elena.
-Sí –respondió Mani-. Hasta arriba de almagra.
-Estupendo. Mañana, ve de nuevo al puerto y vigila que no vayan a darte la bacalá con los manifiestos.
-Ya los he revisao. Tó está bien.
-Eres un sol.