viernes, 12 de marzo de 2010

12º Capítulo DESPUÉS DE LA DESBANDÁ

XII
El gimnasio funcionaba en La Malagueta, cerca de la plaza de toros, y era un lugar muy lóbrego que olía espantosamente.
Pero para la ciudad arrasada, que el triunfador de la guerra denominaba “ciudad enemiga”, ese gimnasio era una de las mecas de la esperanza de una población donde a la esperanza no se le permitía señorear. Acudían jóvenes de todos los estamentos sociales y hasta de los barrios más distantes, en busca de la riqueza que auguraban los promotores, que abundaban como las aulagas del campo, porque era una actividad “decente” tras la que se parapetaban gran número de los nuevos ricos del contrabando y el estraperlo.

El Templao arrugó la nariz al entrar. El sitio era todavía más tétrico y maloliente que los corralones de su barrio. Según le había dicho Quini, debía preguntar por un hombre apodado “el tetúo”. Esperó unos minutos para que sus ojos se adaptasen a la umbría después de haber caminado junto a la playa deslumbrante.
Pero un hombre monstruoso acudió deprisa hacía él.
-¿Eres el recomendao del señor Enrique?
Antes de poder reaccionar ante el aspecto del sujeto, le proporcionaba un nuevo motivo de asombro, llamar “señor” a Quini. El hombre en camiseta era más bajo que él pero debía de pesar el doble; lo que más sobresalía era lo que sin duda había originado el apodo, la enormidad de sus pectorales, más grandes que los pechos de muchas mujeres. Sin pedirle permiso, palpó el torso y los bíceps del Templao.
-Es verdad lo que dice el señor Enrique. Vas a hacerte rico antes de que te des cuenta.
El Templao apretó los labios. Comulgaba fielmente con el dicho de que “ninguna riqueza repentina crece sin joder al prójimo”.
-Con que pueda comer como Dios manda, tendría bastante.
-Que no te quepa la menor duda. Te convertiré en campeón de Europa.
Empezó el entrenamiento inmediatamente. Acostumbrado a las extenuantes jornadas del puerto, nada de lo que hizo esa tarde le produjo el menor cansancio. Al despedirlo, el hombre apodado “Tetúo” le encargó:
-Dile a don Enrique que estaba en lo cierto.
De nuevo tardó unos segundos en comprender que se refería a Quini; no tenía expectativa de verlo hasta la mañana siguiente, cuando pasara conduciendo ante los almacenes del puerto; pero su coche le esperaba, parado a la puerta del gimnasio.
-¿Qué tal? -preguntó-. Sube, que te llevo.
-Eso no es ná –comentó el Templao-. Me canso más tó los días andando en busca de comía que con ese entrenamiento, que ni es entrenamiento ni ná. Sólo he tenío que darle puñetazos a un saco y una pelota y, pa acabarlo de arreglar, con guantes.
-Natural que no te cansa eso. Ya lo sabía yo de más. ¿Tienes algo que hacer ahora?
-Lo de toas las tardes. Buscar qué comer.
-No te preocupes por eso. Yo te invito. Necesito pedirte un favor.
Momentáneamente, el Templao se puso en guardia. Pensó que Quini deseaba cobrarse ya la oportunidad de convertirlo en boxeador, encargándole cualquier asunto oscuro relacionado con los trapicheos del puerto. Calló a la espera de lo que pudiera pedirle, dispuesto a responder que no y renunciar así a la recién emprendida carrera del boxeo.
Quini condujo por las pedregosas y polvorientas calles marineras de La Malagueta, parando a la vera de la playa, junto a un merendero.
-Cenaremos aquí. Como entavía es trempano, vamos a darnos unos lingotazos. Así tendrán tiempo de prepararte la comía que más te guste. ¿Qué quieres comer, cazuela de arroz?
-Pa serte sincero, lo que me comería con ganas es una berza.
-Eso está hecho.
Quini se retiró con un “hablaré con el dueño” y fue hacia la cocina. Había un incómodo torbellino en la mente del Templao. Llevaba toda su juventud rehusando implicarse en los delitos de Quini, que también había querido corromper a Mani, y ahora las circunstancias favorecían un nuevo intento. Tampoco iba a consentir; le diría que no sin titubeos y renunciaría al boxeo que, de todos modos, le había costado un gran esfuerzo aceptar. Pero antes de la negativa, esperaría a haber comido. En ese momento, comer era lo más importante.
-¿Sabes, Guaqui? -dijo Quini al sentarse de nuevo a su lado-. Ahora soy amigo íntimo de muchos de los señoritos que tanto nos humillaban hace tres o cuatro años. Y como en toas las circunstancias, muchos de ellos me deben favores, pero también yo les debo favores a ellos. ¿Comprendes?
-No.
Quini miró fijamente a su amigo, por encima del vaso de vino Quitapenas que estaba bebiendo.
-Joé, Guaqui, así nunca vas a prosperar. La vida es así. Hoy por ti y mañana por mí, ¿no te das cuenta?
-La verdad es que no –el Templao se regodeaba ante los titubeos de Quini, porque necesitaba ganar tiempo a fin de comer antes de responder que no a la propuesta, consistiera en lo que consistiese.
-¿Tienes novia?
-¿A qué viene eso?
-Es para asegurarme de que esta noche no tienes prisa ninguna. ¿Seguro que no te espera nadie?
-No, qué va. Duermo encima de un saco en el portal de una tía mía, que vive en La Trinidad. Eso es lo único que tengo que hacer, pillar el portalón abierto.
-Habérmelo dicho, hombre. Para que puedas ganar el campeonato de España, tienes que descansar bien. Mañana mismo te conseguiré un sitio cómodo donde dormir.
-Ya veremos.
-Te noto un poco raro.
-No, qué va. No es ná.

Quini calló al tiempo que desviaba la mirada hacia el rumoroso rebalaje. Le iba a costar mucho conseguir que el Templao hiciera lo que necesitaba que hiciese esa noche, pero no tenía más remedio que intentarlo si no quería meterse en problemas. Debía encandilarlo previamente.
-Uno de mis socios es dueño de varias casitas en El Palo. Sé que dos de ellas están vacías. Mañana le pediré las llaves de una, para ti. Te va a gustar. Está a dos pasos de la playa. Además, al llevarte las llaves al puerto, te adelantaré dos mil pesetas pa que compres muebles y comía.
El Templao no cambió su determinación de responder que no, aunque solamente después de haber empezado a dar cuenta del plato de berza, pero notó que dudaba más a cada momento que iba pasando. Su vida era demasiado difícil. Quini había dicho “te adelantaré”; ¿tan seguro era que podría ganar dinero con el boxeo? ¿Y si trataba de darle largas con lo que quisiera, mientras disfrutaba todo lo que pudiera?
Durante una hora, Quini no volvió a hablar de encargos ni favores. Conversaron de trivialidades, morosamente, y el Templao se negó a seguir el ritmo bebedor de su amigo, porque se sentía tan hambriento que temía que dos o tres vasos de vino le causaran muy fuerte embriaguez. Par eludir las reiteradas invitaciones a brindar, miraba constantemente hacia el mar, tratando del oír el leve rumor de las olas sobre el trajín del merendero. Brillaba la luna reflejada en el agua casi inmóvil, pero no tanto que no sonaran los bandazos de las esteras del cercano balneario Apolo, esteras tejidas de esparto, colgadas en grandes armazones de mástiles clavados en la arena del rompeolas, que separaban a los hombres y mujeres durante el baño. A pesar de encontrarse sólo a mediados de la primavera, con la nueva moda de bañarse únicamente por motivos lúdicos las playas se llenaban algunos días
Por fin aparecieron el dueño del merendero y el cocinero, portando entre ambos una olla grande casi llena de berza, que habían improvisado usando como base un puchero del día anterior. Su expresión era triunfal, ya que muy pocos merenderos de La Malagueta serían capaces de servir una berza de improviso. El Templao los vio depositar la olla en la mesa, mientras se le alborotaban los jugos gástricos. Se sirvió un plato rebosante y comenzó a comer apresuradamente, sin preocuparse por lo que hicieran los demás.
Quini sonrió. En pocos minutos, le hablaría del encargo.
Pero no acababa de decidirse. Suponía que esa noche iba a producirse un cambio importante en su relación con el Templao, cambio que temía porque realmente esperaba mucho de lo que pudiera hacer en el boxeo. O se apartaba de él para siempre, o se convertían en íntimos y cómplices.
Sintió que necesitaba prodigarle los halagos.
-No te creas que esto del boxeo te lo he propuesto por casualidad, porque te vi pelear con los antiguos ratas. Hace un montón de tiempo que lo pienso y debería habértelo propuesto antes. Desde niño, siempre supe que eres el gachó con más poder que nunca he visto. O sea, que no sólo te sirven los músculos pa encandilar a las gachís, sino que es seguro que podrás comer de ellos.
El Templao lo miró por encima de su cuchara, pero calló y continuó comiendo con avidez.
-Por si no lo sabes-continuó Quini-, hay muchas gachís de postin que me han dicho montones de veces que les gustaría tener una aventura contigo. Y asómbrate; también me lo han dicho algunos gachós que venían por casualidad conmigo en el coche, por negocios.
Joaquín el Templao suspendió un instante la cuchara ante su boca, pero la pausa fue muy breve. Inmediatamente, continuó hasta agotar el que ya era su segundo plato de berza.
-Ya ves, Guaqui, que tó el mundo se vuelve majara por ti. Por eso es que se me ha ocurrío pedirte este favor. Verás…
Ahora sí, el Templao se detuvo; apoyó las manos a ambos lado del plato y miró fijamente a los ojos de Quini. Había llegado el momento.