martes, 30 de marzo de 2010
DE PELÍCULA
Antes de correr en busca de la mágica ensoñación de cada tarde, Soledad Peña giró la llave general del escritorio, comprobó que todos los cajones quedaban bloqueados, cerró también los cuatro armarios de archivo y, por último, encajó la puerta del despacho, probando por tres veces que, así mismo, estaba bloqueada.
Respetaba escrupulosamente las ordenanzas, una de las cuales mandaba proteger la confidencialidad de su trabajo de graduada social, perteneciente al programa puesto en marcha el año anterior por el gobierno regional. Sólo ella podía conocer los dramas personales que contenían los expedientes archivados; lo único que salía de su mesa era la propuesta de aprobación o, en su caso, la de denegación de las ayudas solicitadas. Lo demás, las vidas miserables, torturadas, tenebrosas o trágicas de las personas que acudían en busca de auxilio, no debía trascender.
Siempre le producía incomodidad la mirada del conserje al despedirse, cuando él le deseaba buenas noches y la seguía con los ojos al salir por la puerta giratoria. ¿Qué había en esa mirada, conmiseración, burla, sarcasmo?
Sabía que ya había comenzado su decadencia física de mujer en la cuarentena que no había conocido el amor y sobrevivía en soledad, pero lo suyo no era exactamente descuido, sino indiferencia carente de esperanza. Iba regularmente a la peluquería, usaba de noche algunas cremas para el cutis, pero no le gustaba maquillarse de día aunque vestía con la corrección exigida por su cargo. Aun así, se decía que estaba perdiendo de semana en semana la lozanía y si alguna vez había poseído atractivo, estaba dejando de tenerlo.
Cualquier sala del multicine le valía como escenario de sus audacias. Compró la entrada, respondió con la cabeza el saludo del portero, que la cumplimentaba dos o tres veces por semana como a una vieja amiga, y se sumergió en la confortante penumbra.
Esa noche amó a Kevin Kostner, porque, por su trabajo de periodista de un importante diario norteamericano, trataba de identificar al autor de varios mensajes de amor encontrados en botellas en distintos lugares de los Estados Unidos. Conversó animadamente con el padre de Kevin, Paul Newman, se descalzó en la arena, fue indiscreta indagadora, visitó los barcos que él reparaba y sintió celos de la muerta a la que Kevin había amado a través de aquellas cartas lanzadas al mar.
Siguió amando a Kostner al salir del cine mientras recorría el corto trayecto hasta su casa, cenó con él el plato recalentado en el microondas y le rogó que se volviera de espaldas mientras se cambiaba la ropa por el camisón de dormir. Ya en la cama, Kevin fue jugador de béisbol, espía ruso infiltrado en el Pentágono, soldado que pretendía ser indio, guardaespaldas y guerrero de ciencia ficción, y siempre, siempre la amaba. Junto a él, fue exuberante luchadora anfibia, cantante famosa, india, prostituta de lujo y ama de casa del medio oeste americano.
-¿Estás seguro de que me amas?
-He seguido un largo sendero hasta llegar a ti.
-¿Sólo me amas a mí?
-Todas las demás fueron sólo experimentos.
-¿Viviremos siempre juntos?
-Mientras el cielo nos lo permita y la Tierra exista.
-¿Nos casaremos?
En este punto, se producía siempre un ruido, una puerta que batía con violencia, el claxon de un coche o alguien que gritaba en la calle, y despertaba.
Pero también en la oficina la visitaban a veces Kevin Kostner, Harrison Ford, Antonio Banderas, Robert de Niro, Pierce Brosnan y hasta Brad Pitt. Ocurría fugazmente; estaba mirando atenta a su interlocutor, escuchando con interés sus problemas, con frecuencia insolubles, y de repente, allí estaba uno de ellos, de pie tras su visitante, sonriéndole con intimidad, pidiéndole por señas que tuviera paciencia... con la promesa del gozo del que sería partícipe más tarde.
-Mire usted, señora Peña -decía el hombre sentado al otro lado de la mesa-, la pensión no me llega y la Seguridad Social no quiere pagarme la prótesis del dentista. Comprenderá usted que, así, faltándome los dientes de delante, no puedo ir en busca de trabajo.
Tras él, Harrison Ford sonreía con su espléndida dentadura y le decía por señas que esa noche la iba a llevar a conocer a Obi-Wan Kenobi.
-No creo que podamos ayudarle, las prótesis dentales no figuran entre nuestras previsiones.
El hombre compuso una mueca de desolación. Dijo:
-Entonces, ¿estoy condenado a vivir eternamente de la pensión, por no poder conseguir trabajo?
Harrison Ford se había quitado la chaqueta y abierto tres botones de la camisa, mostrando la viril pelambrera de su pecho. Con sus gestos, le prometía que la noche iba a ser menos tremendista y más satisfactoria que la tarde.
-Vea. Voy a presentar un informe sobre usted, y trataré de que alguien le dé una respuesta que yo no estoy en condiciones de darle.
-¿Y si dijera usted, por ejemplo, que se trata de una enfermedad grave?
Indiana Jones agitaba el látigo, dispuesto a quitarle de enmedio a un sujeto que pretendía que incurriera en falsedad administrativa.
-Eso es imposible. Le prometo que voy a hacer lo que esté en mi mano por ayudarle. Pida cita en recepción para dentro de dos semanas.
Junto a un envejecido Sean Connery, Indiana/Harrison alzó el grial y brindó por ella.
Ahora, en la butaca del cine, se había convertido en una sofisticada investigadora que trabajaba por cuenta de la mayor compañía de seguros del mundo, y trataba de demostrar que Pierce Brosnan era un ladrón aunque figuraba entre los grandes millonarios neoyorkinos y pasaba por ser uno de sus más generosos mecenas.
Pero, qué fastidio, Raquel Cañadas no hacía más que interferir. Que volviera deprisa a la pasarela y la dejara disfrutar con míster Crown aquellas elegantísimas fiestas de la Quinta Avenida.
Bueno, menos mal que al final se iban juntos de viaje a disfrutar los Rolls Royce y las suites más caras de todos los hoteles de Europa, porque, si no, iba a coger a la mocosa alicantina y le iba a cruzar la cara a bofetadas, que buena era ella cuando se trataba de defender lo suyo.
A la mañana siguiente, fue Richard Gere quien se situó a espaldas del visitante. Sólo vestía la mitad inferior del pijama.
-Escuche, señora Peña, no tengo derecho a subsidio de paro, porque los últimos cinco años coticé como autónomo. Tampoco puedo jubilarme todavía, porque sólo tengo cincuenta y un años. ¿Cómo cree usted que voy a sobrevivir?
Richard le estaba diciendo que sí, que iba a comprar los astilleros pero no para venderlos, sino para ponerlos a funcionar.
-Hay una ayuda que da la comunidad, y creo que usted reúne las condiciones para que se la concedan. Tome esta solicitud, rellénela y traiga todos los documentos que se relacionan detrás, ¿ve?
-Es que estoy en las últimas. ¿Tardarán mucho en concederme esa ayuda?
Richard se disponía a entrar en la bañera llena de espuma perfumada, para refugiarse entre sus piernas, que medían ciento diez centímetros. Sintió que le subía el rubor a las mejillas al verlo desnudo.
-Voy a tratar de acelerar los trámites todo lo que pueda. Traiga estos papeles lo antes que le sea posible.
Richard le tendía las manos, para que ella le transmitiera coraje en lo alto de la escalera, puesto que él sufría vértigo. Sabía que, en el momento que cogiera el ramo de flores que él le ofrecía, comenzaría un futuro perpetuamente feliz.
Lo de ser suegra y enamorada del Zorro a la vez no le agradó demasiado, ya que Anthony Hopkins pasaba mucho más tiempo con Antonio que ella. Y, además, resultaba que el Banderas apenas enseñaba nada en esa película, con lo bien que se le veía todo, todo, en "La corte del Faraón".
Por otro lado, resultaba que Catherine Zeta Jones era demasiado joven y esbelta para sentirse dentro de su piel.
En adelante, revisaría mejor la cartelera antes de entrar.
-Tengo treinta y siete años -dijo el hombre-. Cometí un error insignificante a los treinta y uno... y aquí me tiene, con la vida destrozada tras haber pasado seis años en presidio. ¿Usted cree que hay derecho?
No había ninguno de sus ídolos detrás del visitante porque todos estaban en él. Medía algo más del metro ochenta, esbelto, moreno, de figura atlética, mejor que Christopher Reeve porque era mucho más agrestemente masculino. Le desagradaba el pequeño tatuaje que asomaba bajo el puño de la camisa, pero, por lo demás, eran un compendio de los rasgos más seductoramente viriles que había visto nunca en la pantalla.
-No sé qué decirle.
-Que no tengo más que morirme de asco en la calle, como un perro.
-Su caso no está previsto en nuestros programas. Ha escrito usted en el cuestionario que se graduó de arquitecto en la universidad y que tuvo trabajo adecuado a sus condiciones... Tenemos varios programas de reintegración, pero no me parece que usted pudiera encajar en ninguno.
-¿Y qué hago?
El hombre movía la prominentísima nuez de un modo que le causaba vahídos. Miró el cuestionario para recordar el nombre.
-Usted, señor Olivares es soltero y no tiene nadie a su cargo. Eso es, en principio, una gran desventaja, porque usted es una persona joven y fuerte, que podría encontrar fácilmente trabajo.
-¿Fácilmente? ¿Sabe usted lo que pasa cuando digo que he estado seis años en la cárcel?
Tenía hombros muy anchos, debía de ser más fuerte que la media, más que Patrick Swayze protegiendo a Demi Moore. En las profesiones de fuerza, como la albañilería o las reparaciones, o el reparto, o el almacenaje, nadie se mostraría reticente para contratarlo por haber cometido un error en el pasado.
-¿Ha intentado trabajar de albañil?
-¿Albañil? Yo hacía planos para que los albañiles trabajaran. ¿Cree usted que podría sentirme a gusto en esa clase de empleos?
Su expresión de ligero enfado añadía atractivo a su angulosa cara, donde los ojos oscuros bajo las cejas espesas, refulgían sobre unos pómulos de centurión romano, superiores a los de Kirk Douglas, y una quijada de héroe de película de ciencia ficción, más viril que la de Harrison Ford. Reía con franqueza, mejor que Clark Gable, mostrando una dentadura muy sana aunque, al parecer, algo descuidada en los últimos tiempos.
-Vea, señor Olivares, voy a preguntar en varios departamentos a ver si se me ocurre de qué modo podemos ayudarle. De momento, le aseguro que no tengo ninguna idea. Vuelva usted... pida cita en recepción, pero diga que yo he dicho que se la den para el lunes que viene, auque sea fuera de horario.
Carlos Olivares se alzó del asiento. Mientras se cerraba la chaqueta, Soledad se recreó en su figura, tan reciamente masculina como la de Nick Nolte, y no pudo evitar contemplar el relieve de su pantalón. Algo ruborizada, alzó la mirada hacia el rostro. El hombre sonreía. ¡Había seguido la exploración de sus ojos! Se sintió pillada en falta.
-Entonces, ¿el lunes?
Soledad asintió.
Mirándola fijamente a los ojos, Carlos Olivares le tendió la mano. Era una mano fuerte, huesuda, cálida, algo velluda en la proximidad de las muñecas, tan sensuales como debían de ser las de Clint Eastwood. Sintió un estremecimiento, porque deseó que la mano y su compañera fuesen más audaces y la abrazaran. Apretó los labios para no retenerlo.
Entre el martes y el domingo, fue cuatro veces al cine.
Pero algo se había revuelto en sus fantasías, habitualmente tan gratificantes. Ahora, descubría a cada momento que Harrison, Richard, Brad, Antonio y Kevin poseían rasgos en común con Carlos Olivares.
Tenía la mirada incisiva de Antonio Banderas, los ademanes suaves de Kevin Kostner, la sonrisa franca de Harrison Ford, la figura atlética de Brad Pitt y la displicencia aristocrática de Richard Gere.
Y no sólo se materializaba en las películas. Sobre todo, se entrometía en los sueños. Estaba amando heroicamente a Kevin en el personaje de Robin Hood y, de repente, zas, acudía un fiero lord al frente de sus mesnadas que, al apearse del caballo, resultaba ser Olivares. Descendía con Antonio Banderas a las profundidades de su oscuro refugio parisino e, inesperadamente, llegaba volando un vampiro a morderle el cuello y, cuando resucitaba como vampiresa, descubría que su mordedor era Olivares. Huía de Richard Gere para no casarse con él, como ya había hecho con otros tres, y, una vez que el periodista de Nueva York le daba alcance, se convertía en Olivares. Exploraba con Harrison Ford la selva de Centro América y la raptaba un capitán maya que, al instante, tenía la cara de Olivares. Amaba al misterioso Brad Pitt en el personaje de la muerte en vacaciones, el señor Black, recorriendo con él los lujosos salones de su padre moribundo y, bajo los juegos pirotécnicos, descubría resplandeciente el rostro de Olivares.
Lamentó que sus averiguaciones fuesen tan poco prometedoras para él después de salir de ver "Locos en Alabama". El sueño le produjo desasosiego, porque cada vez que abría la nevera, guardada en la sombrerera, la cabeza que le había cortado a su marido con la sierra mecánica era la de Carlos Olivares. Abrió esa sombrerera más de cien veces a lo largo de la noche, y siempre era él, y no comprendía cómo podía ser que sintiera su cálida y masculina mano posada su pecho.
La mujer que figuraba penúltima en la lista se estaba extendiendo más de la cuenta. Claro que su problema era de órdago: viuda a los treinta y dos años, con cuatro hijos menores, su marido había desaparecido en el mar, caído por la borda de un barco de pesca, y las autoridades le decían que tendría que esperar más de dos años para comenzar a cobrar la pensión, hasta que no lo dieran oficialmente por muerto o recuperasen el cadáver.
Podía gestionarle una ayuda de subsistencia y la despachó muy pronto. Entonces, entró él.
Al contrario que la primera vez, no llevaba chaqueta; en su polo de color amarillo se marcaba con nitidez el relieve de sus pectorales, como Arnold cuando suplantaba a un maestro de guardería y, bajo las mangas cortas, emergían unos brazos fibrosos, velludos y muy fuertes, como los de Charlton Heston en Ben Hur. El tatuaje de la muñeca era el único, al menos en los brazos, y por el escote del polo no se apreciaba que tuviera ninguno en el pecho, al menos no lo suficientemente grande como para asomarse al escote; lo que sí se asomaba era la pelambrera, no excesiva pero sí abundante, como la de Burt Reynolds. ¿Por qué no trataba ese hombre de trabajar en el cine? Sintió al saludarlo cierta opresión en el esófago y tragó saliva.
Él la miró intensamente, con una leve sonrisa, antes de preguntar:
-¿Tengo alguna esperanza?
Soledad creyó durante un segundo que se refería a un posible encuentro amatorio con ella, como Mel Gibson cortejando a Goldie Hawn. Se sacudió la idea pasándose la mano por la frente, y respondió:
-Es muy poca la ayuda que puedo prestarle. Usted reúne las condiciones para solicitar la pensión de subsistencia...
-¿De cuánto es?
-Unos cuatrocientos mensuales.
-¿Pensión de subsistencia? Querrá usted decir ayuda para cigarrillos.
-No fume.
-No fumo, pero... ¿no se da usted cuenta de que con ese dinero no hay quien pueda vivir? Cualquier alquiler, el más modesto, supera esa cantidad.
-Sí me doy cuenta.
-¿Qué genio del gobierno ha ideado esa humillante ayuda de hambre?
-Entonces, ¿no quiere solicitarla?
-Antes que someterme a esa humillación, me suicido.
Soledad sintió un estremecimiento. El hombre era muy capaz.
-Tenemos un programa de búsqueda de empleo. Le puedo mandar allí...
-¿Qué clase de empleos consiguen?
-Desde luego, ninguno de arquitecto, si es a eso a lo que se refiere. Los pedidos que suelen llegarnos son, sobre todo, de albañiles, jardineros y colocaciones de esa clase.
-Se llama usted señora Peña, ¿verdad?
-Llámeme Soledad -concedió sin poder evitarlo.
Él sonrió.
-De acuerdo, Soledad. ¿Que pretende el estado que hagan los hombres que se encuentran en mi situación, pedir limosna, deprimirse hasta la autodestrucción, morir de hambre?
-Disponemos de comedores...
-Hace una semana, estuve en uno. Había a mi lado un sujeto que no se había bañado en toda su vida y que lo más pequeño que tenía en el pelo eran piojos. Tuve que marcharme sin comer. Dígame, Soledad, ¿está segura de que no existen otras salidas?
Soledad se compadeció de su expresión ansiosa, igual que la de Gerard Depardie en Cyrano; por un momento, había descendido de su arrogancia, más física que anímica, para mostrarse verdaderamente abatido.
-Tendré que estudiarlo. Créame, señor Olivares, voy a dedicarme con los cinco sentidos a encontrar alguna solución para usted. Pida en recepción cita para el viernes.
Terminada la jornada, y antes de disponerse a encontrar la ensoñación mágica de la mayoría de sus tardes, Soledad cerró los cajones del escritorio, echó las llaves de los cuatro armarios de archivo, guardó el llavero, giró el seguro interior de la puerta y, tras encajarla, probó con un empujón que había quedado bloqueada. Saludó con una inclinación de cabeza al conserje, que la contempló con la inextricable mirada de siempre y le deseó buenas noches. Echó a andar con dirección al cine y, entonces, notó que alguien caminaba tras ella, a su ritmo, tal como si fuera Ray Liotta en aquel papel de policía acosador. Se negó a volver la cabeza pero, algo inquieta, apresuró el paso. El persecutor continuaba detrás, sin aproximarse, a su ritmo, calculó que a unos diez o doce pasos de distancia. Por suerte, unos cincuenta metros más allá llegaría a una calle menos desierta.
Ya en las cercanías del multicine, en un paseo donde había mucha animación, dejó de sentirse preocupada porque alguien la siguiera e, incluso, se olvidó del caso, pero, en el momento de ir a sacar el dinero del bolso para pagar la entrada, lo vio. Carlos Olivares, a su lado, le sonreía obsequiosamente.
-Creía que iría a dar un paseo o algo así, y pensaba abordarla para charlar. Qué pena que haya decidido venir al cine.
Su expresión era la de los flaschbacks de Rober Redford en Gastby. Los reglamentos no específicamente escritos, prohibían intimar fuera del despacho con las personas que iban a pedir ayuda. Pero, ¿qué iba a hacer, negarse a hablar?
-¿Por qué pena?
-Porque yo no...
Olivares se interrumpió. Ella entendió que no podía comprar la entrada.
-Me gustaría invitarle -dijo Soledad.
Él sonrió. Nada más. No dijo "gracias" ni expresó de otro modo el agradecimiento, como si la invitación fuese la cosa más natural del mundo y poseyera la irónica calidad sobrehumana de Bruce Willis en "Jungla de Cristal". Soledad calculó el grado de lógica que podía tener pedir a la taquillera que le diera las dos entradas en lugares separados; halló que sería entendido como una estupidez y se limitó a pagar las dos entradas, sin más.
Faltaban diez minutos para que comenzara la sesión y todavía no permitían entrar en la sala.
-Esto es muy irregular -dijo Soledad.
-¿Invitar al cine a quien no puede pagarlo?
-No exactamente. Tenemos prohibido confraternizar con... las personas que atendemos en el despacho.
-Ya hemos hablado dos veces. Somos amigos, ¿no?
-Supongo que sí. Yo siempre soy amiga de las personas que...
-¿Las personas que socorre?
Soledad miró hacia otro lado. Había enrojecido. ¿Por qué la intimidaba tanto ese hombre? No parecía temible, lo único temible era su portentoso atractivo.
En la pantalla, Robert de Niro interpretaba a un mafioso que había perdido sus impulsos asesinos y trataba de recuperarlos consultando a un psiquiatra. Extraordinariamente divertida, la acción no le hacía olvidar el calor del brazo apoyado en el suyo. En cierta medida, Carlos Olivares se parecía a aquel Robert de Niro de veinte años atrás, el de "Taxi driver", pero con ventaja para el que rozaba su brazo, el que le transmitía una calidez que se le extendía brazo arriba, alcanzaba su hombro, ocupaba su pecho y comprimía su esófago, produciéndole, más que ahogo, jadeos de anticipación. Sólo una vez en toda su vida había estado desnuda con un hombre, hacía de eso trece años, cuando tenía treinta. Ahora, sentía necesidad urgente de que el hombre que le transmitía esas ondas se desnudase y la desnudara, abrazarse a él, disfrutar en toda la superficie de su piel un contacto más directo y total que el del codo posado en el apoyabrazos de la butaca.
El pobre psiquiatra trataba de casarse una y otra vez, y siempre llegaba a interrumpir la ceremonia Robert de Niro, con sus exigencias y sus regalos extravagantes. También era muy extravagante estar sentada al lado de ese hombre, un menestoroso ex presidiario que había ido a su oficina en busca de ayuda.
Cuando la película iría más o menos por el segundo tercio, Carlos Olivares retiró el brazo. Por un momento, Soledad se sintió desfallecer, como Vivien Leigh al pie de la escalera cuando Clark Gable le dijo que no le importaba, pero, al instante siguiente, él puso ese brazo sobre su respaldo y, a continuación, ella no supo qué debía hacer. ¿Enfadarse, mandarle retirar el brazo, hacerse la desentendida, permitir la caricia?
Ahora decidía Robert de Niro matar al psiquiatra, influído por sus consejeros, que hallaban que sabía demasiado. En el momento de ir a dispararle, resultaba que el psiquiatra salvaba al mafioso durante un tiroteo. Convertido en héroe, el psiquiatra establecía con Robert de Niro una relación casi de amor.
¿Era algo parecido al amor lo que le transmitía el brazo y la mano que le rozaban ambos hombros? Los jadeos iban a comenzar a ser audibles en el momento más inesperado, porque algo casi material recorría su vientre y anunciaba la convulsión. Entonces, Carlos Olivares apoyó la mano en su nuca, que acarició, y luego la abandonó allí, como una propuesta que, igual que las de Vito Corleone, no podría rechazar. Soledad notaba que había perdido la voluntad y no solamente no iba a sacudirse la mano intrusa, sino que ansiaba que el atrevimiento avanzara más antes de que acabase la película, para cuyo final no podía faltar demasiado. Ahora, sin retirar la mano izquierda de su cuello, Carlos apoyó la derecha en su brazo. Era una mano grande, angulosa, mucho más sensual de lo presentido con la sola contemplación. A continuación, esa mano se deslizó hacia la suya y la apretó un instante, para, en seguida, tomarla y conducirla hacia la bragueta inflamada. Sintió horror, pero se trataba de un horror jubiloso, la alegría de descubrir que, todavía, podía hacer que la bragueta de un hombre se inflamase sin haberla manipulado previamente. Lo que tocaba no tenía un tamaño despreciable, más bien al contrario, y poseía dureza de madera, como si Carlos hubiera introducido en su pantalón el otro apoyabrazos, el situado a su derecha. Sintió que la mano de él oprimía la suya, para obligarla a actuar.
Un residuo de autodefensa cayó sobre su voluntad y retiró la mano.
-Por favor -dijo él junto a su oído derecho.
-No somos una pareja de novios adolescentes.
-Yo estoy como un adolescente. Me han quitado seis años de mi vida y sólo tengo treinta.
-Por favor, espera un poco. Tengo que hacerme a la idea.
-La película va a terminar.
-Podemos...
-¿Qué?
-No, nada.
-¿No podríamos ir a tu casa?
Ella no respondió. Se alegraba de encontrarse en un lugar en penumbra, porque debía de tener las mejillas púrpuras de rubor.
-Vayamos a tu casa, por favor.
-¿No tiene usted..., no tienes casa?
-¡Si vieras donde vivo!
No quiso indagar más. ¿Tenía algo que temer? El nombre, la dirección, el número de carné de identidad y el teléfono de contacto de Carlos Olivares estaban escritos en su expediente. Sabiéndolo, él no abrigaría malas intenciones.
-Te invito a cenar.
-Gracias, Soledad. Puedes dejar de estar sola en cuanto quieras.
La frase le pareció enigmática. ¿Qué sabía él de ella?
Cenaron, en un restaurante de comidas rápidas, pollo frito y ensalada. Ella notó que Carlos comía con fruición, sin parar de dedicarle madrigales. Tenía verdaderamente hambre, y sin embargo, encontraba ánimos para piropearla. Apenas necesitó más súplicas ni violentar aún más sus escrúpulos; lo invitó a subir cuando la acompañó hasta la puerta de su casa.
-¿Cuántos años tienes, treinta y dos o treinta y tres, no?
Soledad sabía que era un cumplido, un cínico cumplido, un nuevo madrigal. Nadie podía calcularle menos de los cuarenta y tres años que había cumplido, teniendo en cuenta, además, lo poco que se arreglaba la cara.
-No digas tonterías.
-Tienes buen cuerpo.
-Me sobran lo menos cinco kilos.
-Me gusta que las mujeres tengan donde agarrarse.
-Pero ya no soy ninguna muchacha, Carlos. Incluso me da apuro quitarme el sostén.
-Deja que te lo quite yo.
Lo hizo. A continuación le mordió los pezones con cierta fuerza. Soledad tuvo una convulsión.
-¿Tan pronto? -preguntó él con decepción.
-Es la falta de costumbre.
-Practicas poco el sexo, ¿verdad?
Soledad se limitó a suspirar.
-Yo no estoy todavía -dijo él-. ¿Te molesta que siga... habiendo gozado ya?
-Sigue, por favor.
Al penetrarla, Soledad no pudo contener el grito. No sonó muy fuerte, pero sí fue lo bastante intenso como para que él se alzara, alarmado.
-¿Qué pasa?
-Yo no...
-¿Eres virgen?
-No exactamente.
-¿Qué tiempo llevas sin hacerlo?
-¡Trece años!
Sin decir nada, él inició un recorrido con la lengua por su cuello, su pecho y su vientre; pasó unos diez o doce minutos acariciándola, manipulándola, transportándola a cielos que no estaban en ninguna película, porque ni siquiera las pornográficas que alguna compañera la había invitado a ver en su casa registraban escenas semejantes, tan delicadas, lentas y estimulantes. Ahora deseó con vehemencia que él volviera a intentarlo.
Cuando amaneció, sabía que tenía los ojos aureolados de violeta. Tres veces había gozado Carlos dentro de ella. Cuatro veces había gozado ella y cada vez fue mejor y más prolongada que la precedente.
Cogió en el despacho la carpeta que contenía el expediente de Carlos Olivares. Sí, soltero. Sí, había nacido en la ciudad, el número del documento de identidad lo confirmaba. Sí, aparecía la dirección y había sido comprobada. ¿Había ocurrido todo en realidad o lo había soñado? ¿Había vuelto una de sus ensoñaciones cinematográficas, engañando del todo a sus sentidos?
No. Sentía en el vientre todavía el ardor y dos compañeras la habían mirado al llegar, con sorpresa; una le había preguntado:
-¿Te has maquillado por fin?
No lo había hecho. Más bien, creía tener mala cara, por la noche pasada en vela. Estaba segura de presentar ojeras muy acusadas.
Recorrió el pasillo canturreando todas las veces que salió a beber agua, para ir a los aseos o a tomar café, entre las miradas sorprendidas e irónicas de los compañeros.
Una semana más tarde, la quinta vez que Carlos dormía junto a ella, dijo:
-No puedo aguantarlo más. Cualquier día, hago una locura.
-Tranquilízate, Carlos. Encontraremos la solución.
-¿Qué solución, que tú me mantengas?
Soledad se mordió el labio inferior.
-No he querido decir eso.
-Pues si lo estás pensando, que se te quite de la cabeza. Yo soy un hombre, tengo una carrera y una cultura. La sociedad no puede marginarme de este modo.
-Estoy al habla con todos mis compañeros y los departamentos autonómicos y de otras administraciones. Algo encontraremos.
-¿Un empleo de caridad? -preguntó él con desdén.
-No, Carlos. Un amigo está haciendo gestiones muy serias en la concejalía de urbanismo, a ver si pudieran contratarte por la puerta falsa. Ten paciencia. Tendrás trabajo, una función de tu nivel.
-¿Para ganar una miseria? Mira, Soledad, cuando pasó aquéllo, yo estaba a punto de abrir mi propio estudio de arquitectura. A estas alturas, tendría que ser millonario. ¿Cómo voy a conformarme con un sueldo de funcionario?
Soledad se mordió el labio. Hallaba que el comentario contenía, en cierto modo, un insulto hacia ella, y esto la entristeció. ¿Se encontraba ante la primera discusión de pareja?
-Nunca te he preguntado cuál fue tu... delito.
-Has hecho bien.
Él no añadió ni aclaró más. Sin duda, jamás le revelaría voluntariamente lo que lo había llevado a la cárcel. En vez de continuar la conversación, Carlos ejerció, con mucha mayor eficacia que las otras cuatro noches, su habilidad sexual. Soledad gozó cuatro o cinco secuencias de orgasmos múltiples. Reconquistaba el tiempo perdido y miró con agradecimiento el cuerpo desnudo que dormitaba a su lado. Toda su carne era firme, una viril figura que aparentaba menos de treinta años. Aparte del tatuaje de la muñeca, sólo tenía otros dos: uno en la cadera, con forma de corazón atravesado por una flecha, y otro en el pene, en la parte superior, casi en el prepucio, una rosa pequeña. Creía que dormía, pero Carlos murmuró:
-¿Te gusta?
-Sí.
-Puede ser tuyo para siempre.
-¿Para siempre?
-Me encanta hacer el amor contigo. La pena es que voy a tener que emigrar de este maldito país, irme con mi título a donde nadie me conozca.
-Ten paciencia.
-¿Más?
-Algo conseguiremos.
-Oye, Soledad... Tú... podrías hacer que mi vida cambiara definitivamente.
-¿Sí?
-Sí. Sólo tendrías que ayudarme una vez...
-¿Qué quieres decir?
-Lo llevo pensando un par de días y se me ha ocurrido una idea. Si lo hicieras, nos casaríamos y viviríamos el resto de nuestras vidas juntos.
Soledad calló. Aguardó a ver qué más decía.
-¿Soledad?
-¿Sí?
-¿Sabes de lo que te estoy hablando?
-No.
-El plan de autoempleo, de eso estoy hablándote.
-¿Quieres que te ayude a conseguir una subvención? Son sólo dos millones. Comparado con el empleo de la concejalía...
-No estoy hablando de dos, sino de veinte millones.
-No comprendo.
-¿No eres tú la que informa favorable o desfavorablemente esas solicitudes?
-No soy yo quien toma las decisiones.
-Pero tu informe es el más significativo, el más decisivo.
-Supongo que sí. ¿A dónde quieres ir a parar, Carlos?
-Podemos prefabricar diez expedientes, y obtener diez subvenciones diferentes, para diez titulares distintos. Tengo quien me haga los documentos...
-¿Falsos?
-Pero parecen genuinos.
Soledad se dio la vuelta en la cama. Llevaba veintiún años como funcionaria, con el historial profesional más limpio y ordenado de toda la ciudad. Lo que Carlos le pedía no era, en realidad, demasiado arriesgado; tal vez podía hacerse sin ningún problema, porque prácticamente era ella la única persona que intervenía en el proceso. Todo lo demás eran sólo papeles emitidos por otros departamentos. La única que tenía que ver a las personas titulares de esos papeles era ella. Haciéndolo sólo una vez, tal vez no sería descubierto jamás. Pero ¿podría soportarlo su conciencia?
Sintió que Carlos la abrazaba por la espalda. Sorprendentemente, tenía el pene tan rígido como la primera vez de esa noche.
El proceso duró sólo tres meses y medio. Lo que más sorprendió a Soledad fue la calidad perfecta de las falsificaciones. Nadie detectaría jamás que esos documentos eran falsos. Le chocó la osadía de Carlos. Todos los carnés llevaban su foto, era él en verdad aunque en unas fuese moreno, castaño en otras y oxigenadamente rubio en otras, con bigote o con barba, con ojos azules o marrones, siempre era él, ella lo reconocía sin duda, aunque nadie más pudiera advertirlo. Diez cuentas diferentes, en seis bancos y cuatro cajas de ahorros distintas, recibieron a los tres meses y medio transferencias de dos millones cada una. Esa noche fueron cinco las secuencias de orgasmos, aunque la noche anterior Carlos la había transportado al cielo cuatro veces. Era incansable, no sufría decaimientos. Se sintió muy, muy feliz.
Pero los siguientes tres días, Carlos no acudió a esperarla a la salida.
Tendría algún problema, se dijo para tranquilizarse.
Un día más y tampoco acudió, pero ella había copiado el número de teléfono y la dirección de su expediente. Lo marcó cinco minutos después de dejar el despacho. Nadie contestó.
Tuvo que tomar un somnífero para conseguir dormir.
Un día más tarde, el quinto desde la desaparición de Carlos, decidió ir al cine, cosa que no había hecho en exceso durante los últimos cuatro meses. Refugiada en la penumbra, lloró y lloró, y las lágrimas no eran por Julia Roberts ante la miopía cobardemente autoprotectora de Hugh Grant, sino por sí misma, por el descubrimiento de su estupidez.
Terminada la película, se preguntó si tenía hambre. Resultó que no. Contó a tientas el dinero; sí, los quince billetes continuaban en el bolso. Sentíase anestesiada cuando, en la última fila de butacas del cine donde proyectaban "El gerrero número 13", en la sesión de noche, se los entregó al hombre a cambio del envoltorio. Salió sin ver la película, cosa que lamentó, ya que le hubiera gustado ver a Antonio Banderas en plan héroe medieval.
Aguardó frente al portal de la dirección que figuraba en el expediente. Carlos Olivares llegó a las dos y cuarto de la mañana, acompañado de una mujer despampanante que no tendría más de veinticinco años. Él estaba irreconocible, pero ella había sido capaz de reconocerlo con diez disfraces diferentes. Ahora tenía el pelo teñido de rubio platino y usaba gafas de brillos metálicos. Estaba acompañado, no le diría nada.
Esperó en el mismo lugar las cuatro noches siguientes, con la misma paciencia de Sean Connery en sus papeles de espía. Dos, no lo vio llegar. Las otras dos, llegó con la misma compañía. La pareja bajaba del taxi haciéndose arrumacos, siempre con ropas lujosas y extravagantes, siempre felices, sonrientes, gozosos, como los personajes de "La dolce vita".
La quinta noche sería domingo. Sintió durante toda la tarde la tentación de apostarse frente al portal, pero eso podía ser una soberana tontería. Las cinco noches de vigilancia, siempre había llevado ropa diferente y, de todos modos, nadie la había mirado de manera especial ni tampoco había pasado demasiada gente. Pero estar parada allí, de día, era otra cosa, un riesgo demasiado absurdo. Lo que tenía que decirle, no debía ser oído por nadie, y de día aquella calle se encontraba bastante transitada.
En cuanto anocheció, aunque ya sabía que Carlos tenía costumbres noctámbulas muy tardías, se situó en su lugar de observación.
Pasaron algunas parejas de adolescentes, de prisa, porque la noche de domingos todo el mundo se recogía más temprano que otros días de la semana. Pasaron también varios grupos, y un joven de uno de ellos le sonrió. Confió que no fuera capaz de recordar su cara.
La mujer con quien había visto ya tres veces a Carlos llegó a las doce y media; vestía pantalones. Salió veinte minutos más tarde, vestida con un escotado traje de fiesta, al estilo de Faye Dunaway, y tomó un taxi que la esperaba en la puerta y que debía de haber llamado por teléfono. Seguramente, Carlos la esperaba en algún centro de diversión nocturna, pero daba igual, aguardaría en el mismo sitio. Tenía que verlo con sus ojos, descubrir a qué grado de desvergüenza había descendido, comprobar si era tan falso como Warren Beatty en "Shampoo". Pero a los quince minutos de irse la mujer, fue Carlos quien entró apresuradamente; vestía chándal y zapatos deportivos. Sin duda, iba a cambiarse también él de ropa, para acudir quién sabía dónde.
Tal como había proyectado, Soledad marcó al azar en el portero electrónico un número de piso. Con voz angustiada y fingida explicó a la mujer que respondió que había olvidado la llave en su piso y su pobre niñito de tres años estaba solo. No supo si la mujer la había creído, pero sonó el zumbido de apertura de la puerta.
Tomó el ascensor, que paró en el piso de Carlos. No tardaría. Obstaculizó con dos palillos de dientes el cierre de la corredera, subió un tramo de escaleras y aguardó con la serenidad de Melanie Griffith en "Working girl". Cinco minutos más tarde, Carlos, vestido con elegancia algo esnob, cruzó ante el tramo de escalera y se introdujo en el ascensor. Soledad escuchó el ruido de la puerta que trataba de cerrarse y, en ese momento, bajó precipitadamente los ocho escalones. Carlos le sonrió con perplejidad.
-¡Soledad, qué alegría verte!
Fue todo lo que pudo decir. Soledad disparó solamente una vez al corazón, pues le pareció que era suficiente. Retiró los palillos de dientes que impedían que la puerta se cerrara, entró en el ascensor, pulsó el botón del ático y, una vez arriba, volvió a bloquear la corredera con los palillos y bajó las escaleras tranquilamente.
Al día siguiente, cuando realizó el acostumbrado rito del cierre de cajones y armarios, dio una última ojeada a la página del periódico, abierto sobre la mesa, donde aparecía la fotografía de un Carlos Olivares con seis años menos. Arrancó la hoja, tiró el periódico a la papelera, guardó el recorte en el bolso y se aseguró de que la puerta quedara bien cerrada.
Se dirigió al multicine. No sabía por qué, pero sentía ganas de echar en un inodoro, concretamente en el del cine, el recorte de periódico que guardaba en el bolso y pulsar a continuación el botón de la cisterna. Sonriente, compró la entrada para ver "Muertos de risa".