Si se ha estudiado historia sólo a niveles escolares, lo normal es que uno no sienta ninguna simpatía por los ingleses. Y para qué engañarnos, los ingleses que no han pasado de la primaria nos odian cordialmente a los españoles. Y francamente, si se llega a la universidad la cosa no se compone.
Los prejuicios nacen de la falta de conocimiento. Y hay que ver la cantidad de oportunidades que nos perdemos si nos quedamos en el prejuicio y no damos una segunda mirada a las cosas. La miopía emocional resulta bastante más limitadora que la miopía física, que ya lo dijo la filósofa Marilyn Monroe.
La primera vez que viví en Inglaterra, fui a la fuerza. La empresa donde trabajaba en Venezuela pretendía mandarme unos meses a su central de Nueva York, y era indispensable estudiar inglés. La propia empresa me contrató un curso de mes y medio en Bournemouth y allá que fui, con tantas ganas como si me mandaran con un simple cólico a la clínica del doctor House.
El prejuicio dominó completamente mi viaje, el traslado desde el aeropuerto y la llegada a la casa donde me alojé, que por cierto se llamaba villa nosequé en español, y su propietaria, mi hospedera, se desvivió desde el primer momento por darme comidas que parecieran españolas, con lo cual la pobre señora la acabó de enmendar. Era marzo, lloviznaba aguanieve todos los días a pesar de que los naturales de Bournemouth dicen que ellos son la Málaga británica, las casas y calles me parecían clonadas y el verde-azul noche de los árboles y plantas hubiera matado de melancolía al mismísimo Luis Cernuda.
Así que cuando llegó el fin de semana, salí despavorido, maquinando cómo me las maravillaría yo para convencer a mi empresa de volver inmediatamente a Caracas. Visité el sábado Stonhenge, que queda bastante cerca. El plan era que cada fin de semana iría de excursión a un sitio diferente, pero volví cuatro veces a Stonhenge, donde para quien tenga sensibilidad ocurren cosas más bien rarillas. Al mes de permanencia, convertido en una especie de zombi celta, ya no me acordaba del deseo de desertar y resistí hasta el quinto fin de semana, en que me tocaba ir de excursión a Londres.
Tropical de costumbres y ropa, pasaba más frío que un Pocholo en la Antártida. Cuando llegué ese sábado a Londres, lo primero que pensé fue comprarme un abrigo. Me atrajo el arranque de Regent Street desde Picadilly, muy monumental, y por allí me di a pasear en busca de una tienda.
Encontré en un escaparate de un negocio muy pequeño, personal, un gabán tres cuartos que me pareció bien. Entré, pedí probármelo y me satisfizo. Iba a salir con él puesto cuando me di cuenta de que le faltaba un botón y se lo señalé al dependiente-dueño-sastre, que todas esas cosas era. El hombre se mostró apuradísimo y me hizo entender que no me preocupara, que iba a correr en busca de un botón igual a la tienda de un amigo suyo. Que esperase, porque sólo tardaría cinco minutos.
Salió presuroso, dejándome en el interior de la pequeña tienda con la caja a mi alcance. Me pasaron por la mente las ideas más estrambóticas, pero, sobre todo, me preguntaba con qué clase de suicida me había topado.
Regresó a los quince minutos, pidiéndome disculpas como si hubiera pegado a mi madre y se dio urgentemente a colocar el botón en su sitio.
Mitigado mi frío, cuando volví Regent abajo se me habían borrado todos los prejuicios sobre los ingleses.