La historia de la relación de España con las Indias Occidentales está llena de tesoros, piratas, batallas y traiciones.
En este libro, del que ofrezco de nuevo la primera mitad, novelo la historia real del mayor tesoro que jamás ha navegado por el Atlántico.
Brumas sobre el oro
Corría 1702 cuando el río de oro que había sido el océano Atlántico volvió a fluir después de tres años de sequía.
Eran aquellos tiempos difíciles para el imperio español, porque los reinos europeos, ansiosos de apoderarse de las tierras y riquezas hispanoamericanas, habían ideado un personaje de perfiles imprecisos y carácter siniestro: el pirata. O el bucanero. O el filibustero. Máscaras que embozaban con frecuencia a generales y almirantes de los reyes de Inglaterra, Francia y Holanda.
En las postrimerías del siglo XVII, eran incontables las islas antillanas convertidas en bases de los piratas. Y éstos eran tan numerosos y los estragos causados a los galeones españoles del comercio de Indias llegaron a ser tan graves, que la Flota de la Plata de 1699 tuvo que refugiarse en La Habana a la espera del refuerzo que podía representar la de 1700. Reunidas las dos, tampoco se creyeron lo bastante fuertes como para romper el acoso bucanero. Esperaron aún la flota de 1701, pero únicamente en el verano de 1702 se atrevieron a iniciar la travesía gracias a una protección que les pareció providencial.
Mientras los galeones aguardaban en La Habana tiempos más propicios y las arcas españolas se vaciaban, tenía lugar un encadenamiento de hechos que convulsionaron al Reino de España, situándolo en grave riesgo de ser dividido entre las potencias de Europa: Parecía a punto de derrumbarse el entramado de intereses de aquella precursora del mercado común europeo que fue la Casa de Contratación de Sevilla; Carlos II el Hechizado, bajo cuyo reinado partió la primera de las tres flotas, murió sin descendencia; superadas las graves intrigas cortesanas originadas porque el último rey español de los Habsburgo no hubiera engendrado un heredero, el francés duque de Anjou sucedió a Carlos II, siendo coronado con el nombre de Felipe V. Esta coronación suscitó la ira del imperio austriaco y la alarma de Holanda e Inglaterra, temerosas de que el abuelo del nuevo rey, Luis XIV de Francia, pudiera convertirse en emperador de Europa gracias a la anexión de España y sus extensas posesiones. Así nació la Gran Alianza, en contra del cambio de dinastía en el trono de Madrid.
Cuando el joven rey Felipe V fue informado de las catastróficas consecuencias económicas que ocasionaba la permanencia de tres flotas en La Habana con el producto de tres años del Comercio de Indias, Luis XIV puso a su disposición la armada francesa, una de las más poderosas de la época, para la protección de los galeones en la travesía del Caribe a Cádiz.
Como ya había comenzado la contienda europea que fue la Guerra de Sucesión española, abundaban los intentos de invasión de la península por parte de las potencias de la Gran Alianza, con Inglaterra a la cabeza.
Advertidos del riesgo que el acoso de la Gran Alianza podía representar para la preciosa carga que transportaban, los almirantes de las tres Flotas de la Plata decidieron no enrumbar hacia Cádiz, que era lo que mandaba la ley, y refugiarse en Vigo, a la espera de circunstancias más favorables.
Un conjunto de acontecimientos que representa un enigmático avatar de la Guerra de Sucesión, hizo que el almirante de la armada angloholandesa abandonara el intento de invadir Andalucía y pusiera sus navíos rumbo a Vigo, resuelto a apoderarse de la carga, que los espías ingleses y portugueses consideraban el más fabuloso tesoro que jamás hubiera navegado sobre el mar. La presencia de la armada de Luis XIV no le desalentó.
La noche del 23 de octubre de 1702, los vigueses presenciaron una de las mayores catástrofes sufridas hasta entonces por el poder imperial español. El fuego y la sangre, y también el oro, inundaron la ría de Vigo. El fuego se extinguió pronto y la sangre dejó de aullar cuando las familias rotas consiguieron aliviar su dolor. Pero la inundación de oro cayó por el sumidero de los misterios insondables, esos misterios que perviven porque sus protagonistas se conjuran para no desvelarlo. Las brumas del tiempo y un silencio trufado de vergüenza y necesidad de olvido eclipsaron el brillo de centenares de millones de doblones de oro y millares de toneladas de plata.
Durante los tres siglos transcurridos desde entonces, han sido muchos los aventureros que trataron de encontrar la entrada del sumidero.
Hay ojos que han visto muestras del oro que traían aquellos galeones. Hay ojos que han escudriñado las afiligranadas caligrafías de millares de documentos, en busca del rastro del tesoro, con la pretensión de disolver la bruma que el tiempo espesa. A unos les impulsaba la avaricia; a otros, la curiosidad. Muchos sentían la necesidad de desentrañar las causas y los efectos de aquella tragedia, necesidad que demasiados cronistas se han empeñado en burlar, estremecidos por el sonrojo y el horror. El sonrojo que causa la impericia suicida de los gobernantes españoles de la época y el horror de tantas vidas, haciendas, fortunas y oportunidades malogradas.
Entre 1702 y la actualidad, la bruma sigue reinando en la ría de Vigo.
Misterio en el fondo del mar
Hacía más de una hora que la discusión se había caldeado hasta un nivel de tensión que resultaba incómodo para la que debía ser plácida sobremesa de la cena, lo que podía condicionar desfavorablemente el ánimo de los submarinistas cuando reanudasen la exploración al amanecer.
Dimas Outeiro sabía manejar las pasiones de sus ayudantes y canalizarlas con tino hacia la producción de excelentes programas de televisión, pero el equipo de ahora presentaba una peculiaridad que lo hacía muy diferente de todos los que había dirigido antes. Descontados los cámaras, la jefe de producción, la script, las dos redactoras y los utileros, casi la mitad eran submarinistas que, tal como exigía el anuncio de "Faro de Vigo" a través del que se les había contactado, poseían buen nivel cultural, ya que entre ellos había un médico a punto de doctorarse, un licenciado en filología inglesa, dos graduados en ciencias de la información y un economista. Todos destacados deportistas, con el carácter firme y tenaz que posibilita los éxitos deportivos. No se trataba, pues, de personas a las que pudiera impresionar ni apocar recordándoles sibilinamente, para zanjar la discusión, que el nombre de Dimas Outeiro había salido ya centenares de veces en los créditos, como realizador de algunos de los programas de televisión más célebres de los últimos años.
Trató de evadirse de la airada charla abstrayéndose en la contemplación del paisaje enmarcado por el ventanal del restaurante, donde les había llevado a cenar para romper la monotonía de los menús del hotel en que se alojaban y donde venían comiendo a diario. La ría de Vigo ganaba plasticidad con la noche, el rosario de aldeas formaba una constelación de puntos luminosos reflejados en el agua inmóvil, una galaxia duplicada que más parecía la creación de un pintor. Él sabía que bajo su amable apariencia, ese agua ocultaba en el fondo los rastros de acontecimientos escalofriantes; y no sólo lo sabía mediante la lectura, sino porque había dedicado muchos veranos de su vida a explorar con precarios equipamientos de buceo, desde la cenagosa y turbia ensenada de San Simón hasta las proximidades de las islas Cíes. Cinco objetos, dos de oro y tres de plata, expuestos en un despacho reservado de su casa al que muy pocos amigos tenían acceso, eran el resultado de dos decenios de exploración y el origen de su obsesión por grabar la serie de documentales "El oro de Vigo" que, tras muchos años de proponerla a las productoras de televisión, por fin estaba realizando.
Las quejas de los submarinistas eran razonables, pero ¿cómo convencerles de que ningún canal de televisión abordaría la compra de unos documentales con la misma alegría presupuestaria que un programa de cotilleo rosa en prime time? Ante los jóvenes, él era "la productora", aunque ante la productora Telemedia fuese, en realidad, "ese lunático que sueña con el oro de Vigo y ha conseguido meternos en este embolao". Opinión que, sin duda, era la causa de que llevaran dos semanas y media esperando las máquinas e instrumentos que, al finalizar el primer día de grabación, sabían todos que eran indispensables. A pesar de que Telemedia había transigido y aceptó el proyecto por la proximidad del tercer centenario de los hechos que habían dado origen a la leyenda del oro, sus directivos estaban recortando los gastos hasta extremos insoportables, lo que comenzaba a abonar el desaliento de los submarinistas.
El más impaciente era Gerardo Cao, un sujeto que a Outeiro le sacaba de quicio casi a todas horas, por sus ínfulas de sabelotodo y su afán de ir por delante de los demás en las exploraciones donde participaba. Además, resultaba sospechoso que supiera tanto sobre el oro de Vigo y la batalla que había originado la leyenda, conocimiento que parecía con frecuencia más extenso que el del propio Dimas Outeiro, a quien le daba la impresión de que el chico quisiera subírsele a las barbas.
-Es que si encontramos percebes donde buscamos esmeraldas y pulpos donde debería haber metales preciosos -decía Gerardo en ese momento-, uno acaba perdiendo la paciencia.
-Yo estoy hasta los huevos de jugarme la vida entre hierros retorcidos -protestó Rafael Beira, un periodista, también submarinista, que tenía aspecto de carnicero-; esos barcos debieron naufragar hace menos de tres años, no trescientos.
-¡Ya te digo! -concordó Julio Parada, el médico-. Lo que yo quisiera saber es si hemos explorado realmente algún galeón, porque, por la pinta de lo que hemos visto...
-Sí, hombre -interrumpió Gerardo-. El primer pecio de esta mañana era una galeaza de principios del diecisiete. Aunque estaba hecho cachos, ¿no te fijaste en la forma de la proa y los restos de los tres mástiles?
Dimas no acababa de decidir si podría soportar a Gerardo Cao hasta la finalización de los documentales. Su conducta y todo lo que decía le hacía recelar de él. Una de sus normas personales era no aceptar jamás en sus equipos a gente que le causara alguna clase de inquietud, porque se negaba a sí mismo toda preocupación que le distrajera de lo esencial, o sea, la realización de un buen trabajo. Gerardo no alcanzaba exactamente la definición de "preocupación", pero podía llegar a serlo porque no conseguía hacerse una composición mental sobre sus pretensiones. Según el cuestionario que rellenó al solicitar el empleo, y que había releído varias veces, estaba seguro de que había omitido deliberadamente partes sustanciales de su currículum, porque exhibía conocimientos que no tenían nada que ver con su título de filología inglesa y que más parecían retratar a un historiador o un arqueólogo. Mas su actitud entusiasta, colaboradora, infatigable y generalmente atinada cuando debía tomar decisiones, hacía que Dimas temiera cometer una arbitrariedad si lo despedía movido solamente por un pálpito irracional, pálpito que, sin embargo, Gerardo estimulaba casi a diario.
Dimas no había prestado atención al comienzo de su frase:
-... los que hundieran los españoles voluntariamente, los situarían donde hubiera profundidad suficiente como para salvar el oro de la codicia angloholandesa y quedarían enterrados con el tiempo. Aparte de los que saquearon mientras estaban hundiéndose, los ingleses conseguirían abordar principalmente los que sus patrones acercaron a la orilla para que pudieran ser descargados.
Gerardo describía la batalla del 23 de octubre de 1702 como si la hubiera presenciado, lo que fomentaba la suspicacia de Dimas, que cada día se convencía más de que ocultaba algo. Tomó un sorbo de ribeiro con los ojos fijos en el joven y, haciendo un esfuerzo para rescatarse a sí mismo de la desconfianza, concedió:
-Gerardo tiene razón. Los pecios más interesantes tienen que estar enterrados bajo muchos metros de lodo. Recordad que son casi trescientos años de aportaciones fluviales.
-Entonces, ¿a qué hemos venido? -se lamentó Julio-. Si es imposible, es imposible y si no lo es, ¿de qué carallo estamos hablando?
Dimas sonrió. Más que un médico, Julio Parada parecía un campesino sentencioso.
-Hay que tener paciencia hasta que Telemedia nos mande de una puñetera vez lo que le he pedido -arguyó Dimas-. Si este trabajo fuera fácil, no os habría contratado a tantos, con dos submarinistas tendría de sobra; sois once, todos expertos y en excelente forma, precisamente porque sé por experiencia que nos encontraremos con muchas dificultades. Por otro lado, si fuera tan fácil, tampoco tendría sentido la serie que he planificado en guión. No podemos limitarnos a lo que ya ha sido explorado miles de veces durante tres siglos, porque lo que conseguiríamos sería una mierda de reportaje. Por fas o por nefas, haremos una serie de documentales que demostrarán que el oro de Vigo no es un mito. Esa es la razón de que parezcamos la Cruz Roja del Mar con tantos submarinistas, porque mi intención es explorar sitios donde nada documenta oficialmente la existencia de pecios.
-¿Y si miramos más allá del estrecho de Rande? -sugirió Gerardo.
La pregunta se anticipaba a la pesquisa que Dimas estaba a punto de ordenar para la jornada siguiente, como si le hubiera adivinado el pensamiento. Con desagrado, el realizador miró escrutadoramente a su empleado, atento a lo que se le ocurriera decir a continuación.
-¡Tú has perdido el sentido! -exclamó Fernando Vázquez, otro de los submarinistas que también era periodista titulado.
-Has ido a nombrar el sitio donde el agua es más turbia -reprochó Julio Parada.
-Pero es donde más galeones tuvieron que hundirse -replicó Gerardo-. Por la lógica del follón organizado en la ría aquella noche, creo que algunos de los que cargaban mayores riquezas, tratarían de escabullirse del grueso de los atacantes ingleses buscando la proximidad de las únicas orillas donde esperaban los soldados del rey. Anoche estuve haciendo trazos, teniendo en cuenta las mareas, las corrientes y los bajos, en las fotocopias de planos que nos entregó Dimas el primer día, y si no me engaña el olfato, me parece que encontraríamos algo entre cuatrocientos y quinientos cincuenta metros más allá del puente. Por supuesto que habrá mucho fango, pero ¿no os parece que tiene sentido tratar de pensar como debieron de pensar los marinos de entonces?
Hubo algunos asentimientos, pero muchas más negaciones con la cabeza. A Dimas volvía a rondarle la pregunta sobre qué había ocultado Gerardo en su currículum.
-Sí -dijo en alta voz, en apoyo de Gerardo-. Tiene sentido. Como me han dicho esta tarde que no esperemos las máquinas hasta dentro de tres o cuatro días, mañana nos dedicaremos a ese punto concreto que has dicho. Es probable que no encontremos más que una llanura inmensa de fango cubierto de algas, pero, como no tenemos nada mejor que hacer, pondremos mucho atención a ver si cualquier detalle nos revela el enterramiento de un pecio. Ojalá tengamos suerte.
Era casi un programa de trabajo, de modo que Dimas, según su costumbre, no quiso dar opción a que la discusión continuara ni a que nadie planteara más objeciones. Por ello, decidió dar un viraje a la conversación para terminar la sobremesa en paz:
-Las filloas estaban cojonudas.
-Yo me he comido cinco -afirmó Rafael Beira.
-Para mi gusto, estaban un poco pasadas -opuso Gerardo-. Sin embargo, las nécoras sí tenían su punto exacto.
Mientras hablaba, Gerardo fijó la mirada en una mujer que les observaba con excesiva atención desde una mesa situada a varios metros de distancia, como si quisiera enterarse de lo que hablaban; trató de recordar dónde la había visto antes, aunque no lo consiguió. Ella desvió los ojos, con el aire y la precipitación de quien ha sido cogido en falta. Era una mujer de algo de más de treinta años, muy atractiva, que no podía pasar inadvertida, por lo que Gerardo supuso que, simplemente, le habría llamado la atención al llegar esa misma noche al restaurante o, quizá, en el hotel, donde pudiera ser que también se alojara.
-Si os parece, cenaremos en este restaurante todas las noches mientras andemos por este lado de la ría -propuso Dimas.
-A lo mejor no duramos mucho por aquí -sugirió enigmáticamente Gerardo-, y quién sabe si no convendría hasta cambiar de hotel. Es posible que tengamos que centrarnos por la ribera norte de San Simón y, en tal caso, venir aquí todas las noches sería un palo.
Otra vez examinó Dimas la expresión de Gerardo, un escrutinio que a él mismo le enojaba; no quería verse abocado a estar en guardia por nadie, la gente del equipo tenía que facilitarle el trabajo en vez de complicárselo. Junto con la pregunta acerca de lo que Gerardo pudiera pretender, le desagradó que apuntara una posibilidad que sólo al director le correspondía señalar; el chico sabelotodo invadía asuntos que eran potestad exclusiva suya. Sin pretenderlo, había en su mirada una interrogación y un reproche, cosas que Gerardo detectó, puesto que apartó los ojos y Dimas percibió que subía el rubor a sus mejillas.
A solas en la habitación del hotel, Gerardo continuaba sintiéndose turbado. Tenía indicios suficientes para suponer que no era santo de la devoción de Dimas; lo presentía ya casi desde el principio y hacía esfuerzos por ganarse su confianza, pero, aunque se había preparado a conciencia, metía la pata a diario. Se lo reprochó a sí mismo, llamándose estúpido impertinente por no saber cerrar la boca a tiempo. Si el famoso director de televisión decidía que un insignificante submarinista circunstancial le estorbaba en el equipo y decidía despedirlo, iba a perder la oportunidad que había anhelado desde los catorce años. Se alzó de la cama y cogió el anillo del bolsillo interno del morral. Era como un talismán, como el inquietante regalo encantado de una meiga, porque había condicionado trece años de su vida, que, a los veintisiete, ya no era capaz de plantearse con otras metas. El timbre del teléfono le sobresaltó.
-No me has llamado este noche -le reprochó Martiña.
-Acabo de volver del restaurante donde hemos cenado. Me parecía tarde para llamarte.
-Pues llevo aquí, de plantón, desde las nueve y media.
-Discúlpame cariño; mañana te llamaré en cuanto volvamos a tierra, desde cualquier teléfono público.
-Ya te he comprado el móvil.
-Te daré el dinero cuando vengas. ¿Has hablado con tu padre?
-Sí. Está de acuerdo. Mañana va a contratar una cajera para el supermercado y, en cuanto le enseñe, podré irme a Vigo.
-Cojonudo. Me ayudarás mucho.
-Pero, Gerardo, si yo no tengo ni idea... Esa manía tuya me está creando muchos problemas con mi familia. Ya lo sabes; en Noya la gente tiene los pies en la tierra y no nos gustan las fantasías.
-¿Tú también crees que son fantasías?
-Yo sólo sé que te quiero. Me da igual cuáles sean tus ilusiones, la única que yo tengo es casarme contigo...
-Cuando te vengas a Vigo, la boda será más fácil.
-En fin, si tú lo crees...
-Te lo prometo. ¿Cuándo llegarás?
-Le he dicho a mi padre que quiero irme el domingo. Me parece que está pensando en llevarme él en el coche, seguramente para echarte un sermón.
-Estaré preparado.
De nuevo tras colgar el auricular en la horquilla, jugueteó con el anillo. No solía ponérselo, sobre todo ahora, cuando a Dimas Outeiro podía llamarle la atención por las filigranas y el tamaño de la piedra; le bastaría tomarlo en sus manos y leer la inscripción grabada en el interior del aro para sospechar de sus propósitos. Volvió a guardarlo en el bolsillo interno del morral y se echó a dormir. El pecio que encontrarían según sus cálculos durante la mañana siguiente, le pondría rumbo a su destino y le reconciliaría con el pasado. Iba a ser un trabajo muy arduo, por lo que necesitaba descansar muchas horas. En el momento de dormirse, tuvo el presentimiento de que algo muy importante ocurriría cuando despertase.
El amanecer en la ría era un bellísimo espectáculo con visos mágicos. El alba estallaba por tierra adentro, iluminando paso a paso los recovecos de monte y agua a través de la niebla matinal. Podía apreciarse el avance gradual de la luz ganando una a una las radas y promontorios, como si el paisaje surgiera paulatinamente de un sortilegio.
En la cubierta del barco de pesca que Telemedia había alquilado para usarlo como cuartel general, Dimas Outeiro dejó de contemplar el despertar de la ría y forzó la vista para examinar bajo la luz crepuscular el plano que había seleccionado al volver al hotel la noche anterior. Aún no había decidido si deseaba mostrarlo a los submarinistas, en especial a Gerardo Cao, porque una de las cruces marcaba precisamente el punto que el joven había mencionado durante la cena. Cuando él tenía la edad de Gerardo, bajó sin equipo, a pulmón, en ese punto; recordaba con precisión lo que vio, un simple trozo de madera que emergía unos centímetros del lodo; intentó moverlo en tres ocasiones, durante otras tantas zambullidas, y no lo consiguió. Señaló el punto en el mapa dibujado por él mismo, convencido de que el madero podía formar parte del castillo de proa de un galeón, y luego lo olvidó porque descubrió a lo largo de los años decenas de maderos iguales e igualmente inamovibles. Tantos como cruces había en sus mapas.
Volvió a guardar el dibujo en la carpeta, la metió en la bolsa, que encerró en la cabina del puente de mando, y se acercó a los submarinistas, que se encontraban alborotando entre risas al tiempo que preparaban los equipos y los trajes. Reflexionó unos instantes mientras los contemplaba; todos eran hombres plenamente adultos, pero bromeaban con alegría y despreocupación propias de muchachos. Sólo Gerardo Cao se comportaba con seriedad durante los preparativos de las inmersiones, como si hubiera decidido que el empleo, que en las mejores circunstancias sólo iba a durar seis semanas más, fuese la meta de su vida. Ahora, en lugar de participar de las chanzas de sus compañeros, revisaba con la concentración de un analista de laboratorio el regulador de la botella de aire comprimido, el lastre del cinturón, los ajustes de las aletas, chaleco, guantes y gafas y los cierres del traje.
Dimas se sentía más cómodo con los demás, porque resultaban mucho más espontáneos, pero, a fin de cuentas, no dejaba de ser beneficioso que alguien se tomara ese trabajo tan a pecho; a pesar de esta idea, notó que su instinto era más poderoso que sus razonamientos. Gerardo le producía inquietud, por lo que, si continuaba sintiendo lo mismo dos o tres días más, lo despediría; bastantes problemas tenía con el esfuerzo de conciliar sus obsesiones de juventud con sus responsabilidades como realizador de televisión. Mientras daba las instrucciones al tiempo que también se enfundaba el traje de neopreno, no miró en ningún momento la cara de Gerardo y casi le daba la espalda.
-Vamos a inspeccionar todo lo que haya a unas trescientas cincuenta brazas de la punta de San Adrián. Si no se ha acumulado mucho fango desde que la vi, encontraremos parte de una proa enterrada, pero se trata de un simple madero que las algas nos dificultarán mucho localizar. En el caso de que consigamos verlo, tú -se dirigía al forzudo Rafael Beira- tantearás a ver si puedes moverlo por si resulta ser un simple tablón; en el caso de que sea algo más, todos, menos los cámaras, haremos catas con las palas en dirección sur. Hoy, bastará con que confirmemos que se trata de un galeón, porque, hasta que no lleguen las máquinas...
-Tiene que haber más de un galeón en ese sitio -afirmó Gerardo con contundencia que a Dimas le pareció temeraria.
Deseó preguntarle el porqué de su convicción, pero no quería darle alas, por si tenía que despedirlo. Fue Julio Parada quien bromeó:
-Joder, macho, cualquiera diría que alguien te ha regalado el plano del tesoro. ¿Por qué estas tan seguro?
-Porque... -Gerardo dudó, al observar que Dimas torcía forzadamente el cuello hacia el lado contrario para evitar mirarle a la cara-, supongo que si quedaban barcos cerca del estrecho de Rande, tratarían aquella noche de refugiarse tras la punta de San Adrián y algunos pudieron ser alcanzados por los cañonazos ingleses cuando se situaron de lado al virar a babor.
La hipótesis era aceptable, pero Dimas no quiso comentarla. Gerardo se mordió el labio, convencido de haber vuelto a meterse en camisa de once varas.
Ocuparon las dos zodiacs, que pusieron rumbo hacia las proximidades de la punta de San Adrián y, en cuanto el crepúsculo dio paso al día, por primera vez en las dos semanas que llevaban en la ría se lanzaron todos al agua en el mismo lugar. Dimas fue el primero en saltar, seguido al instante por los dos cámaras.
Gerardo sospechaba que las cosas no marchaban bien con Dimas. Llevaba un preciso registro mental de los gestos y palabras que el realizador venía dedicándole; sus miradas inquisidoras cuando hablaba de la batalla de Vigo, sus expresiones de impaciencia cuando le proponía actuaciones que de todos modos acababa aceptando, sus palabras desdeñosas cuando revelaba conocimientos superiores a los exigibles en un simple submarinista. Por todo ello, intuía que acaso fuera ésta la última inmersión antes de ser despedido. Se preguntó qué podía hacer para evitarlo. Lo primero, no ser demasiado diligente esta mañana, no apresurarse, aunque su cuerpo hervía de anticipación. Cada vez que el grupo derivaba desviándose de la dirección que él suponía que debían seguir, se sumaba a ellos tratando de que ningún ademán delatara su impaciencia. Vio la silueta antes que los demás, pero aguardó a que fuese cualquier otro quien alertara a Dimas.
El lodo de trece o catorce años no sólo no había sepultado el madero, sino que algún milagro había descubierto una parte del barco del que formaba parte. Mientras apuntaba el haz de la linterna halógena hacia la madera ennegrecida, Dimas, agarrotado por la emoción, se preguntó qué había ocurrido en ese sitio desde la última vez que lo explorara; todo el lomo sumergido que prolongaba la punta de San Adrián presentaba muchas menos algas que el resto de la ría, lo que le sirvió para aventurar una respuesta: Los últimos temporales de primavera habían sido muy intensos; las fuertes corrientes habían desplazado más limo del que la bahía recibía arrastrado por la lluvia y los ríos. Iluminada por las linternas de todo el grupo, la silueta, que medía algo más de seis metros de largo, era sin duda una curva de la borda de estribor del castillo de un galeón español del siglo XVII. Había muchas posibilidades de que el casco permaneciera entero, recostado bajo el fango.
Sintió alborozo, una alegría que comunicó a todos los submarinistas, ya que alzó los brazos como el velocista que llega a la meta; iba a ser el primer galeón que explorasen con esperanza de encontrar algo interesante, porque lo que habían grabado hasta ahora no eran más que restos de cascos esparcidos, que hacía decenas o cientos de años que habían perdido el cargamento.
De acuerdo con sus órdenes anteriores a la inmersión, Rafael Beira se lanzó en picado, y Dimas se impulsó velozmente tras él para impedir que usara su fuerza, porque ahora no se trataba de mover nada, sino de tantear con delicadeza a fin de evitar que el maderamen debilitado por el tiempo y la sal se derrumbara. Cuando pudo detener a Beira, señaló arriba con un gesto y todos volvieron a la superficie.
Una vez a flote, Dimas escupió la boquilla del regulador del aire y dijo:
-Por la posición del casco, con la cubierta orientada hacia el sudoeste, lo que la resguarda de lo que traen los ríos, a lo mejor no toda la bodega está llena de fango. Como no se ve nada más que parte del casco, y tanto la escotilla mayor como las entradas del castillo y el alcázar están enterradas y demasiado lejos, lo mejor es que catemos hacia la quilla, a ver si tuviéramos la suerte de encontrar pronto una lumbrera o una porta. Si fuera así, y si efectivamente no todo el interior estuviera lleno de fango, entrarán...
Gerardo buscó con apremio los ojos de Dimas, anhelando recibir la orden de entrar. Dimas, por su parte, detectó el anhelo y, resuelto a descartar al vehemente joven, se preguntó cuáles de los demás poseían la combinación necesaria de conocimientos y aptitudes físicas para realizar eficazmente esa primera exploración. Julio Parada era un buen candidato, pero no podía entrar solo; el riesgo se reduciría a la mitad si eran dos. Tras la somera calibración de los nueve submarinistas restantes, reconoció que el mejor cualificado era Gerardo. Apretó los labios; tuvo que hacer un esfuerzo de superación de su propia resistencia para decir:
-En el caso de que aparezca una lumbrera que no esté excesivamente enterrada, entraréis vosotros dos, Julio y Gerardo -Dimas notó la alegría que éste no consiguió disimular-. Si la lumbrera tuviese la portañuela en buen estado, volveríamos a cerrarla una vez que entréis, para impedir que la arena se deslice hacia dentro. Todos los demás, seguiremos apartando el fango que rodee esa lumbrera, a ver cuánto podemos liberar. Vosotros dos -se dirigía a los cámaras-, grabad toda la operación; uno, con el ventanuco en primer plano y el otro, con un plano general de todos nosotros y el casco.
-¿Entramos sólo a mirar o cogemos lo que encontremos? -preguntó Gerardo.
-Sólo si se trata de algo muy, muy especial. De lo contrario, lo mejor será que lo dejéis todo tal como esté hasta que puedan entrar los cámaras con garantías.
Julio y Gerardo tomaron de la zodiac las bolsas, se las ajustaron a la cintura y volvieron con los demás al fondo.
Mientras apartaban penosamente el fango, Gerardo dejó de oír los rumores que producían las paladas y el chapoteo, porque era mucho más intenso el sonido de su corazón. Tenía en la mente un dibujo de cómo debía de ser el casco y, si el barrunto era correcto, encontrarían una lumbrera en cuanto escarbaran unos sesenta centímetros. Oró interiormente, rogando el milagro de que el interior estuviese libre de fango. Rezó también para que el cielo le dotara de habilidad para sortear la expulsión del equipo con que Dimas podía premiar esa tarde el hecho de que hubiera sido él quien señalara el primer galeón interesante en dos semanas de trabajo.
El ventanuco cerrado apareció media hora más tarde, con el grueso vidrio intacto. Dimas pidió por señas que no lo forzaran, lo que ocasionó una espera de una hora más hasta conseguir que se abriera con suavidad, permaneciendo la portañuela con el vidrio entero y en condiciones de ser encajada de nuevo en cuanto entrasen Gerardo y Julio. Dimas enfocó la luz y descubrió que aunque había mucho fango en el interior, quedaba espacio suficiente para una primera exploración. Ordenó con gestos a Julio y Gerardo que entrasen y a los demás que continuasen apartando el lodo.
A pesar de su impaciencia, Gerardo se hizo a un lado para que fuese Julio el primero en entrar y en seguida lo hizo él, con la respiración suspendida por la emoción; los dos tuvieron que introducir un hombro y luego el otro para conseguir traspasar la estrecha abertura. Ya dentro, todo lo que podían examinar era un espacio de unos tres metros de largo por dos de ancho, perteneciente a uno de los camarotes de la oficialidad. Tras una revisión minuciosa, Gerardo descubrió algo que le obligó a comunicar a Julio por señas que debían salir. Apuntó la luz hacia el ventanuco para que los de fuera lo abrieran y asomó la cabeza. Detectó ira en los ojos de Dimas al indicarle con la mano que quería emerger.
-¿Qué pasa, Gerardo? -le preguntó ásperamente Dimas en la superficie, a donde sólo los dos habían subido.
Gerardo tragó saliva para no precipitarse y no decir más de lo conveniente.
-El revestimiento interior, a la derecha de la lumbrera, no coincide ni de lejos con la curva de las cuadernas. Pero no se trata de un armario de pared ni nada parecido. Yo creo que hay un compartimiento secreto.
Dimas tardó unos instantes en asimilar el significado de la frase. Cuando se dio cuenta de lo que podía representar la existencia de escondrijos en la nave, olvidó por un momento la antipatía que sentía por Gerardo.
-¿No hay portezuelas ni cajones?
-No. Son tablas clavadas, pero han tenido un zócalo tapando los extremos, que ahora está convertido en astillas, porque parece que lo hicieron con madera de mala calidad, como si hubieran manipulado ese espacio mucho después de salir el galeón de los astilleros. En los dos mamparos perpendiculares al casco, he visto unos huecos, como si esos zócalos fuesen ajustables, de quita y pon. Estoy seguro de que es un escondrijo, como para ocultar cosas importantes. ¿Tratamos de abrir por la única parte que está completamente libre de fango?
-¿Se puede hacer sin riesgo de que todo se desbarate?
-No lo sé. Podríamos intentar desprender sólo la parte superior de una tabla y parar si vemos que no es seguro.
Dimas sentía las mismas emociones que Gerardo, pero no quería exteriorizarlas ante él. Se concedió unos segundos de reflexión para preguntarse si, junto con Julio, actuaría con el cuidado que le exigía el permiso concedido por la Jefatura de Costas; llegó a la conclusión de que sí y dijo:
-De acuerdo, baja los picos y la palanca. Pero, oye, no quiero ni el menor destrozo. Si la tabla sale entera, bien; si no es posible, lo dejáis todo tal como está, ¿me oyes?
Gerardo asintió y, antes de que Dimas pudiera cambiar de idea, nadó vigorosamente hacia la zodiac. Realizó deprisa los amarres de las herramientas y volvió con ellas al fondo, sintiendo que el torbellino de burbujas que producía al expirar arrastraba hacia la superficie el torbellino mismo de sus inquietudes adolescentes. La espera, los desvelos y los esfuerzos de trece años podían estar cerca de su meta. Su segunda entrada por la estrecha lumbrera le pareció menos difícil que la primera.
Mientras Julio hacía palanca en una ranura con el pico, Gerardo observó un detalle que antes no había notado; a juzgar por las señales de clavos, esas tablas habían sido desmontadas y vueltas a clavar muchas veces; el zócalo debió de servir para que no se pudiera advertir que eran desclavadas con frecuencia.
Cuando se sumaron las presiones de los dos picos y pudieron introducir la palanca, la tabla cedió, desvelando que, en efecto, había un espacio interior de unos veinticinco centímetros de fondo. Pidió ayuda a Julio y, presionando con los pies en las contiguas, consiguieron que la tabla se desprendiera entera. No había nada dentro. Ambos sintieron gran decepción, pero al mirar hacia la parte inferior para comprobar si habían causado destrozos, Gerardo observó algo al nivel del suelo. Extendió la mano y lo que parecía una masa sólida se disolvió como motas de ceniza, pero palpó bajo la turbiedad alborotada algo duro. Al extraerlo, soltó una exclamación que debió de resultar audible a través del agua, porque Julio se agachó precipitadamente junto a él a ver si había sufrido algún daño. Gerardo contempló el fémur, evidentemente humano, en estado de estupor. Había dado con algo tremendo; trescientos años atrás, habían emparedado a un hombre en un barco de su Católica Majestad. Guardó el fémur en la bolsa e introdujo el brazo y el hombro por la abertura, para palpar el espacio tras las otras tablas que no habían desprendido. Había más huesos y varios objetos.
Cuando las dos bolsas estuvieron llenas y se aseguró de que no quedaba nada dentro del escondrijo, indicó a Julio que podían abandonar el galeón.
Una vez ordenado el contenido de las dos bolsas sobre un plástico extendido en la cubierta del barco pesquero, los catorce hombres formaron un círculo alrededor con actitud de recogimiento y asombro. El esqueleto pertenecía a un hombre corpulento y estaba completo; junto a él, y ordenados como en el escaparate de una mercería, dieciséis botones de bronce, la filigrana del cuello recamado de una casaca, el rígido bordado de las hombreras y los galones de la bocamanga. Lo que más les llamaba la atención era la daga.
Sorprendentemente, Dimas sentía más curiosidad que júbilo. ¿Qué significaban esos restos?
-Lo asesinaron de un disparo a bocajarro en la cabeza -afirmó Julio Parada con tono discursivo, más propio de su título de médico que del oficio de submarinista que ejercía provisionalmente.
-¿Estás seguro? -preguntó Dimas.
-Sí. Observa la perforación y las estrías que presenta el cráneo, son como las que produce un estallido. A este tío lo asesinaron con un mosquete apoyado directamente en la sien. Y la bala tenía que ser de aquí te espero...
Dimas examinó los detalles que Julio iba señalando. En efecto, del agujero circular, dentado y muy irregular, partían grietas en todas las direcciones, como los radios de una rueda de bicicleta.
-Era inglés -afirmó Gerardo.
-¿En qué te basas? -preguntó Dimas.
-La ropa que vestía se ha disuelto en el agua al tratar de cogerla, pero estos botones tienen grabado el escudo de la armada inglesa y los galones corresponden a un comodoro inglés.
-Pero el sello de la daga es español -señaló Dimas.
-No estoy completamente seguro -comentó Gerardo, vacilante-, pero yo diría que es el sello oficial de Carlos II.
-No puede ser, Gerardo -se opuso Julio-. ¿Cómo iba a llevar encima un oficial inglés el sello real español?
-A lo mejor lo asesinaron por eso -aventuró Rafael Beira.
-¡Esto es absurdo! -exclamó Dimas-. El galeón es, seguramente, uno de los de la Flota de la Plata que hundieron los ingleses aquella noche de 1702. ¿Os parece que si los españoles mataron a un alto oficial inglés en plena batalla, iban a tomarse el trabajo de emparedarlo, con el follón que había?
Gerardo tomó la daga en sus manos y la contempló largamente. El sello con la corona real española en el centro y la leyenda "Carolus II Rege" formando un círculo, era un bajorrelieve en la cabeza del puño, que estaba decorado con piedras semipreciosas engastadas en el acero dorado a fuego, al estilo toledano. Parecía un arma más decorativa que ofensiva. Si todas las circunstancias que rodeaban al esqueleto eran insólitas, en su opinión lo más incomprensible por carente de lógica era la presencia de ese sello fuera de los ámbitos palaciegos.
-Como ha dicho Rafael, a lo mejor lo mataron justamente porque tenía la daga -aventuró.
-No, Gerardo -señaló Dimas-. Los que lo mataron no sabían que la tenía. Se la habrían quitado, porque en aquella época se trataba de un objeto demasiado importante. ¡Esto es un misterio del carajo! Veréis, si lo emparedaron, sería porque los asesinos temían ser descubiertos, pero en aquellos momentos, cuando la armada inglesa estaba atacando a la española, matar a un comodoro inglés hubiera sido digno de condecoración. Que lo emparedaran tiene un significado que no puedo comprender, porque no olvidemos que se trata sin ninguna duda de un galeón español y que quien lo mató sentía, sin embargo, terror a que alguien, a lo mejor del mismo barco, lo descubriera. Y menos comprendo que ese tío tuviera en su poder un sello que sólo podían usar Carlos II y dos o tres miembros del Consejo por delegación del rey.
-Yo creo que en aquellas circunstancias -aventuró Gerardo- no pudieron los españoles hacer prisioneros ingleses...
-Por supuesto que no -concordó Dimas-. Aquello fue un "sálvese quien pueda", con los españoles por un lado, hundiendo barcos propios para que los ingleses no pillaran el oro, los ingleses bombardeando a mansalva y saqueando los galeones de la Flota de la Plata que conseguían abordar y, en las orillas, los soldados españoles, tratando de salvar lo que pudieran... empezando por ellos mismos, porque el combinado angloholandés era mucho más numeroso. Mirad, llevo veinte años documentándome sobre lo ocurrido en la ría de Vigo aquel día; incluso he consultado los archivos ingleses. Con el cinismo y la petulancia que se gastan esos tíos, los cronistas de la batalla se jactan de que la flota volvió a Inglaterra casi intacta y que ningún inglés cayó prisionero. Mi impresión es que este asesinato y el emparedamiento no ocurrieron aquella noche. Tiene que tratarse de un suceso anterior, a lo mejor cuando todavía estaban en el Caribe. Pero, entonces, ¿por qué escondieron el cadáver? No tiene el menor sentido. Cuando lleguen las máquinas, investigaremos ese galeón tan a fondo como podamos y a lo mejor encontramos algo que nos permita aclarar el misterio.
La especulaciones se prolongaron hasta el oscurecer. Julio Parada señaló lo sorprendente de que mataran a un prisionero enemigo de un disparo, en vez de ejecutarle con la horca o a garrote. Dimas insistía en que lo más enigmático era que lo hubieran emparedado para que no pudiera descubrirlo alguien más poderoso que los ejecutores. Gerardo reprimía su impulso de hablar de los bandazos increíbles de la diplomacia española durante los años anteriores a la Guerra de Sucesión, los sucesivos pactos con alemanes, franceses e ingleses, que podían ser enemigos irreconciliables y, pocos meses más tarde, aliados fieles... y la proliferación de espías mercenarios, cuya lealtad vendían con frecuencia contra los intereses de los reyes de los que eran súbditos. Calló mordiéndose con fuerza los labios, porque no deseaba abonar las sospechas de Dimas.
Durante el viaje de regreso, Gerardo trató de hacer mentalmente un retrato del camarote del galeón. A la izquierda del compartimiento ya abierto, podía haber otro, aunque menos profundo, ya que la pared era recta mientras que el casco se estrechaba por fuera. A la derecha del ventanuco de la lumbrera, debía de haber un escondite aproximadamente igual que el del emparedado, pero ahí, a causa de la escora del casco, el lodo llegaba hasta casi la mitad de la altura de la pared. ¿Estaría todo el barco lleno de espacios disimulados?
Ahora tenía algo más inmediato en que pensar. Necesitaba ver si podía leer en la expresión de Dimas lo mismo que la noche anterior, o sea, la decisión de echarle, lo que después del descubrimiento sería una catástrofe, pero el realizador iba en la parte delantera de la furgoneta. Tendría que esperar a la cena, donde trataría de sentarse cerca de él para observarle, pero cuando llegaron al restaurante del hotel, olvidó el propósito al descubrir la mirada curiosa de la bella mujer que les acechaba la noche anterior mientras comían en un lugar que se encontraba a más de tres kilómetros de distancia. Ahora estaba sentada muy cerca de la gran mesa preparada para ellos. Una vaga sospecha le decía que su presencia no era casual.
Gracias a las bromas y risotadas con que siempre adobaban el balance del día, los temores de Gerardo sobre su permanencia en el equipo fueron reduciéndose en el transcurso de la comida. Dimas parecía ahora demasiado excitado por el hallazgo y por el efecto que tendría para el documental, como para ocuparse del problema de alguien tan poco significativo en el equipo como él. A lo mejor capeaba el temporal. Prestó atención a lo que decía:
-Que hubiera escondrijos en el galeón tiene su lógica. Los historiadores dicen que en las flotas del comercio de Indias era más lo que se robaba que lo que llegaban a fiscalizar los magistrados de la Casa de Contratación. Entre los asaltos piratas, los robos de los capitanes, los oficiales y los marineros, los comisionistas, los trapicheos de los magistrados corruptos y lo que la Casa de Contratación y el Consulado de Sevilla robaban y lo que se quedaban legalmente, al final, el rey recibía poco menos que migajas del pastelón. Lo incomprensible es que usaran ese escondrijo no para esconder oro, sino para emparedar a un sujeto que a ver qué coño pintaba en el barco.
Gerardo asentía a cada afirmación de Dimas, como quien sigue con la cabeza la melodía de una música conocida. Dimas volvió a mirarle de la manera penetrante que había venido haciéndolo los días anteriores; alarmado, el joven desvió los ojos y apretó los labios, de nuevo rojo de rubor y rabioso por haber descuidado la guardia.
Orden del Rey
Llegados por fin al puerto de Cádiz, los tres hombres encontraron bloqueado el paso de los cinco caballos, dos de ellos sobrecargados de bultos, por la hilera de carretas desbordadas de mercancías y el hervidero de arrumbadores. Muchos de éstos organizaban trifulcas vocingleras, pugnando entre insultos y amenazas por ser elegidos para la estiba, mejor pagada que la simple carga, de modo que había reyertas con navajas al sol junto a casi todas las carretas.
La muralla de la fortificación hacía de caja de resonancia de la algarabía, encajonada en el estrecho muelle donde eran abastecidos dos navíos a la vez. Las injurias e intimidaciones y las órdenes para aplacar a las bestias apenas permitían oír los chirridos de los cabrestantes durante el izado continuo de bultos.
Don Ginés de Barrachina extrajo las cartas del zurrón por indicación de su compañero, para tenerlas dispuestas cuando consiguieran llegar al pie de la pasarela. Bajo el sol que brillaba alto, sudaban copiosamente y el agobio de la sofocante calima producida por el ajetreo de pacas de lana, cajas de armas, sacos de especias y cestos de víveres que iban siendo llevados al galeón, les hacía desear culminar cuanto antes la misión y volver al fresco refugio de la venta de Chiclana en que habían pernoctado, donde proyectaban holgar un par de jornadas y resarcirse así de la sobriedad y circunspección que el maese les había impuesto con sus prisas. A lo largo del viaje, habían tenido que madrugar a diario, lo que les impedía festejar por la noche. Los dos militares hablaban bajo, pero no en susurros, convencidos de que el extraño personaje que escoltaban no podía entenderles.
-Mi primo, el señor de Frigiliana, sospecha que es astrólogo -insistió el alférez Régulo de Maro, repitiendo lo que afirmara veces incontables durante los días que había durado el viaje desde Madrid.
-Antes de ayer debimos conducirlo y presentar la orden ante la Escuela de Marear de la Casa de Contratación; lo retuvieron tanto tiempo, que tuvimos que hacer noche en Sevilla. ¿Por qué querrían hablar con un astrólogo en la Escuela de Marear?
-No seáis necio, don Ginés. Dice mi primo don Froilán que marinos y alquimistas son de igual ralea; unos y otros persiguen sueños y no les importa si han de aliarse con Satán para alcanzarlos. Ya sabéis que el señor de Frigiliana tiene padrinos y predicamento en la Corte; pues bien, asegura que este maese pasó todo un día encerrado en un gabinete nada menos que con el mismísimo Almirante de Castilla, hablando quién sabe de qué. Os aseguro que ha de ser gran señor y no villano, aunque por la modestia de su atavío y el polvo que ahora le cubre lo parezca. Quién sabe si no será noble que huye de la Santa Inquisición por una acusación de herejía.
-¿Y habría de ser el propio primer almirante de su Católica Majestad quien le salvara? No desvariéis, don Gines.
Los caballos se estaban impacientando. Las deposiciones de las acémilas, amasadas con el polvo del muelle y el vino que chorreaban las espitas mal cerradas de las pipas que subían a la nao, formaban un fango denso de olor penetrante, lo que aumentaba el agobio, llegando el aire a ser irrespirable. Visto desde encima de las monturas, el embarcadero permanecía oculto bajo la muchedumbre alborotada, el desorden de bultos apilados en cualquier parte, el laberinto de carretas y los mulos y burros espantados por el estruendo. Sería imposible abrirse paso antes de que la carga del Bezmiliana hubiera concluido.
-Ansío acabar de una vez y quedar libre de esta misión -dijo con impaciencia don Ginés, mientras se sacudía el polvo de cereal que agrisaba su casaca-. Sobre todo, deseo retornar a la venta de las Conchas. Aquella mesonera...
-Tendremos que abrirnos paso a zurriagazos.
-Conteneos, don Régulo. Recordad que se nos ordenó discreción y templanza.
Régulo de Maro contempló el bosque de mástiles, trinquetes, masteleros, estayes y relingas, alrededor y más allá de los navíos que estaban siendo cargados, que componían un intrincado conjunto de palos, jarcias arrolladas y gruesos cabos. Aun con las velas arriadas, el despliegue de los colosales bajeles era impresionante.
-¿No podríamos conducirle ante el capitán de aquel otro galeón? -sugirió De Maro- Toda la flota habrá de zarpar de Cádiz al mismo tiempo.
-Se nos ordenó expresamente llevarle al Bezmiliana y no a otro. La segunda carta, la del magistrado de la Casa de Contratación, va a dirigida al capitán don Zoilo de Monegros, que gobierna esta nao. Habremos de tener paciencia.
El sol comenzaba su descenso hacia el ocaso cuando pudieron amarrar las monturas al pie de la pasarela que unía el muelle a la porta de cubierta. Desentendido de los trámites que debían superar aún, el maese impidió con aspavientos iracundos que su equipaje fuese descargado por los numerosos porteadores que acudieron a ofrecerse con sumisión servil. Desató él mismo los correajes de los dos caballos y en un espacio libre de fango fue ordenando cuatro grandes valijas de cuero con bastidor de madera, un baúl, dos bultos liados con cuerdas y una arqueta.
Atento a la minuciosa comprobación de que la impedimenta y los instrumentos del baúl habían superado intactos la cabalgada de más de ciento treinta leguas y los incontables cambios de monturas, oyó pero no prestó atención a la discusión que tenía lugar más arriba, entre los dos militares, que no habían abandonado la pasarela, y el capitán, que les cerraba el paso a cubierta, furibundo de indignación.
-No queda espacio en mi nave para tan importante señor -protestaba el capitán don Zoilo de Monegros-. ¿He de expulsar a uno de mis oficiales y dejarlo en tierra? ¿Por qué no le acomodáis en otro galeón?
-Leed, por favor, la orden -exigió más que pidió, con tono seco, don Régulo de Maro-. Es en el Bezmiliana donde debe viajar y es a vos a quien se os lo exige.
El capitán desplegó el papel pero apenas le dedicó una mirada.
-¿Decís que es cartógrafo y maestro de marear? ¿Por qué he de enrolar a un cartógrafo? Éste es un navío dedicado al comercio de Indias, no a la exploración. ¿Y por qué a un maestro de marear? Todos mis marineros son expertos, curtidos en millares de singladuras.
-¿Habéis observado que la segunda orden lleva el sello del magistrado de la Casa de Contratación? -señaló don Ginés de Barrachina, a quien le pareció que el capitán no sabía leer-. Observad, también, que la primera presenta el sello y la firma del Almirante de Castilla, que suscribe "por orden del Rey nuestro señor". No discutáis más. Disponed la cámara donde maese Rinaldo pueda ser aposentado. Como habréis visto, se os exige que tenga buena luz, vistas y mesa donde trabajar.
Aunque el Bezmiliana se encontraba preparado, faltaban dos días para hacerse a la mar, porque aún restaba cargar tres naves de mercancía y víveres. El capitán Zoilo de Monegros guardó al amanecer las dos cartas en el zurrón y montó el caballo de un salto desde la pasarela, espoleándolo con dirección a Sevilla.
No confiaba, ni podía confiar, en el almirante don Manuel Velasco de Tejada para resolver el problema; el jefe supremo de la Flota de Tierra Firme vivía en las nubes, absorto y obnubilado entre sus papeles de la nave capitana, su ingenua creencia de llevar con él una parte del boato de la corte y la convicción de estar realizando un importantísimo servicio personal al rey, que como a todos los almirantes que le habían precedido, le proveería de honores y prebendas cuando regresara a España con las riquezas que mantenían el lustre de la corona.
Paró a beber en la casa de postas de Jerez, a ver si se le disolvía el maltrago mientras le encinchaban un nuevo caballo; sentía mucho miedo y no comprendía el significado de que el magistrado de la Casa de Contratación enviase a ese hombre a su nave. ¿Estaría el propio magistrado tan alarmado como él, a causa de que alguien de la Corte se hubiera puesto a fisgonear? En tal caso, ¿no sería peligroso ir a la Casa de Contratación a reclamar? Iría, qué remedio; a fin de cuentas, todos estaban embarcados en medio del mismo temporal.
Con sólo un cambio de montura tras el de la casa de postas de Jerez, consiguió llegar a la Casa de Contratación de Sevilla a mediodía. Amarró el caballo junto a la Cruz de las Juras de Tratos y entró precipitadamente en la Lonja.
Su amigo el oidor letrado don Lope de Estepa le escuchó pacientemente, sin decir nada, con una chispa de ironía en los ojos. Una vez que don Zoilo hubo repetido en varias ocasiones sus quejas y cuando parecía haber recuperado el control, puesto que ya no gritaba tan desaforadamente como al llegar, le dijo:
-Es orden del propio rey, don Zoilo. Nada puede hacer esta casa.
-El tal es un personaje siniestro -arguyó desesperadamente don Zoilo-. Ni siquiera habla castellano y yo no entiendo las palabras de iglesia.
-¿Os habló en latín?
-Así es.
-Según creo, maese Rinaldo usa muchas lenguas.
-Pero no la nuestra. ¿De dónde procede?
-Dicen que es genovés.
-Pues no lo parece por su aspecto ni por las trazas exóticas de su equipaje, tan voluminoso como el de una reina; ha introducido en mi nave objetos muy extraños. ¿No será un pariente alemán del rey Carlos, que han mandado para vigilarme?
El oidor rió a carcajadas.
-¿Acaso ignoráis, don Zoilo, con cuánta pompa viajan tales señores? Lo que nos ha escrito el Almirante de Castilla es que maese Rinaldo tiene la orden de trazar cartas precisas del puerto de Cartagena de Indias y sus alrededores, porque alguien le ha dicho al rey don Carlos que nuestras cartas son rudimentarias.
-Maese Rinaldo se aposentó bien pertrechado. Y se conduce como quien está acostumbrado a mandar, no como un modesto cartógrafo, misión que, por otra parte, yo no me la creo. Mis cartas de navegación señalan cada una de las islas, canales y revueltas del puerto de Cartagena, ¿a qué trazar nuevos mapas? Vos sabéis bien que no nos conviene llevar testigos incómodos en el navío.
-Estos sabios de corto fuste viven en otro mundo, don Zoilo. El maese permanecerá durante la travesía demasiado absorto en el dibujo de sus mapas como para sentir curiosidad por otros asuntos.
-Permitidme que disienta, don Lope. No es preciso tener demasiada curiosidad para advertir en mi nave todo lo que vos sabéis. Y el tal Rinaldo no es el sabio distraído que suponéis. Ayer noche lo vi revisar su impedimenta con el rigor de un cirujano. Ese testigo a bordo nos hará correr grandes riesgos, tanto a vos como a mí.
-¿De veras lo creéis?
-Sería capaz de jurarlo ante el inquisidor mayor.
-Bien, entonces, permaneced vigilante. Y si descubrís por su conducta que el tal peligro es verdadero, creo don Zoilo que debéis aguardar a resolver el problema cuando, en altamar, seáis dueño absoluto de vuestra tripulación.
El capitán De Monegros captó en la mirada el mensaje que la boca no había articulado.
-¿Vos creéis? ¿No será peligroso, teniendo en cuenta quiénes son sus valedores?
-Escuchad, don Zoilo. Yo no os he dado una orden... ni siquiera han pronunciado mis labios una sugerencia. Pero debéis recordar y tener siempre presente que ese rey imbécil e impotente vive muy lejos, en sus sueños embrujados del Alcázar de Madrid. Quienes pueden mandar que nos asesinen están mucho más cerca. Así que estoy seguro de que obraréis con astucia de viejo marino.
Maese Rinaldo organizaba sus pertenencias en la cámara, al amanecer, cuando observó que el gesticulante y descontrolado capitán partía a galope del muelle. Supuso que él era el causante de sus prisas y sonrió. Podía imaginar cuáles eran las instancias que el capitán iba a consultar y los recursos que iba a tratar de agotar para, al final, tener que resignarse a su presencia en el barco.
Decidido a descartar la litera, a la que los años vividos en Constantinopla y Alejandría le habían deshabituado, extendió una gruesa alfombra persa en el suelo, en el único espacio libre entre la mesa y el rincón que ocupaba el camastro. Mientras acomodaba, arrodillado, el que iba a ser su lecho durante la travesía, examinó con interés las paredes. Su forma casi plana carecía de lógica; con extrañeza, asomó la cabeza y los hombros por el ventanuco; había viajado muy poco en barco y los conocía mejor a través de los libros, gracias a un esfuerzo muy arduo realizado durante los últimos tres meses, pero la constatación de que la curva exterior no se correspondía con las líneas del interior le hizo reír de nuevo.
Tenía que efectuar un reconocimiento a fondo del galeón antes de que el capitán volviera. Si, como parecía, había paredes falsas en una cámara del castillo de proa, no podía ser ése el único lugar donde las hubiera, ya que, en tal caso, le habrían aposentado donde nada pudiera alentar sus sospechas. Atravesó la cubierta resuelto a inspeccionar las cámaras de popa, pero cuando intentó entrar en el alcázar, un joven alférez le cerró el paso.
-En este buque, las responsabilidades son atribuidas con gran rigor- dijo el joven-. El alcázar está bajo mi mando este día y sólo pueden pasar quienes dispongan de autorización. ¿La tenéis vos?
Mediante ademanes, maese Rinaldo le comunicó que no comprendía. Sorprendentemente, el alférez repitió su veto en latín y ahora no pudo fingir no haber entendido.
-¿Quién tiene que dar esa autorización?
-Sólo el capitán puede- respondió el militar en posición de firmes y con igual firmeza en su negativa a permitirle el paso.
Maese Rinaldo observó al joven. Dado que aparentaba menos de veinte años, intuyó que su rango sería reflejo de la categoría de su familia, que habría pagado para obtenerlo. Se trataba de un joven de buena apariencia que podía triunfar en la corte gracias al donaire de su porte y la exquisita educación que revelaba su dominio del latín; el maese supuso que habría elegido el duro oficio de marinero por un afán de aventuras o ansia de conocimientos.
-¿Cómo os llamáis?
-Francisco de Alcaparaín, para serviros.
-Servidme, pues, y dejadme paso. ¿Sabéis cuál es mi misión en esta nao?
-Ayer noche nos la comunicó el capitán. Conozco la importancia de vuestro trabajo para los intereses de España en Ultramar. Pero en este barco estamos sometidos a una sola disciplina. Nuestro jefe es don Zoilo de Monegros y él ha dispuesto quién puede y quién no recorrer la nao con libertad.
-Y a mí no se me concede tal libertad...
Francisco de Alcaparaín se mordió el labio, como si se reprochara a sí mismo haber dicho más de lo conveniente. Maese Rinaldo lo examinó con detenimiento; sus ademanes revelaban que, aun viéndose obligado a cerrarle el paso, le respetaba grandemente y en sus ojos yacía la fascinación propia de un adolescente ante alguien de quien intuye, atinada o desatinadamente, que encarna sus más caros ideales. Le sonrió con intimidad, pues era perceptible en la forzada rigidez de su actitud que se hallaba impresionado por la importancia de un maese enviado por el propio rey, y le sugirió:
-¿Y si me acompañáis vos? Trato de encontrar una estancia que tenga tan buenas vistas como mi cámara, pero en babor y hacia popa, en la parte alta del alcázar, para poder realizar mis mediciones cartográficas hacia todas las direcciones. Vos, que sois como veo persona culta, sabéis lo que quiero decir.
La última frase ocasionó una complacida sonrisa en el rostro del joven, que, cediéndole el paso, dijo:
-Desde que llegasteis, ardo en deseos de hablar con vos, pues en este barco sólo otros dos usan el latín, pero de modo abominable porque son jóvenes escolares. Y en mi pueblo, sólo con el cura puedo hablarlo.
-Pues habría que dar parabienes a vuestro maestro. Habláis un latín excelente.
El rostro del joven resplandeció de felicidad. Rinaldo observó con paciencia y buen humor cómo descargaba el peso alternativamente en una pierna y en la otra, tratando de sacudirse la duda y el temor.
-Gracias. ¿Decíais que necesitáis un mirador a babor?
-Así es.
-Puedo mostraros uno que me parece apropiado, pero sólo por esta vez. En adelante, debe autorizaros el capitán.
Tras subir la escalera y recorrer el estrecho pasillo, y luego de doblar un ángulo de noventa grados, llegaron ante una puerta cerrada, que el alférez abrió eligiendo una llave del manojo que llevaba enganchado en el cinto. Se trataba de un camarote, pero mucho mejor instalado que el que servía de alojamiento a maese Rinaldo. Éste fingió calibrar la idoneidad del mirador, pero observó disimuladamente que también en esa estancia parecía haber paredes falsas. A juzgar por lo visto, se dijo que en el Bezmiliana había más trampas y compartimientos secretos que en la Roma de los Borgia.
-Esta es la cámara del sobrecargo -dijo el alférez-. Si deseáis trabajar también aquí, no sólo bastaría con la autorización del capitán. Necesitaríais, así mismo, el permiso de don Tomás de Utrera.
-Gracias por vuestra ayuda. Venid a conversar conmigo siempre que necesitéis hablar en latín.
-¿No os molestaré?
-Al contrario. Me complacerá teneros por contertulio.
Francisco de Alcaparaín sonrió como si acabaran de concederle un privilegio largamente ansiado.
De vuelta en la cubierta del Bezmiliana al atardecer, don Zoilo observó que maese Rinaldo dialogaba animadamente con dos grumetes, sentados los tres en la borda de la cubierta del castillo. Sintió un escalofrío. También esos grumetes le habían sido impuestos, tres días antes, por orden del mismo magistrado de la Casa de Contratación que había elegido su nave para acomodar al genovés. Eran dos adolescentes, segundones de importantes familias andaluzas, que, como tantos de sus semejantes, acabarían convertidos en metederos, ya que el no ser primogénitos les había privado de otro medio de hacer fortuna que no fuera el contrabando de Indias. Al principio, se convenció de que para aprender la picaresca de metedero se habían enrolados en el Bezmiliana, pero... ¿formarían parte de alguna clase de conjura en la que él sería la víctima? Los desleales redomados, estaban hablando en latín.
Apretó los labios con expresión sombría y llamó por señas a algunos de los oficiales, que permanecían ociosos en cubierta puesto que la carga estaba completa y se habían realizado ya todas las revisiones de los aparejos. Como se trataba de una discretísima señal convenida, sólo acudieron al camarote del capitán los que éste quería que acudieran.
-¿Crisis? -preguntó escuetamente el sobrecargo don Tomás de Utrera.
-Y de las graves -afirmó don Zoilo de Monegros con voz ronca-. Este cartógrafo fingido debe de tener el encargo de espiarnos, quién sabe por orden de quién. Desde luego, se trata de alguien de palacio.
-¿Qué haremos? -preguntó con angustia De Utrera, un hacendado arruinado que sólo había realizado una travesía a las Indias.
-De momento, estad en guardia -determinó De Monegros-. Sospecho que puede tener aliados en el barco. Acabo de verlo hablar con los grumetes Pedro de Vélez y Fernando de Tolox, dos recién enrolados que también fueron enviados al Bezmiliana por el magistrado de la Casa de Contratación, como maese Rinaldo.
-Pero... ¿cómo va a mandar espiarnos el magistrado? -ironizó el contramaestre don Luis de Alcor-. Él es el primer interesado en que nadie de la Corte pueda conocer lo que ocurre en éste y los demás navíos.
-Entiendo que él ha sido forzado, como nosotros -dijo con amargura De Monegros-. Mi amigo el oidor me dice que el maese es de veras un cartógrafo, pero no me ha convencido. Por ende, debemos todos permanecer vigilantes y... bien, cada uno de ustedes tiene que elaborar un plan, que estudiaremos conjuntamente para elegir el mejor. Maese Rinaldo no puede volver de las Indias, debe desaparecer en algún punto de la travesía.
-Desaparecerá -afirmó con expresión firme don Luis de Alcor.
-¿Y qué haremos con sus cómplices, si confirmamos que lo son? -preguntó el sobrecargo.
-Aunque tenga de verdad cómplices -dijo don Rodrigo de Dueñas-, creo que tiene en la nave muchos más enemigos. La llegada de maese Rinaldo ha causado un seísmo entre la tripulación y corren toda clase de rumores sobre los motivos de que nos hayan impuesto su presencia. Todos están tan atemorizados como nosotros, pues al enrolarse esperaban mejorar sus haciendas con lo que consigan traer de las Indias de tapadillo, creyendo que burlan nuestra entendederas.
-Sí, mismamente anoche, ya tuve constancia de tales temores a tenor de las preguntas impacientes que me hicieron -confirmó De Monegros-. Pero de momento, es urgente determinar si el maese tiene, como parece, cómplices entre la tripulación. Observadlo sin perderos ni un gesto y no hagáis nada; sólo tenedme al tanto de todos sus movimientos, cuánto tiempo dedica a sus dibujos, cuánto a revisiones que no nos convengan y con quiénes se relaciona.
La tensa espera
Finalmente a solas en la suite del hotel, y tras discutir media hora por teléfono con el presidente de Telemedia, Dimas Outeiro trataba de idear el modo más feliz de encajar en la trama de su guión el misterio del cadáver del inglés emparedado con una daga real española. Hasta el momento del hallazgo, sólo había contado, como elemento de tensión, con la pregunta de si el oro de Vigo era o no una leyenda. Ahora disponía de una pregunta mucho más emocionante, pero también más difícil de contar en imágenes, por tratarse de documentales y no de un relato de ficción.
Provisto de regla, cartabón y compás, extendió los papeles en la mesa. Telemedia le había vuelto a dar un disgusto; las máquinas y equipos que había solicitado ya no recordaba cuántas veces, iban a tardar en llegar una semana en vez de los tres días que le habían anunciado el día anterior.
Estudió con atención los planos que trazara personalmente a lo largo de los años. El galeón de la daga de Carlos II, oculto por el lodo, no podía ser explorado a fondo hasta que no llegase la máquina extractora y, de momento, había perdido interés por los demás puntos señalados con lápiz, por más que calculaba el valor previsible de cada uno. Lo descubierto en ese galeón había colmado y rebasado sus expectativas, porque en él existía un misterio cargado de sombras, que podía ser un excelente hilo argumental si iban apareciendo indicios sobre las circunstancias, la identidad del asesinado y las razones del asesinato. Aunque, por su cercanía a la costa, no quedara nada del tesoro, puesto que habría sido descargado la misma noche de la batalla, sí podían encontrar objetos que sirvieran para ilustrar la vida cotidiana en un barco de aquella época. Y, sobre todo, la existencia de un galeón intacto tendría un impacto visual formidable.
Tamborileando la mesa con las yemas de los dedos, se preguntó de qué manera podía empezar a encajar el enigma y cómo ocupar el tiempo hasta que Telemedia mandara las máquinas. El total diario de los gastos, sueldos del equipo, dietas y el alquiler del barco alcanzaba una cifra cercana al millón; demasiado como para mantenerse inactivos.
Apartó los mapas, volvió a revisar el guión de la serie y lo cotejó con la escaleta de producción. Entusiasmado al principio por el hecho de contar con once submarinistas, viendo cumplido así un anhelo perseguido durante años, había postergado la grabación de los planos complementarios que necesitaban los documentales aparte de las escenas de exploración submarina. Faltaban muchas tomas de las riberas de la ría y su entorno, que serían indispensables para poner a los telespectadores en antecedentes, tanto geográficos como históricos. Se alegró de no haberse ocupado todavía de tales escenas, puesto que, ahora, descubierto el emparedado inglés y la daga, podía introducir matices que las harían más intrigantes.
Volvió a examinar los mapas, recorriéndolos con la punta del lápiz. Abrió la libreta donde anotaba las misiones de los miembros del equipo y fue distribuyendo sobre el papel lo que cada uno tendría que hacer a lo largo del día siguiente. Con objeto de mantenerlo vigilado, a Gerardo Cao lo incluyó en el grupo que él iba a comandar personalmente.
La excitación había impedido a Gerardo Cao dormir de un tirón. La imagen de la daga, más que la del esqueleto, resurgía persistentemente cada vez que cerraba los ojos. Despertó muchas veces a lo largo de la noche y, media hora antes de la cita del equipo en recepción, estaba ya bañado, afeitado y vestido. Media hora que sería eterna; ¿qué hacer para calmar su impaciencia? Martiña no habría salido aún con dirección al supermercado de su padre. Necesitaba hablar con ella.
-¿Gerardo? ¡Vaya! Tan pronto te olvidas de llamarme, como te da por hacerlo a cualquier hora.
-¿Te molesta por lo temprano que es?
-No seas tonto. Me encanta.
-¿No podrías adelantar tu venida a Vigo?
-¿Tienes problemas?
-No. Es que... ayer hemos encontrado algo, por fin. Necesito tu ayuda.
-No puedo, Gerardo. Esta mañana va a venir la cajera que mi padre ha contratado, y no creo que aprenda en menos de dos días.
-Pues me van a comer los nervios. Nos faltan unas máquinas que ha pedido el director, y ahora vamos a pasar dos o tres días sin mirar donde deberíamos. Estoy bloqueado. Te necesito aquí para avanzar.
Martiña tardó en comentar:
-Mira Gerardo; no quiero que te cabrees, pero yo creo que te estás pasando con este rollo. Despreciaste el empleo que te ofrecieron en Santiago, te gastaste casi todos los ahorros en el curso acelerado de submarinismo sin estar seguro de que te cogieran los de la tele, y ahora te comportas como si no tuvieras más miras que ese trabajo, que sólo te va a durar un mes más. Yo te comprendo y te apoyo, pero tú también tienes que comprenderme; mi familia no para de darme la vara.
-No les hagas caso. Ya verás...
-Lo que veré es que volverán a calentarme la cabeza, diciéndome como cuando nos conocimos que no me convienes porque eres un soñador, sin oficio ni beneficio.
-¿Es lo que piensas tú?
-No, cariño. Yo sé la importancia que este asunto tiene para ti. Pero es que creo que deberías compaginarlo con algo más... seguro.
-Aguanta sólo hasta el final del verano. Si para septiembre u octubre no cambian las cosas, te prometo que conseguiré de nuevo ese empleo en Santiago. Ahora, lo que tienes es que venir cuanto antes, porque noto a cada paso que el director sospecha de mí. En el momento que tú estés por aquí, podré avanzar más sin descubrirme y sin arriesgarme a que me echen. ¿Cuándo vendrás?
-Ya te lo dije; el domingo.
-Bueno, qué le vamos a hacer.
Dimas organizó tres grupos. Uno de los cámaras fue enviado a recorrer las calles de la ciudad y el puerto, junto con una redactora encargada de preguntar a los viandantes, marineros y pescadores lo que hubieran oído sobre el oro de Vigo. Una especie de encuesta que sería el preámbulo del primer documental de la serie. Dimas les asignó a dos submarinistas como simples auxiliares, para proteger la cámara de la curiosidad de los grupos que iban a rodearles y para transmitir las indicaciones de los camarógrafos a quienes respondieran las preguntas.
Otro cámara recibió el encargo de aproximarse en lancha a las Cíes y realizar tomas de las islas y de los paisajes de la bocana de la ría. Le acompañaba una redactora provista de un ejemplar de guión, donde Dimas subrayó con rotulador fosforescente los puntos y los tiempos de grabación. También este grupo fue complementado con dos submarinistas, por si surgían imprevistos.
Los siete buceadores restantes y dos cámaras subieron a la furgoneta con Dimas, que no mencionó el lugar a donde se dirigían. Se enfrascó en sus notas y cuadernos, y permaneció la mayor parte del viaje en silencio. Mientras, dos asientos más atrás, Gerardo trataba de enfocar los papeles, a ver si descubría cualquier dato que pudiera servir a sus propósitos, pero notó que Dimas forzaba la postura, como si quisiera evitar que él los viese.
Cruzando el puente de Rande, pareció que el jefe tenía una inspiración repentina cuando ordenó al conductor:
-Vira en cuanto puedas nada más salir del puente. Busca cómo llegar a ese fortín ruinoso que se ve ahí abajo.
Gerardo Cao sonrió. Había conseguido reprimir el impulso de sugerirle al realizador que el Fuerte de Corbeiro era un buen lugar para situar a los telespectadores en el ambiente de la batalla de 1702. Todos los libros que había leído señalaban ese fortín como escenario de algunos de los momentos más dramáticos de aquella noche.
Bajaron del vehículo sin imaginar lo que Dimas proyectaba hacer. Parecía que ni siquiera el realizador lo imaginaba, porque se situó frente a las ruinas con actitud muy concentrada, sin indicarles nada. Los siete hombres se miraron entre sí con perplejidad, ya que, habitualmente, Dimas comenzaba las sesiones de trabajo como un ciclón, dando órdenes en cascada con tono imperativo y señalando en pocos minutos la tarea que había asignado a cada uno. Ahora, en cambio, parecía dudar. Empleó más de diez minutos en cortos recorridos paralelos a los muros y perpendiculares al fortín. Se agachaba a cada paso, reculaba para abarcar vistas generales de las ruinas y se acercaba a las troneras, donde giraba en redondo para mirar hacia la ría, siempre componiendo un cuadrado con los dedos índice y pulgar de ambas manos, para deducir cómo vería la cámara cada uno de tales encuadres. Con frecuencia, negaba con la cabeza a su propio pensamiento. Permaneció otros cinco o seis minutos en cuclillas, mirando el fortín a través de un visor.
Finalmente, dio signos de haber tomado una decisión y, entonces, resurgió el Dimas Outeiro de todos los comienzos de jornada. Dio las órdenes junto a un árbol de ramas bajas situado a unos quince metros de los muros, a la derecha del fortín:
-Elías, pon la cámara aquí, oculta por el árbol, y enfoca todo el fuerte, pero ten preparado el zoom; cada vez que yo te grite "primer plano", te vas a la acción en plano corto y vuelves en seguida al plano general; trata de que todos los zooms duren lo mismo. José Antonio, sitúa tu cámara allí dentro, detrás de aquella tronera. Aseguraos los dos de que ninguno ve la cámara del otro. Fernando, tú ponte allí arriba, encima del muro, y gesticula mucho, señalando hacia la ría; cuando yo te haga una señal, haz como si hubieras recibido un disparo y salta hacia atrás; en cuanto caigas, corre agachado, que no te vea la cámara, y vuelves a colocarte en otro punto del muro y repite lo mismo. Tú, Gerardo, coge esta rama y apóstate en aquella esquina, como si la rama fuera un fusil; haz como si estuvieras disparando y, a mi señal, cae hacia adelante y retuércete en el suelo; cuando yo alce la mano, te levantas y repites lo mismo. Mario, Santi, Pepe, Tony y Paco, os pondréis en fila y correréis a lo largo de las almenas, haciendo muchos aspavientos y cayendo también por turno; después de desaparecer tras el muro, correréis agachados, bajaréis por el extremo de la derecha y volveréis a aparecer por el otro extremo, haciendo lo mismo sin parar hasta que yo os diga. Procurad todos que vuestros gestos y caídas sean diferentes cada vez, que parezcáis una persona distinta en cada ocasión.
Fernando Vázquez protestó: "Yo no soy actor, aquí trabajo de submarinista", pero se calló al ser fulminado por la mirada de Dimas. Los demás submarinistas, en cambio, parecían divertirse y no paraban de reír con cierto miedo escénico mientras acataban las órdenes. Gerardo apoyó el hombro en el ángulo del muro, apuntando hacia la ría con el fusil simulado; comprendía lo que Dimas quería hacer y sentía de nuevo el impulso de decir que había un grosero error de planteamiento:
La noche de la batalla, no defendieron el fortín atacando a los barcos ingleses con fusiles; el combate se libró a cañonazos. Según había leído, ya en octubre de 1702 el Fuerte de Corbeiro estaba medio en ruinas, por lo que no podía ser un buen cobijo para fusileros, aunque lo fuera a medias para artilleros.
Todo lo que estaban haciendo era un ensayo, tanto por la rama que simulaba ser un fusil como por la ropa de todos; había tiempo para la rectificación. Aunque representó la escena lo mejor que pudo, no paró de pensar en cómo advertir a Dimas del sinsentido y el anacronismo histórico sin enojarle.
Fingieron disparar y morir, cayeron y corrieron a lo largo del muro, y volvieron a hacer lo mismo centenares de veces. A media tarde, todos los submarinistas habían conseguido escenificar sus muertes con alguna convicción y Dimas se mostró satisfecho. Dio nuevas órdenes:
-Elías, coloca la cámara ahí, a diez metros de la puerta y tú, José Antonio, pon la tuya dentro, enfocando también la puerta. Ahora, vosotros, Fernando y Gerardo, os situaréis junto a la entrada, ocultos tras el muro. Los demás, venid conmigo, y poneos detrás de mí. Nosotros seremos ingleses que acabamos de desembarcar de un bote; correremos hacia el fortín y, cuando estemos cerca de los muros, iréis cayendo como si os alcanzaran los disparos. Cuando yo esté a unos tres pasos de la puerta, Gerardo y Fernando saldréis de un salto, me tumbaréis en el suelo y me haréis prisionero. Haced como que me amarráis las manos a la espalda y llevadme a empujones hacia el interior del fuerte. Elías y José Antonio lo grabarán todo en planos y contraplanos.
De nuevo comprendió Gerardo el significado de la escena. Si lo que habían representado durante todo el día le parecía absurdo, lo que iban a hacer ahora lo era mucho más. Evidentemente, Dimas trataba de sugerir que el inglés de la daga de Carlos II podía haber caído prisionero de ese modo. En primer lugar, carecía de lógica que todo un comodoro dirigiera a un simple pelotón de desembarco formado por unos pocos hombres; segundo, era delirante suponer que lo hubieran apresado en tierra y luego lo llevaran al galeón; tercero, no llevaría encima la importantísima daga; por último, no tenía sentido que ocultaran el muerto con tanto cuidado, emparedándolo, después de que tanta gente hubiera presenciado el apresamiento.
Hizo todo lo que Dimas le ordenó y decidió callarse, porque él no sabía absolutamente nada de televisión y su jefe no paraba de tener éxitos sonados en ese medio. La televisión, como el cine, era un arte lleno de engaños que podían resultar muy creíbles en el montaje final. Si decía lo que opinaba, la reacción de Dimas sería más furiosa que nunca, porque ahora no se trataría de mostrar conocimiento solamente, sino que estaría reprochando al famoso realizador de televisión que no tenía ni idea... ¡delante de todo el equipo!
Cuando Dimas dio el ensayo por terminado y se encontraban los cámaras recogiendo el equipo, llegó un grupo de jóvenes con aspecto de mendigos. Parecían drogadictos. Pasaron entre ellos como si no existieran y fueron entrando en el fortín hasta que Dimas les preguntó a gritos:
-Eh, vosotros. ¿Qué vais a hacer ahí dentro?
Uno de ellos se volvió, se sobó la bragueta y dijo:
-¡Cómeme la polla!
Gerardo recordó haber visto, durante los ensayos, que había varios colchones y algunos enseres en el interior de las ruinas. Debía de ser la vivienda de los recién llegados. Oyó con alarma que Dimas respondía el insulto:
-Y vosotros vais a comer mucha mierda cuando mande aquí a la Guardia Civil.
Al notar los gestos que los mendigos cruzaban entre sí, Gerardo se acercó a Dimas para susurrarle:
-Por favor, no digas nada más y vámonos echando leches.
Aunque Dimas le miró en el primer instante con ira, indicó a sus hombres que se marcharan. Cuando entraban en la furgoneta, preguntó a Gerardo:
-¿Por qué tenías tanta prisa porque nos fuéramos?
-Se estaban haciendo señas para sacar las navajas.
-¡Joder! Me alegro de no... -Dimas cortó su frase en seco.
-¿Qué?
-Nada.
Gerardo completó en su mente la frase que Dimas no había terminado: "Me alegro de no haberte echado todavía, al menos antes de venir a estas ruinas". ¿Cuánto tardaría en desvanecerse esa alegría?
Junto con Elías, Dimas permaneció un par de horas revisando las grabaciones en una consola improvisada que habían instalado en la suite del hotel. Acercándose el momento en que debían encontrarse para cenar, preguntó al cámara:
-¿Qué te parece?
-¿Quieres que sea sincero?
-Sí, coño, Elías. ¿Es que hablo chino?
-No te cabrees, Dimas, pero si ese inglés era tan importante como dice Gerardo, no me parece a mí que se dedicara a asaltar fortines en plan Rambo. Estaría en su despacho del barco o como se llamara el sitio donde daba órdenes, discutiendo con sus oficiales y mandando a los marineros rasos a donde había peligro de verdad.
-Tienes razón, Elías. Esto es una mierda. Mañana veré de qué manera le saco jugo a la escena. Vete si tienes que ducharte antes de cenar; nos encontraremos en el restaurante.
Sólo necesitó Dimas cinco minutos para dar todas las indicaciones a la jefa de producción, a pesar de la movilización que la muchacha iba a tener que organizar antes de cerrarse la noche del todo.
Se dispusieron a cenar los que habían estado en las ruinas y los que habían pasado el día grabando las respuestas de la gente en la ciudad y el puerto. El grupo destinado a las islas Cíes se retrasaba más de lo aceptable, y decidieron empezar sin ellos.
Éstos llegaron cuando ya habían servido los camareros el segundo plato. El primero en acercarse a la mesa fue Julio Parada, que, sin saludar, dijo en dirección a Dimas:
-Tenemos competencia.
-¿Qué quieres decir? -preguntó el realizador.
-Hay otro equipo de televisión en la ría, creo que buscando lo mismo que nosotros.
-¿Estás seguro? -la expresión de Dimas era muy alarmada.
-Tienen un barco mucho mejor que el nuestro -respondió Julio-, un montón de máquinas en cubierta, cinco o seis cámaras y más o menos los mismos submarinistas que nosotros.
-Son de Teleplanet -informó el cámara, que acaba de acercarse.
-¡Me cago en...! -masculló Dimas, ya completamente descompuesto-. Claro, con la proximidad del tercer centenario, tendría que haber previsto que alguien más se interesaría por este asunto. ¿Quién coño será el pedazo de cabrón que los dirige? Esto me pasa por estúpido, por la barbaridad de veces que he presentado el proyecto a todas las productoras, incluida Teleplanet, que son unos fusileros del carajo. ¿Qué les habéis visto hacer?
-Estaban encima del pecio... -Julio buscó los ojos de Gerardo-, ¿cómo dijiste que se llamaba el último que vimos antes del galeón de la daga?
-Galeaza -respondió Gerardo.
-Pues allí mismo estaban.
-Ese pecio no está en los planos oficiales -comentó Dimas con tono rajado.
-¿Lo que significa...? -apuntó Julio.
-Exacto -añadió Dimas-. Alguien en la ría tiene el encargo de vigilarnos y pasar la información de lo que hagamos a Teleplanet.
-Entonces -dijo Julio-, si alguien nos ha visto bajar donde el galeón de la daga...
-¡Me cago en la leche! -exclamó Dimas-. Ni siquiera cuando lleguen las máquinas vamos a poder explorar a gusto ese galeón. Tendremos que inventar maniobras de distracción para acercarnos sin que se den cuenta. Idearemos un plan de despiste. A ver qué se os ocurre.
Mientras hablaban, Gerardo notó que la atractiva mujer que ya había sorprendido varias veces observándoles, se encontraba sentada a escasa distancia y no les quitaba ojo. Se acercó a Dimas para murmurarle al oído:
-Creo que aquella mujer es la espía.
-¿Quién? -preguntó Dimas.
-La del pelo castaño, con gafas y vestido gris. No paro de verla merodeando cerca de nosotros, aquí, en el hotel y también cuando vamos a comer en otros sitios.
-Tiene pinta de oficinista -objetó el realizador-. No creo que sea ella la que informa a Teleplanet. Supongo que lo hará algún marinero, o varios, porque, últimamente, Teleplanet tiene mucho poderío, con tantos éxitos consecutivos.
Como ambos miraban en su dirección, la mujer se dio cuenta de que hablaban de ella. Dado que le habían ordenado pasar completamente inadvertida, que la descubrieran era lo peor que podía pasar. Se quitó las gafas, que limpió nerviosamente con la servilleta. No podía moverse ni echar a correr en ese momento; las personas del equipo de televisión verían confirmada sus sospechas. Para fingir desinterés por el grupo de Telemedia, llamó al camarero y, con la carta en la mano, conversó con él varios minutos, sin volver la cabeza hacia los que debía vigilar. No volvió a mirarles.
Junto a los cámaras, la totalidad de los submarinistas entraron en la furgoneta a las siete de la mañana. Apuntaron tímidas protestas de desacuerdo por el trabajo de actor que se les asignaba, protestas que fueron acalladas por el realizador recordándoles lo que ganaban por día de contrato. Tras media hora de espera a la puerta del hotel, y cuando Dimas estaba a punto de estallar de impaciencia, llegó la jefa de producción en un taxi. Le seguían otras dos furgonetas, ocupadas por cuatro hombres en total y gran número de cajas en una y varias maletas en la otra. Las cajas contenían explosivos de juegos pirotécnicos y las maletas, disfraces de alquiler. Emprendieron el viaje en caravana y como no quedaba espacio en la furgoneta del equipo, Dimas tuvo que seguirles en su coche, en el que invitó a Gerardo Cao a acompañarle; había resuelto que no podía pasar de ese día. Hoy tomaría una decisión definitiva sobre el joven sabelotodo.
Gerardo dedujo la razón de que el jefe quisiera tener un aparte con él. Debía ser cauteloso, pero temía que su carácter poco urdidor le traicionara.
-¿Por qué solicitaste trabajar con mi equipo, Gerardo?
El joven se aclaró la voz.
-Me encanta el submarinismo.
-Yo creo que eres submarinista hace un cuarto de hora -opinó Dimas y Gerardo vio que no se trataba de una broma-. Los primeros días, confundías los nombres de los instrumentos y es evidente que tienes que concentrarte a fondo para no equivocarte al vestirte y equiparte.
-Bueno..., sí, es verdad. He hecho un curso de submarinismo muy recientemente y tengo poca experiencia.
-¿Por qué? -Dimas volvió la cabeza hacia Gerardo, tratando de ver sus ojos.
-¿Por qué hice el curso? Tengo dos amigos que practican submarinismo y siempre andaban tratando de meterme el venenillo en el cuerpo.
-¿No lo harías precisamente para poder entrar en mi equipo?
Gerardo enrojeció. Con el pensamiento ocupado en maldecir ese defecto suyo, impropio de sus veintisiete años, creyó que no iba a salir del atolladero.
-Todo el mundo sueña con trabajar en televisión -arguyó.
-Creo que tú lo sueñas más que otros -afirmó Dimas con tono seco-. Mira, Gerardo, hay algo en ti que no me cuadra. Me gustaría que me explicaras con qué intenciones has conseguido que te contratemos. O sea, eso que te guardas en las recámaras, que a mí no me huele nada bien.
Gerardo tragó saliva. Tenía que seleccionar entre todas sus razones, una que fuera lo bastante convincente pero que no significase gran cosa.
-El oro de Vigo -dijo- es un mito del que la gente de las rías bajas oye hablar desde que nace y a mí esa historia, de niño, me estimulaba muchísimo la imaginación. Muchos de los juegos de entonces con mis amigos consistían en aventurar lo que haríamos si encontrásemos el oro; ya sabes, eliminar el hambre del mundo, construir un puente entre Galicia y Nueva York, y cosas así... Luego, ya adolescente, comprendí que no eran cuentos marineros ni de viejas aldeanas, porque fui descubriendo alusiones al caso en algunos libros y un día, me encontré con Julio Verne y su “Veinte mil leguas de viaje submarino”; supongo que lo habrás leído, así que puedes imaginar los escalofríos que me entraron cuando llegué al capítulo XXXII y me puse a leer con los ojos desorbitados el larguísimo relato de la Batalla de Rande que hace el capitán Nemo y, a continuación, su confesión de que la ría de Vigo era para él una especie de caja fuerte, de donde sacaba sin límites el oro que necesitaba para sus aventuras por todo el mundo. Cuando supe de qué iba la serie, me pareció una buena oportunidad de comprobar si el mito es algo más que un cuento de hadas.
-Pero tú estás convencidísimo de que no es un mito.
Gerardo se mordió el labio. Iba a volver a ruborizarse.
-Lo que yo sé es que... –puso mucho cuidado en elegir las frases con que encandilar a Dimas- bueno, en mi aldea, hablan no sólo del oro hundido en la ría. Las viejas comentan bajito que muchos pazos han sido levantados con riquezas saqueadas aquella noche de 1702; aseguran que hay linajes gallegos muy ilustres que nacieron en carretas atestadas de plata, oro y piedras preciosas que, en vez de ir a la corte de Madrid, se perdieron por el camino y juran que los curas se pusieron las botas... Dicen que... –Gerardo arrastró ahora las palabras porque ansiaba que le proporcionasen el salvoconducto para seguir en el equipo- hay un convento donde, por alguna razón, está enterrado un gran tesoro rescatado aquella noche.
Dimas volvió la cabeza hacia su acompañante. Ésa era una novedad incluso para él, que tanto había investigado la Batalla de Rande.
-¿Qué convento?
-No lo sé. Tiene que ser alguno que esté hacia el norte de la ría.
-¿Por qué?
Dimas le estaba aplicando el tercer grado.
-Yo... -titubeó-, tal como cuentan los libros la batalla, creo que el mayor despliegue del ejército español fue junto a la bahía, en dirección a Pontevedra. Si hubiera de verdad un tesoro en un convento, tendría que estar en algún camino que parta de ahí y en esa dirección.
-¿Por qué has leído tantos libros y te has documentado tan a fondo sobre este tema?
-Ya te lo he dicho –Gerardo volvía a ruborizarse-. Los niños de esta parte de Galicia oyen hablar del oro de Vigo desde que nacen.
-Pero tú eres prácticamente un especialista. Eso te distingue de los otros.
Gerardo apretó los labios. Dimas era mucho más listo e incomparablemente más experto que él. Le iba a descubrir. Vio con alivio que llegaban a las ruinas. No quedaban ni rastros de los mendigos y habían limpiado de residuos la zona donde el día anterior tenían instalado el campamento.
-Esos drogatas se han espantado -dijo Dimas con satisfacción.
Los submarinistas protestaron por tener que ponerse la ropa que la jefa de producción había conseguido alquilar, a excepción de Gerardo, que sentía ganas de reír. Ninguna de esas prendas tenía nada que ver con los usos de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, ni correspondían a uniformes militares. Había resuelto permanecer callado, para que la suspicacia de Dimas no aumentara sino todo lo contrario, a ver si la mención del tesoro en un convento surtía el efecto que pretendía. Cayó al suelo retorciéndose de dolor tantas veces como el realizador se lo ordenó, y lo tomó prisionero con su traje de marinero de opereta cuando llegó el momento de hacerlo, sin que en su cara apareciera la expresión de burla que le dictaba el pensamiento. Escuchó con curiosidad las órdenes de Dimas a los cámaras: "Poned las lentes para la noche americana", "Meted filtro de estrellas durante las explosiones", "Desenfocad lentamente para el fundido", "Ahora, un paneo por los muros mientras van cayendo".
Las explosiones de juegos pirotécnicos y la intensa humareda producida con una máquina, atrajeron a una pareja de la Guardia Civil. Gerardo notó con cuánta humildad reconocía Dimas su error de no haber pedido permiso para tan ruidosa escenificación, confiado a la autorización de exploración submarina que ya tenía. El joven supuso que todos los integrantes del equipo agradecerían que el jefe se comportara siempre de ese modo.
Cuando se acomodaron a mediodía entre las furgonetas y el coche para comer lo que un servicio de cattering había preparado, Dimas, que parecía más satisfecho que el día anterior con lo grabado hasta ese momento, adoptó la pose de disertador que tanto le complacía, mientras señalaba distintos puntos del paisaje:
-Allí, en la playa de Cesantes, descargaron buena parte del tesoro y, en seguida, volvieron a cargarlo, porque los magistrados de la Casa de Contratación de Sevilla se pusieron histéricos, diciendo que era ilegal descargar en un sitio que no fuera Cádiz y que aquí en Galicia no había gente capacitada para fiscalizar. Así que los muy estúpidos lo dejaron todo al alcance de los ingleses. El despliegue de los galeones de la Flota de la Plata llegaba hasta la isla aquélla, la de San Simón, porque creían que les protegerían los cañones instalados en Monte Gordo, pero resultó que casi no tenían munición. Los que dirigieron la estrategia española no tenían ni idea.
-A mí me parece -dijo Gerardo-, que también estaban un poco cabreados, porque el que mandaba la armada francesa que Luis XIV mandó a su nieto Felipe V para proteger la flota, un fulano muy arrogante que se llamaba Chateau-Renault, se había tomado las cosas como si él fuese la máxima autoridad. Da la impresión de que los almirantes y capitanes españoles trataron de hacer justamente lo contrario de lo que convenía, con tal de oponerse a la altanería de Chateau-Renault.
Dimas volvió a mirarle con escasa cordialidad.
-Sí -concordó, sin embargo, el realizador-. Levantaron el cierre del estrecho de Rande mucho antes de lo conveniente, y así les fue.
Llamando su atención con la mano, Julio Parada le señaló un coche que se había detenido un instante en un cercano recodo del camino.
-Ese coche... La conductora es la mujer que anoche nos miraba en el restaurán.
-¿Estás seguro? -preguntó Dimas.
-Es ella, sin duda -confirmó Gerardo.
-¡Joder! -exclamó Dimas-. Estamos cercados. Lo más probable, es que esa mujer sea una más, porque los de Teleplanet tienen que estar pagando espías a mansalva por toda la ría. ¡Cojones!
Para el regreso, Dimas ordenó de nuevo que Gerardo le acompañara en el coche. Reconocía que había mucho de irracional en la antipatía que sentía por él, pero a los cuarenta años, y luego de pasar media vida en la televisión, tenía la suficiente experiencia como para saber que un trabajo de equipo no funcionaba bien cuando el director no podía confiar plenamente en todos sus integrantes. Y cuanto más sabía de Gerardo, más recelaba de él. Cierto que el joven era, probablemente, el más entusiasta y capaz de los once submarinistas; sobre su habilidad y buena disposición no le cabía ninguna duda; el problema era su olfato, que le decía con machaconería que Gerardo tenía propósitos inconfesados y no estaba dispuesto a confesarlos bajo ninguna circunstancia. Porque era evidente su transparencia; los rubores encendidos, el morderse los labios y su azoramiento retrataban a una persona sin dobleces que no sabía mentir. Que no hubiera conseguido sonsacarle nada acerca de sus intenciones sólo podía significar que eran muy graves, y que tenía, por tanto, razones poderosas para ocultarlas.
-¿Has pensado alguna teoría sobre el emparedado? -le preguntó.
Gerardo reflexionó un instante antes de responder:
-No del todo. Cuanto más lo pienso, menos me aclaro. Ese esqueleto, con sus adornos ingleses y con una daga real española en su poder, es un misterio del carajo.
-Yo sí he pensado una, muy distinta de lo que hemos grabado hoy, que podrá servir para ilustrar la batalla, y nada más; a ver qué te parece: Supongamos que, en medio de un asalto bucanero, digamos que entre Cuba y Puerto Rico, hacen los españoles un prisionero que resulta ser un oficial inglés. Lo comunican a la nave capitana y, extrañamente, el almirante Velasco de Tejada ordena que lo mantengan con vida. Llegados a las Azores, se reúnen para estudiar el asunto y deciden interrogar al prisionero. Durante el interrogatorio, el almirante deduce que se trata de un oficial más importante de lo que parece, un miembro de la corte inglesa con órdenes reales, y decide llevarlo a España, para que pueda ser utilizado como rehén en algún trueque, lo que causaría júbilo entre los integrantes del consejo de estado de Felipe V, quien podía por tal razón conceder honores al almirante. Entonces, durante la travesía de las Azores a Vigo, el capitán del galeón decide, por su cuenta, obtener información del inglés sobre las fuerzas, refugios y rutas bucaneras, conocimiento que a él le sería muy útil para ganar puntos ante los magistrados de la Casa de Contratación y también de cara a la próxima travesía al Caribe. El inglés, sin embargo, se niega a informar y lo someten a tortura en el camarote del capitán, pero el prisionero consigue zafarse y se rebela. Se organiza una pelea, en la que el inglés, desesperado, se debate dispuesto a cargarse a los que pueda pillar, pero alguien recuerda que el virrey de Nueva Granada les ha dado una daga para ser ofrecida al rey; abre el estuche donde está y ataca al inglés por la espalda y se la clava en un costado. Pero el inglés es una persona fuerte y sigue peleando, por lo que otro oficial se acerca por un lado y le dispara a bocajarro. Al verlo muerto en el suelo, el capitán recuerda la orden que ha recibido del almirante, se alarma y urde una mentira: el prisionero se ha suicidado tirándose por la borda y como no pueden tirarlo de verdad, porque serían vistos desde otro galeón que se encuentra muy cerca, lo emparedan. ¿Qué te parece?
Gerardo no quería responder. Apretó los labios.
-¿Crees que es una estupidez? -insistió Dimas.
-¡Qué va!, supongo que podría haber ocurrido así, pero...
-¿Qué?
-¿No te vas a cabrear?
Dimas sonrió. Gerardo parecía un adolescente que se dispusiera a contradecir a su profesor durante un examen de fin de curso.
-¡Qué coño me voy a cabrear! ¡Larga!
-Disculpa, Dimas... es que hay dos puntos flacos en tu historia. El primero, que la daga no fue forjada en América, sino en Toledo. El segundo, que el que se la clavó la hubiera recuperado en seguida y no lo habrían emparedado con ella.
-¡Bingo! -alabó Dimas-. Exactamente son esos los puntos que a mí me flaqueaban. Pero como argumento para una película, no me dirás que no es cojonudo.
Gerardo giró la cabeza hacia su jefe para ver si no estaba burlándose de él. Que señalara que ya había notado esas incongruencias en su propia teoría, podía deberse a la pretensión de parecer el más previsor y clarividente de los hombres. Sí, eso debía de ser; al fin y al cabo, Dimas, por muy experto que fuese, no era más que un hombre, y todos los hombres necesitan afirmar su propia seguridad. Trató de que su expresión no delatara el sarcasmo de su pensamiento.
-Sí, es un buen argumento -respondió.
-Antes, en el viaje de ida, me dijiste que has leído muchos libros sobre la Flota de la Plata de 1699 y la batalla de 1702. Leer uno, está bien. Dos, puede deberse a la curiosidad estimulada por el primero. Pero... joder Gerardo, lo tuyo es prácticamente un curso de especialización. ¿Lo recuerdas todo?
-Sí. Bueno, no. Recuerdo lo esencial. O sea, que la primera flota que salió fue la de Tierra Firme, que se tenía que reunir en Cuba con la Flota de la Nueva España y que tuvieron que esperar tres años para el regreso, a causa de los piratas, que había montones por todo el Caribe y que, incluso, llegaron a perseguirles cuando navegaban hacia las Azores.
-¿Sabes lo que traían de vuelta?
-Una enormidad que movilizó a todos los reinos de Europa.
-Exacto -concordó Dimas.
¿Se trataba de un examen? ¿A dónde quería llegar Dimas? ¿No sería conveniente obligarle a responder preguntas en lugar de permitirle que siguiera haciéndolas?
-Nos dijiste el otro día que has revisado los archivos ingleses -recordó Gerardo, cauteloso-. En general, ¿qué conclusión sacaste?
Dimas sonrió. Vaya, el chico intentaba torearle. Había encontrado el modo de escurrir el bulto. Seguiría su juego.
-Lo que saqué no fue una conclusión, sino una certeza: El oro de Vigo no es un mito.
-Yo pienso lo mismo.
Mirándolo de reojo, Dimas hizo un balance de las actuaciones de Gerardo Cao durante los tres últimos días de trabajo: lo trascendental que había sido su pálpito de que existía un compartimiento secreto en el galeón de la daga; su buen hacer a continuación, descubriendo lo que hasta el momento era lo más sustancioso que habían encontrado; la detección de las actitudes agresivas de los mendigos... Por mucho que los impulsos le inclinaran a despedirlo, la verdad era que el joven estaba demostrando ser un elemento muy útil. En ese momento, decidió postergar el despido un día más y darse, por tanto, una oportunidad de reflexión, porque recordó lo que había mencionado sobre un monasterio. Iba a retener a Gerardo otra jornada, pero apartado del equipo, donde no le causara inquietud.
-Vamos a estar stand by unos cuantos días -dijo el realizador-, hasta que no lleguen las máquinas... y porque hay que estudiar cómo evitar que los de Teleplanet se aprovechen de lo que nosotros hemos explorado ya. Como tengo que asignaros tareas que nos permitan avanzar con los documentales, para que podamos terminar en la fecha convenida, mañana vas a ir con un cámara a dar una vuelta por esa zona que has dicho, a ver si encuentras el convento.
Gerardo sintió un estremecimiento. Trató de que no se le notara el júbilo.
-¿Llevaré algo que me identifique como... yo qué sé... algo así como técnico de televisión?
-Sí, por supuesto.
Gerardo disimuló la sonrisa; la referencia al tesoro en un monasterio había conseguido el efecto pretendido. Por fin empezaba a obtener frutos del empleo. Dimas iba a entregarle la llave para una búsqueda que hasta ahora le habían vedado la suspicacia y las evasivas de los religiosos, que durante años le habían parecido tan preocupados por las cosas del otro mundo, que nunca disponían de tiempo para responder las preguntas de los habitantes de éste.
Cuando llegaron al hotel, y mientras los demás descargaban la furgoneta, Gerardo observó algo en un ventanal de los salones de la primera planta. La mujer de pelo castaño y gafas doradas estaba mirándole desde detrás del cristal y, al notar que él la descubría, se ocultó precipitadamente. A Gerardo le alegró disponer de una razón más para que Dimas siguiera contando con él, por lo que se acercó para decirle:
-La espía estaba ahí, en el ventanal de salón, viéndonos llegar. Se ha echado a un lado cuando se ha dado cuenta de que la he descubierto.
En busca del oro
El capitán Zoilo de Monegros plegó el catalejo. Mantenían buen rumbo, sin alejarse de la nave que les precedía ni acercarse demasiado a la que les seguía. El tiempo era bonancible, por lo que las relingas y las gavias del Bezmiliana apenas crujían impulsadas por la suave brisa, pero, de todas maneras, las etapas de la derrota se estaban cumpliendo según los planes. Al entregar el catalejo al grumete Pedro de Vélez, que le auxiliaba en ese momento, giró un poco la cabeza y descubrió que maese Rinaldo se encontraba unos pasos más atrás, observándole. La proximidad de ese hombre, con quien todavía no había sido capaz de cruzar una frase, le sacaba de sus casillas.
Navegaban hacia el sur, bordeando África, rumbo a las Canarias, y hacía mucho calor. ¿O era la cercanía del odiado personaje lo que le hacía sudar? ¿Cuándo iba a librarse de esa preocupación?
Maese Rinaldo comprobó con decepción que dejaban atrás las Canarias sin tocar puerto, por lo que se desvanecía una de las cuatro o cinco razones personales que le habían inclinado a aceptar el peligroso encargo cuando, en Capadocia, el gran Maestre de la Orden, aparte de las bondades doctrinales de la misión, le habló mucho más de las oportunidades científicas de la aventura que de sus riesgos. Hacía muchos años que deseaba visitar las Islas Afortunadas de la mitología, contemplar sus montañas mágicas, recorrer sus fuentes encantadas y ver con sus propios ojos el árbol que, según decían, sangraba savia roja, y resultaba que sólo se habían acercado para buscar las corrientes y los vientos que les enrumbarían hacia las Antillas. Y, entre tanto, se le hacía cada vez más insoportable la mugre que señoreaba en la nave; ya en Madrid había añorado los baños de Constantinopla, escandalizado por el repulsivo hedor que exhalaban hasta los más poderosos señores, pero, ahora, esa añoranza era casi dolorosa, por las dificultades que encontraba para el aseo y las ruidosas chanzas de la marinería que debía soportar cuando conseguía tomar un baño ayudado por los jóvenes.
Con tanta abundancia de agua alrededor, no comprendía que fuese tan atroz el tufo que emergía del sollado donde dormía la marinería, ni que la mayoría de ellos convivieran con la granulosidad piojosa de sus cabellos. Sólo el alférez Francisco de Alcaparaín y el grumete Fernando de Tolox compartían a veces el baño con él. Según le habían contado entre risas y bromas mientras izaban los toneletes llenos de agua de mar, procedían de villas donde, a causa de que sólo dos siglos antes formaban parte del reino musulmán de Granada, sobrevivía la costumbre de bañarse regularmente y existían baños públicos cuyo agua brotaba de manantiales termales. Notaba con cuánta ira acechaban los mandos del Bezmiliana cuando esos jóvenes le ayudaban y acababan bañándose también. ¿Cuál sería el motivo de la ira, el hecho mismo de bañarse, probablemente blasfemo para sus cortas entendederas, o el de cordializar con él? Lo más probable era que fuese esto último lo que les ensombrecía el ceño.
Entre las órdenes que le diera el Almirante de Castilla, figuraba la de tratar de ganarse el favor sin suspicacia de los mandos de la nave, pero, ¿cómo hacerlo, cuando ellos se habían instalado en la hostilidad con una firmeza que parecía insuperable? Todavía no se había producido ningún percance que le permitiera ejercer alguna de sus muchas habilidades, gracias a lo cual esperaba granjearse la simpatía de esos hombres, que con sus recelos, gritos y maldiciones exteriorizaban precisamente lo que no deseaban que se supiera: que eran grandes truhanes.
Los días iban discurriendo entre hedores, maldiciones, procacidad, blasfemias, insultos mascullados a su paso que fingía no entender y sus propias simulaciones de estar realizando trabajos que eran completamente inútiles. Mientras, el viento que empujaba las enormes velas traía la pureza del añorado desierto, el virginal aliento de la naturaleza no pervertida por el hombre, lo que le causaba una nostalgia casi dolorosa pero le servía para escapar espiritualmente de la mugre purulenta que le rodeaba aunque fuera tan sólo durante algunos segundos.
Dejaron de sobrevolarles bandadas de pájaros y llegó el momento en que parecían haber abandonado el mundo. El silencio alrededor era tan completo y extraterrenal, que la marinería suavizó la bronquedad de sus expresiones y las tonalidades de la voz. Recorrían la cubierta pretendiendo que los pasos no resonasen.
Transcurrido un mes desde que levaran anclas, los oficiales no conseguían ponerse de acuerdo sobre cómo resolver el problema sin riesgos. Jornada a jornada les resultaba más amenazadora la presencia de maese Rinaldo, y la inquietud crecía entre los mandos del Bezmiliana a causa de su amistad con varios jóvenes tripulantes. Jóvenes y sin fortuna, pero pertenecientes a familias que contaban con patrocinadores en la corte. Zoilo de Monegros convocó a sus hombres de confianza para la hora en que sólo el vigía y el timonel permanecían en cubierta. Sus expresiones graves y la ronquera de las voces murmuradas como en una conspiración, confirmaban que maese Rinaldo era la mayor y más grave de sus preocupaciones.
-¿Qué conseguisteis ver? -preguntó el capitán a Rodrigo de Dueñas.
-Algo que me tuvo privado una hora.
-¿Qué decís? -exclamó más que preguntó Tomás de Utrera.
-Lo que habéis oído. Todavía tiemblo al recordarlo. El maese tiene que ser quiromante o hechicero, y el comprenderlo me hizo temer que fuese capaz de ver con clarividencia diabólica a quien, como yo, además de estar a sus espaldas, me encontraba oculto en el escondite.
-¿Qué os hace suponer que es hechicero? -preguntó el capitán.
-Yo he estado demasiado ocupado toda mi vida en importantes misiones como para perder el tiempo en actividades ociosas, tales cual aprender el arte de la escritura, pero he visto escribir a muchos amanuenses y también a vos, don Tomás. ¿Cómo escriben los cristianos?
-No comprendo vuestra pregunta-dijo Tomás de Utrera.
-¿No se trazan las letras en líneas que van de izquierda a derecha?
-Así es.
-¡Pues maese Rinaldo escribe de derecha a izquierda!
-¡Herejía! -exclamó el contramaestre don Luis de Alcor.
-Tenebroso asunto... -masculló Tomás de Utrera-, cuando ningún inquisidor viaja con nosotros.
-Y, además, no le he visto trabajar en el dibujo de ninguna carta -añadió Rodrigo de Dueñas.
-Bueno, tal cosa no debe extrañaros -aclaró Zoilo de Monegros-. Lo que se me indicó de la corte es que tiene por misión trazar las del puerto de Cartagena de Indias y, si hubiera lugar, las de La Habana. Hay que leer alguno de esos papeles.
-Maese Rinaldo no escribe en papel -advirtió Rodrigo de Dueñas como si desvelara otra novedad espantosa-. Lo hace en pergaminos, y los guarda en una arqueta muy reforzada con bronces y aceros que cierra con tres llaves diferentes.
-Es necesario revisar su escribanía -decidió el capitán-. ¿Alguno de ustedes tiene idea de cuándo acostumbra a ausentarse de la cámara?
-Ahora -dijo Luis de Alcor.
-¿Queréis decir que siempre a esta hora abandona la cámara? -preguntó Zoilo de Monegros y el de Alcor asintió-. ¿Para hacer qué?
-Todas las noches pasa varias horas sentado allá arriba, en la cofa del palo mayor, junto al vigía, aunque no hablan porque no se entienden. Hay marineros convencidos de que realiza conjuros dirigiéndose a las figuras astrales e invocando a dioses paganos. Según refirió con espanto uno de los vigías, hay momentos en que en vez de permanecer sus posaderas en la cofa, levita en el aire cual endemoniado; pero cuando lo llamé a mi cámara para exigir su testimonio y presentarlo ante el tribunal de la Santa Inquisición en Cartagena, negó haber afirmado tal cosa, como si su voluntad hubiera sido anulada por ese alquimista maldito.
Las expresiones de todos reflejaban el horror más hondo.
-¿Y ahora se encuentra en la cofa? –preguntó el capitán
Alcor volvió a afirmar con la cabeza y el capitán sacó una llave del cajón, diciendo a continuación:
-Vos, que leéis bien, don Tomás, id a ver si pudieseis descubrir algo -le entregó la llave-. Antes de intentar abrir la cámara, aseguraos de que permanece en la cofa, por si poseyera en verdad las artes infernales que don Rodrigo le supone, no vaya a ser que una maldición suya nos ciegue los ojos o el entendimiento y perdamos la estela de los demás navíos. Si conseguís encontrar uno de sus pergaminos, mirad si sois capaz de descifrarlo. Dejadlo todo tal como lo encontréis y procurad por la sangre de Cristo que él no pueda advertir la intromisión.
Desde la cofa del palo mayor, la contemplación del firmamento una despejada noche sin luna, en alta mar, era un espectáculo prodigioso. La nitidez de las constelaciones las hacía reconocibles al primer golpe de vista y cada planeta era un punto inconfundible por sus colores característicos. Hasta el marino menos experto podía orientarse con facilidad bajo la tachonada bóveda celeste. Maese Rinaldo sabía algo de marinería, pero sin ninguna práctica, gracias a los libros que había incluido recientemente en su equipaje: "Arte de navegar", de Pedro Núñez de Saa, publicado en latín; la "Geografía o moderna descripción del mundo y sus partes", de Sebastián Fernández Medrano, y un "Tratado de la carta de marear geométricamente demostrada" escrito por Juan Cedillo Día. Los había memorizado casi literalmente, por si llegaba el caso de tener que demostrar saber teórico ante los mandos del Bezmiliana. Pero, a despecho de su inexperiencia náutica, podía señalar por su nombre la inmensa mayoría de los puntos más luminosos que contemplaba e indicar el rumbo que la nave debía seguir. También en el gélido desierto, allá en Persia, tenía el firmamento ese aspecto, más rutilante que en la brumosa Europa.
Un rumor, o lo que parecía un quejido amordazado, le rescató del éxtasis contemplativo y miró hacia abajo.
En cubierta, en el ángulo que formaban la borda y el alcázar, varios hombres forcejeaban entre los rollos de escotas y las falcas que servían de contrafuertes a la escotilla mayor, ante la indiferencia sarcástica del timonel, que sin duda tenía que ver la escena desde la bitácula, puesto que esta caseta del timón coronaba el alcázar. Aunque no brillaba la Luna, la claridad estelar bastaba para apreciar que uno se debatía con desesperación sujeto y golpeado por cuatro, en lucha abrumadoramente desigual. Fue el injusto desequilibro de fuerzas lo que le incitó a bajar apresuradamente, puesto que desde sus años mozos no había vuelto a dejarse arrastrar por contiendas en las que nada le fuera.
Cruzó la cubierta con sigilo, escondido por los grandes rollos de escota, se deslizó hacia popa con cuidado de no hacer ruido y, embozado tras los contrafuertes del escotillón, atisbó hacia los cinco hombres, seguro de que no podía ser visto. Mostrándole amenazadoramente la daga, exigió al timonel su silencio por señas. El que se debatía en el suelo, con las calzas rotas a tarascadas y la boca tapada firmemente por la palma de una mano, era don Francisco de Alcaparaín. Los que lo sujetaban con manifiesta saña, mientras cruzaban frases susurradas con impaciencia, eran cuatro hombres de su misma graduación, pero mucho mayores que él. ¿A qué se debería la pelea? ¿Por qué, si tenían alguna cuenta que dirimir con Francisco de Alcaparaín, lo habían conducido a ese lugar para hacerlo, tan lejos de la tripulación? Había presenciado ya muchas trifulcas a bordo, y siempre los contendientes parecían desear contar con testigos; jamás intervenía nadie que no estuviese involucrado en la pendencia, pero en todos los casos se formaban corros bulliciosos que podían congregar a la totalidad de los marineros.
Caviló qué hacer. Los españoles tenían un sentido del honor demasiado quisquilloso, y don Francisco era un hidalgo a quien suponía entrenado para las lides. ¿Consideraría una afrenta que acudiese a prestarle su ayuda? En cualquier caso, necesitaba esa ayuda y se la iba a prestar. Saltó sobre el grupo; le bastaron ocho de los golpes aprendidos en Constantinopla para librar a Francisco de sus agresores, que huyeron presta y silenciosamente.
Ayudó al joven alférez a alzarse del suelo. Al enderezarse, descubrió que había lágrimas en sus ojos y que un hilillo de sangre se le escurría de la comisura izquierda de los labios. El rostro casi adolescente presentaba varias tumefacciones.
-¿Qué ha ocurrido, don Francisco?
-Maese Rinaldo... debéis jurar por vuestro honor que a nadie hablaréis de esto.
Rinaldo se tocó el pecho con la mano.
-Tenéis mi palabra, pero difícilmente podría hablar yo de lo que ignoro. Sólo he visto una pelea muy desigual y por ello he acudido a ayudaros.
-Esos hombres...
Rinaldo notó que al joven se le quebraba la voz en un sollozo.
-¿Qué?
-¡Señor, Señor, qué ultraje! Habíamos estado bebiendo cordialmente y hablando con tristeza de nuestras amadas, de las que nos arde la añoranza; cada uno describió holgadamente las dotes y gracias de su musa y, por turno, cantamos la poesía que nos inspiraba y, poco a poco, insensiblemente, la poesía degeneró en lujuria y fuimos arrastrados por la procacidad llegando a hablar de los apremios de la carne con una liberalidad que os escandalizaría. Íbamos a dormir, cuando esos cuatro se abalanzaron sobre mí y me arrastraron hasta este punto. ¡Querían usarme cual si fuera mujer, maese Rinaldo!
Éste puso cara de circunstancias, porque su primer impulso fue reír. Mantuvo el gesto serio, aunque con un brillo de simpatía y solidaridad en los ojos.
-A partir de esta noche y para siempre -afirmó Francisco de Alcaparain-, estoy en deuda con vos. Nada que os ataña me será ajeno, tanto en la fortuna como en la desgracia, y podéis disponer de mi mano y de mi espada como si fueran vuestras.
Don Tomás de Utrera oyó rumores en cubierta, lo que le hizo anudar torpemente la cinta, abandonar con precipitación el camarote de maese Rinaldo y correr hacia el del capitán.
-¿Qué habéis descubierto? -preguntó don Zoilo.
El de Utrera inspiró hondo, pasándose el dorso de la mano derecha por los labios y enjugándose con la bocamanga del camisón el sudor que perlaba su frente.
-¡Indescriptible! -dijo con voz aterrorizada.
-¿De qué se trata? -Rodrigo de Dueñas estaba en ascuas.
-Hice tal como me ordenasteis -respondió don Tomás mirando sombríamente a los ojos de don Zoilo-. No había a la vista ningún pergamino completamente escrito pero sí uno que apenas contenía tres líneas... a pesar de lo cual estaba enrollado y sujeto con cintas. Señor, qué espantoso descubrimiento. Lo que escribe maese Rinaldo no hay cristiano que lo entienda; ha de tratarse de signos cabalísticos aprendidos quién sabe en cuál de los siete niveles del infierno. Seguramente, el más profundo. No soy persona letrada, pero he visto en la Alhambra cómo escriben los infieles agarenos y una vez tuve en mi villa el privilegio de formar parte de un tribunal de la Santa Inquisición, donde se juzgaba a un judío converso por haberse comido a un recién nacido, en un rito abominable que acompañaba con la escritura de su lengua maldita, en un papel que era la prueba irrefutable de que disponía el tribunal. Los signos de maese Rinaldo no sólo no son cristianos, sino que ni siquiera se parecen a los agarenos ni a los hebreos.
Impresionados, todos callaron un buen rato. Cada uno rumiaba su espanto.
-Bien -dictaminó el capitán-. Es evidente que albergamos a un hereje sospechoso de haberse aliado con Satán, que, sin duda, ha conseguido infiltrar con sus malas artes la mente de uno de los hombres más poderosos del reino. La enormidad del caso nos inhabilita a nosotros para adoptar ninguna decisión, porque, dado el poder demoníaco de ese hombre, con el que ha conseguido apoderarse de la voluntad del Almirante de Castilla y de muchos hombres de este navío, se nos podría acusar de desacato y traición, y seríamos encerrados en mazmorras a perpetuidad. Hemos de esperar a presentar los cargos ante el gobernador de Cartagena. Que sea él quien asuma tan arriesgada responsabilidad.
-¿Y entre tanto? -preguntó Rodrigo de Dueñas.
-Durante lo que resta de travesía -respondió Zoilo de Monegros-, fingiremos amigabilidad con él, a fin de que no se sienta tentado de usar con nosotros sus artes infernales. La hipocresía y el fingimiento no serán pecado si el motivo es la preservación de la vida y los intereses de unos buenos cristianos. Por otro lado, y teniendo presentes las probables facultades adivinatorias que poseerá, deberemos ser extraordinariamente cuidadosos cuando tengamos que establecer las cuotas en Cartagena y en Portobelo si antes no consiguiéramos liberarnos de su horrísona compañía.
-Sufro malos presentimientos -se lamentó don Tomás de Utrera-. Tantos sueños de restablecer mi hacienda que abrigaba durante los preparativos de esta travesía, pueden verse malogrados.
-Yo -dijo el capitán-, cuando retornemos a España, habría de fijar la dote de mi hija Catalina, que se ha prometido a un lustroso hidalgo de Zaragoza, y ahora pierdo el sueño por la probabilidad de que tal cosa resulte imposible por culpa de ese endemoniado.
-¿Y si simuláramos un accidente y lo lanzamos a la mar? -sugirió Rodrigo de Dueñas-. Sería un servicio a la Santa Madre Iglesia y hasta nos reportaría indulgencia plena.
-Recordad, don Rodrigo -advirtió el capitán-, que maese Rinaldo cuenta con cómplices en la tripulación, en lo que seguramente es un contubernio de posesos. Esos jóvenes bellacos, con las artes inoculadas por el hereje genovés, consiguieron engañarnos al enrolarse y continúan engañándonos con su docilidad y aparente buena disposición. Seríamos denunciados y ahorcados, sin posibilidad de que demostrásemos, como haremos, la justicia de la ejecución de ese monstruo.
Habían transcurrido sesenta y ocho días desde la partida de Cádiz. El calor era insoportable, aunque el sol se encontraba oculto por una densa capa de nubes. Sentado junto a Francisco de Alcaparaín en la borda de la cubierta del castillo de proa, maese Rinaldo se rascaba con disimulo entre el pajizo vello de su barba, bajo el mentón. Trataba cortésmente de prestar atención al joven, pero apenas le escuchaba.
-El sitio de Carratraca... -dijo don Francisco de Alcaparaín, pero se detuvo al advertir la mirada ausente de maese Rinaldo, perdida en el horizonte.
Debían de estar a punto de arribar a las Antillas, porque cada vez eran más numerosas las aves que les sobrevolaban. Maese Rinaldo ansiaba llegar a puerto, porque no conseguía adaptarse a las miserias que imperaban en el navío. Algunos hombres padecían escorbuto; había estado proveyéndoles de sus reservas personales de limones, pero ya se le habían agotado y toda la tripulación podía llegar a padecer esa enfermedad, incluso él mismo, si no diversificaban pronto la dieta. Ahora, agobiado por el picor de huéspedes a los que no había conseguido vedarles el paso, sentíase incapaz de conversar con Francisco de Alcaparaín, porque soñaba con el momento en que, una vez anclado el galeón, pudiera lanzarse al agua.
-El sitio de Carratraca -repitió pacientemente don Francisco, comprendiendo que el maese tenía el pensamiento arrebatado por otros asuntos-, donde señorea mi familia, es como un jirón del cielo caído en la Tierra. Su aire es el más puro y fragante que imaginar podáis y el Sol nos hace la caridad de no ausentarse nunca mucho tiempo. Según se asciende la montaña, veis cambiar la vegetación como si viajaseis desde el trópico a las tierras hiperbóreas, encontrando conforme subís palmeras, olivos, encinas y, en lo más alto, unos abetos que nosotros llamamos pinsapos. Señor, Señor, ¡cómo ansío volver!
Maese Rinaldo se rascó disimuladamente el costado izquierdo, cerca de la axila, y comentó:
-Ese viaje desde el trópico hasta el Polo Norte que habéis sugerido, he tenido que realizarlo yo muchas veces.
-¿Habéis visitado el norte?
-Hasta donde la noche puede durar seis meses -respondió el maese mientras se rascaba la entrepierna, donde sentía distintamente cada uno de los saltos y recorridos de los insectos.
Desafortunadamente, no disponía de elementos con los que elaborar elixires cuyas fórmulas conocía. ¡Si un milagro pudiera transportarlo a la higiénica delicia de un hamam de Constantinopla!
-Dicen que allí, en las tierras hiperbóreas, aparece con frecuencia la gloria de Dios en el cielo -dijo Francisco con gesto soñador.
-¿La gloria de Dios? -aunque trataba de evitarlo, maese Rinaldo no consiguió que su mano le obedeciera y se rascó vigorosamente la espalda-. No, don Francisco; se trata de un fenómeno natural. Las auroras boreales han sido estudiadas por los hombres de ciencia y, con muchos cálculos y algo de suerte, es posible anticipar cuándo podrían ocurrir.
-¿Y esas tierras del moro que tan bien decís que conocéis, no son peligrosas para un cristiano?
-No, don Francisco -perdido el control, y el pudor de hacerlo ante el joven, se rascó desesperadamente por todo el cuerpo, la nuca, tras las orejas, las axilas, el pecho, la espalda y las nalgas-. Hay en Constastinopla templos ortodoxos, iglesias católicas y sinagogas judías que a nadie perturban ni incomodan. Y en Egipto, existe uno de los más antiguos ritos cristianos, el copto, cuyos practicantes lo exhiben sin recelo y producen hermosísimas obras artesanales cristianas con una técnica que sólo ellos dominan.
-No quisiera parecer metomentodo, maese Rinaldo, pero, ¿por qué razón habéis vivido en esos países?
Rinaldo tragó saliva. Quizás estaba confiando excesivamente en el joven, que con su inocencia, su anhelo de conocimientos y su desmesurada afición por él, tal vez le hacía exponerse a revelarle más de lo conveniente.
-Soy curioso, don Francisco -respondió mientras se introducía la mano bajo el jubón y se rascaba el ombligo-. Quedé huérfano a los catorce años y fui encomendado a la tutela de un hombre sabio, que se afanó en la tarea de ablandar mis duras entendederas con la única virtud que distingue verdaderamente a los hombres de las bestias: el afán de saber. Ese afán me ha llevado durante los últimos veinte años a recorrer gran parte del mundo y tal es también lo que me ha inclinado a aceptar el encargo de dibujar las cartas de Cartagena. Es ésta mi primera oportunidad de visitar las Indias Occidentales. Espero, con ayuda de Dios, enriquecer grandemente mis conocimientos.
-Entonces, ¿sólo tenéis treinta y cuatro años? -el maese asintió-. Sin embargo sois ya dueño del saber del mundo.
-No exageréis, don Francisco. Yo me siento un aprendiz.
-¡Un aprendiz! Sois el ser más extraordinario que he conocido en mi vida.
El deslumbramiento del joven era demasiado patente. Aunque complacido, Rinaldo temió por su suerte, dado que cualquiera que frecuentara podía verse incluido en la animosidad de los mandos del navío que, extrañamente, no se había manifestado con tanto clamor los últimos días. Decidió, sin embargo, que tenía que evitar aparecer más de lo conveniente en público con don Francisco.
Avistaron Trinidad aunque, al igual que en las Canarias, el navío no tocó puerto, pero les acompañaban bandadas inmensas de alcatraces, lo que significaba que en ningún momento se alejaba el galeón demasiado de tierra firme. La travesía tocaba a su fin. Las grandes y feas aves armaban remolinos oscuros en el aire, lanzándose certeramente sobre cualquier residuo que fuese arrojado al mar desde la borda.
Continuaron remontando la costa de Nueva Andalucía y, por fin, advirtió con júbilo maese Rinaldo que la flota arriaba las velas y anclaba frente a la isla de Santa Margarita, mientras que tan sólo un patache se dirigía a puerto. En vez de observar los movimientos y tratar de comprender a qué se debía esa parada sin llegar a acercarse a tierra, en cuanto estuvo seguro de que el anclaje iba para largo se despojó de la ropa y saltó al agua, ante la expectación estupefacta y algo escandalizada de la marinería.
-¡Maese Rinaldo -gritó Francisco de Alcaparaín desde cubierta-, sabed que estas aguas están infestadas de escualos terribles!
-Venid vos también -repuso el maese-, beneficiará a vuestra salud.
-¡Líbreme la Virgen Santísima! Ni sé nadar ni jamás lo haría junto a los temibles monstruos que pueblan estos mares.
Con objeto de no pronunciar el sarcasmo que le inspiraba el hecho de que un aspirante a oficial de marinería no supiera nadar, maese Rinaldo se impulsó para zambullirse. Libre de los picores, estaba gozando como no recordaba que fuera posible, lleno su pecho del júbilo de quien vence a un enemigo que ya había desesperado de conseguir vencer a pesar de lo minúsculo de su tamaño; rememoró con una sonrisa una de las frases más memorables del recitado que acompañó su jura de votos al ingresar en la Orden: “¡Glorioso es nuestro retorno victorioso del combate, feliz nuestra muerte de mártires en la lucha!”. Había sobrevivido a la más miserable de las batallas que le hubiera tocado librar y ahora sentía próxima la victoria. El agua era tan transparente como el aire y en el fondo de arena blanca y bosques de coral, también blanco, pululaban miríadas de peces con todos los colores del arco iris, que no se apartaban asustados por su presencia, porque sólo tenían por enemigos a las barracudas y los tiburones. Ningún hombre había sido jamás un predador en ese maravilloso y silencioso mundo, y Rinaldo evolucionó entre los aleteos multicolores como un huésped bienvenido, sintiendo que podía volar, que la ingravidez le liberaba de la tiranía de un cuerpo desposeído de nobleza y esencia divina, puesto que podía ser profanado y devorado por seres minúsculos, cochambrosos y repulsivos como los piojos.
-Miradlo -murmuró don Tomás de Utrera al oído del capitán, señalando la silueta pálida del cuerpo del maese entre dos aguas-. Su audacia es propia de endemoniado. ¿No tendremos la fortuna de que un tiburón lo parta por la mitad?
-Dios os oiga.
Tras muchas piruetas y largas inmersiones que a todos los perplejos marineros asombraban, maese Rinaldo emergió junto al costado de la nave, desde cuya borda le observaba consternado don Francisco de Alcaparaín.
-¿Tendríais la bondad de echar mis vestiduras? -le rogó.
Cayeron unos metros a su derecha. Cuando las pudo aferrar, volvió a sumergirse con ellas. Confiaba que el salitre, el movimiento a través del agua y el restregarlas contra los macizos de coral exterminaran a los parásitos. Una vez que consideró que tal milagro podía haber ocurrido, pidió a don Francisco que le lanzara un cabo y la escala. Ató la ropa, que fue izada por el joven, y mientras subía a bordo por la escala, descubrió que ya regresaba el patache que había sido enviado a la isla. ¿Cuánto tiempo había permanecido, entonces, en el agua? Calculó con sorpresa que habían sido varias horas. Cayó en ese momento en la cuenta de que tenía el mar de las Antillas una temperatura que posibilitaba la permanencia indefinida en sus aguas, igual que en el mar Rojo.
Al poner pie en la cubierta, los marineros batieron palmas y le aclamaron; sorprendido, se detuvo para corresponder la aclamación con una sonrisa y una cómica genuflexión. Fueran cuales fuesen sus sentimientos hacia él, aquellos hombres estaban impresionados por el coraje que había demostrado, según las medidas y el entendimiento que ellos poseían de tal virtud.
Maese Rinaldo lamentó no haber podido examinar lo que el patache había llevado a la flota desde Santa Margarita, lo mismo que una nave que fue enviada primero a La Guaira y, luego, a Maracaibo. Sabía que se trataba de víveres en su mayor parte, pues también el Bezmiliana había recibido varios capazos, sobre todo de frutas sorprendentes que llamaban papaya, aguacate, guayaba, mango y ananás, pero había escuchado a los marineros hablar de perlas. De grandes, enormes, increíbles cantidades de perlas.
Una semana más tarde, mientras enfilaban la entrada a la bahía de Cartagena bordeando el fuerte de San Luis de Bocachica, se dijo que debía permanecer más atento y ser mucho más cauteloso y sutil a partir de ese día. Había llegado la hora de fingir trabajar en serio y armar al mismo tiempo la difícil y complicadísima arquitectura de su peligrosa misión. Mediante la traducción de Francisco de Alcaparaín, solicitó un ayudante al capitán, que le asignó al grumete Fernando de Tolox. Con su ayuda, llevó a cubierta los instrumentos y comenzó a medir la intrincada geografía de la enorme rada, casi un mar interior. Eran muchos los fuertes alzados en las orillas, en los puntos donde la sinuosa costa avanzaba hacia el mar, dibujando estrechos, calas incontables y canales entre ciénagas que llamaban manglares, bajo bandadas impresionantes de aves desconocidas que gritaban como personas y tenían todos los colores del universo. Ese mar interior estaba salpicado de edificaciones formidables, ciclópeas, con innumerables baterías de cañones en las almenas. Cuando avistaron el puerto de Cartagena, contempló a su derecha una de dimensiones aún más extraordinarias. Lo primero que le vino a la mente, como única comparación posible, fueron las pirámides de Egipto. Una construcción digna de los faraones.
-¿Cómo se llama ese castillo, don Fernando? -preguntó al grumete.
-San Felipe de Barajas. Me extraña que no hayáis oído hablar de él. Se trata de un fuerte del que toda la marinería se hace lenguas.
Rinaldo apretó los labios. En efecto, tal nombre figuraba en los documentos que se le había exigido memorizar, pero el asombro mismo de su contemplación le había hecho olvidarlo.
Terminó en pocas horas un dibujo razonablemente bueno con que simular un trabajo de cartografía, pero sólo se trataba del punto de partida y en él figuraban nada más que los accidentes más destacados. Ahora tenía que fingir enfrascarse en su estudio y perfeccionamiento, mediante el recorrido minucioso de todo el perímetro en bote, lo que le tomaría demasiado tiempo como para ocuparse de lo que debía. Tenía que encontrar el medio de conciliar ambas actividades. Fue ante el capitán a pedirle el bote, los dos remeros y el ayudante. Como siempre que tenía que hablar con don Zoilo, don Francisco de Alcaparaín le sirvió de intérprete.
-Llevaos a don Francisco, mismamente, hijo de meretriz purulenta -dijo el capitán con expresión sibilina.
Como de costumbre, don Francisco no tradujo el insulto.
Alcaparaín era el que menos pensaba el maese solicitar, puesto que tenía poderosas razones para intuir que su amistad perjudicaba al joven. Dedujo, sin embargo, las que podían motivar la elección de don Zoilo: en el mismo bote, se quitaba de enmedio a dos temidos testigos.
Consecuentemente, abrevió los teatrales recorridos tanto como le fue posible sin delatar su impostura, aunque había momentos en que sentía la tentación de olvidar la misión impulsado por su insaciable sed de conocimientos, porque cuando contemplaba la naturaleza todavía en estado casi salvaje se hacía tantas preguntas que su tentación más poderosa era la de hallar respuestas. Los árboles de los manglares crecían directamente en el agua salada del mar, ¿cómo era ello posible? Recordaba haber visto algunos árboles en el agua salada del mar Rojo, pero entonces no les dio mucha importancia ni se interesó por ellos porque creyó que se encontraban en riberas circunstancialmente inundadas; y se trataba, en realidad, de agrupaciones vegetales pequeñas, no los inmensos bosques acuáticos que ahora recorría, tan palpitantes de vida. Veía las bandadas de peces que apenas se apartaban del bote, indiferentes ante la cercanía de los hombres, pobres ingenuos; en los fondos, visibles a través de las límpidas aguas, se amontonaban moluscos de muchas clases, caracolas inmensas y grandes almejas, y las raíces de los mangles aparecían recubiertas completamente de ostras, como si se tratara de una plaga. Y en el aire, era permanente el vuelto de tantos de aquellos pájaros asombrosos, que había momentos en que el cielo se teñía completamente de rojo o azul, o violeta o verde, cambiante como un calidoscopio.
Ante tanta belleza y tanto que merecía ser notificado a los científicos de Europa, comprendió que un embrujo más imperativo que su voluntad y que las órdenes recibidas podía conseguir desviarle del objetivo del viaje, de modo que, a los tres días, anunció al capitán que había acabado. Notó su expresión de extrañeza, su incredulidad, pero no asomó a sus labios ninguna recriminación.
Don Zoilo de Monegros había estado esperando esos mismos tres días que el gobernador de Cartagena le recibiera en audiencia. La inesperada presencia permanente, de nuevo, de maese Rinaldo en el navío, iba a ocasionar que ocurriera precisamente lo que había tratado de evitar enviando a don Francisco de Alcaparín con él; que esa entrevista pudiera llegar a sus oídos, sin contar el trasiego de mercancías que tampoco le convenía que ninguno de los dos presenciara.
Fue avisado con sólo una hora de anticipación.
Abandonó la rada de las Ánimas sintiéndose como ellas, un alma atribulada que era incapaz de calcular cuánto duraría su tormento. Ingresó en el baluarte por la puerta de Santo Domingo recordándole al santo que tenía que casar a su hija del modo más pródigo, ya que Catalina le hacía sentir orgulloso, y de una materia superior, a causa de sus muchas virtudes y su gran belleza. Le impresionó la severidad del edificio de capitanía y la lobreguez austera del corredor por donde fue conducido. El gobernador, un hombre gordo y rubicundo, que hablaba tan musicalmente como los naturales de las Indias, le recibió vestido sólo con unas calzas, que tenía arrolladas hasta más arriba de las rodillas, y un camisón suelto sobre ellas que estaba empegostado a su piel por el sudor. Ni un mísero jubón ni unos calzones figuraban en su atavío. Tenía en la mano un soplillo de palma con el que no paraba de darse aire.
-Decidme, capitán, ¿qué os trae?
-Por orden del Almirante de Castilla, me acompaña en el barco un maese que tiene oficialmente la misión de trazar nuevas cartas de la bahía de Cartagena. Pero poseo poderosísimas razones para creer que se trata de un simulador terrible..., creo que es un hechicero que pudiera haberse valido de malas artes para apoderarse de la voluntad del Almirante.
-¡Que decís, capitán! ¿Conocéis la gravedad de lo que afirmáis?
-Dios Nuestro Señor sabe que sí. Por ello me presento ante vos aun a sabiendas de los riesgos que corro. Soy fiel servidor de Su Majestad y, por ello, afronto resueltamente esos riesgos, con tal de librar al reino de tan maligna influencia.
-¿Y por qué no habéis expresado esos temores ante vuestro almirante, don Manuel Velasco de Tejada?
-Porque, lejos de tierra firme, y sin la presencia de algún venerable magistrado del Santo Oficio, temía que también al almirante pudiera embrujar.
El gobernador examinó a don Zoilo de Monegros. Era un hombre cuya insignificancia sólo obtendría algún realce si se le aupaba a la peana dorada de una imagen de iglesia; en realidad, ni siquiera todo el oro de los incas bastaría para darle lustre. Tenía los ojos desencajados, pero intuyó que no a causa del temor que manifestaba, sino a otro que podía aventurar: la posibilidad de ser acusado de latrocinio; una acusación por la que había tenido que condenar a la horca a dos capitanes de la Flota de la Plata el año anterior.
-¿Portáis, por ventura, la orden por la que lo enrolasteis?
-Desde luego. Vedla.
El gobernador leyó con mucha concentración las dos hojas de papel profusamente cubiertas de escritura. Cuando terminó, soltó una carcajada.
-¿Cuáles signos os han convencido de que ese hombre es un impostor, y nada menos que un hechicero con poderes sobrenaturales?
-Lee mucho, mira todas los noches las estrellas y escribe de derecha a izquierda con signos cabalísticos que nadie puede entender.
-¿Cómo os llamáis?
-Zoilo de Monegros.
-Ved, don Zoilo lo que aquí reza -el gobernador acercó a sus ojos la orden-. Maese Rinaldo de Liguria es, al parecer, uno de los pocos sabios de nuestra época que pasarán a la historia. Es abrumador el caudal de su sabiduría. Sus conocimientos de cartografía son los menos significativos de los que posee; ha estudiado medicina, astronomía, arquitectura y, últimamente, las artes de marear. Habla... ¿sabéis cuántas lenguas?
-No la nuestra.
-Un hombre de sus cualidades, después de casi tres meses en el galeón, seguramente la entiende; la orden asegura que trataría de aprenderla. Pero es que ya domina trece lenguas con sus escrituras. Dice aquí, ved -por su expresión, el gobernador descubrió que el capitán no sabía leer-, que puede escribir, inclusive, como sólo saben escribir los monjes del Himalaya. Lo que vos creéis escritura cabalística, será cualquiera de las múltiples caligrafías que conoce. Serenaos pues, capitán, e id con Dios. Alívieos saber que no hablaré de esto a vuestro almirante. Debéis agradecer el honor de que un hombre como él se aloje en vuestra nave.
El capitán abandonó la casa de capitanía con el humor más sombrío aún que al llegar. Ahora resultaba que el maldito maese había estado burlándose de él, puesto que comprendía lo que decía. ¡Había entendido todos los insultos que le dedicara con el convencimiento de que el intérprete no iba a traducírselos!
Tenía que encontrar el modo de mandar un correo al virrey, a Bogotá. ¿Cómo podría hacerlo sin cumplir el trámite obligatorio de comunicárselo al almirante don Manuel Velasco de Tejada?
Maese Rinaldo gozó de dos meses de paz, libre del acecho de los oficiales o, al menos, libre de acechos que pudiera detectar. Los aprovechó muy bien.
Los correos enviados por el almirante a los virreyes de Nueva Granada y el Perú para que difundieran entre los mercaderes la nueva de la llegada de la Flota de Tierra Firme, habían surtido efecto hacía ya varias semanas. Los cargamentos de mercancías, oro, plata, gemas y perlas procedentes del Perú estarían navegando en esos momentos por el Pacífico camino de Panamá, donde atravesarían en mulos el istmo hasta Portobelo, a la espera de la arribada de la flota a ese puerto y la subsiguiente celebración de la feria de trueque más famosa de las Indias, pero los cargamentos de Nueva Granada habían llegado, en su totalidad, a Cartagena y la estiba se encontraba a punto de acabar.
Escribió mucho en Cartagena, siempre de derecha a izquierda. Realizó los cálculos compaginando tres métodos diferentes: la estimación visual del volumen, el peso de lo cargado según el chirrido de los cabrestantes y el valor declarado en los registros que escribía Pedro de Vélez a las órdenes del capitán, valor que siempre tenía que multiplicar por siete u ocho para ajustarlo a sus observaciones directas.
Cuando averiguó que sólo faltaban cuatro días para la partida hacia Portobelo, enrolló dos pergaminos dentro de uno sin usar, para preservarlos del sudor; se los anudó junto a la piel del costado, bajo el brazo derecho, con un cordel de seda; vistió luego el camisón y el jubón más holgado de los dos que poseía de estilo español; extrajo del doble fondo de una de las bolsas seis piezas de oro y las guardó en un monedero de cincho; guardó en el zurrón un catalejo que, plegado, abultaba poco menos que una albaceteña; metió también en el zurrón el salvoconducto, por los tropiezos que pudiera encontrarse. Habiendo decidido, tras un caviloso recuento, que no le faltaba nada, bajó a tierra, donde tuvo que escabullirse del cerco amable y bienintencionado, aunque inoportunamente insistente, de don Francisco de Alcaparaín,
Deambuló un buen rato entre los tenderetes del mercado, donde ya quedaban muy pocas mercancías de las traídas de España. Ningún arma ni pipa de vino, sólo algunas pacas de lana de Castilla y unos pocos cacharros de cerámica de Talavera y Manises permanecían expuestos. En cambio, abundaban y no paraban de llevar a los barcos maderas de Campeche, ámbar gris, cueros, amatistas, lana de vicuña, esmeraldas y perlas. El oro era introducido directamente en los galeones, igual que casi toda la plata, pues sólo vio amontonados en el mercado unos cimeros de tortas, como quesos argentíferos, mientras que había visto llevar a los navíos cantidades que sumaban muchas toneladas.
Una vez que se convenció de que nadie que lo conociera podía descubrirle ni sospechar de sus pasos, buscó el recodo donde vendían monturas. Adquirió a buen precio un caballo al que le quedaban pocos galopes y, tras cruzar la ciudadela de parte a parte, se dirigió a Calamarí, donde sabía que podría comprar una esclava. Pagó por ella tres veces más que por el caballo, lamentable inversión, porque el vendedor, después de examinarle astuta y pícaramente, dedujo que trataba de comprar un exótico objeto de placer, mientras que Rinaldo sólo había preguntado si podía o no expresarse en castellano. La muchacha que le entregó, una morena clara con ojos como ascuas, sólo tendría unos dieciséis años, pechos puntiagudos que lanzaban su camisa hacia la tentación y unos labios jugosos que condensaban la melaza de todo el ron de Las Antillas. Recordó que un Caballero de Cristo era constantemente un cruzado empeñado en una lucha doble: contra la carne y la sangre, y contra las potencias espirituales. No obstante, un fratre milite tenía, en los tiempos que corrían, licencia para consolarse si ello era menester, pero no en las circunstancias apremiantes del momento presente, cuando tan grande peligro podía correr y tan indispensable era el uso de todas sus facultades, y debía emplearlas en gracia plena. Sonrió a la morena con expresión que trataba de transmitirle serenidad y confianza, como diciéndole que toda expectativa, buena o mala, que albergase su pensamiento, debía quedar postergada.
La aupó a la grupa y espoleó el caballo hacia el noreste. Sería, le habían dicho, poco más de una hora de viaje, pero con aquel jamelgo era el tiempo difícil de calcular. Encontró primero las ciénagas palpitantes de pájaros, peces y moluscos y, después de conseguir vadearlas tras varios laberínticos intentos, viró hacia el sur, donde, no mucho más tarde, dio con el poblado de construcciones sobre estacas clavadas en los fondos cenagosos, a las que llamaban palafitos; notó que los indígenas miraban sin miedo ni mayor precaución los numerosos reptiles, como pequeños cocodrilos, que alborotaban el agua en torno a sus casas. Más allá, el terreno se tornó más compacto y transitable, una especie inmensa de prado entre palmeras altísimas de troncos rectilíneos casi blancos y lisos, como si fueran de cera; estupefacto, calculó que la mayoría de las palmas superaban las sesenta varas de altura.
Tuvo que cruzar varios riachuelos apeándose para halar de la montura, que parecía no contar con excesivo espíritu aventurero y se resistía a introducirse en los torrentes; también la expresión de la muchacha reflejaba miedo. Observándola, se preguntó si él, asimismo, debía dejarse abatir por el temor. Quienes debía encontrar no era gente que se distinguiera por ninguna clase de escrúpulos y, si de veras le habían esperado y no se habían hartado de hacerlo con su carácter atrabiliario, tal vez pasarían el tiempo borrachos y, con ello, capaces de todo horror.
Tras vadear otro pequeño bosque de mangle, volvió a enfilar hacia el noreste, donde de pronto el paisaje se volvió oscuro y húmedo como un encantamiento. Enormes árboles de elegantes troncos, junto a palmas y arbustos que no sabía si eran árboles pequeños o hierbas gigantescas, formaban la floresta más variada que hubiera podido imaginar. Muchas ramas arbóreas aparecían parasitadas de bromelias, formando constelaciones de estrellas verdes donde los troncos se bifurcaban. También era prodigiosa la variedad de flores. Le resultaba difícil comprender que hubiera tal explosión de color bajo la bruma crepuscular y casi irreal del bosque; las flores colgaban en lilas y rosas de todas partes, entre las que saltaban monos pequeños que parecían llevar antifaces claros. El viejo caballo se detuvo en varias ocasiones, reluctante, ante la presencia de pequeños e inofensivos animales, como una especie de cerdo con una larga trompa y otro que no supo dilucidar si sería mamífero o reptil, pues presentaba una coraza que parecía de escamas, pero también una cola peluda.
Tal como le habían explicado, siguiendo siempre la dirección nordeste, atravesó en poco más de media hora el bosque, que debía de ocupar sólo una franja costera, y vislumbró en lontananza la que le aseguraron en Madrid que sería la única elevación destacable que habría a la vista. Allí encontraría lo que buscaba.
Sin embargo, la duración del viaje había sido más larga de lo anunciado; estimó que habían transcurrido unas dos horas y media desde su partida cuando coronó el selvático promontorio. Abajo, a la derecha, estaba la pequeña cala. Sintió apremiantes deseos de bajar y darse una zambullida, porque se trataba del edén más ameno que hubiera contemplado en su vida: un arco de arenas blanquísimas enmarcadas por un denso cocotal. Tal como esperaba, había un navío anclado al pie del promontorio, sin pendón ni estandarte que lo identificaran, aunque él podía determinar sin error tanto su origen como su rango y hasta el astillero donde había sido construido. Era más ligero y mucho más manejable que los pesados bajeles que todavía construían en España, en el Bidasoa. Tenía todas las velas arriadas, pero él no necesitaba ver ninguna marca ni escudo para saber que se trataba exactamente de la nao que esperaba encontrar. Los marineros, casi todos los que debían de formar la tripulación, retozaban o sesteaban en el rompeolas y en la arena. Aún en la distancia, y pese a su desnudez de indígenas inocentes, era notoria la borrachera general y su agresividad.
-Toma -le dijo a la esclava-. ¿Ves aquellos hombres? -ella asintió, por lo que Rinaldo comprobó que comprendía su defectuoso castellano-. Ve a entregarles esto -le dio los dos pergaminos enrollados-; es todo cuanto espero de ti. Ahora, gracias a este servicio que vas a prestarme, te ganas la libertad.
Notó su incredulidad.
-Sí, muchacha, eres libre. Pero ten en cuenta que voy a vigilar y comprobar que me obedezcas. Si no lo hicieras, cabalgaré hacia ti, te alcanzaré y te daré muerte. Ahora, ve.
Cuando la esclava se dispuso a cumplir sus órdenes, maese Rinaldo desplegó el catalejo, con el que siguió su penoso descenso, que le tomó más de media hora. Ignorante del peligro que podía correr, muy despreocupadamente, la muchacha se dirigió hacia el mar y parecía, por sus ademanes y saltitos acompasados, que fuese cantando. Al entrar en la playa, se produjo un revuelo, pero no de la clase que se hubiera armado si un hombre adulto se acercaba a ellos, que moriría antes de conseguir hacerse entender. Acogieron a la mulata con gritos y aspavientos de entusiasmo; la cercaron entre risotadas, puesto que ella pareció intuir en el último momento que su vida corría peligro y trató de huir. La alzaron entre cuatro y la hicieron volar como un muñeco; a continuación, fue desnudada y poseída por los veinticuatro, que se empujaban los unos a los otros disputándose el turno a golpes y tarascadas. Rinaldo frunció los labios amargamente advirtiendo que ella, forzada a humillarse desde su nacimiento, no se debatía ni expresaba queja alguna. Sintió una punzada en el alma por haberla obligado a someterse a tantas vejaciones y tuvo que refrenar el disparatado impulso de correr hacia la playa para liberarla de aquella demente bacanal. Quiso ser sordo para no oír los ecos de las risotadas ni las blasfemias y cerró los ojos con objeto de librarse a sí mismo del impulso; un impulso igual, ante el suplicio sufrido por una esclava en una plaza pública de Damasco, había estado a punto de costarle la vida cuando sólo contaba veintitrés años. Ahora tenía una misión demasiado trascendental como para que la compasión le condujera a la muerte.
Por la enajenación sexual que arrebataba a los veinticuatro hombres, temió que los pergaminos, caídos a cierta distancia de la mulata, resultaran aplastados, destruidos y olvidados, pero uno de los marineros que ya había obtenido el placer los descubrió por fin; tras examinarlos, pareció muy impresionado; corrió hacia una de las barcas y remó afanosamente hacia el navío.
Los informes habían llegado a manos de quien debía llevarlos a Europa. Podía regresar a Cartagena.
Abandonó el caballo junto a las murallas, esperando que alguien se compadeciera del famélico animal, y cruzó la puerta de Santo Domingo al declinar la tarde. Buscó la taberna llamada Chambacú; dentro, de una ojeada, descubrió un grupo de marineros del Bezmiliana entre quienes bebía el grumete don Pedro de Vélez. Avanzó hacia ellos con pasos vacilantes, como si se encontrara más que borracho. El joven De Vélez se alzó prestamente hacia él y, solícito, le tomó de la cintura para ayudarle a llegar hasta la mesa.
-El gozo del más intenso placer sexual que he conocido en mi vida, en brazos de una mulata igual que una hurí, me ha hecho festejarlo después sin medida. Creo, don Pedro, que estoy un poco mareado.
-¿Mareado, decís? Creo yo que jamás vi curda más imponente. ¿Me permitís que os acompañe a bordo del Bezmiliana?
-Os lo agradeceré con el alma.
Contraespionaje.
El día siguiente de la grabación en el fuerte de Corbeiro, Dimas Outeiro saltó por babor desde cubierta con un estilo tan impecable como el de un saltador olímpico. Le aplaudieron los submarinistas, cámaras y demás integrantes del grupo de Telemedia con asombro verdadero, porque habían creído hasta ese día que el realizador, a sus cuarenta años, no estaba ya para esos trotes.
Se había lanzado a las frías aguas de la ría sin la protección del traje de neopreno ni el equipo de submarinismo, pues no los necesitaba para lo que trataba de explicar. En realidad, tampoco era necesario sumergirse para explicarlo.
El exhibicionismo del salto tenía un propósito más personal, relacionado con el afán de competición que le inspiraba el magnífico estado de forma de su grupo de submarinistas. Quería probarse a sí mismo que no había perdido facultades desde que naciera la obsesión por el oro de Vigo a sus diecinueve años, mas el frío le calaba los huesos. Aguantaba bien la inmersión sin oxígeno, pero echaba de menos la protección del neopreno. Los años no pasaban en balde, aunque estaba convencido de que el noventa y cinco por ciento de los hombres de su edad envidiarían sus condiciones físicas. Hasta creía que podía competir con varios de los submarinistas y superarles, aunque ninguno hubiera cumplido treinta años.
Una vez que pudo contrarrestar la inercia de la caída, nadó vigorosamente hacia arriba; el casco del barco parecía la silueta de una ballena inmensa; identificó por la luz la dirección correcta y se impulsó con fuerza, pasó bajo la quilla y emergió por el estribor del pesquero. Hizo sonar las abolladas latas de refresco que habían colgado de un cordel y los muchachos se asomaron por la borda para echarle la escala de cuerda.
De nuevo en cubierta, preguntó:
-¿Está claro?
-Sí, joder, Dimas -respondió humorísticamente Rafael Beira-, que no somos niños de pecho.
-Pues si lo tenéis claro -Dimas ignoró la humorada del forzudo-, será eso lo que haréis al volver; ni se os ocurra hacer cualquier otra señal ni gritar, ni aparecer por babor. Emparejaos por los colores del traje, para que el despiste de esos tíos sea completo.
El patrón del pesquero lo enrumbó hacia donde estaba anclado el que habían fletado los de Teleplanet. Anclaron lo bastante cerca como para que vieran con claridad lo que hacían, pero no lo suficiente como para que sospecharan; de todos modos, habría entre ellos más de uno vigilándoles con prismáticos.
Echaron las dos zodiacs al agua por babor, donde los de Teleplanet pudieran verles. Cuando los submarinistas terminaron de prepararse, formaron un corro en torno a Dimas, que les dijo:
-Bueno chicos, tenemos que volverlos locos. Esos tíos no pueden anticipársenos ni aprovecharse de lo que nosotros hemos avanzado ya, así que demostradme vuestro amor propio y lo listos que sois. En una zodiac, iréis el cámara Pepín y vosotros cuatro -señaló a dos cuyos trajes eran verde y negro y a dos que los llevaban de color butano-. En la otra, José Antonio el cámara y vosotros seis.
Señaló a dos que vestían de azul y amarillo, otros dos cuyos trajes eran azules combinados con distintos colores y dos que los llevaban rojos.
Mientras obedecían sus órdenes, Dimas se echó en una tumbona y fingió enfrascarse en el guión y la escaleta sujetos con una pinza, pero no miraba los papeles; permanecía atento a ver si la operación se desarrollaba según sus instrucciones.
La primera zodiac enfiló hacia Cangas. Cuando se encontraba a unas cuatrocientas brazas del pesquero, sin parar, se lanzaron los de los trajes verdes. A continuación, la lancha viró a babor en un ángulo de noventa grados y se detuvo a unas cien brazas de donde se habían echado los primeros. Parado el motor, saltaron los de los trajes de color butano. Unos minutos más tarde, emergió la boya que los submarinistas habían asegurado en el fondo. El cámara amarró la lancha y se sumergió también.
La otra zodiac había enrumbado hacia la dirección contraria y fueron saltando de dos en dos. Al final, cualquiera en más de una milla a la redonda podía distinguir las dos boyas de llamativos colores, cada una con una zodiac atada.
Dimas consultó el reloj. Tendría que esperar unos quince o veinte minutos. Entonces, fue la primera vez esa mañana que se acordó de Gerardo Cao, al ver entre los papeles los dos recibos que había firmado antes de salir en busca del monasterio a primera hora, uno por veinte mil pesetas para imprevistos y otro por quince mil, para el almuerzo y la gasolina. Estaba tan relajado en su ausencia, que se forzó a olvidarlo como quien espanta a una mosca.
Caminó aparentando desinterés hacia la cabina del timonel y, situado a su lado para embozarse de los mirones de la competencia, observó el barco enemigo a través de los prismáticos. El grupo de Teleplanet se mostraba muy activo; más de una decena de submarinistas estaban preparándose con mucha precipitación.
Sonrió. De momento, la argucia surtía efecto. Hicieron cuanto había imaginado que harían. Echaron al agua las cuatro zodias de que disponían y, al ser ocupadas, comprobó que disponían de más submarinistas que su equipo, catorce en total. Como había previsto, las cuatro lanchas neumáticas fondearon en lugares muy cercanos a las boyas que sus hombres habían fijado al fondo.
Sólo tuvo que esperar pocos minutos más. Oyó el sonido de las latas colgadas a estribor; tras comprobar de nuevo que, tras la cabina, no podía ser observado por los prismáticos de Teleplanet, echó la escala y los cinco submarinistas subieron a bordo.
-¿Están haciendo los demás lo que les dije?
-Sí, Dimas -respondió Julio Parada-. Van sin parar de un pecio al otro, sin quedarse mucho rato junto a ninguno, y se van a cruzar los que están a popa con los que se echaron por proa.
Los cinco eran pecios recientes, sin ningún interés.
-Cojonudo -celebró Dimas-. El truco los ha engañado, al menos de momento-señaló las zodiacs de Teleplanet, fondeadas de dos en dos a escasa distancia de las suyas-. Eso nos proporcionará medio día de trabajo en paz. Cambiaros de equipo.
Conforme se quitaban los trajes, iban pasándoselos a las dos redactoras, la script, Dimas y uno de los cámaras a los que llamaban "secos" porque no sabían submarinismo. Mientras éstos se ponían los trajes de colorines precipitadamente, los cinco submarinistas se enfundaron en neopreno completamente negro, sin orlas ni escudos, ni cierres de colores. Los recién vestidos con los trajes llamativos se situaron en la zona de cubierta más visible desde el barco de Teleglobo, bromeando entre sí y gesticulando mucho, y fueron despojándose despacio de los trajes que acababan de ponerse, como si en realidad regresaran de una prolongada inmersión.
Mientras, los cinco submarinistas de negro bajaron sigilosamente por la escala de estribor con las aletas en la mano, acabaron de equiparse ya en el agua, se sumergieron e iniciaron el recorrido que les llevaría al pecio de la daga, adonde, de madrugada, habían llevado diez botellas de aire comprimido sujetas por una red, que ahora se encontraba amarrada bajo el agua a los salientes del galeón.
En cubierta, atento a ver si las burbujas no revelaban de manera ostensible el desplazamiento y la dirección de los cinco, Dimas volvió a recordar a Gerardo Cao al pensar en el esqueleto que su olfato les había permitido descubrir. Libre de los comentarios y observaciones de don Sabelotodo, todavía no se había cabreado ni una vez esa mañana. ¿Habría encontrado el monasterio? No, era demasiado pronto. Probablemente no lo encontraría nunca, pero esa búsqueda era un buen método para aplazar su impulso de despedir a alguien tan cumplidor y, al mismo tiempo, no tener que permanecer todo el día alerta por su causa.
Comenzaron a buscar el monasterio a las siete de la mañana. A mediodía, eran ya tres los visitados, pero ninguno estaba bajo la advocación de San Renato y Santo Tomás, ni lo había estado en el pasado. Por las rutas donde se encontraban, los tres se ajustaban a las exigencias de sus cálculos, pero no detectó en la capilla de ninguno cualquier objeto que pudiera proceder del tesoro ni las edificaciones tenían las características que Gerardo sabía que debía poseer el que le interesaba.
Lo que sí detectó fue que les seguían en un coche, aunque por el retrovisor no conseguía ver quiénes lo ocupaban.
-Elías -le dijo al cámara, que le acompañaba en el asiento del copiloto-, mira a ver si distingues al que conduce ese coche verde que viene detrás.
El cámara volvió la cabeza.
-Es una mujer.
-¡No te digo yo! Tiene que ser la que vemos a todas horas espiándonos.
-Joder, Gerardo, no seas lunático, que esto no es la OTAN.
-¿Va sola o acompañada?
-Está demasiado lejos. No puedo asegurarlo.
-Voy a recortar un poco la velocidad para que nos alcance, a ver si nos adelanta. Mira si puedes comprobar que es la misma que estaba la otra noche en el restaurán.
-Yo no me acuerdo de aquella tía.
-Unos treinta y cinco años, guapa, buen cuerpo, pelo castaño, que a veces se lo recoge en una coleta, y gafas doradas.
-¿Cómo coño le voy a ver el cuerpo?
-No jodas, Elías. Por favor, trata de ver si es ella.
Al recortar Gerardo la marcha, también lo hizo el otro coche, de modo que sólo se redujo en unos metros la distancia que los separaba.
-Ha recortado también -dijo Gerardo-. No cabe ninguna duda de que nos sigue. ¡Me cago en la leche!
Simultáneamente con la exclamación, pisó el acelerador a fondo. El coche saltó como un jaguar, pero el otro aceleró también, por lo que Gerardo buscó alguna desviación de la carretera. Encontró una bien asfaltada y, sin apenas reducir la presión sobre el acelerador, torció a la derecha. Recuperado el control del coche, volvió a acelerar. Se alegró de que hubiera muchas curvas; las tomó sin apenas reducir la velocidad, ignorando con bromas las protestas y maldiciones con que Elías expresaba su miedo. A la izquierda, en una corta recta tras una curva particularmente cerrada, descubrió un camino de tierra oculto entre los árboles; entró por él y, en seguida, maniobró para situarse en la dirección contraria. Se detuvo sin parar el motor.
Pocos segundos después, vio pasar lanzado el coche verde, acelerando con la esperanza de alcanzarles. Cuando supuso que estaba ya lo bastante lejos, sonrió con sensación de triunfo y retomó la misma vía, pero en la dirección opuesta, de vuelta a la carretera principal.
Por primera vez en trece años, disponía de un salvoconducto para vencer el recelo de los religiosos. Por fin estaba en vías de localizar "su" convento, gracias a la tarjeta de identificación que Dimas le había proporcionado. Si tenía la suerte de encontrarlo, no estaba dispuesto a compartir el descubrimiento con la gente de Teleplanet. Bastante tenía con los de Telemedia.
Tres horas después de la partida hacia el galeón de la daga, Dimas escuchó el tintineo de las latas colgadas a estribor. Los cinco submarinistas vestidos de negro habían vuelto. Impaciente, él mismo amarró la escala y la lanzó.
-¿Sigue todo igual? -les preguntó antes de que volvieran a cambiarse de trajes.
-Casi -respondió Julio Parada-. Cuando llevamos esta madrugada las botellas, ya me pareció que se había acumulado más barro. Ahora, visto con mejor luz, efectivamente es así. Igual que si no hubiéramos escarbado.
-¡Carallo! -exclamó Dimas-. ¿Mucho más?
-No tanto como para tapar todo el casco, pero el ventanuco por el que entramos Gerardo y yo ha quedado enterrado de nuevo.
-Claro -afirmó Dimas-. Es verano y el tiempo está en calma; entre tanto, los ríos no paran de aportar lodo. ¡Y esos estúpidos de Telemedia sin mandarnos las máquinas! Lo vamos a perder, carallo.
-¿Y si marcamos el perímetro del sitio con estacas o algo así?
-Podría ser una solución, pero... no, Julio, sería como poner un anuncio luminoso para atraer a esos mierdas de Teleplanet. Yo lo tengo marcado con exactitud en el plano; habrá que resignarse y, cuando lleguen las máquinas, nos emplearemos a fondo.
En cuanto volvieron a enfundarse los trajes multicolores, Dimas les urgió:
-Venga, coged las bolsas llenas de peregrinas y volved al agua y, recordad lo que os dije. Salid cada uno junto a la zodiac que esté más lejos de donde os vieron esta mañana. Organizaos del modo que parezca más absurdo.
Dimas siguió su actuación con los prismáticos. Uno a uno, en el transcurso de media hora, fueron saliendo a flote junto con los que habían permanecido en el lugar, mientras agitaban los brazos con actitudes de júbilo. Antes de abordar, introdujeron en las zodiacs las bolsas con los falsos tesoros supuestamente recién encontrados y Dimas sonrió al comprobar que en la cubierta del barco de Teleplanet se producía notable agitación.
A media tarde, Gerardo lo encontró.
Era tan grande y, al mismo tiempo, tan anodino como siempre se lo había representado. Un conjunto de edificios que parecía cada uno salido de la mano de un arquitecto de un siglo diferente, pero destacaba ligeramente la iglesia, sin duda lo más antiguo, con trazas románicas aunque muy modificadas por las sucesivas reformas. Por su color pardo, el convento resaltaba poco ante el espeso bosque que lo enmarcaba
Habían llegado a través de un estrecho camino sin pavimentar y gracias a la indicación de un camarero del mesón donde comieron, que no supo aclararles si estaba o no abandonado. En cualquier caso, tanto al convento como al campo de su entorno los envolvía un silencio extraño, como si la vida estuviera en suspenso en aquel rincón olvidado. A Gerardo le pareció que ni siquiera había pájaros.
-Esto parece el culo de mundo -dijo Elías, el cámara.
-Pero las puertas y ventanas se conservan enteras -opuso Gerardo-. Si no hay monjes ahora, por lo menos los ha habido recientemente.
-He leído hace poco que hay en Galicia no sé cuántos conventos abandonados, un montón -comentó Elías-. España ya no es lo que era.
-Coge la cámara y ponte el distintivo de Telemedia -pidió Gerardo al tiempo que se aseguraba el suyo con la pinza en el cuello de la camisa y cogía el pesado equipo de las luces.
No había aldabas ni timbre. Ambos golpearon con fuerza en la que parecía la puerta principal. Esperaron unos minutos, y volvieron a llamar. Lo hicieron de nuevo a los diez minutos y a los veinte, y continuaba el silencio.
-Tenías razón, Elías. Está abandonado. Vámonos.
Caminaron unos pasos hacia el coche, dispuestos a guardar el equipo de grabación y marcharse, pero oyeron el deslizamiento de un cerrojo, el crujido de la hoja de madera y una voz que les preguntó:
-¿Qué queréis?
A pesar de la aparatosidad de los focos y la batería, Gerardo volvió casi de un salto junto a la puerta. El que la había abierto estaba cubierto por un deshilachado hábito de un color pardo irreconocible, que parecía de harpillera. Se trataba de un hombre en una edad cercana a los sesenta, más bien alto y muy delgado.
-Buenas tardes -le saludó Gerardo-. Estamos grabando un programa especial de televisión sobre la arquitectura tradicional de Galicia.
-¿Para la televisión gallega?
-No. Es para una productora de Madrid, ¿ve? -Gerardo señaló el distintivo-, ésta, pero saldrá por Televisión Española. ¿Este convento se llama "San Renato y Santo Tomás"?
-No, pero a san Renato le tenemos mucha devoción. ¿Cuánto tiempo va a tomaros lo que tengáis que hacer?
-Depende de cómo sea el convento por dentro -respondió Elías.
-La mayor parte está en ruinas. No creo yo que os parezca bonito para meterlo en esa máquina. ¿Vais...?
-¿Qué?
-¿Vais a colaborar con algo para el sostén de la comunidad?
Gerardo extrajo los cuatro billetes de cinco mil pesetas que la chica de administración le había dado en un sobre para imprevistos. Al monje se les desorbitaron los ojos cuando los contó.
-Bueno, entrad -dijo.
Pasado el atrio, subieron tres escalones de piedra muy desgastada, atravesaron un pasillo por el que el religioso les precedió a buen ritmo, como si quisiera conducirles hacia el lugar que él suponía más interesante. A través de una ventana, Gerardo vio el claustro que esperaba. En realidad, lo había imaginado de piedra afiligranada y lleno de volutas y esculturas, pero era muy austero y con un aspecto algo inquietante. No era la soledad ni el silencio solemne lo que causaba inquietud, sino la impresión de que formara parte de un sueño, por el escaso contraste entre los arcos oscuros y las brumosas galerías, y por el abandono sonámbulo del jardín.
-¿No hay más monjes aquí? -preguntó.
-Somos cinco nada más. Imagina. El monasterio tiene cientos de celdas y ni me acuerdo de cuántos salones. Con decirte que hay tres refectorios...
-¿Y criptas?
-Sí, claro. Hay muchas.
-¿Podemos entrar en alguna?
-Apestan mucho, pero si es a eso a lo que habéis venido, será mejor que empecemos por ellas, antes de que...
No explicó a qué tenían que anticiparse.
Junto al muro que parecía ser el de la iglesia, en un ángulo, había una puerta pequeña que el monje abrió. Daba a una estrecha escalera descendente, por donde bajaron a lo que, más que una cripta, parecía un laberinto de catacumbas. Debía de ocupar todo el subsuelo de la iglesia.
Gerardo sentía tal emoción, que comenzó a sudar y de repente el equipo de luces parecía haber cuadruplicado su peso; tuvo que apoyar el hombro en la pared.
-Esto es cojonudo -dijo Elías y en seguida se corrigió: -Perdone, padre.
-No, hijo. Padre, no: hermano. No te preocupes, estoy curado de espanto.
-Conecta las luces -pidió Elías a Gerardo-. Ilumina hacia allá y ve andando despacio, a mi izquierda y medio metro detrás de mí, pero sin llegar a ponerte a mi espalda.
Gerardo notó que la mano le temblaba. Tenía que reponerse; era indispensable que ni el monje ni Elías advirtieran lo que estaba sintiendo. Alzó el bastidor con los cuatro focos y aguantó la respiración para controlar los temblores. Hizo tal como Elías le había pedido aunque lo que él deseaba hacer tenía que ver más con la arqueología que con la televisión.
El subterráneo estaba formado por un pasillo que dibujaba una U y tanto a izquierda como a derecha se abrían capillitas con ocho nichos cada una. Quedaban algunas lápidas que aún resultaban legibles, pero todas estaban rotas y, algunas, reducidas a fragmentos. Gerardo se preguntó si existiría la que interesaba, si es que habían tenido la caridad de hacerle una. ¿Cuál de esos espacios abovedados era el sitio?; seguramente, sería imposible identificarlo por los siglos de los siglos.
A juzgar por el insoportable olor a humedad y excrementos, y según la cantidad impresionante de telarañas, los monjes bajaban poco a ese lugar o no lo hacían nunca, al contrario que las ratas y, probablemente, algunos animales del bosque. La luz del exterior se filtraba muy débilmente por dos ventanucos, uno en cada ángulo ochavado de la U, donde el techo era algo más alto que en el resto del pasadizo.
Cuando Elías avisó de que ya tenía material de sobra de la cripta, emprendieron el regreso arriba, aunque un sentimiento amalgamado de júbilo, emoción y estupor hacía que Gerardo deseara permanecer un poco más en ese lugar que llevaba trece años tratando de retratar en su mente.
-Había unas pinturas murales en la escalera real -informó el monje-, pero ahora están ya muy borrosas, ¿las queréis ver?
-Mejor vamos antes a la iglesia -dijo Gerardo.
-Sí, tienes razón. Con la claridad de la tarde, sigue siendo bonita a pesar de los pesares. Será preferible que la veáis antes de que oscurezca.
Gerardo no se lo esperaba. En contraste con el abandono general de lo que habían visto, el templo se mantenía razonablemente bien conservado, excepto el suelo, cuyas baldosas de piedra desgastada tenía numerosos rotos y agujeros. En cambio, había a izquierda y derecha dos retablos barrocos dorados en buen estado y el del altar mayor presentaba un aspecto impresionante. Aunque infiltradas por la humedad, supuso que las tablas eran auténticamente medievales, pero había un ajado esplendor barroco presidiéndolo todo, como si, en algún momento de la historia, alguien hubiera decidido aportar un decorado memorable a lo que nunca había sido lujoso, y luego lo hubieran abandonado. En la hornacina central, una imagen muy grande de san Antonio; en las laterales, dos santas que no identificó. Entonces se fijó en la cruz. Fue incapaz de callar la pregunta:
-¿Como es posible que haya sobrevivido aquí esa cruz de oro?
-¿De oro? -se burló el monje-. ¡Qué va a ser de oro! Será de bronce dorado, y va que chuta.
-Creo que no, hermano -contradijo Gerardo-. Lo que es de bronce es la basa, que es de otra época mucho más reciente, porque esas hojas de parra y esas uvas son de estilo art deco; pero la cruz, yo juraría que es de oro. ¿La podríamos ver de cerca?
-Mira, muchacho; en este monasterio hay una serie de normas cuyo significado no entendemos muy bien ninguno de los hermanos. Una de ellas, establece que esa cruz no debe ser tocada. Lo siento, no puedo bajarla.
Gerardo calló. Podía suponer a qué se debía el tabú. Acechó la oportunidad de que el monje se retirase un poco para murmurar al oído de Elías:
-¿Tienes alguna lente que te permita grabar esa cruz sin acercarte? -el cámara asintió-. Hazlo, por favor. Eso es lo que estamos buscando.
Elías debía de encontrar muy atractivo lo que el teleobjetivo le permitía ver como si lo tuviera a un metro de distancia, porque mantuvo la cámara en funcionamiento más de cinco minutos. Frente a él, el monje parecía impaciente por hacerles salir del templo. Con objeto de dar tiempo al cámara, preguntó Gerardo:
-Ha dicho usted que le tienen mucha devoción a san Renato, pero ¿nunca ha estado este convento bajo la advocación de san Tomás?
-No, que yo sepa. Sin embargo, dice la leyenda que una vez dimos alojamiento a san Renato.
Habiendo terminado en la iglesia, el monje les precedió hasta la escalera que llamaba "real". Debía de haber sido espectacular. De unos cinco metros de ancho, se curvaba a partir del séptimo escalón, siguiendo la forma de lo que debía ser exteriormente una especie de ábside. Toda la inmensa pared hasta el arranque de la cúpula había estado cubierta por un gigantesco mural, del que quedaban sólo huellas indistinguibles. De todos modos, a Elías parecía gustarle lo que veía por el visor, porque permaneció grabando unos diez minutos.
Cuando el monje les acompañaba hacia la salida, preguntó Gerardo:
-¿Sabe usted historias sobre la Batalla de Rande, de 1702?
-¡Esa leyenda! Cuando yo era joven, sí que se hablaba algo de eso en el monasterio. Ahora ya no tenemos pensamiento más que para la oración.
Gerardo creyó detectar una finta. Sonrió. Para tantear la predisposición futura de los monjes, preguntó:
-¿Les molestaría que volvamos otro día?
-¡Qué va a molestarnos! Volved siempre que os apetezca.
Gerardo dedujo que el entusiasmo se debía a las veinte mil pesetas.
Al volver al exterior, estuvo a punto de soltar una maldición. El coche verde estaba aparcado cerca, a pocos pasos del suyo. Sin embargo, no había rastros de la mujer.
Aunque había avanzado poco durante día y apenas disponía de material grabado nuevo, Dimas estaba satisfecho. La gente de Teleplanet perdería tres o cuatro días buscando donde nada había. Tenía que inventar otra maniobra de despiste para la jornada siguiente, pero que no requiriese tantos hombres, porque necesitaba mandar a la mayor parte de los submarinistas a apartar fango del galeón del inglés. Examinó la daga, que permanecía todo el día en la caja fuerte de la suite del hotel. No se parecía a nada que hubiera visto anteriormente.
El timbre del teléfono le sacó de la abstracción.
-¿Dimas?
-Sí, Gerardo, soy yo. ¿Qué quieres?
No pudo evitar la sequedad del tono.
-Hemos encontrado algo jugoso. ¿Quieres verlo?
-¿Hablas de algo material o de una grabación?
-Grabación.
-Entonces, esperad cinco minutos y, después, subid.
Se despojó del short para vestir un vaquero y una camiseta. Fue al cuarto de baño, a pasarse el peine. A continuación, encendió los múltiples interruptores de la consola improvisada en la otra pieza de la suite. Justo cuando todo estaba en marcha, sonaron los golpes en la puerta. Por la expresión tanto de Gerardo como de Elías, comprendió que debían traer algo gordo, o al menos así lo creían ellos.
-Hemos encontrado el convento -aseguró Gerardo.
-No, Gerardo. Has encontrado uno de los conventos. ¿Tú imaginas cuánta gente y cuántas iglesias se beneficiarían del follón de aquella noche y la rapiña que la siguió?
-Al menos, éste es el convento del que yo había oído hablar de niño. Elías, prepara la cinta.
En tanto que el cámara elegía la cassete y luego rebobinaba para encontrar el punto donde había comenzado la grabación del monasterio, Gerardo informó a Dimas:
-La espía nos ha seguido.
-¿De veras? No tiene sentido que os siga a vosotros en vez de quedarse en la ría, donde está la acción. ¿No estarás volviéndote paranoico?
-No, Dimas. Ya la he visto en multitud de ocasiones. Nos espía en el restaurán, aquí en el hotel, en todas partes, y seguramente habrá llegado en lancha hasta el barco más de una vez y no nos hemos dado cuenta, porque se disfrazará.
-Estoy seguro de que estás equivocado, Gerardo. Hoy hemos pasado todo el día frente al barco de Teleplanet, donde podían ver lo que quisieran... aunque van listos. No le veo lógica a que esa mujer haya ido tras vosotros. ¿Qué sabe ella a lo que ibais? Muy bien podíais ir de viaje por razones familiares. Espero que no imagines que esa mujer nos ha puesto micrófonos en el barco y en las habitaciones del hotel, para saber que ibas a buscar un convento relacionado con los documentales.
Dimas vio que Gerardo no se tomaba a broma lo de los micrófonos, porque advirtió que daba una ojeada a la habitación, como si buscase alguna señal.
-Lo dicho, chico. Te has vuelto paranoico.
-A lo mejor no es de Teleplanet.
Dimas sonrió.
-¿Y quién más va a espiarnos?
Gerardo no respondió, porque Elías les avisó de que ya estaba la cinta lista para ser visionada.
Dimas no mostró interés por las tomas de la cripta ni las generales de la iglesia, pero cuando la cruz se situó en primer plano gracias al teleobjetivo que había usado el cámara, se rebulló en el asiento.
-¡Joder! -exclamó.
-¿Estás de acuerdo en que tuvo que venir en la Flota de la Plata?
-Con un noventa y nueve por ciento de probabilidades -concordó Dimas-. Las riquezas de este tipo que venían de América en aquella época, se quedaban en Sevilla o iban para Madrid. A Galicia no llegaban estas cosas. Sólo aquella vez tuvimos esa oportunidad.
-Las quince amatistas -disertó Gerardo- están trabajadas al estilo sudamericano y la esmeralda del centro tiene también la talla tosca de aquella época. ¿Sabes una cosa, Dimas? El monje que nos la ha enseñado cree que no es de oro.
-¡Está loco! Lo que no es de oro es esa porquería de basa, que a ver a qué fantasma se le ocurrió combinar las dos piezas.
-Sí, la basa es modernista y está labrada en bronce.
A Dimas se le escapó la pregunta:
-¿Por qué carallo sabes tanto, Gerardo?
-No comprendo.
-Joder, no escurras el bulto, que llevas no sé cuántos días poniéndome a cavilar. Escribiste en el currículum que te graduaste en filología inglesa, y supongo que será verdad. Pero es que te pillo a cada paso hablando de un montón de cosas que no tienen nada que ver con la filología inglesa ni con la tibetana, ni... ¡yo qué sé!
-Yo... -Gerardo sintió que volvía a ruborizarse-, simplemente, soy un tío curioso, Dimas. Nada más. Me gusta enterarme de las cosas.
-Creo que no se trata de eso, Gerardo. Mira, ahora por ejemplo; has hablado con autoridad y sin dudas de estilo modernista y no has vacilado al afirmar que esta basa es de bronce. ¡La gente común no reconoce esas cosas al primer golpe de vista, carallo, y mucho menos un tío como tú, que parece que te pasaras la vida en el gimnasio! ¿Cuál es tu juego?
-¿Juego? No comprendo lo que quieres decir. Ya te conté que los niños de mi aldea hablábamos de este asunto de la ría de Vigo como quien habla de un cuento maravilloso. Lo único que yo he hecho de especial es leer un poco sobre esa historia, para tratar de deducir si se trataba de una leyenda o de una realidad.
Ante la expectación de Elías, que les miraba alternativamente a los dos como preguntándose "de qué iba el rollo", Dimas observó largamente a Gerardo. Había vuelto la molesta sensación de suspicacia de la que se había creído libre durante todo el día. Carallo, no podía echar a Gerardo, porque no paraba de hacer aportaciones trascendentales a la serie, pero tampoco quería continuar preocupándose por su causa.
-¿Y a qué conclusión llegaste? Tú crees en el oro de Vigo, ¿verdad?
-Creo que ha habido mucho, mucho oro en el fondo de la ría, lo que no sé es si en estos tres siglos habrán ido sacándolo todo, poco a poco, y ya no queda ni una moneda. Lo que contó Julio Verne que hacía el capitán Nemo, seguramente estaba inspirado en relatos de verdaderos saqueadores; saqueadores que han seguido viniendo hasta tiempos reciente, bajo el pretexto de investigaciones arqueológicas pero que buscaban y seguramente encontraban oro. Pero, como era tantísimo...
-¿Cuánto, según tus cálculos?
-Cientos de toneladas de plata o tal vez miles, plata que estaría a estas alturas súper corroída por el salitre, y millones de doblones y piezas de oro.
Dimas sonrió y, a continuación, apretó los labios.
-Bueno -dijo tras una pausa-, a lo mejor exageras un poco. Pero, sí. Se trataba de riquezas de esas magnitudes, porque no has hablado de las perlas ni de las esmeraldas.
De Cartagena a La Habana
La magnitud de lo que la flota estaba cargando en Portobelo superaba con mucho la capacidad de asombro de maese Rinaldo. Uniendo la estimación de lo que lograba observar a lo que, sin ponerse en evidencia, conseguía sonsacar a los grumetes Pedro de Vélez y Fernando de Tolox y, sobre todo, a don Francisco de Alcaparaín, lo que recogían en el istmo de Panamá era decenas de veces más importante que lo recogido en Cartagena e incomparablemente más valioso. Porque la madera, por rica y exótica que fuese, ocupaba mucho espacio pero pesaba poco y su valor por unidad del volumen que ya representaba para la estiba, resultaría insignificante comparado con lo que ahora contemplaba sin conseguir evitar que los ojos se le desorbitaran. Consciente de que a veces, a causa del asombro, no conseguía contener ciertas expresiones y ademanes, tenía que abandonar con frecuencia la cubierta y constreñir el horizonte de sus observaciones al estrecho ámbito de la lumbrera, con objeto de que ni don Zoilo ni el resto de la oficialidad apreciaran con cuánto empeño y atención examinaba la carga. Un gesto que le traicionara bastaría para que ellos encontraran el pretexto para hacer con él lo que, evidentemente, ansiaban desde el comienzo de la singladura.
Las acémilas llegaban en caravanas interminables que cruzaban el istmo aplastadas por el peso de lo que las flotas del Perú habían llevado al puerto de Panamá desde El Callao y Guayaquil, lo mismo que las procedentes de las Filipinas, que navegaban por rutas de las que ignoraba la existencia y que, según lo que podía deducir de los rumores, era el más importante secreto de navegación que los españoles habían conseguido mantener oculto a los demás reinos europeos. Portaban en abundancia los productos típicos de los territorios costeros del Pacífico y Asia que eran más apreciados en Europa, pero el oro era tanto, que, en ocasiones, aun desde la lumbrera del camarote donde fingía trabajar en los mapas, lo veía brillar amontonado como alubias a granel en capazos cruzados a lomos de las bestias. Los mulos que los portaban pasaban entre la abigarrada instalación de la feria sin que la gente mirase el oro con interés, ni sorprendidos ni ávidos. ¡Qué extraño! La muchedumbre parecía más embrujada por un plato de Talavera o una pieza de seda que por aquellos tesoros.
La feria era el mayor y más trepidante mercado que había visto nunca, exceptuando el bazar de Constantinopla. Mucho más animado y extenso que el de Cartagena, porque a todas horas llegaban barcos procedentes de los puertos cercanos, repletos de gente que acudía a mercadear.
Se tapó los ojos con las manos, con los codos apoyados en la mesa, esforzándose por llegar a una conclusión que se ajustase lo más posible a la realidad. Había logrado hacer hablar a Pedro de Vélez, que auxiliaba como amanuense y secretario a don Zoilo de Monegros. Si las cifras que mencionaba el grumete eran exactas, sólo se consignaba en los registros una séptima parte del oro que había visto entrar en el galeón. Sonrió. Quizá don Zoilo y sus secuaces esperaban consignar aún menos, sólo la décima parte. Seguramente, los mandos del navío habían tenido que reducir lo que escamoteaban, a causa de haberle aposentado a él en ese camarote, lo que les había obligado a desaprovechar los escondrijos que ocultaban las paredes falsas que contemplaba ahora con ironía. Entonces, toda la nave tendría que ser aproximadamente igual, al menos en las cubiertas superiores. En todos los camarotes habría espacios donde esconder oro y gemas.
Añadió varias anotaciones a los dos pergaminos que ya estaban casi acabados y corrigió algunas cifras. Les puso el lacre, los envolvió juntos, para que no calara el sudor, en un pergamino que ya usara una vez como palimpsesto y que había vuelto a dejar en blanco. Se ató el envoltorio en el costado bajo el brazo izquierdo, se palpó la indumentaria para asegurarse de que no se percibía el bulto y salió con sigilo, cuidando de que nadie observara sus movimientos entre el trajín afanoso que había en cubierta y en el muelle.
Debía ser hoy, puesto que le había informado Pedro de Vélez de que faltaban sólo cuatro días para izar velas.
Tras verificar que nadie le seguía y columbrar que si alguien le había vigilado debía de haberlo perdido de vista en el tumulto bullanguero del mercado, compró un caballo y una madeja de recia cuerda, pero no pudo comprar una esclava joven porque la flota las había alquilado a todas para el tiempo de permanencia en Portobelo, lo que explicaba las filas de marineros que esperaban impacientes ante varias chozas improvisadas en el más discreto recoveco del muelle, junto a la muralla y bajo las impresionantes baterías de cañones. Sonrió con malicia al comprobar que los capellanes observaban, de lejos, las hileras de marineros agitados y libidinosos, con miradas esquivas que nadie podía dilucidar si eran sombrías, escandalizadas o envidiosas.
Sólo quedaban en los puestos de venta de esclavos algunas treintañeras desdentadas que resultarían más carga que ayuda y que, por su falta de atractivo, estaba seguro de que sufrirían vejaciones insoportables antes de morir. Como un hombre adulto sería asesinado antes de que pudiera entregar los pergaminos, debió comprar un muchacho de hermosa apariencia, que acaso interesara a los marineros lo bastante como para no matarlo. El mulato, de unos catorce años, no paró de gemir de espanto en los intrincados y vertiginosos senderos por donde encaminó el caballo, y pugnaba por saltar del desconocido y temible monstruo, asegurando y jurando que podía continuar a pie y que no trataría de huir. Exigiéndole silencio con expresión muy severa y aspavientos amenazadores, Rinaldo se vio obligado a atarlo a su cintura. Se revolvía tanto y armaba el muchacho tanta bulla, que el maese sintió la tentación de volver atrás y cambiarlo por una dócil africana de mediana edad, pero tenían que subir y dejar atrás el escarpado monte que se elevaba al nordeste de Portobelo y, a continuación, a la distancia de una hora al trote, encontrar una cala completamente inaccesible desde tierra, aislada entre acantilados muy altos. Ante tantas dificultades, Rinaldo reflexionó que iba a resultar más conveniente un muchacho vigoroso que una mujer.
Durante la escalada del monte, sintió en muchos momentos el pálpito de que otro caballo le seguía a escasa distancia, lo que era difícil de constatar a causa de la densa espesura verde y rumorosa que cubría y llenaba de obstáculos el camino, donde el sigilo de la vida salvaje no era verdadero silencio a causa de su abundancia; aves inmensas que parecían inventadas por pintores de los Países Bajos, extraños lagartos que semejaban dragones miniaturizados por un mago y que reposaban en las ramas de los árboles con quietud de esfinge, pájaros minúsculos, del tamaño de insectos grandes, que libaban en flores bellísimas como si pudieran permanecer suspendidos en el aire; todos los rumores juntos eran la voz compacta de la selva bajo la cual resultaba muy complicado distinguir un rumor intruso. Además, en algunos puntos el perfume llegaba a ser enloquecedor para su fino olfato, sobre todo bajo unos árboles de gran porte salpicados de flores blancas encapulladas, grandes como manzanas. Pero los sentidos de Rinaldo se encontraban alertas de modo inconsciente a despecho de la sensualidad selvática, capaz de adormecerlos como un narcótico, porque el pálpito era el resultado de muchos años de entrenamiento y de incontables amenazas superadas con fortuna, desde que al ser aceptado en la Orden se le ordenó como primera prueba asaltar y explorar las galerías subterráneas del Templo de Jerusalén, cuando era sólo un adolescente, para lo que se vio obligado a arrostrar inmensos peligros, burlando a la fiera morería guardiana. La impresión de estar siendo perseguido se convirtió en certidumbre mientras subía un repecho al otro lado de una vaguada. Desde el pequeño altozano, entrevió con seguridad a través del follaje, descendiendo por el lado opuesto, la silueta de un caballero recortada tras el color prodigioso de flores hermosísimas que parasitaban muchos de los árboles, colgando de sus ramas como ornamentos de una fiesta palaciega. Evitó cualquier gesto o ademán que pudiera desvelar que lo había detectado y siguió adelante buscando un tramo del sendero tras cualquier revuelta, donde la vegetación le ocultara completamente.
Cuando lo hubo hallado, puso el caballo a galope y miró atrás unos centenares de metros más adelante; había conseguido alejarse del persecutor. Convencido de que éste no podría ya descubrir la maniobra, sacó el caballo del camino y se escondió con él tras un bajo y frondoso árbol, entre densos matorrales que pululaban de insectos y pájaros. Tras dirigir un gesto amenazador al esclavo exigiéndole silencio, acechó aguzando el oído. El jinete había detenido también su caballo. Hubo un rumor de golpes de cascos que no avanzaban, como si dudase si continuar o no. Rinaldo notó alrededor que todos los seres de la floresta parecían participar de la misma expectación que a él le dominaba; los dos caballos invasores habían dejado de causar estrépito con los cascos, y los animales permanecían alertas, en suspenso, a la espera de si proseguía o no el estruendo. A su pesar, Rinaldo contempló maravillado una pareja de enormes aves posadas con indiferencia en una rama cercana; el plumaje verde esmeralda se rompía en rojo en el pecho y uno de los dos, seguramente el macho, presentaba una cola que debía de medir casi tres palmos. Con un susurro, preguntó al esclavo qué aves eran aquéllas. Notó que el muchacho componía un gesto reverencial, moviendo la cabeza en actitud de saludo sacramental en dirección a la pareja alada mientras le comunicaba al oído:
-Es el pájaro sagrado; se llama quetzal.
Entre las orquídeas sonrosadas y púrpuras que colgaban de otras ramas más altas, las dos aves parecían joyas del tesoro de Moztezuma, y el maese halló lógico que las hubieran deificado. La reanudación del sonido de cascos renovó el alerta de Rinaldo, advirtiéndole de que el persecutor resolvía finalmente seguir en pos del desaparecido que tanta extrañeza acababa de producirle. Maese Rinaldo lo vio pasar de perfil ante la fronda que le ocultaba y tuvo que contener la exclamación.
Se trataba de don Francisco de Alcaparaín, cabalgando con mirada vigilante y expresión sumamente grave, que le hacía parecer mucho más maduro, tanto, que hasta el bozo adolescente le ensombrecía las mejillas de modo siniestro, como la barba de un bellaco patibulario. Rinaldo sintió un doloroso pellizco en el sentimiento y una convulsión en el pecho. ¿Qué significaba la persecución? ¿Había conseguido el muchacho engañarle con sus lisonjas y se trataba en realidad de un miserable que había recibido del capitán De Monegros el encargo de espiarle para perderle? Dejó en silencio que pasara de largo y una vez que el sonido de los cascos de su caballo cesó de oírse, buscó un refugio más seguro y mejor situado para hacer lo que estaba obligado a hacer, desembarazarse de un testigo que, probablemente, iba a descubrir el navío que le aguardaba.
Su sangre le exigía justicia pero el corazón le solicitaba compasión. Ese joven tenía por delante una vida todavía virgen, una existencia a llenar de buenas obras para las que se había mostrado hasta ahora sobradamente dotado. ¿Era justo acabar con él? Iba a cometer un pecado gravísimo, para el que quizá no estaba legitimado, pero ¿no era mucho más grave que él pretendiera malograr su misión?
Durante la hora y media que le tomó a don Francisco comprender que el perseguido le había burlado, desistir de la persecución, dar vuelta al caballo, retornar por el camino en sentido contrario y volver a pasar ante él, maese Rinaldo rumió la traición con amargura. Verdaderamente, le había cobrado afecto al joven, cuya mezcla de curiosidad y fingida candidez le había cautivado porque le convertía, aparentemente, en un firme candidato para iniciar el mismo ascenso hacia el conocimiento que él había emprendido cuando tenía su edad. ¡Cuán grande decepción! Eran atinadas las enseñanzas de aquel viejo y escéptico fratre de su Orden residente en Capadocia y él se había equivocado permitiendo prosperar en su pecho el sentimiento fraternal por ese joven, en vez de asimilar la advertencia del anciano de que la afección hacia personas concretas podía obstaculizar su misión, que comprendía y servía a todo el género humano.
En cuanto notó que se acercaba, ordenó silencio total al esclavo, acarició la testuz del caballo para aquietarlo y extrajo la daga. El joven presentaba una expresión de perplejidad atormentada, como si el haber perdido su rastro pudiera acarrearle gravísimas consecuencias, que el maese podía imaginar: el capitán De Monegros encontraría justificado azotarle y, tal vez, entregarlo como reo al capitán general de Portobelo. Maldito felón hipócrita; cualquier sufrimiento que pudiera padecer sería menor que su deslealtad. Rinaldo preparó la daga, tomando la punta entre los dedos índice y pulgar, con las ciencias y aptitudes aprendidas y desarrolladas en Damasco y Alejandría alertas y en tensión.
En el transcurso de los tres segundos que el pecho y el rostro de don Francisco permanecieron enmarcados por un claro de la fronda, pudo haber lanzado la daga y partirle certeramente el corazón, pero, durante esos mismos segundos, Rinaldo contempló el rostro adolescente en cuyos ojos prevalecía el miedo sobre el odio, y envolvió el arma con la palma de la mano para guardarla.
Sentía profundo pesar. Había llegado a querer a ese joven como a un hijo, aunque se había propuesto hacía muchos años que ningún afecto humano ablandara su espíritu. ¿Cómo iba a sentirse en el Bezmiliana en lo futuro, habiendo constatado que todos, sin ninguna excepción, eran enemigos? ¿Iba, siquiera, a poder permanecer a bordo cuando la traición surtiera el efecto previsible ante la oficialidad? Reemprendió el camino despreciándose a sí mismo por su momento de flaqueza y por haber permitido que la duda se enseñoreara de su voluntad; toda su formación, desde los catorce años, le había preparado para no dudar en ninguna circunstancia; ¿qué extraña sociedad era la española, con cuya cultura llevaba ya cuatro meses en contacto, que estaba trastornando sus sentimientos hasta tales extremos?
Localizó la cala, al pie del acantilado, donde más de veinte marineros retozaban desnudos junto a dos botes varados, mientras el navío sin pendón aguardaba mansamente, anclado a escasa distancia de la orilla. Se trataba de una nave casi gemela de la avistada en la playa cercana a Cartagena, pero su armamento era superior, lo que tenía que deberse a la localización de Portobelo, en la zona más interior del mar de las Antillas y, por consiguiente, mucho más dentro de los dominios españoles. Los marineros estaban borrachos casi todos, lo que Rinaldo halló más justificado que en aquella hermosa playa de Cartagena; el navío podía llevar hasta una semana aguardándole y afrontando graves peligros, junto a una playa que no contaba con acceso alguno practicable, sin poder los hombres encontrar en el bosque amenidad superior a la de permanecer todo el día entre el retozo en el rebalaje y las tareas de a bordo; el ron era lo único que podía romper tanta monotonía.
Hizo mediciones de la altura que le separaba de la playa con los instrumentos portátiles; cuando llegó a un cálculo que estaba seguro de que debía de aproximarse mucho a la realidad, no trató de explicar al esclavo lo que habría de hacer, porque su espanto le haría resistirse. Amarró fuertemente la cuerda a su pecho, envolviendo con él el rollo de pergaminos, ató el cabo a un árbol y lanzó al muchacho por el precipicio. Quedó suspendido y oscilando tras la caída a sólo un par de varas de la arena. Sus gritos aterrorizados le atrajeron la atención de los marineros, que acudieron junto a él y, entonces, Rinaldo cortó la cuerda. Vio que los cuerpos enrojecidos por el sol se amontonaban como bestias hambrientas sobre el mulato inmovilizado por las ataduras. Como no quería seguir viendo el uso que estaban haciendo de él, espoleó el caballo en cuanto comprobó con el catalejo que, como en Cartagena, descubrían los pergaminos y los llevaban deprisa a la nave.
Ahora, te tocaba meditar muy profundamente sobre el riesgo que don Francisco de Alcaparaín representaba, vigilarle con cuidado y tomar una determinación justa, acorde con su proceder y, sobre todo, en salvaguarda de los propósitos e intereses supremos de la Orden.
La aguda, aunque esquinada, observación de los pasos y conversas de don Francisco en la nave no le proporcionó al maese argumentos a favor ni en contra de lo que reconocía que estaba obligado a hacer, a despecho de una sensación inoportuna de repugnancia que se empeñaba en interferir ablandando su voluntad. El muchacho hacía lo de siempre y se mostraba ante la oficialidad aparentemente tan distante y receloso como de costumbre. ¿Era un gran simulador o resultaría ser, en realidad, inocente de los cargos a que parecía ser acreedor con su artero espionaje? Cuando entraban de nuevo en la rada de Cartagena, lo único que Rinaldo notó de diferente fue el nerviosismo progresivo del capitán y sus respuestas desencajadas a todos los tripulantes.
En seguida que el Bezmiliana lanzó las amarras a puerto tras la travesía desde Portobelo, don Zoilo de Monegros saltó al muelle y se dirigió apresuradamente al baluarte de Cartagena. Corrió a empujones por los estrechos pasadizos entre el amontonamiento de puestos del muelle, cruzó la puerta de Santo Domingo lanzando juramentos y maldiciones, porque le impedía avanzar el gentío que acudía en masa en busca de las nuevas ganancias que le reportaría la marinería, empujó con ira las acémilas que le cortaban el paso y no atendió la pregunta ni el alto del centinela del fuerte.
-Llamad al capitán Alpandeire -ordenó con arrogancia al oficial de guardia.
-Libra esta jornada -le respondió el alférez con expresión de desagrado por la impaciente altanería de don Zoilo.
-¿Sabéis dónde puedo encontrarlo?
-En Cartagena de Indias -ironizó el alférez dándole la espalda.
Alpandeire debía de estar apurando sus últimas horas de asueto, antes de la guardia interminable que habría de empezar a comandar en seguida, a causa de la llegada de la flota. Lo buscaría por los mesones y posadas, entre los brazos de alguna mestiza y ante muchas jarras de vino vacías.
En los dos primeros establecimientos, sintió el apremio de atravesar con el puñal a los soldados de mirada vidriosa que le respondían con chanzas y risotadas "buscadlo en un jergón". Había empezado en la ciudadela la fiesta que no habría de terminar hasta que la flota levase anclas, y las mujeres, ya bañadas, perfumadas y vestidas con las sugerentes batas blancas que las desnudaban más que las vestían, se le echaban encima, dispuestas a aligerarle de la tensión de la travesía y de la plata que llevase en el monedero.
Localizó al quinto intento al capitán de infantería que buscaba.
-¿Ha llegado respuesta de Bogotá? -le preguntó.
Alpandeire tuvo que hacer un esfuerzo para recomponer el aire marcial que el vino había desdibujado. También pareció tener que forzar la memoria.
-Volvió el emisario sin ella, don Zoilo. Ya os advertí que no habríais de confiar en recibir tal respuesta. El virrey de Nueva Granada no acepta tratos más que con los capitanes generales de las flotas. Debéis, sin embargo, pagarme el servicio; dos doblones de oro.
Sin disimular su furor, el capitán del Bezmiliana entregó las monedas y emprendió cabizbajo el retorno al galeón..
¿Estaban cambiado las cosas en las Españas? Nunca, que él supiera, había existido tan férrea y retorcida fiscalización de la corte sobre el comercio de Indias, al margen de los controles de la Casa de Contratación, como para infiltrar en la flota a un maldito espía. Que el Virrey no le respondiera no podía deberse a la excusa argüida por el capitán de infantería; con toda probabilidad, ese virrey campeón de pícaros estaría tan aterrorizado como él y los demás capitanes que tenían noticia de la presencia de maese Rinaldo y la misión que le atribuían. ¿Tendría que revisar sus estrategias, para no ser avasallado por las convulsiones que parecían agitar los tiempos presentes? Su vida y su hacienda pendían de un hilo si no conseguía desterrar de su barco al condenado maese.
Desde la lumbrera, sin ganas de salir a cubierta, maese Rinaldo intentó calcular el valor de la carga del patache que, procedente de los puertos de la Nueva Andalucía, aguardaba en Cartagena el regreso de la flota. Ese patache y otros navíos menores descargaban cochinilla, perlas, cacao y plata en cantidades que podían financiar cualquiera de las guerras que se dirimían en Europa. Quiso ser cauteloso con el cálculo, por lo que escribió en el pergamino una cifra que sólo alcanzaba la mitad de su estimación objetiva.
Los días siguientes permaneció preso de la melancolía, sin ánimos de recorrer el baluarte ni los fuertes, cuya arquitectura tanto le había interesado durante la primera arribada a Cartagena. La traición de don Francisco de Alcaparaín convertía su estancia en el Bezmiliana en un suplicio, tanto como el deber de castigarle. Invocó a san Bernardo mientras murmuraba su exhorto: “¡Glorioso es vuestro regreso victorioso del combate, feliz vuestra muerte de mártires en la lucha”. Acarició la cruz de las ocho beatitudes para tratar de recomponer sus propios parámetros anímicos, porque ya no había nada a bordo que le ayudase a rebajar la tensión soportada desde la partida de Cádiz. Mientras creyó en la amistad y la devoción del joven, la suciedad y la grosería de los marineros le parecían llevaderas por la alegría de haber encontrado a un futuro camarada, alguien que podía llegar a ser digno de ingresar en la Orden. ¡Qué grave error de cálculo! Nadie con tan tenebrosas recámaras en el carácter lograría superar la rigurosa evaluación a la que los fratres capellanis sometían a los aspirantes. Sonrió con amargo desdén al rememorar los interrogatorios y pruebas que él había tenido que sufrir durante meses a los dieciséis años, en aquel monasterio de la Liguria; cómo había sentido en incontables ocasiones la tentación de rendirse, cómo había llegado a abrigar rencor hacia sus jueces, cómo había estado a punto de odiar a la Orden misma, de la que tanto deseara participar a lo largo de su adolescencia y que, sin embargo, le hacía sufrir tanto antes de acogerle. Don Francisco no sólo carecía de la entereza y la integridad necesarias para salir incólume de ese desafío, sino también de honor, según había demostrado con su traición. Le costaba reconocer un error tan clamoroso como para haber diseñado un plan de estudios preparatorios para el joven. En el proyecto, iba a ser el fratre comprensivo y amable que le conduciría hacia la luz. Absurda generosidad dilapidada por un traidor sin escrúpulos que tendría que morir por su mano.
¡Cómo ansiaba que el viaje terminase de una vez y retornar a Constantinopla!
Vio con alivio y júbilo que las velas eran izadas y que la flota iba a emprender la travesía hacia el puerto de La Habana, la última escala antes del regreso a Europa. Si no había contratiempos, conseguiría pasar parte del otoño en la cálida Alejandría, donde tendría que orar y trabajar mucho, tras postrarse ante el gran Mestre en Capadocia y llorar su contrición para aliviar el dolor de haber truncado una vida debutante, que había cometido el error de creer tan prometedora.
Durante la azarosa travesía, agitados los navíos como paja por las corrientes, los vientos y unas tormentas de estremecedora violencia desconocida para él, maese Rinaldo mostró la espalda a don Francisco de Alcaparaín cada vez que acudía hacia él presuroso y sonriente, y casi siempre anhelante. No pudo, por tanto, apreciar nunca la mueca de dolor que tales desaires dibujaban en el rostro del joven. Para Rinaldo, resultaba evidente que era forzado por sus jefes a intentar un nuevo acercamiento a fin de mantener el espionaje. Y, mientras tanto, aumentaba el desprecio hacia sí mismo ante su debilidad, por no empuñar de una vez la daga que transportase al joven al infierno que merecía.
Una día, a la vista de Jamaica, por primera vez desde el comienzo de su estancia en el Bezmiliana, maese Rinaldo se sintió indispuesto y salió a la borda a vomitar. Por la fuerza del temporal que zarandeaba la nave como si fuese un juguete, no había nadie a la vista en cubierta; a pesar del amargor de hiel que volvía sus entrañas del revés, resultaba consolador que no pudieran verle en tan desagradable trance. Cuando comenzaba a reponerse gracias al frescor del agua que llegaba a salpicar hasta la borda, oyó un grito:
-¡Maese Rinaldo, tened cuidado! -le advirtió don Francisco desde la porta del castillo-. Esas olas espantosas pueden arrastraros fuera del navío.
No giró la cabeza hacia él. Notó que se acercaba para sujetarle el brazo, como si quisiera socorrerle. Alzó ese mismo brazo y empujó a Francisco tan bruscamente, que el joven cayó de espaldas sobre cubierta y estuvo a punto de ser arrastrado al mar por una ola, lo que Rinaldo no trató de evitar porque ello le exoneraría de su obligación. La suerte, sin embargo, ayudó al muchacho en la forma de un enorme rollo de estayes que se interpuso en su deslizamiento hacia la muerte. A partir de entonces, don Francisco dejó de intentar el acercamiento.
Cuando lanzaron amarras a puerto, maese Rinaldo comprobó desde cubierta que La Habana era una urbe mucho más populosa de lo que le habían dicho; lo menos albergaba a treinta mil almas y se esperaba la llegada de otras flotas. Los dos fuertes eran casi tan impresionantes como el cartagenero de San Luis de Barajas, y sus dotaciones militares, mucho más numerosas y mejor pertrechadas.
Supuso que sólo la intervención de la Providencia le permitiría salir vivo de ese puerto, donde se decía que había ahorcamientos diariamente y los acuchillados en los arrabales eran tan numerosos, que no había que abonar el campo. Se trataba, pues, del marco ideal para que la oficialidad del Bezmiliana, sin miedo a sus patrones ni al propio Rey, consiguiera desembarazarse de él por manos de sicarios sin que nadie pudiera acusarles de asesinato. En el mismo instante de poner pie sobre el muelle bajo la mirada sombría y hostil del capitán y sus oficiales, sintió la premonición de que no iban a permitirle salir vivo de La Habana, que no se arriesgarían en modo alguno a que volviera sano y salvo a la corte madrileña, donde tendría que revelar cuánto robaban. Debían de ser miles quienes en La Habana estarían dispuestos a matar a cambio de un simple escudo de oro. Si no llegaba vivo uno de sus hermanos de Orden con los navíos que habrían de arribar procedentes de México, no le quedaba más que rezar. Contando con un camarada, podría urdir estratagemas para salvarse. Solo, sería imposible, tras la traición de don Francisco, el único en quien quiso confiar.
Mas la intervención de la Providencia se produjo al día siguiente de la llegada.
-Maese Rinaldo, os llama el capitán De Monegros a su cámara -le anunció el grumete Pedro de Vélez.
Fue tras él dominado por la extrañeza. Hacía mucho tiempo que el capitán no se valía de un intérprete para cruzar, cara a cara, unas pocas frases con él. Don Zoilo le miró de arriba abajo. Relajadas por el caluroso clima tropical las severas costumbres españolas, se encontraba vestido con sólo un camisón empegostado de sudor y unas calzas arrolladas hasta los muslos. El grumete Fernando de Tolox le abanicaba con un enorme soplillo de palma. Dos soldados con uniformes de gala se hallaban frente a ellos, en posición de firmes.
-¿Sois, en verdad, médico y cirujano? -preguntó el capitán.
Cuando Pedro de Vélez comenzó a traducir al latín, el capitán le interrumpió:
-Deteneos, don Pedro. Don Rinaldo entiende el román paladino, ¿verdad? -preguntó con expresión astuta.
-Apenas -respondió el maese en latín, y De Vélez debió traducir -Sí, soy médico cirujano. ¿Puedo serviros en algo?
Tras la traducción, el capitán repuso:
-No a mí. Se os requiere en el Castillo de la Fuerza para hacer una sangría al almirante don Manuel Velasco de Tejada. Estos soldados os conducirán a su presencia. Don Pedro, id con ellos, para servir al maese de intérprete si fuese menester.
Recogió el instrumental y antes de abandonar el navío, maese Rinaldo organizó su cámara y dispuso varias señales de seguridad.
Escoltado por los dos militares a través del puerto, mientras atravesaban la plaza de Armas se temió lo peor. La solicitud de realizar una sangría tendría que ver con un estado febril, y en esas tierras las calenturas muy bien pudieran ser las mortales fiebres amarillas. Si el almirante moría bajo su cuidado, se cumpliría antes de los previsto su premonición de que no saldría con vida de La Habana.
Pidió a Pedro de Vélez que dijese a los soldados que se detuvieran y preguntasen por una botica, donde invirtió los dos escudos de oro que llevaba encima. Además de lo que suponía que iba a necesitar para el cuidado del almirante, compró desinfectante y todos los elementos que había echado a faltar en la travesía de Cádiz a Cartagena, puesto que, si sobrevivía, tendría que recorrer pronto el mismo trayecto a la inversa y se negaba a volver a convulsionarse comido por los piojos.
Tendido en una cama con dosel, completamente rodeado de velos mosquiteros, don Manuel Velasco de Tejada no tenía aspecto de moribundo. Ni siquiera tenía su faz una expresión doliente. Sonrió a modo de saludo y le dijo en latín:
-Maese, se me ha informado de que sois cirujano experto. ¿Es verdad?
-Con la ayuda del Altísimo, excelencia.
-No creo que necesitéis a tan poderoso ayudante, maese. Salid de la estancia, grumete.
Una vez que Pedro de Vélez se ausentó, el almirante se situó de costado en la cama, de espaldas a maese Rinaldo, y se alzó el camisón hasta la cintura.
-Ved -dijo-. ¿Creéis que en este estado puedo permanecer horas y horas sentado en conferencias y consejos de guerra, al servicio de su Majestad Católica?
Maese Rinaldo contuvo la carcajada. Se trataba de la mayor concentración de lobanillos que había visto jamás en unas posaderas, sobre todo en las de alguien tan ilustre. Estimó que, probablemente, los agravaba una sarna incipiente.
-¿Podéis ayudarme? -preguntó don Manuel.
-Ciertamente. ¿Quiere vuestra excelencia que comience ahora?
-Apeaos del tratamiento, don Rinaldo; podéis llamarme don Manuel, puesto que veis partes de mi anatomía que ni mis más íntimos amigos han visto jamás. Operad cuanto antes.
-Colocaos boca abajo –solicitó el maese, al tiempo que invocaba a todas las potencias espirituales del cielo, rogándoles la purificación de la sangre que iba a derramar y la sanidad de la carne que iba a sajar, y que con su purificación y saneamiento pudiera escapar de los torrentes de maldad humana que le acechaban y, así, culminar con bien la misión encomendada. No temía la muerte, no le preocupaba sufrir; sólo le atormentaba la perspectiva de fallar al gran Mastre y a todos los fratres.
Durante dos horas, sajó, estrujó, desinfectó y drenó. Como medida profiláctica, realizó alrededor de la zona infectada, pero sin llegar a las punciones, una untura de benzilo para que la sarna, si la había, no progresara. El almirante era hombre de gran entereza. No emitió la más leve queja y, al contrario, presentaba expresión muy optimista cuando se situó de nuevo boca arriba en la cama.
-¡Qué alivio! -afirmó a pesar de que Rinaldo sabía que el dolor tenía que ser más agudo ahora. El almirante añadió: -He dado orden de que se os aposente en el fuerte durante una semana, a fin de que no hayáis de venir cada día desde el Bezmiliana. ¿Deseáis que se os traiga vuestra impedimenta?
A maese Rinaldo le alarmó la posibilidad de que alguien trastease en su cámara.
-Puedo apañarme, señor. No es necesario.
-Bien, pues; salid. Os espera en la antecámara un criado que os conducirá a vuestro aposento.
A los tres días, el almirante no le dejaba ni a sol ni a sombra. No se trataba de su dolencia, que ya había casi olvidado puesto que se dejaba caer sin precauciones en los más duros asientos, sino de su fascinación:
-¿Tantas torres como cien catedrales europeas en una sola ciudad? Me engañáis.
-No, don Manuel. Os aseguro que es verdad. Si Constantinopla fuese ciudad cristiana, sería la más espléndida del Orbe. Su magnificencia es difícil de describir.
Don Manuel Velasco de Tejada movió la mano en ademán de escepticismo.
-Estoy seguro de que no puede superar a Roma -dijo.
-Perdonad, don Manuel, que os contradiga. A excepción de los palacios papales, Roma es un poblacho mugriento asolado por las ratas y las enfermedades que transmiten.
-Vuestras palabras me suenan a herejía... -el almirante sonrió, como si quisiera evitar que el maese se inquietara-. ¿Estáis seguro, don Rinaldo?
-Cualquier ciudad del Oriente la supera. También algunas de vuestras alegres villas españolas, sobre todo las del sur, donde el gusto por la higiene es casi oriental.
Al instante, maese Rinaldo se arrepintió del comentario. Había visto en el Bezmiliana lo suficiente como para comprender que tal gusto no era compartido por los hombres de armas ni por los de la mar. En el pasado, en los orígenes, incluso su propia Orden prohibía el baño y el cuidado corporal.
Don Manuel carraspeó antes de preguntar:
-¿Es el Oriente tan bárbaro y tan peligroso como dicen?
Maese Rinaldo contuvo el suspiro.
-Sólo es peligroso para un cristiano que vaya exhibiendo el propósito de hacer proselitismo de nuestra fe. Y en cuanto a que es bárbaro... os asombrarían la profundidad y la extensión de su ciencia.
-¿Y decís que habéis visitado en diferentes ocasiones las pirámides?
-Sí, don Manuel. La tierra de Egipto es rica en construcciones que escapan a la comprensión humana; tan colosales, que cuesta mucho creer que hayan sido erigidas por los hombres. Los griegos eligieron la mayor de las pirámides como una de las grandes maravillas del mundo, porque seguramente la consideraban la primera de todas ellas. Cuando fui llevado ante su magnificencia por primera vez, permanecí todo un día paralizado por el asombro, incapaz de creer que aquella montaña de forma increíblemente perfecta hubiera sido concebida por la mente de un hombre. Ese día, decidí estudiar el arte de la arquitectura para tratar de comprender y, luego, recorrí en camello enormes distancias a través del desierto y el valle del Nilo, para conocer las numerosísimas pirámides y los magníficos templos que aún adornan a Egipto.
-¿Y no os espantaba montar en esas incómodas bestias jorobadas?
-No, don Manuel. Cuando se les conoce, los camellos son animales dóciles, y su utilidad en el desierto es insustituible.
Don Manuel volvió a carraspear.
-¿Cuál es la razón de que conozcáis tanto mundo, don Rinaldo?
El maese le sostuvo firmemente la mirada, sin exteriorizar la intranquilidad que le había causado el tono de la pregunta. Respondió:
-La ciencia, señor. Mis viajes empezaron como un juego adolescente de búsqueda de aventuras, pero terminaron siendo un incansable peregrinaje en busca del conocimiento.
-Según consta en vuestras cartas de presentación, lo habéis encontrado.
-El hombre que cree poseer todo el conocimiento, envejece, don Manuel. Vos mismo sois un ejemplo de que la curiosidad y la ambición de saber deben acompañarnos siempre aunque alcancemos los más grandes honores.
El almirante sonrió con gran complacencia por la lisonja.
-Y... oidme -don Manuel bajó la voz-. Ahora que ese capellán malaúva no nos oye... ¿son tan seductoras las mujeres como dicen las leyendas?
¿Lo eran? Tras su llegada a Oriente, a maese Rinaldo le costó dos años de castidad la repulsión inicial a poseer a una mujer siria. Pero cuando logró vencerla...
-Su religión las prepara para el sometimiento absoluto a los hombres. Son, por consiguiente, las mujeres más complacientes con las que he gozado el placer sublime.
Puestas las cartas sobre la mesa, y liberado del corsé que en materias sexuales atribuían a los españoles los demás pueblos, el almirante mostró fuerte inclinación hacia la procacidad, hasta el punto de que maese Rinaldo sentía algo de rubor.
-¿Hacen con... los labios lo que cuentan tales leyendas?
-Poseen labios jugosos y los emplean con gran arte.
-¿Y es verdad que lo tienen horizontal?
En el primer momento, maese Rinaldo no entendió a lo que se refería. Cuando lo comprendió, contuvo la carcajada.
-No, don Manuel. También ellas pertenecen a la especie humana.
-¿Son sus pechos generosos?
-Mucho -respondió el maese.
-¿Como los de las mulatas de por estos mares?
-Aproximadamente.
-Debéis retiraros, don Rinaldo; me espera una tarde entera de discusiones con esos zoquetes que mandan mis navíos. El día venidero, tenéis que relatarme cómo se conducen y qué actos realizan cuando se os ofrecen dos sirias al mismo tiempo. O, mejor, cuando son tres.
Cuando, a la semana de la operación, informó al almirante de que sus heridas estaban cicatrizando y le era necesario volver al Bezmiliana, tuvo que vencer su resistencia a dejarle marchar. Antes de permitírselo, don Manuel le entregó un pesado monedero y lo sometió a un nuevo, profuso y muy explícito interrogatorio sobre el sexo en Oriente, de modo que maese Rinaldo, vencido por la única debilidad con la que la Orden se mostraría indulgente en las especiales circunstancias por las que atravesaba, halló que no podía dirigirse al galeón sin antes detenerse un par de horas en un mesón.
Sí, tras la repulsión inicial, había conseguido habituarse a la morenez de los cuerpos femeninos, tanto en Damasco como en Alejandría. Siendo inimaginable la posibilidad de cortejar en La Habana a las escasas mujeres blancas, que todas eran esposas, hijas o hermanas de los celosos y pasionales españoles, las pieles disponibles en Las Antillas llegaban a ser aún más oscuras que las orientales, pero el apremio era urgente. Contrató a la quinta que se acercó a su mesa a proponerle el comercio, una morena clara de unos dieciocho años, de blanquísima sonrisa, pechos erguidos, melena abundante y ojos refulgentes. Fue tras ella por la galería superior de un patio lleno de árboles de mango. Otra pareja se desplazaba por la galería situada en el lado contrario del patio; no podía asegurarlo, pero le pareció que el joven era don Francisco de Alcaparaín. Por fortuna, además de la barrera de hojas de mango, parecía demasiado interesado por su compañera como para percatarse de su presencia. Apretó los labios, para que el dolor por la traición del joven no afectara a su placer inmediato.
Gozó por casi un año de privaciones sintiéndose como un salvaje sin raciocinio, de modo que la mulata comenzó a quejarse.
-Deteneos, por Santa María del Cobre y la Virgen de Regla, que esta vez el santero va a tener mucho mayor trabajo que otras veces para restaurar mi virginidad -solicitó.
Aún necesitó Rinaldo otra cabalgada, pero al abandonar el cuarto dejó sobre la silla plata suficiente como para que la muchacha no tuviera que trabajar en un mes o reconstruyera su virginidad un par de veces. Bajó al mesón. Ahora sentía sed y debía calmarla antes de regresar al calor agobiante del camarote del Bezmiliana, puesto que la permanencia en cubierta se había tornado insoportable.
Bebió agua de coco en el propio fruto, mezclada con ron y azúcar, un néctar por el que cualquier rey de Europa, de conocerlo, organizaría una guerra. Pidió otro más y otro, y otro. Iba por el quinto cuando constató que, en efecto, el joven que había visto en la galería era don Francisco. Precediendo a la hermosa muchacha junto a la que había yacido, bajaba la escalera con expresión serena, como quien ha culminado con éxito una importante misión. Todavía sobre el último escalón, lo descubrió y se lanzó hacia él.
Sentóse a su lado, aferrándole el brazo izquierdo.
-Ahora habréis de decirme en qué os he agraviado yo para que tan mal me consideréis.
El ron había relajado inevitablemente la resolución de maese Rinaldo, pues ni empuñó la daga ni empujó al joven para ausentarse.
-Tardé en descubrir que no sois de fiar, don Francisco. Ahora que lo sé... –tuvo que reprimir la amenaza que afloraba a sus labios- ya no me interesáis.
La serenidad del rostro de Francisco se vio sustituida por la lividez.
-¿Y en qué consistió tal descubrimiento?
¿Podía decírselo? ¡Qué más daba! La enemistad del capitán don Zoilo de Monegros había dejado de ser amenazante, gracias al favor de don Manuel.
-Fuisteis mendaz conmigo, don Francisco.
-¿Yo? ¿En qué os he mentido?
-En la apariencia de vuestra amistad. Sabed que aquel día, en Portobelo, os descubrí cuando me vigilabais por orden de don Zoilo.
Don Francisco tragó saliva y, a continuación, rió nerviosamente.
-¿Por orden de don Zoilo? ¡A la postre, no sois tan sabio como creía! ¿Como iba yo, vive Dios, a vigilaros en beneficio de ese truhán?
-¿Qué decís, don Francisco?
-Yo no os vigilaba, maese; trataba de protegeros. ¿No recordáis el juramento que os profesé la noche que me rescatasteis de las garras de aquellos hombres tan viles? Mi mano y mi espada son de vuestra propiedad, maese y, como os vi, por acaso, internaros en aquella procelosa espesura, consideré que debía serviros de escudero y guardián. ¡Me habéis insultado grandemente con vuestra sospecha!
Arrebatado a medias por el júbilo y a medias por el ron, maese Rinaldo rió a carcajadas.
-Debéis perdonarme, don Francisco. A los treinta y cuatro años, uno está ya a punto de volverse senil, y deja de regir con cordura.
Viéndole reír, don Francisco lloró. Maese Rinaldo alzó la mano para secar las lágrimas del joven, que tomándola de su mejilla, la besó.
-No debéis volver a sospechar de mí, maese, y permitidme en lo sucesivo beber de vuestra sabiduría.
Maese Rinaldo reflexionó varios minutos. Junto a la alegría por el descubrimiento de su equivocación, se abría paso en su pensamiento una idea: La misión en el Bezmiliana resultaría mucho más posible y fructífera si tenía un verdadero aliado consciente de serlo.
-¿Quién imagináis que soy, don Francisco?
-El hombre más sabio que he conocido jamás.
-Exageráis, como de costumbre. Pero, ¿según vuestras deducciones, qué entendéis que hago en el Bezmiliana?
-Murmuran que sois espía al servicio de la corte y por ello os temen y os odian, pero como se trata de misión que no perjudica a mi patria ni al rey mi señor, sino que estoy convencido de que les beneficia, ni os odio ni os temo. Todo lo contrario.
-¿Comprendéis, pues, si tal misión fuera cierta, por qué habría yo de espiar por orden de la corte?
-Indudablemente.
-¿Estáis dispuesto, en tal caso, a ayudarme?
-Os recuerdo que mi mano y mi espada son vuestras. También mi voluntad y, por consiguiente, mis ojos si han de serviros.
-Bien. Entonces, don Francisco, debemos aparentar ante la tripulación que nuestro distanciamiento es irrecuperable. Nadie en el Bezmiliana volverá a vernos íntimamente y nunca compartiremos el baño. Cuando necesite de vos, encontraréis al alba en una rendija del bauprés, en la base junto a cubierta, un casi invisible recorte de pergamino, con una de las doce consignas, ininteligibles para cualquiera que pudiera descubrirla, que habréis de aprender antes de que nos separemos esta tarde. Mientras permanezcamos en La Habana, cada tres días nos encontraremos aquí a la primera hora del anochecer para daros instrucciones, a menos que previamente os hubiera indicado otra cosa en el mensaje del bauprés. Ahora, ¿deseáis servirme por primera vez?
-¿En este momento? Desde luego.
-Prendeos esto en el jubón -le entregó un pequeño broche de plata, con forma triangular, en cuyo centro habían grabado la silueta de una mano abierta-. Recorred por mí los muelles...
-¿Haciendo el qué?
-Nada, don Francisco. Limitaos a aguardar a que alguien os aborde. Si lleva en el pecho un broche igual, citadle aquí para la fecha de nuestro próximo encuentro, que será, como os he dicho, dentro de tres días.
De regreso al Bezmiliana tras la prolongada ausencia, el capitán y sus allegados siguieron con mirada adusta sus pasos hacia el camarote. Al introducir la llave en la cerradura, maese Rinaldo advirtió que el grumo de cera había desaparecido del agujero. Dentro, las valijas y demás bultos se encontraban donde los dejara, pero habían sido movidos, aunque no los habían forzado. Alarmado, examinó la arqueta blindada; efectivamente, habían introducido algo punzante en un intento de forzar la tapa, pero las cerraduras habían resistido. Revisó el lazo del pergamino abandonado con aparente descuido sobre la mesa, con una forma de atadura inventada por él; le hizo reír la torpeza con que habían rehecho el nudo. De todas maneras, ni ése ni cualquiera de los que se hallaban dentro de la arqueta conseguiría entenderlos nadie jamás.
A continuación, examinó con minuciosidad toda la estancia. Notó ligeros cambios en las paredes; unos listones que las remataban junto al techo y el suelo, habían sido retirados y vueltos a colocar. Sonrió. Don Zoilo y sus secuaces habían aprovechado la oportunidad de llenar los espacios que su presencia les impidiera utilizar. Ahora, los registros de carga habrían sido modificados para reducir determinadas cifras. Tenía que sonsacar de nuevo al grumete don Pedro de Vélez.
Los encuentros entre don Francisco y maese Rinaldo en el mesón de los mangos fueron sucediéndose sin novedades. El joven mostraba entusiasmo por la amistad recuperada y, al mismo tiempo, consternación por no servir todavía de ayuda a su venerado maestro. Rinaldo tuvo que tranquilizarle con el argumento de que también le servía con su esfuerzo de aprender las claves para poder entenderse sin palabras. Alcaparaín resultó ser un alumno muy aventajado, puesto que manejaba en pocos días y muy bien todas las cautelas que debía emplear y, a las dos semanas, dominaba un complejo lenguaje de signos y expresiones con el que conseguía comunicarse con el maese sin que ningún testigo lo advirtiera.
Hacía ya tres semanas que don Francisco rondaba los muelles; más de veinte días en los que nadie que luciera la insignia en el pecho le había abordado. El trasiego era extraordinario a todas horas, pues las hileras de puestos adosados a los muros del fuerte no dependían sólo de las arribadas y partidas de las flotas, ya que la populosa urbe tenía vida propia, una vida alegre, despreocupada y sensual que inspiraba a don Francisco la tentación de permanecer en ella y no retornar a Cádiz. Alertado por las salvas de saludo, vio acercarse, procedente de Veracruz, la flota de la Nueva España, y se sintió feliz de poder brindar alguna nueva a maese Rinaldo, que le esperaba esa tarde en el mesón.
Mas al entrar, descubrió que, en una mesa cercana a la suya, festejaban seis marineros del Bezmiliana. Cruzó la mirada con la de Rinaldo, que, alzando como por casualidad la mano izquierda, le indicó "número ocho" mediante una de las claves acordadas; una segunda clave le indicó que debía hacerse acompañar de una de las mujeres del mesón. Contrató, pues, a una meretriz y subió con ella a la galería, y le exigió entrar en la habitación señalada con el número ocho. Pocos minutos más tarde, sonó un suave golpe en la puerta y, sin más, entró maese Rinaldo, acompañado de otra mujer.
Tendidos los dos hombres boca arriba en el jergón de hojas de maíz, hablaron en latín mientras las muchachas les hacían gozar del modo prodigioso que sólo era posible en La Habana.
-¿Lo habéis encontrado?
-No, maese. Pero debéis saber que ha llegado la flota de Nueva España.
-Ignoraba que hubiera de llegar otra flota -mintió maese Rinaldo.
-¿Qué creíais que esperábamos? -se asombró don Francisco.
-Que todos los galeones hubieran sido carenados. Creo que no me informaron adecuadamente en Madrid.
Don Francisco entornó los ojos. Los labios de la mulata estaban produciendo un efecto que apenas le permitía articular la voz.
-Tales reparaciones se realizan, en buena medida, para aprovechar la espera, maese Rinaldo. Por razones de seguridad, el retorno a Cádiz lo hacen siempre juntas las flotas de Tierra Firme y la de Nueva España y también a veces la de Nueva Andalucía, para una mejor defensa frente a la piratería... ¡oh!.
La voz del joven se quebró por un gemido. La muchacha había apresurado su gozo más de lo que debía. Tendría prisa por ver si seducía a un nuevo cliente. Maese Rinaldo comprendió el motivo de su prisa, la de ambas, y, por ello, puso cuatro monedas de plata sobre la silla y les indicó por señas que debían continuar. No podían dejarlas ir, a riesgo de que ellas comentasen abajo que dos hombres que hablaban una lengua extraña habían quedado a solas en un cuarto, lo que no sólo levantaría sospechas de conspiración sino que, además, podía ocasionar que alguien les denunciara por el pecado nefando a la Santa Inquisición.
-Creo, don Francisco, que tal defensa es desastrosa. He visto desarmar de cañones a muchos navíos, con objeto de sustituirlos por su peso en oro.
-Sí, también lo he observado, y lo considero grandísimo error.
A pesar de haber usado el superlativo, no imaginaba el joven cuán grande era ese error. Maese Rinaldo no podía explicarle hasta qué punto el imperio español se tambaleaba por tales conductas. De acuerdo con lo observado desde que partiera de Cádiz, y a pesar de los ciclópeos fuertes alzados por todo el mar de Las Antillas, la mayor potencia colonial de la historia era más vulnerable que un fortín con empalizadas de juncos. No podía hablar de ello, por más que ahora no le cupieran dudas sobre la fidelidad inquebrantable de Francisco, porque no podía desvelar la dimensión de sus conocimientos sobre estrategia militar. Renació el vago remordimiento que había sentido las últimas tres semanas por lo mucho que le ocultaba al joven.
-¿Sabéis algo sobre el cargamento de la flota recién llegada? -preguntó
Don Francisco no respondió en seguida. Con los ojos cerrados de nuevo, se encontraba arrebatado por lo que la mulata hacía en ese momento con la lengua.
-Tendré que... ¡ah! averiguarlo con exactitud -respondió entre gemidos-, pero he oído... creo que traen hermosos cueros..., ¡ah!... cochinilla e índigo y también.... ¡hummmm! mucha plata y oro... ay, Dios, esto es maravilloso...; asimismo, traen, procedentes de la China, sedas bordadas en oro, porcelana y figuras de jade....
Maese Rinaldo aplazó su comentario, porque estaba llegando al clímax. Se agitó y rebotó en el jergón, llegando casi a estar suspendido en el aire, a lo largo de un par de minutos durante los que el joven volvió la cabeza hacia el otro lado, porque hallaba irrespetuoso verle estremecerse de tan desaforada manera. Rinaldo contuvo el grito ronco que siempre acompañaba su gozo, porque le parecía impúdico exteriorizarlo ante don Francisco. Ordenó a la muchacha parar unos minutos antes de recomenzar. Luego de limpiarse los genitales con la mano y tragar saliva para aclararse la garganta, dijo:
-Me parece, don Francisco, que se está concentrando en La Habana el mayor tesoro que jamás haya surcado los mares.
-A mí también, maese..... ¡Oh!, muchacha, detente un momento.
La mulata alzó la cabeza y lo miró a los ojos, aguardando su orden de continuar. Maese Rinaldo tenía razón. Todas las exageraciones fabuladas que escuchara de niño sobre el oro de las Indias, parecían nimiedades al lado de lo que había visto cargar desde la llegada a Cartagena.
-¿Tiene igual misión que vos el hombre que busco? -preguntó Francisco, al tiempo que indicaba a la mujer que siguiera.
-No la misma. Complementaria. Temo...
-Yo también.
-¿Suponéis que ha podido ser menos cauteloso que yo y que...?
-Sí, maese. Creo que si le han descubierto, tendría menos fortuna que vos y tal vez lo han asesinado... o ejecutado, que en estas tierras viene a ser lo mismo. ¿No veis con cuanta prodigalidad se cuelga por aquí a la gente?
En efecto, sumaban más de cien los ahorcamientos que el maese había presenciado en los muelles de La Habana, algunos de ellos de simples marineros sorprendidos con un escudo de oro en la faltriquera. Rinaldo apretó los labios y ordenó por señas a la muchacha que se sentara a horcajadas sobre su cintura, como si arremetiendo con vehemencia se librara de los malos presagios.
Una mañana, maese Rinaldo fue llamado al Castillo de la Fuerza. El almirante don Manuel Velasco de Tejada lo saludó con grandes carantoñas.
-Creía, maese, que erais mi amigo, y veo que no. Nunca me pedís audiencia.
-Diariamente añoro vuestra amena charla. Pero no me parece oportuno robar tiempo a quien tan ocupado lo tiene.
-Dejaos de cumplimientos, maese, y decid la verdad.
-¿Cuál ha de ser?
-Que las habaneras os han trastornado. Me cuentan que pasáis tardes enteras gozando el placer sublime.
Maese Rinaldo sonrió para embozar su inquietud. A fin de cuentas, no era el único espía en La Habana. Debía ser aún más cauteloso en sus encuentros con don Francisco, para no exponerle a peligros que él no sabía que tuviera que arrostrar. Llevaba demasiado tiempo alejado de sus camaradas, de las charlas metafísicas en el desierto bajo la luz difusa de las estrellas, apartado de las circunstancias que colmaban su necesidad de sentirse útil al género humano. La lealtad de ese joven y su pasión por el saber se habían convertido en su único nexo con una clase de vida que ya comenzaba a parecerle de recuperación improbable. Con el paso de los meses y la superación de vicisitudes a su lado, había llegado a cobrarle un afecto inmenso. La posibilidad de que don Francisco sufriera perjuicios por su causa le torturaba a diario, porque sentía remordimientos por la hipocresía con que mancillaba la amistad. No podía comunicarle el verdadero significado de su presencia en la flota.
-¿Debo serviros en algo? -preguntó al almirante.
Don Manuel cambió su expresión risueña por otra más grave.
-Tenemos dificultades, maese. He convocado un consejo para dentro de una hora, y quiero que asistáis.
-Estoy a vuestras órdenes, pero... ¿por qué ha de asistir un modesto cartógrafo?
-No alardeéis de modesto, don Rinaldo, que los dos sabemos que es modestia falsa. Debéis asistir por vuestros superiores conocimientos y porque las vivencias de un viajero impenitente como vos pueden servirnos para lo que hemos de dilucidar.
Se encontraban en el salón todos los capitanes de la Flota de Tierra Firme y un número igual que maese Rinaldo no conocía y que debían de comandar los recién llegados navíos de la Flota de la Nueva España. Los ojos de Zoilo de Monegros ardieron al verlo entrar, confidencialmente al lado del almirante. La tumultuosa e inconexa conversación no se interrumpió por la llegada de don Manuel.
-...Si no nos hubiera mandado aviso el gobernador de Puerto Rico, pudimos ser abordados, saqueados y hundidos por los piratas –decía un venerable casi anciano, que también debía de ser almirante-. Y mirad si podíamos estar en disposición de hacerles frentes, cuando la mitad de nuestras naves llevaban a la tripulación achicando agua. Habrá que carenarlas antes de la travesía.
-A ver si cuando llegue el nuevo rey hay en la corte quien le haga comprender que la flota debe ser reemplazada y que es indispensable una armada moderna, acorde con los tiempos que corren, y no los inermes cascarones a punto de naufragar que defienden las rutas de las Españas.
La mención de la próxima llegada de un nuevo rey alarmó a maese Rinaldo, que sudó copiosamente y no sólo por el calor agobiante. ¿Qué significaba tal alusión? Había oído rumores en Madrid sobre la delicada salud de Carlos II, pero los desechó al enterarse de que tenía treinta y nueve años, lo que no era mucho para los longevos reyes europeos a cuya estirpe pertenecía. ¿Habría muerto? ¿Qué pariente del emperador Leopoldo le sucedería, puesto que Carlos no había sido capaz de procrear a un heredero? Tenía que hallar respuesta antes de abandonar el salón, porque desconfiaba que ahora sí que no saldría de La Habana con vida. El frágil hilo del que dependía su salvación se cortaría si Carlos dejaba de ser rey o moría. Prestó atención al discurso de don Manuel:
-Si no levamos anclas antes de que comience agosto, ya no podríamos hacerlo hogaño. Según mis informes, el cerco bucanero en las Bahamas es imposible de superar, pues son tan osados, que llegan a asaltar los lugares a pocas millas de Santiago. Pero si elegimos la ruta de Jamaica, sabéis que en esta época podemos encontrar terribles temporales y, de todas maneras, también esas aguas están infestadas de bucaneros e incluso de corsarios. Entre tanto, se nos informa que somos esperados con ansiedad por la corte, ya que las arcas del rey nuestro señor se encuentran vacías. ¿Alguien quiere proponer una solución?
Tan locuaces anteriormente, ninguno parecía tener ahora nada que decir. Rinaldo sabía por qué. El tesoro que sumaban las dos flotas tenía que haber originado una cascada de mensajes por todas las cancillerías de Europa y, en esos momentos, debían de cruzar el océano seis o siete armadas reales embozadas bajo pabellones filibusteros diferentes. Todos presentían la desbandada en su contra y reconocían que, con las condiciones de sus navíos, cargados hasta el límite de la línea de flotación y escasamente maniobrables, serían cazados como conejos.
-¿Se os ocurre alguna idea, maese Rinaldo?
La pregunta de don Manuel ocasionó un silencio expectante. Ninguno de los recién llegados a puerto y sólo algunos de la flota de Tierra Firme conocían su nombre y, en consecuencia, sentían más curiosidad por averiguar su identidad que por lo que tuviera que decir.
Él no disponía de solución, porque no era un mago, pero tenía que responder:
-Creo don Manuel que, como los señores han dicho, es aventurado en demasía intentarlo ahora, pero si hubiera que partir obligatoriamente, se me ocurre que lo primero que habría que hacer es depositar la mitad del cargamento en los fuertes de La Habana y rearmar todos los navíos no sólo con las defensas que han desmontado..., perdonad que os lo diga, con grave insensatez. Habría que armar la flota con cañones, armas y pólvora como para vencer y hundir cada tripulación diez navíos enemigos y, sólo entonces, organizar un plan de travesía que agrupase los galeones según los velámenes, de modo que si alguno se retrasara en la derrota, jamás pudiera rezagarse aisladamente...
El indignado clamor le interrumpió. Como hablaban todos a la vez, perdió la facultad de entenderles y sólo consiguió detectar la irritación que les producía el consejo de abandonar la mitad de la carga en La Habana. Apretó los labios. ¡Cuanto deseaba perder de vista a esa gente tan disparatada y volver a sus meditaciones en el desierto persa o el egipcio! También don Manuel le había mirado, cuando expresó tal consejo, como si acabara de convencerse de que estaba loco. De la siguiente hora de pandemónium, sólo un dato destelló sonoramente en su mente: Parecía que Felipe de Anjou, nieto del rey de Francia Luis XIV, podía ser proclamado rey de España.
Estaba perdido.
Cuando regresó al galeón, en lugar de subir a la cofa del mástil mayor como cada noche, meditó durante horas sentado en el camarote. Finalmente, decidió hacer algunos arreglos en su equipaje.
El enigma del oro y el acero
Luego de permanecer todo el día en tensión por la presencia de Gerardo Cao en el barco, Dimas Outeiro decidió valerse de cualquier recurso para mantenerlo ocupado en algo que nos les obligara a permanecer en el mismo lugar.
¿Por qué le causaba el joven tanto rechazo? Era muy humano que el jefe de un equipo sintiera, real o imaginariamente, amenazado su liderazgo por la competencia de un ayudante que le igualaba en preparación y entusiasmo. O que probablemente le superaba. No obstante, por muy humano que fuese el sentimiento, le repugnaba sentirlo. No quería sorprenderse reproduciendo las conductas mezquinas que había presenciado tantas veces entre sus colegas de la televisión, cuando temían que un subordinado les hiciera sombra. Conocía demasiadas biografías de excelentes profesionales cuyas prometedoras carreras habían sido malogradas por los celos de jefes mediocres. Él no estaba dispuesto a sentirse mediocre actuando por celos contra Gerardo.
Estas contradicciones le causaban un malestar anímico que detestaba. Y, para colmo, había vuelto a malgastar una jornada en simples maniobras de distracción por la ría, confundiendo a la gente de Teleplanet, aparte de la descorazonadora comprobación de que continuaba acumulándose lodo sobre el galeón de la daga. Demasiado tiempo perdido. Comenzaba a temer que la serie "El oro de Vigo" jamás llegase a la pantalla.
Mientras salía de la bañera y comenzaba a secarse, se preguntó qué podía hacer para no despedir a Gerardo y, aunque lo mantuviera en el equipo, no tener que soportar su presencia todo el día. Debía ser algo que fuese útil a la serie a pesar de que no estuviera previsto en el guión. ¿Tal vez aprovechar el descubrimiento de la cruz del monasterio para dar idea a los televidentes de la magnitud y el descontrol de aquel fabuloso tesoro llegado a Vigo? La serie necesitaba abarcar más escenarios que el marino, lo había comprendido al visionar la simulación de batalla en el fuerte de Corbeiro que, aunque no aclarase ninguna clave sobre los hechos históricos, poseía gran plasticidad. Sí, iba a aplazar el despido de Gerardo, pero manteniéndolo ocupado en cuestiones paralelas y a cierta distancia. Antes de bajar a cenar, hizo varias llamadas a Madrid. Tuvo que investigar, rogar y mentir durante una hora para que le pusieran en la pista correcta. Una vez que consiguió hablar con Arístides Basterrechea y lo convenció de que viajara a Vigo el siguiente lunes, se sintió por fin relajado y acudió a encontrarse con los muchachos.
En el ascensor, se descubrió desplegando las casi olvidadas artes de seducción cuando, dos pisos más abajo, entró una mujer que despertó en un segundo sensaciones adormecidas desde su divorcio. Él, que se consideraba un amante muy satisfactorio, había sido desdeñado por su esposa, que no tuvo otra ocurrencia que fugarse con su ayudante de realización, lo que le sumió en un estado casi catatónico, imposibilitado durante meses de toda iniciativa y hasta de la facultad de realizar programas de televisión. Herido desde entonces en su amor propio, llevaba demasiados años buscando obsesivamente el triunfo en el trabajo, porque aquel desaire de la adúltera fugitiva le había vuelto inseguro en el amor. De unos treinta y cinco años, la mujer del ascensor poseía todas las características físicas que le hacían bajar las defensas: Pelo rubio dorado, ojos verdes, nariz breve pero no porruda, excelente figura y una sonrisa que, a pesar de su discreción, prometía mundos idílicos. Cruzaron y desviaron las miradas varias veces y acabaron sonriéndose con reconocimiento, convencidos los dos de que el otro representaba una oportunidad que no deseaban perder. Sorprendentemente, Dimas consiguió intercambiar con ella los respectivos números de teléfono mientras el ascensor abría sus puertas en el vestíbulo.
-Celia Pertíñez -correspondió la rubia cuando Dimas le dijo su nombre al despedirse.
La mañana del lunes, Gerardo despertó entre los brazos de Martiña en la habitación del hotel. La chica le estaba acariciando el pelo, alborotándoselo.
-¿Qué hora es? -preguntó.
-Las siete -respondió ella.
Gerardo salió de la cama de un salto. La cita era a las siete y cuarto. No le faltaba más, que Dimas se cabreara también por su impuntualidad, luego de las cuatro o cinco frases desencajadas que le había gritado el viernes y el sábado, ante la extrañeza y las miradas evasivas de los compañeros. Si no tuviera tan poderosas razones para seguir adelante, el sábado habría presentado la dimisión.
Le tomó sólo diez minutos asearse y vestirse, pero cuando llegó al vestíbulo del hotel, no encontró a nadie. Supuso que, a pesar de todo, había llegado antes que los demás, pero lo llamó el conserje:
-Tengo un mensaje del señor Outeiro para usted; quiere que suba a su habitación.
Le iba a dar la liquidación, seguro. ¿Por qué carallo no había sido más prudente? El descontrol le hacía perder la oportunidad que acechara durante trece años y... ¿ahora, qué? ¿Morderse las uñas y esperar una oportunidad tan buena otros trece años? Su ánimo no podía ser más sombrío cuando llamó a la puerta.
-Entra, Gerardo -invitó Dimas. Su expresión no tranquilizó al joven-. Hoy no vas a venir al barco.
-¿Estoy despedido?
Dimas estuvo a punto sonreír, pero se contuvo. La sintonía con Gerardo, aunque problemática, era más intensa de lo que supusiera; el joven de físico poderoso, que ahora parecía acobardado como un gorrión, había detectado sus prevenciones. Resolvió que lo más conveniente era ignorar la pregunta.
-Te voy a dar la daga, pero ya sabes lo que te pasaría si la pierdes, ¿no?
Gerardo asintió mientras se guardaba en el bolsillo del pantalón el pesado envoltorio de papel parafinado que protegía el puñal con el sello de Carlos II.
-También he dado orden en recepción para que te entreguen la llave de esta habitación en mi ausencia. Esta mañana, puesto que no ha conseguido combinación para Vigo, llegará al aeropuerto de Santiago, a las diez, un hombre que se llama Arístides Basterrechea. Es el consejero de arte de la Fundación Adriano. Te va a reconocer, porque te he descrito minuciosamente, pero ponte el polo rojo, que es lo que le he dicho que llevarías. Ven aquí con él, enséñale la grabación de la cruz del convento, que está preparada en el vídeo y voy a dejarte todo el equipo conectado para que no te líes; cuando Basterrechea vea la cruz y examine la daga, él te propondrá qué hacer a continuación. Toma cien mil para los gastos y no escatimes con él, que es un tío que lo reciben en la Zarzuela, pero procura traer todos los justificantes. Ahora, cámbiate, desayuna, coge el coche no más tarde de las ocho y sal disparado para Santiago.
Mientras se cambiaba la camiseta blanca por el polo rojo que reservaba para las noches, le dijo a Martiña tras explicarle el encargo de Dimas:
-Vístete, que vas a venir conmigo a Santiago.
Como era de esperar, el vuelo de Madrid llegaba con retraso. Sentado con Martiña en la cafetería del aeropuerto, se le ocurrió un plan:
-Este tío va a querer ver la cruz personalmente, es lo más lógico. Cuando volvamos al hotel, mientras le enseño la grabación, ve a cambiarte de ropa y ponte algo más del gusto de un monje que estos shorts. Te presentaré en el convento como mi mujer y, a la primera oportunidad, procura con cualquier pretexto tener un aparte con el monje. Sónsacale con mucho disimulo, a ver si te dice cómo carallo llegó esa cruz al convento y si tienen más cosas de la misma procedencia, porque el día que fuimos no soltó prenda. Escurría el bulto como una anguila.
Arítides Basterrechea pidió una y otra vez a Gerardo que rebobinara la cinta para volver a examinar la cruz.
-Es limeña, del diecisiete -dijo por fin-. ¿Dónde está?
-En un convento medio en ruinas, que se encuentra a poco más de una hora en coche.
-¿Sabes si querrán venderla?
-No tengo ni idea. Pero el monje se negó a dejarnos verla de cerca, así que... no sé; me dio la impresión de que hubiera en el convento alguna clase de tabú con ella.
-¿Podemos ir?
Se cumplía la previsión de Gerardo. Asintió y le pidió que esperase el regreso de Martiña. Señaló de nuevo la daga, que Basterrechea ya había examinado detenidamente durante el viaje en coche.
-¿Le parece que es auténtica o una falsificación de su misma época?
-Es auténtica, ¿no lo ves? Con las condiciones sociales del siglo diecisiete, nadie se hubiera atrevido en Toledo a falsificar nada así. Esta daga es completamente genuina y tuvo que pertenecer personalmente a Carlos II. Ahora que, teniendo en cuenta dónde la habéis encontrado, es para hacerse un lío. ¿Estás seguro de que se trataba de un galeón de la Flota de la Plata y no de otro?, por ejemplo, un barco que hubiera llegado a Vigo con motivo de la batalla, llevando al Almirante de Castilla o alguien así.
-Es un galeón de la flota, uno de los que cruzaban el Atlántico.
-Pues no tiene explicación. Supongo que vendría de América alguien muy importante y muy próximo a Carlos II, porque el sello real era en aquellos tiempos como el botón nuclear del presidente de los Estados Unidos. O sea, que quien lo tuviera en su poder sólo podía ser un personaje de la absoluta confianza del rey, a lo mejor un familiar. Lo raro es que cuando ocurrieron los hechos, en 1702, Carlos II había muerto ya.
-Según lo que había donde encontramos la daga, el que la llevaba era un comodoro inglés.
-Eso es completamente imposible, hombre, ¡por favor!
-También a nosotros nos parece increíble y por eso estamos hechos un lío.
-¿Sabes si Dimas Outeiro se la vendería a mi fundación?
-De acuerdo con las autorizaciones oficiales que tiene para las exploraciones y las filmaciones, no puede venderla. Ni la daga ni nada de lo que encontremos. Dimas está nervioso por no haber comunicado el hallazgo todavía.
Martiña llamó a la puerta. Había captado la idea de Gerardo y parecía por su ropa una recatada mujer casada.
El convento no resultaba tan inquietante a mediodía, pero su ruina inminente quedaba más visible. También les costó media hora de aporreos a la puerta conseguir que la abrieran. No era el mismo monje; se trataba de un hombre bajito y grueso, de mirada pícara.
En el momento de saludar y disponerse a explicar del motivo de la visita, Gerardo oyó llegar otro coche, un seat azul, que se estacionó cerca del suyo. No consiguió ver quién lo conducía a causa de los cristales con coloración antirreflejos.
-¿Le habló el otro día un compañero suyo de una grabación para la televisión? -preguntó al monje
-Sí, el hermano Luis quedó muy contento con la visita. ¿Vienen a grabar otra vez?
Parecía impaciente porque le respondiera que sí. Gerardo intuyó que a consecuencia de las veinte mil pesetas que entregara en la ocasión anterior.
-No exactamente -respondió Gerardo, puesto que no se le había ocurrido llevar ni una cámara de vídeo de aficionado-. Es que al director le gustó tanto lo que vio en las cintas, que nos ha mandado a estudiar encuadres nuevos de todo el convento.
-La mayor parte está hecho polvo. ¿Qué tomasteis el otro día?
-La cripta, la iglesia y la escalera real.
-¿Y el claustro?
-No había muy buena luz.
-Pues ya está, no necesitáis buscar más. El claustro es lo más interesante que tiene el monasterio. Es del siglo XI.
-Pero es que estos dos compañeros -señaló a Martiña y Arístides- no vinieron el otro día. Por favor, déjenos echar una ojeada.
-¿Tenéis... intención de colaborar con las necesidades de la comunidad?
Gerardo le entregó diez mil pesetas.
-De acuerdo, pasad. Me llamo fray Lucas y soy el superior del monasterio.
Los tres dijeron sus nombres, pero fue a Martiña a quien más calurosamente le apretó fray Lucas la mano. Recordando las reticencias del otro monje, Gerardo evitó mostrar prisa por la iglesia y siguió sin comentarios la ruta que fray Lucas les indicaba. Con la luz de aquella hora, el claustro había perdido el aire sonámbulo que presentaba la otra vez, a última hora de la tarde; era muy grande, con galerías que medían más de seis metros de ancho. Bajo la cruda luz de mediodía, no lo agrisaba la brumosidad de entonces, y por ello resultaban descarnadamente nítidos los desconchones de las paredes y la carcoma de los artesonados; los arcos de piedra habían sido labrados sin florituras, pero el conjunto poseía una armonía austera que invitaba a la serenidad y en algún tiempo debió de mover fervorosamente a la oración. Sí era interesante y podía servir para pretextar la intención de grabarlo si era necesario volver de nuevo.
-Querría ver la iglesia -dijo Arístides Basterrechea antes de lo que Gerardo consideraba conveniente.
-¿No la grabasteis ya? -bajo su expresión jovial, fray Lucas parecía alerta.
-Sólo un plano general -adujo Gerardo-. Ahora querríamos estudiar los detalles, a ver si vale la pena dedicarle todo un capítulo.
-No creo que tenga tanto interés como para eso -opuso fray Lucas.
-Pero usted va ser bueno y nos dejará que la veamos, ¿verdad? -dijo mimosamente Martiña.
Tras su sonrisa de asentimiento, Gerardo notó que el fraile hacía esfuerzos para no mirar exclusivamente a la joven. Les precedió camino de la iglesia. Al pasar cerca de la puerta que comunicaba la galería con la cripta, el joven submarinista sintió un escalofrío. A espaldas del monje, Gerardo pidió a Basterrechea, con un gesto de la mano, que se lo tomara con calma, pero nada más entrar, el consejero artístico se apresuró hacia el altar mayor. Gerardo observó algunos cambios, jarrones que habían sido movidos y ahora estaban llenos de flores silvestres o candelabros a los que les habían sustituido las velas, pero daba la impresión de que la cruz estuviera exactamente en el mismo sitio, como si nadie se atreviera ni a quitarle el polvo. Para ganar tiempo y disimular las prisas de Basterrechea, Gerardo preguntó:
-La imagen de san Antonio es difícil de clasificar, sobre todo por su tamaño. ¿Quién la esculpió?
-Dicen que fue un hermano -respondió fray Lucas-, que tenía esas aficiones, pero no la firmó. Sólo grabó la fecha, 1857.
Impaciente, Arístides Basterrecha no esperó más para preguntar:
-¿Podría ver esa cruz de cerca?
-Se ve muy bien donde está -repuso el fraile.
¿Qué clase de superstición inspiraría la cruz y por qué? -se preguntó mentalmente Gerardo. En voz alta, dijo:
-Fray Luis me dijo el otro día que no creía que fuese de oro, pero yo estoy seguro de que sí lo es.
-¿De oro? -se mofó fray Lucas-. ¿Tú crees que si fuera de oro llevaría ahí los siglos que lleva, mientras el monasterio se derrumba?
-¿Piensa usted seriamente que es de otro metal? -preguntó Basterrechea.
-Por supuesto -afirmó fray Lucas con contundencia.
-Pues está equivocado -afirmó Basterrechea-. ¿Tampoco sabe usted que tiene engarzadas quince amatistas y una esmeralda que valdría por sí sola una pequeña fortuna, si no formara parte de algo tan valioso?
-Creo que te engaña la vista -afirmó el fraile.
-Entonces, sea usted bueno -pidió Martiña con zalamería- y bájela para que la veamos de cerca.
Fray Lucas sonrió a la joven con irresolución. Parecía luchar entre su impulso de satisfacerla y su determinación de no hacerlo.
-Es imposible -resolvió-. Lo más que puedo hacer es traeros una escalera de tijeras, para que subáis uno a uno y la veáis desde su misma altura, pero sólo si me prometéis no tocarla.
Los tres asintieron y el fraile salió en busca de la escalera.
-No sé si pensar que es un tunante -murmuró Arístides Basterrecha-, o un enajenado. ¿Cuánta gente vive aquí?
-Cinco, según creo -respondió Gerardo.
-Tiene que tratarse de eso -comentó Basterrechea-; cinco personas que viven aisladas en un conjunto de edificios que podría albergar a centenares. El aislamiento y la superstición los ha vuelto locos y...
Se detuvo al oír que el fraile volvía con la pesada escalerilla portátil. La escalaron por turno, comenzando por el experto de arte, que volvió a subir después de que tanto Martiña como Gerardo lo hubieran hecho. Lo más cerca que podía arrimarse la escalera a la cruz superaba un metro, por lo que avanzaba la cabeza hacia ella hasta casi perder el inestable equilibrio; permaneció más de diez minutos examinándola. Al bajar, propuso al fraile:
-Diez millones de pesetas. Le haría un cheque en este momento.
La cifra impresionó al monje, pero aunque su expresión denotaba asombro, negó con la cabeza.
-Es imposible... Bueno, a lo mejor podría consultar al superior de la orden, pero sólo si los demás hermanos estuvieran de acuerdo, lo cual creo que no va a ser. Sinceramente, nunca hubiera sospechado que valiera tanto esa cruz que parece hecha de vulgares cristales de colores.
-¿Tiene usted idea de cómo llegó al convento? -preguntó Gerardo.
-Existe una leyenda sobre eso, pero yo tengo la obligación canónica de no creérmela. Tanto la cruz como... otras cosas, llevan aquí desde tiempo inmemorial. De hecho, son en la actualidad, prácticamente, la razón de existir de esta comunidad. Por ello hemos resistido.
Ya no quiso responder más preguntas sobre este asunto. No valieron los interrogatorios directos ni los sesgados, ni las zalamerías de Martiña. Les precedió hacia la salida como si estuviera impaciente por librarse de ellos. Mientras el trío se despedía de él ante la puerta, Gerardo notó que el seat azul estacionado cerca de su coche se ponía en marcha y se alejaba del lugar con prisas. Movido por un pálpito, urgió a sus compañeros que se acomodasen sin tardanza en sus asientos y aceleró a ver si conseguía darle alcance. Fue inútil. Lo había perdido.
El equipo de Teleplanet mordió de nuevo todos los anzuelos y pasó el día explorando pecios que no tenían el menor interés. Dimas sonrió al hacer balance de la jornada, aunque diciéndose que si los rivales habían perdido el tiempo, también su equipo lo había perdido. Por si acaso, no paraba de estudiar cómo terminar la serie a tiempo a pesar de los retrasos
No descartaba que uno de los submarinistas enemigos diera por casualidad con el galeón de la daga, aunque ya sólo se veía un arco de la borda de sólo tres metros de longitud, según el informe de Julio Parada. Un motivo más para forzar la imaginación e idear un método para explorarlo en cuanto llegasen las máquinas sin que los de Teleplanet se dieran cuenta de que estaban trabajando en ese lugar, lo que iba a resultar difícil, por no decir completamente imposible. En cuanto comenzara a trabajar la extractora de arena, enturbiaría la superficie del agua en muchos metros a la redonda.
Esperaba en el vestíbulo del hotel la llegada de Gerardo con el importante consejero de arte, con impaciencia, porque Julia Pertíñez, tras algunas evasivas telefónicas, se iba a encontrar con él esa noche en un agradable pub cercano. Viendo a través del ventanal que Gerardo aparcaba el coche, se dirigió hacia la entrada del hotel para recibir a Arístides Basterrechea.
Mientras aparcaba, Gerardo vio el seat azul parado en la esquina de la siguiente transversal, pero el semáforo que lo retenía se abrió y se puso en marcha. Al notar que iba a perderlo de vista, pidió a Martiña:
-Fíjate en ese coche azul, a ver si puedes ver el número de matrícula y quién lo conduce.
Al tiempo que anotaba el número en un papel, Martiña informó:
-Es una mujer.
-¿Como de treinta y cinco años?
-Creo que sí.
-Quédate con la copla -sugirió Gerardo a su novia mientras subían la escalinata de entrada al hotel-, porque a lo mejor vas a tener que meterte a investigadora privada.
-¡Arístides! -saludó Dimas al consejero artístico-, ¡no sabes cuánto te agradezco que te hayas tomado tantas molestias!
-Visto lo que he visto, no ha sido ninguna molestia venir a Galicia. Me parece que el viaje va a resultar de lo más provechoso.
Aunque la había saludado educadamente tras su llegada al hotel la tarde del domingo, Dimas lanzó una mirada huraña hacia Martiña y, notando Gerardo que no le gustaba que estuviera presente en la reunión, pidió a la muchacha que subiera a la habitación. Los tres hombres tomaron asiento en el salón.
-¿Qué opinas de la daga? -preguntó Dimas-. ¿Es auténtica?
-Sin ninguna duda, pero las circunstancias del hallazgo, que Gerardo me ha descrito minuciosamente, son increíbles.
-¿Te refieres a los símbolos ingleses?
-Sí. Es completamente aberrante imaginar que un oficial inglés, hecho prisionero durante una batalla, tuviera en su poder esa daga con el sello real español. ¿No habéis considerado la posibilidad de que el esqueleto y la daga pudieran estar en el mismo lugar por casualidad?
-No daba sensación de casualidad -dijo Gerardo-. Para sacar las dos cosas, tuvimos que desprender tablas que habían estado muy bien clavadas.
-Lo que es espectacular -dijo Basterrechea- es la cruz. Lo malo es que he sacado la impresión de que tendría que negociar su compra con un grupo de lunáticos. Menudo pájaro es el prior del convento.
-Según tu opinión de experto -preguntó Dimas-, ¿te parece que la cruz y la daga son de la misma época?
-Seguro que sí. Tenemos en la fundación un cáliz y una patena limeñas del diecisiete que, si no fuera muy arriesgado afirmarlo, yo diría que fueron hechas por el mismo orfebre. Tengo que hacerme con ella. Hoy le he ofrecido al prior del convento diez millones y habrá que ir pujando; calculo que la fundación pagaría hasta veinticinco millones.
-¿Has ofrecido diez millones y el monje los ha rechazado? -se asombró Dimas.
-Da la impresión de que fuera una especie de fetiche para la comunidad -informó Gerardo-. El prior ha hablado de leyendas que él no debería creer de acuerdo con las enseñanzas canónicas, pero mi impresión es que las cree.
-Galicia, tierra de meigas -bromeó Arístides Basterrechea.
Aunque absorto en sus propias consideraciones sobre lo que hubiera podido originar la leyenda, Gerardo vio pasar por el vestíbulo de recepción a una mujer que le resultó vagamente reconocible. No podía ser la espía que había sorprendido en varias ocasiones vigilando al equipo, porque ésta tenía el pelo rubio y vestía con mucha mayor sofisticación, pero ¿seguro que no era ella? El pálpito de reconocimiento se acentuó conforme la observaba, hasta que dejó de ser visible cuando se acercó al rincón del ascensor.
Una hora más tarde, en la habitación, Gerardo preguntó a Martiña:
-¿Reconocerías a la conductora del coche azul si la vieras de pie?
-La he visto aquí en el hotel. Me he cruzado con ella por el pasillo, hace un rato.
-¡Carallo, no te digo yo! Pues trata de recordarla con exactitud, porque mañana, si me voy al barco con el equipo, podrías dedicarte a echar un vistazo, a ver si la descubres vigilándonos.
-No seas paranoico, Gerardo.
-Esa tía me huele a chamusquina. Si es la que creo, notó que me había dado cuenta de que nos espiaba, y se ha cambiado el color de pelo y la ropa, y ya no usa gafas. Supongo que se habrá puesto lentillas. Tanto esfuerzo, no puede significar sino que era verdad que nos vigilaba, seguramente para informar a los de Teleplanet. Me jode que haya visto que íbamos al convento.
La pareja cenó aparte. El grupo, con el que tampoco cenaba Dimas, lo hacía en la mesa grande de todas las noches, y todos les dedicaron bromas por no sentarse con ellos. A los postres, ansioso de librarse de la clamorosa compañía, Gerardo propuso a Martiña:
-Vamos a escuchar un poco de música y charlar en algún pub que haya por aquí cerca.
Encontraron uno a pocos pasos del hotel.
-Mira quiénes están en aquel rincón, tan acaramelados -señaló Martiña.
Dimas Outeiro hablaba con la bella espía, ambas cabezas muy juntas, en un rincón discreto.
-Esto es para volverse no paranoico como dijiste antes -susurró Gerardo al oído de Martiña-, sino completamente loco. Ahora, ¿qué hago?
-¿A qué te refieres?
-Desde que empecé este trabajo, Dimas no ha parado de mirarme con mala cara. Lo he visto demasiadas veces a punto de echarme sin contemplaciones, y la verdad es que no sé lo que me ha salvado. Como si no tuviera suficientes motivos para estar mosca, últimamente trata de mantenerme apartado de la ría, como si quisiera evitar que me entere de las honduras de la exploración. Estando en ese plan, ¿con qué cara voy a ir ahora a decirle que se ha ido a ligar a una tía que sospecho que es una espía? Me mandaría a la mierda inmediatamente. Pero esa mujer me huele muy mal, Martiña; cada vez estoy más convencido de que es la misma que he visto rondándonos desde el principio, y que se haya disfrazado tiñéndose el pelo, significaría que es verdad que nos espía. No quiero ni pensar lo que Dimas puede estar largando en estos momentos, porque se vuelve muy locuaz cuando se siente a gusto y alguien se interesa por las pesquisas que lleva un montón de años haciendo sobre el oro de Vigo. Si le digo algo sobre la inconveniencia de que hable con ella, se va a cabrear a tope conmigo, y quién sabe si no aprovecharía la oportunidad y me mandaría al carajo de una vez, de manera que me parece que vas a tener que estar al loro mañana a ver si confirmas que esa tía anda vigilándonos. Además, es necesario que vayas a sonsacar otra vez al prior del convento; ¿te acuerdas de que dijo esta mañana que tenía otras cosas además de la cruz? -Martiña asintió-. Pues quién sabe si no serán, precisamente, las cosas que me darían la clave para lo que llevo trece años intentando, así que es indispensable que consigas hacerle hablar a ver si te dice de qué se trata. No sé cómo carallo te vas a organizar, teniendo que hacer las dos cosas, espiar a la espía y hacer de Mata Hari en el convento.
-No te preocupes, cariño. El día tiene muchas horas y a ese fraile me lo trajino yo en un pispás. ¿No te diste cuenta de cómo se le subían los colores cuando me daba la mano?
-Esperaremos dos o tres días para que no desconfíe, y entonces volverás al convento a ver qué le sacas, pero no te lo trajines demasiado que, a veces, un fraile calentorro puede ser más peligroso que un tobogán de hojillas de afeitar.
De regreso al hotel, Gerardo descubrió a través de las cristaleras del salón que Arístides Basterrechea se encontraba bebiendo un gintonic, solo, en un ángulo del mostrador de la cafetería.
-Carallo, Martiña; me había olvidado completamente de ese tío. Sube a la habitación, por favor, si no te importa, y así tendré una excusa para no quedarme mucho rato con él.
Tras el asentimiento de la joven, fue hacia la cafetería.
-Espero a Dimas, para despedirme -dijo Basterrechea-, porque mi vuelo sale muy temprano. No está en su habitación.
-No creo que tarde. ¿Se marcha usted mañana?
-Es indispensable. Tengo una reunión en Madrid a las doce y media, pero lo más probable es que vuelva aquí dentro de dos o tres días. Me interesan mucho esos objetos que habéis descubierto; mañana hablaré de ellos en la reunión, a ver si me autorizan un techo mayor del fondo que tengo habitualmente para compras urgentes. ¿Querrás hacerme un favor?
-Lo que usted diga.
-No me hables de usted, hombre; está pasado de moda. Aquí tienes mi número particular de teléfono. ¿Te importaría mantenerme al corriente de tus avances en el convento?
Gerardo respondió que sí, aunque no tenía la menor intención de hacerlo.
-Según me ha contado esta noche, por teléfono, un amigo común, Dimas lleva toda la vida obsesionado con este asunto del oro de Vigo -comentó Basterrechea.
-Eso creo -respondió cautelosa y escuetamente Gerardo.
-Tú pareces estar muy bien informado. ¿Crees que está justificada la obsesión de Dimas?
-Hay por aquí mucha gente que comparte no sé si la obsesión, pero por lo menos el convencimiento. En esta zona de Galicia, crecemos oyendo hablar de esa historia.
-No sé mucho al respecto. Quiero decir que, aunque he estudiado minuciosamente el arte de aquella época, nunca me han interesado esa clase de mitos. O sea, que no sé nada del tesoro ni de la batalla.
Gerardo se tomó una pausa para meditar qué decir. ¿Podía convertirse Basterrechea en un aliado frente a la animadversión de Dimas? Tal vez. Le convenía deslumbrarle.
-Se trata de lo siguiente: Entre 1699 y 1702, el Caribe estaba a tope de piratas. Bueno, supongo que siempre estaría igual por aquellos años, pero en esas fechas concretas, las flotas que traían a España el producto del comercio de América no se decidían a volver por temor a las audacias que se tomaban los piratas, que se atrevían a atacar muchos puertos españoles de aquel mar, y llegó a haber tres flotas completas surtas en La Habana, con todos los almirantes acojonados. Cuando a Felipe V lo coronaron rey, se enteró de que no había un duro en sus arcas y, una vez que le informaron del porqué, pidió ayuda a su abuelo el rey de Francia, Luis XIV, que, más tunante que el hambre, se la concedió, aunque da la impresión de que tenía el propósito de quedarse no con la parte que le había ofrecido su nieto, sino con todo. Como resultado de ese supuesto favor del rey de Francia al de España, la armada francesa cruzó el Atlántico con el mandato de proteger a las tres flotas que aguardaban soluciones en Cuba.
-¿Existen datos oficiales sobre lo que se había acumulado allí después de tres años de espera? -preguntó Arístides, con expresión encandilada.
-Para que te hagas una idea, la última flota que había conseguido cruzar el Atlántico, en 1698, trajo cuarenta y cinco millones de piezas de oro de a ocho, según los documentos oficiales.
-¡Qué barbaridad!
-Pero esta cantidad que te parece bárbara no podía ser más que una mínima parte, porque todos los testigos contemporáneos aseguran que sólo se consignaba en los manifiestos de carga una pieza de cada diez, así que hazte una idea.
-¡Increíble! Entonces, los barcos de 1702 traerían oficialmente... unos ciento cuarenta millones de doblones de oro.
-Hay datos de las riquezas que habían amontonado en los fortines de La Habana, aunque los historiadores especulan con que son cálculos muy alejados de la realidad, porque entonces el rey de España era el más engañado y estafado de los españoles. Pudiera ser que lo que cruzó el Atlántico, protegido por los franceses, fuera diez o quince veces mayor de lo que decían los manifiestos oficiales de aquellos barcos. Comprenderás que hablo del oro, las joyas y las piedras preciosas, y no de las otras cosas voluminosas que cargaban. Podríamos estar hablando de mil millones de doblones.
-¿Cómo fue la batalla?
-No podían ir a Cádiz, porque el rey de Inglaterra había invadido Andalucía, y decidieron refugiarse en Vigo. Cuando llegaron, quisieron descargar, pero las leyes de la época lo prohibía; había que descargar en Cádiz, y como los magistrados de la Casa de Contratación de Sevilla eran tan corruptos y mentían tanto, sacaron las uñas, seguramente temerosos de que se descubriera que todos los documentos estaban falsificados, y se negaron con ahínco a que descargaran nada aquí. Suponte tú, diecinueve barcos cargados hasta la bandera de riquezas, quietos, y toda Europa sabiéndolo y pendiente de lo que iba a pasar. Unos días más tarde, las flotas españolas y la armada francesa se encontraron con que una armada mixta de ingleses y holandeses se enteró del cambio de rumbo y vinieron corriendo en busca del tesoro. Se armó un follón en la ría de Vigo de la de no te menees. Los barcos franceses no sirvieron de nada y dicen que los españoles hundieron muchos de sus propios galeones para que los ingleses no se apoderasen del oro, y los ingleses juran por la madre que los parió que consiguieron robarnos casi todo, pero ninguna crónica oficial de lo rescatado se aproxima ni de lejos a lo que consignaban los registros.
-¿Qué dicen esas crónicas?
-Los ingleses afirman que se apoderaron de cinco millones de doblones de oro y a Madrid consiguieron llegar seis millones seiscientos mil, y más o menos lo mismo, a París.
-Comparativamente, parecen cifras insignificantes.
-¡Ya te digo! Sin contar lo que escondían los oficiales de los barcos ni lo que no se pudieron llevar los ingleses en ningún caso, nos quedan mucho más de cien millones. A tenor de esas cuentas, habría toneladas de oro en el fondo de la ría, enterrado por el fango de tres siglos y te hablo sólo del acuñado en monedas, no de lo que traerían en lingotes, y siempre según sólo los datos oficiales. Hazte una idea. Si descontamos la plata, que se corroe mucho en el mar, puede haber todavía verdaderas barbaridades de oro y piedras preciosas esperando que alguien los encuentre.
Arístides Basterrechea bebía absorto sus palabras, fascinado.
-Oye, Gerardo, ¿tú eres, simplemente, un submarinista? -preguntó con incredulidad.
-Bueno, verás; esto es un chanchullito de verano, para sacar unas pelas. Soy licenciado en filología inglesa y mi intención es enseñar más adelante, cuando cumpla... unos treinta años.
-Eso tiene más sentido. Me asombra la claridad, los datos y la coherencia con que me cuentas esa historia. Por lo que veo, Dimas se rodea de gente muy preparada; así se explican sus éxitos en la televisión.
Gerardo sonrió. Sin pretenderlo, Arístides Basterrechea iba a convertirse en su aliado cuando le elogiase ante Dimas.
Irresolución
El Bezmiliana y los demás navíos llevaban más de dos años en La Habana a causa de la irresolución de los almirantes, a quienes se habían sumado los de dos nuevas Flotas de la Plata, las de 1700 y 1701. Corría 1702 y el río de oro que antaño fuera el océano Atlántico se había secado, represado el río en el Castillo de la Fuerza y otros fuertes habaneros, donde crecía de tanto en tanto el tesoro que, a juicio del maese, era el mayor que la mente más calenturienta hubiera podido imaginar a lo largo de toda la Historia.
Hablaban de prudencia y cautela, pero todos los argumentos le sonaban a maese Rinaldo a cobardía o, cuando menos, a pusilanimidad. Los sentimientos y conductas parecían transformarse bajo el calor pegajoso, siempre insoportable, o bajos los torrentes abrumadores de la temporada de lluvias que dejaban la vida en suspenso. La sensualidad que flotaba en el aire, los colores de los pájaros, la exuberancia vegetal y el destello somnoliento del sol frecuentemente velado por la calima húmeda, habían acabado por insuflar a los marinos, residentes provisionales, la misma molicie y la despreocupada sandunga que caracterizaba a los habaneros. Simulaba ignorarlo, pero entendía ya perfectamente el castellano musical que usaban; su fino oído, que tanto había tenido que entrenar en las misiones por ciudades europeas, le permitía escuchar conversaciones que sus protagonistas no querían ni debían permitir que fuesen oídas, aunque, no obstante, con su modo bullanguero de dialogar, no mostraban la debida precaución; acechando parloteos ajenos, había comprendido que La Habana era el foro más clamoroso de las habladurías, los chismes, la difamación, la calumnia y las componendas que debía de existir sobre la faz de la Tierra. Contagiado del ambiente jaranero, intrigante y malediciente, don Francisco iba camino de malograr el espléndido futuro que le había vaticinado al principio y él mismo no estaba ya demasiado seguro de sus propias facultades. Ante la indiferencia de los mandos del Bezmiliana, y confiando en la vigilancia más o menos permanente de los muelles que para él realizaba don Francisco, recorrió los alrededores de La Habana al comienzo con curiosidad e interés de científico y, más tarde, y a su pesar, con verdadera fruición de holgazán negligente, abandonado a la voluptuosidad y desentendido pecaminosamente del rigor que exigía la Orden.
Un día, junto a la desembocadura de un río increíble, que llamaban Boca Jaruco, mientras nadaba y buceaba en el agua que parecía cristal etéreo, creyó sufrir una alucinación; una mujer de edad que no fue capaz de determinar se encontraba de pie, semidesnuda, en una roca de la ribera donde el bosque llegaba al mar. Tenía el larguísimo cabello negro engalanado con hibiscos de varios colores y había muchos pájaros a su alrededor, inmóviles como si posaran en un cuadro de Venus, unas aves pequeñas de alas listadas de blanco y negro que parecían formar un nimbo envolviendo a la mujer de piel morena y ojos oblicuos. Ella le miraba asombrada como si él le pareciera tan insólito como ella le parecía a él. Maese Rinaldo permaneció unos instantes dando brazadas, flotando sin desplazarse, contemplándola en espera de que se desvaneciese, pero ella sonrió y le indicó con la mano que se acercara. Relajadas sus reservas habituales y sin recordar que estaba completamente desnudo, obedeció como si algo hubiese anulado su voluntad. Emergió sin esfuerzo en la misma roca que ocupaba ella, que al instante acarició su pelo amarillo con expresión de incredulidad. Intentó tocarla, pero ella se retiró un poco sin descomponer la sonrisa ni desviar la mirada. Sin decir nada, le indicó con un gesto que la siguiera mientras los pájaros de alas listadas emprendían el vuelo.
El angosto sendero atravesaba el denso matorral de la orilla, donde abundaban las plantas carnívoras, y, más allá, una faja boscosa invadida de bejucos que colgaban laberínticamente de árboles semejantes a cedros, ficus, extraños pinos y palmas que parecían helechos pintados por un artista trastornado. Más adelante, se abrió ante ellos un espacio despejado donde se balanceaban palmas gigantescas movidas por la brisa, en cuyo centro había una cabaña circular. Contoneando las redondeces ebúrneas casi descubiertas que al maese le parecían irresistiblemente atractivas, la mujer le indicó que entrase cuando ella lo hacía. Ocupaba gran parte del interior un altar engalanado de flores muy aromáticas iguales que grandes jazmines y azucenas, dos puñales ensangrentados, una jarra de cristal tallado y multitud de velas encendidas ante varias imágenes que algunas parecían católicas. La mujer entonó una salmodia en un idioma desconocido al tiempo que vertía parte del contenido de la jarra en una taza pequeña de peltre, que ofreció a Rinaldo. Vulnerando todas las cautelas en las que había sido educado, ni siquiera examinó el contenido de consistencia lechosa y lo sorbió de un trago; sabía a flores de naranjo y licor monacal, a especias de la India y elixir celestial, a hierbas de montaña alpina y néctar del Olimpo. Tras observarlo con mucha concentración mientras se él relamía los labios, sonriendo y con un extraño fulgor en la mirada, la mujer se acarició los turgentes y apenas velados pechos y volvió a murmurar sus letanías mientras sacaba una gallina de una especie de jaula de ramas entretejidas donde había cinco más; le indicó que se arrodillase y una vez postrado, lo que en otro estado él -y cualquiera en la Orden- hubiera considerado blasfemo y suicida, ella tomó uno de los puñales viéndolo Rinaldo aproximarse a sus ojos sin prevención ni temor, ni gesto autodefensivo alguno. De un tajo certero, la mujer degolló a la gallina y vertió la sangre sobre la cabeza de maese Rinaldo y el mundo se tornó rojo, fragante y celestial mientras él levitaba, desprovisto por completo de carne mortal. Lo que siguió no fue capaz de evocarlo jamás con nitidez, porque se mezclaban las imágenes en su recuerdo como un tumulto de delirios y gozos inconexos e imposibles; risas benevolentes y cómplices de un lascivo e hipersexuado Baphomet bajo humaredas carmesíes; Venus enjoyada de medias lunas blancas y negras introduciéndose bananas descomunales en la vagina; y él, raptado eternamente por un torbellino de placeres que nadie podría disfrutar, sin perecer, tanto tiempo como él creía haber permanecido en el arrebato.
Despertó junto al lío de su ropa, a la sombra de un espectacular flamboyán amarillo. No había rastros de la mujer ni de los hibiscos, ni de los pájaros, ni consiguió reencontrar el claro poblado de palmas.
A partir de ese día, regresó muchas veces a la pequeña ensenada de Boca Jaruco a ver si volvía a verla. El pesar por no lograrlo y el tedio de la espera inútil, le hicieron recuperar el interés por la observación de la flora y la fauna, tan sorprendentes, y, con ello, su dedicación a la postergada misión.
Los dimes y diretes que recorrían los muelles y las tabernas describían las incursiones de los piratas como si estos fueran el poder más invencible del mundo. Todos narraban historias de violaciones y crueldades inauditas, de rapiñas incalculables, de incendios de iglesias y exterminio de clérigos, de violaciones de monjas y de niños, de ríos de sangre derramados en numerosas fortificaciones españolas de las Antillas, incluso en algunas muy cercanas a La Habana, y nadie parecía extrañarse porque el imperio más extenso de la historia temblara ante unas cuantas partidas de facinerosos. El imperio donde no se ponía el sol era ensombrecido a diario por unas pocas banderas negras.
Maese Rinaldo bebió un sorbo de coco y ron al tiempo que se enjugaba el sudor. Dos años de inactividad, de anulación, mientras su ánimo iba debilitándose por las dudas. Comenzaba a recuperar el alerta, como si el hechizo inspirado por la molicie, la sensualidad del clima y los placeres estuviera perdiendo fuerza, y volvía a temer la posibilidad cierta de morir. ¡Cuánto debería justificarse y pedir perdón ante el gran Maestre si conseguía volver a postrarse ante él!
Sus ojos fatigados vieron recortarse una conocida silueta en el contraluz de la entrada del mesón de Los Mangos. Don Francisco debía de traer buenas noticias, a juzgar por su semblante. Desde que lo conociera tres años antes, habían desaparecido de su rostro y su figura los residuos de adolescencia que aún conservaba entonces, y ahora era ya un adulto, condición que reforzaba deliberadamente no sólo con el bigote y la perilla que se había dejado crecer a imitación del maese que tanto veneraba, sino con su porte, cómicamente ampuloso a ratos, pero siempre dignísimo.
Sólo después del examen de su pupilo, se percató maese Rinaldo del personaje al que precedía. Al identificarlo, anticipó que tres años de zozobra podían estar a punto de acabar. Se estremeció hasta el extremo de que su garganta estuvo a punto de romperse en un grito desgarrado de júbilo, que consiguió contener. Conocía a Adolpus de Athenry desde que éste era un niño. Ahora debía de estar ya muy próximo a cumplir treinta años, pero su aspecto era el de alguien muy viejo que acabara de salir del infierno. Demacrado como si hubiera ayunado durante meses, sus ojos apenas brillaban, pero refulgieron al cruzarse con los suyos.
-Adolphus... -murmuró más que saludó.
El hombre de pelo rojo y delgadez esquelética le tendió ambas manos.
-Saltó a tierra desde el navío en cuanto me descubrió en el muelle con el broche de plata en el pecho -se ufanó don Francisco.
Maese Rinaldo apenas le oyó. Detestaba exteriorizar sus emociones, y mucho más ante don Francisco, pero estaba convulsionado.
-Suponía que habías muerto -dijo Adolphus.
-En las peores adversidades, sólo mueren los que no tienen verdaderas ganas de vivir. Pero como dijo Santo Tomás de Aquino, “la debilidad de los fuertes es que no saben resistir; saben buscar el éxito, pero no hallan qué hacer con un fracaso”; tal me ocurre, Adolphus querido, pues siento como un inmenso fracaso esta prolongación insoportable de una misión que debió durar seis meses tan sólo. ¿Qué sabes de Julius y de Alcibiades?
-Julius partió de Cádiz en la segunda flota de 1699 y Alcibiades, en la de 1700 -informó Adolphus con alarma en los ojos-. ¿No se pusieron en contacto contigo?
-Nunca llegaron a La Habana...
-¡Muertos!
Mientras trataba de imaginar las circunstancias en las que sus dos fratres podían haber sido asesinados o ejecutados, y se preguntaba qué habrían revelado sobre él durante las sesiones de tortura, se dio cuenta de que don Francisco les miraba con expresión contrariada.
-Perdonadnos, don Francisco. Maese Adolphus apenas conoce el latín y comprenderéis que, tras una tan larga espera, tenemos mucho de que hablar.
-¿Deseáis que me ausente?
-No es necesario; bebed con nosotros si os place; sólo me preocupa que podáis sentiros relegado porque hablemos una lengua que no podéis entender.
-¿Cuál es?
-Un idioma ancestral que muy pocos en el mundo conocen. Ya os hablaré de él y, ahora, disculpad, porque necesito saber qué ha pasado en Europa desde nuestra partida.
A pesar del entusiasmo por la llegada de su amigo, Rinaldo no conseguía librarse del sentimiento de culpa por los riesgos que don Francisco corría sin saberlo. Le sonrió con ternura antes de preguntar a Adolphus:
-¿Sabes si mis cuatro misivas de 1699 llegaron con bien a sus destinatarios?
-Como puedes imaginar, sólo tengo certeza sobre dos, puesto que se me requirió para descifrarlas. De las otras dos, apenas puedo aventurar que sí llegaron con bien, aunque, como sabes, las cosas han cambiado en la corte de Madrid de manera gravemente perjudicial para nosotros.
-¿Y qué comentan allí sobre la irresolución de los almirantes, que no se deciden a emprender el retorno?
Antes de responder, Adolphus consultó un legajo que extrajo del zurrón.
-¿Es verdad que el acoso de los piratas es tan insuperable... o les mueven a los almirantes otros motivos para el retraso? ¿Cuestión de lealtades dudosas?
-Del acoso pirata, tú y yo podemos suponer que es verdad. De lo que ya no estoy tan convencido es de que sea de veras insuperable. En los dos años que llevamos en La Habana, he visto partir muchas expediciones de naves que iban a tratar de vencer el bloqueo, pero, Adolphus, por inconcebible que te parezca, salían pertrechados como para un pacífico viaje de exploración, no para librar batallas, porque los navíos fueron desarmados hace tiempo con objeto de cargar más oro y ni siquiera se tomaban el trabajo de rearmarlos aunque, antes de tales incursiones, depositaban la carga en los fuertes. Siempre volvían alardeando de haber hundido tantos o cuantos navíos piratas, pero la verdad es que si sumáramos los que decían, no quedarían piratas en el mundo.
-¿Crees, pues, que existen otros motivos para no levar anclas?
-Las intrigas son numerosísimas. No hay en La Habana un capitán que se fíe de otro capitán ni un almirante que no recele de los demás almirantes. Todas las semanas se celebran juicios por traición con las acusaciones más peregrinas que imaginar puedas, cuando, en verdad, lo que pretenden los miembros de los jurados eliminando a sus competidores es acrecentar sus cuotas en el reparto. Porque, como sabrás por las misivas que descifraste, la mayor parte del oro y las gemas no está consignada en los registros. Sólo una parte por cada siete u ocho.
-¿Tanto se queda en el camino? ¿Y dices que acusan y condenan para aumentar los cupos?
-Sí, Adolphus. He visto tantas ejecuciones, que se me han agotado las plegarias. ¿Qué se dice en el continente al respecto?
-Que se hayan agrupado en La Habana las flotas de tres años -respondió Adolphus-, es una situación con escasos precedentes, que está originando gravísimas consecuencias en Europa. Corren vientos de guerra, Renald, pero no escaramuzas como las que ahora libra el nuevo rey de España en defensa del Milanesado y Nápoles, sino algo mucho más terrible, una contienda universal, porque, como sabes, no son las arcas de Madrid adonde llega el oro español, sino a las de los demás reinos a través de los aranceles que pagan los comerciantes de Londres, París o La Haya, pues son los mercaderes de toda Europa, y no los españoles, los que dominan las transacciones de la Casa de Contratación de Sevilla. Ese oro es la grasa que permite funcionar los engranajes de la política europea. Ahora, habiendo pasado tres años sin que llegue a Cádiz ninguna Flota de la Plata, las arcas de Madrid están completamente vacías, pero también las de Inglaterra y Francia e inclusive las del emperador Leopoldo. Sería inútil describirte las intrigas que se suceden entre las cancillerías. Cualquier alianza es ahora imaginable, y cualquier enemigo es posible, todos contra todos o todos contra España, porque los reyes están al corriente de lo que aquí en La Habana aguarda para cruzar el océano. De reino en reino se disfraza la codicia con proclamas patrióticas y hasta en Roma se viste la avaricia de santidad. Tú has asistido al proceso de acumulación de riquezas desde el comienzo, Renald; ¿de qué magnitud calculas que se trata?
Maese Rinaldo miró a don Francisco, que bajó los ojos como si quisiera no hacerle sentir culpable por mantenerlo en la inopia.
-La magnitud es incalculable, Adolphus. Los tesoros de ensueño de todas las fábulas se han materializado en La Habana. Nunca en la historia del hombre se ha reunido un tesoro igual y no creo que nunca vuelva a reunirse. ¿Qué puedes contarme sobre Felipe V?
-Fue coronado a los diecisiete años y es nieto de Luis XIV, ¿qué crees que puedo contarte? Es un pelele bajo la férula del rey de Francia pero, además, es un pelele frustrado, porque él ambicionaba el trono de su abuelo. Ahora está en Italia, guerreando, convencido de que es la reencarnación de Carlomagno, y ¿sabes quién gobierna el reino de las Españas en su nombre?
-¿El Almirante de Castilla? -aventuró Rinaldo, esperanzado.
-No, Renald. Ha dejado al frente del gobierno a su esposa, Gabriela de Saboya, una niña de quince años; imagina cuánta prudencia y astucia podrá desplegar. El nombre de España se va a disolver entre los barros de la historia y el imperio va a convertirse en una provincia francesa, y no sé qué se podría hacer para evitar que, de seguida, Francia se adueñe de toda Europa -Adolphus hizo una pausa y, a continuación, sonrió antes de preguntar: -¿Cómo diantres has conseguido sobrevivir en este avispero, Renald?
-En no despreciable medida, gracias a este joven -señaló a don Francisco-, que me ha evitado ponerme en evidencia más de lo indispensable.
-¿Quién es?, ¿puedes de veras confiar en él?
-Creo que no completamente. Si conociera el alcance verdadero de nuestra misión, es posible que decidiera matarme, pero no sabiéndolo, su lealtad es inquebrantable. Se trata de un hombre con grandes cualidades. Me ha demostrado su apetito de conocimientos y podría, con el tiempo, ingresar en la Orden, pues su afición por mí le ha situado en el sendero del saber.
-Sería maravilloso. Necesitamos jóvenes valerosos.
-También me ha ayudado a mantener mi integridad el haber ganado el favor del almirante de la primera flota.
-Eso es formidable. ¿Has utilizado con provecho tal favor?
-Sí.