Novela aún inédita. Os ofrezco las primeras páginas de la que considero la novela más elaborada e importante de mi carrera.
1999
El día que Carlos Alfaro decidió quedarse ciego, dio por resuelta la duda.
Había titubeado hasta la agonía durante cinco meses. Temía tanto no hacer nada como decidirse de una vez. Si no actuaba, los obstáculos que lo cercaban llegarían a ser insuperables y el miedo anularía para siempre su capacidad de rebelión; también le aterrorizaba actuar, pero al menos conseguiría sentirse poderoso. Si lo hacía por fin, si llegaba a ejercer la única facultad que dominaba todavía, podría mirar de nuevo dentro de sí con el orgullo recuperado, porque volvería a considerarse plenamente hombre aunque hubiera inutilizado el más importante de sus sentidos.
Esa mañana, había abandonado otra vez la cola del comedor de beneficiencia, espantado por la mugre y el abatimiento de las personas que le precedían. Luego, martirizado por los retortijones de su estómago vacío, se había sentado a llorar en un banco de la plaza de Benavente. El pudor y la contención de su carácter, tan proverbiales y destructivos en el pasado, no le bastaron para reprimir ese llanto con el que sentía que estaba haciendo el ridículo. Sabía que tenía la cara roja de vergüenza y aun así fluían las lágrimas por su rostro, incontenibles, atrayendo hacia él miradas que aumentaban el sonrojo, compasivas algunas pero molestas y reprobadoras las más.
Una anciana, al pasar, echó a sus pies una moneda de veinte duros. Carlos tardó unos segundos en comprender que se trataba de una limosna, y empleó unos pocos más en la lucha consigo mismo sobre si debía o no recoger el reluciente y tentador disco dorado, con el que podía pagarse un café con leche y, acaso, un pedazo de pan. Pero al ir a agacharse para recoger la moneda, cayó repentinamente sobre sus hombros el peso de su biografía y le dio un puntapié, con el que rodó hacia un alcorque. Pensó en el último de los regalos de Yolanda que había rechazado. ¿Cuántos millares de monedas como ésa habría pagado su ex esposa por aquel ostentoso diamante de dos kilates?
Echó a andar sin ver la plaza de Santa Ana ni la calle del Príncipe. Cruzó la hermosa y recoleta plaza de Canalejas con el semáforo en rojo, entre bocinazos e improperios que no oyó, porque no conseguía escuchar más que los lamentos de su alma y tenía los ojos irritados por el llanto; casi no veía, o no quería ver.
Cuando afirmó ante sí mismo la resolución irrevocable de convertirse en ciego, tenía delante uno de los paisajes urbanos más hermosos que conocía, el que se abre en Madrid al bajar la suave cuesta de la calle de Alcalá hacia la Cibeles, donde, enmarcada entre las siluetas del Banco Central y el Banco de España, resplandecía en aquellos instantes la plaza con el edificio de Correos y el Palacio de Linares, rematada al fondo por la Puerta de Alcalá embrujada por el contraluz del sol a esa hora de la mañana.
Empujado por sus errores y fracasos y por la imposibilidad de seguir adelante, iba a negarse a sí mismo ese esplendor dentro de muy poco, en cuanto reuniera valor y descubriera el medio más eficaz.
Sintió un mareo, como si las entrañas quisieran salir de su cuerpo. No se trataba de pánico por la decisión que había tomado; el mareo, una especie de colapso de sus facultades y un cortocircuito de cuanto podía crear su mente, era por algo tan prosaico como el hambre de cinco días. Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol. No sabía si había cerrado los ojos o si ya se había producido espontáneamente la ceguera a causa del ayuno, pero sí advertía que más allá de sus pupilas sólo había oscuridad, una bruma densa teñida de púrpura.
Y en ese púrpura sin contrastes ni matices, un torbellino turbio donde con los dolores y terrores presentes se mezclaba la memoria confusa de inquietantes ritos animistas del pasado, en los que la gente, casi todos mulatos aunque también había españoles y otros europeos, fingían o creían sinceramente que eran poseídos por espíritus irredentos. Bailaban una danza arrebatada por el alcohol y el humo de enormes cigarros puros y gritaban o gemían como si fuesen de verdad almas en pena en espera de redención. Y en el horror púrpura, densamente teñido de sangre seca, la sarta interminable de sus propias equivocaciones.
Le tomó muchos minutos recuperarse.
Poco a poco, después de pasar como un torbellido por esa bruma enrojecida casi treinta años de risas y lágrimas, las piernas volvían a sostenerlo y de nuevo había claridad más allá de sus párpados.
Al abrir los ojos, lo primero que vio fue la palabra "Brasil", impresa en un cartel de propaganda de una modesta agencia de viajes que estaba sujeto con cinta plástica al tronco del árbol. Como le pareció un sarcasmo, sonrió con amargura.
I 1968
La salida de España treinta años antes, había sido impremeditada. A punto de aprobar el primer curso de arquitectura, las algaradas estudiantiles de mayo de 1968 lo pillaron en el meollo de una manifestación que iba a terminar en Moncloa, pero que acabó en la propia Ciudad Universitaria, con numerosos heridos entre estudiantes y policías, muchos detenidos y un Carlos Alfaro fugitivo.
Carecía de convicciones políticas, pero se le atragantaban las cortapisas a su libertad de expresarse. Desconocía otro estilo de vida puesto que pertenecía a una generación nacida bajo la dictadura, carente de nociones de la vida en libertad y acostumbrada a obedecer sin rechistar. Su rebeldía no la inspiraba una familia disidente ni la elaboración intelectual; era la intuición la que le sugería que tenía derecho a opinar y discrepar, conforme iban creciendo sus conocimientos y aumentaba el desagrado por la pasividad que observaba alrededor.
Acudió a la manifestación asombrado de su osadía, con el ánimo de quien va a una gira campestre. Los corros en los pasillos se formaron sin que nadie los convocase y tenían aire de fiesta, como si los estudiantes acabaran de aprobar un examen y quisieran celebrarlo. Salieron al campus con la misma actitud con que festejaban el paso del ecuador durante el bachillerato, con las mismas caricaturas y humoradas escritas a mano en cajas de embalar desplegadas, con los mismos lemas resueltos en pareados y estribillos chistosos. Empujado por el entusiasmo de sus compañeros de facultad, la estatura descollante de Carlos y su voz atronadora mientras coreaba las consignas le atrajeron la atención de Amancio Prados, que lideraba la protesta, y se encontró en la cabecera cuando el grupo alcanzó la barrera formada por la policía.
-Aguanta, Carlos -le aconsejó Prados, que antes nunca le había dirigido la palabra a causa de su juventud, discordante con la edad media del curso-. Los grises no van a atacarnos. Hay entre nosotros demasiados niños bien.
"Niño bien", hijo de padres acomodados y afectos al régimen franquista, cosa que Carlos no era. Primogénito de una familia que sobrevivía con apuros, había conseguido ingresar en la universidad gracias a una beca ganada de manera arrolladora, tras un bachillerato plagado de sobresalientes y en el que había llegado a aprobar dos cursos en uno. Se la otorgaron poco después de cumplir diecisiete años, caso que destacó el periódico toledano en una nota. Ahora, a veinte pasos de la formación policial, sabía que arriesgaba el porvenir, porque perdería la beca si su participación en los desórdenes llegaba a oídos del decano.
Vio en los ojos de un policía joven que la línea de uniformados iba a cargar contra los estudiantes. Eran unos ojos luminosos, muy hermosos para su temperamento artístico, verdes y luminosos como si los hubiese pintado Julio Romero de Torres. Ignoraba por qué fueron aquellos ojos verde-dorados los que atrajeron su atención, tal vez había en ellos un brillo de odio un poco más intenso que en los demás. Su mirada, esa mirada que treinta años más tarde se dispondría a velar voluntariamente para siempre, entabló un diálogo inconsciente con la del joven policía antes de verlo arremeter contra él blandiendo el fusil.
-¡Sal echando leches! -oyó que le gritaba Amancio Prados.
Pero estaba paralizado por la mirada. El policía le había elegido a él como objetivo, sin duda. Iba a recibir en el rostro un golpe con la culata del arma, un golpe que lo derrumbaría en el suelo y al que seguirían muchos otros. No había peleado nunca con sus compañeros de juegos infantiles, carecía de experiencia para la lucha cuerpo a cuerpo. El instinto de supervivencia le permitió eludir la primera embestida. El joven policía trató de machacarle la cara con la culata y, perdido el equilibro por la finta de Carlos, estuvo a punto de caer al suelo. Ahora, el furor impreso en su rostro era mucho mayor. Se lanzó contra Carlos con expresión enajenada y el fusil dispuesto para chocar contra su vientre. Carlos encontró la agilidad necesaria para eludir otra vez la acometida y aprovechó el desconcierto y la nueva pérdida de equilibrio del policía para arrebatarle el fusil. Durante unos segundos que parecieron horas, Carlos Alfaro se preguntó qué hacer a continuación.
Un arma en sus manos, cuyo peso era inmenso. Nada en el transcurso de sus casi dieciocho años le dotaba de referentes para el uso de un arma. La modesta economía de su padre no era el marco apropiado para desarrollar la afición por la caza, tan extendida por las cercanías de su ciudad, y nunca había tenido cerca ni siquiera una escopeta. Jamás había cogido un fusil, ignoraba cómo funcionaba, sólo tenía idea de su potencia letal. Sintió pavor.
Todo se desarrollaba como en una película a cámara lenta. La fiesta había pasado de la comedia al drama, los estudiantes corrían entre gritos ensordecedores, los policías gritaban también. Había cuerpos caídos en el pavimento. Sonaban disparos que sobresalían del estruendo de las voces. Más allá del policía, Carlos vio la sangre que brotaba del hombro izquierdo de Amancio Prados, caído en el suelo y retorciéndose por el dolor mientras su voz y su mirada como un alarido le pedían a él, expresamente a él, que lo sustituyese en el liderazgo, que se convirtiera en adalid de los estudiantes desarmados contra la sinrazón de un grupo armado que parecía dispuesto a masacrarlos. El alud de odio que lo envolvía forzó la voluntad de sus manos, fue el odio que solidificaba el aire lo que movió hasta la horizontal el fusil en el momento que el policía, casi tan joven como él, se lanzaba a recuperarlo. En estado de trance, sintió que el cañón detenía la embestida y la detonación reventaba la tela del uniforme, se hundía en la carne y abría otra fuente roja, más que el hombro ensangrentado de Amancio Prados, que le gritó desde el suelo:
-Vete, Carlos. Lo has matado, te van a linchar. ¡Escapa!
Como si el acero estuviera al rojo vivo, tiró el fusil y abandonó a trompicones el pequeño parque, deambuló por la calle Princesa y la Gran Vía aplanado por el terror, recorrió varias veces la calle Mayor con un vendaval en la cabeza, jadeó cuesta abajo en Lavapiés como si subiera las cumbres de Sierra Nevada y cuando, muchas horas más tarde, reunió ánimos para volver a la pensión, entró subrepticiamente y se encerró en el dormitorio intentando librarse de la parálisis del pulso, absorto en el momento inminente en que sería encerrado en la cárcel por asesinato.
El periódico de la mañana siguiente no mencionaba la muerte del policía. Dedicaba unas líneas a los "desórdenes organizados por el comunismo internacional" sin referirse en concreto a los del día anterior, pero la llegada de dos inspectores que acudieron temprano a interrogar a los alumnos le convenció de que el policía había muerto y alguien lo delataría. Aconsejado por sus condiscípulos, escapó de la facultad; tomó el tren para Toledo, le contó a su padre lo ocurrido y éste fue al banco, extrajo todos los ahorros que tenía en la libreta y esa noche volvió con él en taxi a Madrid.
Su padre le dijo en el aeropuerto:
-Tienes un primo en Brasil -le entregó un papel con la dirección escrita-. Él te ayudará hasta que sepamos qué hacer.
Para abandonar España inmediatamente, sin dar tiempo a que comunicasen su nombre a los funcionarios de fronteras, no esperó el vuelo directo a Río de Janeiro que salía horas más tarde. Tomó uno que lo llevó a Bogotá, donde consiguió enlazar con otro que, en vez de a Río de Janeiro, se dirigía a São Paulo.
Se trataba del vuelo Los Ángeles-Ciudad de México-Bogotá-São Paulo de la compañía brasileña VARIG. Aturdido por el giro imprevisto de su vida y ansioso de evasión, Carlos se asombró de lo fácilmente que comprendía el portugués que hablaba la azafata, aparentemente lleno de palabras españolas, y lo comentó con el hombre que viajaba a su lado, que le aclaró:
-Te parecen palabras españolas, pero todo lo ha dicho en portugués.
-¿Está seguro?
-Sí. Soy profesor de español en la universidad paulista.
-Pero... entonces, el portugués es casi igual. Sólo varía el acento.
-El acento brasileño es más inteligible para un español que el de Portugal. Nosotros estamos rodeados de países que hablan español y hasta tenemos que dar en la universidad muchas clases con libros en español, porque la industria editorial en portugués es modesta. La influencia de tu idioma es fuerte en mi país; toda la gente culta se maneja bien en español y nuestros cantantes graban con frecuencia canciones mexicanas, españolas o argentinas. Además, las raíces de las dos lenguas son las mismas; hablamos idiomas mucho más semejantes entre sí que otras lenguas latinas, como el italiano o el francés.
-Éso es evidente -concordó Carlos-. Nunca había comprendido con tanta facilidad a gente que utilizara un idioma extranjero.
-Hablas un español muy bueno. Sé de lo que hablo porque he estado tres veces en España. Me llamo Milton, ¿y tú?
-Carlos.
-¿A qué vas al Brasil, Carlos?
Éste examinó a su vecino de asiento. Tenía unos treinta y cinco años y aspecto distinguido. Su condición de profesor de español y las visitas a España eran datos que le hacían temer que simpatizara con el franquismo. Todavía aplanado por el horror de haber matado a un policía el día anterior, creyó peligroso hacerle confidencias.
-A buscar trabajo -respondió.
-¿Tan joven?
-Mi familia tiene dificultades. Y, además, me atrae la aventura.
-Tú no tienes aspecto de aventurero ni de emigrante. Los españoles que viven en el Brasil son en su mayoría personas menos cultas que tú. Estoy seguro de que no te resultaría difícil abrirte camino en tu país.
-Es que... -Carlos forzó la imaginación-, me he metido en un lío. Una chica dice que la he dejado embarazada, pero estoy seguro de que no fui yo. Nunca lo hice con ella.
Milton sonrió.
-Eso sí tiene sentido. ¿Qué clase de trabajo crees que podrías hacer en el Brasil?
-No lo sé. Estudio arquitectura.
-Entonces, sabrás dibujar… ese talento puede ser tu salida. Dibujar es una de las pocas cosas que se pueden hacer sin dominar la lengua del país donde trabajes. Yo asesoro a una empresa de publicidad muy importante de São Paulo, adaptando al español las campañas para países hispanos. Puedo hablarles de ti.Pero te conviene conocer algunos trucos para aprender a desenvolverte en portugués cuanto antes. La sintaxis es semejante a la española, los verbos son casi los mismos y sólo difieren algunos tiempos. Casi todo el vocabulario es idéntico, con un porcentaje de excepciones que no llega al veinte por ciento. Para reconocer las palabras, fíjate en los matices o en algunas diferencias mínimas. La hache española se convierte en una efe en el portugués, la jota pasa a ser una elle, que se representa con una ele y una hache, y muchas palabras que en español acaban en "ción", acaban en portugués con la sílaba "ção", que se pronuncia "saon" con la ene muy nasal.
Milton mantuvo durante el resto del viaje un tono igual de didáctico, con destellos de amabilidad que desconcertaban a Carlos, porque los únicos profesores de universidad que conocía eran los de la facultad, muy distantes y arrogantes, con quienes se había sentido intimidado todo el curso. El profesor brasileño hacía que se sintiera cómodo, a pesar del terror que le agarrotaba el aliento. Cuando llegaron a São Paulo, Milton le indicó dónde buscar hospedaje.
-La rúa Aurora es la calle de las prostitutas -le advirtió-. Por eso, es fácil que alguien te alquile una habitación barata, porque también aquí hay vecinos que no quieren tratos con ese mundo y tienen dificultades para alquilar a la gente decente.
La despedida de Milton le produjo alivio; gracias a él iba a encontrar alojamiento barato y tal vez le proporcionaría el empleo para pagarlo, pero su amabilidad le desconcertaba. En cuanto se instaló en un cuarto modesto pero muy grande, escribió una carta al primo Manuel, a la dirección de Río de Janeiro.
Le costó dormir. Aparte de no poder quitarse de la cabeza el cráter rojo en el vientre del policía, nadie le había alertado sobre los trastornos físicos que causan los cambios de horarios al atravesar el Atlántico, y achacó el insomnio a las trifulcas que las prostitutas organizaban en la calle. Cuando la dueña de la pensión le avisó de que lo llamaban por teléfono, había dormitado hasta media mañana.
-¿Carlos? Soy Milton. He hablado ya con la empresa de publicidad. Puedes ir esta tarde a visitarlos. Anota la dirección. Una advertencia: no digas que sabes dibujar un poco, sino que sabes dibujar, y punto. En el Brasil se valora mucho la osadía y no nos gusta la gente que parece poco segura.
-Muchas gracias, Milton. No sé qué decir...
-No tiene importancia. Eres demasiado joven; en el avión, te noté desorientado y sé que correrás riesgos en mi país si no organizas en seguida tu vida. Aunque de momento no te conviene tratar con españoles, porque te será más fácil aprender el portugués si te fuerzas a hablarlo a todas horas, tengo dos buenos amigos en el Centro Republicano Español que te agradará conocer. Te los voy a presentar, pero eso será más adelante.
En el avión, temía que Milton fuese simpatizante de Franco. Había matado a un policía franquista, lo que le obligaría a mantenerse en guardia tosda su vida. Ahora, el brasileño le hablaba de algo igual de temible. Imaginaba un "centro republicano español" como un lugar lleno de conspiradores al margen de la ley.
Pasó muchos días desorientado. Sus sentidos se negaban a asimilar que habían sido transplantados de repente a otro continente y a otro hemisferio; salía temprano con el deseo de desayunar porras madrileñas antes de comprender que estaban fuera de su alcance; echaba de menos la comodidad y la rapidez del metro cuando sudaba en un autobús empantanado en el delirante tráfico paulista; se le saltaban las lágrimas ante un pequeño estanque del parque de Ibirapuera cuando su corazón le apremiaba a asomarse al lago del Retiro.
Empezaba a sentir la añoranza de sus raíces que llegaría a ser tan lacerante como la de cualquier emigrante, pero todavía no sabía que ese dolor era nostalgia; creía que se trataba del desconcierto sumado al horror de saberse un asesino.