domingo, 11 de diciembre de 2011

Les ofrezco mi novela ORO ENTRE BRUMAS, que fue la primera que imprimió la editorial estafadora que se ha apoderado de 120.000 euros de mis derechos

Esta novela relata un hecho histórico real, terrible, donde lo fabulado es sólo circunstancial.


ORO ENTRE BRUMAS
En busca del oro

El capitán Zoilo de Monegros plegó el catalejo. Mantenían buen rumbo, sin alejarse de la nave que les precedía ni acercarse demasiado a la que les seguía. El tiempo era bonancible, por lo que las relingas y las gavias del Bezmiliana apenas crujían impulsadas por la suave brisa, pero, de todas maneras, las etapas de la derrota se estaban cumpliendo según los planes. Al entregar el catalejo al grumete Pedro de Vélez, que le auxiliaba en ese momento, giró un poco la cabeza y descubrió que maese Rinaldo se encontraba unos pasos más atrás, observándole. La proximidad de ese hombre, con quien todavía no había sido capaz de cruzar una frase, le sacaba de sus casillas.
Navegaban hacia el sur, bordeando África, rumbo a las Canarias, y hacía mucho calor. ¿O era la cercanía del odiado personaje lo que le hacía sudar? ¿Cuándo iba a librarse de esa preocupación?

Maese Rinaldo comprobó con decepción que dejaban atrás las Canarias sin tocar puerto, por lo que se desvanecía una de las cuatro o cinco razones personales que le habían inclinado a aceptar el peligroso encargo cuando, en Capadocia, el gran Maestre de la Orden, aparte de las bondades doctrinales de la misión, le habló mucho más de las oportunidades científicas de la aventura que de sus riesgos. Hacía muchos años que deseaba visitar las Islas Afortunadas de la mitología, contemplar sus montañas mágicas, recorrer sus fuentes encantadas y ver con sus propios ojos el árbol que, según decían, sangraba savia roja, y resultaba que sólo se habían acercado para buscar las corrientes y los vientos que les enrumbarían hacia las Antillas. Y, entre tanto, se le hacía cada vez más insoportable la mugre que señoreaba en la nave; ya en Madrid había añorado los baños de Constantinopla, escandalizado por el repulsivo hedor que exhalaban hasta los más poderosos señores, pero, ahora, esa añoranza era casi dolorosa, por las dificultades que encontraba para el aseo y las ruidosas chanzas de la marinería que debía soportar cuando conseguía tomar un baño ayudado por los jóvenes.
Con tanta abundancia de agua alrededor, no comprendía que fuese tan atroz el tufo que emergía del sollado donde dormía la marinería, ni que la mayoría de ellos convivieran con la granulosidad piojosa de sus cabellos. Sólo el alférez Francisco de Alcaparaín y el grumete Fernando de Tolox compartían a veces el baño con él. Según le habían contado entre risas y bromas mientras izaban los toneletes llenos de agua de mar, procedían de villas donde, a causa de que sólo dos siglos antes formaban parte del reino musulmán de Granada, sobrevivía la costumbre de bañarse regularmente y existían baños públicos cuyo agua brotaba de manantiales termales. Notaba con cuánta ira acechaban los mandos del Bezmiliana cuando esos jóvenes le ayudaban y acababan bañándose también. ¿Cuál sería el motivo de la ira, el hecho mismo de bañarse, probablemente blasfemo para sus cortas entendederas, o el de cordializar con él? Lo más probable era que fuese esto último lo que les ensombrecía el ceño.
Entre las órdenes que le diera el Almirante de Castilla, figuraba la de tratar de ganarse el favor sin suspicacia de los mandos de la nave, pero, ¿cómo hacerlo, cuando ellos se habían instalado en la hostilidad con una firmeza que parecía insuperable? Todavía no se había producido ningún percance que le permitiera ejercer alguna de sus muchas habilidades, gracias a lo cual esperaba granjearse la simpatía de esos hombres, que con sus recelos, gritos y maldiciones exteriorizaban precisamente lo que no deseaban que se supiera: que eran grandes truhanes.
Los días iban discurriendo entre hedores, maldiciones, procacidad, blasfemias, insultos mascullados a su paso que fingía no entender y sus propias simulaciones de estar realizando trabajos que eran completamente inútiles. Mientras, el viento que empujaba las enormes velas traía la pureza del añorado desierto, el virginal aliento de la naturaleza no pervertida por el hombre, lo que le causaba una nostalgia casi dolorosa pero le servía para escapar espiritualmente de la mugre purulenta que le rodeaba aunque fuera tan sólo durante algunos segundos.
Dejaron de sobrevolarles bandadas de pájaros y llegó el momento en que parecían haber abandonado el mundo. El silencio alrededor era tan completo y extraterrenal, que la marinería suavizó la bronquedad de sus expresiones y las tonalidades de la voz. Recorrían la cubierta pretendiendo que los pasos no resonasen.

Transcurrido un mes desde que levaran anclas, los oficiales no conseguían ponerse de acuerdo sobre cómo resolver el problema sin riesgos. Jornada a jornada les resultaba más amenazadora la presencia de maese Rinaldo, y la inquietud crecía entre los mandos del Bezmiliana a causa de su amistad con varios jóvenes tripulantes. Jóvenes y sin fortuna, pero pertenecientes a familias que contaban con patrocinadores en la corte. Zoilo de Monegros convocó a sus hombres de confianza para la hora en que sólo el vigía y el timonel permanecían en cubierta. Sus expresiones graves y la ronquera de las voces murmuradas como en una conspiración, confirmaban que maese Rinaldo era la mayor y más grave de sus preocupaciones.
-¿Qué conseguisteis ver? -preguntó el capitán a Rodrigo de Dueñas.
-Algo que me tuvo privado una hora.
-¿Qué decís? -exclamó más que preguntó Tomás de Utrera.
-Lo que habéis oído. Todavía tiemblo al recordarlo. El maese tiene que ser quiromante o hechicero, y el comprenderlo me hizo temer que fuese capaz de ver con clarividencia diabólica a quien, como yo, además de estar a sus espaldas, me encontraba oculto en el escondite.
-¿Qué os hace suponer que es hechicero? -preguntó el capitán.
-Yo he estado demasiado ocupado toda mi vida en importantes misiones como para perder el tiempo en actividades ociosas, tales cual aprender el arte de la escritura, pero he visto escribir a muchos amanuenses y también a vos, don Tomás. ¿Cómo escriben los cristianos?
-No comprendo vuestra pregunta-dijo Tomás de Utrera.
-¿No se trazan las letras en líneas que van de izquierda a derecha?
-Así es.
-¡Pues maese Rinaldo escribe de derecha a izquierda!
-¡Herejía! -exclamó el contramaestre don Luis de Alcor.
-Tenebroso asunto... -masculló Tomás de Utrera-, cuando ningún inquisidor viaja con nosotros.
-Y, además, no le he visto trabajar en el dibujo de ninguna carta -añadió Rodrigo de Dueñas.
-Bueno, tal cosa no debe extrañaros -aclaró Zoilo de Monegros-. Lo que se me indicó de la corte es que tiene por misión trazar las del puerto de Cartagena de Indias y, si hubiera lugar, las de La Habana. Hay que leer alguno de esos papeles.
-Maese Rinaldo no escribe en papel -advirtió Rodrigo de Dueñas como si desvelara otra novedad espantosa-. Lo hace en pergaminos, y los guarda en una arqueta muy reforzada con bronces y aceros que cierra con tres llaves diferentes.
-Es necesario revisar su escribanía -decidió el capitán-. ¿Alguno de ustedes tiene idea de cuándo acostumbra a ausentarse de la cámara?
-Ahora -dijo Luis de Alcor.
-¿Queréis decir que siempre a esta hora abandona la cámara? -preguntó Zoilo de Monegros y el de Alcor asintió-. ¿Para hacer qué?
-Todas las noches pasa varias horas sentado allá arriba, en la cofa del palo mayor, junto al vigía, aunque no hablan porque no se entienden. Hay marineros convencidos de que realiza conjuros dirigiéndose a las figuras astrales e invocando a dioses paganos. Según refirió con espanto uno de los vigías, hay momentos en que en vez de permanecer sus posaderas en la cofa, levita en el aire cual endemoniado; pero cuando lo llamé a mi cámara para exigir su testimonio y presentarlo ante el tribunal de la Santa Inquisición en Cartagena, negó haber afirmado tal cosa, como si su voluntad hubiera sido anulada por ese alquimista maldito.
Las expresiones de todos reflejaban el horror más hondo.
-¿Y ahora se encuentra en la cofa? –preguntó el capitán
Alcor volvió a afirmar con la cabeza y el capitán sacó una llave del cajón, diciendo a continuación:
-Vos, que leéis bien, don Tomás, id a ver si pudieseis descubrir algo -le entregó la llave-. Antes de intentar abrir la cámara, aseguraos de que permanece en la cofa, por si poseyera en verdad las artes infernales que don Rodrigo le supone, no vaya a ser que una maldición suya nos ciegue los ojos o el entendimiento y perdamos la estela de los demás navíos. Si conseguís encontrar uno de sus pergaminos, mirad si sois capaz de descifrarlo. Dejadlo todo tal como lo encontréis y procurad por la sangre de Cristo que él no pueda advertir la intromisión.

Desde la cofa del palo mayor, la contemplación del firmamento una despejada noche sin luna, en alta mar, era un espectáculo prodigioso. La nitidez de las constelaciones las hacía reconocibles al primer golpe de vista y cada planeta era un punto inconfundible por sus colores característicos. Hasta el marino menos experto podía orientarse con facilidad bajo la tachonada bóveda celeste. Maese Rinaldo sabía algo de marinería, pero sin ninguna práctica, gracias a los libros que había incluido recientemente en su equipaje: "Arte de navegar", de Pedro Núñez de Saa, publicado en latín; la "Geografía o moderna descripción del mundo y sus partes", de Sebastián Fernández Medrano, y un "Tratado de la carta de marear geométricamente demostrada" escrito por Juan Cedillo Día. Los había memorizado casi literalmente, por si llegaba el caso de tener que demostrar saber teórico ante los mandos del Bezmiliana. Pero, a despecho de su inexperiencia náutica, podía señalar por su nombre la inmensa mayoría de los puntos más luminosos que contemplaba e indicar el rumbo que la nave debía seguir. También en el gélido desierto, allá en Persia, tenía el firmamento ese aspecto, más rutilante que en la brumosa Europa.
Un rumor, o lo que parecía un quejido amordazado, le rescató del éxtasis contemplativo y miró hacia abajo.
En cubierta, en el ángulo que formaban la borda y el alcázar, varios hombres forcejeaban entre los rollos de escotas y las falcas que servían de contrafuertes a la escotilla mayor, ante la indiferencia sarcástica del timonel, que sin duda tenía que ver la escena desde la bitácula, puesto que esta caseta del timón coronaba el alcázar. Aunque no brillaba la Luna, la claridad estelar bastaba para apreciar que uno se debatía con desesperación sujeto y golpeado por cuatro, en lucha abrumadoramente desigual. Fue el injusto desequilibro de fuerzas lo que le incitó a bajar apresuradamente, puesto que desde sus años mozos no había vuelto a dejarse arrastrar por contiendas en las que nada le fuera.
Cruzó la cubierta con sigilo, escondido por los grandes rollos de escota, se deslizó hacia popa con cuidado de no hacer ruido y, embozado tras los contrafuertes del escotillón, atisbó hacia los cinco hombres, seguro de que no podía ser visto. Mostrándole amenazadoramente la daga, exigió al timonel su silencio por señas. El que se debatía en el suelo, con las calzas rotas a tarascadas y la boca tapada firmemente por la palma de una mano, era don Francisco de Alcaparaín. Los que lo sujetaban con manifiesta saña, mientras cruzaban frases susurradas con impaciencia, eran cuatro hombres de su misma graduación, pero mucho mayores que él. ¿A qué se debería la pelea? ¿Por qué, si tenían alguna cuenta que dirimir con Francisco de Alcaparaín, lo habían conducido a ese lugar para hacerlo, tan lejos de la tripulación? Había presenciado ya muchas trifulcas a bordo, y siempre los contendientes parecían desear contar con testigos; jamás intervenía nadie que no estuviese involucrado en la pendencia, pero en todos los casos se formaban corros bulliciosos que podían congregar a la totalidad de los marineros.
Caviló qué hacer. Los españoles tenían un sentido del honor demasiado quisquilloso, y don Francisco era un hidalgo a quien suponía entrenado para las lides. ¿Consideraría una afrenta que acudiese a prestarle su ayuda? En cualquier caso, necesitaba esa ayuda y se la iba a prestar. Saltó sobre el grupo; le bastaron ocho de los golpes aprendidos en Constantinopla para librar a Francisco de sus agresores, que huyeron presta y silenciosamente.
Ayudó al joven alférez a alzarse del suelo. Al enderezarse, descubrió que había lágrimas en sus ojos y que un hilillo de sangre se le escurría de la comisura izquierda de los labios. El rostro casi adolescente presentaba varias tumefacciones.
-¿Qué ha ocurrido, don Francisco?
-Maese Rinaldo... debéis jurar por vuestro honor que a nadie hablaréis de esto.
Rinaldo se tocó el pecho con la mano.
-Tenéis mi palabra, pero difícilmente podría hablar yo de lo que ignoro. Sólo he visto una pelea muy desigual y por ello he acudido a ayudaros.
-Esos hombres...
Rinaldo notó que al joven se le quebraba la voz en un sollozo.
-¿Qué?
-¡Señor, Señor, qué ultraje! Habíamos estado bebiendo cordialmente y hablando con tristeza de nuestras amadas, de las que nos arde la añoranza; cada uno describió holgadamente las dotes y gracias de su musa y, por turno, cantamos la poesía que nos inspiraba y, poco a poco, insensiblemente, la poesía degeneró en lujuria y fuimos arrastrados por la procacidad llegando a hablar de los apremios de la carne con una liberalidad que os escandalizaría. Íbamos a dormir, cuando esos cuatro se abalanzaron sobre mí y me arrastraron hasta este punto. ¡Querían usarme cual si fuera mujer, maese Rinaldo!
Éste puso cara de circunstancias, porque su primer impulso fue reír. Mantuvo el gesto serio, aunque con un brillo de simpatía y solidaridad en los ojos.
-A partir de esta noche y para siempre -afirmó Francisco de Alcaparain-, estoy en deuda con vos. Nada que os ataña me será ajeno, tanto en la fortuna como en la desgracia, y podéis disponer de mi mano y de mi espada como si fueran vuestras.

Don Tomás de Utrera oyó rumores en cubierta, lo que le hizo anudar torpemente la cinta, abandonar con precipitación el camarote de maese Rinaldo y correr hacia el del capitán.
-¿Qué habéis descubierto? -preguntó don Zoilo.
El de Utrera inspiró hondo, pasándose el dorso de la mano derecha por los labios y enjugándose con la bocamanga del camisón el sudor que perlaba su frente.
-¡Indescriptible! -dijo con voz aterrorizada.
-¿De qué se trata? -Rodrigo de Dueñas estaba en ascuas.
-Hice tal como me ordenasteis -respondió don Tomás mirando sombríamente a los ojos de don Zoilo-. No había a la vista ningún pergamino completamente escrito pero sí uno que apenas contenía tres líneas... a pesar de lo cual estaba enrollado y sujeto con cintas. Señor, qué espantoso descubrimiento. Lo que escribe maese Rinaldo no hay cristiano que lo entienda; ha de tratarse de signos cabalísticos aprendidos quién sabe en cuál de los siete niveles del infierno. Seguramente, el más profundo. No soy persona letrada, pero he visto en la Alhambra cómo escriben los infieles agarenos y una vez tuve en mi villa el privilegio de formar parte de un tribunal de la Santa Inquisición, donde se juzgaba a un judío converso por haberse comido a un recién nacido, en un rito abominable que acompañaba con la escritura de su lengua maldita, en un papel que era la prueba irrefutable de que disponía el tribunal. Los signos de maese Rinaldo no sólo no son cristianos, sino que ni siquiera se parecen a los agarenos ni a los hebreos.
Impresionados, todos callaron un buen rato. Cada uno rumiaba su espanto.
-Bien -dictaminó el capitán-. Es evidente que albergamos a un hereje sospechoso de haberse aliado con Satán, que, sin duda, ha conseguido infiltrar con sus malas artes la mente de uno de los hombres más poderosos del reino. La enormidad del caso nos inhabilita a nosotros para adoptar ninguna decisión, porque, dado el poder demoníaco de ese hombre, con el que ha conseguido apoderarse de la voluntad del Almirante de Castilla y de muchos hombres de este navío, se nos podría acusar de desacato y traición, y seríamos encerrados en mazmorras a perpetuidad. Hemos de esperar a presentar los cargos ante el gobernador de Cartagena. Que sea él quien asuma tan arriesgada responsabilidad.
-¿Y entre tanto? -preguntó Rodrigo de Dueñas.
-Durante lo que resta de travesía -respondió Zoilo de Monegros-, fingiremos amigabilidad con él, a fin de que no se sienta tentado de usar con nosotros sus artes infernales. La hipocresía y el fingimiento no serán pecado si el motivo es la preservación de la vida y los intereses de unos buenos cristianos. Por otro lado, y teniendo presentes las probables facultades adivinatorias que poseerá, deberemos ser extraordinariamente cuidadosos cuando tengamos que establecer las cuotas en Cartagena y en Portobelo si antes no consiguiéramos liberarnos de su horrísona compañía.
-Sufro malos presentimientos -se lamentó don Tomás de Utrera-. Tantos sueños de restablecer mi hacienda que abrigaba durante los preparativos de esta travesía, pueden verse malogrados.
-Yo -dijo el capitán-, cuando retornemos a España, habría de fijar la dote de mi hija Catalina, que se ha prometido a un lustroso hidalgo de Zaragoza, y ahora pierdo el sueño por la probabilidad de que tal cosa resulte imposible por culpa de ese endemoniado.
-¿Y si simuláramos un accidente y lo lanzamos a la mar? -sugirió Rodrigo de Dueñas-. Sería un servicio a la Santa Madre Iglesia y hasta nos reportaría indulgencia plena.
-Recordad, don Rodrigo -advirtió el capitán-, que maese Rinaldo cuenta con cómplices en la tripulación, en lo que seguramente es un contubernio de posesos. Esos jóvenes bellacos, con las artes inoculadas por el hereje genovés, consiguieron engañarnos al enrolarse y continúan engañándonos con su docilidad y aparente buena disposición. Seríamos denunciados y ahorcados, sin posibilidad de que demostrásemos, como haremos, la justicia de la ejecución de ese monstruo.

Habían transcurrido sesenta y ocho días desde la partida de Cádiz. El calor era insoportable, aunque el sol se encontraba oculto por una densa capa de nubes. Sentado junto a Francisco de Alcaparaín en la borda de la cubierta del castillo de proa, maese Rinaldo se rascaba con disimulo entre el pajizo vello de su barba, bajo el mentón. Trataba cortésmente de prestar atención al joven, pero apenas le escuchaba.
-El sitio de Carratraca... -dijo don Francisco de Alcaparaín, pero se detuvo al advertir la mirada ausente de maese Rinaldo, perdida en el horizonte.
Debían de estar a punto de arribar a las Antillas, porque cada vez eran más numerosas las aves que les sobrevolaban. Maese Rinaldo ansiaba llegar a puerto, porque no conseguía adaptarse a las miserias que imperaban en el navío. Algunos hombres padecían escorbuto; había estado proveyéndoles de sus reservas personales de limones, pero ya se le habían agotado y toda la tripulación podía llegar a padecer esa enfermedad, incluso él mismo, si no diversificaban pronto la dieta. Ahora, agobiado por el picor de huéspedes a los que no había conseguido vedarles el paso, sentíase incapaz de conversar con Francisco de Alcaparaín, porque soñaba con el momento en que, una vez anclado el galeón, pudiera lanzarse al agua.
-El sitio de Carratraca -repitió pacientemente don Francisco, comprendiendo que el maese tenía el pensamiento arrebatado por otros asuntos-, donde señorea mi familia, es como un jirón del cielo caído en la Tierra. Su aire es el más puro y fragante que imaginar podáis y el Sol nos hace la caridad de no ausentarse nunca mucho tiempo. Según se asciende la montaña, veis cambiar la vegetación como si viajaseis desde el trópico a las tierras hiperbóreas, encontrando conforme subís palmeras, olivos, encinas y, en lo más alto, unos abetos que nosotros llamamos pinsapos. Señor, Señor, ¡cómo ansío volver!
Maese Rinaldo se rascó disimuladamente el costado izquierdo, cerca de la axila, y comentó:
-Ese viaje desde el trópico hasta el Polo Norte que habéis sugerido, he tenido que realizarlo yo muchas veces.
-¿Habéis visitado el norte?
-Hasta donde la noche puede durar seis meses -respondió el maese mientras se rascaba la entrepierna, donde sentía distintamente cada uno de los saltos y recorridos de los insectos.
Desafortunadamente, no disponía de elementos con los que elaborar elixires cuyas fórmulas conocía. ¡Si un milagro pudiera transportarlo a la higiénica delicia de un hamam de Constantinopla!
-Dicen que allí, en las tierras hiperbóreas, aparece con frecuencia la gloria de Dios en el cielo -dijo Francisco con gesto soñador.
-¿La gloria de Dios? -aunque trataba de evitarlo, maese Rinaldo no consiguió que su mano le obedeciera y se rascó vigorosamente la espalda-. No, don Francisco; se trata de un fenómeno natural. Las auroras boreales han sido estudiadas por los hombres de ciencia y, con muchos cálculos y algo de suerte, es posible anticipar cuándo podrían ocurrir.
-¿Y esas tierras del moro que tan bien decís que conocéis, no son peligrosas para un cristiano?
-No, don Francisco -perdido el control, y el pudor de hacerlo ante el joven, se rascó desesperadamente por todo el cuerpo, la nuca, tras las orejas, las axilas, el pecho, la espalda y las nalgas-. Hay en Constastinopla templos ortodoxos, iglesias católicas y sinagogas judías que a nadie perturban ni incomodan. Y en Egipto, existe uno de los más antiguos ritos cristianos, el copto, cuyos practicantes lo exhiben sin recelo y producen hermosísimas obras artesanales cristianas con una técnica que sólo ellos dominan.
-No quisiera parecer metomentodo, maese Rinaldo, pero, ¿por qué razón habéis vivido en esos países?
Rinaldo tragó saliva. Quizás estaba confiando excesivamente en el joven, que con su inocencia, su anhelo de conocimientos y su desmesurada afición por él, tal vez le hacía exponerse a revelarle más de lo conveniente.
-Soy curioso, don Francisco -respondió mientras se introducía la mano bajo el jubón y se rascaba el ombligo-. Quedé huérfano a los catorce años y fui encomendado a la tutela de un hombre sabio, que se afanó en la tarea de ablandar mis duras entendederas con la única virtud que distingue verdaderamente a los hombres de las bestias: el afán de saber. Ese afán me ha llevado durante los últimos veinte años a recorrer gran parte del mundo y tal es también lo que me ha inclinado a aceptar el encargo de dibujar las cartas de Cartagena. Es ésta mi primera oportunidad de visitar las Indias Occidentales. Espero, con ayuda de Dios, enriquecer grandemente mis conocimientos.
-Entonces, ¿sólo tenéis treinta y cuatro años? -el maese asintió-. Sin embargo sois ya dueño del saber del mundo.
-No exageréis, don Francisco. Yo me siento un aprendiz.
-¡Un aprendiz! Sois el ser más extraordinario que he conocido en mi vida.
El deslumbramiento del joven era demasiado patente. Aunque complacido, Rinaldo temió por su suerte, dado que cualquiera que frecuentara podía verse incluido en la animosidad de los mandos del navío que, extrañamente, no se había manifestado con tanto clamor los últimos días. Decidió, sin embargo, que tenía que evitar aparecer más de lo conveniente en público con don Francisco.

Avistaron Trinidad aunque, al igual que en las Canarias, el navío no tocó puerto, pero les acompañaban bandadas inmensas de alcatraces, lo que significaba que en ningún momento se alejaba el galeón demasiado de tierra firme. La travesía tocaba a su fin. Las grandes y feas aves armaban remolinos oscuros en el aire, lanzándose certeramente sobre cualquier residuo que fuese arrojado al mar desde la borda.
Continuaron remontando la costa de Nueva Andalucía y, por fin, advirtió con júbilo maese Rinaldo que la flota arriaba las velas y anclaba frente a la isla de Santa Margarita, mientras que tan sólo un patache se dirigía a puerto. En vez de observar los movimientos y tratar de comprender a qué se debía esa parada sin llegar a acercarse a tierra, en cuanto estuvo seguro de que el anclaje iba para largo se despojó de la ropa y saltó al agua, ante la expectación estupefacta y algo escandalizada de la marinería.
-¡Maese Rinaldo -gritó Francisco de Alcaparaín desde cubierta-, sabed que estas aguas están infestadas de escualos terribles!
-Venid vos también -repuso el maese-, beneficiará a vuestra salud.
-¡Líbreme la Virgen Santísima! Ni sé nadar ni jamás lo haría junto a los temibles monstruos que pueblan estos mares.
Con objeto de no pronunciar el sarcasmo que le inspiraba el hecho de que un aspirante a oficial de marinería no supiera nadar, maese Rinaldo se impulsó para zambullirse. Libre de los picores, estaba gozando como no recordaba que fuera posible, lleno su pecho del júbilo de quien vence a un enemigo que ya había desesperado de conseguir vencer a pesar de lo minúsculo de su tamaño; rememoró con una sonrisa una de las frases más memorables del recitado que acompañó su jura de votos al ingresar en la Orden: “¡Glorioso es nuestro retorno victorioso del combate, feliz nuestra muerte de mártires en la lucha!”. Había sobrevivido a la más miserable de las batallas que le hubiera tocado librar y ahora sentía próxima la victoria. El agua era tan transparente como el aire y en el fondo de arena blanca y bosques de coral, también blanco, pululaban miríadas de peces con todos los colores del arco iris, que no se apartaban asustados por su presencia, porque sólo tenían por enemigos a las barracudas y los tiburones. Ningún hombre había sido jamás un predador en ese maravilloso y silencioso mundo, y Rinaldo evolucionó entre los aleteos multicolores como un huésped bienvenido, sintiendo que podía volar, que la ingravidez le liberaba de la tiranía de un cuerpo desposeído de nobleza y esencia divina, puesto que podía ser profanado y devorado por seres minúsculos, cochambrosos y repulsivos como los piojos.
-Miradlo -murmuró don Tomás de Utrera al oído del capitán, señalando la silueta pálida del cuerpo del maese entre dos aguas-. Su audacia es propia de endemoniado. ¿No tendremos la fortuna de que un tiburón lo parta por la mitad?
-Dios os oiga.
Tras muchas piruetas y largas inmersiones que a todos los perplejos marineros asombraban, maese Rinaldo emergió junto al costado de la nave, desde cuya borda le observaba consternado don Francisco de Alcaparaín.
-¿Tendríais la bondad de echar mis vestiduras? -le rogó.
Cayeron unos metros a su derecha. Cuando las pudo aferrar, volvió a sumergirse con ellas. Confiaba que el salitre, el movimiento a través del agua y el restregarlas contra los macizos de coral exterminaran a los parásitos. Una vez que consideró que tal milagro podía haber ocurrido, pidió a don Francisco que le lanzara un cabo y la escala. Ató la ropa, que fue izada por el joven, y mientras subía a bordo por la escala, descubrió que ya regresaba el patache que había sido enviado a la isla. ¿Cuánto tiempo había permanecido, entonces, en el agua? Calculó con sorpresa que habían sido varias horas. Cayó en ese momento en la cuenta de que tenía el mar de las Antillas una temperatura que posibilitaba la permanencia indefinida en sus aguas, igual que en el mar Rojo.
Al poner pie en la cubierta, los marineros batieron palmas y le aclamaron; sorprendido, se detuvo para corresponder la aclamación con una sonrisa y una cómica genuflexión. Fueran cuales fuesen sus sentimientos hacia él, aquellos hombres estaban impresionados por el coraje que había demostrado, según las medidas y el entendimiento que ellos poseían de tal virtud.

Maese Rinaldo lamentó no haber podido examinar lo que el patache había llevado a la flota desde Santa Margarita, lo mismo que una nave que fue enviada primero a La Guaira y, luego, a Maracaibo. Sabía que se trataba de víveres en su mayor parte, pues también el Bezmiliana había recibido varios capazos, sobre todo de frutas sorprendentes que llamaban papaya, aguacate, guayaba, mango y ananás, pero había escuchado a los marineros hablar de perlas. De grandes, enormes, increíbles cantidades de perlas.
Una semana más tarde, mientras enfilaban la entrada a la bahía de Cartagena bordeando el fuerte de San Luis de Bocachica, se dijo que debía permanecer más atento y ser mucho más cauteloso y sutil a partir de ese día. Había llegado la hora de fingir trabajar en serio y armar al mismo tiempo la difícil y complicadísima arquitectura de su peligrosa misión. Mediante la traducción de Francisco de Alcaparaín, solicitó un ayudante al capitán, que le asignó al grumete Fernando de Tolox. Con su ayuda, llevó a cubierta los instrumentos y comenzó a medir la intrincada geografía de la enorme rada, casi un mar interior. Eran muchos los fuertes alzados en las orillas, en los puntos donde la sinuosa costa avanzaba hacia el mar, dibujando estrechos, calas incontables y canales entre ciénagas que llamaban manglares, bajo bandadas impresionantes de aves desconocidas que gritaban como personas y tenían todos los colores del universo. Ese mar interior estaba salpicado de edificaciones formidables, ciclópeas, con innumerables baterías de cañones en las almenas. Cuando avistaron el puerto de Cartagena, contempló a su derecha una de dimensiones aún más extraordinarias. Lo primero que le vino a la mente, como única comparación posible, fueron las pirámides de Egipto. Una construcción digna de los faraones.
-¿Cómo se llama ese castillo, don Fernando? -preguntó al grumete.
-San Felipe de Barajas. Me extraña que no hayáis oído hablar de él. Se trata de un fuerte del que toda la marinería se hace lenguas.
Rinaldo apretó los labios. En efecto, tal nombre figuraba en los documentos que se le había exigido memorizar, pero el asombro mismo de su contemplación le había hecho olvidarlo.
Terminó en pocas horas un dibujo razonablemente bueno con que simular un trabajo de cartografía, pero sólo se trataba del punto de partida y en él figuraban nada más que los accidentes más destacados. Ahora tenía que fingir enfrascarse en su estudio y perfeccionamiento, mediante el recorrido minucioso de todo el perímetro en bote, lo que le tomaría demasiado tiempo como para ocuparse de lo que debía. Tenía que encontrar el medio de conciliar ambas actividades. Fue ante el capitán a pedirle el bote, los dos remeros y el ayudante. Como siempre que tenía que hablar con don Zoilo, don Francisco de Alcaparaín le sirvió de intérprete.
-Llevaos a don Francisco, mismamente, hijo de meretriz purulenta -dijo el capitán con expresión sibilina.
Como de costumbre, don Francisco no tradujo el insulto.
Alcaparaín era el que menos pensaba el maese solicitar, puesto que tenía poderosas razones para intuir que su amistad perjudicaba al joven. Dedujo, sin embargo, las que podían motivar la elección de don Zoilo: en el mismo bote, se quitaba de enmedio a dos temidos testigos.
Consecuentemente, abrevió los teatrales recorridos tanto como le fue posible sin delatar su impostura, aunque había momentos en que sentía la tentación de olvidar la misión impulsado por su insaciable sed de conocimientos, porque cuando contemplaba la naturaleza todavía en estado casi salvaje se hacía tantas preguntas que su tentación más poderosa era la de hallar respuestas. Los árboles de los manglares crecían directamente en el agua salada del mar, ¿cómo era ello posible? Recordaba haber visto algunos árboles en el agua salada del mar Rojo, pero entonces no les dio mucha importancia ni se interesó por ellos porque creyó que se encontraban en riberas circunstancialmente inundadas; y se trataba, en realidad, de agrupaciones vegetales pequeñas, no los inmensos bosques acuáticos que ahora recorría, tan palpitantes de vida. Veía las bandadas de peces que apenas se apartaban del bote, indiferentes ante la cercanía de los hombres, pobres ingenuos; en los fondos, visibles a través de las límpidas aguas, se amontonaban moluscos de muchas clases, caracolas inmensas y grandes almejas, y las raíces de los mangles aparecían recubiertas completamente de ostras, como si se tratara de una plaga. Y en el aire, era permanente el vuelto de tantos de aquellos pájaros asombrosos, que había momentos en que el cielo se teñía completamente de rojo o azul, o violeta o verde, cambiante como un calidoscopio.
Ante tanta belleza y tanto que merecía ser notificado a los científicos de Europa, comprendió que un embrujo más imperativo que su voluntad y que las órdenes recibidas podía conseguir desviarle del objetivo del viaje, de modo que, a los tres días, anunció al capitán que había acabado. Notó su expresión de extrañeza, su incredulidad, pero no asomó a sus labios ninguna recriminación.

Don Zoilo de Monegros había estado esperando esos mismos tres días que el gobernador de Cartagena le recibiera en audiencia. La inesperada presencia permanente, de nuevo, de maese Rinaldo en el navío, iba a ocasionar que ocurriera precisamente lo que había tratado de evitar enviando a don Francisco de Alcaparín con él; que esa entrevista pudiera llegar a sus oídos, sin contar el trasiego de mercancías que tampoco le convenía que ninguno de los dos presenciara.
Fue avisado con sólo una hora de anticipación.
Abandonó la rada de las Ánimas sintiéndose como ellas, un alma atribulada que era incapaz de calcular cuánto duraría su tormento. Ingresó en el baluarte por la puerta de Santo Domingo recordándole al santo que tenía que casar a su hija del modo más pródigo, ya que Catalina le hacía sentir orgulloso, y de una materia superior, a causa de sus muchas virtudes y su gran belleza. Le impresionó la severidad del edificio de capitanía y la lobreguez austera del corredor por donde fue conducido. El gobernador, un hombre gordo y rubicundo, que hablaba tan musicalmente como los naturales de las Indias, le recibió vestido sólo con unas calzas, que tenía arrolladas hasta más arriba de las rodillas, y un camisón suelto sobre ellas que estaba empegostado a su piel por el sudor. Ni un mísero jubón ni unos calzones figuraban en su atavío. Tenía en la mano un soplillo de palma con el que no paraba de darse aire.
-Decidme, capitán, ¿qué os trae?
-Por orden del Almirante de Castilla, me acompaña en el barco un maese que tiene oficialmente la misión de trazar nuevas cartas de la bahía de Cartagena. Pero poseo poderosísimas razones para creer que se trata de un simulador terrible..., creo que es un hechicero que pudiera haberse valido de malas artes para apoderarse de la voluntad del Almirante.
-¡Que decís, capitán! ¿Conocéis la gravedad de lo que afirmáis?
-Dios Nuestro Señor sabe que sí. Por ello me presento ante vos aun a sabiendas de los riesgos que corro. Soy fiel servidor de Su Majestad y, por ello, afronto resueltamente esos riesgos, con tal de librar al reino de tan maligna influencia.
-¿Y por qué no habéis expresado esos temores ante vuestro almirante, don Manuel Velasco de Tejada?
-Porque, lejos de tierra firme, y sin la presencia de algún venerable magistrado del Santo Oficio, temía que también al almirante pudiera embrujar.
El gobernador examinó a don Zoilo de Monegros. Era un hombre cuya insignificancia sólo obtendría algún realce si se le aupaba a la peana dorada de una imagen de iglesia; en realidad, ni siquiera todo el oro de los incas bastaría para darle lustre. Tenía los ojos desencajados, pero intuyó que no a causa del temor que manifestaba, sino a otro que podía aventurar: la posibilidad de ser acusado de latrocinio; una acusación por la que había tenido que condenar a la horca a dos capitanes de la Flota de la Plata el año anterior.
-¿Portáis, por ventura, la orden por la que lo enrolasteis?
-Desde luego. Vedla.
El gobernador leyó con mucha concentración las dos hojas de papel profusamente cubiertas de escritura. Cuando terminó, soltó una carcajada.
-¿Cuáles signos os han convencido de que ese hombre es un impostor, y nada menos que un hechicero con poderes sobrenaturales?
-Lee mucho, mira todas los noches las estrellas y escribe de derecha a izquierda con signos cabalísticos que nadie puede entender.
-¿Cómo os llamáis?
-Zoilo de Monegros.
-Ved, don Zoilo lo que aquí reza -el gobernador acercó a sus ojos la orden-. Maese Rinaldo de Liguria es, al parecer, uno de los pocos sabios de nuestra época que pasarán a la historia. Es abrumador el caudal de su sabiduría. Sus conocimientos de cartografía son los menos significativos de los que posee; ha estudiado medicina, astronomía, arquitectura y, últimamente, las artes de marear. Habla... ¿sabéis cuántas lenguas?
-No la nuestra.
-Un hombre de sus cualidades, después de casi tres meses en el galeón, seguramente la entiende; la orden asegura que trataría de aprenderla. Pero es que ya domina trece lenguas con sus escrituras. Dice aquí, ved -por su expresión, el gobernador descubrió que el capitán no sabía leer-, que puede escribir, inclusive, como sólo saben escribir los monjes del Himalaya. Lo que vos creéis escritura cabalística, será cualquiera de las múltiples caligrafías que conoce. Serenaos pues, capitán, e id con Dios. Alívieos saber que no hablaré de esto a vuestro almirante. Debéis agradecer el honor de que un hombre como él se aloje en vuestra nave.
El capitán abandonó la casa de capitanía con el humor más sombrío aún que al llegar. Ahora resultaba que el maldito maese había estado burlándose de él, puesto que comprendía lo que decía. ¡Había entendido todos los insultos que le dedicara con el convencimiento de que el intérprete no iba a traducírselos!
Tenía que encontrar el modo de mandar un correo al virrey, a Bogotá. ¿Cómo podría hacerlo sin cumplir el trámite obligatorio de comunicárselo al almirante don Manuel Velasco de Tejada?
Maese Rinaldo gozó de dos meses de paz, libre del acecho de los oficiales o, al menos, libre de acechos que pudiera detectar. Los aprovechó muy bien.
Los correos enviados por el almirante a los virreyes de Nueva Granada y el Perú para que difundieran entre los mercaderes la nueva de la llegada de la Flota de Tierra Firme, habían surtido efecto hacía ya varias semanas. Los cargamentos de mercancías, oro, plata, gemas y perlas procedentes del Perú estarían navegando en esos momentos por el Pacífico camino de Panamá, donde atravesarían en mulos el istmo hasta Portobelo, a la espera de la arribada de la flota a ese puerto y la subsiguiente celebración de la feria de trueque más famosa de las Indias, pero los cargamentos de Nueva Granada habían llegado, en su totalidad, a Cartagena y la estiba se encontraba a punto de acabar.
Escribió mucho en Cartagena, siempre de derecha a izquierda. Realizó los cálculos compaginando tres métodos diferentes: la estimación visual del volumen, el peso de lo cargado según el chirrido de los cabrestantes y el valor declarado en los registros que escribía Pedro de Vélez a las órdenes del capitán, valor que siempre tenía que multiplicar por siete u ocho para ajustarlo a sus observaciones directas.
Cuando averiguó que sólo faltaban cuatro días para la partida hacia Portobelo, enrolló dos pergaminos dentro de uno sin usar, para preservarlos del sudor; se los anudó junto a la piel del costado, bajo el brazo derecho, con un cordel de seda; vistió luego el camisón y el jubón más holgado de los dos que poseía de estilo español; extrajo del doble fondo de una de las bolsas seis piezas de oro y las guardó en un monedero de cincho; guardó en el zurrón un catalejo que, plegado, abultaba poco menos que una albaceteña; metió también en el zurrón el salvoconducto, por los tropiezos que pudiera encontrarse. Habiendo decidido, tras un caviloso recuento, que no le faltaba nada, bajó a tierra, donde tuvo que escabullirse del cerco amable y bienintencionado, aunque inoportunamente insistente, de don Francisco de Alcaparaín,
Deambuló un buen rato entre los tenderetes del mercado, donde ya quedaban muy pocas mercancías de las traídas de España. Ningún arma ni pipa de vino, sólo algunas pacas de lana de Castilla y unos pocos cacharros de cerámica de Talavera y Manises permanecían expuestos. En cambio, abundaban y no paraban de llevar a los barcos maderas de Campeche, ámbar gris, cueros, amatistas, lana de vicuña, esmeraldas y perlas. El oro era introducido directamente en los galeones, igual que casi toda la plata, pues sólo vio amontonados en el mercado unos cimeros de tortas, como quesos argentíferos, mientras que había visto llevar a los navíos cantidades que sumaban muchas toneladas.
Una vez que se convenció de que nadie que lo conociera podía descubrirle ni sospechar de sus pasos, buscó el recodo donde vendían monturas. Adquirió a buen precio un caballo al que le quedaban pocos galopes y, tras cruzar la ciudadela de parte a parte, se dirigió a Calamarí, donde sabía que podría comprar una esclava. Pagó por ella tres veces más que por el caballo, lamentable inversión, porque el vendedor, después de examinarle astuta y pícaramente, dedujo que trataba de comprar un exótico objeto de placer, mientras que Rinaldo sólo había preguntado si podía o no expresarse en castellano. La muchacha que le entregó, una morena clara con ojos como ascuas, sólo tendría unos dieciséis años, pechos puntiagudos que lanzaban su camisa hacia la tentación y unos labios jugosos que condensaban la melaza de todo el ron de Las Antillas. Recordó que un Caballero de Cristo era constantemente un cruzado empeñado en una lucha doble: contra la carne y la sangre, y contra las potencias espirituales. No obstante, un fratre milite tenía, en los tiempos que corrían, licencia para consolarse si ello era menester, pero no en las circunstancias apremiantes del momento presente, cuando tan grande peligro podía correr y tan indispensable era el uso de todas sus facultades, y debía emplearlas en gracia plena. Sonrió a la morena con expresión que trataba de transmitirle serenidad y confianza, como diciéndole que toda expectativa, buena o mala, que albergase su pensamiento, debía quedar postergada.
La aupó a la grupa y espoleó el caballo hacia el noreste. Sería, le habían dicho, poco más de una hora de viaje, pero con aquel jamelgo era el tiempo difícil de calcular. Encontró primero las ciénagas palpitantes de pájaros, peces y moluscos y, después de conseguir vadearlas tras varios laberínticos intentos, viró hacia el sur, donde, no mucho más tarde, dio con el poblado de construcciones sobre estacas clavadas en los fondos cenagosos, a las que llamaban palafitos; notó que los indígenas miraban sin miedo ni mayor precaución los numerosos reptiles, como pequeños cocodrilos, que alborotaban el agua en torno a sus casas. Más allá, el terreno se tornó más compacto y transitable, una especie inmensa de prado entre palmeras altísimas de troncos rectilíneos casi blancos y lisos, como si fueran de cera; estupefacto, calculó que la mayoría de las palmas superaban las sesenta varas de altura.
Tuvo que cruzar varios riachuelos apeándose para halar de la montura, que parecía no contar con excesivo espíritu aventurero y se resistía a introducirse en los torrentes; también la expresión de la muchacha reflejaba miedo. Observándola, se preguntó si él, asimismo, debía dejarse abatir por el temor. Quienes debía encontrar no era gente que se distinguiera por ninguna clase de escrúpulos y, si de veras le habían esperado y no se habían hartado de hacerlo con su carácter atrabiliario, tal vez pasarían el tiempo borrachos y, con ello, capaces de todo horror.
Tras vadear otro pequeño bosque de mangle, volvió a enfilar hacia el noreste, donde de pronto el paisaje se volvió oscuro y húmedo como un encantamiento. Enormes árboles de elegantes troncos, junto a palmas y arbustos que no sabía si eran árboles pequeños o hierbas gigantescas, formaban la floresta más variada que hubiera podido imaginar. Muchas ramas arbóreas aparecían parasitadas de bromelias, formando constelaciones de estrellas verdes donde los troncos se bifurcaban. También era prodigiosa la variedad de flores. Le resultaba difícil comprender que hubiera tal explosión de color bajo la bruma crepuscular y casi irreal del bosque; las flores colgaban en lilas y rosas de todas partes, entre las que saltaban monos pequeños que parecían llevar antifaces claros. El viejo caballo se detuvo en varias ocasiones, reluctante, ante la presencia de pequeños e inofensivos animales, como una especie de cerdo con una larga trompa y otro que no supo dilucidar si sería mamífero o reptil, pues presentaba una coraza que parecía de escamas, pero también una cola peluda.
Tal como le habían explicado, siguiendo siempre la dirección nordeste, atravesó en poco más de media hora el bosque, que debía de ocupar sólo una franja costera, y vislumbró en lontananza la que le aseguraron en Madrid que sería la única elevación destacable que habría a la vista. Allí encontraría lo que buscaba.
Sin embargo, la duración del viaje había sido más larga de lo anunciado; estimó que habían transcurrido unas dos horas y media desde su partida cuando coronó el selvático promontorio. Abajo, a la derecha, estaba la pequeña cala. Sintió apremiantes deseos de bajar y darse una zambullida, porque se trataba del edén más ameno que hubiera contemplado en su vida: un arco de arenas blanquísimas enmarcadas por un denso cocotal. Tal como esperaba, había un navío anclado al pie del promontorio, sin pendón ni estandarte que lo identificaran, aunque él podía determinar sin error tanto su origen como su rango y hasta el astillero donde había sido construido. Era más ligero y mucho más manejable que los pesados bajeles que todavía construían en España, en el Bidasoa. Tenía todas las velas arriadas, pero él no necesitaba ver ninguna marca ni escudo para saber que se trataba exactamente de la nao que esperaba encontrar. Los marineros, casi todos los que debían de formar la tripulación, retozaban o sesteaban en el rompeolas y en la arena. Aún en la distancia, y pese a su desnudez de indígenas inocentes, era notoria la borrachera general y su agresividad.
-Toma -le dijo a la esclava-. ¿Ves aquellos hombres? -ella asintió, por lo que Rinaldo comprobó que comprendía su defectuoso castellano-. Ve a entregarles esto -le dio los dos pergaminos enrollados-; es todo cuanto espero de ti. Ahora, gracias a este servicio que vas a prestarme, te ganas la libertad.
Notó su incredulidad.
-Sí, muchacha, eres libre. Pero ten en cuenta que voy a vigilar y comprobar que me obedezcas. Si no lo hicieras, cabalgaré hacia ti, te alcanzaré y te daré muerte. Ahora, ve.
Cuando la esclava se dispuso a cumplir sus órdenes, maese Rinaldo desplegó el catalejo, con el que siguió su penoso descenso, que le tomó más de media hora. Ignorante del peligro que podía correr, muy despreocupadamente, la muchacha se dirigió hacia el mar y parecía, por sus ademanes y saltitos acompasados, que fuese cantando. Al entrar en la playa, se produjo un revuelo, pero no de la clase que se hubiera armado si un hombre adulto se acercaba a ellos, que moriría antes de conseguir hacerse entender. Acogieron a la mulata con gritos y aspavientos de entusiasmo; la cercaron entre risotadas, puesto que ella pareció intuir en el último momento que su vida corría peligro y trató de huir. La alzaron entre cuatro y la hicieron volar como un muñeco; a continuación, fue desnudada y poseída por los veinticuatro, que se empujaban los unos a los otros disputándose el turno a golpes y tarascadas. Rinaldo frunció los labios amargamente advirtiendo que ella, forzada a humillarse desde su nacimiento, no se debatía ni expresaba queja alguna. Sintió una punzada en el alma por haberla obligado a someterse a tantas vejaciones y tuvo que refrenar el disparatado impulso de correr hacia la playa para liberarla de aquella demente bacanal. Quiso ser sordo para no oír los ecos de las risotadas ni las blasfemias y cerró los ojos con objeto de librarse a sí mismo del impulso; un impulso igual, ante el suplicio sufrido por una esclava en una plaza pública de Damasco, había estado a punto de costarle la vida cuando sólo contaba veintitrés años. Ahora tenía una misión demasiado trascendental como para que la compasión le condujera a la muerte.
Por la enajenación sexual que arrebataba a los veinticuatro hombres, temió que los pergaminos, caídos a cierta distancia de la mulata, resultaran aplastados, destruidos y olvidados, pero uno de los marineros que ya había obtenido el placer los descubrió por fin; tras examinarlos, pareció muy impresionado; corrió hacia una de las barcas y remó afanosamente hacia el navío.
Los informes habían llegado a manos de quien debía llevarlos a Europa. Podía regresar a Cartagena.
Abandonó el caballo junto a las murallas, esperando que alguien se compadeciera del famélico animal, y cruzó la puerta de Santo Domingo al declinar la tarde. Buscó la taberna llamada Chambacú; dentro, de una ojeada, descubrió un grupo de marineros del Bezmiliana entre quienes bebía el grumete don Pedro de Vélez. Avanzó hacia ellos con pasos vacilantes, como si se encontrara más que borracho. El joven De Vélez se alzó prestamente hacia él y, solícito, le tomó de la cintura para ayudarle a llegar hasta la mesa.
-El gozo del más intenso placer sexual que he conocido en mi vida, en brazos de una mulata igual que una hurí, me ha hecho festejarlo después sin medida. Creo, don Pedro, que estoy un poco mareado.
-¿Mareado, decís? Creo yo que jamás vi curda más imponente. ¿Me permitís que os acompañe a bordo del Bezmiliana?
-Os lo agradeceré con el alma.




Contraespionaje.
El día siguiente de la grabación en el fuerte de Corbeiro, Dimas Outeiro saltó por babor desde cubierta con un estilo tan impecable como el de un saltador olímpico. Le aplaudieron los submarinistas, cámaras y demás integrantes del grupo de Telemedia con asombro verdadero, porque habían creído hasta ese día que el realizador, a sus cuarenta años, no estaba ya para esos trotes.
Se había lanzado a las frías aguas de la ría sin la protección del traje de neopreno ni el equipo de submarinismo, pues no los necesitaba para lo que trataba de explicar. En realidad, tampoco era necesario sumergirse para explicarlo.
El exhibicionismo del salto tenía un propósito más personal, relacionado con el afán de competición que le inspiraba el magnífico estado de forma de su grupo de submarinistas. Quería probarse a sí mismo que no había perdido facultades desde que naciera la obsesión por el oro de Vigo a sus diecinueve años, mas el frío le calaba los huesos. Aguantaba bien la inmersión sin oxígeno, pero echaba de menos la protección del neopreno. Los años no pasaban en balde, aunque estaba convencido de que el noventa y cinco por ciento de los hombres de su edad envidiarían sus condiciones físicas. Hasta creía que podía competir con varios de los submarinistas y superarles, aunque ninguno hubiera cumplido treinta años.
Una vez que pudo contrarrestar la inercia de la caída, nadó vigorosamente hacia arriba; el casco del barco parecía la silueta de una ballena inmensa; identificó por la luz la dirección correcta y se impulsó con fuerza, pasó bajo la quilla y emergió por el estribor del pesquero. Hizo sonar las abolladas latas de refresco que habían colgado de un cordel y los muchachos se asomaron por la borda para echarle la escala de cuerda.
De nuevo en cubierta, preguntó:
-¿Está claro?
-Sí, joder, Dimas -respondió humorísticamente Rafael Beira-, que no somos niños de pecho.
-Pues si lo tenéis claro -Dimas ignoró la humorada del forzudo-, será eso lo que haréis al volver; ni se os ocurra hacer cualquier otra señal ni gritar, ni aparecer por babor. Emparejaos por los colores del traje, para que el despiste de esos tíos sea completo.
El patrón del pesquero lo enrumbó hacia donde estaba anclado el que habían fletado los de Teleplanet. Anclaron lo bastante cerca como para que vieran con claridad lo que hacían, pero no lo suficiente como para que sospecharan; de todos modos, habría entre ellos más de uno vigilándoles con prismáticos.
Echaron las dos zodiacs al agua por babor, donde los de Teleplanet pudieran verles. Cuando los submarinistas terminaron de prepararse, formaron un corro en torno a Dimas, que les dijo:
-Bueno chicos, tenemos que volverlos locos. Esos tíos no pueden anticipársenos ni aprovecharse de lo que nosotros hemos avanzado ya, así que demostradme vuestro amor propio y lo listos que sois. En una zodiac, iréis el cámara Pepín y vosotros cuatro -señaló a dos cuyos trajes eran verde y negro y a dos que los llevaban de color butano-. En la otra, José Antonio el cámara y vosotros seis.
Señaló a dos que vestían de azul y amarillo, otros dos cuyos trajes eran azules combinados con distintos colores y dos que los llevaban rojos.
Mientras obedecían sus órdenes, Dimas se echó en una tumbona y fingió enfrascarse en el guión y la escaleta sujetos con una pinza, pero no miraba los papeles; permanecía atento a ver si la operación se desarrollaba según sus instrucciones.
La primera zodiac enfiló hacia Cangas. Cuando se encontraba a unas cuatrocientas brazas del pesquero, sin parar, se lanzaron los de los trajes verdes. A continuación, la lancha viró a babor en un ángulo de noventa grados y se detuvo a unas cien brazas de donde se habían echado los primeros. Parado el motor, saltaron los de los trajes de color butano. Unos minutos más tarde, emergió la boya que los submarinistas habían asegurado en el fondo. El cámara amarró la lancha y se sumergió también.
La otra zodiac había enrumbado hacia la dirección contraria y fueron saltando de dos en dos. Al final, cualquiera en más de una milla a la redonda podía distinguir las dos boyas de llamativos colores, cada una con una zodiac atada.
Dimas consultó el reloj. Tendría que esperar unos quince o veinte minutos. Entonces, fue la primera vez esa mañana que se acordó de Gerardo Cao, al ver entre los papeles los dos recibos que había firmado antes de salir en busca del monasterio a primera hora, uno por veinte mil pesetas para imprevistos y otro por quince mil, para el almuerzo y la gasolina. Estaba tan relajado en su ausencia, que se forzó a olvidarlo como quien espanta a una mosca.
Caminó aparentando desinterés hacia la cabina del timonel y, situado a su lado para embozarse de los mirones de la competencia, observó el barco enemigo a través de los prismáticos. El grupo de Teleplanet se mostraba muy activo; más de una decena de submarinistas estaban preparándose con mucha precipitación.
Sonrió. De momento, la argucia surtía efecto. Hicieron cuanto había imaginado que harían. Echaron al agua las cuatro zodias de que disponían y, al ser ocupadas, comprobó que disponían de más submarinistas que su equipo, catorce en total. Como había previsto, las cuatro lanchas neumáticas fondearon en lugares muy cercanos a las boyas que sus hombres habían fijado al fondo.
Sólo tuvo que esperar pocos minutos más. Oyó el sonido de las latas colgadas a estribor; tras comprobar de nuevo que, tras la cabina, no podía ser observado por los prismáticos de Teleplanet, echó la escala y los cinco submarinistas subieron a bordo.
-¿Están haciendo los demás lo que les dije?
-Sí, Dimas -respondió Julio Parada-. Van sin parar de un pecio al otro, sin quedarse mucho rato junto a ninguno, y se van a cruzar los que están a popa con los que se echaron por proa.
Los cinco eran pecios recientes, sin ningún interés.
-Cojonudo -celebró Dimas-. El truco los ha engañado, al menos de momento-señaló las zodiacs de Teleplanet, fondeadas de dos en dos a escasa distancia de las suyas-. Eso nos proporcionará medio día de trabajo en paz. Cambiaros de equipo.
Conforme se quitaban los trajes, iban pasándoselos a las dos redactoras, la script, Dimas y uno de los cámaras a los que llamaban "secos" porque no sabían submarinismo. Mientras éstos se ponían los trajes de colorines precipitadamente, los cinco submarinistas se enfundaron en neopreno completamente negro, sin orlas ni escudos, ni cierres de colores. Los recién vestidos con los trajes llamativos se situaron en la zona de cubierta más visible desde el barco de Teleglobo, bromeando entre sí y gesticulando mucho, y fueron despojándose despacio de los trajes que acababan de ponerse, como si en realidad regresaran de una prolongada inmersión.
Mientras, los cinco submarinistas de negro bajaron sigilosamente por la escala de estribor con las aletas en la mano, acabaron de equiparse ya en el agua, se sumergieron e iniciaron el recorrido que les llevaría al pecio de la daga, adonde, de madrugada, habían llevado diez botellas de aire comprimido sujetas por una red, que ahora se encontraba amarrada bajo el agua a los salientes del galeón.
En cubierta, atento a ver si las burbujas no revelaban de manera ostensible el desplazamiento y la dirección de los cinco, Dimas volvió a recordar a Gerardo Cao al pensar en el esqueleto que su olfato les había permitido descubrir. Libre de los comentarios y observaciones de don Sabelotodo, todavía no se había cabreado ni una vez esa mañana. ¿Habría encontrado el monasterio? No, era demasiado pronto. Probablemente no lo encontraría nunca, pero esa búsqueda era un buen método para aplazar su impulso de despedir a alguien tan cumplidor y, al mismo tiempo, no tener que permanecer todo el día alerta por su causa.

Comenzaron a buscar el monasterio a las siete de la mañana. A mediodía, eran ya tres los visitados, pero ninguno estaba bajo la advocación de San Renato y Santo Tomás, ni lo había estado en el pasado. Por las rutas donde se encontraban, los tres se ajustaban a las exigencias de sus cálculos, pero no detectó en la capilla de ninguno cualquier objeto que pudiera proceder del tesoro ni las edificaciones tenían las características que Gerardo sabía que debía poseer el que le interesaba.
Lo que sí detectó fue que les seguían en un coche, aunque por el retrovisor no conseguía ver quiénes lo ocupaban.
-Elías -le dijo al cámara, que le acompañaba en el asiento del copiloto-, mira a ver si distingues al que conduce ese coche verde que viene detrás.
El cámara volvió la cabeza.
-Es una mujer.
-¡No te digo yo! Tiene que ser la que vemos a todas horas espiándonos.
-Joder, Gerardo, no seas lunático, que esto no es la OTAN.
-¿Va sola o acompañada?
-Está demasiado lejos. No puedo asegurarlo.
-Voy a recortar un poco la velocidad para que nos alcance, a ver si nos adelanta. Mira si puedes comprobar que es la misma que estaba la otra noche en el restaurán.
-Yo no me acuerdo de aquella tía.
-Unos treinta y cinco años, guapa, buen cuerpo, pelo castaño, que a veces se lo recoge en una coleta, y gafas doradas.
-¿Cómo coño le voy a ver el cuerpo?
-No jodas, Elías. Por favor, trata de ver si es ella.
Al recortar Gerardo la marcha, también lo hizo el otro coche, de modo que sólo se redujo en unos metros la distancia que los separaba.
-Ha recortado también -dijo Gerardo-. No cabe ninguna duda de que nos sigue. ¡Me cago en la leche!
Simultáneamente con la exclamación, pisó el acelerador a fondo. El coche saltó como un jaguar, pero el otro aceleró también, por lo que Gerardo buscó alguna desviación de la carretera. Encontró una bien asfaltada y, sin apenas reducir la presión sobre el acelerador, torció a la derecha. Recuperado el control del coche, volvió a acelerar. Se alegró de que hubiera muchas curvas; las tomó sin apenas reducir la velocidad, ignorando con bromas las protestas y maldiciones con que Elías expresaba su miedo. A la izquierda, en una corta recta tras una curva particularmente cerrada, descubrió un camino de tierra oculto entre los árboles; entró por él y, en seguida, maniobró para situarse en la dirección contraria. Se detuvo sin parar el motor.
Pocos segundos después, vio pasar lanzado el coche verde, acelerando con la esperanza de alcanzarles. Cuando supuso que estaba ya lo bastante lejos, sonrió con sensación de triunfo y retomó la misma vía, pero en la dirección opuesta, de vuelta a la carretera principal.
Por primera vez en trece años, disponía de un salvoconducto para vencer el recelo de los religiosos. Por fin estaba en vías de localizar "su" convento, gracias a la tarjeta de identificación que Dimas le había proporcionado. Si tenía la suerte de encontrarlo, no estaba dispuesto a compartir el descubrimiento con la gente de Teleplanet. Bastante tenía con los de Telemedia.

Tres horas después de la partida hacia el galeón de la daga, Dimas escuchó el tintineo de las latas colgadas a estribor. Los cinco submarinistas vestidos de negro habían vuelto. Impaciente, él mismo amarró la escala y la lanzó.
-¿Sigue todo igual? -les preguntó antes de que volvieran a cambiarse de trajes.
-Casi -respondió Julio Parada-. Cuando llevamos esta madrugada las botellas, ya me pareció que se había acumulado más barro. Ahora, visto con mejor luz, efectivamente es así. Igual que si no hubiéramos escarbado.
-¡Carallo! -exclamó Dimas-. ¿Mucho más?
-No tanto como para tapar todo el casco, pero el ventanuco por el que entramos Gerardo y yo ha quedado enterrado de nuevo.
-Claro -afirmó Dimas-. Es verano y el tiempo está en calma; entre tanto, los ríos no paran de aportar lodo. ¡Y esos estúpidos de Telemedia sin mandarnos las máquinas! Lo vamos a perder, carallo.
-¿Y si marcamos el perímetro del sitio con estacas o algo así?
-Podría ser una solución, pero... no, Julio, sería como poner un anuncio luminoso para atraer a esos mierdas de Teleplanet. Yo lo tengo marcado con exactitud en el plano; habrá que resignarse y, cuando lleguen las máquinas, nos emplearemos a fondo.
En cuanto volvieron a enfundarse los trajes multicolores, Dimas les urgió:
-Venga, coged las bolsas llenas de peregrinas y volved al agua y, recordad lo que os dije. Salid cada uno junto a la zodiac que esté más lejos de donde os vieron esta mañana. Organizaos del modo que parezca más absurdo.
Dimas siguió su actuación con los prismáticos. Uno a uno, en el transcurso de media hora, fueron saliendo a flote junto con los que habían permanecido en el lugar, mientras agitaban los brazos con actitudes de júbilo. Antes de abordar, introdujeron en las zodiacs las bolsas con los falsos tesoros supuestamente recién encontrados y Dimas sonrió al comprobar que en la cubierta del barco de Teleplanet se producía notable agitación.

A media tarde, Gerardo lo encontró.
Era tan grande y, al mismo tiempo, tan anodino como siempre se lo había representado. Un conjunto de edificios que parecía cada uno salido de la mano de un arquitecto de un siglo diferente, pero destacaba ligeramente la iglesia, sin duda lo más antiguo, con trazas románicas aunque muy modificadas por las sucesivas reformas. Por su color pardo, el convento resaltaba poco ante el espeso bosque que lo enmarcaba
Habían llegado a través de un estrecho camino sin pavimentar y gracias a la indicación de un camarero del mesón donde comieron, que no supo aclararles si estaba o no abandonado. En cualquier caso, tanto al convento como al campo de su entorno los envolvía un silencio extraño, como si la vida estuviera en suspenso en aquel rincón olvidado. A Gerardo le pareció que ni siquiera había pájaros.
-Esto parece el culo de mundo -dijo Elías, el cámara.
-Pero las puertas y ventanas se conservan enteras -opuso Gerardo-. Si no hay monjes ahora, por lo menos los ha habido recientemente.
-He leído hace poco que hay en Galicia no sé cuántos conventos abandonados, un montón -comentó Elías-. España ya no es lo que era.
-Coge la cámara y ponte el distintivo de Telemedia -pidió Gerardo al tiempo que se aseguraba el suyo con la pinza en el cuello de la camisa y cogía el pesado equipo de las luces.
No había aldabas ni timbre. Ambos golpearon con fuerza en la que parecía la puerta principal. Esperaron unos minutos, y volvieron a llamar. Lo hicieron de nuevo a los diez minutos y a los veinte, y continuaba el silencio.
-Tenías razón, Elías. Está abandonado. Vámonos.
Caminaron unos pasos hacia el coche, dispuestos a guardar el equipo de grabación y marcharse, pero oyeron el deslizamiento de un cerrojo, el crujido de la hoja de madera y una voz que les preguntó:
-¿Qué queréis?
A pesar de la aparatosidad de los focos y la batería, Gerardo volvió casi de un salto junto a la puerta. El que la había abierto estaba cubierto por un deshilachado hábito de un color pardo irreconocible, que parecía de harpillera. Se trataba de un hombre en una edad cercana a los sesenta, más bien alto y muy delgado.
-Buenas tardes -le saludó Gerardo-. Estamos grabando un programa especial de televisión sobre la arquitectura tradicional de Galicia.
-¿Para la televisión gallega?
-No. Es para una productora de Madrid, ¿ve? -Gerardo señaló el distintivo-, ésta, pero saldrá por Televisión Española. ¿Este convento se llama "San Renato y Santo Tomás"?
-No, pero a san Renato le tenemos mucha devoción. ¿Cuánto tiempo va a tomaros lo que tengáis que hacer?
-Depende de cómo sea el convento por dentro -respondió Elías.
-La mayor parte está en ruinas. No creo yo que os parezca bonito para meterlo en esa máquina. ¿Vais...?
-¿Qué?
-¿Vais a colaborar con algo para el sostén de la comunidad?
Gerardo extrajo los cuatro billetes de cinco mil pesetas que la chica de administración le había dado en un sobre para imprevistos. Al monje se les desorbitaron los ojos cuando los contó.
-Bueno, entrad -dijo.
Pasado el atrio, subieron tres escalones de piedra muy desgastada, atravesaron un pasillo por el que el religioso les precedió a buen ritmo, como si quisiera conducirles hacia el lugar que él suponía más interesante. A través de una ventana, Gerardo vio el claustro que esperaba. En realidad, lo había imaginado de piedra afiligranada y lleno de volutas y esculturas, pero era muy austero y con un aspecto algo inquietante. No era la soledad ni el silencio solemne lo que causaba inquietud, sino la impresión de que formara parte de un sueño, por el escaso contraste entre los arcos oscuros y las brumosas galerías, y por el abandono sonámbulo del jardín.
-¿No hay más monjes aquí? -preguntó.
-Somos cinco nada más. Imagina. El monasterio tiene cientos de celdas y ni me acuerdo de cuántos salones. Con decirte que hay tres refectorios...
-¿Y criptas?
-Sí, claro. Hay muchas.
-¿Podemos entrar en alguna?
-Apestan mucho, pero si es a eso a lo que habéis venido, será mejor que empecemos por ellas, antes de que...
No explicó a qué tenían que anticiparse.
Junto al muro que parecía ser el de la iglesia, en un ángulo, había una puerta pequeña que el monje abrió. Daba a una estrecha escalera descendente, por donde bajaron a lo que, más que una cripta, parecía un laberinto de catacumbas. Debía de ocupar todo el subsuelo de la iglesia.
Gerardo sentía tal emoción, que comenzó a sudar y de repente el equipo de luces parecía haber cuadruplicado su peso; tuvo que apoyar el hombro en la pared.
-Esto es cojonudo -dijo Elías y en seguida se corrigió: -Perdone, padre.
-No, hijo. Padre, no: hermano. No te preocupes, estoy curado de espanto.
-Conecta las luces -pidió Elías a Gerardo-. Ilumina hacia allá y ve andando despacio, a mi izquierda y medio metro detrás de mí, pero sin llegar a ponerte a mi espalda.
Gerardo notó que la mano le temblaba. Tenía que reponerse; era indispensable que ni el monje ni Elías advirtieran lo que estaba sintiendo. Alzó el bastidor con los cuatro focos y aguantó la respiración para controlar los temblores. Hizo tal como Elías le había pedido aunque lo que él deseaba hacer tenía que ver más con la arqueología que con la televisión.
El subterráneo estaba formado por un pasillo que dibujaba una U y tanto a izquierda como a derecha se abrían capillitas con ocho nichos cada una. Quedaban algunas lápidas que aún resultaban legibles, pero todas estaban rotas y, algunas, reducidas a fragmentos. Gerardo se preguntó si existiría la que interesaba, si es que habían tenido la caridad de hacerle una. ¿Cuál de esos espacios abovedados era el sitio?; seguramente, sería imposible identificarlo por los siglos de los siglos.
A juzgar por el insoportable olor a humedad y excrementos, y según la cantidad impresionante de telarañas, los monjes bajaban poco a ese lugar o no lo hacían nunca, al contrario que las ratas y, probablemente, algunos animales del bosque. La luz del exterior se filtraba muy débilmente por dos ventanucos, uno en cada ángulo ochavado de la U, donde el techo era algo más alto que en el resto del pasadizo.
Cuando Elías avisó de que ya tenía material de sobra de la cripta, emprendieron el regreso arriba, aunque un sentimiento amalgamado de júbilo, emoción y estupor hacía que Gerardo deseara permanecer un poco más en ese lugar que llevaba trece años tratando de retratar en su mente.
-Había unas pinturas murales en la escalera real -informó el monje-, pero ahora están ya muy borrosas, ¿las queréis ver?
-Mejor vamos antes a la iglesia -dijo Gerardo.
-Sí, tienes razón. Con la claridad de la tarde, sigue siendo bonita a pesar de los pesares. Será preferible que la veáis antes de que oscurezca.
Gerardo no se lo esperaba. En contraste con el abandono general de lo que habían visto, el templo se mantenía razonablemente bien conservado, excepto el suelo, cuyas baldosas de piedra desgastada tenía numerosos rotos y agujeros. En cambio, había a izquierda y derecha dos retablos barrocos dorados en buen estado y el del altar mayor presentaba un aspecto impresionante. Aunque infiltradas por la humedad, supuso que las tablas eran auténticamente medievales, pero había un ajado esplendor barroco presidiéndolo todo, como si, en algún momento de la historia, alguien hubiera decidido aportar un decorado memorable a lo que nunca había sido lujoso, y luego lo hubieran abandonado. En la hornacina central, una imagen muy grande de san Antonio; en las laterales, dos santas que no identificó. Entonces se fijó en la cruz. Fue incapaz de callar la pregunta:
-¿Como es posible que haya sobrevivido aquí esa cruz de oro?
-¿De oro? -se burló el monje-. ¡Qué va a ser de oro! Será de bronce dorado, y va que chuta.
-Creo que no, hermano -contradijo Gerardo-. Lo que es de bronce es la basa, que es de otra época mucho más reciente, porque esas hojas de parra y esas uvas son de estilo art deco; pero la cruz, yo juraría que es de oro. ¿La podríamos ver de cerca?
-Mira, muchacho; en este monasterio hay una serie de normas cuyo significado no entendemos muy bien ninguno de los hermanos. Una de ellas, establece que esa cruz no debe ser tocada. Lo siento, no puedo bajarla.
Gerardo calló. Podía suponer a qué se debía el tabú. Acechó la oportunidad de que el monje se retirase un poco para murmurar al oído de Elías:
-¿Tienes alguna lente que te permita grabar esa cruz sin acercarte? -el cámara asintió-. Hazlo, por favor. Eso es lo que estamos buscando.
Elías debía de encontrar muy atractivo lo que el teleobjetivo le permitía ver como si lo tuviera a un metro de distancia, porque mantuvo la cámara en funcionamiento más de cinco minutos. Frente a él, el monje parecía impaciente por hacerles salir del templo. Con objeto de dar tiempo al cámara, preguntó Gerardo:
-Ha dicho usted que le tienen mucha devoción a san Renato, pero ¿nunca ha estado este convento bajo la advocación de san Tomás?
-No, que yo sepa. Sin embargo, dice la leyenda que una vez dimos alojamiento a san Renato.
Habiendo terminado en la iglesia, el monje les precedió hasta la escalera que llamaba "real". Debía de haber sido espectacular. De unos cinco metros de ancho, se curvaba a partir del séptimo escalón, siguiendo la forma de lo que debía ser exteriormente una especie de ábside. Toda la inmensa pared hasta el arranque de la cúpula había estado cubierta por un gigantesco mural, del que quedaban sólo huellas indistinguibles. De todos modos, a Elías parecía gustarle lo que veía por el visor, porque permaneció grabando unos diez minutos.
Cuando el monje les acompañaba hacia la salida, preguntó Gerardo:
-¿Sabe usted historias sobre la Batalla de Rande, de 1702?
-¡Esa leyenda! Cuando yo era joven, sí que se hablaba algo de eso en el monasterio. Ahora ya no tenemos pensamiento más que para la oración.
Gerardo creyó detectar una finta. Sonrió. Para tantear la predisposición futura de los monjes, preguntó:
-¿Les molestaría que volvamos otro día?
-¡Qué va a molestarnos! Volved siempre que os apetezca.
Gerardo dedujo que el entusiasmo se debía a las veinte mil pesetas.
Al volver al exterior, estuvo a punto de soltar una maldición. El coche verde estaba aparcado cerca, a pocos pasos del suyo. Sin embargo, no había rastros de la mujer.

Aunque había avanzado poco durante día y apenas disponía de material grabado nuevo, Dimas estaba satisfecho. La gente de Teleplanet perdería tres o cuatro días buscando donde nada había. Tenía que inventar otra maniobra de despiste para la jornada siguiente, pero que no requiriese tantos hombres, porque necesitaba mandar a la mayor parte de los submarinistas a apartar fango del galeón del inglés. Examinó la daga, que permanecía todo el día en la caja fuerte de la suite del hotel. No se parecía a nada que hubiera visto anteriormente.
El timbre del teléfono le sacó de la abstracción.
-¿Dimas?
-Sí, Gerardo, soy yo. ¿Qué quieres?
No pudo evitar la sequedad del tono.
-Hemos encontrado algo jugoso. ¿Quieres verlo?
-¿Hablas de algo material o de una grabación?
-Grabación.
-Entonces, esperad cinco minutos y, después, subid.
Se despojó del short para vestir un vaquero y una camiseta. Fue al cuarto de baño, a pasarse el peine. A continuación, encendió los múltiples interruptores de la consola improvisada en la otra pieza de la suite. Justo cuando todo estaba en marcha, sonaron los golpes en la puerta. Por la expresión tanto de Gerardo como de Elías, comprendió que debían traer algo gordo, o al menos así lo creían ellos.
-Hemos encontrado el convento -aseguró Gerardo.
-No, Gerardo. Has encontrado uno de los conventos. ¿Tú imaginas cuánta gente y cuántas iglesias se beneficiarían del follón de aquella noche y la rapiña que la siguió?
-Al menos, éste es el convento del que yo había oído hablar de niño. Elías, prepara la cinta.
En tanto que el cámara elegía la cassete y luego rebobinaba para encontrar el punto donde había comenzado la grabación del monasterio, Gerardo informó a Dimas:
-La espía nos ha seguido.
-¿De veras? No tiene sentido que os siga a vosotros en vez de quedarse en la ría, donde está la acción. ¿No estarás volviéndote paranoico?
-No, Dimas. Ya la he visto en multitud de ocasiones. Nos espía en el restaurán, aquí en el hotel, en todas partes, y seguramente habrá llegado en lancha hasta el barco más de una vez y no nos hemos dado cuenta, porque se disfrazará.
-Estoy seguro de que estás equivocado, Gerardo. Hoy hemos pasado todo el día frente al barco de Teleplanet, donde podían ver lo que quisieran... aunque van listos. No le veo lógica a que esa mujer haya ido tras vosotros. ¿Qué sabe ella a lo que ibais? Muy bien podíais ir de viaje por razones familiares. Espero que no imagines que esa mujer nos ha puesto micrófonos en el barco y en las habitaciones del hotel, para saber que ibas a buscar un convento relacionado con los documentales.
Dimas vio que Gerardo no se tomaba a broma lo de los micrófonos, porque advirtió que daba una ojeada a la habitación, como si buscase alguna señal.
-Lo dicho, chico. Te has vuelto paranoico.
-A lo mejor no es de Teleplanet.
Dimas sonrió.
-¿Y quién más va a espiarnos?
Gerardo no respondió, porque Elías les avisó de que ya estaba la cinta lista para ser visionada.
Dimas no mostró interés por las tomas de la cripta ni las generales de la iglesia, pero cuando la cruz se situó en primer plano gracias al teleobjetivo que había usado el cámara, se rebulló en el asiento.
-¡Joder! -exclamó.
-¿Estás de acuerdo en que tuvo que venir en la Flota de la Plata?
-Con un noventa y nueve por ciento de probabilidades -concordó Dimas-. Las riquezas de este tipo que venían de América en aquella época, se quedaban en Sevilla o iban para Madrid. A Galicia no llegaban estas cosas. Sólo aquella vez tuvimos esa oportunidad.
-Las quince amatistas -disertó Gerardo- están trabajadas al estilo sudamericano y la esmeralda del centro tiene también la talla tosca de aquella época. ¿Sabes una cosa, Dimas? El monje que nos la ha enseñado cree que no es de oro.
-¡Está loco! Lo que no es de oro es esa porquería de basa, que a ver a qué fantasma se le ocurrió combinar las dos piezas.
-Sí, la basa es modernista y está labrada en bronce.
A Dimas se le escapó la pregunta:
-¿Por qué carallo sabes tanto, Gerardo?
-No comprendo.
-Joder, no escurras el bulto, que llevas no sé cuántos días poniéndome a cavilar. Escribiste en el currículum que te graduaste en filología inglesa, y supongo que será verdad. Pero es que te pillo a cada paso hablando de un montón de cosas que no tienen nada que ver con la filología inglesa ni con la tibetana, ni... ¡yo qué sé!
-Yo... -Gerardo sintió que volvía a ruborizarse-, simplemente, soy un tío curioso, Dimas. Nada más. Me gusta enterarme de las cosas.
-Creo que no se trata de eso, Gerardo. Mira, ahora por ejemplo; has hablado con autoridad y sin dudas de estilo modernista y no has vacilado al afirmar que esta basa es de bronce. ¡La gente común no reconoce esas cosas al primer golpe de vista, carallo, y mucho menos un tío como tú, que parece que te pasaras la vida en el gimnasio! ¿Cuál es tu juego?
-¿Juego? No comprendo lo que quieres decir. Ya te conté que los niños de mi aldea hablábamos de este asunto de la ría de Vigo como quien habla de un cuento maravilloso. Lo único que yo he hecho de especial es leer un poco sobre esa historia, para tratar de deducir si se trataba de una leyenda o de una realidad.
Ante la expectación de Elías, que les miraba alternativamente a los dos como preguntándose "de qué iba el rollo", Dimas observó largamente a Gerardo. Había vuelto la molesta sensación de suspicacia de la que se había creído libre durante todo el día. Carallo, no podía echar a Gerardo, porque no paraba de hacer aportaciones trascendentales a la serie, pero tampoco quería continuar preocupándose por su causa.
-¿Y a qué conclusión llegaste? Tú crees en el oro de Vigo, ¿verdad?
-Creo que ha habido mucho, mucho oro en el fondo de la ría, lo que no sé es si en estos tres siglos habrán ido sacándolo todo, poco a poco, y ya no queda ni una moneda. Lo que contó Julio Verne que hacía el capitán Nemo, seguramente estaba inspirado en relatos de verdaderos saqueadores; saqueadores que han seguido viniendo hasta tiempos reciente, bajo el pretexto de investigaciones arqueológicas pero que buscaban y seguramente encontraban oro. Pero, como era tantísimo...
-¿Cuánto, según tus cálculos?
-Cientos de toneladas de plata o tal vez miles, plata que estaría a estas alturas súper corroída por el salitre, y millones de doblones y piezas de oro.
Dimas sonrió y, a continuación, apretó los labios.
-Bueno -dijo tras una pausa-, a lo mejor exageras un poco. Pero, sí. Se trataba de riquezas de esas magnitudes, porque no has hablado de las perlas ni de las esmeraldas.








22-Enero
ORO ENTRE BRUMAS. Lectura gratis
Hoy comienzo a publicar aquí mi novela “Oro entre brumas”, una de3 las cuatro por las que he sido víctima de una estafa de doce millones de pesetas por parte de la editorial.
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ORO ENTRE BRUMAS

Brumas sobre el oro
Corría 1702 cuando el río de oro que había sido el océano Atlántico volvió a fluir después de tres años de sequía.
Eran aquellos tiempos difíciles para el imperio español, porque los reinos europeos, ansiosos de apoderarse de las tierras y riquezas hispanoamericanas, habían ideado un personaje de perfiles imprecisos y carácter siniestro: el pirata. O el bucanero. O el filibustero. Máscaras que embozaban con frecuencia a generales y almirantes de los reyes de Inglaterra, Francia y Holanda.
En las postrimerías del siglo XVII, eran incontables las islas antillanas convertidas en bases de los piratas. Y éstos eran tan numerosos y los estragos causados a los galeones españoles del comercio de Indias llegaron a ser tan graves, que la Flota de la Plata de 1699 tuvo que refugiarse en La Habana a la espera del refuerzo que podía representar la de 1700. Reunidas las dos, tampoco se creyeron lo bastante fuertes como para romper el acoso bucanero. Esperaron aún la flota de 1701, pero únicamente en el verano de 1702 se atrevieron a iniciar la travesía gracias a una protección que les pareció providencial.
Mientras los galeones aguardaban en La Habana tiempos más propicios y las arcas españolas se vaciaban, tenía lugar un encadenamiento de hechos que convulsionaron al Reino de España, situándolo en grave riesgo de ser dividido entre las potencias de Europa: Parecía a punto de derrumbarse el entramado de intereses de aquella precursora del mercado común europeo que fue la Casa de Contratación de Sevilla; Carlos II el Hechizado, bajo cuyo reinado partió la primera de las tres flotas, murió sin descendencia; superadas las graves intrigas cortesanas originadas porque el último rey español de los Habsburgo no hubiera engendrado un heredero, el francés duque de Anjou sucedió a Carlos II, siendo coronado con el nombre de Felipe V. Esta coronación suscitó la ira del imperio austriaco y la alarma de Holanda e Inglaterra, temerosas de que el abuelo del nuevo rey, Luis XIV de Francia, pudiera convertirse en emperador de Europa gracias a la anexión de España y sus extensas posesiones. Así nació la Gran Alianza, en contra del cambio de dinastía en el trono de Madrid.
Cuando el joven rey Felipe V fue informado de las catastróficas consecuencias económicas que ocasionaba la permanencia de tres flotas en La Habana con el producto de tres años del Comercio de Indias, Luis XIV puso a su disposición la armada francesa, una de las más poderosas de la época, para la protección de los galeones en la travesía del Caribe a Cádiz.
Como ya había comenzado la contienda europea que fue la Guerra de Sucesión española, abundaban los intentos de invasión de la península por parte de las potencias de la Gran Alianza, con Inglaterra a la cabeza.
Advertidos del riesgo que el acoso de la Gran Alianza podía representar para la preciosa carga que transportaban, los almirantes de las tres Flotas de la Plata decidieron no enrumbar hacia Cádiz, que era lo que mandaba la ley, y refugiarse en Vigo, a la espera de circunstancias más favorables.
Un conjunto de acontecimientos que representa un enigmático avatar de la Guerra de Sucesión, hizo que el almirante de la armada angloholandesa abandonara el intento de invadir Andalucía y pusiera sus navíos rumbo a Vigo, resuelto a apoderarse de la carga, que los espías ingleses y portugueses consideraban el más fabuloso tesoro que jamás hubiera navegado sobre el mar. La presencia de la armada de Luis XIV no le desalentó.
La noche del 23 de octubre de 1702, los vigueses presenciaron una de las mayores catástrofes sufridas hasta entonces por el poder imperial español. El fuego y la sangre, y también el oro, inundaron la ría de Vigo. El fuego se extinguió pronto y la sangre dejó de aullar cuando las familias rotas consiguieron aliviar su dolor. Pero la inundación de oro cayó por el sumidero de los misterios insondables, esos misterios que perviven porque sus protagonistas se conjuran para no desvelarlo. Las brumas del tiempo y un silencio trufado de vergüenza y necesidad de olvido eclipsaron el brillo de centenares de millones de doblones de oro y millares de toneladas de plata.
Durante los tres siglos transcurridos desde entonces, han sido muchos los aventureros que trataron de encontrar la entrada del sumidero.
Hay ojos que han visto muestras del oro que traían aquellos galeones. Hay ojos que han escudriñado las afiligranadas caligrafías de millares de documentos, en busca del rastro del tesoro, con la pretensión de disolver la bruma que el tiempo espesa. A unos les impulsaba la avaricia; a otros, la curiosidad. Muchos sentían la necesidad de desentrañar las causas y los efectos de aquella tragedia, necesidad que demasiados cronistas se han empeñado en burlar, estremecidos por el sonrojo y el horror. El sonrojo que causa la impericia suicida de los gobernantes españoles de la época y el horror de tantas vidas, haciendas, fortunas y oportunidades malogradas.
Entre 1702 y la actualidad, la bruma sigue reinando en la ría de Vigo.




Misterio en el fondo del mar

Hacía más de una hora que la discusión se había caldeado hasta un nivel de tensión que resultaba incómodo para la que debía ser plácida sobremesa de la cena, lo que podía condicionar desfavorablemente el ánimo de los submarinistas cuando reanudasen la exploración al amanecer.
Dimas Outeiro sabía manejar las pasiones de sus ayudantes y canalizarlas con tino hacia la producción de excelentes programas de televisión, pero el equipo de ahora presentaba una peculiaridad que lo hacía muy diferente de todos los que había dirigido antes. Descontados los cámaras, la jefe de producción, la script, las dos redactoras y los utileros, casi la mitad eran submarinistas que, tal como exigía el anuncio de "Faro de Vigo" a través del que se les había contactado, poseían buen nivel cultural, ya que entre ellos había un médico a punto de doctorarse, un licenciado en filología inglesa, dos graduados en ciencias de la información y un economista. Todos destacados deportistas, con el carácter firme y tenaz que posibilita los éxitos deportivos. No se trataba, pues, de personas a las que pudiera impresionar ni apocar recordándoles sibilinamente, para zanjar la discusión, que el nombre de Dimas Outeiro había salido ya centenares de veces en los créditos, como realizador de algunos de los programas de televisión más célebres de los últimos años.
Trató de evadirse de la airada charla abstrayéndose en la contemplación del paisaje enmarcado por el ventanal del restaurante, donde les había llevado a cenar para romper la monotonía de los menús del hotel en que se alojaban y donde venían comiendo a diario. La ría de Vigo ganaba plasticidad con la noche, el rosario de aldeas formaba una constelación de puntos luminosos reflejados en el agua inmóvil, una galaxia duplicada que más parecía la creación de un pintor. Él sabía que bajo su amable apariencia, ese agua ocultaba en el fondo los rastros de acontecimientos escalofriantes; y no sólo lo sabía mediante la lectura, sino porque había dedicado muchos veranos de su vida a explorar con precarios equipamientos de buceo, desde la cenagosa y turbia ensenada de San Simón hasta las proximidades de las islas Cíes. Cinco objetos, dos de oro y tres de plata, expuestos en un despacho reservado de su casa al que muy pocos amigos tenían acceso, eran el resultado de dos decenios de exploración y el origen de su obsesión por grabar la serie de documentales "El oro de Vigo" que, tras muchos años de proponerla a las productoras de televisión, por fin estaba realizando.
Las quejas de los submarinistas eran razonables, pero ¿cómo convencerles de que ningún canal de televisión abordaría la compra de unos documentales con la misma alegría presupuestaria que un programa de cotilleo rosa en prime time? Ante los jóvenes, él era "la productora", aunque ante la productora Telemedia fuese, en realidad, "ese lunático que sueña con el oro de Vigo y ha conseguido meternos en este embolao". Opinión que, sin duda, era la causa de que llevaran dos semanas y media esperando las máquinas e instrumentos que, al finalizar el primer día de grabación, sabían todos que eran indispensables. A pesar de que Telemedia había transigido y aceptó el proyecto por la proximidad del tercer centenario de los hechos que habían dado origen a la leyenda del oro, sus directivos estaban recortando los gastos hasta extremos insoportables, lo que comenzaba a abonar el desaliento de los submarinistas.
El más impaciente era Gerardo Cao, un sujeto que a Outeiro le sacaba de quicio casi a todas horas, por sus ínfulas de sabelotodo y su afán de ir por delante de los demás en las exploraciones donde participaba. Además, resultaba sospechoso que supiera tanto sobre el oro de Vigo y la batalla que había originado la leyenda, conocimiento que parecía con frecuencia más extenso que el del propio Dimas Outeiro, a quien le daba la impresión de que el chico quisiera subírsele a las barbas.
-Es que si encontramos percebes donde buscamos esmeraldas y pulpos donde debería haber metales preciosos -decía Gerardo en ese momento-, uno acaba perdiendo la paciencia.
-Yo estoy hasta los huevos de jugarme la vida entre hierros retorcidos -protestó Rafael Beira, un periodista, también submarinista, que tenía aspecto de carnicero-; esos barcos debieron naufragar hace menos de tres años, no trescientos.
-¡Ya te digo! -concordó Julio Parada, el médico-. Lo que yo quisiera saber es si hemos explorado realmente algún galeón, porque, por la pinta de lo que hemos visto...
-Sí, hombre -interrumpió Gerardo-. El primer pecio de esta mañana era una galeaza de principios del diecisiete. Aunque estaba hecho cachos, ¿no te fijaste en la forma de la proa y los restos de los tres mástiles?
Dimas no acababa de decidir si podría soportar a Gerardo Cao hasta la finalización de los documentales. Su conducta y todo lo que decía le hacía recelar de él. Una de sus normas personales era no aceptar jamás en sus equipos a gente que le causara alguna clase de inquietud, porque se negaba a sí mismo toda preocupación que le distrajera de lo esencial, o sea, la realización de un buen trabajo. Gerardo no alcanzaba exactamente la definición de "preocupación", pero podía llegar a serlo porque no conseguía hacerse una composición mental sobre sus pretensiones. Según el cuestionario que rellenó al solicitar el empleo, y que había releído varias veces, estaba seguro de que había omitido deliberadamente partes sustanciales de su currículum, porque exhibía conocimientos que no tenían nada que ver con su título de filología inglesa y que más parecían retratar a un historiador o un arqueólogo. Mas su actitud entusiasta, colaboradora, infatigable y generalmente atinada cuando debía tomar decisiones, hacía que Dimas temiera cometer una arbitrariedad si lo despedía movido solamente por un pálpito irracional, pálpito que, sin embargo, Gerardo estimulaba casi a diario.
Dimas no había prestado atención al comienzo de su frase:
-... los que hundieran los españoles voluntariamente, los situarían donde hubiera profundidad suficiente como para salvar el oro de la codicia angloholandesa y quedarían enterrados con el tiempo. Aparte de los que saquearon mientras estaban hundiéndose, los ingleses conseguirían abordar principalmente los que sus patrones acercaron a la orilla para que pudieran ser descargados.
Gerardo describía la batalla del 23 de octubre de 1702 como si la hubiera presenciado, lo que fomentaba la suspicacia de Dimas, que cada día se convencía más de que ocultaba algo. Tomó un sorbo de ribeiro con los ojos fijos en el joven y, haciendo un esfuerzo para rescatarse a sí mismo de la desconfianza, concedió:
-Gerardo tiene razón. Los pecios más interesantes tienen que estar enterrados bajo muchos metros de lodo. Recordad que son casi trescientos años de aportaciones fluviales.
-Entonces, ¿a qué hemos venido? -se lamentó Julio-. Si es imposible, es imposible y si no lo es, ¿de qué carallo estamos hablando?
Dimas sonrió. Más que un médico, Julio Parada parecía un campesino sentencioso.
-Hay que tener paciencia hasta que Telemedia nos mande de una puñetera vez lo que le he pedido -arguyó Dimas-. Si este trabajo fuera fácil, no os habría contratado a tantos, con dos submarinistas tendría de sobra; sois once, todos expertos y en excelente forma, precisamente porque sé por experiencia que nos encontraremos con muchas dificultades. Por otro lado, si fuera tan fácil, tampoco tendría sentido la serie que he planificado en guión. No podemos limitarnos a lo que ya ha sido explorado miles de veces durante tres siglos, porque lo que conseguiríamos sería una mierda de reportaje. Por fas o por nefas, haremos una serie de documentales que demostrarán que el oro de Vigo no es un mito. Esa es la razón de que parezcamos la Cruz Roja del Mar con tantos submarinistas, porque mi intención es explorar sitios donde nada documenta oficialmente la existencia de pecios.
-¿Y si miramos más allá del estrecho de Rande? -sugirió Gerardo.
La pregunta se anticipaba a la pesquisa que Dimas estaba a punto de ordenar para la jornada siguiente, como si le hubiera adivinado el pensamiento. Con desagrado, el realizador miró escrutadoramente a su empleado, atento a lo que se le ocurriera decir a continuación.
-¡Tú has perdido el sentido! -exclamó Fernando Vázquez, otro de los submarinistas que también era periodista titulado.
-Has ido a nombrar el sitio donde el agua es más turbia -reprochó Julio Parada.
-Pero es donde más galeones tuvieron que hundirse -replicó Gerardo-. Por la lógica del follón organizado en la ría aquella noche, creo que algunos de los que cargaban mayores riquezas, tratarían de escabullirse del grueso de los atacantes ingleses buscando la proximidad de las únicas orillas donde esperaban los soldados del rey. Anoche estuve haciendo trazos, teniendo en cuenta las mareas, las corrientes y los bajos, en las fotocopias de planos que nos entregó Dimas el primer día, y si no me engaña el olfato, me parece que encontraríamos algo entre cuatrocientos y quinientos cincuenta metros más allá del puente. Por supuesto que habrá mucho fango, pero ¿no os parece que tiene sentido tratar de pensar como debieron de pensar los marinos de entonces?
Hubo algunos asentimientos, pero muchas más negaciones con la cabeza. A Dimas volvía a rondarle la pregunta sobre qué había ocultado Gerardo en su currículum.
-Sí -dijo en alta voz, en apoyo de Gerardo-. Tiene sentido. Como me han dicho esta tarde que no esperemos las máquinas hasta dentro de tres o cuatro días, mañana nos dedicaremos a ese punto concreto que has dicho. Es probable que no encontremos más que una llanura inmensa de fango cubierto de algas, pero, como no tenemos nada mejor que hacer, pondremos mucho atención a ver si cualquier detalle nos revela el enterramiento de un pecio. Ojalá tengamos suerte.
Era casi un programa de trabajo, de modo que Dimas, según su costumbre, no quiso dar opción a que la discusión continuara ni a que nadie planteara más objeciones. Por ello, decidió dar un viraje a la conversación para terminar la sobremesa en paz:
-Las filloas estaban cojonudas.
-Yo me he comido cinco -afirmó Rafael Beira.
-Para mi gusto, estaban un poco pasadas -opuso Gerardo-. Sin embargo, las nécoras sí tenían su punto exacto.
Mientras hablaba, Gerardo fijó la mirada en una mujer que les observaba con excesiva atención desde una mesa situada a varios metros de distancia, como si quisiera enterarse de lo que hablaban; trató de recordar dónde la había visto antes, aunque no lo consiguió. Ella desvió los ojos, con el aire y la precipitación de quien ha sido cogido en falta. Era una mujer de algo de más de treinta años, muy atractiva, que no podía pasar inadvertida, por lo que Gerardo supuso que, simplemente, le habría llamado la atención al llegar esa misma noche al restaurante o, quizá, en el hotel, donde pudiera ser que también se alojara.
-Si os parece, cenaremos en este restaurante todas las noches mientras andemos por este lado de la ría -propuso Dimas.
-A lo mejor no duramos mucho por aquí -sugirió enigmáticamente Gerardo-, y quién sabe si no convendría hasta cambiar de hotel. Es posible que tengamos que centrarnos por la ribera norte de San Simón y, en tal caso, venir aquí todas las noches sería un palo.
Otra vez examinó Dimas la expresión de Gerardo, un escrutinio que a él mismo le enojaba; no quería verse abocado a estar en guardia por nadie, la gente del equipo tenía que facilitarle el trabajo en vez de complicárselo. Junto con la pregunta acerca de lo que Gerardo pudiera pretender, le desagradó que apuntara una posibilidad que sólo al director le correspondía señalar; el chico sabelotodo invadía asuntos que eran potestad exclusiva suya. Sin pretenderlo, había en su mirada una interrogación y un reproche, cosas que Gerardo detectó, puesto que apartó los ojos y Dimas percibió que subía el rubor a sus mejillas.

A solas en la habitación del hotel, Gerardo continuaba sintiéndose turbado. Tenía indicios suficientes para suponer que no era santo de la devoción de Dimas; lo presentía ya casi desde el principio y hacía esfuerzos por ganarse su confianza, pero, aunque se había preparado a conciencia, metía la pata a diario. Se lo reprochó a sí mismo, llamándose estúpido impertinente por no saber cerrar la boca a tiempo. Si el famoso director de televisión decidía que un insignificante submarinista circunstancial le estorbaba en el equipo y decidía despedirlo, iba a perder la oportunidad que había anhelado desde los catorce años. Se alzó de la cama y cogió el anillo del bolsillo interno del morral. Era como un talismán, como el inquietante regalo encantado de una meiga, porque había condicionado trece años de su vida, que, a los veintisiete, ya no era capaz de plantearse con otras metas. El timbre del teléfono le sobresaltó.
-No me has llamado este noche -le reprochó Martiña.
-Acabo de volver del restaurante donde hemos cenado. Me parecía tarde para llamarte.
-Pues llevo aquí, de plantón, desde las nueve y media.
-Discúlpame cariño; mañana te llamaré en cuanto volvamos a tierra, desde cualquier teléfono público.
-Ya te he comprado el móvil.
-Te daré el dinero cuando vengas. ¿Has hablado con tu padre?
-Sí. Está de acuerdo. Mañana va a contratar una cajera para el supermercado y, en cuanto le enseñe, podré irme a Vigo.
-Cojonudo. Me ayudarás mucho.
-Pero, Gerardo, si yo no tengo ni idea... Esa manía tuya me está creando muchos problemas con mi familia. Ya lo sabes; en Noya la gente tiene los pies en la tierra y no nos gustan las fantasías.
-¿Tú también crees que son fantasías?
-Yo sólo sé que te quiero. Me da igual cuáles sean tus ilusiones, la única que yo tengo es casarme contigo...
-Cuando te vengas a Vigo, la boda será más fácil.
-En fin, si tú lo crees...
-Te lo prometo. ¿Cuándo llegarás?
-Le he dicho a mi padre que quiero irme el domingo. Me parece que está pensando en llevarme él en el coche, seguramente para echarte un sermón.
-Estaré preparado.
De nuevo tras colgar el auricular en la horquilla, jugueteó con el anillo. No solía ponérselo, sobre todo ahora, cuando a Dimas Outeiro podía llamarle la atención por las filigranas y el tamaño de la piedra; le bastaría tomarlo en sus manos y leer la inscripción grabada en el interior del aro para sospechar de sus propósitos. Volvió a guardarlo en el bolsillo interno del morral y se echó a dormir. El pecio que encontrarían según sus cálculos durante la mañana siguiente, le pondría rumbo a su destino y le reconciliaría con el pasado. Iba a ser un trabajo muy arduo, por lo que necesitaba descansar muchas horas. En el momento de dormirse, tuvo el presentimiento de que algo muy importante ocurriría cuando despertase.

El amanecer en la ría era un bellísimo espectáculo con visos mágicos. El alba estallaba por tierra adentro, iluminando paso a paso los recovecos de monte y agua a través de la niebla matinal. Podía apreciarse el avance gradual de la luz ganando una a una las radas y promontorios, como si el paisaje surgiera paulatinamente de un sortilegio.
En la cubierta del barco de pesca que Telemedia había alquilado para usarlo como cuartel general, Dimas Outeiro dejó de contemplar el despertar de la ría y forzó la vista para examinar bajo la luz crepuscular el plano que había seleccionado al volver al hotel la noche anterior. Aún no había decidido si deseaba mostrarlo a los submarinistas, en especial a Gerardo Cao, porque una de las cruces marcaba precisamente el punto que el joven había mencionado durante la cena. Cuando él tenía la edad de Gerardo, bajó sin equipo, a pulmón, en ese punto; recordaba con precisión lo que vio, un simple trozo de madera que emergía unos centímetros del lodo; intentó moverlo en tres ocasiones, durante otras tantas zambullidas, y no lo consiguió. Señaló el punto en el mapa dibujado por él mismo, convencido de que el madero podía formar parte del castillo de proa de un galeón, y luego lo olvidó porque descubrió a lo largo de los años decenas de maderos iguales e igualmente inamovibles. Tantos como cruces había en sus mapas.
Volvió a guardar el dibujo en la carpeta, la metió en la bolsa, que encerró en la cabina del puente de mando, y se acercó a los submarinistas, que se encontraban alborotando entre risas al tiempo que preparaban los equipos y los trajes. Reflexionó unos instantes mientras los contemplaba; todos eran hombres plenamente adultos, pero bromeaban con alegría y despreocupación propias de muchachos. Sólo Gerardo Cao se comportaba con seriedad durante los preparativos de las inmersiones, como si hubiera decidido que el empleo, que en las mejores circunstancias sólo iba a durar seis semanas más, fuese la meta de su vida. Ahora, en lugar de participar de las chanzas de sus compañeros, revisaba con la concentración de un analista de laboratorio el regulador de la botella de aire comprimido, el lastre del cinturón, los ajustes de las aletas, chaleco, guantes y gafas y los cierres del traje.
Dimas se sentía más cómodo con los demás, porque resultaban mucho más espontáneos, pero, a fin de cuentas, no dejaba de ser beneficioso que alguien se tomara ese trabajo tan a pecho; a pesar de esta idea, notó que su instinto era más poderoso que sus razonamientos. Gerardo le producía inquietud, por lo que, si continuaba sintiendo lo mismo dos o tres días más, lo despediría; bastantes problemas tenía con el esfuerzo de conciliar sus obsesiones de juventud con sus responsabilidades como realizador de televisión. Mientras daba las instrucciones al tiempo que también se enfundaba el traje de neopreno, no miró en ningún momento la cara de Gerardo y casi le daba la espalda.
-Vamos a inspeccionar todo lo que haya a unas trescientas cincuenta brazas de la punta de San Adrián. Si no se ha acumulado mucho fango desde que la vi, encontraremos parte de una proa enterrada, pero se trata de un simple madero que las algas nos dificultarán mucho localizar. En el caso de que consigamos verlo, tú -se dirigía al forzudo Rafael Beira- tantearás a ver si puedes moverlo por si resulta ser un simple tablón; en el caso de que sea algo más, todos, menos los cámaras, haremos catas con las palas en dirección sur. Hoy, bastará con que confirmemos que se trata de un galeón, porque, hasta que no lleguen las máquinas...
-Tiene que haber más de un galeón en ese sitio -afirmó Gerardo con contundencia que a Dimas le pareció temeraria.
Deseó preguntarle el porqué de su convicción, pero no quería darle alas, por si tenía que despedirlo. Fue Julio Parada quien bromeó:
-Joder, macho, cualquiera diría que alguien te ha regalado el plano del tesoro. ¿Por qué estas tan seguro?
-Porque... -Gerardo dudó, al observar que Dimas torcía forzadamente el cuello hacia el lado contrario para evitar mirarle a la cara-, supongo que si quedaban barcos cerca del estrecho de Rande, tratarían aquella noche de refugiarse tras la punta de San Adrián y algunos pudieron ser alcanzados por los cañonazos ingleses cuando se situaron de lado al virar a babor.
La hipótesis era aceptable, pero Dimas no quiso comentarla. Gerardo se mordió el labio, convencido de haber vuelto a meterse en camisa de once varas.
Ocuparon las dos zodiacs, que pusieron rumbo hacia las proximidades de la punta de San Adrián y, en cuanto el crepúsculo dio paso al día, por primera vez en las dos semanas que llevaban en la ría se lanzaron todos al agua en el mismo lugar. Dimas fue el primero en saltar, seguido al instante por los dos cámaras.
Gerardo sospechaba que las cosas no marchaban bien con Dimas. Llevaba un preciso registro mental de los gestos y palabras que el realizador venía dedicándole; sus miradas inquisidoras cuando hablaba de la batalla de Vigo, sus expresiones de impaciencia cuando le proponía actuaciones que de todos modos acababa aceptando, sus palabras desdeñosas cuando revelaba conocimientos superiores a los exigibles en un simple submarinista. Por todo ello, intuía que acaso fuera ésta la última inmersión antes de ser despedido. Se preguntó qué podía hacer para evitarlo. Lo primero, no ser demasiado diligente esta mañana, no apresurarse, aunque su cuerpo hervía de anticipación. Cada vez que el grupo derivaba desviándose de la dirección que él suponía que debían seguir, se sumaba a ellos tratando de que ningún ademán delatara su impaciencia. Vio la silueta antes que los demás, pero aguardó a que fuese cualquier otro quien alertara a Dimas.
El lodo de trece o catorce años no sólo no había sepultado el madero, sino que algún milagro había descubierto una parte del barco del que formaba parte. Mientras apuntaba el haz de la linterna halógena hacia la madera ennegrecida, Dimas, agarrotado por la emoción, se preguntó qué había ocurrido en ese sitio desde la última vez que lo explorara; todo el lomo sumergido que prolongaba la punta de San Adrián presentaba muchas menos algas que el resto de la ría, lo que le sirvió para aventurar una respuesta: Los últimos temporales de primavera habían sido muy intensos; las fuertes corrientes habían desplazado más limo del que la bahía recibía arrastrado por la lluvia y los ríos. Iluminada por las linternas de todo el grupo, la silueta, que medía algo más de seis metros de largo, era sin duda una curva de la borda de estribor del castillo de un galeón español del siglo XVII. Había muchas posibilidades de que el casco permaneciera entero, recostado bajo el fango.
Sintió alborozo, una alegría que comunicó a todos los submarinistas, ya que alzó los brazos como el velocista que llega a la meta; iba a ser el primer galeón que explorasen con esperanza de encontrar algo interesante, porque lo que habían grabado hasta ahora no eran más que restos de cascos esparcidos, que hacía decenas o cientos de años que habían perdido el cargamento.
De acuerdo con sus órdenes anteriores a la inmersión, Rafael Beira se lanzó en picado, y Dimas se impulsó velozmente tras él para impedir que usara su fuerza, porque ahora no se trataba de mover nada, sino de tantear con delicadeza a fin de evitar que el maderamen debilitado por el tiempo y la sal se derrumbara. Cuando pudo detener a Beira, señaló arriba con un gesto y todos volvieron a la superficie.
Una vez a flote, Dimas escupió la boquilla del regulador del aire y dijo:
-Por la posición del casco, con la cubierta orientada hacia el sudoeste, lo que la resguarda de lo que traen los ríos, a lo mejor no toda la bodega está llena de fango. Como no se ve nada más que parte del casco, y tanto la escotilla mayor como las entradas del castillo y el alcázar están enterradas y demasiado lejos, lo mejor es que catemos hacia la quilla, a ver si tuviéramos la suerte de encontrar pronto una lumbrera o una porta. Si fuera así, y si efectivamente no todo el interior estuviera lleno de fango, entrarán...
Gerardo buscó con apremio los ojos de Dimas, anhelando recibir la orden de entrar. Dimas, por su parte, detectó el anhelo y, resuelto a descartar al vehemente joven, se preguntó cuáles de los demás poseían la combinación necesaria de conocimientos y aptitudes físicas para realizar eficazmente esa primera exploración. Julio Parada era un buen candidato, pero no podía entrar solo; el riesgo se reduciría a la mitad si eran dos. Tras la somera calibración de los nueve submarinistas restantes, reconoció que el mejor cualificado era Gerardo. Apretó los labios; tuvo que hacer un esfuerzo de superación de su propia resistencia para decir:
-En el caso de que aparezca una lumbrera que no esté excesivamente enterrada, entraréis vosotros dos, Julio y Gerardo -Dimas notó la alegría que éste no consiguió disimular-. Si la lumbrera tuviese la portañuela en buen estado, volveríamos a cerrarla una vez que entréis, para impedir que la arena se deslice hacia dentro. Todos los demás, seguiremos apartando el fango que rodee esa lumbrera, a ver cuánto podemos liberar. Vosotros dos -se dirigía a los cámaras-, grabad toda la operación; uno, con el ventanuco en primer plano y el otro, con un plano general de todos nosotros y el casco.
-¿Entramos sólo a mirar o cogemos lo que encontremos? -preguntó Gerardo.
-Sólo si se trata de algo muy, muy especial. De lo contrario, lo mejor será que lo dejéis todo tal como esté hasta que puedan entrar los cámaras con garantías.
Julio y Gerardo tomaron de la zodiac las bolsas, se las ajustaron a la cintura y volvieron con los demás al fondo.
Mientras apartaban penosamente el fango, Gerardo dejó de oír los rumores que producían las paladas y el chapoteo, porque era mucho más intenso el sonido de su corazón. Tenía en la mente un dibujo de cómo debía de ser el casco y, si el barrunto era correcto, encontrarían una lumbrera en cuanto escarbaran unos sesenta centímetros. Oró interiormente, rogando el milagro de que el interior estuviese libre de fango. Rezó también para que el cielo le dotara de habilidad para sortear la expulsión del equipo con que Dimas podía premiar esa tarde el hecho de que hubiera sido él quien señalara el primer galeón interesante en dos semanas de trabajo.
El ventanuco cerrado apareció media hora más tarde, con el grueso vidrio intacto. Dimas pidió por señas que no lo forzaran, lo que ocasionó una espera de una hora más hasta conseguir que se abriera con suavidad, permaneciendo la portañuela con el vidrio entero y en condiciones de ser encajada de nuevo en cuanto entrasen Gerardo y Julio. Dimas enfocó la luz y descubrió que aunque había mucho fango en el interior, quedaba espacio suficiente para una primera exploración. Ordenó con gestos a Julio y Gerardo que entrasen y a los demás que continuasen apartando el lodo.
A pesar de su impaciencia, Gerardo se hizo a un lado para que fuese Julio el primero en entrar y en seguida lo hizo él, con la respiración suspendida por la emoción; los dos tuvieron que introducir un hombro y luego el otro para conseguir traspasar la estrecha abertura. Ya dentro, todo lo que podían examinar era un espacio de unos tres metros de largo por dos de ancho, perteneciente a uno de los camarotes de la oficialidad. Tras una revisión minuciosa, Gerardo descubrió algo que le obligó a comunicar a Julio por señas que debían salir. Apuntó la luz hacia el ventanuco para que los de fuera lo abrieran y asomó la cabeza. Detectó ira en los ojos de Dimas al indicarle con la mano que quería emerger.
-¿Qué pasa, Gerardo? -le preguntó ásperamente Dimas en la superficie, a donde sólo los dos habían subido.
Gerardo tragó saliva para no precipitarse y no decir más de lo conveniente.
-El revestimiento interior, a la derecha de la lumbrera, no coincide ni de lejos con la curva de las cuadernas. Pero no se trata de un armario de pared ni nada parecido. Yo creo que hay un compartimiento secreto.
Dimas tardó unos instantes en asimilar el significado de la frase. Cuando se dio cuenta de lo que podía representar la existencia de escondrijos en la nave, olvidó por un momento la antipatía que sentía por Gerardo.
-¿No hay portezuelas ni cajones?
-No. Son tablas clavadas, pero han tenido un zócalo tapando los extremos, que ahora está convertido en astillas, porque parece que lo hicieron con madera de mala calidad, como si hubieran manipulado ese espacio mucho después de salir el galeón de los astilleros. En los dos mamparos perpendiculares al casco, he visto unos huecos, como si esos zócalos fuesen ajustables, de quita y pon. Estoy seguro de que es un escondrijo, como para ocultar cosas importantes. ¿Tratamos de abrir por la única parte que está completamente libre de fango?
-¿Se puede hacer sin riesgo de que todo se desbarate?
-No lo sé. Podríamos intentar desprender sólo la parte superior de una tabla y parar si vemos que no es seguro.
Dimas sentía las mismas emociones que Gerardo, pero no quería exteriorizarlas ante él. Se concedió unos segundos de reflexión para preguntarse si, junto con Julio, actuaría con el cuidado que le exigía el permiso concedido por la Jefatura de Costas; llegó a la conclusión de que sí y dijo:
-De acuerdo, baja los picos y la palanca. Pero, oye, no quiero ni el menor destrozo. Si la tabla sale entera, bien; si no es posible, lo dejáis todo tal como está, ¿me oyes?
Gerardo asintió y, antes de que Dimas pudiera cambiar de idea, nadó vigorosamente hacia la zodiac. Realizó deprisa los amarres de las herramientas y volvió con ellas al fondo, sintiendo que el torbellino de burbujas que producía al expirar arrastraba hacia la superficie el torbellino mismo de sus inquietudes adolescentes. La espera, los desvelos y los esfuerzos de trece años podían estar cerca de su meta. Su segunda entrada por la estrecha lumbrera le pareció menos difícil que la primera.
Mientras Julio hacía palanca en una ranura con el pico, Gerardo observó un detalle que antes no había notado; a juzgar por las señales de clavos, esas tablas habían sido desmontadas y vueltas a clavar muchas veces; el zócalo debió de servir para que no se pudiera advertir que eran desclavadas con frecuencia.
Cuando se sumaron las presiones de los dos picos y pudieron introducir la palanca, la tabla cedió, desvelando que, en efecto, había un espacio interior de unos veinticinco centímetros de fondo. Pidió ayuda a Julio y, presionando con los pies en las contiguas, consiguieron que la tabla se desprendiera entera. No había nada dentro. Ambos sintieron gran decepción, pero al mirar hacia la parte inferior para comprobar si habían causado destrozos, Gerardo observó algo al nivel del suelo. Extendió la mano y lo que parecía una masa sólida se disolvió como motas de ceniza, pero palpó bajo la turbiedad alborotada algo duro. Al extraerlo, soltó una exclamación que debió de resultar audible a través del agua, porque Julio se agachó precipitadamente junto a él a ver si había sufrido algún daño. Gerardo contempló el fémur, evidentemente humano, en estado de estupor. Había dado con algo tremendo; trescientos años atrás, habían emparedado a un hombre en un barco de su Católica Majestad. Guardó el fémur en la bolsa e introdujo el brazo y el hombro por la abertura, para palpar el espacio tras las otras tablas que no habían desprendido. Había más huesos y varios objetos.
Cuando las dos bolsas estuvieron llenas y se aseguró de que no quedaba nada dentro del escondrijo, indicó a Julio que podían abandonar el galeón.

Una vez ordenado el contenido de las dos bolsas sobre un plástico extendido en la cubierta del barco pesquero, los catorce hombres formaron un círculo alrededor con actitud de recogimiento y asombro. El esqueleto pertenecía a un hombre corpulento y estaba completo; junto a él, y ordenados como en el escaparate de una mercería, dieciséis botones de bronce, la filigrana del cuello recamado de una casaca, el rígido bordado de las hombreras y los galones de la bocamanga. Lo que más les llamaba la atención era la daga.
Sorprendentemente, Dimas sentía más curiosidad que júbilo. ¿Qué significaban esos restos?
-Lo asesinaron de un disparo a bocajarro en la cabeza -afirmó Julio Parada con tono discursivo, más propio de su título de médico que del oficio de submarinista que ejercía provisionalmente.
-¿Estás seguro? -preguntó Dimas.
-Sí. Observa la perforación y las estrías que presenta el cráneo, son como las que produce un estallido. A este tío lo asesinaron con un mosquete apoyado directamente en la sien. Y la bala tenía que ser de aquí te espero...
Dimas examinó los detalles que Julio iba señalando. En efecto, del agujero circular, dentado y muy irregular, partían grietas en todas las direcciones, como los radios de una rueda de bicicleta.
-Era inglés -afirmó Gerardo.
-¿En qué te basas? -preguntó Dimas.
-La ropa que vestía se ha disuelto en el agua al tratar de cogerla, pero estos botones tienen grabado el escudo de la armada inglesa y los galones corresponden a un comodoro inglés.
-Pero el sello de la daga es español -señaló Dimas.
-No estoy completamente seguro -comentó Gerardo, vacilante-, pero yo diría que es el sello oficial de Carlos II.
-No puede ser, Gerardo -se opuso Julio-. ¿Cómo iba a llevar encima un oficial inglés el sello real español?
-A lo mejor lo asesinaron por eso -aventuró Rafael Beira.
-¡Esto es absurdo! -exclamó Dimas-. El galeón es, seguramente, uno de los de la Flota de la Plata que hundieron los ingleses aquella noche de 1702. ¿Os parece que si los españoles mataron a un alto oficial inglés en plena batalla, iban a tomarse el trabajo de emparedarlo, con el follón que había?
Gerardo tomó la daga en sus manos y la contempló largamente. El sello con la corona real española en el centro y la leyenda "Carolus II Rege" formando un círculo, era un bajorrelieve en la cabeza del puño, que estaba decorado con piedras semipreciosas engastadas en el acero dorado a fuego, al estilo toledano. Parecía un arma más decorativa que ofensiva. Si todas las circunstancias que rodeaban al esqueleto eran insólitas, en su opinión lo más incomprensible por carente de lógica era la presencia de ese sello fuera de los ámbitos palaciegos.
-Como ha dicho Rafael, a lo mejor lo mataron justamente porque tenía la daga -aventuró.
-No, Gerardo -señaló Dimas-. Los que lo mataron no sabían que la tenía. Se la habrían quitado, porque en aquella época se trataba de un objeto demasiado importante. ¡Esto es un misterio del carajo! Veréis, si lo emparedaron, sería porque los asesinos temían ser descubiertos, pero en aquellos momentos, cuando la armada inglesa estaba atacando a la española, matar a un comodoro inglés hubiera sido digno de condecoración. Que lo emparedaran tiene un significado que no puedo comprender, porque no olvidemos que se trata sin ninguna duda de un galeón español y que quien lo mató sentía, sin embargo, terror a que alguien, a lo mejor del mismo barco, lo descubriera. Y menos comprendo que ese tío tuviera en su poder un sello que sólo podían usar Carlos II y dos o tres miembros del Consejo por delegación del rey.
-Yo creo que en aquellas circunstancias -aventuró Gerardo- no pudieron los españoles hacer prisioneros ingleses...
-Por supuesto que no -concordó Dimas-. Aquello fue un "sálvese quien pueda", con los españoles por un lado, hundiendo barcos propios para que los ingleses no pillaran el oro, los ingleses bombardeando a mansalva y saqueando los galeones de la Flota de la Plata que conseguían abordar y, en las orillas, los soldados españoles, tratando de salvar lo que pudieran... empezando por ellos mismos, porque el combinado angloholandés era mucho más numeroso. Mirad, llevo veinte años documentándome sobre lo ocurrido en la ría de Vigo aquel día; incluso he consultado los archivos ingleses. Con el cinismo y la petulancia que se gastan esos tíos, los cronistas de la batalla se jactan de que la flota volvió a Inglaterra casi intacta y que ningún inglés cayó prisionero. Mi impresión es que este asesinato y el emparedamiento no ocurrieron aquella noche. Tiene que tratarse de un suceso anterior, a lo mejor cuando todavía estaban en el Caribe. Pero, entonces, ¿por qué escondieron el cadáver? No tiene el menor sentido. Cuando lleguen las máquinas, investigaremos ese galeón tan a fondo como podamos y a lo mejor encontramos algo que nos permita aclarar el misterio.
La especulaciones se prolongaron hasta el oscurecer. Julio Parada señaló lo sorprendente de que mataran a un prisionero enemigo de un disparo, en vez de ejecutarle con la horca o a garrote. Dimas insistía en que lo más enigmático era que lo hubieran emparedado para que no pudiera descubrirlo alguien más poderoso que los ejecutores. Gerardo reprimía su impulso de hablar de los bandazos increíbles de la diplomacia española durante los años anteriores a la Guerra de Sucesión, los sucesivos pactos con alemanes, franceses e ingleses, que podían ser enemigos irreconciliables y, pocos meses más tarde, aliados fieles... y la proliferación de espías mercenarios, cuya lealtad vendían con frecuencia contra los intereses de los reyes de los que eran súbditos. Calló mordiéndose con fuerza los labios, porque no deseaba abonar las sospechas de Dimas.
Durante el viaje de regreso, Gerardo trató de hacer mentalmente un retrato del camarote del galeón. A la izquierda del compartimiento ya abierto, podía haber otro, aunque menos profundo, ya que la pared era recta mientras que el casco se estrechaba por fuera. A la derecha del ventanuco de la lumbrera, debía de haber un escondite aproximadamente igual que el del emparedado, pero ahí, a causa de la escora del casco, el lodo llegaba hasta casi la mitad de la altura de la pared. ¿Estaría todo el barco lleno de espacios disimulados?
Ahora tenía algo más inmediato en que pensar. Necesitaba ver si podía leer en la expresión de Dimas lo mismo que la noche anterior, o sea, la decisión de echarle, lo que después del descubrimiento sería una catástrofe, pero el realizador iba en la parte delantera de la furgoneta. Tendría que esperar a la cena, donde trataría de sentarse cerca de él para observarle, pero cuando llegaron al restaurante del hotel, olvidó el propósito al descubrir la mirada curiosa de la bella mujer que les acechaba la noche anterior mientras comían en un lugar que se encontraba a más de tres kilómetros de distancia. Ahora estaba sentada muy cerca de la gran mesa preparada para ellos. Una vaga sospecha le decía que su presencia no era casual.
Gracias a las bromas y risotadas con que siempre adobaban el balance del día, los temores de Gerardo sobre su permanencia en el equipo fueron reduciéndose en el transcurso de la comida. Dimas parecía ahora demasiado excitado por el hallazgo y por el efecto que tendría para el documental, como para ocuparse del problema de alguien tan poco significativo en el equipo como él. A lo mejor capeaba el temporal. Prestó atención a lo que decía:
-Que hubiera escondrijos en el galeón tiene su lógica. Los historiadores dicen que en las flotas del comercio de Indias era más lo que se robaba que lo que llegaban a fiscalizar los magistrados de la Casa de Contratación. Entre los asaltos piratas, los robos de los capitanes, los oficiales y los marineros, los comisionistas, los trapicheos de los magistrados corruptos y lo que la Casa de Contratación y el Consulado de Sevilla robaban y lo que se quedaban legalmente, al final, el rey recibía poco menos que migajas del pastelón. Lo incomprensible es que usaran ese escondrijo no para esconder oro, sino para emparedar a un sujeto que a ver qué coño pintaba en el barco.
Gerardo asentía a cada afirmación de Dimas, como quien sigue con la cabeza la melodía de una música conocida. Dimas volvió a mirarle de la manera penetrante que había venido haciéndolo los días anteriores; alarmado, el joven desvió los ojos y apretó los labios, de nuevo rojo de rubor y rabioso por haber descuidado la guardia.


Orden del Rey

Llegados por fin al puerto de Cádiz, los tres hombres encontraron bloqueado el paso de los cinco caballos, dos de ellos sobrecargados de bultos, por la hilera de carretas desbordadas de mercancías y el hervidero de arrumbadores. Muchos de éstos organizaban trifulcas vocingleras, pugnando entre insultos y amenazas por ser elegidos para la estiba, mejor pagada que la simple carga, de modo que había reyertas con navajas al sol junto a casi todas las carretas.
La muralla de la fortificación hacía de caja de resonancia de la algarabía, encajonada en el estrecho muelle donde eran abastecidos dos navíos a la vez. Las injurias e intimidaciones y las órdenes para aplacar a las bestias apenas permitían oír los chirridos de los cabrestantes durante el izado continuo de bultos.
Don Ginés de Barrachina extrajo las cartas del zurrón por indicación de su compañero, para tenerlas dispuestas cuando consiguieran llegar al pie de la pasarela. Bajo el sol que brillaba alto, sudaban copiosamente y el agobio de la sofocante calima producida por el ajetreo de pacas de lana, cajas de armas, sacos de especias y cestos de víveres que iban siendo llevados al galeón, les hacía desear culminar cuanto antes la misión y volver al fresco refugio de la venta de Chiclana en que habían pernoctado, donde proyectaban holgar un par de jornadas y resarcirse así de la sobriedad y circunspección que el maese les había impuesto con sus prisas. A lo largo del viaje, habían tenido que madrugar a diario, lo que les impedía festejar por la noche. Los dos militares hablaban bajo, pero no en susurros, convencidos de que el extraño personaje que escoltaban no podía entenderles.
-Mi primo, el señor de Frigiliana, sospecha que es astrólogo -insistió el alférez Régulo de Maro, repitiendo lo que afirmara veces incontables durante los días que había durado el viaje desde Madrid.
-Antes de ayer debimos conducirlo y presentar la orden ante la Escuela de Marear de la Casa de Contratación; lo retuvieron tanto tiempo, que tuvimos que hacer noche en Sevilla. ¿Por qué querrían hablar con un astrólogo en la Escuela de Marear?
-No seáis necio, don Ginés. Dice mi primo don Froilán que marinos y alquimistas son de igual ralea; unos y otros persiguen sueños y no les importa si han de aliarse con Satán para alcanzarlos. Ya sabéis que el señor de Frigiliana tiene padrinos y predicamento en la Corte; pues bien, asegura que este maese pasó todo un día encerrado en un gabinete nada menos que con el mismísimo Almirante de Castilla, hablando quién sabe de qué. Os aseguro que ha de ser gran señor y no villano, aunque por la modestia de su atavío y el polvo que ahora le cubre lo parezca. Quién sabe si no será noble que huye de la Santa Inquisición por una acusación de herejía.
-¿Y habría de ser el propio primer almirante de su Católica Majestad quien le salvara? No desvariéis, don Gines.
Los caballos se estaban impacientando. Las deposiciones de las acémilas, amasadas con el polvo del muelle y el vino que chorreaban las espitas mal cerradas de las pipas que subían a la nao, formaban un fango denso de olor penetrante, lo que aumentaba el agobio, llegando el aire a ser irrespirable. Visto desde encima de las monturas, el embarcadero permanecía oculto bajo la muchedumbre alborotada, el desorden de bultos apilados en cualquier parte, el laberinto de carretas y los mulos y burros espantados por el estruendo. Sería imposible abrirse paso antes de que la carga del Bezmiliana hubiera concluido.
-Ansío acabar de una vez y quedar libre de esta misión -dijo con impaciencia don Ginés, mientras se sacudía el polvo de cereal que agrisaba su casaca-. Sobre todo, deseo retornar a la venta de las Conchas. Aquella mesonera...
-Tendremos que abrirnos paso a zurriagazos.
-Conteneos, don Régulo. Recordad que se nos ordenó discreción y templanza.
Régulo de Maro contempló el bosque de mástiles, trinquetes, masteleros, estayes y relingas, alrededor y más allá de los navíos que estaban siendo cargados, que componían un intrincado conjunto de palos, jarcias arrolladas y gruesos cabos. Aun con las velas arriadas, el despliegue de los colosales bajeles era impresionante.
-¿No podríamos conducirle ante el capitán de aquel otro galeón? -sugirió De Maro- Toda la flota habrá de zarpar de Cádiz al mismo tiempo.
-Se nos ordenó expresamente llevarle al Bezmiliana y no a otro. La segunda carta, la del magistrado de la Casa de Contratación, va a dirigida al capitán don Zoilo de Monegros, que gobierna esta nao. Habremos de tener paciencia.

El sol comenzaba su descenso hacia el ocaso cuando pudieron amarrar las monturas al pie de la pasarela que unía el muelle a la porta de cubierta. Desentendido de los trámites que debían superar aún, el maese impidió con aspavientos iracundos que su equipaje fuese descargado por los numerosos porteadores que acudieron a ofrecerse con sumisión servil. Desató él mismo los correajes de los dos caballos y en un espacio libre de fango fue ordenando cuatro grandes valijas de cuero con bastidor de madera, un baúl, dos bultos liados con cuerdas y una arqueta.
Atento a la minuciosa comprobación de que la impedimenta y los instrumentos del baúl habían superado intactos la cabalgada de más de ciento treinta leguas y los incontables cambios de monturas, oyó pero no prestó atención a la discusión que tenía lugar más arriba, entre los dos militares, que no habían abandonado la pasarela, y el capitán, que les cerraba el paso a cubierta, furibundo de indignación.
-No queda espacio en mi nave para tan importante señor -protestaba el capitán don Zoilo de Monegros-. ¿He de expulsar a uno de mis oficiales y dejarlo en tierra? ¿Por qué no le acomodáis en otro galeón?
-Leed, por favor, la orden -exigió más que pidió, con tono seco, don Régulo de Maro-. Es en el Bezmiliana donde debe viajar y es a vos a quien se os lo exige.
El capitán desplegó el papel pero apenas le dedicó una mirada.
-¿Decís que es cartógrafo y maestro de marear? ¿Por qué he de enrolar a un cartógrafo? Éste es un navío dedicado al comercio de Indias, no a la exploración. ¿Y por qué a un maestro de marear? Todos mis marineros son expertos, curtidos en millares de singladuras.
-¿Habéis observado que la segunda orden lleva el sello del magistrado de la Casa de Contratación? -señaló don Ginés de Barrachina, a quien le pareció que el capitán no sabía leer-. Observad, también, que la primera presenta el sello y la firma del Almirante de Castilla, que suscribe "por orden del Rey nuestro señor". No discutáis más. Disponed la cámara donde maese Rinaldo pueda ser aposentado. Como habréis visto, se os exige que tenga buena luz, vistas y mesa donde trabajar.

Aunque el Bezmiliana se encontraba preparado, faltaban dos días para hacerse a la mar, porque aún restaba cargar tres naves de mercancía y víveres. El capitán Zoilo de Monegros guardó al amanecer las dos cartas en el zurrón y montó el caballo de un salto desde la pasarela, espoleándolo con dirección a Sevilla.
No confiaba, ni podía confiar, en el almirante don Manuel Velasco de Tejada para resolver el problema; el jefe supremo de la Flota de Tierra Firme vivía en las nubes, absorto y obnubilado entre sus papeles de la nave capitana, su ingenua creencia de llevar con él una parte del boato de la corte y la convicción de estar realizando un importantísimo servicio personal al rey, que como a todos los almirantes que le habían precedido, le proveería de honores y prebendas cuando regresara a España con las riquezas que mantenían el lustre de la corona.
Paró a beber en la casa de postas de Jerez, a ver si se le disolvía el maltrago mientras le encinchaban un nuevo caballo; sentía mucho miedo y no comprendía el significado de que el magistrado de la Casa de Contratación enviase a ese hombre a su nave. ¿Estaría el propio magistrado tan alarmado como él, a causa de que alguien de la Corte se hubiera puesto a fisgonear? En tal caso, ¿no sería peligroso ir a la Casa de Contratación a reclamar? Iría, qué remedio; a fin de cuentas, todos estaban embarcados en medio del mismo temporal.
Con sólo un cambio de montura tras el de la casa de postas de Jerez, consiguió llegar a la Casa de Contratación de Sevilla a mediodía. Amarró el caballo junto a la Cruz de las Juras de Tratos y entró precipitadamente en la Lonja.
Su amigo el oidor letrado don Lope de Estepa le escuchó pacientemente, sin decir nada, con una chispa de ironía en los ojos. Una vez que don Zoilo hubo repetido en varias ocasiones sus quejas y cuando parecía haber recuperado el control, puesto que ya no gritaba tan desaforadamente como al llegar, le dijo:
-Es orden del propio rey, don Zoilo. Nada puede hacer esta casa.
-El tal es un personaje siniestro -arguyó desesperadamente don Zoilo-. Ni siquiera habla castellano y yo no entiendo las palabras de iglesia.
-¿Os habló en latín?
-Así es.
-Según creo, maese Rinaldo usa muchas lenguas.
-Pero no la nuestra. ¿De dónde procede?
-Dicen que es genovés.
-Pues no lo parece por su aspecto ni por las trazas exóticas de su equipaje, tan voluminoso como el de una reina; ha introducido en mi nave objetos muy extraños. ¿No será un pariente alemán del rey Carlos, que han mandado para vigilarme?
El oidor rió a carcajadas.
-¿Acaso ignoráis, don Zoilo, con cuánta pompa viajan tales señores? Lo que nos ha escrito el Almirante de Castilla es que maese Rinaldo tiene la orden de trazar cartas precisas del puerto de Cartagena de Indias y sus alrededores, porque alguien le ha dicho al rey don Carlos que nuestras cartas son rudimentarias.
-Maese Rinaldo se aposentó bien pertrechado. Y se conduce como quien está acostumbrado a mandar, no como un modesto cartógrafo, misión que, por otra parte, yo no me la creo. Mis cartas de navegación señalan cada una de las islas, canales y revueltas del puerto de Cartagena, ¿a qué trazar nuevos mapas? Vos sabéis bien que no nos conviene llevar testigos incómodos en el navío.
-Estos sabios de corto fuste viven en otro mundo, don Zoilo. El maese permanecerá durante la travesía demasiado absorto en el dibujo de sus mapas como para sentir curiosidad por otros asuntos.
-Permitidme que disienta, don Lope. No es preciso tener demasiada curiosidad para advertir en mi nave todo lo que vos sabéis. Y el tal Rinaldo no es el sabio distraído que suponéis. Ayer noche lo vi revisar su impedimenta con el rigor de un cirujano. Ese testigo a bordo nos hará correr grandes riesgos, tanto a vos como a mí.
-¿De veras lo creéis?
-Sería capaz de jurarlo ante el inquisidor mayor.
-Bien, entonces, permaneced vigilante. Y si descubrís por su conducta que el tal peligro es verdadero, creo don Zoilo que debéis aguardar a resolver el problema cuando, en altamar, seáis dueño absoluto de vuestra tripulación.
El capitán De Monegros captó en la mirada el mensaje que la boca no había articulado.
-¿Vos creéis? ¿No será peligroso, teniendo en cuenta quiénes son sus valedores?
-Escuchad, don Zoilo. Yo no os he dado una orden... ni siquiera han pronunciado mis labios una sugerencia. Pero debéis recordar y tener siempre presente que ese rey imbécil e impotente vive muy lejos, en sus sueños embrujados del Alcázar de Madrid. Quienes pueden mandar que nos asesinen están mucho más cerca. Así que estoy seguro de que obraréis con astucia de viejo marino.

Maese Rinaldo organizaba sus pertenencias en la cámara, al amanecer, cuando observó que el gesticulante y descontrolado capitán partía a galope del muelle. Supuso que él era el causante de sus prisas y sonrió. Podía imaginar cuáles eran las instancias que el capitán iba a consultar y los recursos que iba a tratar de agotar para, al final, tener que resignarse a su presencia en el barco.
Decidido a descartar la litera, a la que los años vividos en Constantinopla y Alejandría le habían deshabituado, extendió una gruesa alfombra persa en el suelo, en el único espacio libre entre la mesa y el rincón que ocupaba el camastro. Mientras acomodaba, arrodillado, el que iba a ser su lecho durante la travesía, examinó con interés las paredes. Su forma casi plana carecía de lógica; con extrañeza, asomó la cabeza y los hombros por el ventanuco; había viajado muy poco en barco y los conocía mejor a través de los libros, gracias a un esfuerzo muy arduo realizado durante los últimos tres meses, pero la constatación de que la curva exterior no se correspondía con las líneas del interior le hizo reír de nuevo.
Tenía que efectuar un reconocimiento a fondo del galeón antes de que el capitán volviera. Si, como parecía, había paredes falsas en una cámara del castillo de proa, no podía ser ése el único lugar donde las hubiera, ya que, en tal caso, le habrían aposentado donde nada pudiera alentar sus sospechas. Atravesó la cubierta resuelto a inspeccionar las cámaras de popa, pero cuando intentó entrar en el alcázar, un joven alférez le cerró el paso.
-En este buque, las responsabilidades son atribuidas con gran rigor- dijo el joven-. El alcázar está bajo mi mando este día y sólo pueden pasar quienes dispongan de autorización. ¿La tenéis vos?
Mediante ademanes, maese Rinaldo le comunicó que no comprendía. Sorprendentemente, el alférez repitió su veto en latín y ahora no pudo fingir no haber entendido.
-¿Quién tiene que dar esa autorización?
-Sólo el capitán puede- respondió el militar en posición de firmes y con igual firmeza en su negativa a permitirle el paso.
Maese Rinaldo observó al joven. Dado que aparentaba menos de veinte años, intuyó que su rango sería reflejo de la categoría de su familia, que habría pagado para obtenerlo. Se trataba de un joven de buena apariencia que podía triunfar en la corte gracias al donaire de su porte y la exquisita educación que revelaba su dominio del latín; el maese supuso que habría elegido el duro oficio de marinero por un afán de aventuras o ansia de conocimientos.
-¿Cómo os llamáis?
-Francisco de Alcaparaín, para serviros.
-Servidme, pues, y dejadme paso. ¿Sabéis cuál es mi misión en esta nao?
-Ayer noche nos la comunicó el capitán. Conozco la importancia de vuestro trabajo para los intereses de España en Ultramar. Pero en este barco estamos sometidos a una sola disciplina. Nuestro jefe es don Zoilo de Monegros y él ha dispuesto quién puede y quién no recorrer la nao con libertad.
-Y a mí no se me concede tal libertad...
Francisco de Alcaparaín se mordió el labio, como si se reprochara a sí mismo haber dicho más de lo conveniente. Maese Rinaldo lo examinó con detenimiento; sus ademanes revelaban que, aun viéndose obligado a cerrarle el paso, le respetaba grandemente y en sus ojos yacía la fascinación propia de un adolescente ante alguien de quien intuye, atinada o desatinadamente, que encarna sus más caros ideales. Le sonrió con intimidad, pues era perceptible en la forzada rigidez de su actitud que se hallaba impresionado por la importancia de un maese enviado por el propio rey, y le sugirió:
-¿Y si me acompañáis vos? Trato de encontrar una estancia que tenga tan buenas vistas como mi cámara, pero en babor y hacia popa, en la parte alta del alcázar, para poder realizar mis mediciones cartográficas hacia todas las direcciones. Vos, que sois como veo persona culta, sabéis lo que quiero decir.
La última frase ocasionó una complacida sonrisa en el rostro del joven, que, cediéndole el paso, dijo:
-Desde que llegasteis, ardo en deseos de hablar con vos, pues en este barco sólo otros dos usan el latín, pero de modo abominable porque son jóvenes escolares. Y en mi pueblo, sólo con el cura puedo hablarlo.
-Pues habría que dar parabienes a vuestro maestro. Habláis un latín excelente.
El rostro del joven resplandeció de felicidad. Rinaldo observó con paciencia y buen humor cómo descargaba el peso alternativamente en una pierna y en la otra, tratando de sacudirse la duda y el temor.
-Gracias. ¿Decíais que necesitáis un mirador a babor?
-Así es.
-Puedo mostraros uno que me parece apropiado, pero sólo por esta vez. En adelante, debe autorizaros el capitán.
Tras subir la escalera y recorrer el estrecho pasillo, y luego de doblar un ángulo de noventa grados, llegaron ante una puerta cerrada, que el alférez abrió eligiendo una llave del manojo que llevaba enganchado en el cinto. Se trataba de un camarote, pero mucho mejor instalado que el que servía de alojamiento a maese Rinaldo. Éste fingió calibrar la idoneidad del mirador, pero observó disimuladamente que también en esa estancia parecía haber paredes falsas. A juzgar por lo visto, se dijo que en el Bezmiliana había más trampas y compartimientos secretos que en la Roma de los Borgia.
-Esta es la cámara del sobrecargo -dijo el alférez-. Si deseáis trabajar también aquí, no sólo bastaría con la autorización del capitán. Necesitaríais, así mismo, el permiso de don Tomás de Utrera.
-Gracias por vuestra ayuda. Venid a conversar conmigo siempre que necesitéis hablar en latín.
-¿No os molestaré?
-Al contrario. Me complacerá teneros por contertulio.
Francisco de Alcaparaín sonrió como si acabaran de concederle un privilegio largamente ansiado.

De vuelta en la cubierta del Bezmiliana al atardecer, don Zoilo observó que maese Rinaldo dialogaba animadamente con dos grumetes, sentados los tres en la borda de la cubierta del castillo. Sintió un escalofrío. También esos grumetes le habían sido impuestos, tres días antes, por orden del mismo magistrado de la Casa de Contratación que había elegido su nave para acomodar al genovés. Eran dos adolescentes, segundones de importantes familias andaluzas, que, como tantos de sus semejantes, acabarían convertidos en metederos, ya que el no ser primogénitos les había privado de otro medio de hacer fortuna que no fuera el contrabando de Indias. Al principio, se convenció de que para aprender la picaresca de metedero se habían enrolados en el Bezmiliana, pero... ¿formarían parte de alguna clase de conjura en la que él sería la víctima? Los desleales redomados, estaban hablando en latín.
Apretó los labios con expresión sombría y llamó por señas a algunos de los oficiales, que permanecían ociosos en cubierta puesto que la carga estaba completa y se habían realizado ya todas las revisiones de los aparejos. Como se trataba de una discretísima señal convenida, sólo acudieron al camarote del capitán los que éste quería que acudieran.
-¿Crisis? -preguntó escuetamente el sobrecargo don Tomás de Utrera.
-Y de las graves -afirmó don Zoilo de Monegros con voz ronca-. Este cartógrafo fingido debe de tener el encargo de espiarnos, quién sabe por orden de quién. Desde luego, se trata de alguien de palacio.
-¿Qué haremos? -preguntó con angustia De Utrera, un hacendado arruinado que sólo había realizado una travesía a las Indias.
-De momento, estad en guardia -determinó De Monegros-. Sospecho que puede tener aliados en el barco. Acabo de verlo hablar con los grumetes Pedro de Vélez y Fernando de Tolox, dos recién enrolados que también fueron enviados al Bezmiliana por el magistrado de la Casa de Contratación, como maese Rinaldo.
-Pero... ¿cómo va a mandar espiarnos el magistrado? -ironizó el contramaestre don Luis de Alcor-. Él es el primer interesado en que nadie de la Corte pueda conocer lo que ocurre en éste y los demás navíos.
-Entiendo que él ha sido forzado, como nosotros -dijo con amargura De Monegros-. Mi amigo el oidor me dice que el maese es de veras un cartógrafo, pero no me ha convencido. Por ende, debemos todos permanecer vigilantes y... bien, cada uno de ustedes tiene que elaborar un plan, que estudiaremos conjuntamente para elegir el mejor. Maese Rinaldo no puede volver de las Indias, debe desaparecer en algún punto de la travesía.
-Desaparecerá -afirmó con expresión firme don Luis de Alcor.
-¿Y qué haremos con sus cómplices, si confirmamos que lo son? -preguntó el sobrecargo.
-Aunque tenga de verdad cómplices -dijo don Rodrigo de Dueñas-, creo que tiene en la nave muchos más enemigos. La llegada de maese Rinaldo ha causado un seísmo entre la tripulación y corren toda clase de rumores sobre los motivos de que nos hayan impuesto su presencia. Todos están tan atemorizados como nosotros, pues al enrolarse esperaban mejorar sus haciendas con lo que consigan traer de las Indias de tapadillo, creyendo que burlan nuestra entendederas.
-Sí, mismamente anoche, ya tuve constancia de tales temores a tenor de las preguntas impacientes que me hicieron -confirmó De Monegros-. Pero de momento, es urgente determinar si el maese tiene, como parece, cómplices entre la tripulación. Observadlo sin perderos ni un gesto y no hagáis nada; sólo tenedme al tanto de todos sus movimientos, cuánto tiempo dedica a sus dibujos, cuánto a revisiones que no nos convengan y con quiénes se relaciona.




La tensa espera

Finalmente a solas en la suite del hotel, y tras discutir media hora por teléfono con el presidente de Telemedia, Dimas Outeiro trataba de idear el modo más feliz de encajar en la trama de su guión el misterio del cadáver del inglés emparedado con una daga real española. Hasta el momento del hallazgo, sólo había contado, como elemento de tensión, con la pregunta de si el oro de Vigo era o no una leyenda. Ahora disponía de una pregunta mucho más emocionante, pero también más difícil de contar en imágenes, por tratarse de documentales y no de un relato de ficción.
Provisto de regla, cartabón y compás, extendió los papeles en la mesa. Telemedia le había vuelto a dar un disgusto; las máquinas y equipos que había solicitado ya no recordaba cuántas veces, iban a tardar en llegar una semana en vez de los tres días que le habían anunciado el día anterior.
Estudió con atención los planos que trazara personalmente a lo largo de los años. El galeón de la daga de Carlos II, oculto por el lodo, no podía ser explorado a fondo hasta que no llegase la máquina extractora y, de momento, había perdido interés por los demás puntos señalados con lápiz, por más que calculaba el valor previsible de cada uno. Lo descubierto en ese galeón había colmado y rebasado sus expectativas, porque en él existía un misterio cargado de sombras, que podía ser un excelente hilo argumental si iban apareciendo indicios sobre las circunstancias, la identidad del asesinado y las razones del asesinato. Aunque, por su cercanía a la costa, no quedara nada del tesoro, puesto que habría sido descargado la misma noche de la batalla, sí podían encontrar objetos que sirvieran para ilustrar la vida cotidiana en un barco de aquella época. Y, sobre todo, la existencia de un galeón intacto tendría un impacto visual formidable.
Tamborileando la mesa con las yemas de los dedos, se preguntó de qué manera podía empezar a encajar el enigma y cómo ocupar el tiempo hasta que Telemedia mandara las máquinas. El total diario de los gastos, sueldos del equipo, dietas y el alquiler del barco alcanzaba una cifra cercana al millón; demasiado como para mantenerse inactivos.
Apartó los mapas, volvió a revisar el guión de la serie y lo cotejó con la escaleta de producción. Entusiasmado al principio por el hecho de contar con once submarinistas, viendo cumplido así un anhelo perseguido durante años, había postergado la grabación de los planos complementarios que necesitaban los documentales aparte de las escenas de exploración submarina. Faltaban muchas tomas de las riberas de la ría y su entorno, que serían indispensables para poner a los telespectadores en antecedentes, tanto geográficos como históricos. Se alegró de no haberse ocupado todavía de tales escenas, puesto que, ahora, descubierto el emparedado inglés y la daga, podía introducir matices que las harían más intrigantes.
Volvió a examinar los mapas, recorriéndolos con la punta del lápiz. Abrió la libreta donde anotaba las misiones de los miembros del equipo y fue distribuyendo sobre el papel lo que cada uno tendría que hacer a lo largo del día siguiente. Con objeto de mantenerlo vigilado, a Gerardo Cao lo incluyó en el grupo que él iba a comandar personalmente.

La excitación había impedido a Gerardo Cao dormir de un tirón. La imagen de la daga, más que la del esqueleto, resurgía persistentemente cada vez que cerraba los ojos. Despertó muchas veces a lo largo de la noche y, media hora antes de la cita del equipo en recepción, estaba ya bañado, afeitado y vestido. Media hora que sería eterna; ¿qué hacer para calmar su impaciencia? Martiña no habría salido aún con dirección al supermercado de su padre. Necesitaba hablar con ella.
-¿Gerardo? ¡Vaya! Tan pronto te olvidas de llamarme, como te da por hacerlo a cualquier hora.
-¿Te molesta por lo temprano que es?
-No seas tonto. Me encanta.
-¿No podrías adelantar tu venida a Vigo?
-¿Tienes problemas?
-No. Es que... ayer hemos encontrado algo, por fin. Necesito tu ayuda.
-No puedo, Gerardo. Esta mañana va a venir la cajera que mi padre ha contratado, y no creo que aprenda en menos de dos días.
-Pues me van a comer los nervios. Nos faltan unas máquinas que ha pedido el director, y ahora vamos a pasar dos o tres días sin mirar donde deberíamos. Estoy bloqueado. Te necesito aquí para avanzar.
Martiña tardó en comentar:
-Mira Gerardo; no quiero que te cabrees, pero yo creo que te estás pasando con este rollo. Despreciaste el empleo que te ofrecieron en Santiago, te gastaste casi todos los ahorros en el curso acelerado de submarinismo sin estar seguro de que te cogieran los de la tele, y ahora te comportas como si no tuvieras más miras que ese trabajo, que sólo te va a durar un mes más. Yo te comprendo y te apoyo, pero tú también tienes que comprenderme; mi familia no para de darme la vara.
-No les hagas caso. Ya verás...
-Lo que veré es que volverán a calentarme la cabeza, diciéndome como cuando nos conocimos que no me convienes porque eres un soñador, sin oficio ni beneficio.
-¿Es lo que piensas tú?
-No, cariño. Yo sé la importancia que este asunto tiene para ti. Pero es que creo que deberías compaginarlo con algo más... seguro.
-Aguanta sólo hasta el final del verano. Si para septiembre u octubre no cambian las cosas, te prometo que conseguiré de nuevo ese empleo en Santiago. Ahora, lo que tienes es que venir cuanto antes, porque noto a cada paso que el director sospecha de mí. En el momento que tú estés por aquí, podré avanzar más sin descubrirme y sin arriesgarme a que me echen. ¿Cuándo vendrás?
-Ya te lo dije; el domingo.
-Bueno, qué le vamos a hacer.

Dimas organizó tres grupos. Uno de los cámaras fue enviado a recorrer las calles de la ciudad y el puerto, junto con una redactora encargada de preguntar a los viandantes, marineros y pescadores lo que hubieran oído sobre el oro de Vigo. Una especie de encuesta que sería el preámbulo del primer documental de la serie. Dimas les asignó a dos submarinistas como simples auxiliares, para proteger la cámara de la curiosidad de los grupos que iban a rodearles y para transmitir las indicaciones de los camarógrafos a quienes respondieran las preguntas.
Otro cámara recibió el encargo de aproximarse en lancha a las Cíes y realizar tomas de las islas y de los paisajes de la bocana de la ría. Le acompañaba una redactora provista de un ejemplar de guión, donde Dimas subrayó con rotulador fosforescente los puntos y los tiempos de grabación. También este grupo fue complementado con dos submarinistas, por si surgían imprevistos.
Los siete buceadores restantes y dos cámaras subieron a la furgoneta con Dimas, que no mencionó el lugar a donde se dirigían. Se enfrascó en sus notas y cuadernos, y permaneció la mayor parte del viaje en silencio. Mientras, dos asientos más atrás, Gerardo trataba de enfocar los papeles, a ver si descubría cualquier dato que pudiera servir a sus propósitos, pero notó que Dimas forzaba la postura, como si quisiera evitar que él los viese.
Cruzando el puente de Rande, pareció que el jefe tenía una inspiración repentina cuando ordenó al conductor:
-Vira en cuanto puedas nada más salir del puente. Busca cómo llegar a ese fortín ruinoso que se ve ahí abajo.
Gerardo Cao sonrió. Había conseguido reprimir el impulso de sugerirle al realizador que el Fuerte de Corbeiro era un buen lugar para situar a los telespectadores en el ambiente de la batalla de 1702. Todos los libros que había leído señalaban ese fortín como escenario de algunos de los momentos más dramáticos de aquella noche.
Bajaron del vehículo sin imaginar lo que Dimas proyectaba hacer. Parecía que ni siquiera el realizador lo imaginaba, porque se situó frente a las ruinas con actitud muy concentrada, sin indicarles nada. Los siete hombres se miraron entre sí con perplejidad, ya que, habitualmente, Dimas comenzaba las sesiones de trabajo como un ciclón, dando órdenes en cascada con tono imperativo y señalando en pocos minutos la tarea que había asignado a cada uno. Ahora, en cambio, parecía dudar. Empleó más de diez minutos en cortos recorridos paralelos a los muros y perpendiculares al fortín. Se agachaba a cada paso, reculaba para abarcar vistas generales de las ruinas y se acercaba a las troneras, donde giraba en redondo para mirar hacia la ría, siempre componiendo un cuadrado con los dedos índice y pulgar de ambas manos, para deducir cómo vería la cámara cada uno de tales encuadres. Con frecuencia, negaba con la cabeza a su propio pensamiento. Permaneció otros cinco o seis minutos en cuclillas, mirando el fortín a través de un visor.
Finalmente, dio signos de haber tomado una decisión y, entonces, resurgió el Dimas Outeiro de todos los comienzos de jornada. Dio las órdenes junto a un árbol de ramas bajas situado a unos quince metros de los muros, a la derecha del fortín:
-Elías, pon la cámara aquí, oculta por el árbol, y enfoca todo el fuerte, pero ten preparado el zoom; cada vez que yo te grite "primer plano", te vas a la acción en plano corto y vuelves en seguida al plano general; trata de que todos los zooms duren lo mismo. José Antonio, sitúa tu cámara allí dentro, detrás de aquella tronera. Aseguraos los dos de que ninguno ve la cámara del otro. Fernando, tú ponte allí arriba, encima del muro, y gesticula mucho, señalando hacia la ría; cuando yo te haga una señal, haz como si hubieras recibido un disparo y salta hacia atrás; en cuanto caigas, corre agachado, que no te vea la cámara, y vuelves a colocarte en otro punto del muro y repite lo mismo. Tú, Gerardo, coge esta rama y apóstate en aquella esquina, como si la rama fuera un fusil; haz como si estuvieras disparando y, a mi señal, cae hacia adelante y retuércete en el suelo; cuando yo alce la mano, te levantas y repites lo mismo. Mario, Santi, Pepe, Tony y Paco, os pondréis en fila y correréis a lo largo de las almenas, haciendo muchos aspavientos y cayendo también por turno; después de desaparecer tras el muro, correréis agachados, bajaréis por el extremo de la derecha y volveréis a aparecer por el otro extremo, haciendo lo mismo sin parar hasta que yo os diga. Procurad todos que vuestros gestos y caídas sean diferentes cada vez, que parezcáis una persona distinta en cada ocasión.
Fernando Vázquez protestó: "Yo no soy actor, aquí trabajo de submarinista", pero se calló al ser fulminado por la mirada de Dimas. Los demás submarinistas, en cambio, parecían divertirse y no paraban de reír con cierto miedo escénico mientras acataban las órdenes. Gerardo apoyó el hombro en el ángulo del muro, apuntando hacia la ría con el fusil simulado; comprendía lo que Dimas quería hacer y sentía de nuevo el impulso de decir que había un grosero error de planteamiento:
La noche de la batalla, no defendieron el fortín atacando a los barcos ingleses con fusiles; el combate se libró a cañonazos. Según había leído, ya en octubre de 1702 el Fuerte de Corbeiro estaba medio en ruinas, por lo que no podía ser un buen cobijo para fusileros, aunque lo fuera a medias para artilleros.
Todo lo que estaban haciendo era un ensayo, tanto por la rama que simulaba ser un fusil como por la ropa de todos; había tiempo para la rectificación. Aunque representó la escena lo mejor que pudo, no paró de pensar en cómo advertir a Dimas del sinsentido y el anacronismo histórico sin enojarle.
Fingieron disparar y morir, cayeron y corrieron a lo largo del muro, y volvieron a hacer lo mismo centenares de veces. A media tarde, todos los submarinistas habían conseguido escenificar sus muertes con alguna convicción y Dimas se mostró satisfecho. Dio nuevas órdenes:
-Elías, coloca la cámara ahí, a diez metros de la puerta y tú, José Antonio, pon la tuya dentro, enfocando también la puerta. Ahora, vosotros, Fernando y Gerardo, os situaréis junto a la entrada, ocultos tras el muro. Los demás, venid conmigo, y poneos detrás de mí. Nosotros seremos ingleses que acabamos de desembarcar de un bote; correremos hacia el fortín y, cuando estemos cerca de los muros, iréis cayendo como si os alcanzaran los disparos. Cuando yo esté a unos tres pasos de la puerta, Gerardo y Fernando saldréis de un salto, me tumbaréis en el suelo y me haréis prisionero. Haced como que me amarráis las manos a la espalda y llevadme a empujones hacia el interior del fuerte. Elías y José Antonio lo grabarán todo en planos y contraplanos.
De nuevo comprendió Gerardo el significado de la escena. Si lo que habían representado durante todo el día le parecía absurdo, lo que iban a hacer ahora lo era mucho más. Evidentemente, Dimas trataba de sugerir que el inglés de la daga de Carlos II podía haber caído prisionero de ese modo. En primer lugar, carecía de lógica que todo un comodoro dirigiera a un simple pelotón de desembarco formado por unos pocos hombres; segundo, era delirante suponer que lo hubieran apresado en tierra y luego lo llevaran al galeón; tercero, no llevaría encima la importantísima daga; por último, no tenía sentido que ocultaran el muerto con tanto cuidado, emparedándolo, después de que tanta gente hubiera presenciado el apresamiento.
Hizo todo lo que Dimas le ordenó y decidió callarse, porque él no sabía absolutamente nada de televisión y su jefe no paraba de tener éxitos sonados en ese medio. La televisión, como el cine, era un arte lleno de engaños que podían resultar muy creíbles en el montaje final. Si decía lo que opinaba, la reacción de Dimas sería más furiosa que nunca, porque ahora no se trataría de mostrar conocimiento solamente, sino que estaría reprochando al famoso realizador de televisión que no tenía ni idea... ¡delante de todo el equipo!
Cuando Dimas dio el ensayo por terminado y se encontraban los cámaras recogiendo el equipo, llegó un grupo de jóvenes con aspecto de mendigos. Parecían drogadictos. Pasaron entre ellos como si no existieran y fueron entrando en el fortín hasta que Dimas les preguntó a gritos:
-Eh, vosotros. ¿Qué vais a hacer ahí dentro?
Uno de ellos se volvió, se sobó la bragueta y dijo:
-¡Cómeme la polla!
Gerardo recordó haber visto, durante los ensayos, que había varios colchones y algunos enseres en el interior de las ruinas. Debía de ser la vivienda de los recién llegados. Oyó con alarma que Dimas respondía el insulto:
-Y vosotros vais a comer mucha mierda cuando mande aquí a la Guardia Civil.
Al notar los gestos que los mendigos cruzaban entre sí, Gerardo se acercó a Dimas para susurrarle:
-Por favor, no digas nada más y vámonos echando leches.
Aunque Dimas le miró en el primer instante con ira, indicó a sus hombres que se marcharan. Cuando entraban en la furgoneta, preguntó a Gerardo:
-¿Por qué tenías tanta prisa porque nos fuéramos?
-Se estaban haciendo señas para sacar las navajas.
-¡Joder! Me alegro de no... -Dimas cortó su frase en seco.
-¿Qué?
-Nada.
Gerardo completó en su mente la frase que Dimas no había terminado: "Me alegro de no haberte echado todavía, al menos antes de venir a estas ruinas". ¿Cuánto tardaría en desvanecerse esa alegría?

Junto con Elías, Dimas permaneció un par de horas revisando las grabaciones en una consola improvisada que habían instalado en la suite del hotel. Acercándose el momento en que debían encontrarse para cenar, preguntó al cámara:
-¿Qué te parece?
-¿Quieres que sea sincero?
-Sí, coño, Elías. ¿Es que hablo chino?
-No te cabrees, Dimas, pero si ese inglés era tan importante como dice Gerardo, no me parece a mí que se dedicara a asaltar fortines en plan Rambo. Estaría en su despacho del barco o como se llamara el sitio donde daba órdenes, discutiendo con sus oficiales y mandando a los marineros rasos a donde había peligro de verdad.
-Tienes razón, Elías. Esto es una mierda. Mañana veré de qué manera le saco jugo a la escena. Vete si tienes que ducharte antes de cenar; nos encontraremos en el restaurante.
Sólo necesitó Dimas cinco minutos para dar todas las indicaciones a la jefa de producción, a pesar de la movilización que la muchacha iba a tener que organizar antes de cerrarse la noche del todo.
Se dispusieron a cenar los que habían estado en las ruinas y los que habían pasado el día grabando las respuestas de la gente en la ciudad y el puerto. El grupo destinado a las islas Cíes se retrasaba más de lo aceptable, y decidieron empezar sin ellos.
Éstos llegaron cuando ya habían servido los camareros el segundo plato. El primero en acercarse a la mesa fue Julio Parada, que, sin saludar, dijo en dirección a Dimas:
-Tenemos competencia.
-¿Qué quieres decir? -preguntó el realizador.
-Hay otro equipo de televisión en la ría, creo que buscando lo mismo que nosotros.
-¿Estás seguro? -la expresión de Dimas era muy alarmada.
-Tienen un barco mucho mejor que el nuestro -respondió Julio-, un montón de máquinas en cubierta, cinco o seis cámaras y más o menos los mismos submarinistas que nosotros.
-Son de Teleplanet -informó el cámara, que acaba de acercarse.
-¡Me cago en...! -masculló Dimas, ya completamente descompuesto-. Claro, con la proximidad del tercer centenario, tendría que haber previsto que alguien más se interesaría por este asunto. ¿Quién coño será el pedazo de cabrón que los dirige? Esto me pasa por estúpido, por la barbaridad de veces que he presentado el proyecto a todas las productoras, incluida Teleplanet, que son unos fusileros del carajo. ¿Qué les habéis visto hacer?
-Estaban encima del pecio... -Julio buscó los ojos de Gerardo-, ¿cómo dijiste que se llamaba el último que vimos antes del galeón de la daga?
-Galeaza -respondió Gerardo.
-Pues allí mismo estaban.
-Ese pecio no está en los planos oficiales -comentó Dimas con tono rajado.
-¿Lo que significa...? -apuntó Julio.
-Exacto -añadió Dimas-. Alguien en la ría tiene el encargo de vigilarnos y pasar la información de lo que hagamos a Teleplanet.
-Entonces -dijo Julio-, si alguien nos ha visto bajar donde el galeón de la daga...
-¡Me cago en la leche! -exclamó Dimas-. Ni siquiera cuando lleguen las máquinas vamos a poder explorar a gusto ese galeón. Tendremos que inventar maniobras de distracción para acercarnos sin que se den cuenta. Idearemos un plan de despiste. A ver qué se os ocurre.
Mientras hablaban, Gerardo notó que la atractiva mujer que ya había sorprendido varias veces observándoles, se encontraba sentada a escasa distancia y no les quitaba ojo. Se acercó a Dimas para murmurarle al oído:
-Creo que aquella mujer es la espía.
-¿Quién? -preguntó Dimas.
-La del pelo castaño, con gafas y vestido gris. No paro de verla merodeando cerca de nosotros, aquí, en el hotel y también cuando vamos a comer en otros sitios.
-Tiene pinta de oficinista -objetó el realizador-. No creo que sea ella la que informa a Teleplanet. Supongo que lo hará algún marinero, o varios, porque, últimamente, Teleplanet tiene mucho poderío, con tantos éxitos consecutivos.
Como ambos miraban en su dirección, la mujer se dio cuenta de que hablaban de ella. Dado que le habían ordenado pasar completamente inadvertida, que la descubrieran era lo peor que podía pasar. Se quitó las gafas, que limpió nerviosamente con la servilleta. No podía moverse ni echar a correr en ese momento; las personas del equipo de televisión verían confirmada sus sospechas. Para fingir desinterés por el grupo de Telemedia, llamó al camarero y, con la carta en la mano, conversó con él varios minutos, sin volver la cabeza hacia los que debía vigilar. No volvió a mirarles.

Junto a los cámaras, la totalidad de los submarinistas entraron en la furgoneta a las siete de la mañana. Apuntaron tímidas protestas de desacuerdo por el trabajo de actor que se les asignaba, protestas que fueron acalladas por el realizador recordándoles lo que ganaban por día de contrato. Tras media hora de espera a la puerta del hotel, y cuando Dimas estaba a punto de estallar de impaciencia, llegó la jefa de producción en un taxi. Le seguían otras dos furgonetas, ocupadas por cuatro hombres en total y gran número de cajas en una y varias maletas en la otra. Las cajas contenían explosivos de juegos pirotécnicos y las maletas, disfraces de alquiler. Emprendieron el viaje en caravana y como no quedaba espacio en la furgoneta del equipo, Dimas tuvo que seguirles en su coche, en el que invitó a Gerardo Cao a acompañarle; había resuelto que no podía pasar de ese día. Hoy tomaría una decisión definitiva sobre el joven sabelotodo.
Gerardo dedujo la razón de que el jefe quisiera tener un aparte con él. Debía ser cauteloso, pero temía que su carácter poco urdidor le traicionara.
-¿Por qué solicitaste trabajar con mi equipo, Gerardo?
El joven se aclaró la voz.
-Me encanta el submarinismo.
-Yo creo que eres submarinista hace un cuarto de hora -opinó Dimas y Gerardo vio que no se trataba de una broma-. Los primeros días, confundías los nombres de los instrumentos y es evidente que tienes que concentrarte a fondo para no equivocarte al vestirte y equiparte.
-Bueno..., sí, es verdad. He hecho un curso de submarinismo muy recientemente y tengo poca experiencia.
-¿Por qué? -Dimas volvió la cabeza hacia Gerardo, tratando de ver sus ojos.
-¿Por qué hice el curso? Tengo dos amigos que practican submarinismo y siempre andaban tratando de meterme el venenillo en el cuerpo.
-¿No lo harías precisamente para poder entrar en mi equipo?
Gerardo enrojeció. Con el pensamiento ocupado en maldecir ese defecto suyo, impropio de sus veintisiete años, creyó que no iba a salir del atolladero.
-Todo el mundo sueña con trabajar en televisión -arguyó.
-Creo que tú lo sueñas más que otros -afirmó Dimas con tono seco-. Mira, Gerardo, hay algo en ti que no me cuadra. Me gustaría que me explicaras con qué intenciones has conseguido que te contratemos. O sea, eso que te guardas en las recámaras, que a mí no me huele nada bien.
Gerardo tragó saliva. Tenía que seleccionar entre todas sus razones, una que fuera lo bastante convincente pero que no significase gran cosa.
-El oro de Vigo -dijo- es un mito del que la gente de las rías bajas oye hablar desde que nace y a mí esa historia, de niño, me estimulaba muchísimo la imaginación. Muchos de los juegos de entonces con mis amigos consistían en aventurar lo que haríamos si encontrásemos el oro; ya sabes, eliminar el hambre del mundo, construir un puente entre Galicia y Nueva York, y cosas así... Luego, ya adolescente, comprendí que no eran cuentos marineros ni de viejas aldeanas, porque fui descubriendo alusiones al caso en algunos libros y un día, me encontré con Julio Verne y su “Veinte mil leguas de viaje submarino”; supongo que lo habrás leído, así que puedes imaginar los escalofríos que me entraron cuando llegué al capítulo XXXII y me puse a leer con los ojos desorbitados el larguísimo relato de la Batalla de Rande que hace el capitán Nemo y, a continuación, su confesión de que la ría de Vigo era para él una especie de caja fuerte, de donde sacaba sin límites el oro que necesitaba para sus aventuras por todo el mundo. Cuando supe de qué iba la serie, me pareció una buena oportunidad de comprobar si el mito es algo más que un cuento de hadas.
-Pero tú estás convencidísimo de que no es un mito.
Gerardo se mordió el labio. Iba a volver a ruborizarse.
-Lo que yo sé es que... –puso mucho cuidado en elegir las frases con que encandilar a Dimas- bueno, en mi aldea, hablan no sólo del oro hundido en la ría. Las viejas comentan bajito que muchos pazos han sido levantados con riquezas saqueadas aquella noche de 1702; aseguran que hay linajes gallegos muy ilustres que nacieron en carretas atestadas de plata, oro y piedras preciosas que, en vez de ir a la corte de Madrid, se perdieron por el camino y juran que los curas se pusieron las botas... Dicen que... –Gerardo arrastró ahora las palabras porque ansiaba que le proporcionasen el salvoconducto para seguir en el equipo- hay un convento donde, por alguna razón, está enterrado un gran tesoro rescatado aquella noche.
Dimas volvió la cabeza hacia su acompañante. Ésa era una novedad incluso para él, que tanto había investigado la Batalla de Rande.
-¿Qué convento?
-No lo sé. Tiene que ser alguno que esté hacia el norte de la ría.
-¿Por qué?
Dimas le estaba aplicando el tercer grado.
-Yo... -titubeó-, tal como cuentan los libros la batalla, creo que el mayor despliegue del ejército español fue junto a la bahía, en dirección a Pontevedra. Si hubiera de verdad un tesoro en un convento, tendría que estar en algún camino que parta de ahí y en esa dirección.
-¿Por qué has leído tantos libros y te has documentado tan a fondo sobre este tema?
-Ya te lo he dicho –Gerardo volvía a ruborizarse-. Los niños de esta parte de Galicia oyen hablar del oro de Vigo desde que nacen.
-Pero tú eres prácticamente un especialista. Eso te distingue de los otros.
Gerardo apretó los labios. Dimas era mucho más listo e incomparablemente más experto que él. Le iba a descubrir. Vio con alivio que llegaban a las ruinas. No quedaban ni rastros de los mendigos y habían limpiado de residuos la zona donde el día anterior tenían instalado el campamento.
-Esos drogatas se han espantado -dijo Dimas con satisfacción.
Los submarinistas protestaron por tener que ponerse la ropa que la jefa de producción había conseguido alquilar, a excepción de Gerardo, que sentía ganas de reír. Ninguna de esas prendas tenía nada que ver con los usos de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, ni correspondían a uniformes militares. Había resuelto permanecer callado, para que la suspicacia de Dimas no aumentara sino todo lo contrario, a ver si la mención del tesoro en un convento surtía el efecto que pretendía. Cayó al suelo retorciéndose de dolor tantas veces como el realizador se lo ordenó, y lo tomó prisionero con su traje de marinero de opereta cuando llegó el momento de hacerlo, sin que en su cara apareciera la expresión de burla que le dictaba el pensamiento. Escuchó con curiosidad las órdenes de Dimas a los cámaras: "Poned las lentes para la noche americana", "Meted filtro de estrellas durante las explosiones", "Desenfocad lentamente para el fundido", "Ahora, un paneo por los muros mientras van cayendo".
Las explosiones de juegos pirotécnicos y la intensa humareda producida con una máquina, atrajeron a una pareja de la Guardia Civil. Gerardo notó con cuánta humildad reconocía Dimas su error de no haber pedido permiso para tan ruidosa escenificación, confiado a la autorización de exploración submarina que ya tenía. El joven supuso que todos los integrantes del equipo agradecerían que el jefe se comportara siempre de ese modo.
Cuando se acomodaron a mediodía entre las furgonetas y el coche para comer lo que un servicio de cattering había preparado, Dimas, que parecía más satisfecho que el día anterior con lo grabado hasta ese momento, adoptó la pose de disertador que tanto le complacía, mientras señalaba distintos puntos del paisaje:
-Allí, en la playa de Cesantes, descargaron buena parte del tesoro y, en seguida, volvieron a cargarlo, porque los magistrados de la Casa de Contratación de Sevilla se pusieron histéricos, diciendo que era ilegal descargar en un sitio que no fuera Cádiz y que aquí en Galicia no había gente capacitada para fiscalizar. Así que los muy estúpidos lo dejaron todo al alcance de los ingleses. El despliegue de los galeones de la Flota de la Plata llegaba hasta la isla aquélla, la de San Simón, porque creían que les protegerían los cañones instalados en Monte Gordo, pero resultó que casi no tenían munición. Los que dirigieron la estrategia española no tenían ni idea.
-A mí me parece -dijo Gerardo-, que también estaban un poco cabreados, porque el que mandaba la armada francesa que Luis XIV mandó a su nieto Felipe V para proteger la flota, un fulano muy arrogante que se llamaba Chateau-Renault, se había tomado las cosas como si él fuese la máxima autoridad. Da la impresión de que los almirantes y capitanes españoles trataron de hacer justamente lo contrario de lo que convenía, con tal de oponerse a la altanería de Chateau-Renault.
Dimas volvió a mirarle con escasa cordialidad.
-Sí -concordó, sin embargo, el realizador-. Levantaron el cierre del estrecho de Rande mucho antes de lo conveniente, y así les fue.
Llamando su atención con la mano, Julio Parada le señaló un coche que se había detenido un instante en un cercano recodo del camino.
-Ese coche... La conductora es la mujer que anoche nos miraba en el restaurán.
-¿Estás seguro? -preguntó Dimas.
-Es ella, sin duda -confirmó Gerardo.
-¡Joder! -exclamó Dimas-. Estamos cercados. Lo más probable, es que esa mujer sea una más, porque los de Teleplanet tienen que estar pagando espías a mansalva por toda la ría. ¡Cojones!
Para el regreso, Dimas ordenó de nuevo que Gerardo le acompañara en el coche. Reconocía que había mucho de irracional en la antipatía que sentía por él, pero a los cuarenta años, y luego de pasar media vida en la televisión, tenía la suficiente experiencia como para saber que un trabajo de equipo no funcionaba bien cuando el director no podía confiar plenamente en todos sus integrantes. Y cuanto más sabía de Gerardo, más recelaba de él. Cierto que el joven era, probablemente, el más entusiasta y capaz de los once submarinistas; sobre su habilidad y buena disposición no le cabía ninguna duda; el problema era su olfato, que le decía con machaconería que Gerardo tenía propósitos inconfesados y no estaba dispuesto a confesarlos bajo ninguna circunstancia. Porque era evidente su transparencia; los rubores encendidos, el morderse los labios y su azoramiento retrataban a una persona sin dobleces que no sabía mentir. Que no hubiera conseguido sonsacarle nada acerca de sus intenciones sólo podía significar que eran muy graves, y que tenía, por tanto, razones poderosas para ocultarlas.
-¿Has pensado alguna teoría sobre el emparedado? -le preguntó.
Gerardo reflexionó un instante antes de responder:
-No del todo. Cuanto más lo pienso, menos me aclaro. Ese esqueleto, con sus adornos ingleses y con una daga real española en su poder, es un misterio del carajo.
-Yo sí he pensado una, muy distinta de lo que hemos grabado hoy, que podrá servir para ilustrar la batalla, y nada más; a ver qué te parece: Supongamos que, en medio de un asalto bucanero, digamos que entre Cuba y Puerto Rico, hacen los españoles un prisionero que resulta ser un oficial inglés. Lo comunican a la nave capitana y, extrañamente, el almirante Velasco de Tejada ordena que lo mantengan con vida. Llegados a las Azores, se reúnen para estudiar el asunto y deciden interrogar al prisionero. Durante el interrogatorio, el almirante deduce que se trata de un oficial más importante de lo que parece, un miembro de la corte inglesa con órdenes reales, y decide llevarlo a España, para que pueda ser utilizado como rehén en algún trueque, lo que causaría júbilo entre los integrantes del consejo de estado de Felipe V, quien podía por tal razón conceder honores al almirante. Entonces, durante la travesía de las Azores a Vigo, el capitán del galeón decide, por su cuenta, obtener información del inglés sobre las fuerzas, refugios y rutas bucaneras, conocimiento que a él le sería muy útil para ganar puntos ante los magistrados de la Casa de Contratación y también de cara a la próxima travesía al Caribe. El inglés, sin embargo, se niega a informar y lo someten a tortura en el camarote del capitán, pero el prisionero consigue zafarse y se rebela. Se organiza una pelea, en la que el inglés, desesperado, se debate dispuesto a cargarse a los que pueda pillar, pero alguien recuerda que el virrey de Nueva Granada les ha dado una daga para ser ofrecida al rey; abre el estuche donde está y ataca al inglés por la espalda y se la clava en un costado. Pero el inglés es una persona fuerte y sigue peleando, por lo que otro oficial se acerca por un lado y le dispara a bocajarro. Al verlo muerto en el suelo, el capitán recuerda la orden que ha recibido del almirante, se alarma y urde una mentira: el prisionero se ha suicidado tirándose por la borda y como no pueden tirarlo de verdad, porque serían vistos desde otro galeón que se encuentra muy cerca, lo emparedan. ¿Qué te parece?
Gerardo no quería responder. Apretó los labios.
-¿Crees que es una estupidez? -insistió Dimas.
-¡Qué va!, supongo que podría haber ocurrido así, pero...
-¿Qué?
-¿No te vas a cabrear?
Dimas sonrió. Gerardo parecía un adolescente que se dispusiera a contradecir a su profesor durante un examen de fin de curso.
-¡Qué coño me voy a cabrear! ¡Larga!
-Disculpa, Dimas... es que hay dos puntos flacos en tu historia. El primero, que la daga no fue forjada en América, sino en Toledo. El segundo, que el que se la clavó la hubiera recuperado en seguida y no lo habrían emparedado con ella.
-¡Bingo! -alabó Dimas-. Exactamente son esos los puntos que a mí me flaqueaban. Pero como argumento para una película, no me dirás que no es cojonudo.
Gerardo giró la cabeza hacia su jefe para ver si no estaba burlándose de él. Que señalara que ya había notado esas incongruencias en su propia teoría, podía deberse a la pretensión de parecer el más previsor y clarividente de los hombres. Sí, eso debía de ser; al fin y al cabo, Dimas, por muy experto que fuese, no era más que un hombre, y todos los hombres necesitan afirmar su propia seguridad. Trató de que su expresión no delatara el sarcasmo de su pensamiento.
-Sí, es un buen argumento -respondió.
-Antes, en el viaje de ida, me dijiste que has leído muchos libros sobre la Flota de la Plata de 1699 y la batalla de 1702. Leer uno, está bien. Dos, puede deberse a la curiosidad estimulada por el primero. Pero... joder Gerardo, lo tuyo es prácticamente un curso de especialización. ¿Lo recuerdas todo?
-Sí. Bueno, no. Recuerdo lo esencial. O sea, que la primera flota que salió fue la de Tierra Firme, que se tenía que reunir en Cuba con la Flota de la Nueva España y que tuvieron que esperar tres años para el regreso, a causa de los piratas, que había montones por todo el Caribe y que, incluso, llegaron a perseguirles cuando navegaban hacia las Azores.
-¿Sabes lo que traían de vuelta?
-Una enormidad que movilizó a todos los reinos de Europa.
-Exacto -concordó Dimas.
¿Se trataba de un examen? ¿A dónde quería llegar Dimas? ¿No sería conveniente obligarle a responder preguntas en lugar de permitirle que siguiera haciéndolas?
-Nos dijiste el otro día que has revisado los archivos ingleses -recordó Gerardo, cauteloso-. En general, ¿qué conclusión sacaste?
Dimas sonrió. Vaya, el chico intentaba torearle. Había encontrado el modo de escurrir el bulto. Seguiría su juego.
-Lo que saqué no fue una conclusión, sino una certeza: El oro de Vigo no es un mito.
-Yo pienso lo mismo.
Mirándolo de reojo, Dimas hizo un balance de las actuaciones de Gerardo Cao durante los tres últimos días de trabajo: lo trascendental que había sido su pálpito de que existía un compartimiento secreto en el galeón de la daga; su buen hacer a continuación, descubriendo lo que hasta el momento era lo más sustancioso que habían encontrado; la detección de las actitudes agresivas de los mendigos... Por mucho que los impulsos le inclinaran a despedirlo, la verdad era que el joven estaba demostrando ser un elemento muy útil. En ese momento, decidió postergar el despido un día más y darse, por tanto, una oportunidad de reflexión, porque recordó lo que había mencionado sobre un monasterio. Iba a retener a Gerardo otra jornada, pero apartado del equipo, donde no le causara inquietud.
-Vamos a estar stand by unos cuantos días -dijo el realizador-, hasta que no lleguen las máquinas... y porque hay que estudiar cómo evitar que los de Teleplanet se aprovechen de lo que nosotros hemos explorado ya. Como tengo que asignaros tareas que nos permitan avanzar con los documentales, para que podamos terminar en la fecha convenida, mañana vas a ir con un cámara a dar una vuelta por esa zona que has dicho, a ver si encuentras el convento.
Gerardo sintió un estremecimiento. Trató de que no se le notara el júbilo.
-¿Llevaré algo que me identifique como... yo qué sé... algo así como técnico de televisión?
-Sí, por supuesto.
Gerardo disimuló la sonrisa; la referencia al tesoro en un monasterio había conseguido el efecto pretendido. Por fin empezaba a obtener frutos del empleo. Dimas iba a entregarle la llave para una búsqueda que hasta ahora le habían vedado la suspicacia y las evasivas de los religiosos, que durante años le habían parecido tan preocupados por las cosas del otro mundo, que nunca disponían de tiempo para responder las preguntas de los habitantes de éste.
Cuando llegaron al hotel, y mientras los demás descargaban la furgoneta, Gerardo observó algo en un ventanal de los salones de la primera planta. La mujer de pelo castaño y gafas doradas estaba mirándole desde detrás del cristal y, al notar que él la descubría, se ocultó precipitadamente. A Gerardo le alegró disponer de una razón más para que Dimas siguiera contando con él, por lo que se acercó para decirle:
-La espía estaba ahí, en el ventanal de salón, viéndonos llegar. Se ha echado a un lado cuando se ha dado cuenta de que la he descubierto.



19-Enero
EL OCASO DE LOS DRUIDAS, gratis. Final
Aquí van los capítulos finales de EL OCASO DE LOS DRUIDAS, la úyltima de las cuatro novelas por las que me ha estafado mis derechos la editorial.
En seguida, os ofreceré la lectura GRATIS de la primera novela que publiqué con esa editorial defraudadora: ORO ENTRE BRUMAS, una apasionante novela sobre el mayor tesoro de la historia.
Ya podéis leer todas mis mejores obras, artículos programas de TV, gruiones, rimas, etc., enmi web:
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También podéis emocionaros con seis libros míos, en formato virtual y a precios increíblemente bajos, en
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CADA MAÑANA, GRATIS, las cuatro novelas por las que me ha estafado la editorial, en todos mis blogs. :
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y otros cinco, donde ya podéis leer enteras las novelas La desbandá, El ocaso de los druidas y Los pergaminos cátaros
101
Transcurrieron dos días más antes de avistar la meta.
Salvo los que remaban, los demás parecían haber sido paralizados por un sortilegio, parados en cubierta, a babor, con los ojos fijos en la hermosa tierra que iba pasando ante sus ojos, tan prometedora y amena con su abundancia de colinas, radas, rías, islas y acantilados. Abundaban tanto los bosques, que nadie dudaba que uno de ellos iba a convertirse pronto en su hogar. Para todos ellos era la tierra prometida por los dioses, el paraíso que les otorgaban como alivio de las vicisitudes padecidas.
Permanecieron expectantes, quietos y mudos hasta que Conall localizó por fin el promontorio que semejaba el pico de un águila y se lo indicó a Fergus.
-Mira aquella roca –le dijo-. Un poco a la derecha, se encuentra nuestro bosque; lo reconoceremos por una vieja construcción celta que hay al lado.
Aunque Fergus no le encontró semejanza con el pico de un águila, se dio cuenta de cuál era el hito que Conall señalaba. La roca emergía entre la suave calima y la vegetación como un símbolo de felicidad tras el último cuarto de luna tan turbulento que habían superado, y por lo tanto movió levemente el timón. Según fueron acercándose a ese punto de referencia, aguardaban todos con ansiedad ver aparecer un poco más adelante la silueta escalonada del Castro de Santa Tecla que Conall y Divea les describían. En cuanto consiguieran identificarlo, habría llegado el momento de iniciar la maniobra para enrumbar hacia una playa donde varar.
Continuaban sin hablar, pero el silencio se volvió tenso y muy solemne ante la inminencia del desembarco. Una solemnidad semejante a la que se había instalado en todos los pechos desde que oyeran el relato de Fomoré. Siempre lo habían respetado por su gran atractivo físico y su serenidad melancólica. Ahora, se reprochaban no haber sido capaces de reconocerlo como lo que era en realidad, un druida venerable que aunque no hubiera completado su consagración, había sido consagrado sobradamente por la vida al superar la prueba insoportable a la que los dioses lo habían sometido. En la mente de todos se afirmaba el convencimiento de que él y Divea iban a componer una pareja de druidas que llegaría a convertirse en legendaria. Esperaban que declarasen su unión en una ceremonia solemne, poco después de reencontrarse con quienes aguardaban en el bosque el retorno de la que habría de convertirse en su druidesa. El único a quien tal idea le causaba escozor era Conall, cuya mirada sombría rehusaba fijarse en Fomoré por temor a ser cautivado también. En el pecho del que habría de ser bardo pero creía no haber cumplido ninguna de sus metas con el viaje, sólo anidaba un sentimiento de desconcierto y una congoja a la que no sabía poner nombre. Ahora, mientras todos, arrebatados por la euforia, tenían los ojos fijos en el punto por donde habría de aparecer la silueta del castro, Conall observaba con pesimismo la costa que discurría lentamente frente al dromon.
¿Qué iba a ser de su vida después de tomar tierra? ¿Cuál iba a ser su futuro?
Se lo preguntó una y otra vez sin ira ni rencor, sólo con una perplejidad insoportable. ¿Podría residir en el mismo bosque que ellos, viéndolos juntos y triunfantes, druida y druidesa unidos para siempre?
De repente, observó algo que los demás estaban demasiado abstraídos para descubrir; según avanzaban, ya con la vela arriada y sólo mediante unos suaves golpes de remo, notó que galopaban dos jinetes en los caminos sobre los acantilados y promontorios, y que se movían al ritmo que lo hacía el navío. Se trataba de una embarcación demasiado vistosa como para pasar inadvertida por pescadores tan expertos como él sabía que eran los cristianos de esa costa. Estaba seguro de que jamás habrían visto nada igual tan cerca, aunque hubiesen vislumbrado navíos grandes navegando a lo lejos. Si los conocía bien, y suponía que sí, pronosticó para sí que tratarían de apoderarse del dromon.
-Nos vigilan dos caballistas, Fergus. Me parece que piensan intentar asaltarnos para apropiarse de tu navío.
-¿Dos caballistas? ¿Tan sólo? ¿Qué van a poder contra nosotros, que somos cuarenta y dos? –ironizó el gálata con escepticismo.
En el momento que avizoraron la vaga silueta del castro, mientras todos prorrumpían en aplausos y vítores, Conall comenzó a desesperar.
102
Entre los islotes y profundos salientes de la costa, encontraron una playa libre de escollos, donde a Fergus le pareció que el casco no sufriría desperfectos, y entonces forzó el timón para obligar al dromon a varar. Golpe a golpe de remo, vieron aproximarse la línea de arena clara, lamida por las olas suaves del mar encerrado entre revueltas de roca, y pensaron que alcanzaban por fin la tierra prometida, el lugar donde vivirían felices para siempre.
Todos echaban cuentas. Beltain vería nacer libre el hijo que Bheir portaba en sus entrañas. Dydfil formaría una familia con Dagda, pero antes de un año organizaría la semilla de un ejército que algún día le llevaría a reconquistar la libertad para su clan galés. Joachim viviría, por fin, plácidamente y aceptado por sus vecinos, sin que nadie señalara con horror su pelo blanco. Levarchin sabía que tendría que compartir en lo sucesivo su magisterio con Fomoré y, sobre todo, con Divea, y ello no le causaba pesar alguno; aunque su consagración había sido genuina, se sentía impostor en cierta medida, porque no había tenido acceso a conocimientos comparables a los de cualquier druida y ni siquiera había podido realizar un viaje de iniciación; por todo ello, miraba con fruición la tierra de libertad que se acercaba, donde podría crecer y afirmarse un clan formado casi exclusivamente por hiberneses. Fergus sentía la mano de Brigit posada sobre la suya mientras sujetaba el timón; el cobre de ese pelo iba a darle armas maravillosas con las que afrontar todo lo que el futuro quisiera depararle.
Pero en el momento que la quilla tocó la arena del rebalaje por proa, y sin tiempo para volver atrás, descubrieron que se acercaban velozmente dos barcazas, una a babor y otra a estribor. Conall comprendió que los jinetes habían tenido tiempo de convocar a sus vecinos, que no habrían perdido ni un instante en organizar la encerrona. Seguramente avisadas por vigías apostados en los acantilados, las barcazas habían permanecido escondidas hasta ese momento en los pequeños entrantes del laberinto pétreo que era el litoral. Antes de que ninguno de ellos tuviera ocasión de saltar a la arena, los atacantes lanzaron cuerdas con garfios que se engancharon sin dificultad a las bordas de babor y estribor. Comenzaba el abordaje.
Simultáneamente, fue apareciendo una multitud vociferante en la playa. Bajaban en oleadas los empinados y estrechos senderos que desembocaban en la arena, con antorchas encendidas y enarbolando lanzas y machetes. Eran lo menos cien.
Habían sido cercados y si no organizaban una escabechina en el propio dromon, iban a hacerlos prisioneros en pocos instantes.
Sin pensarlo, Conall saltó por popa al agua, encomendándose a todos los dioses para que no lo hubieran visto saltar o, en caso de que sí, para que no pudieran atraparlo. Buceó en el gélido fondo procurando alejarse lo más posible del navío. Dando brazadas desesperadas, contuvo la respiración hasta sentir que los pulmones iban a estallarle; cuando vio que ya no podía resistir más, buscó una roca que le ocultase a la vista del dromon y emergió. Se asomó con mucho cuidado; la cubierta estaba llena de campesinos con túnicas oscuras que empujaban sin miramientos a los celtas fuera del navío, quienes iban siendo amarrados de dos en dos en cuanto pisaban la playa.
No fue capaz de explicarse la rabia que arrebató su ánimo cuanto descubrió que daban irreverentes empellones a Divea ni por qué sintió ganas de rebelarse y gritar. La horda de túnicas oscuras le parecían los cortejos míticos de espíritus infernales en las compañas que, según las consejas de las tertulias nocturnas del invierno, salían capitaneadas por hombres malvados y traidores de sus propios hermanos, a recorrer los bosques en busca de gente inocente que llevarse consigo a los abismos.
Cinco lunas y media de esforzado viaje iban a acabar en el más inútil y oprobioso de los sacrificios. Un final terrible para tanta esperanza acumulada.
Siguió nadando en la dirección contraria del dromon para buscar un sitio al que encaramarse, desde donde pudiera espiarles. Descubriría el punto concreto a donde iban a conducir a los prisioneros y correría, a continuación, a avisar a su clan, para ver si podían organizar el rescate.
103
Después de coronar sin aliento el tajo que separaba su bosque de la costa y tras correr a través de la fronda igual que si lo persiguiera una manada de lobos, Conall se detuvo con los ojos velados por el llanto; se vio obligado a apoyar la frente contra el áspero tronco de un olmo como cuando, de niño, trataba de hallar consuelo tras un regaño de su madre. No podía ser. Le resultaba incomprensible cuanto veía. Era como si se encontrase prisionero de una pesadilla monstruosa, en castigo por su ambición, y los dioses no le permitieran despertar. Tocó el frasquito de Galaaz, que siempre había permanecido colgado de su cuello, igual al que también pendía del hermoso cuello de Divea. ¿Era ése el único camino que le quedaba?
Tenía la completa seguridad de haber llegado por el camino correcto y hasta podía reconocer a medias el claro que siempre había servido de nementone a su clan. Tuvo que mirarlo y recorrer todo el perímetro una y otra vez. Sí, no había duda; era el lugar donde Galaaz les había examinado a él y a Divea casi seis lunas antes. Un nementone demasiado modesto en comparación con todos los que había visto en Galia, Anglia y Gales, pero era el amado lugar sagrado de su niñez, donde habían nacido sus ambiciones y el embrión de sus conocimientos. El lugar de la Tierra donde radicaba lo esencial de su vida y la de quienes constituían su razón de ser.
Las piedras con las que habían compuesto durante generaciones el sagrado círculo, continuaban apiladas junto al tronco del roble donde solían estar, pero el ara había desaparecido. Aunque las variaciones del paisaje eran sutiles, no podía dar crédito a sus propios ojos a causa del vacío, la quietud y el silencio mortal. Parecía acabar de pasar la mayor y más espantosa compaña de cualquiera de las leyendas, llevándose todo rastro de vida celta. Ni risas de niños ni comadreos de mujeres ociosas, ni martillazos de los herreros ni hachazos de los leñadores. Ningún ruido que le permitiera conciliar el recuerdo con lo que veía. No había nadie.
Buscando con mirada ansiosa el menor signo de que alguno de sus vecinos viviese, descubrió trazas de que varios matorrales habían ardido como si alguien hubiese intentado incendiar el bosque, pero sin conseguirlo, tal vez gracias a un chaparrón mandado por los dioses. No quedaban cabañas ni rastros de su clan. Trató de localizar el lugar aproximado que antaño ocupaba su vivienda, donde residía aquella madre amorosa a quien tanto había reprochado sus regaños y consejas; ni siquiera consiguió identificar en el suelo la silueta del hogar amado de su infancia.
El silencio era tan completo, que podía escuchar el rumor de las hojas acariciadas por la brisa del mar cercano. El clan había sido exterminado, seguramente por los mismos que ahora se disponían a masacrar a sus cuarenta y un compañeros del dromon. Los que iban a quemar en una hoguera a quien no había conseguido volver a tiempo de que su bisabuelo la consagrase como druidesa. Los que iban a destruir a las dos personas más sabias que aún permanecían en el mundo de los vivos, Divea y Fomoré.
¿Podía hacer algo para evitarlo?
Un leve ruido lo sobresaltó. No era uno de los rumores propios del bosque, estaba seguro, porque la espesura de su hogar poseía una música propia que él podría reconocer entre todos los sonidos del mundo. Alguien merodeaba, quizá tan asustado como él mismo. Escuchó una voz hablando muy bajo pero con un tono recio y bronco que le resultó vagamente familiar:
-¿Tú no eres el joven que acompañaba a Alban?
El corazón de Conall saltó en su pecho. Si quedaba uno de sus vecinos, era posible que hubiera más, escondidos. Pero ¿por qué no le había llamado por su nombre, utilizando, en cambio, el del guerrero gigantesco?
-¿Quién eres? –preguntó, todavía incapaz de localizar el punto de donde procedía la voz.
Se trataba de alguien que sabía embozarse muy bien entre los matorrales.
-¿Portas armas? –preguntó el desconocido, y ahora detectó Conall un acento extraño, una manera de hablar que no era propia de sus paisanos, y a pesar de todo seguía pareciéndole una voz conocida.
-No.
-Muestra las manos y alza la túnica hasta tu pecho, para que lo compruebe.
Conall obedeció. Cuando hubo demostrado que iba desarmado, notó que se movían las marañas de un zarzal y aparecía Arthan, el velloso y robusto padre de la helvética de ojos como lagos. Medio agachado, se movió con mucha cautela, portando una ballesta dispuesta para disparar en su dirección.
-¡Eres el padre de Gwynna! –exclamó Conall con pasmo.
-Y tú eres, en efecto, el amigo de Alban. ¿No traes malas intenciones?
-¿Sabes algo de mi clan?
-Vayámonos de aquí rápido, que este sitio es peligroso. Ven conmigo, deprisa.
En silencio y moviéndose con el sigilo y la agilidad de una ardilla, Arthan precedió apresuradamente a Conall hacia el Castro de Santa Tecla. La cabaña circular continuaba intacta. Vio que el helvético corría hacia un nivel inferior y se introducía en una cavidad casi invisible para quien no conociera su existencia. Al seguirlo, se vio a los pocos pasos en una cueva natural más amplia y, poco más allá, Arthan apartó un montón de maleza seca que cubría un estrecho pasadizo ascendente, por donde treparon ambos. Emergieron en el interior de la cabaña sin ventanas ni puerta y al instante reconoció Conall el lugar como la extraña habitación donde había permanecido suspendido de una cuerda no sabía cuánto tiempo, en una ceremonia que ahora le parecía un juego de niños. Gwynna se encontraba medio recostada en un jergón y Alban estaba a su lado, de rodillas, refrescando su frente con un paño húmedo.
-¡Conall! –casi gritó con júbilo el gigante, lanzándose hacia él para abrazarlo.
En pocos momentos, contó el guerrero que, esperando un hijo de Gwynna, la había convencido junto con su padre de volver al bosque de su familia. Tras un viaje muy penoso que había durado cerca de tres lunas, habían llegado pocas jornadas antes para descubrir el horror de la destrucción del clan. La cabaña era el único lugar seguro porque nadie imaginaba lo que era y si la incendiaban, podían escapar fácilmente a la cueva, donde nunca les descubrirían. Pero Gwynna había llegado exhausta a causa de su embarazo y sufría de fiebres, por lo que tenían que turnarse él y el suegro en su cuidado. Cada día salía uno de los dos en busca de alimentos.
-¿Habéis vuelto todos sanos? –preguntó Alban al final del relato.
Conall bajó la cabeza, negó y volvieron a llenarse sus ojos de lágrimas. Narró cuanto acababa de sucederles.
-¿Dónde los han llevado? –preguntó Alban.
-Al poblado del pico del águila –respondió Conall.
-¿Son muchos?
-Unas diez docenas, creo. Por más que lo pienso, creo que no hay nada que hacer. He subido a nuestro bosque a pedir ayuda a nuestro clan, confiando que podríamos ir en su rescate y mira lo que me encuentro. Madre Dana, ¿por qué nos has hecho esto?
-No invoques a la madre Dana –dijo Alban-, sino a nuestro dios guerrero, Ogmios, porque vamos a sacarlos de allí. Tú eres el bardo y yo el guerrero; a mí me corresponde pelear. ¿Ellos te vieron huir?
-Creo que no.
-Entonces, contamos con una pequeña ventaja –repuso Alban mientras cogía varios objetos y los guardaba en un morral-, pues su confianza será total y, puesto que los celtas de los contornos han sido exterminados, habrán descuidado el alerta. Gwynna, debo marchar y tu padre también, porque hay entre esos prisioneros varias personas que amo con todo mi corazón. También, porque no podemos consentir la muerte del último druida de estas tierras y, asimismo, porque esas personas pueden sustituir en el futuro los clanes que nosotros hemos perdido. Es nuestro porvenir, querida mía, lo que está en juego, y el del hijo que esperas. ¿Resistirás media jornada a solas?
-Sí, Alban, ve sin cuidado.
Echaron a correr sin precaución excesiva, porque el gigante y su suegro habían comprobado muchas veces que los pescadores rehuían su bosque, acaso por su mala conciencia. Sin detenerse, Alban giraba de vez en cuando la cabeza para mirar a Conall con la mente llena de preguntas. Su transformación le apabullaba. Su estatura había aumentado, o así se lo parecía, y en sus ojos brillaba una luz nueva aunque ahora estuviesen anegados por el llanto. Recordó cuanto se comentaba sobre los viajes de iniciación druídica; según las consejas, nadie era el mismo al regresar. Pero el joven bardo era el primero que él tenía oportunidad de ver volver después de una experiencia de esa clase. Conall había dejado de ser el joven distante y malhumorado al que había convencido de formar parte de su hermandad de defensa de las esencias celtas. Ahora, había emergido en él algo venerable, una pátina de autoridad que estaba inclinándole a cederle el paso, aunque sus zancadas fuesen tan disparejas Verdaderamente, el viaje había transformado a Conall.
104
-¿Qué has visto? –preguntó Alban a su suegro cuando regresó de la exploración.
De los tres, era el más capacitado para cumplir ese cometido, gracias al sigilo y la agilidad gatuna con que se movía, y por eso había sido enviado a espiar en un recorrido que abarcaba todo el perímetro del poblado.
-Tienen a los hombres amarrados unos a otros–respondió Arthan-, todos juntos en la misma cabaña y me parece que las mujeres también están todas en otra, pero no he conseguido ver si ellas están, igualmente, amarradas entre sí. En la cabaña donde tienen a los hombres sólo hay cuatro guardianes, pero la de las mujeres está completamente cercada por hombres provistos de lanzas; yo diría que las odian mucho más a ellas que a ellos. El poblado parece un campamento militar, pues no he visto niños y sólo algunas mujeres. Pero mirad allí, ¿veis?; están preparando ocho piras. Supongo que será porque el claro no permite instalar más sin riesgo de incendiar las cabañas y todo el bosque. Por ello, digo yo que irán quemándolos en tandas. ¡Qué horror, madre Dana, de nuevo me obligas a presenciar la masacre de buenos celtas!
-Déjate de reproches a los dioses, Arthan –reconvino Conall-. No provoques su ira ni su venganza contra seres conturbados como nosotros, porque lo que necesitamos es su ayuda, y deprisa. ¿Cuatro guardianes tan sólo?
-¿En la cabaña donde tienen a los hombres? Sí.
-Alban, ¿no deberíamos empezar por allí? –indicó Conall.
-Lo primero es liberar a Divea –respondió el gigante con humildad, porque no sabía si sería lícito contradecir a un bardo.
-Sí –aceptó Conall-, pero somos tres contra un ejército, y no podemos irrumpir ahí en medio como un vendaval, porque moriríamos inútilmente.
-Yo soy más de un hombre –afirmó jactanciosamente Alban tensando los hombros anchísimos.
Conall se contuvo de ironizar. Miró intensamente al guerrero que aventajaba su estatura en más de un palmo; era el mismo cadete sin malicia que lo había querido integrar en su hermandad de idealistas defensores de las esencias celtas; el mismo que lo había sometido a la más dura prueba física que había tenido que superar en toda su vida y esperaba no tener que pasar en el futuro por nada igual. De improviso, descubrió que mientras que a él lo había convertido en un adulto el viaje de iniciación, y comenzaba a sentir ya en su espíritu la autoridad de un bardo, Alban continuaba siendo el muchacho impulsivo, directo y maravilloso a quien aún le faltaba mucho para madurar.
-Desde luego, eres el guerrero más fuerte y valiente que conozco –replicó Conall- y por eso quiero que sobrevivas, porque aún no ha comenzado la leyenda en que te vas a convertir y que yo seguramente cantaré cuando sea viejo. No tenemos mucho tiempo para discusiones y creo que tan sólo disponemos de una posibilidad entre mil. Una posibilidad que nos exige más astucia que fuerza.
Impremeditadamente, Alban adoptó la postura que debía adoptar ante un bardo. Bajó la cabeza y dobló las piernas para que su oído quedase a la altura de los labios de Conall, y poder así escuchar respetuosamente el plan.
Los tres se pusieron de acuerdo en pocos momentos y se dieron en seguida a su puesta en práctica.
Con la misma habilidad de una serpiente, Arthan trepó a lo más alto del tronco de un corpulento castaño con su ballesta colgada del hombro y el carcaj repleto. Una vez que se sintió firme en el puesto elegido, echó el cordel hacia abajo, al que su yerno ató una luminaria encendida dentro de su urna de cristal, cubierta con un paño para que nadie pudiera verla subir. Alban aguardó a que esa pequeña candela fuese izada, hasta convencerse de que había llegado intacta a manos del padre de Gwynna. A continuación, el gigante se encaminó hacia la trasera de la cabaña donde tenían encerrados a los hombres y Conall a la de las mujeres.
Arthan sabía que resultar ilocalizable era tan indispensable como su acierto al disparar las dos flechas. Tenía que elegir con exquisitez el blanco de la primera, a fin de que nadie pudiera deducir el lugar de donde procedía y tener, así, tiempo suficiente para disparar la segunda sin que se lanzaran hacia él como cuervos enloquecidos. Entre las dos, ocurriría lo más trascendental del ataque, de lo que iba a depender el resultado final. Conall le había enseñado un modo sencillo de calcular el tiempo que su yerno tardaría en llegar a la cabaña de los prisioneros; tenía que recitar mentalmente cinco veces una vieja canción de juegos infantiles que todos los celtas conocían. Preparó la primera flecha atando junto a la punta metálica un trozo de paño impregnado de aceite y le prendió fuego. En cuanto vio que nada iba a obstaculizar la trayectoria, disparó hacia la pira instalada en el lugar más alejado de la cabaña de los prisioneros.
La propagación de las llamas fue casi instantánea, porque habían apilado gran cantidad de broza en torno a todas las piras. El fuego fue tan repentino, que nadie pudo darse cuenta de qué lo había iniciado. Arthan comprobó con gran contento que había obtenido el efecto buscado, puesto que cuantos deambulaban y trajinaban por el claro dirigieron su atención hacia la pira, y muchos de ellos acudieron junto a ella para intentar apagarla. Tarea muy ardua, porque la misma eficacia que habían procurado al preparar las hogueras jugaba en su contra, ya que toda la leña menuda y la hojarasca seca ardieron en seguida y el fuego empezó a contagiarse con rapidez a los grandes leños.
Satisfecho de su éxito, las extremidades del helvético bullían de impaciencia por disparar la segunda flecha, mientras ponía en práctica el método de espera que le había explicado Conall.
Durante ese lapso, Alban consiguió abrir, literalmente, una esquina de la pared trasera de la cabaña que era su objetivo. Lo hizo sin utilizar la palanca que Conall le había sugerido, pues no lo consideró necesario; se limitó a apartar con sus manos las robustas ramas entretejidas con bálago, que cedieron con un chasquido que estremeció todo ese lado de la edificación, bastante más precaria y torpe que las casas de los celtas, que sus constructores habían destruido con desprecio. Convencido de que los cuatro guardianes iban a acudir prestamente por mucho que el fuego provocado por Arthan les hubiera distraído, se introdujo sin pérdida de tiempo. Vio llegar a dos sin tiempo aún de ponerse de pie.
-Cuidado –oyó que le advertía muy cerca la voz de Fomoré, amarrado, junto a un hombre que no conocía, a uno de los pilares centrales de la construcción.
Rodó sobre sí mismo para eludir la rústica lanza con que uno trató de atravesarle, una simple tranca con la punta afilada. Arrebatado por la rabia y aún desde el suelo, pudo Alban apoderarse de esa lanza, con la que ensartó sucesivamente a los dos. A partir de ese momento, se convirtió en una especie de torbellino en cuyo vórtice resultaba muy difícil de ver. Fue cortando las ligaduras de los prisioneros que estaban más cerca, pero sabiendo que los dos que, según las cuentas de Arthan, permanecían vivos podían correr a avisar a los de fuera, se lanzó sin prevenciones hacia la puerta de salida, a tiempo de detenerlos y tumbarlos simultáneamente con un solo golpe de cada uno de sus puños. Aguardó vigilante por si quedasen más y un instante después, justo en el tiempo que podía haber tardado su suegro en recitar cinco veces la canción, corrió a desatar a los prisioneros.
-¿Quién eres tú, el mismísimo Ogmios? –preguntó un joven con expresión de deslumbramiento y trazas de ser guerrero, vestido exactamente igual que otros dos como si fueran parte de un ejército.
-Es humano, Dydfil, y se llama Alban –respondió Fomoré-, pero estoy convencido de que su leyenda ha de mitificarlo a partir de este día, cuando el equinoccio se halla tan próximo. Lo que acabamos de ver merece ser contado y festejado con vino, cerveza y los elixires más maravillosos de todas las fábulas.
-No hagáis ruido –acalló Alban-. Coged todas las armas que encontréis y salid muy lentamente, sin que puedan descubriros. Ocultos tras la maleza, pero a la vista de este sitio, formad una fila de manera que consigáis veros entre vosotros de uno en uno, para que podáis transmitiros las órdenes que os dará nuestro bardo Conall. Vamos, no hagáis ruido ni perdáis tiempo.
Mientras tanto, a Conall no le rodaban las cosas tan bien. Cuando vio el resplandor del primer fuego que Arthan consiguió prender, trató de abrir a palanca un hueco en la pared trasera de la cabaña de las prisioneras, pero le resultó imposible. Miró en torno con desaliento. Era robusto y fuerte, como lo habían sido siempre los celtas de ese bosque, pero no podía realizar hazañas ni parecidas a las de Alban; su única ventaja residía en su mente. No merecía la pena esforzarse con algo que no podría hacer por mucho que lo necesitara. La pared era muy larga; supuso que podía tratarse de un granero o un almacén de pertrechos, de manera que el interior debía de ser diáfano, sin ninguna pared divisoria. De ser de tal modo, todas las prisioneras se verían entre sí. Asomó muy levemente la cabeza por una de las esquinas y observó con desasosiego que también los flancos estaban fuertemente vigilados, además de la parte delantera del edificio.
No tenía más posibilidad que el techo.
Había un pequeño alisar que limitaba el claro por uno de sus lados. Varios alisos de talla mediana servían a la cabaña de puntales supletorios, dada la escasa solidez general de la construcción. Trepó con rapidez por uno de los troncos y, gracias a que las ramas se combaron con su peso, pudo posarse en el techo sin ruido. Impaciente porque suponía que ya no le quedaba tiempo apenas, apartó deprisa varios de los grandes haces de bálago que formaban la cubierta, hasta abrir una rendija lo bastante ancha para mirar hacia abajo.
Hacía un rato que Divea presentía la inminencia de un cambio. Sufría grandes molestias porque tenía los brazos muy forzados hacia atrás por las ligaduras, y ni siquiera estaba en condiciones de cumplir la advertencia de su amado bisabuelo Galaaz, tomando el elixir del frasquito colgado en su cuello para evitar las torturas y humillaciones que iban a causarle. Sus compañeras de cautiverio se habían expresado ya entre ellas todas las lamentaciones posibles y casi todas habían llegado a la extenuación de sus gargantas, quebradas en ronquidos que, tras convertirse en murmullos, ahora habían dado paso al silencio. En la quietud subsiguiente, oían con claridad los rumores de cuanto ocurría fuera y, en los últimos instantes, el crepitar de un fuego. Aunque no se había escuchado ningún grito ni la exigencia de renunciar a los dioses celtas, alguno de los hombres estaba siendo sacrificado o estaba a punto de serlo. Comprendieron que la muerte llamaba a su puerta, Inger había comenzado a contar las vidas que se aprontaba a segar y nadie podría impedirlo. Por ello, cada una trataba de ajustar sus cuentas con el dios del que era más devota.
Forzada por el presentimiento, Divea apretó los párpados como aquel día que Galaaz la obligó a precederle por el bosque con los ojos vendados. Inmediatamente, sintiéndose sumergida entre brumas azules que se movían en oleadas, identificó el movimiento de haces que parecían de paja, y unas manos. Sin comprender muy bien por qué, su mente evocó el rostro de Conall sonriendo consoladoramente. El bardo destinado a complementar su magisterio poseía una sonrisa muy hermosa que no prodigaba, pero en su mente parecía tratar de decirle con ella que resistiera, que no se dejara vencer por un importuno convencimiento de inexorabilidad. Pensó que había poesía en ese consejo, la inspiración de los dioses en el corazón de un bardo, y su espíritu, inexplicablemente, se alegró recreando la imagen del que habría debido acompañarla toda la vida como uno de los bardos mejor preparados de los que tenía noticia.
Un impulso le obligó a abrir los ojos y levantar la cabeza. En el silencio que dominaba la estancia, sonó claro un roce en el techo y vio moverse una de las gavillas que lo formaban. El rostro que su mente acababa de recrear la miraba desde lo alto con expresión adusta, pero en seguida sonrió tristemente. Comprendió que Conall trataba de hacerle comprender algo; no lo conseguía, pues era una abertura que ni siquiera permitía ver la totalidad de la cara. Entonces, Conall retiró el rostro y asomó la mano, con la que hizo un movimiento de vaivén, representando un cuchillo que cortara algo. Divea comprendió al instante. Cuando Conall volvió a asomar el rostro, le asintió vivamente.
Un momento después, vio bajar con lentitud hacia ella un cuchillo atado a un cordel. Como no había espacio suficiente para que Conal pudiera introducir la mano por la rendija y mirar al mismo tiempo, susurró:
-Dagda, no te alteres lo más mínimo y pide a las demás que tampoco lo hagan ni digan una sola palabra. La poesía es la voz de los dioses y son ellos, por tanto, quienes nos mandan el salvador. Alza la mirada, ¿ves? Nuestro bardo viene a rescatarnos. No podemos guiar esa mano que sujeta el cordel, pero sí podemos actuar. Que todas estén alerta y la primera que sea capaz de tocar el cuchillo que lo atrape con fuerza y, si no puede cortar sus propias ligaduras, que corte las de su compañera.
Fue Bheir la que se liberó primero. Al notar su embarazo, el que la amarró había sentido alguna clase de prevención atávica y no sólo no la había maltratado en exceso, sino que tampoco apretó demasiado la soga. Fue, por lo tanto, fácil cortarla. En silencio, soltó a la que tenía más cerca, otra hibernesa, y pocos momentos más tarde todas pudieron moverse. Por señas, Divea les indicó que formasen un corro muy juntas y les habló quedo:
-Hay mucha gente ahí fuera preparándose para quemarnos y no sabemos qué ocurre con nuestros hombres ni donde están. Por lo tanto, hay que actuar con sumo cuidado y sin producir el menor ruido.
En ese momento, se escucharon voces muy soliviantadas. Alguien gritó muy cerca de la cabaña:
-¡Corred, hay fuego en la ermita!
Aunque era el edificio más alejado del castaño donde estaba encaramado, Arthan había atinado con precisión en el tejado de lo que supuso desde el principio que era el nementone de sus captores. El gran techo de madera y enormes fardos de bálago se incendió inmediatamente y, unos momentos más tarde, las llamas se propagaron al enramado que sostenía la campana y la parte superior de todas las paredes. Tal como había previsto Conall, acudieron casi todos presurosos a apagar el fuego, porque se trataba del edificio más sólido y mejor construido, y resultaría demasiado arduo construirlo de nuevo.
El caos se había adueñado del claro. El alboroto era enorme y se convirtió en griterío y espanto cuando empezaron a arder al unísono las dos cabañas donde habían encerrado a los prisioneros. Al principio con timidez pero en seguida como un clamor, todos mencionaban con sus lamentos y gritos los poderes que atribuían supersticiosamente a los celtas; mediante sus poderes otorgados por Satanás, se habían desmaterializado en el aire antes de incendiar sus cárceles y ahora estarían sobrevolándolos con sus escobas para exterminarlos; tenían que huir de ese lugar y no regresar jamás, porque se había convertido en un pestilente reino de los abismos, una vicaría del infierno en la Tierra.
Cuando salieron las mujeres, Conall ordenó que Bheir y otra embarazada, así como dos mujeres demasiado mayores fuesen llevadas por Arthan con dirección a la cabaña del castro. Las demás mujeres se sumaron alternativamente a los hombres, a la distancia de unos cinco o seis pasos, para formar una fila que rodeaba todo el poblado. El bardo dio la orden al primero de la formación:
-Impedid que huya ninguno, salvo con dirección al precipicio que cae a pico sobre el mar. Nadie deberá escapar en cualquier otra dirección, porque uno solo bastaría para alentar una movilización final contra nuestro pueblo. Con golpes de trancas, procurad que se vayan hacia el abismo por sí solos para que ningún dios desee presentaros cuenta, pero si tenéis que matar, hacedlo. Es nuestra vida y la de nuestros hijos, o la de ellos.
105
Dos días más tarde, abandonaron el bosque y dejaron atrás la cabaña del Castro de Santa Tecla con un sentimiento prematuro de nostalgia. Divea, Alban y Conall, que eran los únicos naturales del lugar entre los cuarenta y cinco, lloraban sin recato. Sería difícil volver a ver el amado solar de sus antepasados.
Suponían que habían muerto todos los habitantes del poblado que había sido su prisión, pero no podían darlo por seguro ni permanecer, por tanto, en el bosque que antaño gobernara Galaaz. Ni en sus contornos. Por decisión de Conall, confirmada por Divea, habían multiplicado las precauciones y no se atrevieron siquiera a tratar de recuperar el dromon ni su carga. Que supiera el bardo, los cuarenta y cinco eran los últimos celtas de esas tierras. Estaban obligados a preservar sus vidas, porque eran depositarios de tradiciones milenarias que podían perderse si desaparecían.
Tras provocar la desbandada del poblado, sólo encontraron tres caballos. Ninguna carreta. Por lo tanto, en la partida hacia el exilio tenían que limitarse a llevar lo que cada uno podía cargar consigo, porque las monturas fueron reservadas a las embarazadas.
-¿Dónde nos asentaremos? –preguntó Divea.
-En cualquier lugar situado a la derecha del camino que recorrimos con dirección a la tierra de los astures –respondió Conall.
-Sí –concordó Fomoré-. Debemos alejarnos del mar tanto como sea posible, porque casi todas las poblaciones de esta tierra bordean la costa. Tierra adentro, contaremos con muchos menos enemigos y mayores posibilidades de reconstituir un clan y mirar con optimismo el futuro. Por suerte, todavía no ha terminado el año y nos faltan tres lunas para el solsticio de invierno; nos dará tiempo a equiparnos contra el frío cuando elijamos el bosque donde vivir.
Siete jornadas más tarde, encontraron el lugar en la falda de un monte que miraba a Oriente. Un bosque perfumado de resina, casi todo él de pinares, abetales y pequeños hayedos. Los castañares quedaban un poco más abajo, pero era muy placentero y vivificante recorrer las veredas que conducían hasta ellos y hacia los veneros y riachuelos donde habitaba la diosa.
Improvisaron varios refugios, pero lo primero que hicieron a continuación fue despejar un claro más o menos llano para que les sirviera de nementone. Localizaron pronto entre todos cuarenta y nueve piedras suficientemente grandes y planas, idóneas para formar el círculo sagrado.
Eufórico en cuanto consiguió acomodar confortablemente a Gwynna en una choza, precaria pero decidido a ir reforzándola con el tiempo, Alban sintió el impulso de bromear:
-Nuestros hijos van a desarrollar piernas formidables, de tanto correr arriba y abajo por este monte.
Divea sonrió. Fomoré dijo:
-Pues hay que empezar desde ahora, porque debemos honrar sin más demora al dios de la Naturaleza, Mabon, y al del bosque, Karnun; hay que celebrar hoy mismo el magosto con una castañada, puesto que ya hemos fundado el poblado de nuestro clan. ¿Quién viene conmigo a recoger castañas?
Emprendieron el descenso Beltain, Dydfill, Fomoré y Conall, provistos cada uno de un saco vacío. Desde el comienzo de la caminata, el bardo trató de separarse un poco del galés y el hibernés, porque necesitaba hablar con Fomoré:
-Debo decirte que cualesquiera que sean mis sentimientos, encontraré razonable que formes familia con Divea.
Fomoré volvió hacia Conall sus ojos sorprendidos y sonrió, aunque tenía ganas de soltar la carcajada.
-¿Qué te hace suponer que Divea y yo nos amamos?
Conall sintió que se ruborizaba.
-¿No es así?
-Querido bardo, ¿no te das cuenta de que casi podría ser su padre?
-¿No la amas?
-Claro que sí. La amo y la venero, como la druidesa sabia que es. Y la protegeré con mi vida, si es necesario. Pero formar familia con ella… ¡vamos!
-Yo…
Conall no conseguía borrar el sonrojo de su cara. Sentía un ligero temblor en los labios y le picaban los ojos. Fomoré le sonrió con ternura:
-Querido bardo Conall, vas a tener que revisar tus propias conclusiones y preparar con cuidado lo que te espera dentro de tres jornadas, cuando termine el año. Sabes que la ceremonia de tu consagración y la de Divea la presidirá Levarchim, pero tendrá que ser precedida de la confirmación de la mía, pues el druida hibernés confiesa que no se siente lo bastante sabio para consagraros y me ha pedido que yo lo haga en su lugar. Al amanecer de ese día, tras la noche negra de los espíritus y los conjuros, tendrás que pedirle a Divea que te permita acompañarla el resto de su vida, y no sólo como bardo.
Datos en la novela
Topónimos.- A excepción de “Bosque de Onix”, “Bosque del Espejo” y “Bosque de Boca Oscura”, todas las denominaciones geográficas se corresponden con realidades de la civilización celta en diversos países a lo ancho de Europa. Aunque deliberadamente los he juntado a pesar de su anacronía, todos son históricos y algunos de ellos continúan vigentes, como es fácil constatar. La epopeya imaginaria del relato –que ocurre a lo largo de unos dieciséis meses- exigió unirlos en un mismo espacio temporal, pero no son coetáneos según los historiadores y se afirma que casi todos ellos fueron dados por asolados antes de la época del relato, pero según las huellas dejadas en las tradiciones es muy posible que sobreviviesen poblaciones diseminadas, que nunca llegaremos a saber hasta cuándo pudieron resistir. Aunque resultaba tentador, he renunciado a hacer aparecer los sitios capitales de La Tene y Hallstatt, por tratarse de yacimientos cuya antigüedad arqueológica demostrada es muy superior a las vivencias de mis personajes.
Nombres. Todos los nombres propios de personas que aparecen en los cinco libros del relato los he extraído de narraciones o referencias históricas sobre los celtas. Las leyendas contadas por los personajes figuran, asimismo, en el folclore y las tradiciones de Irlanda, Gales, Inglaterra, Francia, Bélgica, España, Alemania, Polonia, Turquía y Suiza. Episodios importantes de las peripecias que viven en primera persona los protagonistas han sido inspirados, asimismo, por leyendas de las mismas procedencias. En cuanto a las plantas y flores, he tenido que recurrir a las denominaciones actuales para no desorientar al lector y, sobre todo, porque los celtas eran renuentes a escribir aunque sabían hacerlo, y lamentablemente no se conservan datos sobre sus descubrimientos de alquimia, que eran tan trascendentales para sus ritos y modos de vida.
Muy amablemente, me han proporcionado informaciones valiosas los departamentos de cultura de las embajadas en España del Reino Unido y Francia, la Oficina de Turismo del Ayuntamiento de El Grove (Pontevedra) y la Biblioteca de Turón (Mieres, Asturias).
Con todo, el rigor histórico es propio de historiadores. Sobre un extenso sustrato documental, en mi relato predominan la imaginación y la inventiva, como corresponde a la creación literaria.




























15-I-09
Más de EL OCASO DE LOS DRUIDAS, una de las cuatro novelas por las que la editorial me ha estafado.
Os ofrezco nuevos capítulos de EL OCASO DE LOS DRUIDAS, que mañana llegará al final. En seguida, os regalaré la emocionante “Oro entre brumas”.
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Una vez terminada El ocaso de los druidas, empezaré a entregaros “Oro entre brumas”:
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y otros cinco, donde ya podéis leer enteras las novelas La desbandá y Los pergaminos cátaros
101
Transcurrieron dos días más antes de avistar la meta.
Salvo los que remaban, los demás parecían haber sido paralizados por un sortilegio, parados en cubierta, a babor, con los ojos fijos en la hermosa tierra que iba pasando ante sus ojos, tan prometedora y amena con su abundancia de colinas, radas, rías, islas y acantilados. Abundaban tanto los bosques, que nadie dudaba que uno de ellos iba a convertirse pronto en su hogar. Para todos ellos era la tierra prometida por los dioses, el paraíso que les otorgaban como alivio de las vicisitudes padecidas.
Permanecieron expectantes, quietos y mudos hasta que Conall localizó por fin el promontorio que semejaba el pico de un águila y se lo indicó a Fergus.
-Mira aquella roca –le dijo-. Un poco a la derecha, se encuentra nuestro bosque; lo reconoceremos por una vieja construcción celta que hay al lado.
Aunque Fergus no le encontró semejanza con el pico de un águila, se dio cuenta de cuál era el hito que Conall señalaba. La roca emergía entre la suave calima y la vegetación como un símbolo de felicidad tras el último cuarto de luna tan turbulento que habían superado, y por lo tanto movió levemente el timón. Según fueron acercándose a ese punto de referencia, aguardaban todos con ansiedad ver aparecer un poco más adelante la silueta escalonada del Castro de Santa Tecla que Conall y Divea les describían. En cuanto consiguieran identificarlo, habría llegado el momento de iniciar la maniobra para enrumbar hacia una playa donde varar.
Continuaban sin hablar, pero el silencio se volvió tenso y muy solemne ante la inminencia del desembarco. Una solemnidad semejante a la que se había instalado en todos los pechos desde que oyeran el relato de Fomoré. Siempre lo habían respetado por su gran atractivo físico y su serenidad melancólica. Ahora, se reprochaban no haber sido capaces de reconocerlo como lo que era en realidad, un druida venerable que aunque no hubiera completado su consagración, había sido consagrado sobradamente por la vida al superar la prueba insoportable a la que los dioses lo habían sometido. En la mente de todos se afirmaba el convencimiento de que él y Divea iban a componer una pareja de druidas que llegaría a convertirse en legendaria. Esperaban que declarasen su unión en una ceremonia solemne, poco después de reencontrarse con quienes aguardaban en el bosque el retorno de la que habría de convertirse en su druidesa. El único a quien tal idea le causaba escozor era Conall, cuya mirada sombría rehusaba fijarse en Fomoré por temor a ser cautivado también. En el pecho del que habría de ser bardo pero creía no haber cumplido ninguna de sus metas con el viaje, sólo anidaba un sentimiento de desconcierto y una congoja a la que no sabía poner nombre. Ahora, mientras todos, arrebatados por la euforia, tenían los ojos fijos en el punto por donde habría de aparecer la silueta del castro, Conall observaba con pesimismo la costa que discurría lentamente frente al dromon.
¿Qué iba a ser de su vida después de tomar tierra? ¿Cuál iba a ser su futuro?
Se lo preguntó una y otra vez sin ira ni rencor, sólo con una perplejidad insoportable. ¿Podría residir en el mismo bosque que ellos, viéndolos juntos y triunfantes, druida y druidesa unidos para siempre?
De repente, observó algo que los demás estaban demasiado abstraídos para descubrir; según avanzaban, ya con la vela arriada y sólo mediante unos suaves golpes de remo, notó que galopaban dos jinetes en los caminos sobre los acantilados y promontorios, y que se movían al ritmo que lo hacía el navío. Se trataba de una embarcación demasiado vistosa como para pasar inadvertida por pescadores tan expertos como él sabía que eran los cristianos de esa costa. Estaba seguro de que jamás habrían visto nada igual tan cerca, aunque hubiesen vislumbrado navíos grandes navegando a lo lejos. Si los conocía bien, y suponía que sí, pronosticó para sí que tratarían de apoderarse del dromon.
-Nos vigilan dos caballistas, Fergus. Me parece que piensan intentar asaltarnos para apropiarse de tu navío.
-¿Dos caballistas? ¿Tan sólo? ¿Qué van a poder contra nosotros, que somos cuarenta y dos? –ironizó el gálata con escepticismo.
En el momento que avizoraron la vaga silueta del castro, mientras todos prorrumpían en aplausos y vítores, Conall comenzó a desesperar.







102
Entre los islotes y profundos salientes de la costa, encontraron una playa libre de escollos, donde a Fergus le pareció que el casco no sufriría desperfectos, y entonces forzó el timón para obligar al dromon a varar. Golpe a golpe de remo, vieron aproximarse la línea de arena clara, lamida por las olas suaves del mar encerrado entre revueltas de roca, y pensaron que alcanzaban por fin la tierra prometida, el lugar donde vivirían felices para siempre.
Todos echaban cuentas. Beltain vería nacer libre el hijo que Bheir portaba en sus entrañas. Dydfil formaría una familia con Dagda, pero antes de un año organizaría la semilla de un ejército que algún día le llevaría a reconquistar la libertad para su clan galés. Joachim viviría, por fin, plácidamente y aceptado por sus vecinos, sin que nadie señalara con horror su pelo blanco. Levarchin sabía que tendría que compartir en lo sucesivo su magisterio con Fomoré y, sobre todo, con Divea, y ello no le causaba pesar alguno; aunque su consagración había sido genuina, se sentía impostor en cierta medida, porque no había tenido acceso a conocimientos comparables a los de cualquier druida y ni siquiera había podido realizar un viaje de iniciación; por todo ello, miraba con fruición la tierra de libertad que se acercaba, donde podría crecer y afirmarse un clan formado casi exclusivamente por hiberneses. Fergus sentía la mano de Brigit posada sobre la suya mientras sujetaba el timón; el cobre de ese pelo iba a darle armas maravillosas con las que afrontar todo lo que el futuro quisiera depararle.
Pero en el momento que la quilla tocó la arena del rebalaje por proa, y sin tiempo para volver atrás, descubrieron que se acercaban velozmente dos barcazas, una a babor y otra a estribor. Conall comprendió que los jinetes habían tenido tiempo de convocar a sus vecinos, que no habrían perdido ni un instante en organizar la encerrona. Seguramente avisadas por vigías apostados en los acantilados, las barcazas habían permanecido escondidas hasta ese momento en los pequeños entrantes del laberinto pétreo que era el litoral. Antes de que ninguno de ellos tuviera ocasión de saltar a la arena, los atacantes lanzaron cuerdas con garfios que se engancharon sin dificultad a las bordas de babor y estribor. Comenzaba el abordaje.
Simultáneamente, fue apareciendo una multitud vociferante en la playa. Bajaban en oleadas los empinados y estrechos senderos que desembocaban en la arena, con antorchas encendidas y enarbolando lanzas y machetes. Eran lo menos cien.
Habían sido cercados y si no organizaban una escabechina en el propio dromon, iban a hacerlos prisioneros en pocos instantes.
Sin pensarlo, Conall saltó por popa al agua, encomendándose a todos los dioses para que no lo hubieran visto saltar o, en caso de que sí, para que no pudieran atraparlo. Buceó en el gélido fondo procurando alejarse lo más posible del navío. Dando brazadas desesperadas, contuvo la respiración hasta sentir que los pulmones iban a estallarle; cuando vio que ya no podía resistir más, buscó una roca que le ocultase a la vista del dromon y emergió. Se asomó con mucho cuidado; la cubierta estaba llena de campesinos con túnicas oscuras que empujaban sin miramientos a los celtas fuera del navío, quienes iban siendo amarrados de dos en dos en cuanto pisaban la playa.
No fue capaz de explicarse la rabia que arrebató su ánimo cuanto descubrió que daban irreverentes empellones a Divea ni por qué sintió ganas de rebelarse y gritar. La horda de túnicas oscuras le parecían los cortejos míticos de espíritus infernales en las compañas que, según las consejas de las tertulias nocturnas del invierno, salían capitaneadas por hombres malvados y traidores de sus propios hermanos, a recorrer los bosques en busca de gente inocente que llevarse consigo a los abismos.
Cinco lunas y media de esforzado viaje iban a acabar en el más inútil y oprobioso de los sacrificios. Un final terrible para tanta esperanza acumulada.
Siguió nadando en la dirección contraria del dromon para buscar un sitio al que encaramarse, desde donde pudiera espiarles. Descubriría el punto concreto a donde iban a conducir a los prisioneros y correría, a continuación, a avisar a su clan, para ver si podían organizar el rescate.





14-I-09
EL OCASO DE LOS DRUIDAS.
Aquí tenéis nuevos capítulos de lectua gratis de minovela EL OCASO DE LOS DRUIDAS, que ya está llegando al final.
Es inminente la aparición en Internet de la versión renovada de mi web, donde podréis leer lo más importante de mi obra:
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98
El hibernés Beltain había llegado a dominar el timón con cierta pericia, lo que permitía a Fergus disfrutar mucho más de la compañía de Brigit.
-¿Cuántos días nos faltan para llegar a tierra? –preguntó la sibila.
Había vuelto la cabeza hacia él tapando a medias el Sol naciente, cuyos rayos horizontales recortaban su pelo rojo con un brillo metálico como una valiosa joya. Con los ojos refulgiendo en el contraluz al mirarlo, sintió Fergus que su pecho se inflaba hasta reventar de júbilo. A diferencia del día anterior, el tiempo era magnífico. Estar apoyado en la borda junto a ella, con la mirada perdida perezosamente en el horizonte marino, era para él la materialización de sus mejores sueños.
-Me parece que deberían ser dos –respondió-, pero nunca antes he hecho esta travesía y no puedo asegurarlo.
-¿Crees que seremos felices en el bosque de Divea?
Fergus detectó una sombra en el fondo de los ojos de Brigit.
-¿Presientes dificultades?
Ella no quiso responder. Definitivamente, el poder de los dioses se amortiguaba demasiado a bordo de un navío, lejos de los bosques y las fuentes, porque había pasado toda la noche atormentada por las imágenes que se formaban en su cabeza. Las desechaba por demasiado horribles, pero volvían pertinaces a quitarle el sueño. Suponía que había podido sobrevivir al amanecer gracias a la tibieza de los brazos de Fergus, pero le atormentaba la idea de tener que dormir varias noches más en el dromon.
-A veces siento que estás lejos, Brigit –reprochó afectuosamente Fergus-, y quisiera con todo mi corazón que aprendieras a confiar en mí.
-Confío en ti como nunca antes he confiado en nadie –respondió Brigit-, pero hay momentos en que debo callar.
-Entonces, permanece un rato a solas con tus pensamientos, pues de he reunirme con Fomoré y Conall.
Llamó a los dos hombres indicándoles por señas que debían reunirse en el castillo. Notó que Fomoré acudía serio, sin entusiasmo, y Conall de muy mala gana.
-Desde aquel amanecer en el gran nementone de piedra de Anglia –dijo Fergus-, siento que os unió un vínculo indestructible a los seis que fuisteis iluminados por el resplandor del solsticio. Algo nos entrelaza y nos convierte en hermanos inseparables, creo que hasta la muerte, aunque yo no estuviera presente, porque Brigit sí estaba. Por ello, me parece que deberían caer las barreras que aún queden entre nosotros. Ayer, os confié la verdad de la etapa más negra de mi vida, la que todavía me produce escalofríos cuando la recuerdo; la que tanto me avergüenza. Considero, por tanto, que vosotros dos estáis en deuda conmigo.
Fomoré asintió. Tanto a Conall como Fergus les pareció que procuraba elegir muy cuidadosamente sus palabras cuando dijo con lentitud:
-Tú afirmaste ayer que sólo era verdad la primera parte de tu historia y que habías callado lo que te ocurrió desde entonces. En mi caso, es al revés. Yo os he contado solamente el final de mi aventura, porque mi pasado sí es vergonzoso, no el tuyo, amigo Fergus. No dudes que te siento como mi hermano y no sólo por el solsticio milagroso del gran nementone de piedra. Entraste del todo en mi corazón al conocer tus verdaderos sufrimientos. Lo tuyo fue un cúmulo de desgracias, una tras otra, y no creo yo que los dioses hayan de presentarte cuentas demasiado severas por evitar mostrar tu rostro a quienes tuviste que matar para ganar tu libertad. Al contrario, a mí sí me pedirán cuentas, porque mis faltas no tienen justificación ni perdón.
-Entonces –lo interrumpió Fergus, porque no recordaba con precisión lo que sabía del pasado de Fomoré-, ¿no es exacto que quisieras convertirte en cristiano?
-Yo nunca pretendí renegar de nuestros dioses. Solamente traté de parecer cristiano para vivir con ellos y adaptarme a sus costumbres, porque conozco a muchos celtas que lo han hecho así, fingir que adoran a sus dioses, y han conseguido convivir con los cristianos de la costa, medrar y ser felices. Inclusive, lo había visto hacer a varios miembros de mi clan, antes de…
En ese momento, se oyó un fuerte escándalo en cubierta y salieron los tres con presteza, a ver qué ocurría. El muchacho hibernés de cejas y cabello blancos, Joachin, se encontraba de rodillas en la parte de cubierta más despejada, cerca de la proa. Tenía las manos alzadas al cielo y sólo bajaba de vez en cuando la derecha para hacer rápidamente la señal de cruz. En seguida, volvía a extenderla hacia el cielo. Gritaba letanías y toda clase de invocaciones, extrañas e ininteligibles en su mayoría, pero consiguieron entender algunas frases:
-Por los dioses Patricio, Jesús y Yago os ruego que me destruyáis de una vez. Ya sé que no hay compasión en vuestros corazones, sé que sois bestias del averno y que no tenéis misericordia divina, pero si no es por piedad, hacedlo para gozar vuestro festín infernal. Matadme ahora; no esperéis más. No me hagáis perder otra noche de sueño entre pesadillas demoníacas; no me obliguéis a continuar noche tras noche en este navío del abismo pestilente, torturado por el terror. Si habéis de devorarme, hacedlo prontamente y si algo en mí os hace dudar, decidme lo que es para corregirlo y que así mi cuerpo os sea más apetitoso. No prolonguéis más mi agonía, por compasión. Sé que no conocéis el significado de esa palabra y por ello os pido que me deis un arma con la que yo mismo pueda darme muerte. Padre mío Patricio, que me creaste como soy para ser humillado, despreciado y maltratado, ruega a los demás dioses, tus hermanos, que me ayuden a acabar con el tormento de mi vida y me permitan, al menos, morir en paz. Y vosotros, hechiceros del demonio, matadme tal como os proponéis y devoradme. Hace tres días que no como lo que me dais, sólo he tomado un poco de agua, y por lo tanto mi cuerpo está limpio para vuestras fauces.
Divea había llegado ante Joaquim mediada su perorata. Según pronunciaba las terribles acusaciones, la tez de la futura druidesa fue palideciendo. Permaneció dubitativa un buen rato, cabeceando un poco, hasta que vio a Fomoré aproximarse, y comprendió que él sería la única solución. Le pidió con una señal que se acercase y, tomando su mano, lo condujo hasta el ángulo último de la proa, donde los dos parecían sobrevolar el mar. Se volvió hacia los demás en ese punto para decir:
-Aferrad a Joaquim entre varios y aseguraos de que no hace ninguna locura. Mantenedlo sujeto mientras Fomoré y yo hablamos, pero que ninguno de vosotros se acerque a menos de diez pasos de nosotros hasta que yo no lo autorice.
A continuación, ofreció el oído para escuchar lo que Fomoré le iba a decir. Mientras tanto, cuantos ocupaban la cubierta giraron hasta darles la espalda como prueba de discreción y reserva.
Pasado un buen rato, Divea volvió hacia donde Joachim permanecía inmovilizado por Conall y Dydfil. Pidió a Naudú que se acercase y, junto con Fomoré, tomaron entre los tres al muchacho de pelo blanco por los hombros y lo condujeron hacia la bodega. Antes de cerrar la puerta tras ellos, dijo Divea a voces:
-Ninguno de vosotros ha de acercarse aquí hasta que nosotros cuatro volvamos a salir.
99
Fomoré, Naudú, Joachim y Divea pasaron la mayor parte del día en la bodega. Salieron al atardecer, bajo unas ráfagas de viento muy fuertes que comenzaban a producir alarma. En el sollado estaban siendo recogidos los remos con prisas, y los aseguraban con las argollas para no perderlos. Fergus había mandado ya arriar la vela y corría a lo largo y ancho de cubierta dando órdenes, que eran obedecidas con algo de desconcierto y sin demasiada organización, pero todos se apresuraban y sustituían con buena voluntad la carencia de experiencia marinera.
En el momento que los cuatro emergieron de la semipenumbra de la bodega, Joachim lloraba, pero ya no lo sujetaban, lo que daba la impresión de ser innecesario tras lo que hubiera sucedido en el interior. Tras Divea y Fomoré que salieron primero, solamente Naudú iba a su lado con el brazo pasado por sus hombros, en enternecido gesto maternal, sorprendente en una sacerdotisa virgen. La expresión del muchacho hibernés de pelo blanco era en esos momentos, aparentemente, de serenidad y bienestar completos. Ninguna de las treinta y ocho personas restantes fue capaz de imaginar lo que había sucedido dentro de la bodega durante tantas horas; en realidad, no tenían ganas ni oportunidades de entrar en conjeturas. El mar se había ido alborotando progresivamente en el transcurso del día y caían ya algunas crestas espumosas sobre cubierta; tenían cosas perentorias en las que pensar.
El temporal no fue excesivamente fuerte las primeras horas, a pesar de lo cual casi todos fueron asomándose por turno a la borda para vomitar. Pero poco después de la medianoche había ya quien se preguntaba si iban a conseguir salir indemnes del tobogán de olas, tan inmensas y bajo un viento tan poderoso, que Fergus ordenó que hubiera cuatro mujeres encerradas en la bodega, dedicadas exclusivamente a mantener el fuego encendido, ya que todas las luminarias de cubierta se habían apagado y no había posibilidad de conservar alguna luz bajo el ventarrón.
Ayudado de Beltain, el gálata trataba de dirigir la proa hacia la cumbre de las olas, pues era lo que había visto hacer durante los tres años que permaneciera como prisionero. Pero ni se trataba del mismo mar ni disponía de una tripulación experta. El mar que atravesaban ahora se mostraba mil veces más proceloso y salvaje que el del Centro de la Tierra y las cuarenta personas que le acompañaban ponían en las tareas de a bordo empeño y buena voluntad, pero ni siquiera eran capaces de acompasar la cadencia de los remos. Su temor a zozobrar fue creciendo durante la madrugada más convulsa y tensa que recordaba. Durante los temporales marinos que había sufrido anteriormente, consideraba que su vida no tenía valor apenas; vivía la miserable e infeliz existencia de un esclavo entre humillaciones y maltrato sangrante. Ahora, por el contrario, tenía todos los motivos para pelear por su vida con fiereza; el principal, Brigit, ante quien sentía a veces el impulso de postrarse como prueba de agradecimiento por lo feliz que lo hacía; pero estaban también los demás, gente buena que, a pesar de la variedad de sus orígenes, compartían una clase mágica de camaradería; y, sobre todo, predominaba en su ánimo la obligación de llevar incólume a la futura druida hasta el nementone donde habría de ser consagrada.
Demasiado valiosa era la carga del dromon como para aflojar los ánimos. Tenía que llevarlos a salvo a su destino, que no podía encontrarse demasiado lejos. Fergus observó cómo se ayudaban todos a asegurar los pertrechos contra la embestida de las olas y los esfuerzos denodados para que nadie corriese peligro; en resumidas cuentas, se comportaban como si para cada uno de ellos la vida del compañero fuese un tesoro que había que conservar a toda costa. Hasta el extraño y enloquecido muchacho de pelo blanco se afanaba en colaboración con otro de los hiberneses para transportar uno de los toneles de cubierta al sollado inferior, con objeto de que no rodase hasta caer por la borda. Mirándolos, recordó la sensación que Divea y cinco más habían experimentado durante el amanecer del solsticio en el gran nementone de piedra de Anglia, según lo que Brigit describía.
Ahora parecía estar produciéndose un milagro semejante, como si el temporal constituyese una prueba ideada por los dioses para obligarles a actuar en sintonía, como una gran familia, donde cada uno amaba y respetaba a todos los demás sin excepción. El temporal estaba convirtiéndolos en un clan.










100
La salida del Sol actuó cual lenitivo. Por la voluntad imperativa de Lugh, el espíritu maligno que agitaba el temporal fue expulsado hacia un horizonte lejano en seguida que un desgarrón en las nubes permitió al astro asomarse hacia el mar convulso, que fue serenándose al poco rato de volverse azul de nuevo. Transcurrido un cuarto de jornada, la superficie oceánica recuperó su horizontalidad. Según iban comprobando que la adversidad había sido desterrada, los ocupantes del navío se dejaban caer exhaustos en el suelo, sin fuerzas ni para hablar. Viéndolos derrengados a los cuarenta y dos sobre la cubierta del dromon, los dioses se compadecieron, y con la domesticación de la tempestad les regalaron un suave viento del norte. Con un último esfuerzo, supremo para quienes no habían dormido y tenían las manos desolladas, izaron prestamente la vela. Se aliados el mar calmo y ese viento amable y favorable, con lo que antes del atardecer avistaron tierra. En cuanto percibió en el horizonte la primera silueta de una montaña, Fergus mandó llamar a Conall a su lado, junto al timón.
-Necesito que me guíes para llegar a un punto del litoral lo más cercano posible al bosque de donde tú y Divea sois naturales.
-Estamos muy lejos todavía, Fergus. Aquella costa que se ve a lo lejos nos queda al sur, mientras que donde vamos debe quedarnos a levante. Yo nunca navegué muy lejos del Castro de Santa Tecla, pero de eso estoy seguro; la tierra siempre estaba del lado por donde sale el Sol.
-Sí, más o menos lo recuerdo de cuando pasé hacia el norte, rumbo al país de los astures. Tienes razón. Lo que haremos será dejar el barco al pairo toda la noche, porque aquí, tan lejos de tierra, sería imposible fondear, y más cerca podríamos zozobrar en los escollos con luz tan escasa. En cuanto amanezca, pondremos proa a occidente, para contornear el cabo que nos abrirá la ruta hacia el sur y la punta del Fin de la Tierra. De ahí en adelante tú serás capaz de indicarme el camino, ¿verdad?
Conall asintió. Le dominaba una emoción extraña. Ese gálata tan experto y curtido, posesor de tan grandes conocimientos, le había pedido respetuosamente su opinión sin la menor ironía. No había burla ni desdén frente a la bisoñez de un adolescente, ni el menor sarcasmo en su voz.
-Empiezas a comportarte con la sabiduría de un bardo –comentó Fergus.
Conall tuvo que girar violentamente el cuello para ocultar su turbación. ¿Debía considerar esa especie de cumplido la materialización del sueño o su frustración? La confusión que le dominaba desde el amanecer en el nementone se prolongaba demasiado tiempo ya; casi tres lunas llevaba sintiéndose incapaz de explicarse muchos de sus impulsos y en vez de despejarse, las dudas no hacían más que aumentar.
Amaneció de nuevo un día luminoso. Aunque los remos estaban recogidos y la vela arriada, descubrieron que las corrientes les habían empujado bastante cerca de tierra. Pero les alentaba la cercanía del final del viaje, y a pesar del cansancio remaron enérgicamente hacia poniente, de modo que no tardaron en encontrar el punto donde virar hacia el sur. Entonces, como todavía les favorecía el viento del norte, Fergus mandó izar la vela. Con los sucesivos golpes de timón del gálata, todos festejaron encontrarse a punto de alcanzar la meta.
Conall, que desde la noche anterior permanecía en estado de perplejidad por la incapacidad de descifrar sus sensaciones, permanecía al lado del timonel presto a avisarle al primer promontorio que reconociera. Pero Divea lo mandó llamar. La indicación de Beltain, que era quien le llevaba el mensaje, le hizo notar que se había reunido un grupo numeroso en el centro de cubierta en torno a cinco banquetas. El druida hibernés Levachim, acomodado en la central, y a su derecha, Divea. Los dos asientos de su izquierda los ocupaban Fomoré y Naudú. Quedaba una banqueta libre al lado de la futura druidesa, que ella le señaló cuando Conall volvió la cabeza al enterarse de que tenía que unirse al grupo.
-Ve sin preocupación–le dijo Fergus-. En cuanto comiences a ver rasgos de tierra conocida, bastará con que te pongas de pie y me hagas una señal con la mano, pues yo no pararé de observarte.
Conall sintió recelo mientras iba acercándose. A excepción de Fergus y quienes remaban en esos momentos, todos se habían sentado en el suelo, en un corro en torno al druida, Divea, Fomoré y Nuadú. Le abrumó la idea de que iba estar en el foco de atención, observado por todas las miradas, lo que le hizo dudar de pasar a través de ellos para ocupar la banqueta reservada. La voz de Divea venció su última resistencia:
-Abrid paso al bardo.
Tuvo el disparatado impulso de mirar tras de sí por si también acudía alguien además de él, antes de que su mente asimilase la realidad de que había sido llamado “bardo” por quien todos consideraban ya druidesa. Avanzó mecánicamente hacia el asiento que le aguardaba, con los ojos bajos y las mejillas enrojecidas.
Mientras Nuadú encendía ante los cinco un pebetero lleno de hierbas aromáticas, Divea se puso de pie, alzó las manos al cielo y dijo:
-Madre Dana y padre Lugh, amparadnos.
Volvió a sentarse con la cabeza recogida sobre su pecho, en actitud orante. Después de unos momentos, levantó poco a poco la mirada y abordó directamente el asunto para el que les había convocado:
-Hace dos días, visteis que debimos encerrarnos para procurar que Joachim descubriese sus errores, fuera capaz de reconocerlos y hallara por sí mismo la senda de su propia paz espiritual. Era indispensable un druida para ello, pero cuando solicité a Levarchin que oficiara la ceremonia, me hizo notar que su presencia exaltaría el pánico irracional de Joachim, puesto que siendo natural del mismo país, encarnaba para él la maldad suprema de los prejuicios que originaban ese pánico. Como todos sabéis, yo no he sido consagrada todavía y no puedo, por tanto, oficiar determinados ritos. Pero había en el navío quien sí podía aunque casi nadie lo supiera.
Conall y casi todos los demás comenzaron a comprender. El joven bardo revivió involuntariamente la escena que había presenciado en la Armórica, junto al riachuelo, aquella noche iluminada por la Luna.
-Por deseo expreso suyo, hemos debido silenciar durante todo mi viaje de iniciación la naturaleza verdadera de nuestro compañero Fomoré y ahora, tras lo oficiado con Joachim y ante la proximidad del regreso, ha llegado el momento de que esa naturaleza sea conocida de todos.
Divea indicó con la mano a Fomoré que era su turno de hablar. Se agitó la nuez de su cuello al tragar saliva y todos advirtieron que el hombre más deseado por las mujeres a bordo realizaba enormes esfuerzos para no echar a correr y, en lugar de ello, decir con tono que revelaba un sollozo contenido:
-El día en que yo habría de ser consagrado como druida, fue elegido por los dioses también para que me uniese a la mujer que amaba. Había amanecido con Sol jubiloso; nuestro bosque comenzaba a florecer y se alegraba con la primavera naciente. Mi clan no era demasiado numeroso, pues sólo sumaba cincuenta y tres personas, pero ellas eran mi mundo y no había más allá nada que yo pudiera amar. A pesar de no ser muchos, se habían esforzado para que nuestro modesto nementone luciera como la morada de los dioses que habría de ser durante aquella jornada. No abundaban todavía las flores en el bosque y sin embargo habían compuesto guirnaldas muy vistosas, y el muérdago colgaba por doquier sobre nuestras cabezas, sujeto a hermosas trenzas de lana coloreada. Todos se habían afanado también por vestir sus mejores galas; las mujeres portaban los torques y aretes heredados de sus antepasadas y los hombres, los amuletos y preseas que la tradición había ido acumulando en sus cofres.
En este momento, notaron que los ojos de Fomoré se llenaban de lágrimas.
-Ocurrió cuando ya había tomado el primer elixir de mi consagración. Epona, la mujer que amaba, aguardaba el turno de nuestra unión con mirada embelesada y al encontrarse mis ojos con los suyos pensé que no podía haber un hombre más afortunado en el mundo. Ved qué terrible sarcasmo. Fue en ese preciso instante cuando cayó la primera antorcha en el centro del nementone y se oyó el primer alarido. Absortos los cincuenta y tres en la ceremonia, nadie advirtió que estábamos siendo asaltados hasta el último momento, cuando ni siquiera era posible la huida. Fuimos pasados a cuchillo sin excepciones y sin misericordia. Niños, mujeres, ancianos, todos fuimos masacrados. No sé cuánto tiempo después desperté, supongo que fueron varios días; es seguro que me salvó el hecho de haber tomado ya el elixir. Los demás habían muerto todos y ya la putrefacción comenzaba a apoderarse de sus cuerpos; casi no fui capaz de reconocer el rostro adorado de Epona y en absoluto me fue posible identificar los de mis padres. Desperté débil, convencido de estar muerto, en un escenario que era el fondo tenebroso del país de los abismos. Ahogado por el hedor, me aparté lejos de aquellos cuerpos corruptos arrastrándome, hasta que hallé una fuente donde beber y raíces con las que recuperar mis fuerzas. Cuando un par de días más tarde conseguí ponerme de pie, abominé de todos nuestros dioses y les maldije, más por haberme permitido sobrevivir que por haber destruido a quienes amaba. No deseaba vivir, no tenía vida ninguna que vivir. Pero hay algo en el fondo de nosotros que nos hace continuar aun cuando la razón se niegue a ello. Avancé bosque adelante, eludí los cenobios y ermitas donde podían reconocerme, erré por la costa, robé vestidos y signos de cristianos, y un buen día descubrí que ya no eran capaces de reconocerme como celta. Ni yo mismo era capaz de ello. Traté durante cerca de un año de ser como ellos y convertirme en uno de ellos, hasta el día que vi pasar la luz que precedía a Divea. Yo iba en un desfile que debía acabar con cuatro mujeres en la hoguera, pero el fulgor de la que ha de ser la druidesa de la esperanza celta me deslumbró y desperté de mi propio espanto. Abandoné el desfile para tratar de que ella me aceptase entre sus servidores, pero dispuesto a ocultar mi consagración druídica, que sólo me vi obligado a desvelarle en el país de las piedras clavadas, cuando me di cuenta de que no le habían enseñado todavía el rito que debía oficiar allí.14-I-09


9-I-09
LA ESTAFADORA ESTÁ HUNDIÉNDOSE.
Desde que se negó a pagarme los 70.00 que me ha robado en cinco años, la estafadora no da pie con bolo. Ahora, su marido espurio ha tenido que cerrar su periódico digital.
Podéis seguir leyendo EL OCASO DE LOS DRUIDAS, del que hoy comienzo su quinto libro.
Me ha asegurado que la semana próxima saldrá a Internet la versión renovada de mi web, donde podréis leer lo más importante de mi obra:
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QUINTO LIBRO
Las dudas del retorno
95
Impulsado el dromon por veinticuatro remeros, hombres y mujeres, y sin verse obligados a acechar la llegada de un viento favorable, la maniobra de leva fue la más sencilla y rápida de cuantas habían realizado hasta ese día. De tal modo, que Fergus pudo resolver que no fuera izada la vela hasta que no se hubieran alejado de los peligrosos tajos costeros, orlados de escollos muy peligrosos.
Al tiempo que observaba los diferentes pasos de la operación, tan diferente de las demás partidas y sin embargo tan bien organizada, Fomoré recordó que el gálata le debía una explicación; la verdad sobre un viaje entre Bizancio e Hispania que nadie en el grupo aceptaba que pudiera haber llevado a cabo él solo. Sin embargo, temía exigírsela por miedo a verse obligado a corresponderle, entrando él también en confidencias que le causarían dolor y posiblemente mucho rubor. Pero sí tenían ambos la responsabilidad de resolver las incertidumbres sobre Conall, porque temía por el futuro de Divea. Tenía que aprovechar un momento en que Brigit no estuviera pegada al gálata.
La sibila de pelo cobrizo observaba con curiosidad los pasos que todos ejecutaban para llevar el dromon a altamar, cuya coordinación le hacía pensar en una danza. A diferencia del recorrido entre la Armórica, Anglia, Gales e Hibernia, durante el que nunca habían dejado de ver tierra bastante cerca, ahora se disponían a cruzar un mar proceloso donde no tendrían costas a la vista durante varios días. La idea le producía vértigo. ¿Y si equivocaban el rumbo, no conseguían recalar en las costas de Hispania y se perdían entre las corrientes que se precipitaban por los profundísimos abismos del fin de la Tierra? Hizo un esfuerzo de concentración, a ver si recibía uno de aquellos destellos visionarios que los dioses le regalaban a veces, siempre de manera inesperada. Pero algo estaba bloqueando sus facultades a bordo, y no sabía imaginar qué podía ser. El primero en quien pensó fue Joachim, por si a fin de cuentas resultase verdad que era hijo de los espíritus de las profundidades; pero el corazón del muchacho con la piel salpicada de heridas aparecía limpio en su mente.
Joachim comenzaba a darse cuenta de que la gente que le había acogido estaba tan al margen de la sociedad como él mismo. Había oído hablar mucho de ellos a los viajeros de paso por los bosques, de sus brujas y curas endemoniados, y de que se comían crudos a los niños. Aunque de cerca le parecían amables y hospitalarios, ¿no le habrían aceptado con objeto de, en llegada la noche, cocinarlo en un caldero para comérselo como cena aunque ya no fuera un niño?
-Joachim está asustado –comentó Divea con Conall-. Pobre. Será muy difícil que algún día llegue a superar el miedo a la gente que le han inculcado.
-¿Estás segura de que no tenemos nada que temer de él?
-El bien no se duda, un druida tiene que hacerlo. ¿Temerías a un perro apaleado por un leñador cruel, Conall?
-Me preocupa que se le puedan ocurrir ideas extrañas. No quisiera…
-¿Qué?
Con enorme sorpresa, la futura druidesa descubrió que quien habría de convertirse en su bardo se ruborizaba hasta encendérsele las mejillas. ¿A qué sería debido? Para sacudirse la ligera inquietud de un sonrojo tan incomprensible, se acercó a Naudú, que oficiaba preces a la madre Dana mientras quemaba hierbas aromáticas en un pebetero.
-¿Quieres ayuda?
-¡Oh, no! Ésta es una cuestión demasiado insignificante para una druidesa. Estoy pidiendo por todos los que van a bordo, para que la travesía acabe con bien, pero sobre todo por ti. Porque tu consagración sea venturosa y tu magisterio discurra lleno de aciertos.
-Gracias, Nuadú. Tu plegaria es poesía, porque a ella se llega haciendo lo que el corazón siente. ¿Te ha comentado Dagda, por fin, cuál es su determinación? ¿Crees que renovará los votos?
-Mírala, Divea, allí, sin apartarse ni un palmo de Dydfil, como de costumbre. ¿No te parece que ya no podemos abrigar esperanzas sobre su vuelta voluntaria al sacerdocio?
-Si es para su felicidad, que la diosa la inspire.
Dydfil acababa de marearse. Comparado con la placidez de un viaje en barco a escasa distancia de la costa, era realmente diferente navegar por mar abierto, donde las olas semejaban colinas traslúcidas.
-¿No se te pasa? –preguntó Dagda.
-Creo que ya no me queda en el cuerpo nada de lo que comí las últimas tres lunas. ¿Te ha dicho alguien cuánto durará esta tortura?
-Brigit comentó anoche, antes de partir, que Fergus calculaba que tardaremos más de cuatro jornadas en llegar a Hispania.
-¡Más de cuatro días así! Que la madre Dana se apiade de mí.
-Voy a pedir a Divea que te prepare un elixir. Ya verás. Domina las fórmulas de los veintiuno y seguramente habrá alguno que pueda aliviarte.
-¡Sí, por favor! ¡Pídele que me libre de este tormento!
Dagda se acercó donde Nuadú y Divea recogían las cenizas del rito recién acabado.
-Señora, ¿no podríais darme un elixir que alivie el mareo de Dydfil?
-No me llames señora todavía, Dagda. Aún no he recibido la consagración y eres mi amiga con toda confianza. Bajemos al sollado donde no sople el viento y elaboremos juntas ese elixir, que es uno de los siete básicos y te conviene saber prepararlo.
-Yo me quedaré en cubierta, si tú, druidesa, me lo permites –dijo Nuadú-. Quiero ver qué le pasa a Joachim. Desde que comenzó lo travesía, lo veo ensimismado y sin hablar con nadie, y como si se escondiera de todos.
-Sí, ve con él –aceptó Divea-. Ese pobre muchacho ve a necesitar toda nuestra ayuda para aprender a creer en la gente. Su recelo es una muralla de granito.
Al encaminarse hacia donde el joven de pelo blanco y extraños ojos se encogía junto a la borda con la cabeza entre los brazos, vio que él descubría su aproximación y echaba a correr hacia las bodegas inferiores, como si deseara esconderse. Sintiendo un poco de desaliento, Nuadú se acercó a la popa, donde Fergus se mantenía aferrado al timón con la mirada fija en el horizonte que se abría frente a proa. Sentada muy cerca, en la borda, Brigit permanecía atenta a los gestos del gálata, pero mostraba preocupación.
-¿Algo te inquieta? –preguntó la sacerdotisa.
Brigit tuvo un ligero sobresalto. No la había visto ni oído llegar.
-¿Qué? Oh, no es nada importante, Nuadú. Sencillamente, me preguntaba si las cosas son diferentes cuando navegamos sobre el mar.
-¿Diferentes a qué?
-A cuando estamos en tierra.
-Está claro que sí, Brigit. Aquí, estamos más a merced de los elementos.
-Me refiero a otra cosa, Nuadú. Hablo de los poderes de nuestros dioses. Cuando estamos en tierra, siento siempre la cercanía de la madre Dana aunque no haya ningún venero ni arroyo a la vista. Pero aquí… ¡es como si los dueños del mar fuesen dioses distintos! Trato de representarme el fin de este viaje, y no me permiten verlo.
La sacerdotisa miró con preocupación a la sibila.
-¿Tienes malos presagios?
-Ese es el problema, Nuadú, que no me alcanza ninguna clase de presentimientos.

96
El segundo día en altamar amaneció brumoso. El viento soplaba algo fuerte de poniente sur y tuvieron por ello que arriar la vela y emplearse a fondo con los remos. En cuanto hubo luz suficiente sobre cubierta, Brigit pidió a Nuadú que oficiase un rito sencillo, para suplicar ayuda a Bran, Lugh y Dana.
-¿Sigues con tus temores, Brigit?
-No son temores, sino perplejidad por el vacío que siento en mi interior. Ayúdame a conseguir que los dioses me iluminen.
Se dieron devotamente a los preparativos de un rito sencillo, pero empleando un brasero con carbón recién encendido en lugar del pequeño pebetero. Pretendían sahumar, al menos, toda la cubierta del navío rincón a rincón, y también el sollado donde se esforzaban los remeros, a ver si de ese modo los dioses consentían en comportarse igual que entre los aromas y brumas del bosque. Mientras iban desplazándose, Brigit observó que Joachim, el muchacho de cabello blanco, las seguía a pocos pasos, con ojos febriles y trazando cruces como si pretendiera neutralizar un maleficio.
-Creo que Joachim nos teme –murmuró la sibila de pelo cobrizo.
-Ya lo veo –afirmó Naudú-. Es víctima de las calumnias que los monjes echan sobre nuestras espaldas. Tendríamos que demostrarle lo equivocado que está.
-Sí. Lo intentaremos después del rito.
Aprovechando que Fergus se encontraba solo por fin, Fomoré se acercó junto al timón para decirle:
-Finalmente, ¿tomamos alguna iniciativa en relación con Conall?
-Mira qué día más desapacible tenemos, Fomoré. Dejémoslo para mañana, a ver si amanece más sereno.
-Disculpa, Fergus, pero yo creo que no deberíamos esperar a que el viaje haya concluido, porque a bordo del navío Conall no tendría escapatoria, mientras que en tierra, está claro que podría huir. Si consiguiéramos enfrentarlo con sus propios demonios y descubrimos que nuestros pálpitos están justificados, en el navío podemos someterlo a juicio y liberar a Divea del peligro que represente para ella. Recuerda que según las tradiciones marineras, tú eres a bordo el rey y señor y podrías, por tanto, dictar la sentencia más conveniente. Míralo allí; hace muchos días que no se despega de ella más que para dormir, como si necesitase saber lo que hace a cada paso. La vigila, ¿ves?; no para de seguirla con la mirada.
-¿No será que sientes celos?
Fomoré pudo fulminar a Fergus con los ojos, pero en seguida, sin transición, sonrió fingiendo haber entendido que se trataba de una broma. Sabía que cuando sonreía, como ahora se forzaba en hacer, sus interlocutores se inclinaban siempre a su favor.
-De lo que se trata –dijo- es que aunque hayamos llegado a ser cuarenta y dos personas a bordo de este navío, la única razón del viaje es Divea, recuérdalo. Todos nuestros desvelos deben encaminarse al objetivo de que ella regrese con bien y alcance su consagración druídica sin trabas.
-Bien, de acuerdo –aceptó Fergus-. Si crees que es tan urgente resolver este asunto, hagámoslo. Ve en busca de Beltain, que es uno de los más fuertes a bordo, para que se haga cargo del timón. Así podremos hablar en el castillo.
Una vez que Beltain aprendió cómo mantener firme y en rumbo y, sobre todo, sin cambios, la pesada palanca del timón, Fergus y Fomoré se acercaron a Conall, que se encontraba apoyado en la borda casi rozando el hombro de Divea. El gálata le dijo:
-Conall, tenemos algunas consultas que hacerte pues, como sabes, yo nunca he visitado la costa de tu tierra y me dice Fomoré que tú la conoces a fondo por tu trabajo de pescador. Vayamos al castillo, donde podremos conversar tranquilamente sin el estorbo de tanto ruido de las olas y el viento, que allí ha de ser menor.
Conall los miró a los dos con recelo. Tenía claro hacía tiempo que ambos podían ser piedras en su camino. Y juntos, mucho más. Se encogió de hombros y fue tras ellos, dispuesto a mantenerse tan firme como el Castro de Santa Tecla.
Una vez que se hubieron acomodado los tres en una banqueta con el futuro bardo sentado enmedio, dijo Fergus:
-Me han contado que la costa cercana a tu bosque es una de las más escabrosas del mundo y muy peligrosa. ¿Puedes indicarme una ruta segura?
Conall miró a uno y otro lado. No había que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que esa pregunta no era la razón verdadera por la que deseaban hablarle. Respondió con expresión arisca:
-No creo que necesites tan pronto que te marque esa ruta. Cuando lleguemos allí, yo seguiré en el navío y, por lo tanto, podré servirte de guía a través de las radas y los escollos. Pero yo no creo que sea eso lo que vosotros dos pretendéis sonsacarme. Os veía venir, ¿sabéis? No hace falta tener los dones de Brigit para darse cuenta. ¿Por qué no sois francos y me preguntáis eso que tanto os interesa?
Ante la agudeza inesperada del joven, Fomoré se sintió un poco en evidencia, por lo que decidió estudiar sus expresiones mientras reflexionaba el modo de plantear el asunto de un modo sutil, pero Fergus se le adelantó:
-Los dos estamos convencidos de que el servicio de Divea no es tu principal objetivo en este viaje. Digo yo que ocultas tus verdaderas intenciones.
Conall no esperaba que fuese tan directo al meollo de la cuestión, pero él estaba a punto de culminar también su viaje iniciático y había dejado de ser el muchacho torpe e ignorante de seis lunas atrás.
-Los dioses nos dan tareas nuevas todos los días –repuso-, sin que la obediencia de sus mandatos nos desvíen de los objetivos fundamentales.
Fomoré estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo. Conall sería un joven de menos de diecisiete años, pero poseía ya la madurez de un hombre. Iba a ser muy difícil vencer sus barreras. Tragó saliva para decir:
-Lo que a Fergus le preocupa es la posibilidad de recibir graves castigos de la madre Dana y todos los dioses por no haber sido capaz de llevar incólume a Divea al nementone donde ha de ser consagrada.
Conall apretó los labios.
-Ya. Habéis llegado a la conclusión de que yo soy un estorbo para ese propósito.
Fomoré lo examinó un momento antes de preguntar:
-¿Lo eres?
Conall se recreó en un larga pausa, durante la que miró a los ojos de los dos hombres con mucha ironía. Tras levantar despectivamente los hombros, dijo:
-Yo voy a convertirme en bardo en la misma ceremonia que consagrará a Divea. Eso es un futuro claro y diáfano, que todos conocéis. En cambio, de ninguno de vosotros dos tenemos las ideas tan clara. Nadie en este navío cree la historia que tú, Fergus, cuentas sobre tu aventura desde Bizancio a Hispania. Ni sabemos lo que tú, Formoré, escondes en el pecho, que presiento que ha de ser cosa muy grave. Por lo tanto, ¿en qué sería yo diferente a vosotros si me guardara algún pensamiento?
Fergus consideró que había llegado la hora de revelar su verdad.





97
El tiempo parecía mejorar. Seguía soplando viento con la misma dirección y casi con igual intensidad, pero notaron sobre el toldo del castillo que se intensificaba repentinamente la luz, porque el sol había surgido en un claro entre las nubes.
Fergus dijo:
-Voy a contaros la peor experiencia de mi vida, la que mayor vergüenza me causa, pero lo hago considerando que los vuestros son oídos amigos y, puesto que os abro mi corazón, espero de vosotros que me abráis el vuestro.
Fomoré asintió con una sonrisa. Conall se limitó a encoger los hombros.
-Cuando nos conocimos en el Bosque de Onix –continuó Fergus-, bajo el amparo de aquel buen druida, Taliesin, a quien los dioses hayan acogido en su morada, os conté la primera parte de mi aventura. Cómo me encontré después de ir a pescar en el río Halys con que los cetrinos desmujerados habían quemado mi bosque. Mi padre y hermana murieron, y el poblado fue arrasado, por lo que yo me quedé sin ganas de vivir. Pero no os conté cuanto me ocurrió a continuación porque me conturba demasiado recordarlo, imaginad lo que siento al contarlo porque es como revivir todas mis penas y calamidades. Marché a Bizancio con la intención de aparentar ser cristiano viviendo como ellos, pero no encajaba ni me adaptaba y sólo resistí tres lunas. Ya que Bizancio me abrumaba, me di a merodear por los puertos pequeños en busca de una vida que ya no me apetecía arrastrar, y un mal día, yendo por un sendero en terreno despejado, fui asaltado por una partida de malhechores que traficaban con esclavos. Me vendieron a los cetrinos desmujerados que tratan de apoderarse del mundo y tienen, por ello, grandes navíos por todo el Mar del Centro de la Tierra, preparados para invadir las ciudades cristianas, cosa que intentan luna sí y luna no. El capitán que me compró alabó mi salud y mi fortaleza, lo que me valió que mis cadenas fuesen más pesadas que las demás. Fui asignado a este dromon, en aquel remo, el segundo de estribor; lo habían robado ellos, ya que se apoderan de todos los navíos bizantinos que pueden porque son los mejores del mundo. Ese remo me produjo todas estas cicatrices y encallecimientos en las manos, ¿veis? Tres años serví como remero, lo que viene a ser un prodigio de supervivencia que a los dioses debo agradecer, porque según lo que vi y por lo que comentaban los demás esclavos, nadie permanecía vivo más de dos años encadenado a un remo de los cetrinos desmujerados. Mi espalda, nalgas y piernas están cruzadas de cicatrices por los latigazos que me han dado, nunca por algún gesto de rebeldía que fuera nada más que una simple mirada de rencor. No lo podía soportar, no sólo por la extenuación diaria y la vida sin horizonte, sino por lo que veía hacer a mis dueños. Les llaman “desmujerados” porque siempre van solos, ya que a sus mujeres las ocultan en sus moradas sin ventanas y cuando las dejan salir a la calle deben ir cubiertas de mantos que les tapan hasta la cara. Por ello, en los países que arrasan, raptan a las mujeres para usarlas sexualmente y luego las matan. Pero si no encuentran mujeres, se satisfacen entre ellos o, más frecuentemente, usando a los esclavos más jóvenes. De ese horror, a mí me salvó mi corpulencia y el brillo acerado de mis ojos. Pero como no se atrevían o no les apetecía someterme a esa humillación, en cambio me castigaban más que a ninguno; creo que era porque notaban en mi rostro que jamás me doblegarían. No podría describir punto a punto el sufrimiento de tres años sin echarme a llorar. Os resumiré el resto de la historia, porque habré de comprobar de aquí a poco si Beltain no equivoca el rumbo y seguimos con bien nuestro derrotero. Nos encontrábamos en una ciudad del sur de Hispania que ellos llaman Rayya, una de las urbes más hermosas del mundo, y parecía que el porvenir de nosotros, los remeros, era holgar para siempre engordando al sol, cuando llegó un emisario del califa, pidiendo refuerzos para el ejército que trataba de tomar una tierra que se resistía con empeño a sus esfuerzos por conquistarla. Mi peso había aumentado mucho gracias a la vida tan regalada que llevábamos en Rayya, donde la pesca es abundantísima. Pero durante la media luna que tardamos en llegar al país de los astures, nos obligaron a remar sin descanso, día y noche, pues su estrategia consistía en atacar el principal puerto astur para distraer a sus guerreros, de modo que el grueso del ejército cristiano se concentrara en la costa; entonces, el gran ejército califal atacaría desde las montañas del sur y conseguiría conquistar por fin esa tierra, que les obsesiona. Nosotros cumplimos nuestra parte. La dotación de guerreros del dromon atacó el puerto, con escaramuzas que se prolongaron varios días sin que viéramos llegar al gran ejército que iba a tomar la ciudad desde el sur. Llegó el momento en que, habiendo muerto la mitad de la dotación militar del dromon, nuestros amos no se atrevieron a persistir en la lucha, porque barruntaron que el ejército jamás nos alcanzaría, y decidieron enrumbar de nuevo hacia Rayya. A cierta distancia del puerto astur, nos obligaron a abrigar el navío en un refugio, para buscar provisiones que nos permitieran volver sin escalas con el propósito de no acercarnos durante la travesía a ningún puerto hostil. De los guerreros que, al comienzo, eran sesenta, quedaban sólo veintinueve. Y de éstos, quince salieron a merodear por los alrededores, en busca de provisiones. Transcurrió todo el día sin que los viéramos regresar y comenzó a cundir la alarma entre los catorce que quedaban en el navío. Imagino que los otros quince fueron sorprendidos por los cristianos y habrían muerto. Entre tanto, yo había adelgazado de tal manera por los esfuerzos inhumanos de los últimos días, que las abrazaderas de las cadenas en mis muñecas se habían aflojado bastante. Como los catorce cetrinos no podían mantener la vigilancia férrea de siempre sobre los dos equipos de remeros, que sumábamos cuarenta y ocho hombres, yo aproveché cada descuido para escupirme en la muñeca a ver si era capaz de conseguir liberar mi mano derecha. Sucedió casi a medianoche y, en el primer momento, sentí una especie de oleada de terror y júbilo, pero mi cabeza estaba a oscuras; no conseguía imaginar cómo obrar a continuación. Mi cuerpo actuó solo ya que mi cabeza no funcionaba. Sin el freno de la cadena, mi mano alcanzaba al remero de delante y al de atrás. Mediante toques, suspiros y susurros, conseguí que ambos entendieran que debían permanecer mudos e inmóviles mientras yo me retorcía, a ver si era capaz de alcanzar las trabas que fijaban mis pies al sollado mediante dos argollas con pasadores. Todavía permanecía mi mano izquierda sujeta por la otra cadena, pero aún así, obligando a mi cuerpo con todo mi aliento, pude doblarme hasta alcanzar y descorrer los dos pasadores. Salvo mi brazo izquierdo, era la primera vez en tres años que me sentía casi libre. Me retorcí sobre mí mismo oculto por el remero de delante, encogido para que ninguno de los cetrinos pudiera verme, y entonces lo hice; oriné sobre mi muñeca izquierda hasta conseguir tras muchos esfuerzos liberarme del todo. Tuve que acallar a los compañeros que presenciaron mi hazaña, porque en seguida comenzaron a susurrarme que liberase sus pies, ya que para las abrazaderas de las manos hubiésemos necesitado una tenaza que rompiera el gozne amartillado; supongo que pensaban hacer lo mismo que yo, orinarse las muñecas para intentar algo que no iban a lograr, pues ninguno de ellos había estado tan gordo como yo en Rayya, cuando me colocaron las abrazaderas, ni había adelgazado tanto desde entonces. Les supliqué paciencia y que disimularan mi falta aunque llegase uno de nuestros dueños a preguntar por mí. Entonces, pude recuperar el eco lejano de mis sentidos del bosque, esa facultad innata que tenemos los celtas de movernos a oscuras con seguridad y tan sigilosamente como los gatos. Paso a paso y sin que cundiera la alarma, antes de poder llegar a la bodega donde se encontraban encerrados los otros veinticuatro remeros, conseguí matar a nueve de los catorce, pido a la madre Dana que me perdone por haber matado a traición, a hombres que no me veían acercarme y que no podían, por lo tanto, defenderse; ninguno de los que murieron a mis manos tuvo la oportunidad de contemplar mi rostro y por ello me siento deshonrado y me desvelo a veces por la noche. Cuando uno de los que permanecían vivos descubrió lo que estaba pasando, sin imaginar que les atacaba un hombre nada más, ya sólo quedaban cinco vivos y huyeron. Liberé a los de la bodega y ellos, a su vez, liberaron a los demás con martillos y machetes. Todos los esclavos huyeron y nunca volví a verlos; debían amar la vida que imaginaban que podían vivir. Yo, en cambio, consideraba que no tenía vida que disfrutar, hasta que recordé el legendario Camino celta al Fin de la Tierra. Donde estaba, oculté el dromon con arbustos y matorrales hasta que me pareció que, asomado al acantilado, nadie se daría cuenta de que era un barco. Decidí robar un caballo y tratar de encontrar el camino. Llegaría al mirador del Fin de la Tierra, escucharía el eco lejano de la catarata que se precipita en los abismos y, luego, si tenía la suerte de encontrar a otros celtas, los convencería de rescatar el dromon y llevarlo a un puerto donde pudiésemos venderlo a los reyes cristianos.
Fergus sonrió a Fomoré y Conall como si quisiera disculparse. Notó que ninguno de los dos hallaba que hubiera en el relato nada vergonzoso y, agradecido, les dio a ambos una palmada afectuosa en el hombro mientras se alzaba de la banqueta.
-Voy a comprobar que nuestro rumbo no ha derivado. El final de mi historia ya lo conocéis. Me encontré con el Camino al Fin de la Tierra lleno de invasores hostiles y, como por el camino había descubierto un vigoroso clan celta en el recóndito Bosque de Onix, volví junto a ellos hasta que llegasteis vosotros. Ahora debo ocuparme de seguir al mando de este navío, pero mañana hemos de volver a reunirnos para que vosotros cumpláis vuestra parte y me contéis vuestros secretos como justo pago por haberos revelado el mío.



7-I-00
LA EDITORIAL ESTAFADORA SIGUE EN SUS TRECE.
Continúa con EL OCASO DE LOS DRUIDAS.
La editorial de mis últimas cuatro novelas, incluida “La desbandá” sigue sin pagarme los 70.000 euros que me ha estafado en cinco años.
Sin duda, los lectores deben estar aburridos de mi reivindicación, pero es que habiendo trabajado tanto durante veinte años, me encuentro en situación de indigencia. No le desearía ni a mi peor enemigo pasar lo que estoy pasando.
EL OCASO DE LOS DRUIDAS sigue con los peregrinos con cinco capítulos más, en Gales, viviendo experiencias asombrosas. Mñana comenzaré a publicar el quinto libro.
La degenerada editora de esta novela goza sin parar del dinero que me ha robado.
ES INMINENTE la aparición renovada de mi web, donde podréis leer lo más importante de mi obra:
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90
Mantuvieron una larga y farragosa discusión en busca del mejor método para encontrar celtas donde tan arriesgado parecía emprender una exploración. Dydfil propuso escenificar una procesión que imitase las que habían visto todos ellos, pues eran muy semejantes las de sus respectivos países. Fomoré le contradijo:
-Ninguno de nosotros sería capaz de imitar convenientemente la actuación de uno de sus druidas oscuros. Ni siquiera yo, que como bien saben Divea y Conall, he estado en varias de esas procesiones simulando ser cristiano. Y, además, las procesiones llaman demasiado la atención y siempre de un modo receloso en el fondo, porque todas acaban con sangre y fuego. No creo que nos convenga.
-¿Y si fingiéramos que somos embajadores de países lejanos? –sugirió Brigit, cuyo acento podía servirles para esa clase de impostura.
-Todos los embajadores llevan salvoconductos y credenciales en las faltriqueras –señaló Dydfil-. Lo único que podríamos hacer de manera poco sospechosa sería convertirnos en actores.
-¡Qué dices! –se escandalizó Divea.
Antes de que su autoridad se impusiera, Fomoré se apresuró a mostrarse de acuerdo con Dydfil. Su argumento principal fue que a nadie como a los actores se les abrían las puertas hasta de los castillos más inaccesibles.
Finalmente, acordaron fingirse cómicos de la legua.
Los que recitaban mejor, Fomoré, Conall, Nuadú, Dagda y Dydfil, ensayaron durante dos días para conseguir contar epopeyas y leyendas que no contuvieran referencias expresas a los dioses ni a las tradiciones más inmutables de los celtas.
Dydfil declamaba con tino, a pesar de que su voz se correspondía más con su apariencia adolescente que con su edad verdadera; pero aunque el tono no resultara demasiado cálido, enseñó a los otros cuatro las leyendas hibernesas de Deirdre y Cu Chulainn, a fin de poder recitarlas a dúo en combinaciones varias. Entre actuación y actuación, tratarían de localizar algún clan que permaneciera fiel a la tradición y cuyo druida pudiera contribuir con su saber a la formación de Divea. Se dieron para ello media luna de tiempo. Si acabado ese plazo no encontraban celtas fieles a sus dioses, emprenderían el regreso directamente a Hispania. Esperaban que soplasen vientos favorables antes de que el otoño alborotase el mar en demasía.
Cuando consideraron que tanto su apariencia como su memoria eran las adecuadas para la peligrosa simulación que se proponían, emprendieron la marcha en busca de aldeas y fortalezas donde actuar. Lo que tenían ante sí era un paraje desértico, casi cenagoso, muy poco propicio para el establecimiento de la población. Sin embargo, se recortaban a lo lejos arboledas y colinas boscosas. Decidieron dirigirse hacia el punto del horizonte donde parecía más probable encontrar aldeas y fortificaciones.
En cuando se pusieron en movimiento a través de un prado salpicado de pequeñas lagunas pantanosas, Fomoré emparejó su caballo con el de Fergus.
-Se acerca el momento de regresar a Hispania –dijo el hispano al gálata-. ¿Mantienes tu idea sobre el peligro que representa Conall para Divea?
Fergus se tomó un momento antes de responder:
-Para serte sincero, Fomoré, últimamente no sé qué pensar. Sin duda, observando algunos gestos suyos uno siente la tentación de acusarle de malas intenciones, pero tiene que reconocer que hablamos únicamente de presentimientos. Ni siquiera Brigit consigue convertir mi pálpito en un pronóstico y no quisiera ser injusto con él, que es tan joven.
-Por mi parte, lo que me importa es la seguridad de Divea. Que acabe con bien su viaje de iniciación, en esta etapa de mi vida es mi único interés.
El gálata volvió la cabeza hacia su compañero de cabalgada.
-Tú tampoco resultas demasiado transparente, Fomoré.
Éste sufrió un sobresalto con expresión de azoramiento.
-¿Qué quieres decir?
-Esa frase que has dicho no tiene demasiado sentido, a menos que te hayas enamorado de Divea, que casi podría ser tu hija.
-Tendría yo que haber corrido demasiado para ser su padre. Sólo cuento catorce años más que ella.
-¿Quieres decir que es verdad que la amas?
-No exactamente como tú estás pensando. La amo como la druidesa sapientísima que sé que va a ser y como tal la serviré si ella lo acepta. No puedo amarla en el sentido que dices.
-Si es así, todavía te comprendo menos, amigo. ¿No puedes amarla, por qué? Es bella, la muchacha más hermosa que he visto en mi vida, y una druidesa, aunque sea mujer, no es una sacerdotisa y puede, por tanto, formar familia. En cuanto a ti, considero que eres también el hombre más bello que he visto jamás. ¿Cómo es posible que digas que no puedes amar a una mujer? He visto a muchas devorarte con los ojos en todos los bosques que hemos visitado.
Fomoré apretó los labios y dijo con algo de enojo:
-Pues tú no eres lo que se dice el hombre más simple que yo haya conocido. ¿Es que crees que no nos hacemos preguntas sobre ti? Afirmas desde el comienzo que robaste el dromon en Constantinopla y que llegaste a Hispania tripulándolo tú solo. Te respetamos mucho y a estas alturas del viaje, sentimos por ti enorme afecto y por eso nunca te hablamos de nuestras dudas. Pero reconocerás que no es creíble que pudieras tripular ese navío tan grande sin ayuda de nadie, en una travesía tan prolongada.
Ahora fue Fergus quien se mostró azorado. Como si pretendiera desviar la atención de Fomoré de sus asuntos privados, preguntó:
-En cualquier caso, ¿consideras que debemos hacer algo respecto a Conall?
Fomoré notó que el gálata intentaba escabullirse de lo que le concernía. Decidió respetar el deseo, aunque volvería sobre el mismo asunto a la primera ocasión. En cuanto a Conall, continuaba opinando que sus actitudes no eran nada claras.
-No sé si podemos hacer algo más que vigilarlo y comunicarnos entre nosotros todos los gestos y actos extraños que descubramos.
-Sí, Fomoré; claro que tenemos que hacer eso. ¿Pero no deberíamos avisar a Divea?
Desde que comenzara a sospechar del retraimiento y algunas expresiones de Conall, Fomoré se lo había preguntado muchas veces a sí mismo.
-Estoy convencido de que esa clase de advertencias nunca son útiles –respondió-. Por un lado, podemos soliviantar a la futura druidesa en una etapa de su vida que necesita sosiego. Por el otro, hablar de esas cosas tiene en ocasiones un efecto perverso; pudiera ocurrir que la solidaridad con el que debe convertirse en su bardo le hiciera rechazar nuestro aviso y hasta podría enemistarse con nosotros.






91
La primera salida a escena le fue asignada a Fomoré por decisión unánime de los otros cuatro rapsodas eventuales. La profundidad de su estupenda voz, su prestancia y el atractivo indudable que tenía para las mujeres lo convirtieron en primer actor por aclamación.
-Pero no voy a conseguir recordar toda esa historia –se resistió detrás del paño que habían extendido a modo de telón.
-Yo saldré contigo imitando a un bufón –se ofreció Dydfil-. Si veo que vacilas, cantaré repitiendo alguna de tus palabras como si fuera un eco tuyo, y así tendrás tiempo de ir recordando.
Para llegar a la explanada intramuros donde montaron el artificio teatral, habían cruzado un extenso robledal tras el cual se encontraron con una pradera donde crecían aislados algunos alerces y abetos; un poco más hacia el norte, una fortificación grande coronaba una colina. Por su tamaño aparente, era un buen lugar para el primer intento, pero acordaron recomponer su aspecto antes de acercarse siquiera; lo hicieron bajo el abrigo discreto de un pequeño soto de castaños. Brigit, la única de las cuatro mujeres que había usado afeites en el pasado, ayudó a las otras tres a colorearse las mejillas y los labios, y a darse sombra en los ojos con carbón. El más cosmopolita de los hombres, Fergus, enseñó a los demás a recomponer sus vestimentas con cintas y ajustes, para que resultasen menos severas y más festivas.
La caracterización de los diez resultó muy convincente, pues fueron invitados a realizar una representación en cuanto llegaron ante la puerta principal de la muralla, antes de identificarse como actores. En seguida, el jefe de la guardia les ofreció un tablado un poco elevado sobre la irregular explanada, así como su colaboración:
-El señor del castillo se encuentra guerreando contra los infieles del Ulster –les dijo- y aquí sólo nos queda aburrimiento. Aparte de la guarnición, nuestros sirvientes y unos pocos campesinos que han acudido a mercar, no somos muchos, pero os garantizo que obtendréis buenas ganancias.
El espacio donde se les invitó a actuar era el que mediaba entre la muralla exterior de la fortaleza y la entrada principal del castillo. El terreno en ligero declive les ofrecía la comodidad de poder ser vistos por todos a pesar de la insignificancia del tablado. Sin embargo, tendría que competir con los relinchos de los muchos caballos que pastaban sueltos entre la yerba abundante que crecía en uno de los ángulos, el ruido del mercado, el cloqueo de las gallinas, el gruñido de los cerdos y el escandaloso juego de los niños. Además, no lejos del estrado había un lodazal de excrementos cuyas emanaciones podían dejarles sin voz.
A pesar de todo, la apostura de Fomoré y su magnífica voz lograron generar cierto interés, y que fueran acercándose y se hiciera algo de silencio en sus proximidades. Eran mujeres mayoritariamente. Con vestimentas propias de campesinos sólo contaron tres hombres en el auditorio, mientras que ellas sumaban más de veinte. De los guerreros, acudieron los que no tenían servicio en esos momentos, y tampoco fueron muchos los sirvientes a los que se les permitió asistir. Pero eran en total más de tres docenas, un público demasiado amplio para alguien tan reservado y pudoroso como Fomoré. En el momento de salir de detrás del lienzo colgado, ocurrió algo que a él y los demás les cogió de sorpresa. Las mujeres se dieron a gritar:
-¡Hermoso, ven esta noche a mi cabaña para quitarme el frío!
-Hombre bello cual ángel, honra mi cama.
-Siembra tu semilla en mí, para que me convierta en la madre más afortunada de Erin.
-¡Qué bien llenas esas calzas!
Los piropos desaforados y obscenos bloquearon la mente de Fomoré. Por suerte, permanecía agachado Dydfil en un ángulo del tablado, y se dio cuenta de que le paralizaba el sonrojo, por lo que el galés decidió actuar sin demora. Dio un salto, dibujó una cabriola en el aire y realizó varias volteretas de campana sobre el estrado con una agilidad que, antes que al público, maravilló a sus propios compañeros. Parado de un salto al final en el centro de la escena, saludó ampulosa y teatralmente, con lo que arrancó el primer aplauso, cuyo estruendo ejerció de revulsivo para Fomoré. Reaccionó por fin y recitó:
Era hijo de una virgen inocente llamada Dectera,
en quien un ángel sembró su divina semilla.
Por ello, el niño que le nació, llamado Setanta,
poseyó desde el natalicio las dotes divinas.
A los doce años fue a visitar a sus parientes
y en llegando se vio obligado a matar una perra
que guardaba la herrería de Culam.
Mas viendo la desesperación del herrero,
se comprometió a guardarle como un perro
hasta que una cría de su animal fuese adulta.
Por eso, Setanta pasó a ser llamado Cu Chulainn…
-Cu Chulainn, Cu Chulainn, ¡Cu Chulainn! –cantó Dydfil con todas sus fuerzas.
Fomoré continuó:
Cuentan que enamorado de la princesa Emeth,
hija de Forgalh, poderoso rey de Lugach,
fue rechazado por ella con este argumento:
“No siendo yo la primogénita, a mi hermana mayor has de amar”
Esta triste noticia destrozó el corazón de Cu Chulainn
y partió por ello a tratar de encontrar la muerte en guerras.
Pero su origen sobrenatural se manifestó y venció.
-Y venció, y venció, ¡Y venció! –cantó Dydfil.
Fomoré prosiguió:
Venció y venció en todas las batallas y en todas las guerras
y volvió victorioso, rico y poderoso ante el rey de Lugach.
Le entregó una cuantiosa dote para su primogénita,
manifestándole que a quien amaba en verdad era Emeth.
El rey consintió, y los dos fueron felices por siempre.
El público prorrumpió en un aplauso y cayeron sobre el estrado panes, gallinas, manzanas y tortas. Sólo un par de monedas de cobre lanzaron los soldados. Lo recogieron todo sin tener que fingir demasiado su contento, ya que las dádivas, sobre todo las provisiones, les venían muy bien puesto que no habían conseguido contactar con ningún clan verdadero.
-Hay entre el público un campesino que nos miraba de modo muy extraño –comentó Fomoré-. Era como si tratara de decirnos algo con los ojos.
-¿También te has dado cuenta? –preguntó Dydfil.
-Desde el principio. Creo que deberíamos hablar con él.
No tuvieron que ir en su busca. Cuando acabó la representación de todos los demás, el campesino se les acercó mientras recogían el paño que les había servido de telón de fondo y guardaban los regalos echados sobre el tablado. En el pescante, Divea y Conall habían comenzado a aprontar la carreta para la partida y los demás enrollaban y ataban los bultos. El campesino era bastante joven y le acompañaba una muchacha embarazada. Tenían expresiones muy tristes. Los dos poseían el buen aspecto propio de los celtas que vivían en contacto con el bosque, pero ninguno de los dos parecía un verdadero campesino.
-Me llamo Beltain y ésta es mi esposa, Bheir. Me ha sorprendido que atribuyeseis a la leyenda de Cu Chualinn rasgos cristianos y, mirándoos recitar, se me ha ocurrido que tal vez os complacería muchísimo saber en qué bosque del sur de Erin crece el muérdago más abundante.
Todos, inclusive los que estaban muy atareados con la recogida, volvieron prestamente la cabeza hacia el campesino con toda clase de expresiones, porque sus palabras podían ser la señal de que por fin habían contactado con celtas fieles, pero también existía el peligro de que se tratara de una trampa.
Debido a que notó su renuencia, el campesino añadió:
-Hay mucho muérdago, pero no suficiente para salvarnos de todos los peligros.
Ahora sí, dieron por seguro que habían encontrado a un camarada. Aún así, continuaron mostrando la misma reserva y fue Divea quien habló:
-Venimos de muy lejos en busca de las fuentes del conocimiento.
Beltain asintió. A pesar de la sutileza de la frase, había entendido que se refería a los veneros y riachuelos habitados por la diosa. Convencidos todos ya de que no había engaño, Divea se atrevió a decir:
-Deseo con mucha ansiedad bañarme en esas fuentes y escuchar con gran atención los consejos de quien las habite. Sólo el que intenta cumplir su propósito llega a descubrir si es capaz de hacerlo.
Sin extrañeza, Beltain inclinó la cabeza con la actitud propia de quien se presentaba ante un druida.
-Permíteme, señora, que yo te guíe hasta esas fuentes.
Volviéndose hacia Dydfil, se mostraba poco dispuesto a seguir tras el campesino, recitó Divea:
-Sólo consigue la libertad quien está dispuesto a morir por ella.







92
-Mi padre aseguraba ser tataranieto del propio Naois, y lo sostuvo hasta que se cruzó en su vida un gato negro…
Beltain y Bheir viajaban en la trasera de la carreta. Todos escuchaban al campesino con gran atención, intentando apreciar todos los matices de sus palabras por si descubrieran todavía razones para dudar de su sinceridad y honradez.
-¿Qué significa que se cruzó en su vida un gato negro? –preguntó Fergus.
-En Erin creemos que los monstruos infernales se transforman en gatos negros para venir a por nosotros cuando estamos a punto de morir. Normalmente, no veréis gatos negros por los caminos y poblados de este país, pero guardaos si por casualidad cruza uno ante vosotros.
-¿Y quién es Naois?
Era Dagda quien lo preguntaba.
-¿No conoces la historia de Deirdre? –preguntó dulcemente Dydfil, pero podía notarse que le escandalizaba la ignorancia de la mujer que amaba.
Dagda bajó la cabeza. Comprendiendo que había sido algo torpe e innecesariamente pedante, Dydfil tomó su mano y le sonrió antes de narrar:
-Celebraba una fiesta el rey Conacher, cuando se oyó un grito terrible. Su druida le dijo que provenía del vientre de la esposa del arpista y quien había gritado era una niña que estaba por nacer y que a causa de su belleza sería motivo de gravísimos enfrentamientos entre reyes. Ante un vaticinio tan horrible, Conacher mandó encerrar en una torre a la niña, Deirdre, en cuanto nació. Pero la veía crecer de lejos y pronto quedó prendado de su belleza, y quiso hacerla su esposa. Mientras, Deirdre se había acostumbrado a hablar con los pájaros, que le trajeron dos noticias; la primera, la existencia de un hermoso joven llamado Naois, con quien debía desposarse; la segunda, que Conacher querría impedirlo porque deseaba convertirla en su reina. Dirdre consiguió huir de la torre y se encontró en el bosque con un grupo de cazadores del reino vecino, entre quienes reconoció al instante a su enamorado, Naois. Huyeron todos juntos, pues los otros cazadores eran hermanos del joven, cruzaron el mar y se aposentaron en el Pais del Alba. Allí vivieron felices, pero Conacher no cejó. Le mandó un mensajero, diciéndole que la perdonaba y que podía volver a Erin con su esposo y su familia. Ella se resistió, porque sentía malos presagios, pero Naois y sus hermanos ardían en deseos de recuperar sus haciendas. Regresaron, por tanto, pero en cuanto pusieron pie en tierra el rey Conacher los hizo prender, mandó ejecutar a Naois y a sus hermanos, y a Dirdre la encerró de nuevo en la torre hasta que consintiera en ser su esposa. Pero ella murió de pena a los treinta días justos. La enterraron en la misma tumba de Naois y pronto brotaron dos tejos que fueron entrelazándose y así viven aún para que nadie olvide a la hermosa pareja.
-¡Qué historia más triste! –lamentó Dagda.
Dydfil le lanzó un beso con una sonrisa. Dagda sonrió enternecida. De reojo, contempló con delectación el perfil de Dydfil, asombrada de su buena suerte; no era tan hermoso como Fomoré ni tenía los hombros tan anchos como Conall, pero poseía la gallardía y la altivez de un príncipe. Él giró un poco el cuello para sonreírle de nuevo y ella apartó la mirada bruscamente, ruborizada. Observó un ciervo que cruzaba pausadamente el camino frente a ellos y se ponía a ramonear muy cerca, sin el menor temor, como si presintiera que se acercaba gente amiga. También vio saltar de rama en rama varias hermosas ardillas rojas, de un tipo que nunca había contemplado antes. Todo resultaba tan idílico, que quiso convencerse de que la madre Dana no le reprochaba haber desechado la posibilidad de permanecer a su servicio, para echarse, en cambio, en brazos del amor. Un amor tan grande y tan correspondido, que sentía a cada paso la inclinación de postrarse en el suelo para dar gracias a la diosa.
-¿Queda muy lejos el bosque donde vivís? –preguntó Fomoré a Beltain.
-A media jornada de distancia, pero no es un bosque.
-¿Ah, no?
Beltain suspiró antes de decir:
-Hay en Erin tantos renegados dispuestos a traicionar a sus hermanos, que nadie puede arriesgarse a vivir públicamente como celta en este país. Imaginad cuán grande es nuestra desgracia… ¡la tierra donde más celtas llegó a haber! Los de mi clan nos vimos obligados a ir alejándonos de los cenobios y ermitas y, al final, hemos tenido que ocultarnos en una cueva, donde vivimos hace dos generaciones. Por eso, mi padre suspiraba con las historias de sus antepasados libres, verdaderas o supuestas. Es que no nos sentimos ni podemos sentirnos libres.
En vez de por el camino que habían recorrido en sentido contrario desde la costa, abandonaron el gran bosque de robles por un sendero situado a su derecha y, después de un corto trecho, notaron que comenzaban a subir varias colinas y, más adelante, verdaderos montes tapizados de verde musgoso entre rocas oscuras y floresta muy umbría. A lo largo del retorcido ascenso, el camino vadeaba cascadas y lagunillas, sin dejar de cruzar a cada recodo frescos y muy numerosos arroyos. La vida animal era abundante, ya que no paraban de ver gansos, cisnes y alguna nutria. Les extrañó, sin embargo, que parecieran no existir ranas ni sapos. Tampoco veían serpientes por ningún lado, tan frecuente como era cruzárselas en los demás países que habían visitado.
-Oigo una música que me parece celta –comentó Conall cuando pasaban por un estrecho sendero abierto entre una turbera extensa y un bosque de abedules, bajo los que crecían densos matorrales.
-Es música de nuestros antepasados –reconoció Beltain-, tienes razón. Pero escucha con atención el canto y tendrás motivo para sentir rabia y dolor.
Pararon los animales para oír mejor las palabras. Sonaba como uno de los más bellos recitados de los bardos, pero le habían cambiado ligeramente la letra para expresar loas y alabanzas a los dioses cristianos.
-Ya veis –comentó Beltain cuando reemprendieron la marcha-. No sólo usan nuestra música, sino que imitan todos nuestros estilos y ciertos modos externos de vida, para que nadie rehúse aceptar su fe, puesto que todos son celtas en esencia. De tal modo, habríais podido confundiros y exponeros a graves peligros si no viniera con vosotros, porque podíais haber creído que descubríais un verdadero clan con su bardo y su druida, cuando no son nada de eso. Son muy peligrosos y, por vuestro bien, ojalá que no tengáis ocasión de ver de cerca las barbaridades que hacen.
Las mujeres suspiraron. Sorprendentemente, pareció que Conall se enjugaba una lágrima y Fergus lo miró de reojo, encogiéndose de hombros mientras le recriminaba con el pensamiento su hipocresía.








93
Antes de llegar a la cueva, tuvieron que atravesar un pantano pestilente donde, sin embargo, abundaba una bella especie de plantas parecidas al loto. Beltain iba delante, a pie, guiándoles por las zonas menos profundas a fin de que ni los caballos ni la carreta quedasen atascados.
-Ya estamos –anunció ante un matorral de ribera con apariencia impenetrable.
Emitió el silbido más agudo y prolongado que habían oído nunca. En respuesta, se oyeron otros dos, más cortos. Entonces, Beltain volvió a silbar, ahora de un modo que parecía una melodía entrecortada y que se prolongó tanto como una canción.
En seguida que terminó, vieron abrirse una parte del matorral con sus cepellones, tal como habían hecho los guerreros de Dydfil ante la Fuente de la Juventud. De súbito, y como si suspendieran el alerta momentáneo, oyeron clamores, risas y conversas muy excitadas y, según fueron saliendo del pantano, el olor de carne asada.
-Les he anunciado que llegabais y se apresuran a celebrarlo –comentó Beltain.
La cueva no era más que una oquedad en un terraplén. Apenas mediría unos veinte o treinta pasos de profundidad, aunque era muy ancha. Bajo el refugio del penacho de roca, se amontonaban más de veinte personas.
-Sólo faltan dos, que están cazando –les informó Beltain-. Este es mi clan y aquél que acude a saludarnos es nuestro druida, Levarchim.
Divea bajó la cabeza cuando se paró ante ella. Se trataba de un hombre de unos treinta años tan sólo. No había gente mayor en el grupo.
-¿Es cierto que vas a recibir la consagración de druida? –le preguntó.
Tras el primer instante de asombro, Divea comprendió que el prolongado silbido de Belteain había adelantado al clan la información esencial de quienes llegaban con él. Asombroso sistema de seguridad y, sobre todo, de comunicación. El hombre que Beltain había señalado como druida no usaba signo externo alguno de su dignidad; tenía la misma apariencia curtida de cualquiera de ellos y sólo por la intensidad y profundidad de su mirada podía intuirse su saber. Por otro lado, no había a la vista nada que recordara un nementone ni siquiera vagamente.
Como respuesta a la pregunta, Divea extrajo la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el anillo de bronce, y fue recitando al oído del druida las fórmulas ceremoniales. Levarchim sonrió con expresión de sorpresa pero muy complacido.
-Permíteme, druidesa, que te pida que repitas las frases.
Divea sintió inquietud.
-¿Me he equivocado en algo?
-¡No! Es que… ¡ésta es la primera vez en mi vida que tengo el honor de que un futuro druida venga a solicitarme conocimientos!
Con una sonrisa de comprensión, Divea repitió las tres fórmulas, murmurándolas en el otro oído del druida.
-Lamentablemente para ti y para los esfuerzos de tu viaje –dijo Levarchim-, no es mucho lo que puedes aprender de mí, pero te daré cuanto pueda aunque no puedo casi nada. Te ruego que me concedas tiempo hasta la noche, a fin de que yo fuerce mi memoria en tu honor.
Prodigaba a Divea un trato tan deferente, que la futura druidesa sintió incomodidad y, sobre todo, compasión. Tal vez habían ido a topar con el último vestigio auténtico de una vida celta en Hibernia que, observada de lejos, todos los países del continente consideraban la más genuina, abundante y activa de Europa. La actitud de Levarchim era más de deslumbramiento por la categoría de quien llegaba ante él, que de la altivez correspondiente a su rango
A excepción de los tres galeses, ante quienes exhibían los hiberneses cierto desdén indisimulado, todos se desvivieron por agasajar a Divea y sus seis compañeros. Una vez que volvieron los dos que habían salido a cazar, juntaron lo que traían y, poco después, empezaron a servir el asado sobre gruesas rebanadas de pan un poco rancio, tras colocar cestos llenos de frutas sólo ante los visitantes y ante nadie más. Además, ninguno vestía túnicas blancas ni llevaban guirnaldas de flores en la cabeza. A la futura druidesa le acongojó la modestia con que malvivían. Poco a poco, una idea fue madurando en su cabeza conforme avanzaba la tarde.
Al anochecer, el druida ofreció un cuenco a Divea.
-No dispongo de ingredientes ni medios para elaborar elixir para todos –se justificó, de nuevo con actitud muy respetuosa-, porque no podemos arriesgarnos a recorrer el bosque en su busca. Te ruego que aceptes compartir esta pequeña cantidad conmigo.
Al tiempo que cogía el cuenco, Divea murmuró:
-La voluntad hará que alcancemos nuestras metas.
Taliesin esperó a que ella tomase un sorbo para hacer él lo mismo. Transcurridos unos instantes a la espera de que el elixir surtiera efecto, dijo:
-Como no dispongo de arcanos que transmitirte, permíteme que hable en alta voz sin reservarme de mis hermanos ni de tus acompañantes. Para serte sincero, no cuento con más sabiduría que la marca indeleble de las angustias que viene padeciendo mi pueblo generación tras generación. Si nuestra amarga experiencia ha de servirte de algo, estoy dispuesto a contarte nuestros anales uno por uno durante los próximos días, hasta que sepas de nosotros tanto como yo mismo.
-Será un honor para mí –respondió Divea-, y te escucharé todos los días que quieras, hasta que consideres que sé lo suficiente. Y te agradezco tu empeño, que muestra tu propósito de confirmar que no ayudar a quien lo necesita es maldad. Pero, por la misma razón, permíteme una pregunta: ¿Qué planes tenéis para el futuro?
Esta pregunta llenó de perplejidad a todos los presentes, incluyendo al grupo de visitantes.
-No sabría decirte, Divea –respondió Levarchim-. Si te fijas en cuanto te rodea, verás que ya es bastante esfuerzo pensar en sobrevivir cada día. No podemos decir que tengamos ningún plan para más allá de la luna próxima.
-Querido y venerable druida –dijo Divea tras una corta y pensativa pausa-, os recuerdo que para ser libre, hay que ser implacable en defensa de la libertad ¿Habéis de permanecer aquí para siempre, escondidos, sin contacto con otros clanes?
-No tenemos otra posibilidad, Divea.
El tono de Levarchim era de suma tristeza.
-Yo sí tengo un plan –proclamó Beltain.
Todos giraron la cabeza hacia él; sentado con la espalda apoyada en la roca, sujetaba la cabeza de su mujer junto a su pecho con mimo conmovedor.
-¿Tienes un plan? –se asombró el druida.
-Así es, señor. Mi plan es la razón por la que me arriesgué tanto esta mañana, identificándome como celta verdadero ante desconocidos. Mi audacia fue impulsada por mi desesperación. Ved a mi mujer; sólo le faltan dos meses para parir y ¿qué va a ser de mi hijo? ¿Nacer para vivir como un prisionero hasta su muerte, sin ciencia ni conocimiento, sin placeres ni relaciones con nadie más? Si os abordé en el fuerte, fue para que hablándoles de vuestro países, convenzáis a mi clan de marchar a otro lugar donde podamos sentirnos libres.
-De eso mismo pensaba hablar –dijo Divea-. Pero no para dar consejos. Que la madre Dana me libre de tal arrogancia. Soy demasiado joven e inexperta para aconsejar a nadie. Me limitaré a hacer una sugerencia. Hemos llegado a vuestro país en un barco capaz de llevar a más de cincuenta personas y nosotros somos diez tan sólo. ¿Por qué no nos acompañáis a Hispania?
94
Nadie durmió esa noche en la cueva. A la primera reacción de pasmo y cierto desbarajuste, siguieron varios asentimientos que, poco a poco, fueron siendo más numerosos y que a medianoche se habían convertido en un clamor lleno de excitación y frases entrecortadas.
-Debemos hacerlo –fueron las dos palabras más pronunciadas.
A primera hora de la madrugada, se produjo una especie de suspiro colectivo y todos se dieron febrilmente a la tarea de preparar la partida. Cuando amaneció, había desaparecido cualquier recelo y todo disentimiento, y treinta y una personas habían atado sus ajuares y se encontraban dispuestas a viajar con los forasteros. Cualquier cosa que les reservase Hispania no podía ser peor que la vida que llevaban.
En el momento en que, ya con el bosque iluminado por el Sol, había que iniciar el viaje, Levarchim le recordó a Divea:
-Sabes que sufrimos persecución y estamos obligados, por lo tanto, a viajar con discreción muy cuidadosa.
-Difícil será que un grupo de cuarenta y una personas pueda pasar inadvertido –repuso Divea-. ¿Qué sugieres que hagamos, Beltain?
-¿Dónde nos aguarda ese navío vuestro?
Fue Fergus quien respondió:
-Oculto bajo un farallón de rocas muy oscuras, en la orilla de una llanura despejada de árboles, situada más allá del robledal que abandonamos cuando veníamos hacia aquí desde la fortaleza, a menos de media jornada del cruce.
-Ya me hago una idea –asintió Beltain-. Disfrazados de labriegos, hace años que Bheir y yo recorremos el sur de Erin, en busca de una solución para nuestras vidas y la de nuestro pueblo. Por lo tanto, conocemos muy a fondo el paisaje. ¿Recuerdas si hay algo especial junto a ese farallón que dices?
Fue Fomoré quien respondió:
-Muy cerca del lugar por donde subimos, recuerdo que había una pequeña laguna, prácticamente un charco, casi perfectamente circular; al lado, como si fuese un exiliado de los espléndidos bosques vuestros, un único árbol, uno de esos pinos de tronco recto y oscuro que abundan en este país. Lo demás, nada más que ondulaciones muy suaves, verdes pero sin matorrales ni árboles.
-Conozco el lugar –repuso Beltain muy satisfecho-. Partid vosotros en primer lugar, puesto que habréis de aprontar el navío, y nosotros nos dividiremos en tres grupos para desplazarnos cada uno por caminos diferentes. Todos confluiremos junto a ese pino tras cerrarse la noche. Podríamos llegar antes pero no debemos hacerlo, porque en ese lugar tan despejado seríamos carne de cruces sangrantes.
-¿Qué? –Divea tuvo un sobresalto.
Hacía varios días que no había pensado en ello, pero eran las cruces sangrantes la única advertencia de Galaaz que todavía no se había materializado.
-Es el suplicio que más practican con los celtas recalcitrantes como nosotros –respondió Beltain-. En imitación del principal de sus dioses, clavan en una cruz a los celtas que se niegan a adorarle y allí los dejan desangrarse, comidos por los cuervos. Vi la primera cruz sangrante yendo de la mano de mi padre, a los ocho años, y os aseguro que hay pocas cosas más horribles que un cadáver al que los pájaros están sacándole los ojos. Hace ya tiempo que no he visto ninguna de esas cruces, porque tal vez seamos los de mi clan los últimos celtas genuinos de Erin, y no querría volver a verlas ahora desde arriba, clavado yo en una.
De inmediato, Beltain les acompañó para indicarles por dónde atravesar el pantano.
Divea y sus nueve compañeros emprendieron el retorno. Abría la marcha Dydfil junto a sus dos amigos guerreros. Los demás jinetes rodeaban la carreta, cada vez más convencidos de que representaba un privilegio servir a una futura druidesa que a diario les daba pruebas más consoladoras de sus dotes, conocimientos y preparación para capitanear a la gente. Cuando llegaron al cruce del camino donde habían de torcer con dirección a la costa, Dydfil, que no paraba de girar la cabeza atrás para cruzar su mirada con la de Dagda, comentó en voz muy baja:
-Alguien nos sigue.
Conall reaccionó de modo inesperado:
-Sólo llevo un machete, Dydfil. ¿No podrías darme algún arma más poderoso?
-Tú no debes luchar, Conall –respondió el galés-. Tu obligación es preservar tu vida de futuro bardo y, de paso, cuidar la de Divea. Déjanos a nosotros la guerra, pues esa es nuestra función en la vida.
La convicción de que les seguía alguien fue afirmándose durante el largo recorrido por el inmenso robledal. Cuando ya faltaba poco para salir a la extensión de llanura y pequeñas lomas, estacionaron fuera del camino, ocultos tras los macizos de matorral para aguardar que el sol declinase un poco más antes de decidirse a cruzar a campo abierto. Fomoré murmuró:
-Yo tengo experiencia de haber ido detrás de un grupo acechando, como quien nos persigue. Bien lo vísteis vosotros, Divea y Conall, cuando viajabais hacia el país de los astures; persiguiéndoos fue como entré en contacto con Alban. Por lo tanto, soy el más capacitado para descubrir si nos vigila de verdad un espía. Aguardadme aquí, sin cambiar de posturas ni actitudes y no digáis nada de mí cuando notéis mi ausencia. Ni mencionéis siquiera que uno de vosotros ha desaparecido.
Fomoré amarró el caballo a una vara del carro y un instante después, a todos les pareció que se había desvanecido en el aire.
Tal como él había exigido, no hablaron de ello y sí de cuanto veían alrededor. Dado que no le daban uso, había gran cantidad de muérdago en todos los robles, bajo los que crecía la hierba más espesa que hubieran visto. Divea y Conall sólo identificaron unas pocas y, entre ellas, ninguna de las que habían estudiado su valor curativo; las demás, les resultaban desconocidas.
-Es un país muy hermoso –dijo Divea.
Todos pasearon la mirada alrededor. Ciertamente, el Sol del atardecer penetraba entre la neblina y el verdor con forma de rayos que parecían provenir de la morada de los dioses.
-Es un bosque tan húmedo –observó Fergus-, que da la impresión de que nunca pudieran arder sus bosques. ¡Si conocierais Galacia! La luz allí es maravillosa, pero este paisaje tan misterioso y verde me conmueve. Lo único temible es la temperatura. Si pudiéramos encontrar un país con la tibieza del mío y el verde de aquí, sería el paraíso.
-Polonia también es muy verde, pero me parece que es aún más frío que Hibernia –aseguró Brigit-. Pasamos muchas lunas con los bosques cubiertos de nieve.
-Gales es muy semejante a esto –señaló Dydfil-, como bien sabéis. ¿Cómo es Hispania?
Conall inspiró hondo. Acababa de sentir una punzada de nostalgia en el pecho. Como futuro bardo, le correspondía recurrir a la poesía para describir las bellezas de su tierra, pero viéndolo vacilar fue Divea quien dijo:
-Es un país muy grande y según nuestro druida, Galaaz, posee gran variedad de paisajes y de climas. Pero nuestro bosque, cercano al Castro de Santa Tecla, se asemeja bastante a éste, aunque allí abundan más los helechos que el musgo y hay más flores. Sin embargo, la temperatura es más templada. En estos momentos hará todavía calor, siendo como es verano aunque esté a punto de acabar.
-¡Allí seré muy feliz! –exclamó Brigit tomando la mano de Fergus.
-Yo también seré muy feliz –afirmó Dydfil, mientras miraba a Dagda a los ojos.
-¡Aquí lo tenéis! –les anunció Fomoré.
Apareció de repente, sujetando y empujando a un joven de unos veinte años que tenía el sayo hecho jirones, por los que aparecía la carne amoratada y sanguinolenta. También presentaba la cara cubierta de moretones y muchos arañazos por todas partes. Era evidente que lo habían maltratado con crueldad, de lo que daban testimonio innumerables latigazos, el andar encorvado por los apaleamientos y las magulladuras ennegrecidas de las piernas. Con todo, lo más extraordinario del sujeto era que su cabello y cejas carecían de coloración. Tan absolutamente blancos, que no parecían propios de un ser humano. Tampoco lo parecían sus pupilas casi incoloras; apenas poseían un vago reflejo de azul.
-¿Quién eres y por qué nos sigues? –preguntó Divea.
Antes de responder, el joven los miró uno a uno sin levantar del todo la cabeza, como si temiera que en cualquier momento fuesen a golpearle. Paseó su mirada esquinada de rostro en rostro, como si tratara de calcular las dimensiones de los golpes que cada uno de los hombres se preparaba para propinarle.
-¿Quién eres? –volvió a preguntarle Divea con gran dulzura.
El terror que lo dominaba resultaba casi palpable. La futura druidesa comprendió que debía vencer sus recelos y por eso añadió:
-Abunda en la Tierra mucho más la tristeza que la alegría. Debes saber, buen hombre, que nosotros tratamos de borrar la tristeza del mundo. ¿Cómo te llamas?
-Mi nombre es Joachim, porque así lo he querido yo mismo, puesto que nadie me dio nombre jamás, y venía tras vosotros con intención de pediros ayuda, pero no sé si puedo atreverme a hacerlo. No pretendéis maltratarme, ¿verdad? Os ruego que no me azotéis, porque ya no podría resistirlo más. Ved lo que me han hecho y no es la primera vez de mi vida, sino una de tantas.
De cerca, comprobó Divea con cuánta saña había sido torturado. Tal como él afirmaba, durante toda su vida, pues donde la piel no estaba cubierta de sangre o de mugre, afloraban cicatrices innumerables.
-¿Cuál es tu delito? –preguntó Divea.
-Bella dama, mira el color de mi pelo, ¿ves? ¡Éste es mi delito! Cuando nací, mis padres me abandonaron en el bosque para que me comieran los lobos, pero ni ellos me quisieron. Supongo que mis padres pensaban lo mismo que piensan todos, que soy una criatura del demonio. Pero si lo intentáis, podéis comprobar que no es verdad. Mi sangre es roja, no verde, ¿veis? El Sol me hiere los ojos como si me clavaran dardos y tengo que moverme y vivir de noche, como los gatos, para ahorrarme el sufrimiento insoportable de la luz. Soy humano, porque siento el dolor y me desmayo cuando me martirizan, y también cuando paso demasiados días sin comer. Aunque lo he intentado a ver si ello me ayudaba a librarme de tantos latigazos, no consigo que mi aliento brote como llamas pestilentes. ¡Yo no puedo lanzar llamas por la boca! Desgraciadamente, no soy un hijo de Satanás y no tengo el poder de devolver multiplicado por mil el mal terrible que me hacen. No he salido del infierno, pero tengo la desgracia de no saber quién soy. Mas a pesar de todo ello, bella dama, he aprendido mucho y puedo ser para ti el sirviente más fiel que hayas tenido jamás. Tu esclavo. Te lo juro. Acógeme, por tu dios, que enloqueceré si vuelven a azotarme de esta manera que ves.
Divea asintió con lágrimas en los ojos, al tiempo que le abría los brazos.
Reemprendieron la marcha, puesto que el Sol se acababa de ocultar. Cuando se agruparon todos al borde del acantilado, la futura druidesa cayó en la cuenta de que con la llegada de Joachim sumaban cuarenta y dos. Seis veces siete. Se preguntó si ello formaría parte de un plan divino y si habría de considerar el cabalístico número una bendición o un mal presagio.



















5-I-09
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A ninguno de los naturales del bosque de Tywi le impresionó la aparición de Llyfr, de regreso en el nementone. Pero a Divea, Conall, Naudú, Brigit y Dagda se les desorbitaron los ojos.
Tanto Fomoré como Fergus habían tenido que aceptar el recubrimiento que lucían como auxiliares eventuales del druida, una túnica corta, llena de ricos bordados, echada por encima de la suya. Uno a cada lado, sujetaban las esquinas y la mayor parte de la carga de un manto que, de otro modo, Llyfr no habría sido capaz de portar solo, tan importante era su peso a causa de los bordados de hilo de oro, perlas y piedras preciosas. Ninguno de los siete visitantes había visto jamás nada igual, pero los naturales del bosque de Tywi observaban el manto y el resto del brillantísimo atuendo con la misma indiferencia con que miraban las hojas de los árboles.
Tal boato era tan extraordinario, y tan inusual en los bosques celtas, que Divea no pudo contener un comentario sin apenas mover los labios:
-Esto es como Babilonia.
Nadie podía haberla oído, salvo Conall, que estaba a su lado como coprotagonista de la ceremonia, pero a la distancia de unos diez pasos donde todavía se encontraba, Llyfr miró hacia sus ojos de un modo penetrante, como si la hubiera escuchado con claridad. Su expresión no varió, pero la futura druidesa sintió angustia.
Sobre una alta plataforma de madera colocada tras el ara, habían dispuesto un asiento muy elevado tapizado de pieles de lobo. Cubriendo el asiento a una altura de diez pies, un palio de muérdago entretejido con gruesos hilos de lana. Tras acomodarse Llyfr, el manto fue extendido hasta cubrir la plataforma y el asiento, de manera que el druida aparentaba encontrarse suspendido del aire.
Catorce hermosos adolescentes de ambos sexos repartieron cuencos con un elixir, que Divea reconoció como el tercero de los siete principales. Ella fue la primera en beber, seguida de Conall, pues ambos habían sido acomodados casi en el centro del nementone, dos pasos por delante del ara. Los demás fueron bebiendo también, y una vez que todos lo hubieron hecho, a una señal del druida el bardo elevó su formidable voz para recitar el canto ritual:
El fértil Karnun nos acoge
y la bondad de Bran nos consuela,
la madre Dana nos ilumina
para merecer la sabiduría de Lugh.
Siguió una canción cuyo argumento hallaron indescifrable los siete visitantes. Narraba la historia de un clan que había sido condenado por un druida renegado a vivir suspendido del aire, en una isla volante. En tan inseguro e inestable lugar, sufrieron durante seis generaciones sin que nadie lograra vencer el sortilegio, hasta que la llegada de una niña amada por la madre Dana les llenó de esperanza. Pero aunque esa niña bondadosa les dijo que podían deshacer el encanto y les enseñó cómo hacerlo, tras largas deliberaciones los miembros del clan acordaron permanecer en el mismo lugar, porque temían morir ateridos entre las sombras del bosque.
Terminado el canto, le fue ofrecido un cuenco a Llyfr. Tras agotar su contenido, el druida pareció a punto de derrumbarse del alto lugar que ocupaba, pero a continuación, se enderezó de tal modo que semejó levitar. Su cuello, erguido casi hasta lo imposible, parecía haberse liberado del peso de la cabeza a pesar de la voluminosa corona de flores que la adornaba. Los ojos de Llyfr se tornaron blancos, con las pupilas oculta en las cuencas, y entonces habló:
-Todos los secretos están en ti, hermosa druidesa de Hispania.
Alarmada, Divea comprendió que iba a comunicarle los conocimientos de viva voz, ante el clan en pleno. Todo en el bosque de Tywi le había parecido insólito, pero el proceder del druida en era lo más incomprensible de todo.
-Sea vertida la sangre –dijo Llyfr.
En vez de sacerdotisas, fueron los adolescentes que habían repartido el elixir quienes portaron y sujetaron sobre el ara a un cervatillo. También lo sacrificaron ellos mismos sin rigor ritual y recogieron la sangre como si fueran matarifes.
-No comprendo nada –murmuró Conall.
-Ni yo –confesó Divea.
Después de beber parte de la sangre del animal mezclada con otro elixir, el druida indicó a Divea y Conall que también bebieran. A continuación, soltó una larga perorata llena de lugares comunes y cuestiones de sobra conocidas de todos, y en seguida fue dada por concluida la ceremonia.
Desolada, Divea se preguntó por qué había malgastado tiempo y energías para visitar Gales.



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Los siete durmieron mal. La extrañeza e incomprensión de la futura druidesa se contagió a los demás, lo que les desveló a pesar de que Divea preparó para todos su fórmula del quinto elixir básico, el que serenaba las angustias del espíritu.
-Cuanto ocurre en este bosque escapa a mi entendimiento –dijo Naudú- Sobre todo, después de lo que hemos visto esta noche. Mucho brillo y belleza para envolver una burbuja de aire…
Divea asintió cabeceando un poco. Estaba abrumada y comenzaba a encontrar sentido a muchas de las advertencias de su amado bisabuelo Galaaz sobre las responsabilidades de un druida. Tras una corta vacilación, preguntó a Brigit:
-¿Tampoco tú encuentras explicación?
La hermosa sibila de pelo cobrizo bajó los ojos, consternada.
-Me pesan en los hombros las oleadas de malos presagios que caen sobre ellos, pero no se forman imágenes luminosas en mi mente. Siento la amenaza cercana de algo muy tenebroso, muy oscuro, aunque no se me desvela nada más. Sin embargo, una cosa sí creo que tengo clara: saldremos con bien de este bosque y abandonaremos Gales superando ciertas dificultades menores.
Mucho antes de que amaneciera, Dydfil acudió a despertarles; los halló despiertos y conversando sobre las más variadas conjeturas.
-Mi padre desea hablaros a vosotros, Divea, Fomoré y Fergus, mientras los demás disponéis todo para la partida.
Los demás eran Conall, Brigit, Dagda y Naudú. Una tarea demasiado pesada para tres mujeres y un solo hombre. Dydfil se adelantó a la protesta que presintió:
-Dos de mis compañeros y yo vamos a ayudaros con la carga y los arreos de los caballos, no os preocupéis. Acompaño a Divea y estos dos ante el gran druida, y en seguida volveré.
Llyfr los esperaba sentado en el centro de la amplia sala de su casa. Vestía sólo la túnica de lana blanca normal y, a pesar de ello, resultaba mucho más venerable que la noche anterior para los ojos de Divea.
-La madre Dana te proteja, bella druidesa –saludó el druida-. Estos dos valerosos y leales servidores tuyos –señalaba a Fergus y Fomoré- me expresaron ayer una grave preocupación sobre tu seguridad personal y tu futuro. Debes saber que la lealtad de estos dos hombres es inquebrantable y has de contar con ellos toda tu vida. De igual modo, escucha sus palabras con atención, aunque no te gusten demasiado y hasta puedan desagradarte. A Fomoré y Fergus les inquieta la posibilidad de que el elegido para ser tu bardo no te sirva con entera fe ni suficiente amor. Y yo te digo, Divea, que ellos tienen razón pero no toda la razón. Existen tinieblas en el ánimo de ese muchacho, pero es tu deber de druidesa sabia vencerlas. Las que turba el espíritu de tu bardo y todas las sombras que has de encontrar durante tu magisterio, el resto de tu vida. Confío en que lo consigas y me inclino a afirmar que lo conseguirás. Ahora, una vez aclarado este punto, vosotros, Fomoré y Fergus, salid a la puerta y esperad fuera con paciencia, pues debo conversar a solas con vuestra druidesa.
Llyfr habló al oído de Divea hasta que el sol comenzó a iluminar el bosque, cuando lanzó un rayo por la ventana que cubrió de oro la melena de Divea. Maravillado por una belleza que le hacía pensar en las divinidades, el druida se levantó de su asiento y echó su brazo izquierdo sobre los hombros de la muchacha mientras la acompañaba hacia el exterior. De reojo, Divea observó la tronera circular abierta en el suelo, en un ángulo de la estancia, donde descendía una escalera semejante a la del reino de Morgana. Con un ligero escalofrío, se preguntó a dónde conduciría.
Cuando vio salir a la joven abrazada por el druida, Fomoré se dio cuenta de que la futura druidesa acababa de recibir de verdad las enseñanzas que procuraba obtener en Gales, y dedujo, por consiguiente, que lo de la noche anterior había sido un simulacro escenificado tan sólo para satisfacción y recreo del clan. Una bella representación teatral en la que los aspirantes a druidesa y bardo habían sido simples comparsas.
Llegados junto al resto del grupo, todo estaba dispuesto ya. Mas les aguardaba una sorpresa nueva; Dydfil y dos de sus compañeros guerreros iban a acompañarles, supusieron que hasta la linde del bosque. Ya estaban pertrechados y dispuestos junto a la carreta, esperando sobre sus monturas.
-Aúpame ahí encima, Dydfil –ordenó el druida a su hijo.
Ayudado por éste desde lo alto del caballo, Llyfr se encaramó a una roca que se elevaba tres pies sobre el suelo. Todos creyeron que lo hacía sólo para la despedida, pero el druida alzó las manos con ademán celebrante y dijo con tono ritual, como si recitara una invocación a los dioses:
-Dagda, que fuiste consagrada a la madre Dana, has de saber que tu consagración es nula, pues me han informado de que tus padres te ofrecieron al servicio de la diosa antes de cumplir los siete años. Todo buen druida debe saber que la cifra del siete no es sólo cabalística ni mística, ni mágica; es símbolo de algo tan esencial para las personas como el sentido común, y por ello el druida Taliesin de Onix, que aceptó tu consagración, cometió una falta inaceptable contra tus derechos personales. Antes de los siete años, ningún ser humano dispone de su libre albedrío. Y sin libre albedrío, sin elección voluntaria y ansiada, no hay verdadera consagración. Por lo tanto, Dagda de Hispania, yo te libero de tus votos en el nombre de la madre Dana y de todos los dioses. Vive tu vida en paz como mujer libre, si tal es tu deseo, o vuelve a consagrarte a la diosa si en ello consistiera tu vocación verdadera.
El estupor hizo que los ojos de Dagda peregrinaran de uno a otro de sus compañeros, como si pidiera auxilio. Mas de repente, cayó sobre su entendimiento una verdad sólo presentida hasta ese momento. En lo más profundo de su corazón, jamás había aceptado el sacerdocio más que como una obligación; no recordaba un solo acto ritual donde hubiera actuado con pasión, con toda la plenitud del espíritu. Siempre había pervivido en su interior la vaga angustia de sentirse prisionera y ahora, de repente, recibía sin júbilo ni alegría el vértigo de la liberación. No iba a saber qué hacer con su libertad.
Recibieron todos en abundancia manojos de muérdago de manos de siete adolescentes, y emprendieron el viaje tras un corto ritual de despedida, para el que invocaron la protección de los dioses. Llyfr permaneció sobre la roca con las manos alzadas al cielo hasta que lo perdieron de vista.
-¿No debería tu padre tomar un baño en la Fuente de la Juventud? –preguntó Fergus.
Le había parecido que a pesar del boato y de su prestancia, Llyfr sufría ciertos achaques de la edad, pero la pregunta no era más que una ligera humorada, para señalar la senilidad innegable del druida. Dydfil respondió:
-Ya os dije ayer que todos en Tywi tomamos el baño al llegar a la adolescencia. ¿Qué edad supones que tiene el gran druida, Divea?
Esta pregunta les desconcertó a todos. Dydfil continuó.
-Mi padre cumplirá pronto los ciento once años. Me engendró a los ochenta.
-¡Tienes treinta años! –la exclamación fue general, puesto que ninguno le había calculado más de diecisiete.
La incredulidad teñida de estupor ensombreció el ánimo de los siete. Esas cosas solamente ocurrían en las leyendas.
-Me doy cuenta –dijo Dydfil- de que no tenéis idea de lo que ocurrió ayer con vuestros cuerpos. Pero ya lo iréis notando con el paso de los años.
Esta información les aplanó. Ninguno de los siete había creído estar sometiéndose a ninguna fuerza mágica cuando se sumergieron en el lago de la hermosa cueva. Pero si las edades que Dydfil declaraba eran ciertas, debían aceptar que algo de verdad habría en la creencia de que ese lago era la Fuente de la Juventud.
-Deberíais habernos avisado –dijo Fomoré conteniendo su enfado-, para saber si nosotros queríamos prolongar nuestra juventud. No es un privilegio tan ansiable como se cree, y no es demasiado de ansiar para la gente común como nosotros, porque no aporta ninguna ventaja mantenerse joven mientras envejecen quienes amas. De saberlo, yo lo habría rechazado.
-¿Alguien os engañó? –replicó Dydfil con severidad-. Desde el principio os dijimos adónde os llevábamos y yo os expliqué cómo tomar el baño, explicación que observé atentamente que respetabais sin ningún error ni rechazo. Por lo tanto, ¿por qué me insultas tú, Fomoré, con tu reproche y tu filosofía?
Se mostraba tan digno y razonable, que Fomoré sintió vergüenza.
-Debo disculparme, amigo. Pero debes saber que nosotros siete nos bañamos como si participásemos en un rito, no en espera de milagros. Estoy convencido de que mi sentimiento ante ese privilegio no ansiado es compartido por todos mis compañeros. Tal vez debimos escucharte con mayor atención y observación. Hecho queda, y que los dioses nos amparen. Ahora, llegamos a la linde del bosque; es pues llegado el momento de la despedida.
-¿La despedida? –preguntó Dydfil, perplejo-. Nadie va a despedirse. Nosotros tres viajaremos con vosotros. Hemos de protegeros hasta subir a bordo y, a continuación, hasta que dejéis de estar al alcance de las malas intenciones de algunos religiosos y señores de mi tierra galesa.
Fomoré notó que esta noticia era una novedad sólo para él, así como para Divea y Fergus. Los otros cuatro ya estaban al corriente antes de que regresaran de la casa del druida. Presintió pésimas expectativas de esa compañía, aunque no supo en ese momento lo que originaba el presentimiento.
Iban a salir de Gales sin enterarse del origen de tanta riqueza y boato en el bosque de Tywi ni descubrir si sus pobladores eran o no felices.





86
Ya sumaban diez en el dromon y los recién incorporados eran forzudos jóvenes bien entrenados. Por ello, las operaciones de carga y zarpa resultaron notablemente más fáciles que las veces anteriores que habían varado, ayudados ahora, además, por la calma chicha que presentaba el agua en la recoleta ensenada, en cuyo recodo más interior habían ocultado el navío.
Una vez que izaron la vela y una brisa suave empezó a empujarlos hacia mar abierto, los siete notaron que los tres galeses permanecían tensos, con las manos rígidas apoyadas en la borda de estribor, observando con intensa concentración la costa frente a la que navegaban, muy cerca todavía y con muchos acantilados donde podían anidar malas acechanzas. Una línea quebrada entre playas y escollos, brillantemente verde en las suaves ondulaciones cercanas, empenachadas a lo lejos por montañas oscuras recortadas en la pátina plateada de una calima húmeda que todo lo desdibujaba. Ninguno de los tres disimulaba lo más mínimo su crispación ni lo que parecía temor.
Fomoré, que ayudaba a Fergus con las maniobras del timón, se fijó en la extraña actitud y cruzó unas frases con el gálata:
-Esos tres parecen angustiados de un modo horrible.
-¿No será que miran alejarse su tierra con tristeza?
-No, Fergus. Observa sus miradas, fijas en los promontorios que vamos superando. Y mira sus hombros y brazos; parecen gatos dispuestos a saltar.
-¿Crees que temen algo?
-Creo que sí, y tenemos derecho a enterarnos.
Fomoré llamó a Dydfil junto a ellos. Notó que el hijo del druida acudía de muy mala gana, sin dejar de girar la cabeza hacia tierra firme a cada paso.
-¿Ocurre algo que nosotros debiéramos saber?
En el rostro del muchacho que sólo lo era en apariencia, apareció un viso de turbación.
-Sufrimos grandes tragedias en Tywi, y deberemos permanecer todavía en guardia, hasta que podamos estar seguros de que, al menos nosotros tres, nos hemos liberado.
-¿De qué hablas, Dydfil? –preguntó Fergus.
-De los cañones que ahora deben de apuntar hacia este navío tan extraño, si es que han descubierto que viajamos con vosotros. Si así fuera, estarán aguardando el momento en que nos tengan a tiro.
Fergus estuvo a punto de ahogarse de rabia. Fomoré dijo:
-No consigo comprenderte, Dydfil. Este viaje dura ya cinco lunas, y te puedo asegurar que en ningún lugar hemos visto tanta felicidad, placidez, opulencia y belleza como en tu bosque.
-Es lo que debe parecer según se nos ordena –replicó Dydfil-. Pero todo es una comedia.
-Antes de continuar –dijo Fomoré-, espera que vengan los demás, porque si corremos riesgos, todos deben saberlo.
Comprendiendo que se avecinaban revelaciones que no sólo les ponían a los siete en peligro, sino que podían aclarar todas las dudas y, sobre todo, las de Brigit y Divea, Fomoré convocó a los integrantes del grupo a voces. Cuando todos se reunieron en torno al timón, Dydfil les rogó que se agachasen bajo la protección del castillo de popa para no ofrecer sus cuerpos como blanco accidental a los disparos de ballesta que pudieran llegar de tierra. Tras convencerse de que todos se encontraban razonablemente a salvo, dijo:
-Debéis perdonarnos por no avisaros, pero no podíamos obrar de otro modo. Sabed que en el bosque de Tywi no somos libres de verdad. Habéis contemplado una opulencia que no nos hace felices ni nos proporciona libertad. Los celtas somos en esta tierra una especie de reliquia, tolerada mientras les sirvamos para sus propósitos. Si nos negásemos a satisfacer sus exigencias, nos destruirían.
-¿Las exigencias de quiénes? –preguntó Fomoré.
-Yo no consigo entender nada de lo que dices –declaró Divea-. Cuando llegamos, nos dijisteis que habíais recibido avisos mediante espejos de plata, por los que os enterabais de cuanto sucede en todo el territorio de Gales. ¿Cómo podéis ser prisioneros y parecer sin embargo tan libres y dominadores de esta tierra?
-Para los mensajes con espejos –informó Dydfil-, basta con un hombre en la cumbre más alta de cada sierra y unos pocos en esta costa que frecuentan los navíos. Quienes dominan de veras Gales son los superiores de los conventos.
-¿Hay conventos de la cruz en Gales? –preguntó Divea con enorme sorpresa.
-Ni imaginaríais cuántos. Toda la tierra es suya, lo mismo que los castillos y demás propiedades. Mi padre, el gran druida, es sólo un servidor más, atado a distancia para sus fines.
-Pues parecía anoche el soberano más poderoso de la tierra –ironizó Divea.
-Sí, mi padre se dio cuenta de que lo comparabas con Babilonia.
-¿Puede leer el pensamiento? –se asombró Divea, puesto que recordaba haber murmurado ese comentario demasiado lejos del punto que ocupaba el druida.
-Puede leer los labios y también las miradas. Él emplea toda esa pompa sólo para mantener los símbolos externos y la ficción de un poder que no es suyo de verdad. Vivimos en esclavitud, Divea, la más monstruosa de las esclavitudes que podáis imaginar.
-Yo… -fue a decir Fergus, pero se mordió el labio y calló.
-¿La más monstruosa esclavitud, Dydfil? –reprochó Fomoré-. Yo he visto esclavos entre los cetrinos desmujerados que se han apoderado de gran parte de Hispania. Esa vida sí que es terrible. Te aseguro que vosotros no os parecéis a ellos.
-Por eso es monstruosa –alegó Dydfil-, porque no lo parece y se reviste de un falso esplendor. Pero habéis de saber que de cada diez de nuestros niños que cumplen doce años, hemos de entregarles a siete. Para sobrevivir como pueblo, nos vemos obligados a mantener preñadas a nuestras mujeres todos los años, pero la abundancia de nacimientos no nos ahorra el dolor de estar obligados a cuidarlos, ayudarlos y educarlos, para al final, verlos convertirse en nuestros propios enemigos. A partir de los doce años, los encierran en sus cenobios y les insuflan el odio hacia nuestro pueblo y nuestros dioses, de los que deben abjurar en el mismo instante que se los llevan. Y no sólo eso, también están obligados a odiar a sus propios padres y hermanos. Yo mismo, tengo dos hermanos que han crecido entre ellos a pesar de ser hijos del gran druida, y que si ahora los tuviera delante tratarían de matarme por escapar, aun sabiendo que soy su hermano mayor.
-¿Escapar? –preguntó Dagda.
Mostraba desorientación, a causa del sentido que ella le había atribuido al empeño de Dydfil por viajar en el dromon.
-El deseo de estar a tu lado es lo que ha acelerado mi decisión, Dagda. Nosotros tres venimos proyectando la huida hace tiempo, pero vuestra visita y, sobre todo, tu presencia, es lo que ha hecho que ya no la postergásemos más. Pero debíamos escapar para buscar el bien de nuestro clan. Las alforjas de nuestros tres caballos no llevan alimentos ni ropa; sólo oro. Nos proponemos reclutar un ejército entre los celtas de Hispania, para volver a Gales a liberar a nuestro pueblo.
-¿En Hispania? –se extrañó Conall-. ¿Por qué no en Hibernia, que está tan cerca de vuestra tierra?
-En Hibernia sería imposible. Ya veréis por qué.
Comenzaban a distanciarse de tierra lo suficiente como para no temer los cañones ni, mucho menos, los disparos de ballestas, y por ello notaron que los tres amigos se serenaban y abandonaban la vigilancia.
-Tal vez sea que nadie nos ha traicionado –comentó Dydfil- o no han tenido tiempo de movilizarse antes de que ganásemos distancia. Sabed que algunos padres del bosque, desconsolados por el secuestro de sus hijos, se convierten en traidores de sus hermanos los celtas bajo la promesa de recuperarlos, cosa que jamás ha ocurrido ni ocurrirá. Pero con ese proceder tan ruin, esta tierra está minada de enemigos que no somos capaces de identificar ni prever.
-Entonces –preguntó Fomoré con pasmo-, ¿de dónde viene esa riqueza alucinante que poseéis?
-Todo está en la casa de mi padre –respondió enigmáticamente Dydfil, que ahora esbozó una leve sonrisa sobre su expresión triste.
-¿Fórmulas mágicas, alquimia? –preguntó Conall con tono algo rajado.
-No –respondió Dydfil-. Sencillamente, una mina. La mina de oro más fabulosa que imaginar podáis se encuentra bajo la casa de mi padre.












87
El mar era gris sin apenas matices, una extensión fría y desangelada que no alentaba el optimismo. A pesar de ello, los tres galeses iban mostrando mayor serenidad cuanto más se distanciaban de su país; mientras, los siete trataban de sobreponerse al cúmulo de sorpresas. Sobre todo, las cuatro mujeres, que no habían asimilado ni creían poder asimilar la noticia del secuestro de siete de cada diez adolescentes. Eran incapaces de comprender cómo podían sobrevivir las madres a un drama tan horrible y ser capaces de parecer todos tan felices como habían fingido durante el pomposo ritual de Llyfr.
Durante la corta travesía, Dydfil trató machaconamente de desalentar las esperanzas de los siete sobre Hibernia:
-Alguien ha fomentado en vuestro ánimo expectativas injustificadas. Hace muchas generaciones que recibimos periódicamente en Gales oleadas de refugiados celtas procedentes de Hibernia, también llamada Erin por sus naturales. Llegan empujados todos ellos por los sufrimientos del acoso físico y moral, y la persecución religiosa. En esencia, es verdad que Hibernia es un mundo celta casi en su totalidad por raza y origen; lo terribles es que han dejado de ser celtas de verdad.
-Pero –discrepó Divea- todas nuestras tradiciones hablan de la isla verde como la meta soñada, lo más semejante al edén de las fábulas; el lugar donde nuestra cultura no solamente resiste, sino que prospera.
-Sí, querida druidesa –respondió Dydfil-. Pero las cosas han cambiado mucho desde Jafet y, sobre todo, desde los Milesianos Uar, Eithear y Armegin, que llegaron a la isla de Hibernia desde Hispania, a donde sus padres habían arribado procedentes de Egipto. Desde la primera proeza de Armegin, los celtas hiberneses permanecieron fieles a nuestros dioses y nuestra cultura, hasta hace pocas generaciones.
-¿La proeza de Armegin? –preguntó Dagda.
Dydfil sonrió. Comprendió que la hermosa hispana de cabello oscuro que le había robado el corazón trataba de acaparar su atención mediante preguntas. Le sonrió con ternura antes de responder:
-Sí, Dagda, querida. Es una historia cierta. Cuando los descendientes de Jafet llegaron a Hibernia desde Hispania, se encontraron con un reino muy poderoso llamado Tara, cuyo rey era el taimado Tuatha De Danann, quien reclamaba para sí la propiedad exclusiva de toda la isla. A los recién llegados les ordenó que abandonasen su país, pero Armegin encontró un subterfugio. Dijo que se retiraría con sus naves a la distancia de nueve olas y que si Danann era tan poderoso, que les impidiera volver a tomar tierra, pero si no podía impedírselo, ellos se asentarían en la isla para siempre. Aceptado el reto, Armegin junto con sus compañeros navegaron hasta la distancia indicada, y allí, el poder de Danann aliado con las profundidades, se puso de manifiesto levantando una tormenta espantosa que a punto estuvo de hacer zozobrar las naves. Pero Armegin resistió el temporal y, alzado sobre la proa de su navío, pronunció la más maravillosa invocación druídica a la madre Dana. Con la última de sus palabras, la tormenta cesó de súbito. Habiendo superado el reto, los Milesianos desembarcaron de nuevo y fundaron su reino de Hibernia; era el decimoséptimo día de la segunda luna de primavera.
-Es una leyenda emocionante –comentó Divea.
-Los hiberneses no le llaman leyenda –aclaró Fomoré-. Ellos consideran que es el primero y el más importante de los anales de su historia.
Divea sonrió y asintió mientras miraba con entendimiento a los ojos del hombre más misterioso de los siete. Ella había sido puesta al corriente, en el país de las piedras clavadas, del porqué de que Fomoré poseyese conocimientos tan profundos, pero habiendo comprometido su silencio, se daba cuenta de que los demás miembros de su grupo solían mostrar estupor al oír algunas de sus frases. Concretamente, en ese momento observó la mirada sombría de Conall, que oscilaba del hermoso rostro de Fomoré al suyo, con deseo evidente de lanzar reproches.
Las miradas evasivas y algunos desplantes de Conall se estaban convirtiendo en cotidianos, y aunque Divea comprendía que debía encontrarles solución, no se decidía a abordar la cuestión francamente porque habían crecido juntos y le resultaba incómodo hacer valer su autoridad. Sin embargo, tenía la obligación de seguir el consejo del gran druida Llyfr. Sabía que debía emplear la sapiencia asimilada para despejar las supuestas sombras de la mente de Conall que detectaran Fomoré y Fergus.








88
Fergus enrumbó la proa hacia el abrigo más favorable de cuantos había tenido el dromon bajo su mando. Una angosta cala de oscuras rocas verticales, casi un desfiladero, con una pequeña playa en el fondo. El bamboleo del agua producía rumores y espuma entre numerosas rocas desprendidas de la pared vertical, cubiertas de algas y moluscos. Todo lo que veían más allá de los escollos emergidos era una muralla oscura como el carbón donde no se apreciaba a simple vista más que inaccesibilidad.
-No vamos a poder subir la carreta por esos acantilados –señaló Conall al gálata- ni, mucho menos, los animales.
-Nunca te fíes de como parecen las cosas desde el mar –respondió Fergus con una sonrisa-. Tú deberías saberlo de sobra, ya que presumes de haber sido pescador. Debido a la distancia y el balanceo de las olas, y también por culpa del velo de la calima que levantan las olas, los relieves de tierra se achatan y desfiguran para quien mira desde un navío. Por mi experiencia en miles de islas del Mar del Centro de la Tierra, puedo asegurar que no hay motivos para tus dudas. Con la agilidad fantástica de Fomoré y la fuerza de los tres galeses, ya verás como nos las arreglamos. Algún sendero o trocha tiene que haber.
Tras la charla del druida Llyfr, Fergus había decidido tratar de intimar con el aprendiz de bardo a ver si era capaz de desenmascarar sus intenciones, y le daba conversación tanto como podía. Notaba que también Fomoré seguía la misma táctica, pero era difícil hablar de ello para establecer una estrategia común, puesto que Brigit no se apartaba de su vera más que lo indispensable, y en todo caso ambos tenían siempre alguien cerca desde la partida del bosque de Tywi. Supuso que habría mejores posibilidades de conversar en un aparte una vez que estuviesen de nuevo en tierra.
-Pero es que me angustia lo que Dydfil nos ha contado de las persecuciones que sufren los celtas de este país –arguyó Conall-. Temo que si los hiberneses no nos recibieran bien, sería demasiado imprudente que les dejemos vernos llegar desde una posición tan ventajosa, encontrándose ellos en lo alto de las rocas y nosotros atrapados en caminos tortuosos, por donde tendremos que subir demasiado lentamente y con muchas dificultades. ¿Tú te imaginas que los caballos van a aceptar subir por ahí?
Fergus volvió a sonreír.
-Hombre, me alegra que seas tan precavido. Pero no te preocupes. No va a suceder como has dicho.
-¡Ah! ¿No?
-Antes, he mencionado la agilidad de Fomoré porque espero que escale estas murallas tan empinadas por algún recoveco que encuentre fuera de este abrigo, donde no pueda ser descubierto desde arriba. Nosotros no desembarcaremos hasta que él no llegue a lo alto de esas rocas y nos asegure que tenemos vía libre.
Ahora fue Conall quien sonrió, gesto que no prodigaba. Fomoré se preguntó por qué lo haría tan poco, ya que poseía una sonrisa atractiva y luminosa. Supuso que el motivo tenía que ser lo que le corroía las entrañas. Las tinieblas en que reservaba las emociones de su pecho le ensombrecían la expresión.
En cuanto vararon, Fomoré se echó al agua por la popa, donde no podría ser visto desde tierra. Aunque el agua estaba algo alborotada, no le resultó difícil nadar hacia mar abierto y llegar al roquedal vadeando varios escollos. Permaneció unos instantes en el primer relieve al que pudo encaramarse, para tomarse un respiro y aguardar la señal afirmativa de Fergus, que en cuanto lo vio trasponer la punta pidió ayuda a los demás a fin de examinar con atención el borde superior del acantilado, por si observaban algún movimiento. Pasados unos momentos, dieron por cierto que nadie les vigilaba y el gálata disparó con la ballesta una flecha que llevaba prendido un pedazo de lienzo blanco.
Fomoré, que no podía ver el navío desde su posición, sí vio caer en el agua, muy cerca, la ingeniosa señal de vía libre ideada por Fergus. Comenzó la escalada de inmediato. Entretanto, Divea no paraba de mirar con preocupación hacia el saliente tras el que Fergus había desaparecido.
Conall siguió la mirada angustiada y sintió en el pecho un raro escozor que trató con todas sus fuerzas de disipar, lleno de desconcierto. Le molestaba que la futura druidesa diera siempre la razón a ese hombre tan excepcionalmente hermoso, pero, además, le producían desazón unas miradas que le parecían declaraciones de amor. Debía sacudirse e impedir que le rondasen pensamientos tan molestos. Llevaba casi dos lunas agarrotado por engorrosas contradicciones internas que le causaban vértigo; no quería malograr su éxito personal en ese viaje de iniciación a dúo obstaculizado por pasiones inmediatas y reacciones impulsivas que nada podían reportarle para el porvenir. Un porvenir que tenía decidido desde antes de comenzar el viaje y nada podía desviarle de él. A fin de pensar en otra cosa, se apartó un poco hacia donde Naudú estaba oficiando una de sus frecuentes ceremonias. La sacerdotisa astur encontraba en todos los sucesos y acontecimientos razones para quemar hierbas aromáticas en un pebetero y elevar preces a Dana y demás dioses, entre los cuales Bran era su favorito. Y lo hacía con mayor afán y devoción desde el momento en que Dagda había sido exonerada de sus votos por el druida Llyfr y tenía que oficiar sola. En el momento que el futuro bardo se le acercó, recitaba una larguísima oración dando gracias por el buen fin de la travesía, a pesar de su brevedad y de que el mar había estado sereno todo el tiempo. Conall aguardó respetuosamente a que acabase. Examinar su proceder también era para él un buen método de iniciación.
-¿Deseabas algo? –preguntó la sacerdotisa cuando terminó.
-Nada especial. Sólo, hacerte compañía.
-Acompáñame y terminemos el rito a dúo.
Mientras vertían las cenizas por la borda y las hacían volar sobre el mar, Naudú volvió la mirada hacia Conall y dijo:
-Pareces raro.
-Todos decís lo mismo desde que emprendimos este viaje. Aunque al principio me molestaba mucho, ya no me lo tomo a mal.
-No es eso lo que he querido decir, Conall. Me pareces raro esta tarde precisamente porque no te veo como todos los días. Creo que estás cambiando en algo que no consigo precisar.
-Esta madrugada me he recortado el pelo.
Nuadú se echó a reír. Conall acompañó sus risas.
-No seas bromista, Conall. Sabes bien que no es a eso a lo que me refiero.
No era la apariencia externa de lo que hablaba la sacerdotisa, sino de algo situado bajo la piel y tras la mirada. Notando la incomodidad que al aprendiz de bardo la causaba su escrutinio, volvió los ojos hacia el patrón del navío.
-Parece que podemos comenzar el desembarco –dijo en voz alta Fergus, al tiempo que señalaba un punto en lo alto del acantilado.
Asomado al borde del precipicio, Fergus les hacía señales de asentimiento moviendo en aspa los brazos alzados con las manos extendidas. A continuación les indicó el punto mejor para intentar el ascenso.




89
Todos estaban derrengados cuando lograron llegar a lo alto, donde comprobaron que el acantilado era el corte repentino sobre el mar de una meseta litoral llana, con muy escasa vegetación. El camino que acababan de coronar a duras penas no presentaba huellas ni trazas de haber sido utilizado antes de su paso.
-Creo que somos los primeros en subir por ahí –comentó Conall- y no me extraña, porque he creído todo el rato que en el momento más inesperado caeríamos al vacío.
Divea comentó:
-Deberíamos preguntarnos si seremos capaces de bajar por el mismo sitio. Pero mientras que los pesimistas creen que el viento llora; los pesimistas, creemos que canta. Si duro ha sido conseguir que los caballos avanzaran hacia arriba sin despeñarse, más complicado será obligarlos a bajar, y sin embargo sé que lo haremos.
-Encontraremos el modo –dijo Fomoré, sonriente-, no te preocupes.
La sonrisa que cruzaron éste y la futura druidesa extendió nuevas sombras sobre el ánimo de Conall, que apretó los labios y miró hacia oro lado. No se comprendía a sí mismo y su confusión aumentaba a cada paso.
-¿A qué bosque hemos de dirigirnos, Divea? –preguntó Fergus.
-Hibernia es el único país del cual ningún druida me ha adelantado el bosque que debo buscar ni el nombre del druida de quien debo aprender.
-Si me permites –terció Dydfil-, hay dos cosas que no podemos hacer en Hibernia. La primera, parecer demasiado fieles a las tradiciones celtas; la segunda, vestir de manera que confirme esa sospecha. Como veis, nosotros tres hemos cambiado nuestras galas guerreras por este sayo oscuro, y a vosotros os convendría hacer lo mismo. Os advierto de que no vamos a encontrar fácilmente un clan establecido en un bosque y gobernado por un druida, tal como conocemos a los druidas.
-¿Qué será, entonces, lo que encontraremos? –preguntó Divea.
-Hace más de quinientos años –relató Dydfil- que un druida renegado convenció a machamartillo a los hiberneses para aceptar los dioses cristianos y despreciar los nuestros. Se llamaba Patricio y a partir de su muerte fue deificado como héroe particular de este pueblo, aunque no había nacido aquí. Unos dicen que era un pastor natural de la Galia capturado por piratas hiberneses, y otros, que era galés, lo que yo, personalmente, consideraría un baldón; también hay quien asegura que pertenecía a una familia noble del fabuloso reino celta de Stratchlyde, que las leyendas sitúan al norte de estas islas. Hasta hay quien llega a decir que, antes de venir a Hibernia, había sido consagrado en Gales como su más poderoso arzobispo. Lo indudable es que fue uno de los druidas más listos de aquellos tiempos. Dominaba los recursos druídicos como nadie y, según demostraron los acontecimientos, mucho mejor que sus grandes competidores coetáneos, Lucetmailh y Lochru. La cuestión es que fuera pastor, noble o arzobispo, había acabado persuadido de que los dioses cristianos eran más poderosos que los celtas y se empeñó por ello en convencer a los reyes y nobles de renegar de la madre Dana, Lugh y todos nuestros dioses. Para ello, se valió de su iniciación druídica con astucia que yo describiría como alucinante. En su tiempo, Hibernia estaba llena de reinos celtas muy poderosos y parece comprensible, por tanto, que Patricio manejase en su favor todo cuanto había aprendido de los conocimientos druídicos secretos. Cuando Lucetmailh lo retó a que fabricase nieve siendo verano, Patricio lo rechazó diciendo que no deseaba actuar contra la Naturaleza, por lo que Lucetmailh, muy contento, fabricó nieve al instante para dejarlo en evidencia. Pero Patricio hizo que se derritiera, alegando que eso sí era natural bajo el sol estival. También se valió de viejos trucos para conseguir que Lochru, a quien detestaba porque siempre lo superaba en conocimientos, quedase suspendido en el aire y, a continuación, lo hizo caer violentamente sobre el suelo, de modo que el cráneo de Lochru se abrió y sus sesos quedaron desparramados. El más alabado de los trucos de Patricio fue un prodigio de taimada habilidad. Para demostrar el poder de los dioses cristianos sobre los nuestros, convocó a todos los reyes diciéndoles que iban a poder convencerse personalmente de esa superioridad. Antes de tenerlos reunidos, había mandado construir una casa cuya mitad derecha había sido levantada con madera fresca, muy húmeda; la parte izquierda fue construida con madera secada al sol durante años. Mandó a uno de sus discípulos cristianos que se situase en la mitad derecha y a un aprendiz de druida que lo hiciera en la izquierda y, entonces, prendió fuego a la casa. Como es natural, la parte izquierda ardió rápidamente, muriendo el joven druida muy pronto entre las llamas, mientras que la parte izquierda apenas se incendió, por lo que el cristiano pudo salir ileso, ante el asombro y el pasmo supersticioso de los reyes.
Todos rieron.
-Lo que encontraremos –continuó Dydfil, respondiendo así la pregunta de Divea-, querida druidesa, son numerosos y grandes conventos cristianos que te parecerán los castillos más altivos, impresionantes e inaccesibles que hayas visto nunca. En todos ellos mandan druidas poderosísimos que alaban a todas horas a los dioses cristianos en letanías interminables. Según nos cuentan en el bosque de Tywi los fugitivos hiberneses que a veces buscan refugio entre nosotros, entre letanía y letanía salen los monjes con sus hábitos oscuros en persecución de los clanes fieles a las tradiciones celtas que pudieran haber sobrevivido. Por eso, resultará prácticamente imposible que encontremos alguno. Esta situación tan dramática para nosotros quizá sea el conocimiento que te han aconsejado venir a percibir: de qué manera arrolladora está siendo arrasada deliberadamente la cultura celta. Pudiera ser que contemplándolo, se te ocurran métodos para evitar que en tu país ocurra lo mismo.
-En nuestro país –terció Conall-, los cristianos se han apoderado ya hace tiempo del más importante de los patrimonios celtas, el Camino al Fin de la Tierra. No creas que allí son las cosas más fáciles para nosotros.
-Vuestra ventaja –repuso Dydfil- es que no tuvisteis un Patricio y que según aseguran los que lo han visitado, es un país muy extenso y cruzado por todas partes de cordilleras que forman murallas infranqueables. Con tales características, nadie podría ejercer un dominio tan severo ni tan absoluto como aquí y, así, quedarán mayores espacios para la libertad. Por eso, mis dos amigos y yo iremos con vosotros, con idea de poner en marcha la resistencia celta contra los desmanes que padecemos en toda Europa.
-Con tales perspectivas, yo no querría vivir aquí –comentó Brigit.
Fergus sonrió. Sin pretenderlo, Brigit había respondido la pregunta que pensaba hacerle al día siguiente. Habiéndose expresado de ese modo, la decisión era clara: volverían a Hispania junto a Divea y asistirían a la consagración de la joven druidesa.




4-I-09
EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Comienza el 4º Libro.
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CUARTO LIBRO
Entre galeses e hiberneses
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La travesía fue tan corta, que cuando entraron en una tranquila bahía del sur de Gales les pareció que continuaban todavía en Anglia. Con las ocupaciones de a bordo y el cuidado de los animales, ni siquiera les había dado tiempo de disfrutar ni regodearse del triunfo aparente contra los poderes de Morgana, la triple druidesa eterna. Ninguno preveía que fuesen a padecer consecuencias de la burla, porque habían abandonado sana e intacta a la tercera de la trinidad en la linde del bosque alucinante.
Mediaba el verano, por lo que Divea y Conall disponían tan sólo de dos lunas para culminar el viaje de iniciación antes de que las veleidades imprevisibles del otoño encresparan de modo insuperable las olas del mar, para volver de ese modo sin percances a su bosque del castro de Santa Tecla. Si no querían verse obligados a postergar el regreso hasta la primavera siguiente, tenían que darse prisa pero sin dejar de cumplir todas las metas que les habían ordenado.
Fomoré permaneció parte de la travesía al lado del timón, simulando ayudar al gálata, aunque lo que quería en realidad era conversar acerca de Conall.
-Tengo pálpitos muy inquietantes sobre ese muchacho, Fergus. Pero no querría incurrir en irrespeto a Divea ni complicar al grupo con ninguna situación desagradable. ¿Sigues convencido de que no es agua limpia?
-Bueno… La verdad es que durante la treta con que vencimos a Morgana, Conall se comportó correctamente, y quizá seamos demasiado injustos sospechando de él. Pero allá en Galacia, cuando nuestro bosque estaba vivo aún, decía mi abuelo que un pálpito puede ser mil veces más certero que todas las palabras de un libro. Tú tienes ese barrunto y yo también lo he tenido muchas veces, de manera que tal vez habría que atajar el mal si es que existe en su pensamiento.
-¿Y si lo sometiéramos a una prueba? –sugirió Fomoré.
-Si a ti, que tan sabio pareces, se te ocurre alguna y necesitas que yo te ayude, lo haré gustoso.
-Se me ocurren varias. Te propondré alguna según lo que nos encontremos en tierra, sobre todo en ese bosque de Tywi que Divea está obligada a recorrer. Partholon le habló de un riachuelo del que dicen que es la fuente de la juventud eterna, lo que a todos podría sernos muy provechoso. ¿Tú sigues con tu propósito de quedarte en Hibernia para siempre?
-Ése era mi plan desde que me apoderé del dromon. Pero en ese tiempo han ocurrido dos novedades. Primera, he descubierto que el clima en estas islas es demasiado brumoso y frío en relación con el de mi juventud, lo que me hace dudar; en segundo lugar, y mucho más importante, deseo pasar el resto de mi vida junto a Brigit y todavía no le he preguntado dónde querría permanecer. Ya veremos.
-De todos modos –sugirió Fomoré-, no sería mala idea que nos enseñases a navegar a los demás, por si decidieras finalmente quedarte en Hibernia. Además, allí convendría reclutar a hombres que quisieran viajar con nosotros como remeros en este navío tan grande, a ver si pudiéramos hacer la travesía directamente hasta mis bosques del Fin de la Tierra.
-Tal como se comportaba el océano cuando salimos del abrigo de la tierra de las piedras clavadas, creo que esa travesía directa sería muy peligrosa.
-Creo que con tu experiencia y unos cuantos hombres más, no correríamos peligro. Pero aún sin ti habría que intentarlo. Noto en Divea impaciencia por volver cuanto antes, así que supongo que cuando culmine la enseñanza con algún druida de Hibernia, deseará regresar lo más rápido que sea posible.
Dejaron de hablar de Conall el resto de la travesía. Cuando vararon el dromon en un rincón donde el mar parecía el embalsamiento de un río, ambos hombres se miraron varias veces sabiendo ambos en lo que pensaban, pero sin hablar de ello.
-¿Qué nos toca hacer en este país, Divea? –preguntó Fergus mientras descargaban el carro del dromon?
-Bastará con encontrar a un druida –respondió Divea- cuyo bardo pueda recitarnos entero y sin fallos al menos uno de sus poemas, que denominan mabinogi. Pero no sé si habría de recibir aquí nuevos conocimientos, puesto que tanto ignoro. Sin embargo, siento que no me falta mucho para poder atreverme a recibir en mi cabeza las palmas de las manos de Galaaz, mi bisabuelo que, si no el más sabio, es por lo menos el druida más bondadoso que conozco.
Una vez que aseguraron el dromon en un lugar recóndito, a salvo de miradas ambiciosas y, por lo tanto, de asaltos, emprendieron el camino bajo la convicción de que la visita a Gales no iba a prolongarse mucho. En el momento de largar riendas de sus caballos, Fomoré y Fergus cruzaron una mirada de inteligencia mientras el primero señalaba con el mentón a Conall.
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Cruzaron extensas ondulaciones de colinas muy verdes alternadas con algunos páramos amarillentos, pero notaron pronto a lo lejos la cercanía de bosques extensos y feraces, donde los ríos y los lagos debían de abundar.
-Se me ha ocurrido una idea en relación con Conall –dijo Fomoré, emparejando su montura con la de Fergus.
-¿Qué debo hacer yo?
-Todavía, nada. Esa idea sólo podría funcionar si el druida del bosque de Tywi aceptase ayudarnos, lo cual no me parece que sea demasiado difícil de conseguir si esgrimimos la necesidad de proteger a una futura druidesa. Por si acaso se confirmaran nuestras sospechas, sería mejor que lo pongamos en práctica únicamente después de visitar ese legendario río de la juventud eterna.
-¿Por qué, Fomoré? No comprendo.
-Si hemos de expulsar a Conall de nuestro grupo, lo conveniente sería hacerlo cuando ya estemos a punto de partir hacia Hibernia, para no brindarle oportunidad ni tiempo de maquinar su venganza.
Les bastó algo más de media jornada para alcanzar el bosque, umbroso pero no lóbrego, húmedo y colmado de rumores, pero no tétrico. Los robles eran abundantes, cubiertos de musgo que llegaba a colgar sobre sus cabezas, y grandes afloraciones de muérdago; también vieron pinos de troncos rectilíneos, iguales a los de Anglia, y numerosos acebos, avellanos y saúcos entre otras especies a las que no consiguieron poner nombre. Tras un recorrido bajo la fronda no muy prolongado, tardaron poco en presentir que eran observados por varios ojos, pero no se ocultaban con tanto cuidado como en la entrada a los bosques de los países que ya habían visitado. Los siete pudieron entrever las siluetas de tres figuras y ni siquiera estaban demasiado lejos. Sin embargo, Divea actuó según su costumbre. Se alzó en el pescante y mostró con la mano izquierda la piedra grande de Galaaz y con derecha, la pequeña de Partholon.
En vez de acercárseles un hombre solo, fueron tres los que lo hicieron. En el centro, el que sin duda sería el gran druida de todo Gales, a juzgar por la riqueza de su atuendo; un hombre de pelo y barba completamente blancos que tendría más de setenta años. Junto a él y a su derecha, el bardo, un hombre todavía joven, de aspecto agradable y robusta complexión, que cargaba la lira en su espalda como si fuese un carcaj. A la izquierda, un muchacho a quien no supieron atribuir rango ni función, porque era excesivamente joven para ser el sirviente personal del druida y vestía demasiado bien, un atuendo que sugería condición de guerrero pero muy vagamente, ya que la ligera coraza sobre su pecho aparentaba ser de plata y estaba ornamentada con grabados muy bellos; el resto de la vestimenta sugería condición principesca.
Sin cambiar su posición al sofrenar Conall a los animales, Divea dijo:
-Mi nombre es Divea, vengo de Hispania en mi viaje de iniciación para merecer la consagración de druidesa. Éste es Conall, que también se inicia como bardo. Ahí, a la izquierda, vienen el gálata Fergus y la polaca Brigit. A la derecha, se acercan Fomoré, Dagda y Naudú; los tres son hispanos como yo. Salve, venerable druida.
-¿Tienes algo que mostrarme y decirme, bella muchacha?
Como respuesta, Divea descendió del carro y se acercó junto al caballo, del que druida se apeó con la ayuda del joven. La futura druidesa fue extrayendo de su ropa la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, mientras iba recitando las fórmulas ceremoniales al oído del druida.
Terminado el formulismo, dijo el hombre de cabellos resplandecientes de tan blancos:
-Mi nombre es Llyfr y soy el druida de este bosque y los de alrededor. Mi compañero bardo se llama Hergest y éste es Dydfil, mi hijo. Sed bienvenidos al bosque de Tywi, la tierra deseada. Dime, hermosa Divea, lo que pretendes aprender de mí.
Divea bajó la cabeza.
-Lo que vos, señor, halléis que merezco saber.
El druida sonrió casi a punto de soltar la carcajada.
-Veo que te han educado bien y que tú lo has aprovechado mejor. Emprendamos el camino de regreso a nuestro nementone. Para amenizar el recorrido, Hergest, te ruego que recites a esta bellísima druidesa uno de nuestros mabinogi.
-¿Cuál, señor?
-El de Pwyll creo que les interesará a ella y sus compañeros, y los entretendrá durante la cabalgada.
Mientras organizaban el cortejo para emprender la marcha, Dagda cambió su montura por el puesto de Divea en el pescante, para que la futura druidesa pudiese cabalgar al lado del bardo. Con objeto de controlar la montura durante el recitado, el joven Dydfil tomó las riendas del bardo y éste desenganchó la lira, para comenzar en seguida a tañerla.
A la segunda estrofa, los siete se sintieron cautivados por la voz. Hergest cantaba en un registro altísimo, sin dejar de ser su tono como seda que acariciara las hojas de los árboles bajo los que transitaban. A los siete les dio la impresión de que todos los animales del bosque se hubieran detenido, callando para oírle. Pero si deliciosa era la voz y la melodía, más se lo pareció el romance.
Contaba que un caballero llamado Pwyll había salido a cazar y se desorientó en un lance, persiguiendo a la jauría, que perdió de vista. Cuando trataba de reencontrar a sus compañeros de montería y a sus animales, el caballo que montaba corcoveó medio espantado al ver aparecer un corzo acosado por una jauría enloquecida de perros que no eran normales, pues aunque el pelaje era blanco como el alba, sus orejas eran iguales que brasas ardientes, y como los galeses creen que el pelo rojo da mala suerte…
En este punto, el bardo vaciló un instante, mirando de reojo la hermosa y exuberante melena cobriza de Brigit, que le cubría más abajo de su cintura. Sonrió levemente, alzó los hombros a modo de disculpa, y continuó.
Pwyll eludió acercarse a esa jauría, pero ya había traspasado las lindes del reino de Annwn, llamado “Tierra de Muertos”, y se encontró de pronto envuelto por la niebla, entre la que llegó ante él un hombre que cabalgaba muy lentamente, como en un sueño. Sin quitarse el reluciente yelmo de plata, le preguntó con voz que parecía sonar desde muy lejos: “¿Por qué no habéis cazado ese corzo que tuvisteis a tiro? Habéis permitido que escape”. Apurado, Pwyll se disculpó: “Siento mi torpeza. Si en algo pudiera serviros para complaceros os prometo que lo haré”. El desconocido repuso: “Me llamo Arawn y soy el rey de estas tierras. Acepto vuestra oferta. El destino ha querido que os encuentre, pues hay un gran favor que podéis hacerme”. El rey Arawn, sabiéndolo prisionero de la promesa, le dijo a Pwyll que en el plazo de un año habría de batirse en duelo en su lugar, contra un caballero que se había apropiado de tierras que le pertenecían. Como había dado su palabra, Pwyll aceptó. El rey le dijo que, entretanto, debían intercambiar sus identidades. Cada uno de ellos tomaría la apariencia y el lugar del otro hasta que se dirimiese el duelo. Aceptó también Pwyll esta extraña condición y se dispuso a tomar el puesto del rey Arawn, quien, tras la despedida, le alcanzó a galope un momento más tarde para advertirle de que el caballero con quien habría de batirse debía ser vencido de un solo golpe, pues si le daba el de gracia reviviría aún más fuerte. Al fin se separaron y cada uno se dirigió a la morada del otro. Así, tuvo que disponerse Pwyll a gobernar un reino que no era el suyo, con la ropa de Arawn y simulando ser él. Pero se presentó un problema; después de atender durante el primer día los asuntos de estado, al llegar a la alcoba esa noche, la esposa de Arawn, creyendo que era su rey, le invitó a tomarla en el lecho. Pwyll la halló seductora y hermosa, pero su compromiso era gobernar, no mancillar la honra del rey, de manera que rehusó a pesar de los ruegos de la reina. Así fue todas las noches durante el largo año comprometido, de modo que cuando llegó la hora del duelo, Pwyll sintió que llegaba su liberación. Se batió con el horrendo enemigo de Arawn, a quien rindió con el primer golpe. Caído en el suelo el enemigo, suplicó a Pwyll que lo rematase para dejar de sufrir. Compadecido, estuvo a punto de satisfacer el ruego, pero recordó a tiempo la advertencia del rey Arawn y no lo hizo. Al vencer en el duelo, recuperó para éste las propiedades que le habían robado, y entonces reapareció de súbito el rey, sonriendo con gran contento. Expresó a Pwyll su satisfacción y gratitud, y ya superado el compromiso, recuperaron sus verdaderas identidades. Ambos se sintieron satisfechos de la conducta del otro, pues los dos recibieron informes favorables de cómo habían sido gobernados los respectivos asuntos durante ese año. Mas cuando Arawn se reunió con su esposa esa noche, nostálgico de su calor la abrazó y la besó con mucha pasión, pero ella rehusó sus caricias. Al preguntar el rey por qué lo hacía, ella le respondió que correspondía así su frialdad, mantenida durante un largo y desconsolador año. De tal modo comprendió Arwn la extraordinaria prueba de lealtad que Pwyll le había dado y que por lo tanto no podía haber amigo mejor en el mundo. Desde entonces, Ambos mantuvieron la más estrecha y afectuosa de las intimidades hasta el fin de sus días.
Todos rieron muy complacidos. Fergus le dijo a Brigit:
-Ya sabes que si una noche te niego mis mimos, tal vez sea porque yo no soy yo.
Ahora, rieron a carcajadas.
Mas cuando llegaron al nementone, los siete sintieron inquietud, asombro mientras crecía en sus pechos la impresión de ser intrusos.











80
Descabalgaron tratando de que nadie notara que se sentían muy incómodos y sumamente inquietos por el cerco de miradas. Muchas personas habían ido saliendo de sus casas al escuchar que el bardo Hergest regresaba cantando, pero en cuanto veían al grupo se sumaban a un corro que fue creciendo muy rápido, y cuando Divea y los otros seis fueron a situarse en el círculo sagrado para la ceremonia de acogida, el corro era una multitud, sobre todo de mujeres y niños que les miraban como si pudieran traspasarles con los ojos. Asombrosamente, todas las mujeres en edad fértil estaban embarazadas.
El nementone era de una hermosura extraordinaria. En vez de las pesadas piedras que componían el de Partholon en Brocelandia, el del bosque de Tywi había sido construido imitando un primoroso cenador de jardín principesco. Las piedras del círculo formaban una especie de balaustrada, pues en vez de reposar directamente en la tierra lo hacían sobre cilindros de mármol muy trabajado, que descansaban incrustados en una losa circular semienterrada en la tierra. En el centro del gran espacio que abarcaba el nementone, el ara consistía en una muy gruesa y sólida columna con acanaladuras de estilo griego y de cuatro palmos de altura, alzada sobre una primorosa basa labrada con figuras de hojas y bayas de muérdago que, a su vez, se sostenía sobre una amplia plataforma circular de mármol blanco. El capitel de la columna, también profusamente decorado con muérdago, soportaba el amplio vuelo del ara propiamente dicho, una gran piedra circular semejante a una fuente, con una muesca en el borde para que la sangre fuese vertida. Ninguno de los siete había visto nunca nada tan hermoso.
Pero les abrumaba tanto el cerco de miradas, que no supieron qué hacer ni hacia donde dirigir sus ojos mientras cuatro sacerdotisas vestían al druida Llyfr con una riquísima túnica blanca de seda bordada con hilo de plata, sobre la que le colocaron una aparatosa capa de pieles de armiño.
A pesar de estar amenizado el acto con la música y las canciones del bardo, les pareció que el druida abreviaba el rito para dar paso en seguida a la festiva comilona, que habían dispuesto con celeridad pasmosa.
-Es asombroso –murmuró Dagda en el oído de Dydfil, el hijo del druida, que comía a su lado.
-¿El qué?
-Las prisas con que han preparado este banquete.
Dydfil miró alrededor, como si tratara de ubicar lo que sorprendía a la bella sacerdotisa.
-No han sido tantas las prisas –dijo volviendo los ojos hacia ella-. Todo estaba dispuesto desde esta mañana; en realidad, no es demasiado extraordinario en relación con lo que es habitual. Nuestras comidas nunca son demasiado distintas de ésta. La principal diferencia es lo mucho que han decorado las mesas con flores y muérdago, en vuestro homenaje.
-¿Lo teníais dispuesto desde esta mañana? –preguntó Dagda con icnredulidad-. ¿Sabíais que veníamos?
-Todo Gales sabe que habéis llegado. Se os vio varar en la playa, guardar el navío, desembarcar la carreta y los animales y encaminaros hacia aquí. De todo fuimos informados paso a paso y por eso acudimos a recibiros.
-¿Tan poderosos son vuestros adivinos?
-¿Adivinos? –Dydfil se echó a reír-. ¡Oh, no! Nos comunicamos a grandes distancias, de colina en colina y de monte en monte, transmitiéndonos códigos con un juego de espejos de plata, de manera que los mensajes circulan por toda nuestra tierra en pocos instantes.
-¿Cómo sabían vuestros informadores que éramos celtas?
-¿Es que supones que podéis ser confundidos con otra clase de gente?
De nuevo rió Dydfil, ahora a carcajadas. Dagda no sabía qué pensar. Parecía gente muy gozosa de vivir, sin preocupaciones, y sin embargo Partholon les había comentado que tanto en Anglia como en Gales se producían graves persecuciones contra los celtas, así como deserciones masivas. Aunque con algo de temor a incurrir en descortesía, Dagda le preguntó a Dydfil:
-¿Cuál crees que será la razón de que tu pueblo nos mire con tanta fijeza, sin dirigir sus ojos ni a tu padre ni al bardo, ni a ninguna otra cosa, ni siquiera lo que están comiendo?
El muchacho volvió a reír.
-No os miran. La miran.
-¿Qué quieres decir?
-Esa mujer que se sienta al lado del hombre que está junto a ti. Existen entre nosotros muchas consejas sobre los perjuicios y la mala suerte que causa el pelo rojo. A todos nos produce mucho desconcierto que debajo de una melena roja pueda haber una mujer tan seductora, que no parece sufrir ni avergonzarse por el color de su cabello.
Ahora fue Dagda quien se echó a reír.
-¿No hay en Gales nadie con el pelo cobrizo?
-¡Oh, no! Yo nunca había visto a nadie. Hay rumores…
-¿Qué quieres decir?
-Aseguran que si un padre tiene la mala suerte de ver nacer a un hijo con el pelo de ese color, lo entrega en seguida a la tierra en nombre de Gundestrun.
-¿Matan a sus hijos?
-No son sus hijos. Los consideran hijos del infierno. Como a Merlín.
-¿Al gran druida del rey Arturo lo consideráis hijo del infierno? –Dagda se mostró escandalizada.
Dydfil se encogió de hombros. Dejó de sonreír y su expresión se tornó sombría.
-Es un personaje galés que todavía, quinientos años después de su muerte y vencido por Morgana, sigue ocasionando muchas controversias en mi país. Hay celtas que lo veneran, pero son más los que abominan de él. Algunos dicen que no era verdaderamente celta, y por lo tanto usurpó la condición de druida, porque era hijo de una monja cristiana y un súcubo venido expresamente al mundo para engendrarlo. Pero quienes peor hablan de su memoria son los moradores de los cenobios cristianos, sobre todos los ocupados por mujeres. Merlín está tan vivo para el amor y el odio de la gente como hace quinientos años. Si no era hijo de un diablo con forma humana como dicen, desde luego tuvo que ser muy especial.
Dagda sentía algo de vértigo por unos comentarios tan negativos para un personaje que ella veneraba. Por cambiar de asunto, dijo:
-Veo que, al contrario de lo que nos habían dicho antes de venir, vosotros sois muy felices.
Dydfil miró ahora con perplejidad a Dagda.
-¿Crees que somos muy felices?
-Al menos, lo parecéis.
-Pues no te fíes tanto de las apariencias. Ya te contaré, porque creo que vamos a tener tiempo de hablar puesto que la futura druidesa desea visitar el venero de la juventud perpetua. Mañana conversaremos durante el viaje, ya que os acompañaré junto con otros trece guerreros del clan.





81
Partieron al amanecer, tras invocar Llyfr en su honor la protección de la madre Dana, Karnun y Ogmios.
A escasa distancia del nementone y el poblado, el camino abandonaba a medias lo más intrincado del bosque para bordear un río caudaloso, junto a cuya ribera emprendieron un camino que seguía la dirección contraria de la corriente.
Marchaban al frente siete guerreros, como si fuesen la vanguardia de un ejército en un país que aparentaba ser el más plácido y tranquilo de cuantos habían visitado. Seguían Divea y sus seis compañeros, todos a caballo, pues no necesitaban el carro ni su carga puesto que los siete habían cambiado ya las toscas vestimentas neutras con las que viajaban por las túnicas blancas, indispensables en cualquier ritual celta. Cerrando el cortejo, otros siete guerreros con el mismo despliegue de armamento y belicosidad de los de delante, aunque resultaba evidente que Dydfil forzaba su posición tanto como podía con objeto de emparejar su caballo con el de Dagda.
-¿Sabrá ese joven que ella es sacerdotisa, y que fue consagrada a la madre Dana? –preguntó Brigit a Divea.
-Supongo que no. Habrá que advertir a Dagda para que se lo aclare hoy mismo, porque él parece estar entusiasmándose y será peor cuanto más tiempo pase en la ignorancia.
Todos en el grupo habían notado el coqueteo del hijo del druida, que a cada paso les inquietaba más.
-Quizá tengamos que afrontar un problema, Fergus –dijo Fomoré- a causa de ese muchacho. No es cualquiera, sino el hijo de un druida que parece el más poderoso que hayamos conocido.
-Ya me he dado cuenta. Habrá que estudiar cómo resolverlo sin que peligre el favor que has de pedir al druida en relación con nuestras sospechas sobre Conall.
-Precisamente, éste puede ser el pretexto para solicitar al druida una conversación reservada.
-Tienes razón. Es muy buena idea.
Llegaron a media mañana. A primera vista, el paraje parecía igual a cualquier otro rincón del bosque; un matorral muy espeso ante una pequeña barrera de rocas negras cubiertas de musgo. Un recoveco particularmente umbrío, porque las espesas copas veraniegas de los robles, avellanos y saúcos apenas dejaban pasar reflejos muy filtrados y suaves de luz diurna. La característica más notable del lugar era que ascendía abundante vapor más allá del matorral y se oía el murmullo de una corriente de agua.
Descabalgaron cuatro de los guerreros que iban delante. Con asombro, vieron Divea y sus compañeros que apartaban el matorral como si abrieran una puerta, tirando hacia ellos de las finas ramas y enredaderas; lo sorprendente era que las plantas que formaban el matorral tenían aspecto de estar completamente vivas y que al jalar de ellas, se desplazaron junto con los cepellones de tierra llenos de raíces. En cuanto pasaron los veintiuno, los guerreros volvieron a desplazar plantas y bases de tierra, y dejaron todos de ver el camino por donde habían llegado. Lo que tenían ante sí era una hondonada por la que circulaba un venero impetuoso de agua envuelta en vapor, que emergía por el centro de la boca de una cueva.
-Hay que agacharse al entrar –dijo Dydfil-, pero se trata de un recorrido de sólo diez o doce pasos. En seguida podréis enderezaros.
Quedaron siete guerreros al cuidado de los caballos y los demás se dispusieron a entrar. Los mismos cuatro que habían franqueado el paso a través del matorral, encendieron grandes antorchas e iniciaron la marcha. Mientras recorrían el incómodo tramo inicial, encorvados y procurando no hundir los pies en el agua que discurría por un estrecho canal en el centro, escucharon que uno de ellos recitaba:
“Una corona real se posará en vuestra frente,
y a vuestro lado un arma mágica siempre tendréis.
Pues la Fuente de la Juventud os convertirá en soberano.”
Cubierto el primer tramo, salieron a una sala inmensa que las antorchas no llegaban a iluminar del todo a causa de su amplitud. Llena de estalagmitas y estactitas que formaban encajes muy bellos y figuras que sugerían toda clase de fantasías, la mayor parte de la superficie la ocupaba un lago de agua caliente, cuyo vapor dotaba al conjunto de un onírico aire de irrealidad.
-Aunque emerja tanto vapor, la temperatura del agua es deliciosa –les dijo Didfil muy bajo, como si temiera despertar a las ondinas propietarias del lago-. La sentiréis cálida como el baño más placentero. Habéis de sumergiros completamente, incluido el cabello, en tres ocasiones y ni una más. La primera inmersión, mientras invocáis el favor de Dana; la segunda, invocando a Bran y la tercera, pidiendo a Mercurio que ponga alas a la memoria vital de vuestros cuerpos.
-¿Tú no te bañas? –preguntó Dagda.
-Ya lo hice en su momento. Todos nosotros –Dydfil señaló a sus compañeros guerreros- tomamos nuestro baño hace tiempo. Los dioses prohíben repetirlo, salvo en el caso de que se encuentre uno en grave peligro de muerte por una herida o por enfermedad, lo cual es sumamente raro que le ocurra a quien se haya bañado aquí.
-¿Tu padre también lo ha hecho?
-Os maravillaría conocer los años que mi padre cuenta. Todos en nuestro clan disfrutamos los benéficos efectos de este lago de los dioses.
Los siete fueron entrando en el agua con la mente llena de preguntas. Todos hacían esfuerzos por no dudar de cuanto les habían dicho sobre las propiedades milagrosas de la fuente, pero habían visto ya lo suficiente a lo largo del viaje como para intuir que las fuentes mágicas y leyendas con sucesos sobrenaturales formaban parte del acervo cultural y las tradiciones particulares de cada clan, y no se correspondían nunca con realidades demasiado consistentes.
Pero tras la primera inmersión, sintieron los siete que algo raro sucedía en sus cuerpos. Fomoré se describió a sí mismo lo que notaba en las piernas como un hormigueo que removía su sangre y todos los resortes de su vitalidad, de manera que muchas de sus obsesiones de las últimas diez o quince lunas volvieron a convulsionarse. A veces, suspiraba con deseo de hablar de ellas con alguien más que Divea, porque ni siquiera a ella se lo había contado todo; pero se mantenía inalterable el temor a los reproches y el rechazo que sus confidencias podían ocasionar. Aquel joven que había quedado en la Armórica, Alban, hubiera sido un buen candidato a confidente, con quien descargar su conciencia y ser capaz de ver el porvenir con mayor claridad, y estaba seguro de que el joven gigantesco habría sabido comprenderle. Lamentó que, ahora, él no participase también en ese baño, que seguramente lo restablecería del todo de las heridas tremendas por las que lo había visto a punto de morir dos veces.
Era tanta su necesidad de reconciliarse con su pasado, que últimamente había sentido en varias ocasiones la tentación de sincerarse con Fergus. Lo miró. Retozaba gozosamente, sin parar de contemplar la sensualidad prodigiosa del cuerpo de Brigit.






82
Cuando regresaron esa tarde al nementone, encontraron que habían preparado una fastuosa fiesta en su honor. La más espectacular que habían presenciado y, sin duda, la más aparatosa que les hubieran ofrecido durante cualquiera de las etapas del viaje.
Todos los galeses del bosque se habían engalanado lujosamente y eran muchos los que lucían torques de plata y hasta de oro. El druida Llyfr llevaba sobre la túnica blanca el mayor pectoral de oro que ninguno de ellos hubiera contemplado jamás. En todas las cabezas había coronas muy coloristas de rosas arvensis, rododendros, ranúnculos y otras muchas flores de especies que nunca habían visto antes. Les resultó asombrosa la cantidad extraordinaria de muérdago colocado sobre la balaustrada del nementone y también sobre las mesas, dispuestas para la que habría de ser la comilona más exuberante de sus vidas.
Siete adolescentes les aguardaban con veintiuna coronas de flores. A los catorce guerreros se las dieron en mano, pero a Divea y sus seis compañeros se las colocaron ellos mismos muy obsequiosamente, entre sonrisas y reverencias. Daba la impresión de ser la gente más feliz que hubieran conocido jamás, lo que a Fomoré no dejaba de producirle la sensación de estar presenciando un artificio muy desconcertante. Nuadú le susurró al oído:
-¿Ni siquiera un homenaje tan hermoso como éste puede quitarte esa taciturna expresión del rostro?
Fomoré giró la cabeza hacia la sacerdotisa astur con curiosidad.
-¿Tan transparente resulto?
-De ninguna manera. Todo lo contrario. Dagda y yo venimos haciendo conjeturas sobre ti desde que te conocimos, y nos pareces impenetrable, de ningún modo transparente ni previsible. ¿Necesitas hablar de lo que te pesa en el pecho?
-Gracias por tu bondad. Pero, por ahora, no tengo mucho de lo que hablar –se apresuró a desviar el interés de la sacerdotisa hacia otros asuntos-. ¿No tienes la sensación de que esta gente no es verdaderamente tan feliz, sino que hace esfuerzos desesperados por parecerlo?
-¡Qué cosas se te ocurren! No había contemplado tanta placidez en mi vida. Imagina. Mi clan fue exterminado y mi bosque, quemado ante nuestros propios ojos. Y en todas partes hemos sabido de persecuciones y de mujeres celtas quemadas en hogueras. Aquí, todo es tan maravilloso…
Fomoré se dio cuenta de que si continuaba insistiendo en esa cuestión, iba a aguarle la fiesta a la inocente sacerdotisa. Intentó dejarse cautivar por la belleza del espectáculo que les estaban ofreciendo.
Habían colgado guirnaldas de flores entre todos los árboles que rodeaban el nementone, hasta formar una especie de telaraña florida, de cada uno de cuyos cruces pendía un manojo grande de muérdago. Los candiles eran tan numerosos, que apenas quedaban sombras. Adolescentes de ambos sexos servían las mesas pródigamente, con evidente afán de que nadie dejara sin saborear ninguno de los alimentos innumerables que habían cocinado a lo largo del día. Bastaba que Conall o Fergus, que gozaban de magnífico apetito, hubieran mordido apenas un muslo de cabrito, para que se lo arrebataran y les pusieran otra delicia en las manos. Había grandes amontonamientos de frutos del bosque ante cada comensal, grosellas, moras, fresas y endrinos entre otros muchos desconocidos para los siete. Los cuencos dispuestos para tomar cerveza eran vueltos a llenar tan pronto como se consumían.
Pero a pesar de tanta abundancia y aparatosidad, los naturales del bosque de Tywi no alzaban demasiado la voz. Extrañamente, la alegría era general y pródiga la celebración, pero lo disfrutaban con escasa euforia, sin voces ni escándalo. Por lo tanto, la voz del bardo Hergest sonó perfectamente audible cuando cantó sobre los sones de la lira:
“Un joven apacentaba su rebaño junto a un lago
en las incomparables Montañas Negras de Gales.
Un día vio a la más hermosa de las criaturas,
que atravesaba el lago en una barca toda de oro.
Se enamoró de súbito con todo su corazón
y le ofreció por ello el pan que llevaba en el zurrón.
Respondió ella que ese pan estaba demasiado duro.
Y por encantamiento, se disolvió en las aguas.
Al día siguiente, su madre le dio al joven enamorado
un trozo de masa sin cocer y él se la ofreció a la muchacha.
Pero ella se quejó de que estaba demasiado blanda
y de nuevo se esfumó en la profunda magia azul del lago.
Al tercer día, compadecida de su hijo, la madre le entregó
pan apetitoso y crujiente cocido para el más exigente paladar.
Y la muchacha lo aceptó, pero volvió a desaparecer.
Lamentaba el joven pastor su desgracia, cuando algo vio.
Surgían del lago tres figuras: un anciano con dos preciosas muchachas.
Éstas eran idénticas entre sí y el pastor no sabía a cuál mirar con amor.
El anciano le dijo que estaba dispuesto a entregarle a su hija,
si su corazón enamorado era capaz de acelerarse al reconocerla.
A punto de renunciar, desesperado, el pastor notó un ligero movimiento.
Una de las muchachas adelantó su hermosísimo pie,
con lo que el pastor fue capaz de identificar su chinela.
De tal modo ingenioso, mereció y consiguió su mano.
Y como el padre era generoso, entregó a su hija una rica dote.
Así, vivieron felices en las Montañas Negras de Gales.
Los siete visitantes aplaudieron con entusiasmo, mientras que los anfitriones no celebraron el poema. Nada cambió en sus expresiones.
A pesar del despliegue de alimentos, música y color, Fomoré no olvidaba que tenía que estar pendiente, por si se producía la ocasión de hablar con Llyfr sobre Conall. En un momento de gran jolgorio, notó que Fergus le hacía señas con los ojos, indicándole que en ese momento no se encontraba junto al druida ninguno de los miembros del grupo. Divea, que tendría que recibir esa noche el conocimiento que había ido a buscar en Gales, se hallaba muy ensimismada, sin prestar atención apenas a los alimentos que colocaban ante ella. Brigit no se apartaba de Fergus si nada le obligaba a ello. Conall, sin confraternizar con nadie, permanecía como siempre muy atento al desarrollo del ceremonial y, sobre todo, a las notas de la lira.
Decidió Fomoré, por tanto, acercarse a Llyfr entre sonrisas, simulando saludarle tan sólo. Pero después de la reverencia, le dijo muy bajo:
-Señor, querría hablar con vos en privado de dos asuntos, antes de que nos dispongamos a partir mañana, con tiempo suficiente de que podáis hacerme un favor muy importante si es que vuestra bondad os permite concedérmelo.
El druida examinó el rostro de Fomoré. Un hombre poseedor de un aspecto físico excepcional y de atractivo muy sobresaliente que, sin embargo, parecía sentirse muy triste por una antigua pena enquistada.
-Trataré de complacerte si está en mi mano. Acabada la comida, me acompañarás a mi casa para ayudarme a vestir las galas que usaré para la lección sagrada que he de dar a tu futura druidesa. Será la ocasión para hablar de eso que deseas.

83
El interior de la morada del druida no se parecía ni remotamente a nada que Fomoré hubiera visto antes. Había logrado que Llyfr aceptase también la presencia de Fergus, quien tuvo que recurrir a la simulación de necesidades privadas para poder separarse de Brigit. El gálata mostró el mismo estupor que Fomoré. Aunque por fuera parecía una cabaña sólo un poco más ostentosa que las demás, dentro resultaba asombrosa por los riquísimos muebles dorados, los cortinajes de tejidos brocados de oriente, las alfombras de lana teñida de varios colores y las grandes mesas situadas en el centro, rebosantes de probetas e incontables vasijas de vidrio con líquidos de todos los colores. Había velones inmensos, candiles y un fuego central, y tanta luz en conjunto, que les hería los ojos, y el único punto en tinieblas era un enorme boquete practicado en uno de los ángulos, en el que vislumbraron una escalera descendente hacia el fondo de la tierra. Las paredes, exteriormente de troncos, tenían en el interior recubrimiento de argamasa pintada de blanco, mediante algún artificio que ni el gálata ni Fomoré consiguieron identificar. Ni siquiera eran capaces de imaginar la procedencia de la materia que había servido para pintarlas ni si, tal vez, se trataría de un prodigio operado por un druida que parecía capaz de crear riqueza con sus manos.
¿Dispondría Llyfr de ese objeto del que hablaban en voz baja los celtas de todo el continente? Eran muchas las leyendas que mencionaban la piedra filosofal como algo perfectamente real, que muchos druidas habían poseído a lo largo de la historia. Pero aunque la llamasen “piedra” todos sabían que lo que permitía convertir cualquier metal vulgar en oro era algo más, un sistema, un procedimiento, un conocimiento hermético, un arcano al que los dioses habían permitido acceder a muy pocos mortales. Llyfr debía de ser uno de ellos.
Tanto a Fergus como a Fomoré les resultaba imposible imaginar otra explicación para la opulencia del druida y su clan. Mientras lo desvestían en tanto que él permanecía inmóvil, como si se tratase de un poderoso rey, Llyfr preguntó:
-¿Cuáles son esos asuntos de los que deseas hablarme?
Fomoré miró a los ojos de Fergus para buscar su complicidad. Dijo al cabo:
-Señor, nos inquieta un hecho que hemos venido observando ayer y durante todo el día de hoy. Vuestro inteligente y apuesto hijo muestra gran entusiasmo por una de nuestras compañeras…
-Sí, ya me lo ha dicho.
-Pero existe una gravísima dificultad, señor –dijo Fergus.
-Así es, señor –abundó Fomoré-. Dagda fue consagrada de niña a la madre Dana, y lleva ejerciendo desde entonces como su sacerdotisa más fiel.
-Oh, ¿de veras? –el druida no se mostraba muy impresionado-. ¿Y cuál es el problema?
-Su virginidad intocable, señor –respondió Fergus.
Llyfr soltó una carcajada antes de comentar:
-Bien, este asunto hemos de dirimirlo mañana de madrugada, en el momento de vuestra partida. ¿Cuál es el otro?
Estupefacto por la desconcertante actitud del druida, Fomoré tardó en responder:
-Nuestro compañero Conall, quien ha solicitado arcanos a vuestro bardo Hergest.
-Ya me he dado cuenta –dijo Llyfr.
-¡Ah! ¿Sí? –se asombraron al unísono Fergus y Fomoré.
-Es un joven que vive la zozobra de estar prisionero de sus propias contradicciones. Hay que mantenerlo estrechamente vigilado.
-¿Nada más? –el tono de Fergus contenía cierto reproche.
-Nadie es asesino hasta que no mata –dijo el druida-. Veo que vuestra preocupación es por lo que pudiera decidir hacer en vuestro perjuicio, en el futuro. Pero que exista la posibilidad de que os perjudique no significa que lo haya hecho, ¿verdad?
Tanto Fomoré como Fergus se sentían escandalizados. En el fondo, Llyfr les parecía un frívolo.
-Nuestros presagios sobre sus intenciones son terribles, señor –dijo Fomoré.
-Pero tú, precisamente tú, sabes perfectamente que los presagios son avisos de los dioses, no advertencias. Tú, precisamente tú, conoces con exactitud la diferencia entre aviso y advertencia, ¿verdad?
-¿Qué queréis decir, señor? –Fomoré sintió que estaba a punto de ruborizarse.
Mientras le ajustaban entre los dos la pesada túnica aparatosamente bordada de oro, perlas y gemas, notaron que miraba a los ojos de Fomoré como si tratase de penetrar en su pecho.
-¿Quién eres tú, Fomoré?
Éste bajó la mirada. Temblaba ligeramente al responder:
-Soy quien no quiero ser, señor.
Fergus observó con extrañeza la reacción del druida ante tan enigmática declaración, pues Llyfr sonrió, asintiendo casi imperceptiblemente.



3-I-09
EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Las aventuras peligrosas de los peregrinos se multiplican y comienzan a notar que los celtas están siendo exterminados por toda Europa. Publico hoy los capítulos 72, 73, 74, 75, 76 y 77. Mañana, comenzaré el cuarto libro que se llama “entre galeses e hibernenses”
La desvergonzada editora estafadora, sigue sin dar la cara.
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72
El ardid lo pusieron en práctica en seguida que Fomoré y Fergus bajaron del árbol. Bastó un breve diálogo para que todos asintieran sin más renuencia que un gesto de escepticismo en el rostro de Conall.
Amarraron los caballos entre sí y al carro, y los abandonaron sin preocupación ni mayor cuidado. Una clase rara y muy inquietante de corazonada les hizo alcanzar el convencimiento total de que los animales no escaparían y nadie llegaría con intención de robarles la carga del carro.
Como ninguna de las cuerdas que abrazaban los bultos era lo bastante larga, tuvieron que empalmar varias hasta conseguir formar entre los siete una fila que medía más de cien pasos. Y en el mismo instante que se hubieron desplegado, fue como si un dios bromista recompusiera todas las zonas y elementos del bosque que podían contemplar, pues cuando ya se habían distanciado entre sí y estaban alineados a lo largo del camino, ocurrió como si la espesura fuese un ser vivo dotado de inteligencia. La altísima y densa maleza se achaparró, los árboles se apresuraron a cambiar de lugar y la inclinación de sus troncos, los bejucos se desenmarañaron, las brumas que habían pesado sobre las cabezas de los siete se volvieron más tenues y los perfumes que fluían en oleadas hipnóticas se atenuaron.
El lago se desveló de repente, accesible y espléndido, con sus orillas cubiertas de flores en abundancia desconocida, con sus colores vibrantes y el brillo celeste reflejado en el espejo del agua, que hacía parecer por contraste que todas las sombras del mundo se concentraran en el peñasco negro emergido en medio.
Se acercaron lentamente a la orilla, sobrecogidos por la belleza sobrenatural, la inminencia del encuentro que tanto esperaban y el miedo que no podían evitar sentir. Se trataba de un paisaje tan deslumbrante, que no parecía real.
-Es mucha la distancia que nos separa de la isla –lamentó Conall-. ¿Cómo vamos a cruzar?
-Tendremos que procurarnos una balsa –dijo Fergus.
-Eso nos llevaría demasiado tiempo –discrepó Divea-. Para construir una balsa lo bastante sólida como para que nos sostenga con seguridad a los siete, habría que trabajar varios días y cortar árboles que no tenemos ningún derecho a matar.
-Creo que va a mandar por nosotros –dijo Brigit.
-¿Lo crees o estás segura? –preguntó Divea.
Forzada por las circunstancias, la sibila agoraba cada vez más abiertamente, y nadie mostraba extrañeza ni rechazo.
-No lo sé –la expresión de Brigit denotaba sus titubeos-. Me llegan en oleadas sensaciones demasiado contradictorias. Me parece que ella está perpleja, porque hace muchísimos años que nadie conseguía superar las barreras, y muy pocos habían llegado hasta ahora a ver personalmente este lago. Hemos llamado su atención y le producimos mucha curiosidad, pero no por eso deja de sentir rabia y un rencor ácido contra todos nosotros. Nos ve como invasores intolerables. Mas a pesar de todo, en buena medida representamos para ella un reto que le divierte.
-Habrá que usar el ingenio –sugirió Divea.
-¡Mirad! –alertó Dagda-. Vienen a buscarnos.
Llegaba despacio, pero el barquero remaba con dirección al punto donde ellos esperaban sin ninguna duda. Antes de estar lo bastante cerca para ver su rostro, les alcanzó una nueva oleada de aromas. Algo, tal vez un pebetero, ardía en la barca esparciendo un humo casi blanco que diseminaba perfumes variados con una intensidad mayor que las flores alucinantes del bosque. Divea tomó una determinación, pero trató de no pensar en ella ni decírselo a los demás, por si la poderosa Morgana era capaz de escucharles.
Llegado a la orilla justo donde esperaban, el barquero se dio la vuelta y pudieron ver su rostro. En realidad, su ausencia de rostro. Era un hombre, sin duda, pero algo, un ácido tal vez, había borrado y cauterizado todos los rasgos a excepción de una abertura donde debía encontrarse la boca. Bajo el manto oscuro que le cubría, cuanto podían ver de de la cara era una masa informe de cicatrices horrendas. Aparentaba no tener ojos y que, por lo tanto, no podía verles y, sin embargo, había girado la cabeza hacia ellos. Su voz sonó como un graznido:
-Veo que anheláis con fervor llegar al reino de Mordred. Decidme; ¿por qué habría de llevaros yo?
No esperaban la pregunta ni conocían el nombre de Mordred. Divea sintió el impulso de discrepar, diciéndole que en modo alguno deseaban llegar a tal reino, pues donde pretendían ir era al de Morgana. Pero comprendió a tiempo que no era ésa la respuesta que el barquero debía recibir. ¿Pero cuál era?
Se estrujó los sesos unos instantes. Por suerte, los otro seis callaban a la espera de sus palabras, pues presentían que una frase indebida o algo demasiado desviado de la respuesta-talismán les privaría del privilegio de viajar en la barca. Con un hombre verdaderamente sin rostro no había lisonjas que pudieran valer. La futura druidesa sospechaba que una frase que reflejase sometimiento a él o a su ama tampoco valdría. Ni otra que fuese demasiado arrogante o presuntuosa. ¿Qué podía responder que mantuviera a flote la dignidad de visitantes y anfitriona, y que no pudiera causar enojo? Se le ocurrió a cruzar su mirada con la de Brigit:
-Habrías de llevarnos porque el poder de un rey se demuestra en su generosidad más que en las batallas. Venimos de un país muy lejano y merecemos la hospitalidad de un rey magnánimo.
-Subid, pero no me llenéis la cabeza de palabras, o confundiré la ruta.
Aceptaron la invitación al instante, como si temieran que pudiera desdecirse. En cuanto estuvieron todos a bordo y la barca comenzó la travesía, Divea puso en práctica la determinación adoptada cuando sintió los aromas al acercarse el barquero. Cogió el rico pebetero de metal dorado y lo echó al agua. Esperaba que eso les ayudase a conservar la plenitud de sus sentidos, confiando que el barquero no pudiera darse cuenta al carecer de nariz que percibiera el perfume.
-Si la druidesa Morgana tiene quinientos años –susurró Nuadú al oído de Divea-, ¿cuál será su aspecto?
-Suponiendo que se trata de un privilegio otorgado por la diosa, su aspecto sería el mismo que cuando se lo concedió. Dicen que Morgana es muy bella.
-Pero es imposible que haya vivido cinco siglos –discrepó Fergus.
Hablaban en murmullos para no llenar la cabeza del barquero de palabras.
-Los cristianos –comentó Conall- creen que muchos héroes de su pasado, que ellos llaman patriarcas, vivieron más de novecientos años.
-Sí –afirmó Divea-. Según Galaaz, en todas las tradiciones del mundo hay leyendas sobre vidas de duración imposible. Yo considero que también es imposible que Morgana haya vivido quinientos años, pero sin embargo, creo que existe. Es una certeza que no puedo explicar.
-Existe, y tratará de impedirnos abandonar su isla –dijo Brigit con tono rasgado.






73
Si negro era el peñasco visto desde la orilla del lago, al acercarse parecía un pozo sin fondo, una especie de agujero profundamente negro que se precipitara hacia los mundos tenebrosos de las profundidades infernales. Daba la impresión hasta de que absorbiese la luz, pues ninguna de las aristas y relieves reflejaba la menor luminosidad, ni la del espejo del agua ni la del resplandor del cielo.
El barquero sin rostro saltó a tierra y amarró la barca a un noray de cristal, apenas distinguible en el profundo negro general del atracadero.
-Éste es el reino de Mordred –dijo, señalando un punto del negro insondable que tenían enfrente, igual que una ensoñación terrorífica.
-¿Y qué debemos hacer? –preguntó Divea.
-Entrar –respondió lacónicamente el barquero.
Aunque no era capaz de distinguir diferencia ni matiz alguno en la negritud envolvente, Divea dio un resuelto paso en la dirección que el hombre sin rostro señalaba. Los demás la imitaron. Un segundo paso les proporcionó la sensación de que en la negrura hubiera un punto algo menos oscuro. Al tercer paso, pudieron distinguir el umbral. No era más que un ligerísimo matiz de negro, pero se trataba de la silueta de un arco bien perfilada. En cuanto se convenció de que era una puerta, Divea avanzó hacia ella y ya sí consiguió ver que dentro, aunque muy lejos, había luz y una escalera descendente.
Todos echaron a andar tras ella y al instante, descubrieron con un sentimiento de horror más allá del umbral a otros hombres sin rostro, sustituida la cara por cicatrices tan horrendas como las del barquero, que los mantos con que se cubrían la cabeza ocultaban tan sólo a medias. No había a la vista ningún hombre que poseyera su fisonomía normal y se notaba por las cicatrices, tan abundantes y tan distintas en cada caso, que su monstruosidad era provocada y no producto de la Naturaleza. Superadas las dudas porque no veían qué otra cosa podían hacer, comenzaron a descender la ancha escalera de caracol. De peldaño en peldaño, la luz aumentaba un poco. A la segunda revuelta completa, la iluminación procedente de abajo les permitía ver con claridad las características de la construcción y los hombres apoyados en la pared circular cada tres escalones. Llegados a una estancia, Fomoré murmuró:
-Hemos bajado cuarenta y nueve peldaños. Siete veces siete. No lo olvidéis.
La sala donde se encontraban era un espacio amplio y desnudo, sin muebles ni decoración sobre las paredes, el suelo ni el techo, todo construido a base de sillares de piedra muy bien cortada y exactamente iguales. Alineados junto a las cuatro paredes, casi hombro con hombro, más hombres sin rostro.
-Debéis acercaros más –ordenó una voz femenina.
Más que una voz solamente, sonó igual que un coro con varios registros. Como si recibieran una orden, se retiraron dos de los hombres de un punto de la pared del fondo y vieron los siete que más allá había una puerta que dejaba vislumbrar una luz muy intensa al fondo de un largo pasillo. Echaron a andar por él y cuando salieron a un salón enorme y muy fuertemente iluminado, Fomoré murmuró:
-Cuarenta y nueve pasos, siete veces siete. No lo olvidéis.
Resultaba difícil aceptar que se encontraran bajo tierra. Más bien, bajo el agua, porque la distancia recorrida desde el pie de la escalera era muy superior a la anchura perceptible en el exterior del islote. Por lo tanto, la sala inmensa a donde habían llegado tenía que haber sido excavada en el fondo del lago. Había varias mujeres en torno a una especie de templete central; mujeres de varias edades, pero todas ricamente ataviadas y hermosas. Por contraste, los hombres sin rostro alineados junto a las paredes resultaban tétricos y no sólo por su carencia de facciones; también la ropa y el conjunto de sus figuras parecían el envés de una realidad donde la cara luminosa la componían las mujeres y sus atuendos. Nadie prestó atención a los recién llegados.
Al acercarse al templete, descubrieron en el centro algo estremecedor. Las siete columnas, de un hermoso alabastro traslúcido, sostenían un domo revestido en su interior de conchas de nácar. El conjunto había sido construido en torno a un monolito de piedra gris apenas desbastada, muy semejante a los miles que habían visto en el país de las piedras clavadas. En el pináculo del monolito, se alzaba un trono de jade profusamente labrado con toda clase de símbolos celtas; espirales, madejas en cruces gamadas, círculos y ondas, estrellas triespirales y flores de siete pétalos junto a muchas figuras de animales y personas. Alrededor, a los pies del fastuoso sillón, una gruesa guirnalda natural confeccionada con muérdago, nanúnculos, rosas arvensis y rododendros. Sentado en el trono, el esqueleto de un hombre del que sólo podían ver la calavera pues, a excepción de donde una vez hubiera un rostro, la totalidad del cuerpo estaba revestida de una armadura de oro bruñido. El yelmo, también de oro, tenía incrustaciones de perlas y piedras preciosas en la visera levantada, y se remataba con un voluminoso airón de plumas rojas que caía en cascada sobre el hombro izquierdo.
-¿Por qué venís a interrumpir nuestros quehaceres?
Era el mismo sonido que les había ordenado acercarse cuando aún se encontraban en la estancia anterior. Una combinación de tres voces hablando en perfecta sincronía, sin la menor disonancia.
Oírlas les hizo reparar en que había tres mujeres sentadas delante del monolito; hasta ese instante habían permanecido medio ocultas por las numerosas cortesanas que las rodeaban, las cuales fueron abriendo un claro. Ocupaban tres sillones iguales de alabastro muy decorado, situados a igual altura e iguales en importancia y lujo. La del centro tendría unos sesenta años; a su derecha, otra que contaría entre treinta y cuarenta y a su izquierda, una muchacha aproximadamente de la edad de Divea. Las tres eran hermosas y sus rasgos hacían suponer que pudieran ser abuela, madre e hija. Sus vestimentas parecían demasiado anticuadas, pero eran riquísimas; ninguno de los siete había contemplado jamás, juntas, tantas alhajas, brocados y recamados de plata y gemas. La profusión de oro, perlas, rubíes y topacios producía la impresión de que no podrían moverse apenas, paralizadas por el peso.
Divea extrajo el disco grande de piedra de Galaaz y el pequeño de jade, regalo de Partholon, y situó ambos ante su pecho.
-Mi nombre es Divea y vengo de Hispania, en mi viaje de iniciación, pues se me ha exigido que alcance la consagración de druidesa para el gobierno y el amparo de mi clan; también he recibido el mandato de llevarles noticias de los clanes de Galia, Anglia e Hibernia. Éste es Conall, que también viaja en busca del saber, la música y la poesía para su iniciación de bardo. Los otros cinco son acompañantes que han llegada hasta aquí por amistad y afecto, movidos por el deseo de protegernos.
-¿Y cómo tienes el descaro de turbar nuestra paz?
Era un reproche, pero no detectaron enojo en las tres voces. Divea tocó los tres objetos de identificación, que tenía dispuestos para mostrárselos a la druidesa en cuanto la llevasen a su presencia. Respondió:
-Se me ha ordenado que contemple y me bañe en la luz inmensa e incomparable del saber de Morgana, la druidesa más sabia de toda la historia celta.
Las tres mujeres callaron, con expresión indescifrable. A los siete les dio la impresión de que Divea se había expresado de un modo que ellas no esperaban.
-¿Tendréis la bondad de decirme dónde puedo hallar a Morgana?
-Éste es el reino de Mordred –afirmaron las tres mujeres, hurañas pero no iracundas.
A Fomoré se le iluminó la memoria de repente. Hasta ese momento, a pesar de asaltarle muchas veces un vago recuerdo inaprensible, no había sido capaz de recordar a quién pertenecía el nombre pronunciado por el barquero. Pero su mente rasgó el velo de pronto, como un rayo. Situado a espaldas de Divea, muy cerca puesto que los siete permanecían apiñados, susurró a su oído:
-Mordred es el hijo incestuoso que Morgana parió, preñada por su hermano Arturo, que lo repudió horrorizado al descubrir que lo habían embrujado por el influjo de un elixir, gracias a cuyo efecto había yacido con su propia hermana. El muchacho murió en una batalla. Tiene que ser ése de ahí.
Señalón con el mentón el esqueleto vestido con coraza de oro, que Divea contempló ahora con una mirada nueva. Continuó Formoré murmurando a su oído:
-Te recuerdo que Arturo fue un rey celta, protegido del gran druida Merlín, que, sin embargo, y sin dejar de ser celta y aun respetando todos los signos, conocimientos y símbolos de nuestra cultura, renegó de nuestros dioses. En el nementone de su reino, que él y sus camaradas llamaban “tabla redonda”, organizó una expedición de caballeros para ir en busca de un objeto mítico del dios de los cristianos. Objeto que jamás hallaron. Arturo fue muy desgraciado como castigo a su apostasía y, sobre todo, a sus dudas e incoherencia. Desesperado por el horror de haber preñado a su hermana, tampoco fue capaz de hacer feliz a la mujer que amaba, Ginebra, que le traicionó con el mejor de sus amigos, Lanzarote, el paladín que más amaba Arturo. Merlín, un druida galés con gravísimas responsabilidades, continuó sin embargo amando y sirviendo a su rey a pesar del furor de Dana, Lugh y todos nuestros dioses. Por lo tanto, la única de esa familia que siempre permaneció fiel a sí misma y a su cultura fue Morgana.
Aunque creía que las tres mujeres no podían oírle, Fomoré notó que sonreían. Entonces, Divea cayó en la cuenta de que no habían hecho ni dicho nada mientras él le susurraba esa historia, como si aguardasen el final. Aún callaron durante una pausa prolongada en que el silencio paralizó la escena. Todas las cortesanas se quedaron inmóviles y los escalofriantes hombres a quienes les habían robado el rostro parecían haberse convertido en estatuas. Mientras, las dos más jóvenes de las tres miraban muy apreciativamente a Fomoré, sobre todo la que parecía tener la edad de Divea, que se relamió los labios sin disimulo.
-Lástima que un hombre tan prodigiosamente hermoso y tan sabio haya de perder su identidad –dijeron las tres-, aunque su semilla nos convendrá.
Brigit y Divea comprendieron al instante lo que esa frase significaba. Miraron horrorizadas alrededor, hacia las paredes donde se apoyaban los hombres sin rostro.

74
Un poco después que Brigit y Divea, los tres hombres cayeron también en la cuenta del significado de la espantosa frase. Desde que abordaron la barca, no habían visto a ningún varón que conservase los rasgos de su rostro, y eso no podía tener otra explicación que un mandato ex profeso de la poderosa y terrible mujer que gobernaba el reino, Morgana, que plasmaba de ese modo alguna clase de rencor o fobia hacia los hombres. La venganza más cruel y más carente de sentido que cualquiera de ellos hubiera oído mencionar jamás. Pero ¿dónde estaría esa druidesa eterna? Permanecía oculta sin duda, observándoles, acechándoles. Era inimaginable el alcance de sus propósitos sobre los siete, independientemente del terrible designio que revelaba la declaración de las tres mujeres sobre el destino de Fomoré. La enorme sala no mostraba más salida que el largo pasillo por donde habían entrado. Ni ventanas que pudieran dar a otras estancias ni troneras para que entrase el aire. Tampoco consiguieron imaginar de dónde procedía la luz a tanta profundidad, puesto que no había hogueras ni antorchas. El método de vigilancia de Morgana no podían imaginarlo, puesto que la sala parecía haber sido vaciada en la roca viva.
Comprendieron simultáneamente que la enorme estancia era una ratonera de la que no saldrían jamás. Aún consciente de esa realidad tan innegable, Divea decidió no conformarse. Los cuatro druidas habían insistido mucho en que tenía que desarrollar y utilizar su ingenio; a pesar de que no creía que el suyo fuera sobresaliente, procuró tratar de servirse de él.
-Veo que sois tres y una sola- aventuró.
Realmente, aunque la había pronunciado ella misma, no creía que la frase tuviera mucho sentido, pero sin embargo, a los rostros de las tres mujeres afloró un levísimo gesto de sorpresa. Parecieron inspirar al unísono, como si tuvieran que digerir una novedad fuera de todo pronóstico.
-¿Conoces la historia de la princesa Joanna? –preguntaron.
Divea meditó un instante y respondió:
-Creo que sí, pero no me parece que sea una historia. Creo que es una leyenda que cuentan los celtas galeses.
-Así es. La cuentan los galeses, paisanos de algunos de nuestros antepasados, pero no es una leyenda. Es una historia real.
-La sabiduría que demostráis –dijo Divea, intentando no parecer lisonjera-, hace que dude de mi propia memoria, pero aunque creo en el poder imbatible de los dioses, me cuesta imaginar que a Joanna le pasara en realidad lo que cuentan. Porque si esa princesa que, por discrepar del destino que su padre, el rey, le asignaba, huyó al gran bosque cercano, hubiera tropezado con tan graves peligros, no habría conseguido vencer a la reina del bosque.
-¿Recuerdas cuáles eran los peligros?
-Sí –afirmó Divea después de un ligero recuento de su memoria-. Eran tres. Pero me parece que, en el fondo, eran uno solo: la determinación de la reina de que no rescatase a su amor sino todo lo contrario, que la princesa se convirtiera también en su prisionera.
-Dices bien. ¿Cómo te llamas, aprendiza de druidesa?
-Divea.
-Quien así te denominó, conocía muy a fondo el panteón de dioses, ninfas y espíritus celtas. Nuestra memoria es flaca, Divea. Relátanos la historia de Joanna con todos sus detalles.
Divea se aclaró la voz para darse tiempo de rememorar la leyenda que, en forma de canción, había escuchado varias veces de labios del bardo Tito. Cuando consideró que recordaba los detalles principales, relató:
-Joanna era la más hermosa de las princesas y vivía en un castillo a la orilla de un gran bosque que tenía fama de ser muy peligroso. Para protegerla, su padre, el rey, la sometía a un encierro severo donde ella se sentía prisionera. Un día descubrió una tronera en la cerca del palacio y huyó deprisa, procurando que los guardianes del rey no pudieran perseguirla. Para que no la encontrasen, desechó el campo abierto y se refugió en el bosque. Corrió durante muchas horas hasta que el cansancio la obligó a echarse en uno de los prados más hermosos que había contemplado jamás, iluminado por un dorado rayo de sol que se colaba entre las densas copas de los árboles. Recostada sobre la hierba, arrancó unas pocas de las bellísimas flores que crecían alrededor y en ese instante oyó un ruido que le produjo miedo. Un apuesto joven se deslizó por el tronco de un árbol cercano y le dijo: “Milady, siento tener que exigiros que abandonéis ahora mismo este lugar”. Ella, altanera, repuso que era la hija del rey y no aceptaba órdenes de nadie. Él arguyó que el poder del rey no alcanzaba al bosque; él servía a un hada que sí que era la verdadera reina del lugar y él tenía el mandato de expulsar a los intrusos. “Mi nombre es Tam, y estoy obligado a apresaros por vuestra osadía, pero no lo haré. Sólo os acompañaré hasta la linde del bosque para que salgáis sin tropiezos” Ella agradeció el favor y le propuso que la visitase en palacio, para que su padre le premiase. “Es imposible, milady; yo estoy condenado y sólo un milagro podría darme la libertad”. Joanna se había prendado de la belleza del joven y por ello rogó; “Decidme cómo podría liberaros”. “Es imposible, milady; de niño, invadí este bosque por mi mala cabeza y fui hecho prisionero como podría apresaros yo ahora. Me criaron los servidores de la reina y estoy sometido a un embrujo que me haría morir si saliera del bosque. Pero existe un medio de encontrar la libertad gracias al amor de una dama, si ella fuese lo bastante valerosa y consiguiera superar los tres horrores, que son el horror del poder demoníaco de la reina del bosque”. “¿Qué habría de hacer esa dama?”. “En primer lugar, amarme sobre todas las cosas”. Joanna halló que Tam era tan hermoso, que nunca sería capaz de amar a otro y, por ello, respondió: “Confiad en mi corazón, Tam”. “Lo haré, milady –repuso Tam con una sonrisa-. Pronto caerá la noche y la reina saldrá a recorrer su reino hasta el amanecer, cuando celebrará el solsticio. Vos debéis acechar con mucha atención, para que no os confundan las visiones; ella pasará rodeada del boato de sus cortesanos; a continuación, marcharán los monstruos indescriptibles de su guardia; por último, marcharemos los prisioneros sometidos a su voluntad. Yo cabalgaré al frente de éstos. Me reconoceréis por esa cinta vuestra, que ruego que me obsequiéis y que me anudaré en torno a la frente. Si vuestra valerosidad es tan grande como decís, tendréis que atreveros a tomar las riendas de mi caballo para que, frenando en seco, me haga volar hacia el suelo. Para que surta efecto, debo caer entre vuestros brazos y, sin soltarme ni apartarme ni apartaros de mí, vos debéis resistir sin desmayo los tres horrores que os asaltarán. Mientras tanto, no podréis gritar, ni siquiera despegar vuestros labios. ¿Estáis dispuesta?”. Joanna asintió. “Bien –dijo Tam con una triste sonrisa no muy esperanzada-. Ahora oigo ya la voz de mi reina que me reclama y me obliga a sumarme a su horrendo cortejo. Vos tendréis que ocultaros tras aquellas zarzas, y aguardar”. Mas Joanna sentía gran cansancio y casi se adormeció por el tedio de la espera, aunque, por fortuna, fue despertada por un ruido semejante al de la hojarasca arrastrada por la tormenta. Vio llegar una figura deslumbrante, que resaltaba a pesar de la oscuridad. Era la reina del bosque, con sus ojos refulgiendo como los de un gato. Iba escoltada por un grupo muy numeroso de gente vestida con ropajes brillantes, aunque no tanto como los suyos, todos a caballo, cuyos cascos no producían ni el más leve sonido. Pasaron de largo y pareció que todo había terminado, pero entonces vio llegar un segundo cortejo, compuesto de seres con formas muy diversas pero todos recubiertos de pesadas armaduras. Lo terrorífico era que brotaban fantasmales y brillantísimas luces verdes de sus ojos. Portaban la mayor y más terrible colección de armas que había visto jamás, cuyo brillo espectral producía escalofríos. Pasaron de largo y de nuevo se produjo un silencio total en la oscuridad más densa que podía imaginarse. Joanna consideró que ahora sí que todo había terminado. Sin embargo, poco a poco comenzó a oír un rumor de cabalgada y por lo tanto le pareció que ahora sí que se trataba de seres de carne y hueso. Surgió para sus ojos el cortejo; todos los hombres iban con el rostro descubierto y vio en seguida, al frente, a Tam con su cinta anudada en torno a la cabeza. Él no la miró ni pareció capaz de notar su presencia, pero ella se acercó al caballo de un salto y, consumada caballista al fin, le hizo frenar en seco. Tal como él le había dicho, el parón repentino hizo volar al jinete, que cayó entre sus brazos. Él era como un muñeco sin vida y, a pesar de ello, notaba en el fondo de sus ojos una chispa de reconocimiento. En ese instante, comenzó a soplar un viento terrible que los zarandeó a los dos, entre truenos y relámpagos. Entre una nube alborotada de hojarasca, paja y arena, apareció la reina en su caballo riendo como el peor de los horrores. Mas ni el viento ni el temor a la reina consiguieron que Joanna soltara el cuerpo de Tam. El viento cesó y cuando la princesa creyó que el horror había acabado, se dio cuenta de que Tam había desaparecido y lo que abrazaba era un monstruo viscoso, a medias serpiente y a medias, lagarto. Sintió repugnancia mortal, pero tampoco eso bastó para que aflojase. En el momento que su mente le dijo que nada de lo que veía era verdad y que sus brazos continuaban abrazando a Tam, el monstruo se esfumó, apareciendo en su lugar un trozo de lava volcánica ardiendo, una especie de gigantesco carbón encendido que abrasaba su piel. Sintió ganas de gritar y apartarse de un salto, pero su mente fue más poderosa y aguantó el urente contacto del ascua. Sin embargo, se echó a llorar a causa del dolor y sus lágrimas brotaron tan copiosas que, cayendo sobra la lava, la enfrió. En ese momento, oyó un grito capaz de paralizar su corazón. De nuevo era el cuerpo de Tam lo que abrazaba y el grito lo profería la reina del bosque; desde el lomo de un caballo negro medio encabritado, les dijo: “Habéis logrado vencerme por la fuerza del amor de una mujer humana. Mi deseo de venganza es terrible, pero huid deprisa, lejos de aquí. Mi ira arderá mucho tiempo y tal vez nos encontremos de nuevo, pero ahora me habéis vencido y debo permitiros marchar”. Llegados a palacio, el rey se alegró de tal modo por recuperar a su hija, que perdonó su abandono, y en agradecimiento por el favor de Tam al no apresarla para la reina del bosque, le concedió su mano y vivieron felices para siempre.
Las tres mujeres asintieron, pero con expresión severa.
-Tu relato ha descuidado varios matices –dijeron-, pero lo has contado bien en general y vemos que comprendes la paradoja de que tres peligros sean el mismo peligro y que, por consiguiente, comprendes el significado de la trinidad.
Fue en ese momento cuando la verdad se tornó diáfana en la mente de Divea.
-Comprendo.
-¿Comprendes? –preguntaron las tres voces.
Divea se limitó a asentir. Había comprendido pero era la suya una comprensión zarandeada por una vorágine de dudas. Mientras, le dominaba un sentimiento vago de ser observada desde algún punto que no conseguía localizar, igual que le había ocurrido ya varias veces en los bosques cuando su grupo era vigilado por los servidores de los druidas. Por si acaso, y respondiendo a un impulso completamente irracional, puesto que no había un druida a la vista ni, mucho menos, había sido llevada ante la eterna Morgana, extrajo de su ropa la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el aro de bronce, y según los mostraba fue pronunciando las tres frases rituales.
Las tres mujeres sonrieron, ahora parecía que de verdad.
Como un rayo, cayó sobre la mente de Divea la convicción que no iban a llevarla a otra estancia a hablar con la druidesa eterna y que el templete, aunque de piedras raras y muy ornamentadas y a pesar de no encontrarse al aire libre en un bosque, era en realidad un nementone.
-Bien –dijeron las tres mujeres al unísono-, si has venido aquí en busca del saber de Morgana, debemos discutir si lo mereces, pero sólo porque te muestras dispuesta a asimilarlo; si hubiéramos descubierto tu incapacidad, habríais sido arrojados al abismo. Sentaos los siete en aquel rincón, y esperad nuestro veredicto.











75
-No he comprendido nada –dijo Conall.
Esperaban sentados en unos troncos que, a modo de taburetes, les habían ofrecido los hombres sin rostro, y se hallaban en el rincón más alejado del templete del esqueleto con armadura de oro.
-Porque no lo has intentado –repuso Divea con tono de reproche-. Debes esforzarte más, Conall, porque si tuviésemos la fortuna de salir de aquí con bien, nuestro viaje se acerca al final. Y nunca dejes de tener presente que el bardo Tito es casi tan anciano como mi bisabuelo. Ni a Tito ni a Galaaz les queda mucho tiempo.
-Yo tampoco he comprendido –era el gálata quien lo declaraba.
-Pero en ti la incomprensión no tiene la misma importancia, Fergus. Conall está preparándose para profesar de bardo. Por ello, tiene obligaciones, y hasta los genios sudan para conseguir sus metas.
-Nosotras somos sacerdotisas –arguyó Nuadú señalándose y señalando a Dagda-, y tampoco hemos comprendido. ¿No puedes aclarárnoslo?
La futura druida suspiró hondo antes de responder:
-Morgana tiene y no tiene quinientos años.
-¿Qué quieres decir? –preguntó Fergus.
Conall no se atrevió a pronunciar la misma interrogación. Sabía que había enrojecido a causa de los reproches de Divea, pero lo peor era su incapacidad de aclarar para su pensamiento las crecientes contradicciones de su pecho.
-No vamos a ser llevados ante la presencia de la Morgana que vivió hace quinientos años –aclaró Divea-, porque no existe. La druidesa eterna no es un cuerpo que no muere, sino una institución, de ahí que haya nacido la leyenda de la eternidad. Es la condición de druidesa lo que ha permanecido inalterable todo este tiempo, y la heredan de madres a hijas. Las tres mujeres sentadas en lo que es realidad una clase diferente de nementone, desconocida para nosotros, y ante el monumento más extravagante al amor de madre que he visto jamás, son abuela, madre e hija, descendientes directas las tres de Morgana. Supongo que forman una trinidad para que el saber de la Morgana primitiva se transmita sin vacilaciones ni errores. Entre las tres, al unísono, aseguran la preservación del legado de la gran druidesa.
-Pero no sólo muestran saber… -murmuró Fomoré con la cabeza agachada por temor a que alguien pudiera leer sus labios de lejos.
-¿Estás pensando lo mismo que yo, Fomoré? –musitó Divea casi sin mover un músculo de la cara.
-Creo que sí. Éste es un lugar real, podemos tocar la piedra, que es fría y dura como corresponde a la piedra. Pero todo parece irreal, empezando por las dificultades sostenidas e incomprensibles de encontrar el lago y siguiendo por la negrura casi sobrenatural de la roca bajo la que estamos ahora. Llevo muchos años obsesionado con la necesidad de encontrar explicación a las cosas que, en apariencia, no la tienen, y creo que cuanto aquí ocurre podría tener una explicación sencilla. O, mejor dicho, dos. Los celtas, al contrario que otros pueblos, vivimos en contacto con los misterios de la Naturaleza, que está repleta de arcanos a los que los hombres han ido encontrando poco a poco explicación a lo largo de los siglos, y así tendrá que continuar siendo en el futuro hasta que todo sea desvelado, porque es incomparablemente más lo que ignoramos que lo que sabemos. No obstante, fuimos casi siempre nosotros los primeros en desentrañar los misterios que, hasta ahora, han hallado solución. Pero pudiera ser que algún celta hubiera llegado aún más allá de lo que sabemos y se lo haya callado. Si así fuera, todo lo que ocurre aquí quedaría aclarado. Mi primera explicación es que este encierro de tantos años puede producir y seguramente habrá producido locura; la segunda, que Morgana y sus sucesoras hayan descubierto efectos y facultades en la materia que los demás no conocemos todavía. Combinando la locura con los conocimientos ignorados, todo lo que nos ha ocurrido en ese bosque de ahí fuera y cuanto ocurre aquí podría ser explicado y resultar de lo más lógico.
Divea apretó un poco los labios. Coincidía con Fomoré en el sentido general de su idea, pero discrepaba de su escepticismo. Aunque todos los misterios pudieran hallar explicación algún día, ella opinaba que los hombres necesitarían de todos modos mantener viva su capacidad de maravillarse y creer en la magia de la sobrenaturalidad inaprensible.
-¿Quién estaría preso de esa locura que dices? –preguntó Conall a Fomoré.
-Todos. Y esas tres mujeres que Divea considera descendientes directas de Morgana, las primeras.
-Entonces, estamos perdidos –opinó Conall.
-No lo estaremos –aseguró Divea-, si usamos nuestro ingenio. Oíd lo que haremos.



76
Fueron llamados de nuevo a la presencia de las tres mujeres sentadas ante el monolito del nementone. Aunque todo permaneciese igual, casi todo había cambiado. Las cortesanas que, a su llegada, cotorreaban y deambulaban sin orden alrededor del templete, ahora habían formado un círculo perfecto y Fomoré pudo contar que totalizaban cuarenta y nueve. Habían sacado de algún sitio gran cantidad de muérdago para colgarlo en las siete columnas. Por último, los hombres sin rostro, alineados a lo largo de las cuatro paredes, se habían sentado en el suelo en los mismos lugares, con las cabezas reclinadas sobre sus rodillas y las espaldas apoyadas en la piedra.
Las tres mujeres dijeron al unísono:
-Divea, vuelve a mostrarnos los tres símbolos claves y recítanos de nuevo las plegarias.
La futura druidesa extrajo la cruz celta que representaba el árbol como marca de Karnun, el cascabel que refrenaba con su tintineo los impulsos belicosos de Ogmios y el anillo de bronce con una figurilla de hombre que apoyaba manos y pies en el aro que simbolizaba la obra de los dioses. Al mismo tiempo, fue recitando las tres frases muy cerca de los tres asientos para que sólo ellas pudieran escucharla.
Al finalizar, las tres movieron la cabeza con aprobación.
-Hemos decidido otorgarte el saber que has venido a buscar, con la condición de que nunca olvides que te costaría la vida repetir para otros oídos un solo dato de los que vas a conocer ahora. ¿Estás segura de desear correr el riesgo?
Divea asintió.
-¿Estás segura de que tus labios permanecerán sellados por toda la eternidad?
Divea volvió a asentir.
-Que todos los presentes ensordezcan –ordenaron las tres.
En el primer instante de incomprensión del grupo de Divea, nada ni nadie se movió, ni ocurrió cualquier cosa que pudiera corresponderse con la extraña orden. Pero unos momentos más tarde, apareció por el túnel de la entrada una fila de muchachas de edades comprendidas entre los diez y los quince años, todas ataviadas con túnicas blancas que sólo les llegaban a la rodilla, y coronadas de hermosas flores recién cortadas. Todas portaban pequeñas bandejas de plata. Fomoré las contó; cuarenta y nueve.
A excepción de los hombres sin rostro, fueron acercándose uno a uno a todos los presentes para introducir en sus oídos las bolas de cera que portaban en las bandejitas. A todos, menos a Divea. Por consiguiente, ninguno de los seis acompañantes pudo oír ni el más leve sonido de cuanto ocurrió a continuación.
De modo que les parecía que ocurriesen en una ensoñación y no en la realidad el movimiento de los labios de las tres mujeres y los ademanes de Divea. La mayor de las tres era la que más hablaba y parecía que ahora no lo hicieran nunca al unísono, porque a largas parrafadas de la abuela seguían frases más cortas dichas a dúo por madre e hija, como si pronunciasen jaculatorias que redondearan el discurso central de la abuela. Al mismo tiempo, y siguiendo la misma cadencia de las palabras que no podían oír, Divea se arrodillaba en el suelo, se volvía a poner de pie, a continuación se tendía boca abajo y se alzaba prestamente para quedar, de nuevo, de rodillas. Fomoré creyó contemplar una representación teatral de la locura de las tres descendientes de Morgana. Fergus siguió todas las evoluciones con fervor, convencido de presenciar la más hermética de las ceremonias en honor de los dioses. Brigit trataba desesperadamente de leer los labios de la abuela, pues con los oídos sentía que le hubieran taponado las demás facultades. Naudú y Dagda mantuvieron todo el tiempo la cabeza inclinada sobre el pecho, en señal de respeto y veneración. Con mayor desesperación que Brigit, Conall intentaba descifrar alguna frase que pudiera servirle para el futuro que se había marcado.
Transcurrido un tiempo que a todos les pareció exagerado, vieron que las tres mujeres daban una palmada simultánea que puso en movimiento, de nuevo, al cortejo de las cuarenta y nueve muchachas. Desfilaron otra vez entre las cortesanas y los seis compañeros de Divea, y fueron extrayéndoles las bolas de cera.
-Ahora –dijeron las tres a coro-, recibe este presente que deberás guardar el resto de tu vida.
La abuela depositó en las manos de Divea un pectoral de oro grabado profusamente con círculos y grecas celtas.
-A cambio, entréganos ese torques que luces.
Divea dudó unos instantes. El torques de plata maciza que le había regalado Goigniu era el objeto más bello y valioso que hubiera poseído jamás. Según las costumbres celtas, constituiría una ofensa muy grave contra el generoso druida dar a otro lo que él le había obsequiado. Por lo tanto, posó la mano sobre su cuello abarcando la parte más ancha del collar e inclinó la cabeza.
-Niña, no me hagas perder la paciencia –dijo la abuela, hablando sola-. Dame de una vez el torques.
Como respuesta, Divea le tendió la mano izquierda con el pectoral de oro, intentando que lo volviera a coger. Sentía desgarro interior, porque también el rechazo de un regalo era una ofensa, pero ocurrió lo más inesperado. La abuela sonrió, aunque muy levemente, antes de decir:
-Veo que eres humilde y respetuosa de la tradición. Y observo con gran complacencia y dicha que careces de ambición. Por lo tanto, puedes quedarte el torques de plata y también el pectoral de oro. Póntelo.
Divea se dio cuenta de que todo había terminado y ahora tenían que afrontar los siete el destino que ellas les hubieran asignado, y sospechaba que no sería el mismo para los siete; sobre todo, para los hombres. Tenía que comenzar a poner en práctica el plan.
-¿Puedo suplicaros, excelsa druidesa, un último favor?
Vislumbró enfado en los tres pares ojos, pero procuró permanecer serena.
-¿No crees que estás abusando de nuestra paciencia?
-Ruego que me perdonéis si así fuera. Pero es tan inmensa vuestra sabiduría, que no querría abandonar este maravilloso reino sin conocer de vuestros labios la explicación de un último enigma.
-La vida y el mundo están llenos de enigmas. ¿A cuál te refieres?
-Sólo podría preguntároslo arriba, en el embarcadero.
Las tres se miraron entre sí. Parecía ser bastante insólito que salieran al aire libre, por lo que Divea añadió:
-Los celtas nos hemos adelantado a los demás pueblos en el conocimiento físico de la materia porque nos hacemos preguntas y nos las respondemos desde el principio del tiempo bajo el amparo del firmamento, enfrentados a la Naturaleza. Vos sois la druidesa más sabia y longeva del mundo, por lo tanto no quiero ni imaginar siquiera que podáis temer al aire libre. Mi corazón no podría soportar la decepción.








77
Por si las tres poseyeran facultades telepáticas, Divea subió la escalera tras ellas tratando de no pensar más que en cuestiones materiales y visibles, en vez de los pasos que debían dar ella y los seis para materializar su plan de huida; cuando notaba que su mente se inclinaba hacia la resolución del problema, se afanaba en recitar mentalmente alguna de las ripiosas canciones del bardo Tito, mientras fijaba los en la brillante y riquísima ropa de las tres mujeres, el basto y pestilente tejido de las túnicas de los hombres sin rostro, la enormidad horripilante de las lanzas que portaban, el negro sin reflejos de la piedra según se acercaban al exterior, las sandalias de hilos de oro trenzados que calzaba la nieta, los zapatos de piel de armiño de la madre y las babuchas recubiertas de pedrería de la abuela.
Al reaparecer en el embarcadero, se encontraron con que iba a anochecer al poco rato. Divea trató angustiosamente de recordar la fecha, para determinar si tendrían Luna llena o, al menos, un creciente o un menguante que les ofreciera alguna luz para la huida, pero los esfuerzos de no revelar su pensamiento la habían bloqueado. Tal como pronosticara Brigit durante el conciliábulo con sus seis compañeros, las tres se situaron en línea. La abuela en el centro, a su derecha la madre y a la izquierda, la hija. Era la más joven, por consiguiente, la que se encontraba al borde del agua. Además de los seis compañeros del grupo, sólo habían subido con ellas dos hombres sin rostro que ni siquiera terminaron de salir al exterior, permaneciendo más allá del arco, en los dos primeros peldaños de la escalera como si hubiese fuera algo que no eran capaces de afrontar. El barquero continuaba encogido en la barca, con la cabeza agachada bajo el manto como si debiera protegerse del aire libre.
-¿Qué enigma es el que deseas aclarar, Divea? –las tres volvían a hablar a coro.
-Por qué la luz no escapa ni es reflejada por esta roca tan inmensamente negra, que sin duda debe de tratarse de uno de los secretos más importantes y ocultos del mundo. Pero antes de que me respondáis, quisiera que oigáis a la más prodigiosa de mis compañeras, Brigit. Habéis de saber que posee facultades que los dioses otorgan a muy pocos elegidos. Mientras aguardábamos el comienzo de vuestras enseñanzas, ella me expresó vaticinios sobre vosotras tres que me parecen veraces y que, tal vez, os gustaría oír.
Las tres se miraron entre sí con perplejidad y, luego, asintieron.
Brigit se aproximó a la madre con las palmas de las manos vueltas hacia ella. Hizo una genuflexión y, flexionada, sin alzar la cabeza, dijo:
-Tu sabiduría apenas tiene límites. Alcanza a cuanto existe sobre la tierra, bajo ella y en el aire. Cuanto ampara el firmamento te ha sido revelado. Pronto alcanzarás y hasta superarás la ciencia de tu madre. Pero hay algo que ignoras.
Las tres miraron a la sibila con enojo trufado de asombro.
-Sí, ignoras uno de los acontecimientos más trascendentales de tu vida futura.
La nueva pausa de Brigit pareció enfurecerlas de impaciencia.
-Yo afirmo que antes de dos solsticios de verano, habrás de ver nacer una hermosa niña de esta hija tuya. Antes de dos solsticios tendrás entre tus brazos a la más bella de las nietas.
La madre sonrió casi imperceptiblemente, pero en sus ojos había un fulgor de felicidad. Brigit se acercó a la abuela, de nuevo mostrándole las palmas de sus manos, y realizó una genuflexión aún más profunda. No alzó la mirada para decirle:
-Tu sabiduría es la mayor del mundo. Nadie existe entre los mortales que supere la dimensión inabarcable de tu ciencia. Nadie, salvo tu propia hija, que habrá de igualarte antes de siete solsticios de verano. Pero hay algo que ignoras.
La abuela no se dignó enfadarse siquiera; sonrió con suficiencia algo jactanciosa.
-Sí, ignoras uno de los acontecimientos más trascendentales de tu vida futura.
Ahora, la impaciencia de las tres estaba desprovista de furor.
-Yo afirmo que te verás agarrotada por la duda antes de tres solsticios de verano, porque tu nieta parirá un varón…
Los ojos de las tres se desorbitaron. Brigit continuó:
-Tu nieta parirá un hermoso varón, heredero de las gracias y la inteligencia de Mordred, y de la caballerosidad y arrogancia de Arturo. Como con tu sabiduría inmensa sabrás reconocer sus virtudes al instante, dudarás más de dos lunas junto a ese bisnieto como jamás has dudado.
-¿Y qué ocurrirá después de esas dos lunas? –preguntaron las tres a coro.
-La madre Dana me niega ese conocimiento. Por más que lo he intentado toda la tarde, no consigo ver vuestra actuación posterior.
Brigit volvió a inclinarse en reverencia ante la abuela y, a continuación, fue a dar un paso hacia su derecha para repetir la genuflexión ante la nieta. Pero por lo pulimentado del suelo y la humedad del relente, fingió resbalar y fue a chocar contra el cuerpo de la muchacha. Cayeron las dos en el agua. Brigit simuló no saber nadar y, por si acaso, tenía sujeta la ropa de la joven bajo el agua, de manera que tampoco ella pudiera hacerlo. Ambas manoteaban entre alaridos y los tres hombres se lanzaron al agua. Mientras sujetaban a la nieta Fomoré y Fergus, dijo Conall:
-Divea, Dagda y Nuadu, bajad a la barca, para que podáis sacar entre las tres a esta joven.
Tal como Divea esperaba, los únicos dos hombres sin rostro que habían subido con ellas permanecieron más allá del arco negro, inmóviles en los dos escalones, aunque parecían torturados por el obstáculo que les incapacitaba para abandonar el refugio. El barquero ni siquiera había alzado la cabeza. La abuela y la madre tenían expresiones de terror y parecían no saber qué hacer. Por lo tanto, nadie impidió que las tres mujeres abordaran la barca. Sacaron prestamente a la muchacha, pero escenificando la pretensión de consolarla y parar sus tiritones simulaban palparla sujetándola con firmeza. En seguida, subieron a bordo los tres hombres y Brigit. Cuando ya se encontraban todos en la barca, Fergus y Fomoré preparados junto a los remos mientras Conall sujetaba al barquero, Divea se alzó y dijo:
-Sabia Morgana, la eterna, la de las tres personas, la trinidad perfecta. Debo agradecerte con todo mi corazón el saber que me has entregado y todos en el mundo conocerán la dimensión inimaginable de tu generosidad y tu ciencia. Pregonaré tu gloria en Gales, Hibernia y a mi regreso a Hispania. Ahora, tenemos la obligación de marcharnos, porque nosotros siete somos como vosotras, indivisibles, y debemos culminar juntos nuestro viaje. Con objeto de iluminar nuestro tránsito hasta la salida de vuestro reino, hemos de llevar con nosotros a esta estrella inigualable, esta parte indisoluble de vuestra trinidad. Nos acompañará en la travesía del lago, y también atravesará con nosotros el bosque, para que ni los aromas ni los hombres sin rostro obnubilen ni entorpezcan nuestro viaje. La dejaremos en la linde del bosque con todos los honores y con todo nuestro afecto.