sábado, 3 de diciembre de 2011

COLÓN, EL IMPOSTOR Un enigma de cinco siglos, por Luis Melero

OFREZCO AQUÍ APROXIMADAMENTE LA MITAD DE MI NOVELA-ESTUDIO "COLÓN, EL IMPOSTOR".

cOLGARÉ AQUÍ LA SEGUNDA MITAD SI LOS LECTORES ME LO SOLICITAN.

DIVIÉRTANSE.




Historia es exactamente lo que se escribió,
pero ignoramos si es exactamente lo que sucedió.
ENRIQUE JARDIEL PONCELA


Como todos los grandes viajeros,
he visto más cosas de las que recuerdo
y recuerdo más cosas de las que he visto.
BENJAMÍN DISRAELI


Incluso el pasado puede modificarse;
los historiadores no paran de demostrarlo.
JEAN PAUL SARTRE















COLÓN, EL IMPOSTOR
Luis Melero

ÍNDICE:
Pág. 3 – Prefacio……………... PRIMAVERA EN SANTA FE
Pág. 8 – Capítulo I………….. ENIGMA EN LISBOA
Pág. 33 – Capítulo II………. BODA Y PIRATAS
Pág. 47 – Capítulo III…….. ARTES DE MAREAR
Pág. 66 – Capítulo IV…….. EL NÁUFRAGO SABIO
Pág. 82 – Capítulo V………. SECRETOS DE CONFESIÓN
Pág. 111 – Capítulo VI…… ENTRE HUELVA Y CÓRDOBA
Pág. 131 – Capítulo VII….. LOS PINZÓN
Pág. 153 – Capítulo VIII… OSCUROS PROPÓSITOS
Pág. 167 – Capítulo IX…… EL ARDID
Pág. 179 – Capítulo X……. 3 NAVÍOS Y 3 CARABELAS
Pág. 194 – Capítulo XI…… ORO Y PRISIÓN
Pág. 214 – Capítulo XII….. EL PASMO DE BEATRIZ
Pág. 226 – Capítulo XIII…. LAS VUELTAS DE LA VIDA
Pág. 234 – Capítulo XIV… CADENAS SIN ORO
Pág. 247 - Apéndice… DEMASIADOS CUERPOS PARA UN MUERTO








PREFACIO
Primavera en Santa Fe
El fraile volvió a santiguarse, mientras rechazaba con un gesto el jarro de vino que el soldado le ofrecía con insistencia de beodo. Pero en seguida se apresuró a sonreír con ternura a ese joven alborotado y cómicamente jactancioso, porque notó que malinterpretaba el motivo por el que había trazado la señal de la cruz. Sin duda, el pobre muchacho creía que se trataba de un conjuro porque el religioso atribuía tintes diabólicos a su ebriedad, lo que, si fuera cierto, no favorecería el porvenir de ningún soldado servidor de unos soberanos tan piadosos como Isabel y Fernando.
Con su flamante uniforme recién estrenado, su melena castaña dorada por el sol, sus aires de pretendido hombre de mundo, que no eclipsaban el innegable origen pastoril, y su mirada soñadora, el joven militar era uno de tantos entre los achispados, alumbrados, alegres, ebrios, borrachos, beodos y los que, al borde del delirium tremens, se revolcaban entre sus propios vómitos en el suelo. Los soldados, menestrales, artesanos y los sirvientes de rangos inferiores abandonaban todos los días la tarea con la caída de la tarde, poblando tumultuosamente las cantinas y mesones entre votos contra los infieles, coplas picantes, desmadejados pasos de baile, abrazos y palmas.
Fray Antonio escuchaba a diario amargas quejas en los labios de todos los capellanes con quienes había confraternizado durante las jornadas que llevaba en el campamento de Santa Fe, aguardando el asenso o la negativa final de sus altezas los reyes. Inclusive en los labios del curtido y escéptico confesor de doña Isabel, fray Hernando de Talavera, había oído tales reproches.
Mucho más graves y circunspectos que los sensuales y laxos curas portuenses del litoral de Huelva cercano a La Rábida, creían los escandalizados capellanes que habiendo llegado a Granada bajo el signo de la Cruz para vencer la media luna sarracena, el ejército pecaba con los excesos del júbilo y la desordenada diversión. Temían que las borracheras y el comercio carnal de todas las noches agraviasen a Dios y granjearan el desamparo divino para los reyes que, hasta aquel día glorioso, segundo del pasado mes de enero, habían sido llevados a la victoria por la propia mano del Señor.
En murmullos, como si se tratara de gravísimas confidencias, los capellanes le habían dicho que la celebración era continua y cotidiana, de día y de noche, y tan desbocada y orgiástica como podría comprobar personalmente en cuanto consintiera en acercarse a la francachela, aunque con grave riesgo para su propia alma, porque el pecado se enseñoreaba de las huestes reales como la gangrena. Y que era de tal modo desde hacía más de tres meses, cuando el rey moro de Granada firmara la capitulación. Todas las noches igual, hasta el amanecer.
La sonrisa tranquilizadora ofrecida al soldado imberbe de pasos tambaleantes le sabía, sin embargo, a fray Antonio de Marchena muy amarga por dentro, como si alguien hubiera reventado una vejiga de hiel en sus labios.
Muy a su pesar, revivía a cada instante la escena, donde tanto habían menudeado los reproches al ausente Colón por su ira descontrolada y sus ademanes de impaciencia cuando se marchara a Córdoba, enojado por los retrasos. Reproches alternados con loores que también le causaban desazón, dependiendo de quien los pronunciase. La más entusiasta en la defensa del proyecto había sido durante varios días la doncella de la reina, la marquesa Beatriz de Bobadilla, quien desde que un moro la hiriera gravemente, cinco años antes, en el cerco de Málaga, al confundirla con doña Isabel, había ganado mayor intimidad que nunca con la reina. Intimidad, a pesar de que las malas lenguas atribuían a doña Beatriz confidencias de alcoba con su alteza don Fernando, rumor que antes de la herida había ocasionado más de una trifulca a gritos entre la reina y su doncella, supuestamente la favorita. De manera que fray Antonio no podía evitar preguntarse si habría motivos íntimos e inconfesables en el entusiasmo de doña Beatriz cuando defendía el proyecto de don Cristóbal, pues la guapa marquesa, tenida en la corte por casquivana, no era capaz de disimular el fulgor de las miradas hambrientas que posaba en la robusta anatomía del aspirante a explorador, cuya sensualidad tanto atraía a las mujeres, ni la fijeza e insistencia con que buscaba comunión de sentimientos en los ojos claros del marino.
Cierto que también Luis de Santángel había defendido con vehemencia el proyecto durante más de una hora esa mañana, y llevaba ya muchos días haciéndolo, más ante el rey, de quien era íntimo. Pero en este caso los motivos estaban más claros para fray Antonio, puesto que no sólo había invertido ya importantes fondos personales en el proyecto, sino que abundaban en la corte los rumores sobre un oculto parentesco con don Cristóbal, que ambos negaban con desmedidos aspavientos y protestas, que parecían poco naturales por lo exageradas.
Salvo el astrólogo venido de Salamanca y algún científico, los cortesanos presentes habían instado a doña Isabel para que aceptara, pero ni fray Diego de Deza ni los consejeros reales Cabrera y Quintanilla se expresaban en términos tan apasionados como Santángel y doña Beatriz Peraza de Bobadilla. Como una olla de grillos, era la idea que acudía a la mente de fray Antonio cada vez que revivía la escena, todos compitiendo por brillar con sus argumentos ante la hierática expresión de doña Isabel, tras la que nadie era capaz de adivinar ni prevenir jamás ningún propósito, inclinación ni determinación.
Hastiado y exhausto, el fraile de La Rábida había abandonado el laberinto de tiendas plantadas en torno al pabellón de los reyes en busca de la plazuela que se abría junto a la puerta de Jaén, desde donde le habían dicho que podría contemplar a placer el fuego de amapolas que el sol, en su caída hacia el horizonte, había encendido en los muros bermejos de la Alambra. En todos los postes y tiendas y en la mayoría de las almenas flameaban vistosos e innumerables los pendones, oriflamas y banderas en una sinfonía de granas, púrpuras y oro. Contemplados a través del despliegue de símbolos castellanos, leoneses y aragoneses, los lejanos muros nazaríes refulgían como la divina sangre de Jesucristo. Vista desde la distancia de dos leguas, la silueta roja de la ciudadela mora era como una constelación de rubíes llameantes entre jardines de esmeraldas, bajo las majestuosas siluetas blancas de Sierra Nevada.
Se arropó un poco más en la capa, porque el atardecer era muy frío comparado con sus cálidos atardeceres salobres de Palos, que comenzaba a añorar. La primavera había cubierto ya de flores muchas colinas y prados de la vega granadina, pero junto con el rumor del río Genil, el blanco cíclope de la sierra exhalaba pendiente abajo vaharadas de aliento gélido. A pesar de ello, fray Antonio reconocía que el escalofrío tenía más que ver con los papeles que guardaba en la faltriquera que con los saludables aires provenientes de Sierra Nevada.
Esos papeles, cuyo original estaba ocasionando tanta controversia entre los cortesanos en las cámaras reales, no habían parado de pesarle desde que don Cristóbal se los diera a corregir. Mucho más cuando, tras su espantada rumbo a Córdoba, Colón le pidió que fuese su apoderado y vocero. Hacía mucho tiempo que ni siquiera se atrevía a dialogar consigo mismo sobre cuanto le había escuchado decir en el confesonario. Ver luego su confiada certidumbre plasmada en un papel, con aquella particular y preciosista manera de escribir que el marino tenía, tan saturada de términos portugueses, galos y jerga marinera, le había producido primero escándalo, luego escalofríos y, por fin, una especie muy incómoda de remordimientos. Cometería pecado mortal si se valía de lo escuchado en confesión para discutir los argumentos de don Cristóbal, aunque sólo fuera ante sí mismo. Pero esta convicción santa no le consolaba.
A fin de salvaguardar la salud de su mente, un confesor se veía en la necesidad de volverse un poco cínico, para conseguir soportar la paradoja de su ministerio; porque si llegaba un asesino ante él o un pecador de bigamia, o uno que hubiera incurrido en el vicio nefando, y se confesaba arrepentido, estaba obligado a darle la absolución y tendría que verlo a continuación desenvolverse entre la gente con normalidad, sin poder reprochárselo ni siquiera de pensamiento. Lo que en buena medida le parecía una manera de ser su cómplice.
No debía ni pensar en cuanto había tenido que perdonar a don Cristóbal con la absolución. Además de ofender al Señor con el pensamiento, se haría daño a sí mismo, porque el resquemor de cuanto sabía le causaba ahogo y palpitaciones. Había tenido que hacer esfuerzos supremos de contención y sometimiento a las obligaciones de su ministerio, porque comprendía que la confesión había sido realizada por don Cristóbal con astucia notable, para que se convirtiera en una especie de contrato con el que comprometer su silencio, dado que con quien se confesaba el marino habitualmente era el superior del convento, fray Juan Pérez, que también era confesor ocasional de la reina. Por la cronología implícita y por el tiempo transcurrido desde los hechos narrados de rodillas en el confesonario, no le cabían dudas de que don Cristóbal había confesado ya lo mismo a fray Juan hacía mucho tiempo.
Pero a pesar de sus escrúpulos creía fervorosamente que el marino tenía razón y que conseguiría demostrarlo si doña Isabel le daba los medios y, sobre todo, el consentimiento que llevaba varios años solicitándole. La redondez de la Tierra era un hecho científico y estaba seguro de que sería comprobado. Pero no conseguía convencerse de que no habría un poso de iniquidad imperdonable en el logro.
Extrajo e1 envoltorio y volvió a leer el párrafo:
“Las cosas suplicadas y que vuestras altezas dan y otorgan a don Cristóbal de Colón, en alguna satisfacción de lo que ha descubierto en las mares Océanas y del viaje que ahora, con la ayuda de Dios, ha de hacer por ellas en servicio de vuestras altezas, son las que se siguen…”
Fray Antonio apretó los labios. “Lo que ha descubierto” era la frase que más le angustiaba, porque de ella derivaban y en ella se resumían la mayoría de los motivos de su desazón.
Estaba ejerciendo como vocero de un hombre a quien, en un extraño y proceloso juego de intereses entrecruzados, tenía que ensalzar y presentar ante la Corte limpio de cuanto la maledicencia de los cortesanos y los hombres de ciencia le había ido atribuyendo los últimos seis años. Lo mucho que el marino había sabido ocultar a sus numerosos enemigos del séquito de doña Isabel y don Fernando, él, un fraile, un servidor del Señor, estaba velándolo más y más día a día, asamblea a asamblea, limpiándolo de sombras y llenándolo de fulgores. Contribuía a revestir el secreto de Colón con todos los velos más oscuros y tupidos de los misterios inextricables.
Lo hacía gustosamente, al servicio de la ciencia, lo que no estaba del todo seguro que fuera consecuente y conciliable con el servicio a la Santa Madre Iglesia.
Con los modestos medios de que disponía, observaba cada noche los planetas y las estrellas en su errático deambular por el cielo, por lo que su convencimiento pleno de la mayor de las premisas del marino era tan entusiasta como impaciente. Tanto, que le revolvía las tripas hasta extremos poco caritativos que los reyes, no sólo los de Castilla y Aragón, remoloneasen tanto en la concesión de ayuda a quien trataba de confirmar lo que ya era más que aceptado en las grandes universidades y en algunos conventos. En la urdimbre entrecruzada de intereses, él también era parte interesada a causa de su curiosidad científica.
No sólo por el mandato de fray Juan Pérez, su prior, sino sobre todo por su convencimiento absoluto de que don Cristóbal tendría éxito en la travesía, sería fervoroso y apasionado a la hora de ensalzar y defender el proyecto y al hombre cuando a la mañana siguiente, 17 de abril de 1492, fuese introducido de nuevo en las cámaras reales, a pesar de que con ello ayudaba a cubrir de tinieblas los secretos más graves y múltiples que conocía en las entretelas de un solo hombre.











I
Enigma en Lisboa
En cuanto le relevó el capitán De Aveiro, el también capitán Antero da Cunha abandonó la cámara del oficial de guardia y salió del castillo de San Jorge deprisa, puesto que era casi mediodía y su hermano Manuel debía de aguardarle hacía más de una hora. Temía los imprevisibles cambios de humor de Manuel, que a veces se comportaba como el más leal y cariñoso de los hermanos, y a veces era un energúmeno que renegaba de su familia y de su estirpe entre improperios y juramentos blasfemos. Marino forzoso por orden de los jueces a causa de su mala cabeza, y aventurero algo desenfrenado, causaba tantas preocupaciones familiares que él, un disciplinado y circunspecto oficial de la guardia del rey Alfonso V, se veía obligado a disimular y esconderse de su madre cuando quería encontrarse furtivamente con su hermano mayor.
Tras montar, antes de ponerse el sombrero Antero se cubrió la cabeza con la capa para protegerse de la intensa lluvia. Tuvo que sofrenar bridas, para evitar que el caballo resbalase en las pendientes del camino terrizo, convertido ya en un arroyo de aguas fangosas. El castillo de San Jorge era inexpugnable desde hacía tres siglos, pero a costa de la más extrema incomodidad para los guardianes que habían de subir y bajar con frecuencia, porque no imaginaba ninguna manera razonable de empedrar con tino la escarpada senda que recorría en ese momento a duras penas, entre arbustos rendidos por la tormenta, resbaladiza maleza y árboles frondosos cuyas ramas lamían los taludes. En la última revuelta, antes de guiar a la montura para adentrarse en el dédalo de callejas de la Alfama, dio un vistazo al Mar de la Paja, que el chaparrón velaba tras una cortina de misterio. El inmenso estuario del Tajo ante Lisboa, hasta la punta de Almada, era un enjambre de navíos con las jarcias y gavias arriadas, pero el panorama resultaba tan difícil de contemplar, tan impreciso, que bajo la difusa y húmeda luz grisácea no consiguió confirmar si había arribado o no la galera que le interesaba.
Sin embargo, mientras amarraba el caballo a la reja de la taberna vio por la ventana que Manuel, sentado en un rincón, conversaba con un desconocido, lo que le produjo alegría, pues no podía ser más que el marino bretón que debía traerle las buenas noticias que deseaba con tanta ansia. La galera había arribado, en efecto. Se fue acercando hacia ellos abriéndose paso a través del jolgorio, pues no siendo ése el único navío arribado a puerto durante la mañana, la marinería se había desparramado por los barrios de pescadores y bebía ya más que comía para celebrar los éxitos de las respectivas travesías o para olvidar los fracasos. Manuel alzó la mirada al notar que su hermano se aproximaba y dio un codazo a su interlocutor, cuyo aspecto era mucho más patibulario de lo que Antero había supuesto. Las cicatrices de su rostro revelaban más de una enfermedad y más de una riña a navajazos; su mirada era torva y su boca presentaba más melladuras que dientes.
-Johannes dice que no ha conseguido hablar con el hombre de Calais, porque se encontraba en alta mar y que, por tal razón, no ha podido confirmarlo –le informó Manuel.
-¿No sabe si es él o afirma que no?
Manuel se dirigió al marinero de cara picada de viruela, hablándole en una extraña mezcla de expresiones portuguesas, castellanas, francesas y jerga portuaria, que Antero, con su muy específica formación militar, era incapaz de entender. A continuación, el feo personaje soltó una larga parrafada sin parar de golpearse el pecho y hacer gestos obscenos con ambas manos. Manuel sonrió antes de decir a su hermano:
-Si Cristovao fuese el hombre que él creyó el mes pasado que era al cruzárselo en el Rossío, considera que no tendría…, bueno, imagínatelo. No es así como él lo dice, tú me entiendes. Jura que Cristovao no tendría el coraje de mostrarse públicamente por las calles de Lisboa, donde bebe, folla y se refocila la marinería de toda Europa y cualquiera podría reconocerlo si él fuese quien tanto nos convendría que sea. Pero, por otro lado, dice Johannes que si no es él, se trataría de un milagro o un caso de hechicería, porque tiene la misma cara, el mismo pelo, la misma altura, igual corpulencia y los mismos andares. Únicamente le extraña su ropa y no haberlo visto meterse en pendencias en Lisboa, pues asegura que el personaje que él había conocido en Galway tiene muy suelta la mano a la hora de batirse en duelo o… asesinar por la espalda con su daga.
Antero frunció los labios. No poder ir de inmediato ante Felipa para desenmascarar a su rival era una contrariedad para la que no se había preparado. Durante más de un mes, había esperado este día con la respiración suspendida y llevaba desde la madrugada comido por los nervios, convencido de que hoy iba a poder convencer a su amada prima de que no se casara con el odiado aventurero, demostrándole que era un facineroso y un criminal conocido en los puertos de todo el occidente europeo. Si este hombre, Johannes, que le había hecho concebir tantas esperanzas con sus comentarios a Manuel, le decía ahora que no estaba seguro, todas sus ilusiones iban a desmoronarse.
-Pero… ¡tiene que ser él! –protestó con vehemencia-. La naturaleza jamás produce esa clase de milagros.
Dando muestras de entender el portugués, el hombre picado de viruela seguía con mucha concentración las palabras y expresiones de Antero. Volvió a dirigirse a Manuel con una nueva perorata, sin parar de gesticular. Una vez que acabó, Manuel tradujo:
-Afirma que el sujeto que tanto se parece a Cristovao ha rodado tan profusamente por los puertos de Europa y África, que tendría muchísimas dificultades para conformarse con estarse tan quieto aquí en Lisboa, entre la tienda de ése que dice que es hermano suyo, las conversas con ese judío de Salamanca, Abraham Zacuto, y las visitas a la iglesia de Todos los Santos. No lo cree capaz de semejante clase de vida y conducta. Dice que el tal, grande, rubio y fuerte como Cristovao, es de todo menos beato, sino mujeriego, pendenciero y jugador. Según afirma, el hombre con el que tuvo tratos inconfesables en Galway ha dejado amarga huella de sí allí por donde pasó, que ha sido en más de la mitad del mundo de Dios. Johannes jura que nunca se ha acercado a una iglesia como no sea para mearse ante la puerta.
-Pero si no hay ninguna prueba… -protestó quejumbrosamente Antero-, estoy acabado.
-Eso digo yo. Si, tal como sabemos, Felipa está como hipnotizada por él, no atenderá a razones si no le llevas un testimonio incuestionable, algo que ella no sea capaz de rehusar.
-¿Y si vamos a hablar con don Fernando Martínez, el vicario de la Orden de Santiago?
-A mí no me metas en esos berenjenales, Antero.
-Pues si alguien llegara ante nuestra madre con el chisme de que te han visto entrar en la iglesia de Todos los Santos, ten por cierto que te acogería de nuevo en su corazón con gran contento.
Manuel sonrió con expresión sarcástica.
-Mayor sería su alegría si me ordenara sacerdote. No fastidies, hermano.
Antero sonrió con ternura y gratitud a su hermano.
-¿Dispones de un florín de oro para recompensar a Johannes? –preguntó Manuel.
-¿Tanto por… nada? –protestó Antero.
-En realidad, todavía no sabemos si ha sido realmente por nada. Recuerda que, a veces, a las mujeres les basta con un rumor…
-No a Felipa; la conoces bien. Está completamente hechizada por ese hombres. Si pudiéramos, al menos, descubrir cualquiera de los amoríos de Cristovao, aunque fuese aquí mismo, en Lisboa… Es un hombre muy fuerte y venal, y seguramente muy sensual; sin duda, habrá más de una a la que haya engatusado como a nuestra prima.
-Entonces, querido hermano, no es a la iglesia de Todos los Santos donde tienes que ir a preguntar. Mejor sería que recorrieras el Barrio Alto, donde alguna cortesana pudiera saber algo.
-De todos modos, don Fernando, que además de vicario es también canónigo, tiene que haberse hecho preguntas. E imagino que con abundancia. Como Cristovao tiene tratos tan íntimos con un judío, a quien llama “rabí” por más señas, es posible que al cura no le parezca oro de ley. Si así fuera, a lo mejor nos topamos con un religioso devoto dispuesto a desenmascarar a un bribón en nombre de la verdad de Jesucristo. Ven conmigo, hermano, que si acudo solo me sentiré mezquino en esta partida.
-Está bien. Dame el florín y liquidemos cuentas con Johannes.




La Orden de Santiago había adquirido gran relevancia en Portugal, Antero suponía que ello podía deberse al origen aragonés de la madre del rey, doña Leonor, que tanto había hecho sentir su influencia en todos los ámbitos durante la juventud de Alfonso V. Al menos, ésa era la impresión que causaba la ornamentación y la riqueza de la iglesia de Todos los Santos. Manuel y Antero da Cunha debieron pagar una moneda a un criado, tratando de confirmar o descartar si Cristovao Colón se encontraba en el claustro, de cháchara con el vicario, lo que ocurría con escamante y enojosa frecuencia.
La respuesta fue afirmativa. Debían posponer las pesquisas.
-No puedo seguir esperando, Manuel –protestó Antero-. Si no lo impedimos, el casamiento será la semana que viene.
-Está bien, hermano. Aguardemos en aquella taberna hasta que Cristovao abandone el convento.
Se acomodaron en una mesa situada bajo la ventana, desde donde podrían observar todos los movimientos que se produjesen ante la iglesia. Movidos por lo desapacible del tiempo, bebieron con fruición varios vasos de vino de O Porto y Manuel se lanzó golosamente sobre el guiso de tripas, que Antero desdeñó con aprensión, conformándose con una rebanada de pan con queso.
-¿Verdaderamente crees que Cristovao es un simulador embustero? –preguntó Manuel relamiéndose los labios.
-Estoy convencido –afirmó Antero con pasión-. Lisboa es el puerto más importante de Europa, el de mayor actividad, y por lo tanto es como una universidad para conocer y profundizar sobre el carácter de la gente, como bien sabes tú mismo. Los lisboetas sabemos distinguir a un malhechor de un hombre honrado con sólo una mirada y por más que lo miro, no consigo encontrar trazas de honradez en la faz ni en la conducta de ese hombre. Es tan misterioso, tan insondable, que da para suponer que escasa virtud guarda.
-Pero… ¿no opinas así porque te ciega la pasión por Felipa?
Antero se ruborizó. El camino para conquistar a su prima era una senda llena de obstáculos, empezando por la dispensa papal que habría de solicitar, y por tal razón no podía perder tiempo ahora.
-Sí, la amo, Manuel. Lo sabes bien, tú mismo me has importunado toda la vida con ironías sobre ello, desde que éramos niños. Pero la pasión no me ha cegado. Ese hombre tan misterioso oculta demasiados misterios tras la socapa. Es que nada concuerda, Manuel, como bien sabes de sobra. No gesticula ni habla como debería hablar si fuera realmente, como afirma, noble, ni posee trazas de haber abrillantado bancos en ninguna universidad. Su habla es una jerga perversa de curtido marinero, o pirata tal vez, pero de la peor y más canalla ralea portuguesa, y sus formas son las de un estibador. Es un embaucador, hermano, un maldito embustero que dará muy mala vida a nuestra querida Felipa, tan inocente.
-Míralo. Ya sale de Todos los Santos.
-Vayamos.
Siguieron con la mirada el recorrido presuroso del hombretón hacia una de las bocacalles, reconocible sin vacilación a pesar de ir cubierto y arropado para protegerse de la lluvia.
-¿No ves que tiene aires de pendenciero? –proclamó más que preguntó Antero.
Manuel sonrió.
-No exageres, hermano. Tendrías que verte a ti mismo en cuanto te ocultas bajo tu uniforme. Te transfiguras. Dejas de ser el hermano querido que tantas veces he zarandeado en el aire, para convertirte en un arrogante buscapleitos. Vayamos a hablar con el reverendo vicario, a ver qué averiguamos.
A principio, el vicario don Fernando Martínez se mostró hostil hacia Manuel, a quien consideraba un descarriado y la oveja negra de su familia, y muy renuente a hablarles a los dos del personaje con quien acababa de dialogar largamente. Se ablandó un poco cuando Antero da Cunha le entregó una generosa limosna para el culto del templo.
-Estáis equivocados –afirmó con rotundidad, santiguándose-. Que haya tenido una vida azarosa no significa que haya delinquido ni pecado en demasía. Al menos, no más que cualquiera. Lo conozco desde que no levantaba un palmo del suelo y sé que ha navegado continuamente desde niño y recorrido todos los puertos de los que tenemos noticia, de ahí que apenas sea capaz de expresarse sólo en portugués, mezclando las lenguas de modo impensado y algo caótico, como hace sobre todo cuando se apasiona. No ha mucho que visitó Irlanda, Inglaterra y Flandes, recorrió muy recientemente la mar Tenebrosa hasta el sur conocido por toda la costa de África, y también ha visitado las Canarias y Madeira, y de tales lugares trae siempre información valiosa sobre vientos, corrientes, mareas, fauna y flora, información tan meticulosa, detallada y rigurosa como la del más observador y profundo de los hombres de ciencia.
-Pero si no puede ser –protestó Antero-. Tiene trazas de truhán…
-Sin ninguna clase de dudas –prosiguió don Fernando, sin darse por enterado de la protesta de Antero-, Cristovao Colón es uno de los hombres más inteligentes y lúcidos que conozco. Esa clase de personas cuya inmensa superioridad provoca impaciencia a quien la posee y enojo envidioso a quienes le rodean; el poseedor, porque pierde los estribos al descubrir que casi nadie ve las cosas tan claras como él y los que le rodean, porque el miedo a lo superior es una de las características más profundas de la condición humana.
-Os compromete vuestra desmesurada pasión, reverencia –dijo Manuel-. ¿Qué os va de personal en este asunto?
El sacerdote se encogió de hombros, pareció desear fulminar con la mirada al marino y continuó:
-Os conozco a los dos desde la cuna, y no me agradaría descubrir que también vosotros os dejáis arrastrar por la envidia y desdeñáis vuestro buen juicio a la hora de juzgar a Colón o cualquier otra cuestión. Cristovao es el ser más luminoso que conozco, un genio en estado puro, que nos traerá muchas e importantes sorpresas, dadlo por seguro. Y no lo digo sólo yo. El gran científico José Vizinho tiene en alta estima sus conocimientos y teorías, lo mismo que ese sabio judío castellano de quien tantas lenguas se hacen ahora en la corte, Zacuto. A juzgar por lo que ambos le interrogan, tanto el uno como el otro parecen tener mucho más que aprender de Cristovao de lo que él quiera aprender de ellos.
-Pero… -a Antero le desesperaba el entusiasmo del sacerdote- ¿no creéis, reverendo, que calla y esconde graves sucesos de su pasado?
Don Fernando apretó los labios con impaciencia, pero en seguida sonrió. Sospechaba los motivos que originaban las dudas y preguntas de Antero da Cunha, puesto que lo conocía desde niño y él mismo lo había bautizado.
-¿Qué marino que haya viajado tanto no tiene pasado? –ironizó.
-Pero el de este marino le pesa en sus rasgos –contradijo Manuel-. No le veo yo trazas de noble ni de bachiller, y él asegura ante nuestra tía ser lo uno y lo otro; y vos, que decís conocerlo desde niño, debéis de saber que son mentiras. Y ahora, a ese que dice ser su hermano le ha dado por afirmar que Cristovao es genovés. ¿Habráse visto mayor despropósito?
Don Fernando Martínez apretó los labios, a punto de asentir con la cabeza. Hablaba tanto con Cristovao Colón, que le costaba separar lo oído en confesión de todo lo demás. En un descuido, podía incurrir en pecado grave si bordeaba, siquiera fuera de pensamiento, el oscuro pozo de los hechos gravísimos que Colón le había confesado. Se pasó la palma de la mano por el rostro para disimular la bruma de sus pensamientos. Luego de reprimir tanto el gesto como la exclamación, preguntó:
-¿Por qué te parece que es un despropósito que Bartolomeu diga que son genoveses?
-Porque desde que escuché a Cristovao la primera vez –respondió Manuel- supuse que podía ser galaico, irlandés o bretón, aunque los que lo conocen ha mucho dicen que es portugués. Nunca le he notado talante ni palabras que me recuerden a un ligur.
-Pues se trata de un enigma mucho más sencillo de resolver. Ése es un dato que bien podéis certificar.
-¿Cómo? –preguntó Antero, muy impaciente.
-Como sin duda sabéis, viven en Lisboa genoveses muy poderosos que trafican toda clase de mercaderías en una flota muy nutrida. A ellos podéis preguntar por la verdad o falsedad de esa afirmación de Cristovao. En especial, os podrían dar cuentas de él unos que se llaman Centurione y tienen almoneda abierta en uno de los cais del puerto, una de las más importantes de Portugal.
-Conozco el lugar –afirmó Manuel da Cunha-. Y mantengo amistad muy íntima con uno de los capataces.
-¿Podrá facilitarnos acceso hacia su patrón? –preguntó ansiosamente Antero.
-Supongo que sí, pero ya no podré conseguirlo hoy. Antes, tengo que proveerme de argumentos y… otros medios. Vuelve a casa mientras yo hago la gestión. Esta noche te mandaré un aviso. ¿Debes rendir servicio mañana en el fuerte?
-No hasta la medianoche.
-Bien. Ve tranquilo, que lo resolveré.