lunes, 2 de agosto de 2010

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. capítulos 5 y 6


5
Los últimos cinco días, Conall apenas había encontrado dificultades entre sus compañeros en el barco. Ninguna indirecta ni alusiones, ni una sola mirada aviesa. Su método para conseguirlo había sido camuflarse en la faena, y tratar de resultar invisible con el silencio y la modestia. Tan efectivo había sido el eclipse, que los últimos dos días ni siquiera el timonel le había zaherido.
Estaban viviendo jornadas muy duras, agotadoras. Desde que sus dioses Yago y Jesús bendijeron a los marineros con un amanecer despejado, se estaban resarciendo de cuanto no habían podido pescar mientras la niebla les distanciaba del mundo y sus puntos de referencia. A partir del momento que alboreó un cielo con el color de las flores de espliego, no habían parado de recobrar redes repletas a reventar. Para izarlas fueron necesarios esfuerzos sobrehumanos, y cuando las fuerzas flaqueaban, únicamente les permitía continuar faenando la alegría del alboroto plateado del coleteo de los peces al vaciar cada arte en el barco. Les impulsaba un aliento proveniente mucho más de la ambición y la rabia que de la fuerza de sus brazos.
A pesar de sus dieciséis años, Conall se suponía más fuerte que casi todos los demás marineros, pues resistía el esfuerzo mejor que ellos. Aún así estaba derrengado, con las manos sangrándole por múltiples sajaduras. Por esa razón, antes de salir la sexta madrugada de su casa hurgó entre los frasquitos de elixires reconstituyentes que su madre preparaba, en busca de uno que pudiera servir para quien, como él, todavía no había alcanzado la edad adulta. Eligió el de color verdoso, aunque no estaba demasiado decidido a llegar a tomarlo, porque se trataba de un elixir poderoso. No era el más energizante de todos, pues existía otro cuya fórmula sólo conocía el gran druida Galaaz, que era incomparablemente más efectivo porque convertía a cualquier hombre adulto en algo parecido a un titán durante unas horas o acaso un día completo. Pero el frasquito lleno de hierbas maceradas que elaboraba su madre eliminaba el cansancio en pocos instantes.
¿Podía tomarlo sin sufrir efectos indeseables?

Decidió aplazar la determinación hasta ver si ese día el cansancio lo abatía demasiado en el barco. Si por los sudores de la faena llegaba a sentirse exhausto, lo tomaría con cuidado de que los marineros no se dieran cuenta.
La jornada discurría con los mismos ritmos y azares de los cinco días anteriores, hasta el momento en que Conall sintió que podía desfallecer. Permaneció mucho rato atento a su mejor oportunidad de llevarse el frasco a los labios sin que nadie pudiera sorprenderlo.
Entre tanto, el agotamiento general iba siendo más y más penoso; ríos de sudor corrían por todos los rostros y brazos y la tripulación entera bufaba entre jadeos, casi estertores, y parecían a punto de desfallecer. Apenas tenían tiempo de tomarse un respiro, pero Conall decidió aprovechar la primera fugacísima pausa que se le presentó. Acababan de recobrar una de las redes, tan repleta como las demás, y a continuación los remeros debían mover el barco unas pocas brazas hasta la próxima red, marcada con un tocón de árbol a modo de baliza. En el breve instante de fondear y antes de alzarse para ayudar en la recogida, Conall giró la cabeza hacia el agua como si estuviera a punto de vomitar y, simultáneamente, palpó a ciegas su pecho para coger y destapar el frasquito que llevaba colgado del cuello, y se lo llevó a los labios.


Creía haber sido tan rápido y reservado como se había propuesto, pero algo en sus movimientos debió de alertar a sus compañeros. En el instante que sorbía con avidez el contenido del frasco, sintió que uno de ellos le golpeaba ferozmente con el remo en la espalda, casi en la nuca, al tiempo que gritaba:
-Brujo infernal, que ya te veía yo venir.
Siguió una barahúnda de voces y patadas, y un despiadado apaleamiento propinado al unísono por los seis remos, hasta que el joven celta se desvaneció y quedó encogido como un guiñapo ensangrentado, derrumbado entre las banquetas de los remeros.
-Ha muerto… -dijo uno de ellos con voz trémula.
-No te angusties –aconsejó el timonel-, porque acabamos de hacer una de las obras de caridad que nos manda la Santa Madre Iglesia. Hemos librado a la cristiandad de un servidor de Satanás, un hechicero infernal que seguramente fue el responsable de que pasáramos tantos días de niebla y sin pescar. Nuestro señor Yago nos premiará en el cielo por haber salvado al mundo de este demonio del bosque.
Todos asintieron y a causa de la repugnancia, y por el temor a tocar un cuerpo contaminado por el azufre y las miasmas del infierno, juntaron las palas de los seis remos para alzar el cuerpo de Conall y lanzarlo al agua.



6
Muy optimista, Lugaro empujaba la carretilla donde transportaba a Galaaz con destino al castro, tarareando una canción. Olía con intensidad a flores de retama, el sol caldeaba el ambiente, la brisa les acariciaba el rostro con suavidad y el mar, allí abajo, brillaba como una bandeja de plata.
-¿Te has acordado de pedirle a Tito que se nos una más tarde? –preguntó el druida.
El druida había decidido hablar de Divea con su bardo, el único que en el menguante clan podía contradecir su designación.
-Desde luego, señor –respondió Lugaro-. Me ha dicho que os ruegue que le disculpéis hasta media mañana, porque desea terminar una canción que está componiendo.
Galaaz evocó los ripios que pergeñaba últimamente el bardo del clan, carentes de gracia y algo torpes. Disimulando un carraspeo, dijo:
-Magnífico; ojalá que su rima vuelva a ser tan inspirada como antaño. Mira la extraña cabaña del castro. Se la ve mejor acabada cada día. ¿Ya has averiguado quién la está construyendo?
-Nadie lo sabe en el bosque, señor.
-Quien sea, tiene que trabajar de noche. ¿Te acuerdas de aquella leyenda que nos contaron cuando visitamos el clan de los vettones?
-¿La de los jabalíes de piedra que decían que los tallaba todas las noches el propio dios Bran? –preguntó Lugaro.
-A mí no me parecían jabalíes –comentó Galaaz con un deje de nostalgia-. Más bien un animal casi fantástico, a medio camino entre los toros y los uros. Y había lascas y fragmentos de piedra alrededor, como ocurre cuando ha trabajado un escultor; un dios no necesitaría producir tales restos. Pero éramos tan escépticos y tan jóvenes entonces, ¿verdad?
-Vos señor, teníais veintisiete años y yo, diez. No podría describiros lo terrorífica que fue, para el niño que yo era, aquella escena de cuando regresábamos de vuestro viaje de iniciación.
-Tuvimos muchos tropiezos, Lugaro, y algunos fueron muy graves. ¿A cuál en concreto te refieres?
-El encuentro con los peregrinos que han invadido nuestro Camino al Fin de la Tierra, el día que me estropearon esta cadera, por lo que cojeo desde entonces.
Galaaz asintió. Durante ese penoso itinerario superaron peligros tremendos, pero aquella tarde estuvieron a punto de morir.
En el Camino al Fin de la Tierra confluían desde hacía varios milenios múltiples vías europeas de peregrinación. En Hibernia como en Galacia, en Helvecia como en Hiperbórea, todos los clanes celtas soñaban con recorrer ese camino y cada uno lo llamaba a su manera, pero todas con el mismo significado; era la ruta que conducía al final de la tierra firme conocida. Cuando llegaban a la pubertad, innumerables celtas de todos los confines de Europa soñaban con visitar el fin del mundo, a ver si conseguían oír el fragor de la catarata por donde el mar se precipitaba hacia las entrañas de los siete infiernos. Se aseguraba que los días de calma chicha, cuando no soplaba ni la brisa, era posible oírlo como un rumor muy lejano, hacia el punto donde el Sol se hundía cada noche en su morada para descansar.
El viaje de iniciación de Galaaz, tras dieciocho años de afanosos estudios para alcanzar su consagración de druida, había transcurrido con muchos peligros, pero también con grandes satisfacciones. Acompañado de Tito y Lugaro, ambos más jóvenes que él, visitó los clanes vaceos, vettones, cántabros y, al final, los astures, antes de disponerse a volver a su bosque junto al mar. En todas partes los acogieron con afabilidad y de cada uno de los druidas, vates y bardos aprendieron nociones provechosas. Habían tenido que escapar de la acechanza de bestias salvajes y de la hostilidad de algunas de las pequeñas tribus invasoras, pero, como bien decía Lugaro, una de las peores experiencias les ocurrió en el Camino al Fin de la Tierra.
Ese camino pertenecía a los Celtas hacía doscientas generaciones, según las crónicas conservadas en la memoria por los vates. Pero hacía ya muchos años que la ruta, milenariamente transitada por celtas ataviados de blanco, estaba siendo invadida por peregrinos vestidos de negro que creían que los barcos de piedra podían flotar y navegar solos por medio mundo. Los celtas eran celosos de sus posesiones y llegaban a defenderlas con ferocidad; una ferocidad legendaria entre los pueblos que habían ido invadiendo Europa. Pero también eran hospitalarios, gentiles y generosos con quienes se les acercaban en son de paz.

Durante varias generaciones, fueron aceptando poco a poco a aquellos peregrinos tenebrosos, cubiertos de mantos oscuros y sombreros gigantescos, y compartieron con ellos el camino a pesar de que no ansiaban alcanzar el mismo fin. Pero durante el último siglo habían ido siendo cada año en más numerosos, hasta convertirse en multitudes.
La tarde cuyo recuerdo estremecía a Lugaro, éste junto con Galaaz y Tito abordaron el Camino al Fin de la Tierra en un punto que presentaba en aquel momento una procesión muy nutrida de peregrinos oscuros. Los tres celtas acababan de ultrapasar con muchos esfuerzos las montañas tras visitar a los astures, y llevaban retraso según sus planes. A pesar del cansancio y las prisas, sofrenaron los tres caballos para no atropellar a nadie y los pusieron al paso, dispuestos a tardar lo que hiciera falta con tal de no provocar a los invasores. Pero comenzaron a oír murmullos entre el gentío:
-Míralos. Se visten de blanco para disfrazar la negrura de su alma infernal.
-Desde que cabalgan tan cerca, no paro de oler a azufre.
-Y eso, a pesar de que se bañan en esencia de flores de lavanda para disimular su pestilencia satánica.
-Nuestro Señor Dios Yago nos va a castigar por tolerar su compañía.

Comenzaron con boñigas y pellas de barro, pero muy pronto los tres viajeros fueron acribillados por una granizada de guijarros, entre maldiciones y conjuros. Cuando los guijarros comenzaron a ser sustituidos por piedras de tamaño considerable, Galaaz se vio obligado a hacer algo para lo que no tenía autorización, puesto que aún no había recibido su consagración de druida. Tomó de la alforja derecha dos frasquitos y un jarro, en el que mezcló precipitadamente los dos líquidos, sin tiempo ni circunstancias para calcular adecuadamente las proporciones. Con intensidad mucho mayor de lo necesario, les envolvió una densa nube azul que no aplacó los ánimos de los peregrinos, sino todo lo contrario; pero los tres celtas pudieron abandonar subrepticiamente el camino en busca de un escondite donde aguardar la noche.
El griterío espantado que les acusaba de demonios, permaneció rodeando y apedreando la nube azul hasta su desvanecimiento total, en tanto que los tres conseguían escabullirse. Lamentablemente, Lugaro, que aún era un niño de diez años con los huesos sin acabar de formar, había recibido una fortísima pedrada en la cadera. La intolerancia le convirtió en un tullido para el resto de su vida.
-Pero nunca me he quejado, señor. Compasivo, Karnun ha sido bondadoso conmigo pues facilita mi vida en el bosque con toda clase de favores, como sabéis.
Galaaz sonrió para borrar el rictus que le causaba el recuerdo del percance.
-Pero ello no ha sido porque el dios se apiade de ti, Lugaro. Premia a diario tus inmensas virtudes y tu bondad.
El druida alzó la mirada hacia el cielo y añadió:
-Creo que nuestro buen Tito no encuentra inspiración. Es casi mediodía y no lo veo acudir a nuestro encuentro.
Lugaro dudó un momento antes de preguntar:
-¿Os preocupa lo que el bardo pueda opinar sobre la posibilidad de que vuestra bisnieta Divea sea iniciada en el druidismo?
-¿Debería preocuparme, Lugaro?
-Creo que no, señor. Tito, como todo el clan, conoce las virtudes maravillosas de la muchacha.
Galaaz apretó los labios. El bardo de su clan era el más imprevisible de cuantos había conocido en su vida. Si no fuera amigo suyo desde la infancia, tendría que considerarlo algo insolente, por la libertad con que se permitía discutir algunos de sus designios, lo que últimamente venía complementándose con el hecho de que la edad empezaba a convertirlo en un cascarrabias