miércoles, 18 de agosto de 2010
LA DESBANDa. II La condena de Sísifo
II. La condena de Sísifo
Como cada día durante los últimos cuatro meses, Paula Robles del Altozano se levantó sigilosamente de la cama mucho antes de amanecer; trató de no hacer ruido al vestirse, se alisó el pelo rubio a ciegas para no encender la luz y revisó a tientas el envoltorio que había preparado la noche anterior. Todo estaba en orden, porque ni siquiera se le ocurría soñar con incluir las golosinas que le gustaría que hubiera en el paquete. Antes de salir, se acercó al vano que comunicaba su dormitorio-taller con el cuarto donde dormían sus hijos. No tendría que ser cuidadosa al abrir la puerta de la vivienda para salir a la galería, porque al menos Antonio y Paco habían despertado ya y conversaban; aunque hablaban en murmullos, porque Miguel y Ricardo dormían aún, percibió la tensión del tono rajado de Antonio:
-...y después de arrasar las derechas las ilusiones del proletariao en Asturias y toa España, los cofrades de la Expiración se han empeñao en sacar su procesión la Semana Santa que viene. ¡Como si no hubiera millones de cosas más necesarias! Son como alacranes acechando a ver cómo clavarnos el aguijón, pa escarmentarnos por lo del 31 y someternos a sus abusos de toa la vida.
-Se saldrán con la suya -afirmó Paco-; el gobernador ha dicho que les apoya y que pueden contar con la banda de bomberos. Tendremos otra vez autos de fe y capirotes de la Inquisición por las calles de Málaga, ahora que se sienten poderosos habiendo masacrao a los asturianos.
Paula halló sorprendente oírles tan de acuerdo entre sí.
-Es que no tienen entrañas -dijo Antonio-. Exhiben lujo a porrillos, pa que los obreros renunciemos a pensar por nosostros mismos y poder devorarnos las asaúras per seculam seculorum. Quieren que traguemos que los señoritos trasnochaos sigan llevando las riendas, digan lo que digan esos periodistas reaccionarios, que no paran de escribir mentiras pa que nos olvidemos de toa la sangre que se ha derramao por sus estilográficas pintando la revolución con colmillos de chacal, mientras Lerroux ordenaba a Franco y Goded masacrar a los proletarios.
-Volveremos a lo de siempre -sentenció Paco-. Penitentes descalzos, ríos de cera, saeteras fanáticas y hombres de trono flagelaos, como en la Edad Media, y adúlteras putonas disfrazás de beatas pa lucir sus mantillas y sus peinetas de brillantes.
-Po si se empeñan en avasallar con sus monigotes, que se atengan a las consecuencias. Ni yo ni mis compañeros nos chupamos los mocos.
-Antonio -aconsejó Paco-, no vuelvas a las andás, por favor.
Paula apreció el modo reposado de hablar que Paco estaba adquiriendo, sentencioso como si fuera mayor que Antonio. Sobre el desconcierto que le asaltaba últimamente por que el segundo de sus hijos pareciera tan a punto de elevarse sobre la medianía cultural que les rodeaba, flotaba el orgullo de que al menos uno lo consiguiera.
-¡Andás! -exclamó Antonio-. ¿Qué dice tu querido Partido Comunista, que nos quedemos cruzaos de brazos y permitamos que nos den bofetás con sus ídolos?
-No. Dice que más urgente que sacar procesiones es que Málaga tenga universidad, y se corrija la injusticia que nos imponen los señoritingos de Sevilla y Graná, que no paran de luchar a brazo partío pa que Málaga siga sepultá en la incultura sin conseguir nunca su propio poder intelectual. La cuestión, Antonio, es que hay que hacer las cosas con método. Si nos organizáramos en vez discutir entre nosostros, a lo mejor acabaríamos con esas supersticiones, pero dando patás al aire no se llega a ná. ¿En qué paró la quema de iglesias?; se fortalecieron las derechas, ¿es que no te acuerdas?, porque los irresponsables como tú les disteis argumentos pa arremeter contra tó lo que oliera a izquierda. Por cá uno de los incendios, salieron millones de velas en las manos de beatas resentías pidiendo nuestras cabezas. Y así nos va, que nadie dice ni por ahí te pudras aunque Yagüe haya entrao como Atila contra los asturianos.
-Pero los principios son los principios -insistió Antonio- y tenemos la obligación histórica de acabar con el opio del pueblo; no hay por qué aguantar tantas humillaciones de hipócritas putañeros ricos disfrazaos de beatos de comunión de diaria. Y por si no tuviéramos bastante, la Ana y mamá empeñás en que me case por la Iglesia.
-¿Qué más da, Antonio? Desterrar esas cosas llevará una pechá de tiempo, no cambian los reflejos condicionaos en tan pocos años que llevamos de República. A la Ana, a lo mejor podrías convencerla de casaros por lo civil, pero ya sabes cómo es mamá. Ella quiere que respetemos las reglas, y no podemos olvidar de improviso cinco siglos de tradición. Consiente, que ya vendrán tiempos mejores.
-¡Paco! -exclamó Antonio-, no estarás hablando en serio...
-Hay que ser realistas y acechar la ocasión sin espantar la caza.
Paula sonrió. Dijeran lo que dijeran los periódicos sobre la "república revolucionaria y libertaria" que germinaba en barrios como el suyo, la mayoría de la gente todavía se casaba por la Iglesia. Podían gritar "viva Rusia" con el puño en alto, usar camisa roja, adornarse con la hoz y el martillo o tarararear la versión carnavalesca del Himno de Riego: "si los curas y monjas supieran/ la paliza que les van a dar/ subirían a los coros cantando:/ libertad, libertad, libertad"; pero a la hora de casarse prevalecían las tradiciones y pocos, y de ningún modo las mujeres, podían imaginar que se casaban de veras si no les bendecía un sacerdote católico. Contra las novias, y también contra los padres de las novias, se estrellaban estrepitosamente las revoluciones. Como anticipaba que Antonio acabaría cediendo, ya había pensado en el vestido blanco que confeccionaría para Ana, lleno de fruncidos, flores y volantes de satén, copiado del que usaba Katharine Hepburn en "Las cuatro hermanitas", porque Ana poseía un cuello y un aire tan aristocráticos como la actriz norteamericana, por lo que se sentía muy esperanzada, a ver si la novia conseguía pulir al novio. Ese vestido iba a ser su obra maestra. Los intentos de rebeldía de Antonio no eran más que chiquilladas, pero le preocupaba la solidez de los argumentos de Paco y la sobriedad que adquirían sus maneras, sobre todo en los últimos cuatro meses, cada vez que hablaba de un futuro que a ella le causaba escalofríos. Principalmente, cuando especulaba sobre lo ocurrido a Mani aventurando ideas estremecedoras.
Salió de la vivienda con sigilo para que los cuatro pudieran dencansar todavía casi media hora, antes de afrontar la azarosa aventura diaria de los periódicos. Abandonó el corralón de Las Dos Puertas por la salida que daba a calle Curadero, la que más directamente conducía hacia el puente sobre el río Guadalmedina.
Guaqui el Templao se alzó de la manta extendida en el suelo. Alrededor, sus siete hermanos varones dormían profundamente, narcotizados por los estómagos insatisfechos, y Pipe, el menor, se revolvía en sueños embadurnándose con sus propias heces. Al otro lado de la barrera formada por dos sillas ensambladas entre sí, dormían su madre y sus cuatro hermanas. Si limpiaba la mierda de Pipe, despertaría, se pondría a ronronear o a quejarse, y los demás irían despertando también y sus lloros le atraparían. Quiso ser ingrávido al saltar sobre ellos para alcanzar el rincón donde la ropa de todos se amontonaba en una sola percha de pie.
Desde que leía cuanto caía en sus manos para conseguir que Paco le llevase a su célula, estaba ocurriéndole algo muy extraño: su olfato se había vuelto tan remilgado como para notar el tufo casi sólido que flotaba en la habitación, y había dejado de parecerle natural el espectáculo de los doce miembros de su familia durmiendo en el suelo cabeza contra trasero, narices sumergidas en las axilas y heces revueltas coloreando las extremedidades de los tres pequeños. Trató de aflojar el pellizco que siempre le atenazaba el pecho cuando, mirándolos, se preguntaba el tiempo que tardaría en rescatarlos de esa clase de vida. Una palmada sobre su corazón deshizo el nudo y abortó el sollozo. Aún no había amanecido cuando echó a correr calle Rosal Blanco abajo sin acabar de vestirse del todo; aunque todavía estaban en octubre, sintió un escalofrío; era una madrugada casi gélida para el otoño de Málaga, que habitualmente no era más que otra primavera con olores y colores distintos. En vez de dirigirse al puerto, torció a la derecha en la calle Huerto de Monjas y corrió hacia el puente del Guadalmedina, para llegar, como cada día, antes de que Paula le descubriera; no quería verse obligado a dar unas explicaciones de las que carecía si no era contando la innombrable verdad; ni siquiera en su mente podía explicarse lo que originaba el impulso ni la magnitud del temor al desastre que creía ver aproximarse. La visita sería tan breve y tan monologante como siempre a lo largo de los últimos cuatro meses. Por más que cavilaba, le era imposible entender lo que causaba su congoja. ¿Agradecimiento? ¿Convencimiento de que él y no Mani pudo haber sido la víctima?
Omar Medina Gutiérrez el Chafarino comenzó a hacerse el desayuno al alba. No necesitaba encender una vela ni un candil, pero si lo hubiera hecho, un observador no habría sido capaz de notar que era un ciego el que preparaba el café, ponía la leche a hervir, tostaba el pan y le restregaba ajos y aceite de oliva; realizaba la tarea con movimientos precisos que parecían espontáneos pero que eran el resultado de varios decenios de entrenamiento. Acabó de vestirse mientras el café llegaba al primer hervor. Había echado a un lado la ropa cotidiana para optar por el conjunto de traje que permanecía meses colgado en el mismo clavo. Se abrochó el cuello de la camisa de algodón crudo y sonrió mientras componía con seguridad el nudo de la corbata, como si lo hiciera a diario cuando, en realidad, no recordaba habérsela puesto en los últimos tres o cuatro años. El horario era el mismo de todos los días, pero hoy no iba a permanecer catorce horas tejiendo redes a la puerta del cañizo. Hoy iría al puerto.
Tras caminar media hora desde el cañaveral que orillaba la costa, aguardó el tranvía en la cabecera de la línea. Bajaron en tropel las bienhumoradas y cigarreras de la fábrica de tabaco y una mano compasiva le ayudó a subir a la plataforma; aceptó la ayuda para no devolver un desaire, ya que podía moverse con gran seguridad en las peligrosas calles de la ciudad, aún lejos de la amigable arena de su playa.
El suceso de la calle Nueva había llegado a sus oídos por casualidad la tarde anterior, porque reconoció las voces de cuatro de los muchachos que pasaron aquella mañana de junio comiendo coquinas y almejas crudas cerca de su cabaña, y les prestó atención estremecido por la crudeza del relato y el misterio irresuelto de la identidad del atacante. Cuando dedujo con seguridad de quién hablaban, tras afirmar uno de ellos que "a su amigo Quini se lo han llevao al penal del Puerto de Santa María, pa los restos", comprendió por qué no había vuelto Mani aunque le hubiera prometido volver y dejó de sentir rencor por el desaire y el olvido. Con un trabajoso esfuerzo de memoria, recordó un apodo, "el Templao", y que este joven trabajaba de arrumbador en el puerto. En cuanto consideró que la memoria le era fiel y conservaba el dato sin que lo deformase el tiempo, tomó la decisión de abandonar por un día la playa. Bajando del tranvía en la Acera de la Marina, fue resueltamente hacia el muelle.
-Toavía no han empezao a venir los arrumbaores -le respondió un carabinero.
-Pero, ¿sabe de quién le hablo?
-Claro que sí. Tó el mundo conoce al Templao por aquí; es uno de los gachós más resalaos del puerto. Los capataces se lo rifan, porque da gusto trabajar con él.
-¿Cuando tardará?
Por la pausa, el Chafarino comprendió que el guardia debía de estar tratando de ver la hora en su reloj bajo la todavía débil luz
-Más o menos, una hora.
-¿Lo puedo esperar por aquí?
-Claro. Venga, que voy a llevarle a unas pacas de lana, pa que siente a esperarlo.
El Chafarino agradeció, ahora sinceramente, la ayuda, porque el muelle era un sitio demasiado imprevisible por el trasiego de mercancías, y le confundía la mezcla de olores que anulaba su sentido de la orientación. Se dejó conducir por la mano del guardia apoyada en su codo izquierdo y se sentó a esperar.
La monja brotaba de la pared convertida en estatua de mercurio, líquida y algo vagorosa, pero palpable y pesada. Fría. Marmóreamente fría. Más que pavor, causaba inquietud por la infinidad de preguntas que inspiraba y la imposibilidad de hallar las respuestas. Casi siempre era al primer vistazo una adolescente impúber, hermosa y mimada por su familia, la fortuna y el amor, pero en seguida acudían tétricas filas de monjas, gimiendo como plañideras, vestidas con harapos malolientes de desenterrados y con los rostros cubiertos de velos negros, para acosarla y maldecirla, mientras ella, que de repente era una vieja pintarrajeada como una prostituta, reía siniestramente a través de una boca desdentada de donde emergían como aullidos los pecados más monstruosos de la historia de la Cristiandad. Era un resplandor maravillosamente sugestivo a veces, pero sin transición se volvía amenazador, y entonces había que invocar a Imperio Argentina para que los demonios huyeran espantados con los repiques de castañuelas, y en cuanto se iba la artista hacia el barrio del Perchel, al otro lado del río Guadalmedina, persiguiendo a los gitanos que robaban pavos para comérselos asados con guindas, surgía como por ensalmo Concha la Chata, deslumbrante en una desnudez de diosa que no poseía, acariciando sin parar todos los penes que encontraba a su paso y una vez superado el vahído entre horrendo y glorioso del orgasmo, llegaba Inma, de cuyos ojos verdes manaban torrentes de luz como los de la Farola del puerto donde trabajaba el Templao, un faro que indicaba el camino para escapar del espanto, y ese camino conducía extrañamente hacia una playa donde un viejo ciego que parecía tener mejor vista que nadie le hablaba de la locura del mundo conduciéndolo hacia el Café de Chinitas, para que asistiese al reto que Paquiro lanzó a su hermano al dar las cuatro el reloj, afirmando que era más torero que él, mientras un torero lloraba junto al cadáver acuchillado de Rita la cantaora, lamentando no tener ya quien le dijera "Paco, llévame a los toros", pero de repente el viejo dejaba de ser ciego y viejo y era un adolescente, un sabio con todos los saberes griegos y babilonios, gritando en el mar de Galilea a una monja réproba que se apoyaba en el brazo de un falangista vestido con la parafernalia importada de Italia y Abisinia, que no era Serafín, sino su padre el barbero, quien iba asesinando niños a tiros por las calles entre las aclamaciones de la monja de mercurio, que brotaba una y otra vez de la pared y llegaba a replicarse hasta el infinito, para formar un batallón de lanceros bengalíes dotados de gigantescos pechos femeninos descubiertos, quienes componían una barrera de picas ante la barbería de Gustavo el Granaíno para que Antonio, Paco, Ricardo y Miguel Rodríguez Robles del Altozano no pudieran arrasarla para consumar su venganza, exaltados por los gritos de Guaqui el Templao que dirigía el ataque, vestido de negro luto. Pero el ángel rubio encaramado en el hombro izquierdo se apiadaba y borraba el campo de batalla para dibujar el edén maravilloso donde Paula Robles del Altozano, vestida de sedas recamadas de perlas, recogía su miriñaque al pasar entre los senderos de rosas y celindros, bañada por la luz dorada del sol como si ardiera una incendio de azafrán.
-¿Sigue la mejoría? -preguntó Paula a la monja, en el atrio del Hospital Civil.
-Anoche bajó la inflamación todavía más. Dice el médico que ya ha pasao lo peor.
-Entonces, ¿recuperará pronto el conocimiento?
-Eso, sólo Dios lo sabe.
Paula se impacientó.
-Pero... ¿lo sabe el médico?
-Tranquilízate, Paula. Hay que tener paciencia y humildad, y confiar en la misericordia infinita de Dios.
-Usted no sabe lo que dice. ¿Cómo voy a tener paciencia con un hijo que nadie me dice si lo he perdío o no? Llevo llorando toas las noches de cuatro meses y ya no creo que me queden lágrimas en el cuerpo.
-Los designios de Dios son inescrutables. Quién sabe si no será bueno que tarde en recuperarse, pa que haya tiempo de que los hermanos se tranquilicen y no piensen en barbaridades.
Paula se mordió el labio. La monja tenía razón y hablaba de lo que a ella le había angustiado todas esas noches de llanto. Si Mani salía del coma, sus hermanos lograrían arrancarle el nombre. En cuanto lo supieran, se desataría la guerra.
-Está arriba el chavea que viene tós los días -informó la monja.
-Lo imaginaba. Por eso me entretengo con usted, pa dar tiempo a que se vaya, porque me huelo que no quiere que yo me entere. Toas las mañanas corre delante de mí, volviendo la cabeza con disimulo.
-Es conmovedor. ¿Sabes lo que hace, Paula? -Tras la negativa, la monja continuó: -Le cuenta en susurros a tu hijo las cosas que pasan en el barrio y lo que hace él en el puerto, como si Mani pudiera oírle.
-A lo mejor lo oye -aventuró Paula, desafiante.
-Pudiera ser. Ojalá.
-¿Ha vuelto a venir el otro?
-¿El criado rarito? Sí. Mira, ahí está el paquete que le mandó la señora de La Caleta a tu hijo ayer. Por como huele, le manda gloria bendita.
-¿No le dije que no aceptara esos regalos?
-Oh, Paula. Eres demasiado intransigente. Ayer tarde, yo no estaba de guardia y no me acordé de advertírselo a la monja que me sustituyó, pero lo tuyo es provocar la ira de Dios Nuestro Señor. ¿Quién sabe si esa señora no tratará de favorecer a tu hijo por la inspiración misericordiosa de Jesucristo?
-Usted no sabe lo que dice. Déle el paquete a un pobre.
-¿Más pobre que tú? -ironizó la religiosa.
-Me han dicho las monjas abajo que se te va a curar la infección por fin, Mani, pero de verdad y no como la otra vez, que recaíste a los dos días, y aunque me da un alegrón, tengo un canguelo que me cago patas abajo, porque no voy a conseguir estar aquí cuando despiertes, y a lo mejor te da por largar el nombre del Serafín antes de darte cuenta de lo que haces ni pensar en las consecuencias de poner a toa tu familia enfrente de los falangistas de Málaga, que si te acuerdas de lo que vimos en calle Camas la noche de los júas te harás una idea de las cosas que están pasando. Como han aplastao la revolución y están matando a los mineros de Asturias como chinches, los fascistas están envalentonaos; hay en el barrio de La Trinidad una pila de mujeres, madres de activistas de izquierda, que las han violao antes de obligarlas a tragar litros de aceite de ricino y la semana pasá hubo una especie de guerra en la calle de la Victoria, cuando doce falangistas fueron a provocar a los gitanos en la plaza de Santa María. A mí me contó lo del tiro del Serafín un amigo del Quini, que este quinqui de mala muerte se lo chismeó antes de que se lo llevaran pal penal del Puerto, y en cuanto lo supe me vine pacá, a ver si podía ponerle un dique a la riá que se va a formar en cuanto se enteren tus hermanos, que destrozarán al Serafín y luego vendrán los del Serafín a destrozarlos a ellos y a ver lo que le harán a tu madre, que no quiero ni imaginarlo porque lloro cuando miro a la mía y me acuerdo de tu cara cuando vimos a aquella muerta apuñalá en la esquina de la calle de Los Cristos, la noche de los júas. Por lo menos, yo amenacé al que me lo dijo con que le cortaría la picha si se ponía a publicar el chisme por el barrio, pero ya sabes tú, Mani, cómo es nuestro barrio, que tó se acaba sabiendo, y en el momento más inesperao tu Antonio se va a enterar. Yo, ni siquiera me he acercao a tu Paco, con las ganas que tengo de que me lleve a su célula, por si se me escapara algo, pero seguro que cualquiera largará. Menos mal que han pasao ya cuatro meses y el lío se irá olvidando, pero ahora que dicen que podrías volver a este mundo, a lo mejor lo sueltas y yo no puedo estar aquí tó el santo día pa taparte la boca. Vengo tó lo temprano que puedo a ver si te pillo despierto el primero, antes de que te pongas a largar como una cotorra sin pensar en las consecuencias. Además, me da no sé qué verte ahí con los ojos cerraos y me entra mucho coraje por toas las cosas que estás perdiéndote. Mi Inma se pega unas pechás de llorar por ti que corren ríos de lágrimas calle Rosal Blanco abajo, y me parece que a ti te gustaría saberlo. He visto ya "La hermana San Sulpicio", que la Imperio está mejor y más guapa que nunca, y me muero de ganas de invitarte a que la veas tú. También te estás perdiendo las novedades, porque las cosas se están organizando mejor en el barrio ahora que hemos comprendío que el chivato de los guardias era el Serafín; lo hacemos tó con más disimulo y a lo mejor llega pronto la revolución, aunque con lo que ha pasao en Asturias, quién sabe si nos machacarán la jeta. En cuanto esté seguro de que no se me va a escapar ná de lo del tiro del Serafín, tengo que hablar con tu Paco, porque pa mí que él me explicaría mejor que nadie por qué se fue la revolución a pique en Madrid, Barcelona y, sobre tó, en Asturias, cuando estaba al alcance de la mano. Le voy a decir que soy mu buen amigo tuyo, ¿vale?; espero que no te dé coraje que abuse contándole esa mentira; pero, mira, Mani, que yo quería decirte que me gustó mucho hablar contigo las dos veces que tuvimos oportunidad, que por algo eres hijo de quien eres, y ahora estoy convencío de que con el tiempo serás uno de los fulanos más importantes del barrio y que si quieres que te proteja en el puerto pa trabajar con los ratas, po que eso está hecho. A lo mejor hasta me viene bien a mí, porque podemos hacerlo a medias, que ya sabes tú de más cómo está el panorama en mi casa. Ya te explicaré cómo sería, que yo iría guardando las bolsas que tú recogieras en un escondite chipén que yo me sé. Y bueno, que tengo que largarme, porque voy a llegar tarde al currelo y a ver si esta tarde me da tiempo de venir otro poquillo.
Paula quería quedarse un poco más junto a la cama de Mani, pero no podía prescindir de lo que le pagarían esa misma mañana por un vestido cuyo dobladillo aún tenía que coser. Deseaba aguardar el milagro que ahora parecía tan inminente, tras cuatro meses de zozobra y los desengaños de cada una de las veces en que la fiebre remitió un par de días para volver con mayor virulencia cuando ya se creía a punto de recuperar al menor de sus hijos, el que mayores esperanzas le inspiraba desde su alumbramiento, porque con él daba la impresión de que el destino quisiera corregir injustos designios del pasado, materializando la paradoja de los cuentos de hadas, colocar a un príncipe poco menos que en un estercolero para que alguien llegara a redimirlo con un beso. Ahora, por segundo día consecutivo, la frente tenía la sana tibieza de un niño de once años, desterrado el ardor de fragua que estuviera durante meses a punto de derretirle el cráneo. Ya no jadeaba como si pudiera rajársele el pecho. A pesar del enflaquecimiento, las mejillas volvían a teñirse con los tonos propios de un niño sano, cosa que no había sucedido durante ninguna de las mejorías anteriores, ya que entonces persistía el enrojecimiento febril. Pese a su delgadez, el cuerpo del niño recuperaba a ojos vista las armazones interiores, por lo que resurgía la arquitectura de unos volúmenes que le habían hecho sobresalir entre los de su generación desde siempre; en las últimas veinticuatro horas, había dejado de ser un muñeco desarticulado para convertirse de nuevo en el proyecto de hombre excepcional que pareciera desde su nacimiento. En cualquier momento podía abrir los ojos, pero no a los fantasmas del sueño como había hecho tantas veces durante los cuatro meses de muerte en vida, sino a la realidad del mundo en tiempo presente. El prodigio estaba a punto de suceder y ella no podía aguardarlo más, porque no disponía ni de seis reales para comprar en el mercado del Molinillo algo que preparar de comer a sus hijos y, por lo tanto, terminar el vestido era indispensable. La luz entraba a raudales por las ventanas gigantescas cubiertas de cortinas blancas movidas por la brisa; debían de ser más de las nueve. Tenía que apresurarse.
Miguel esperaba a su hermano Antonio en la parada del tranvía de la Acera de la Marina. El sitio de Mani en calle Nueva era tan bueno, que se le habían agotado los periódicos a las nueve y media de la mañana; si a Antonio no le habían sobrado ejemplares tras la animación marinera del desayuno en Las Cuatro Esquinas de El Palo, habría acabado su jornada laboral.
-¿Qué hay, Migue? -le saludó Angustias, la hija del barbero, de pasada y sin detenerse, como si quisiera disimular que había tomado la iniciativa del saludo.
-No corras tanto, chiquilla -rogó Miguel-, que vas a llegar allí antes de salir pallá. ¿A dónde vas?
Angustias se paró y , para no demostrar demasiado interés, sólo se volvió a medias hacia el muchacho, cuya expresión risueña y anhelante exteriorizaba sin disimulos el deslumbramiento que le causaba la joven. El sol, todavía no muy alto sobre la dársena del puerto, refulgía como un monte nevado en la sonrisa femenina y se multiplicaba en os enormes ojos verdes, que ella entrecerró para que él no advirtiera que también la deslumbraba.
-Al mercao de Atarazanas, a comprar castañas de asar. ¿Está mejor tu hermano?
-Así, así.
-¿Todavía no ha despertao?
-¡Qué va! Habrá que resignarse.
La expresión de Angustias se iluminó un poco más. Aunque reconocía para sus adentros que era una crueldad sentirlo así, le aliviaba que Mani pudiera no recobrar nunca la consciencia, porque, en tal caso, jamás desvelaría quién le había disparado y ella no se vería forzada a desterrar a Miguel de sus sueños. Unos sueños contra los que había luchado como una fiera, porque sabía que no podían ser más que el anticipo de la pesadilla en que la oposición de su familia convertiría sus ilusiones. Tras muchos meses de lucha, había tenido que aceptar su derrota y aunque no dejaba de afligirle la anticipación del drama, se sentía libre de soñar, y esa libertad se estaba convirtiendo en júbilo que estimulaba su audacia. Había tomado la iniciativa de un saludo que cualquiera del barrio consideraría poco menos que una desvergüenza en una mocita de su edad. Que se hundiera el mundo y arrastrara las malas lenguas al abismo, porque ella necesitaba que Miguel Rodríguez Robles del Altozano tomara cuenta de su existencia.
-¡Chiquilla, hay que ver lo bien que te sienta el sol en la cara! -exclamó Miguel, atónito por la cercanía de una belleza en la que no encontraba el menor defecto y agobiado por el ahogo que le producía que ella se dignara hablarle y sonreírle.
-A ti también, Migue; es una maravilla cómo brilla tu pelo. Parece oro viejo.
El piropo pilló al joven un poco a contrapié, por lo que dudó si corresponderlo, mientras miraba la cara de la muchacha y apartaba la vista una y otra vez, alternativamente, indeciso sobre cuál podía ser su estrategia y preguntándose si le valía la de siempre, la que empleaba con las demás, o sea, tensar los hombros e inflar el pecho para que el jersey no ocultase su fina musculatura labrada por un imaginero barroco, pasarse la mano derecha por el pelo dorado como si pretendiera alisárselo, para que ella se hipnotizara como todas, y acariciarse la entrepierna brevemente, simulando un gesto reflejo pero señalando, en realidad, que llenaba adecuadamente el pantalón. Decidió que nada de ello le valía en este momento, porque Angustias se alzaba en un universo propio que la situaba muy por encima de las muchachas del barrio, pero ¿qué podía servirle, qué tenía que hacer? La familia de Angustias, desde el aposentamiento en la calle Curadero, se mostraba tan altanera, que aunque ella le pareciera lo más hermoso que había visto jamás, no había entrado en sus cálculos la posibilidad de incluirla en su extensa colección de conquistas. La asombrosa realidad era que la joven granadina ni siquiera le inspiraba deseos sexuales, sólo veneración, como quien contempla de lejos una costosa e inaprensible obra de arte en un museo. Ahora, el elogio de su pelo la situaba en el mismo nivel pasional de las otras, porque era eso lo primero que todas alababan; si Angustias se mostraba dispuesta a bajar al territorio de la gente común, a lo mejor tenía alguna oportunidad de convencerla de ir juntos al huerto de La Virreina. Por lo tanto, le convenía devolver el piropo.
-Y tú... tienes los ojos más grandes que un mar donde se podrían pescar atunes y todavía quedaría sitio pa unas cuantas ballenas.
-Osú, Migue, hay que ver lo exagerao que eres.
-¿Exagerao? ¡Qué va! Mira, quédate quieta una mijilla...
-¿Qué pasa?
Angustias vio aproximarse la tez sonrosada y la mirada azul de Miguel, que se sumergía profundamente en sus ojos. Anheló que se atreviera a cometer la profanación; que la besara, aunque ella tendría que fingir indignación y amagar una bofetada.
-Estáte quieta, chiquilla, que veo ahí, en medio de tu ojo izquierdo, a un pobre hombre que ha naufragao en una isla desierta. Como muevas mucho los cañaverales de tus pestañas, vas a hacer que un ventarrón lo arrastre y el pobre desgraciao se caiga de la isla y se ahogue.
Angustias rió a carcajadas. Miguel decidió que había llegado el momento de echar la red:
-¿Quieres que te espere esta tarde?
-¿Dónde? -preguntó ella sin vacilación.
-¿En la esquina del Molinillo?
-No, allí podría vernos alguien que le iría con el chisme a mi madre. Mejor, en la puerta de la sacristía de San Felipe, a las siete y media. Te espero.
Angustias se alejó presurosa, como si temiera que él alegase algún impedimento. Miguel la contempló caminar, diciéndose que no sólo tenía las piernas preciosas, sino que las movía como nadie. La voz de Antonio, que acababa de saltar del pescante del tranvía, le sacó del ensimismamiento:
-¿Ya te la has trajinao, por fin?
-Hola, Antonio, ¿se te han acabao los periódicos a ti también?
-Sí, ya sabes. Lo de la otra noche en los Callejones del Perchel, con dos muertos y tantísimos deteníos, es una noticia de ésas que agotarían el doble de los periódicos de los días normales. ¿Te has conquistao a la niña del Granaíno?
-No sé.
-Ándate con cuidao, que dicen que su hermano tontea con los falangistas y tú sabes de más cómo se las gastan esos salvajes. ¿Es que no tienes chochos de sobra?
-No es éso, Antonio.
-¡Ah!, ¿no?
Antonio examinó al penúltimo de sus hermanos. Si él fuera una mujer y no un rudo sindicalista de la CNT y el Sindicato de Parados, ansiaría meterse en la cama con Miguel, por lo que de hecho suspiraban la mayoría de las muchachas del barrio, ya que todas se volvían pendones en su presencia. No creía que hubiera en el mundo alguien más guapo ni con mayor facilidad de seducir mujeres, pero, claro, a todo los cochinos les llega su San Martín, y ahora, por el tono y la expresión soñadora, su hermano parecía haberse enamorado.
-Bueno, Migue sea lo que sea, ve con cuidaíto. ¿Sabes algo nuevo del niño?
-Anoche dijo mamá que llevaba sin calentura desde la madrugá. Habrá que ir esta tarde, que aunque a mí me parecería mentira, a lo mejor hay novedades de pronto.
-Sí, tenemos que ir después de comer, a ver si despierta de una puñetera vez y me dice quién fue el hijo de puta que trató de matarlo. Recuerda tó lo que hemos hablao sobre eso y estáte al liquindoy.
A mediodía, Guaqui el Templao sudaba a chorros bajo el saco de alubias que arrumbaba del almacén al barco, cuando el carabinero le dijo al pasar:
-Oye, Guaqui, disculpa, que se me había olvidao, joé. Hay un pobre ciego que está esperándote desde la madrugá pa hablar contigo.
-¿Un ciego? Yo no me trato con ninguno. ¿Qué querrá?
No paró de hacerse mentalmente la pregunta hasta la hora del almuerzo. Cuando sonó la campana avisando de que era la una, deslió el bocadillo de chicharrones con manteca colorada y fue devorándolo con avidez canina mientras se acercaba al Chafarino. Se detuvo a dos metros, preguntándose si el carabinero no se habría equivocado con la ceguera, puesto que el anciano parecía mirarle mientras le sonreía.
-¿Eres el Templao? -preguntó como si le viera llegar y le reconociera-. ¿El amigo que tanto admira Mani?
Guaqui sintió asombro por tres razones. La primera, que Mani utilizara el mote para nombrarle; la segunda, que considerase que eran amigos; la tercera, que el hijo de Paula y hermano de Paco encontrara en él algo admirable.
-Sí... yo soy amigo del Mani. ¿Qué quería usted?
-Verás, yo vivo en la playa de La Isla y...
-¿Usted es el Chafarino? -el anciano asintió-. Mani me contó que lo había conocío.
-Es que ayer tarde vinieron a la playa los muchachos con los que él estaba cuando le conocí y lo que contaron me puso el corazón en un puño... ¿Es verdad lo del tiro y que lleva desde el verano en el hospital?
-Sí.
-Yo... -Omar Medina vaciló-, verás; quisiera que no te cieguen los prejuicios antes de que acabe de decir lo que quiero que sepas, para que me ayudes... o mejor dicho, para que ayudes a tu amigo. Sólo he hablado una vez con Mani, pero fue suficiente; desde aquel día, no he dejado de pensar en él. Hablamos cerca de dos horas y me pasó algo que ya me había ocurrido dos veces en mi vida: vi el futuro...
El Chafarino aguardó alguna palabra del Templao que expresara su incredulidad o, al menos, su escepticismo; pero el joven había decidido permanecer a la expectativa desde que al anciano se identificara como aquél de quien había oído decir que era un lunático. No pensaba burlarse, sino escucharle cortésmente y luego, olvidar sus locuras, y si sentía ganas de reír, se aguantaría hasta que no pudiera oírle.
-Me ocurrió la primera vez en mi isla de Congreso, donde nací. Una tarde de tormenta, al oscurecer, bajo el fragor de los truenos sentí como si estuviera leyendo un libro donde se contaba mi historia, pero no la del pasado, sino la que todavía no había sucedido. Lo estremecedor es que todo lo que vi en aquel libro se ha cumplido después. El día que hablé con Mani me pasó lo mismo; mientras me contaba las cosas del barrio y lo que experimentó contigo la noche de los júas, dentro de mi cabeza se abrió otra vez el libro, pero contaba la historia de tu amigo. Y lo que vi en ese libro era tan espantoso, que tuve que ponerme a hablar como una cotorra para evitar que lo hiciera él, para que no continuaran pasado páginas empapadas en sangre movidas por su voz. Cuando los muchachos hablaron ayer del tiro, fue como si leyera una de las páginas que leí aquel día y decía exactamente lo que vi entonces.
Guaqui reprimía la sonrisa. Hallaba patética la expresión aterrada del anciano al evocar unas imágenes que sólo podían ser delirios de una mente trastornada.
-No sonrías, Templao, aunque tienes derecho a pensar que estoy majareta.
Además de citar la risa contenida, la frase describía tan exactamente su pensamiento, que Guaqui sintió que la curiosidad ganaba en su ánimo espacio a la ironía.
-Mani me habló de ti, pero no de tus circunstancias, ¿comprendes lo que quiero decir? Me dijo que necesitaba ser tu amigo para que le ayudaras a conseguir dinero, que tú eras el adolescente más popular del barrio y otras apreciaciones así, y también me contó que trabajas en el puerto, pero de tu familia sólo me habló con entusiasmo enamorado de una hermana tuya que se llama Inma. De los otros diez no me dijo nada, ni de tu madre, ni del padre que os abandonó hace un año y se suicidó borracho, un mes después, tras despreciarle la bailaora del Café de Chinitas por la que dejó a tu madre, pero yo los vi a todos ellos en ese libro ensangrentado de mi cerebro.
Guaqui sintió un escalofrío; ni Mani ni nadie en el barrio sabía que su padre se había suicidado. De hecho, sólo lo sabían su madre y él y habían pactado no contarlo jamás al resto de la familia.
-¿Quién le ha dicho eso? -preguntó con un nudo en la garganta.
-No te asustes, Templao. Siento que tienes carácter y, con tu personalidad y tu fuerza, lo que veo dentro de mí no tendría que impresionarte más de lo que me impresiona a mí. Lo que deberíamos es tratar de aprovecharlo y, por ello, necesito que me ayudes con tu amigo, a ver si consiguiéramos evitar que se cumpla lo que dice el libro. ¿Es verdad que lleva cuatro meses inconsciente?
-Sí, pero ayer se le quitó la calentura y esta mañana estaba mucho mejor. Las monjas dicen que a lo mejor recupera pronto el sentío.
-Entonces, ha sido muy oportuno que se me ocurra venir hoy. ¿Puedes llevarme al hospital?
Continuará
Elena Viana-Cárdenas James-Grey acechaba junto a la ventana, aguardando con impaciencia expectante, como cada vez que mandaba a Rafael al hospital. Ya no podía tardar, porque faltaba poco para el almuerzo y el mayordomo aún tendría que cambiarse de ropa para servir la mesa. A diario, intentaba racionalizar sus impulsos para identificar el origen verdadero, porque cualquiera de sus familiares que se enterase de lo que estaba intentando calificaría su proceder de "chochez caprichosa" de una mujer que había actuado como un hombre la mayor parte de su vida y que, a los sesenta y siete años, se aburría a causa de la inactividad. Todos, particularmente su hija Rita, que imperaba ahora en la casa relegándola a ella al papel de "reina madre" sin reino efectivo, calificarían de insensantez o antojo senil lo que venía rondándole la cabeza. Por ello, había tenido que obtener la promesa de silencio de Rafael, coaccionándole con la dureza que empleaba antaño para dirigir la naviera.
Eran casi las dos de la tarde cuando lo vio llegar en el coche y, mientras se le acercaba presuroso, frunció los labios al advertir que no sólo traía de vuelta el paquete de esa mañana, sino también el del día anterior, que no había sido abierto.
-No hay manera, doña Elena -dijo el criado entre jadeos, mientras se sacudía con las manos el polvo de las perneras del pantalón-. Dice la monja que la madre del niño no quiere ni ver sus regalos y que ha dao orden de devolverlos.
Elena frunció los labios. La mueca no era completamente de enfado, pues solapaba su admiración. Paula era tozuda, tenaz e imposible de convencer de algo que ella no quisiera convencerse. "De casta le viene al galgo", se dijo. En alta voz, preguntó:
-¿Te han dicho algo de cómo está Manuel?
-Sí, doña Elena. Parece que ayer amaneció sin calentura y ya no le ha vuelto a subir, y no como las otras dos veces, que parecía que sí y luego, po que no. Ahora, dicen que a lo mejor vuelve en sí enseguía.
Elena sonrió. Más con los hermosos ojos violetas que con los labios.
-Entonces, ve otra vez esta tarde, a enterarte de si la mejoría se confirma. Si fuera así, te quedarás de guardia, pa avisarme en cuanto despierte, porque iré a hablar con él antes de que la madre pueda ponerlo en guardia contra mí. Que ya viste cómo se portó el niño cuando fuiste a hablar con ella; el día que pasó por aquí huyó como si yo fuera el diablo, y no estoy dispuesta a que vuelva a hacerlo.
La silueta de la pared estaba difuminándose bajo un torrente de cal teñida de rojo almagra. Le causaba mayor pavor esa catarata rojiza que la silueta misma, de la que había olvidado que le quitaba el sueño en un pasado remoto que pertenecía a una etapa de su vida que había superado ya. Hoy no le desvelaba el miedo a la figura imprecisa de mercurio que siempre amagaba los zarpazos pero nunca llegaba a darlos, que amenazaba pero no hería, que se colaba por los balcones perfumados de albahaca sólo para incordiar; en realidad, nada podía desvelarle salvo la voz que sonaba tan conocida aunque no lograra identificarla. Parecía recitar una salmodia, como quien lee rutinariamente por orden del maestro en una escuela; de vez en cuando, escuchaba otra voz, ésta ronca y aguardientosa como la de los marineros, que debía de pertenecer al maestro. Pero era el alumno quien hablaba sin parar:
-Mani, que como me dijeron las monjas esta mañana que puedes recuperar el sentío de sopetón, po que he venío otra vez porque no quiero perdérmelo. Te juro por mis muertos que me dará un alegrón más grande que el monte Gibralfaro pero es que no tengo más remedio que estar aquí cuando despiertes pa que no vayas a meter la pata.
¿Quién trataba de evitar que metiera la pata y en relación con qué?
-Y mira tú por dónde, que si no hubiera querío venir, resulta que no habría tenío más remedio, porque el Chafarino fue a buscarme al puerto pa que lo trajera; es que ayer se enteró de lo que te había pasao y también se le ha quedao chica la camisa por lo que tú pudieras largar. Está aquí conmigo...
-Creo que te escucha -indicó Omar Medina-; ha puesto el cuerpo en tensión.
La voz aguardientosa también le sonaba conocida. ¿Quién podía ser?
Guaqui el Templao examinó a Mani. En efecto, tal como indicaba el Chafarino se percibía un movimiento en los párpados que nunca había notado en las demás visitas, como si quisiera abrir los ojos. También fruncía la nariz. Y los codos presionaban contra el colchón, como si intentara alzar los hombros. Se preguntó si un ciego podía detectar todos esos detalles y volvió a dudar que el Chafarino fuese realmente ciego.
-Po eso, que el Chafarino también quiere evitar que te vayas de la lengua, porque lo que se puede armar es más malo que el sebo de carro. Imagina, los falangistas están cá día más envalentonaos y cualquiera de los suyos es pa ellos como si fuera la Virgen de Zamarrilla. Supónte tú que tus hermanos van y le meten mano al Serafín, ¿tú qué piensas que harían los falangistas, quedarse achantaos? Nanay de la China, Mani.
-¿Pero no han metío en la cárcel al Serafín? -preguntó Mani, sintiendo que su voz sonaba diferente de como la recordaba.
El Chafarino se estremeció.
-¿Estás consciente? -preguntó.
-¿Es usted el Chafarino? -Mani no conseguía mover los párpados
-Sí, hijo.
-¿Por qué no abres los ojos? -la voz del Templao sonaba ahogada por un sollozo.
Mani sintió una alegría inmensa al comprender que era él, de verdad. El joven más popular del barrio se había convertido en su amigo.
-Lo estoy intentando, pero me duele mucho la luz. Oye, Guaqui, ¿por qué no han metío al Serafín en la cárcel?
-Nadie sabe que fue el Serafín el que te disparó -respondió Guaqui y, al hacerlo, oyó a sus espaldas una áspera exclamación.
Tuvo un sobresalto al volver la cabeza. Antonio, Paco y Miguel se encontraban en la mitad de los doce o catorce pasos que distaba de la puerta la cama de Mani, parados de repente como si les hubieran golpeado en la cabeza. Miguel tenía desorbitados los ojos y por su rictus de dolor parecía que alguien acabara de clavarle un puñal en el pecho; de esa dolorosa manera comprendía que Angustias se había convertido esa mañana, junto a la parada del tranvía, en algo mucho más importante que la posibilidad de un revolcón en el huerto de La Virreina. Paco apretaba los labios como si quisiera ayudarse a pensar con rapidez; desde principios de octubre, y sobre todo desde lo de Asturias, se había desatado triunfal y arrogante la represión contrarrevolucionaria y participar en un escándalo vecinal, con riesgo de ser detenido, sería muy contraproducente para los planes del partido. La expresión de Antonio era como una tormenta un instante antes de descargar el rayo.
-Conténte, Antonio -murmuró Paco-. Lo importante es que el niño se recupere. No le des un susto.
-Sí, tranquilízate -murmuró a su vez Miguel, que sentía que un peso insoportable había sido descargado sobre sus hombros y maquinaba cómo hablar con Angustias mucho antes de la cita ante la sacristía de San Felipe, mientras aferraba el codo de su hermano mayor.
-Ustedes no estáis bien de la cabeza -masculló Antonio, rechazando la mano con que Miguel le contenía-. Quedarse con el niño, que yo voy a un mandao.
-No te muevas, Antonio -ordenó autoritariamente Paco-. En cuanto salgamos del hospital, pensaremos los tres juntos qué hacer, pa que no sea peor el remedio que la enfermedad. Ahora, el niño es lo primero. Disimula.
-¿Qué tiene que disimular? -preguntó Ricardo, que se unía a sus hermanos, tras haberse quedado rezagado en el pasillo para saludar a la madre superiora.
-Tú no te metas, Ricardo -dijo Antonio con tono desabrido-, que esto es cosa de hombres y no de mariconas chupacirios. El niño no ha abierto los ojos toavía, así que como no me ha visto llegar, me largo. Quedarse ustedes y, si pregunta por mí, que ya vendré luego.
-¿Qué pasa, Paco? -insistió Ricardo.
-Que el niño acaba de decir que fue el hijo del Granaíno quien le disparó.
-Po lo que tenemos que hacer -afirmó Ricardo-, es denunciarlo a los guardias.
-¡Una mierda! -exclamó Antonio-. ¿Con la experiencia de lo que pasa, y más desde lo de Asturias, te has creío que la policía va a enchironar a un falangista, aunque sea un asesino de niños? ¡Estás soñando! Yo me largo. Decirle a mamá que estoy de juerga y que no me espere levantá.
-Espera, Antonio -suplicó Miguel, al borde del llanto-. Me voy contigo.
Salieron, Antonio resueltamente y Miguel tras él, trastabillando por la congoja.
-Escucha, Ricardo -dijo Paco al oído de su hermano-, voy a quedarme un ratillo por si el niño se ha dao cuenta de que veníamos, pero tú echa a correr, adelanta al Antonio, cuéntale a mamá lo que pasa y plántate a la puerta de la barbería. Espérame allí, que llegaré en seguía. Si vieras llegar al Antonio antes que yo, manda al Granaíno con cualquier pretexto que eche el cierre...
Ricardo salió deprisa. Paco se acercó al grupo formado por el Templao, el Chafarino y Mani, que retornaba del todo a la realidad a través de los ojos entreabiertos. Paco sintió una punzada de orgullo, porque todos los médicos habían dicho hasta el hartazgo que tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Algo especial debían poseer los Robles del Altozano para que un niño de once años hubiera resistido una perforación de pulmón y una infección que pudo matarlo. Ahora, con menos de cuarenta y ocho horas sin fiebre, su semblante y su aspecto eran los mismos de siempre, salvo por el hecho de que parecía haber crecido un palmo durante los cuatro meses de sopor.
Guaqui el Templao comprendió lo que se avecinaba. A pesar de la preocupación, sintió júbilo; la vida le brindaba una oportunidad doble, devolver a Mani el favor de salvarle la vida y acceder a la estimación de Paco. Se puso de pie diciendo:
-Oye, Mani, que ya que te has despertao por fin, después de tenernos cuatro meses con el alma en vilo, po que me tengo que ir, porque hoy me toca currelar en el taller y sólo había venío por traer al Chafarino.
-¿Cuatro meses? -preguntó Mani, con espanto.
-Sí, chiquillo -respondió el Templao-, menúas vacaciones... y que ná, que me las piro y voy a decirle a mi Inma que se dé una vuelta por aquí, ¿te parece?
La alegría de descubrir al Templao junto a su cama se estaba diluyendo bajo la conmoción saber que había dormido cuatro meses. El estupor era el más notable de sus sentimientos pero no el único, pues la sensación de pérdida ganaba terreno rápidamente. El abrazo y el beso húmedo de lágrimas de Paco le dejaron indiferente.
-Voy a avisar a mamá, Mani -dijo Paco, mientras indicaba por señas al Templao que le esperase-. Volveré a la noche. ¿Usted se queda?
La pregunto iba dirigida al Chafarino.
-Sí. Quería hablar con tu hermano.
-¿Tiene quien le lleve a su casa?
-No me hace falta. Puedo valerme solo, no te preocupes.
-Po condiós. Mani, que no tardo ná; trata de no dormirte antes de que venga el personal del hospital.
Echó a correr escaleras abajo tras el Templao y al pasar ante la monja del atrio le dijo sin detenerse:
-Sor Lucía, que mi hermanillo ha despertao. A ver si pudiera verlo el médico.
Rafael, el criado de Elena Viana-Cárdenas James-Grey, dio un salto al oír la frase. Puso nerviosamente en marcha el coche y aceleró en dirección a la mansión de La Caleta. Debía conducir con diligencia y rapidez, para avisar a la señora con tiempo de que las cosas ocurrieran tal como ella deseaba, a ver si así dejaba de estar tan gruñona, pues últimamente no había quien la aguantara.
Mientras cruzaba la ciudad el lustroso hispano-suiza negro, Ricardo había conseguido adelantarse a Antonio y Miguel y subió a saltos las escaleras. Entre jadeos, que más eran producto de la agitación que del ahogo de la carrera, le dijo a Paula:
-Mamá, el niño ha despertao, pero se va a armar el follón, porque sin darse cuenta de que nosotros llegábamos, le preguntó al Templao si no habían metío en la cárcel al hijo del Granaíno, que resulta que es el asesino.
-¿El hijo del barbero? ¡No te digo yo! Desde el primer momento me lo olí.
-Po el Antonio viene pacá hecho un brazo de mar y puedes imaginarte lo que va a hacer. El Paco me ha dicho que a ver si consiguieras contenerlo.
-Pero necesito ver al Mani...
-Antes, tenemos que evitar que el Antonio haga una locura.
-Sí, tienes razón. Vamos.
Cuando Paula y Ricardo se pararon frente a la barbería, Antonio doblaba la esquina de la calle Curadero pugnando contra las tarascadas con que Miguel trataba de hacerle retroceder.
-Ricardo -ordenó Paula antes de dirigirse al punto por donde llegaba Antonio-, dile a Gustavo el Granaíno que eche a la clientela y cierre la barbería si no quiere que le metamos fuego por culpa de la joya de hijo que tiene. Díselo con mala cara y a gritos, de manera que no le quepan dudas de que tiene que hacerte caso.
Antonio y Miguel se detuvieron cuando vieron a su madre correr hacia ellos.
-Mamá, vete pa la casa -dijo Antonio con tono gutural y sin mirar directamente a Paula-, que, en situaciones como ésta, es donde le corresponde estar a una señora que es madre familia .
-¿Donde me corresponde estar? -exclamó Paula con expresión airada-. ¿Qué soy, un mueble inútil? A ti sí que te corresponde estar donde yo me sé. Ahora mismito coges el pescante y te vas a tomarte un blanco a la taberna, a mi salud. Ten.
Ofreció a su hijo una moneda de a real.
-Mamá, no me obligues a faltarte al respeto...
-¡Como si no lo hubieras hecho ya millones de veces!
-¡Mamá!
-Sí, me faltas al respeto cá vez que haces oídos sordos a lo que te mando. Da media vuelta y ni te acerques a la barbería.
Antonio se encontraba medio inmovilizado por los brazos de Miguel, que le aferraban desde atrás. Tenía que librarse de Paula, porque la fuerza paralizadora de sus palabras era muy superior al freno que Miguel trataba de imponerle, del que podía zafarse en cuanto lo intentara. Sin mirar a su madre a los ojos, dijo:
-Es bien, mamá, tú ganas. Me voy a dar una vuelta con la Ana.
-Eso -aprobó Paula-. Vete a pelar la pava, pa que esa pobre muchacha se dé cuenta de que su novio es una persona como Dios manda y no un burro picao de avispas.
-Dios ya no existe, mamá.
-¡Serás borrico...! Echa a correr. ¡Hala!
Estimulado por el tono imperioso de la orden, Antonio se libró de los brazos de Miguel y se retiró cabizbajo en dirección al domicilio de su novia, mascullando.
-Migue -ordenó Paula-, aunque el Granaíno haya cerrao el negocio, quédate de guardia con el Ricardo delante de la barbería. No dejéis que Antonio se acerque ni os mováis hasta que yo vuelva del hospital.
En el puente del Guadalmedina se topó de frente con Paco y el Templao.
-¡Mamá!, ¿te ha dicho el Ricardo lo que pasa?
-Sí. Lo he dejao con el Migue en la puerta de la barbería, de guardia. He conseguío que el Antonio se tranquilice y ahora estará con la Ana, pero, por si las moscas, quédate tú también delante de la casa del Granaíno, por lo menos hasta que yo vuelva del hospital. A ti te hará más caso que a ellos.
-Esta noche tenía una reunión importante en el partido -alegó Paco.
-Ve si quieres -dijo Guaqui el Templao-. Yo puedo quedarme por ti; total, por una vez que no vaya a trabajar al taller... yo nunca me escaqueo.
-De eso, nada -discrepó Paula-. No te metas en trifulcas ajenas, Guaqui, ni faltes al trabajo, que bastantes problemas tiene tu pobre madre; y tú, Paco, deja la reunión pa otro día. Lo primero es lo primero.
Paula continuó su camino, convencida de que el peligro de que sus hijos resultasen más perjudicados que vengadores en un enfrentamiento había sido conjurado. Quedaba pendiente el meollo del problema: Serafín no podía salir de rositas tras haber estado a punto de matar a su hijo. ¿Cómo podía hacer que la policía se ocupase del asunto, cómo lograría que el peligro público llamado Serafín fuese detenido, si todo hacía sospechar que los guardias protegían y colaboraban con los miembros del inquietante partido del que formaba parte?
En esos mismos instantes, Elena Viana-Cárdenas James-Grey entraba en el hispano-suiza y mientras Rafael lo ponía en marcha rumbo al hospital, le preguntó:
-¿Estás seguro de que la madre no andaba por allí?
-Sí, doña Elena.
-Pues date prisa, a ver si consigo hablar con él antes de que ella llegue. Porque segurísimo que alguien la habrá avisao ya de que el niño ha despertao y echará a correr pal hospital.
LA DESBANDÁ. Continuación
Mientras, Omar Medina el Chafarino trataba de expresarse de un modo que no angustiase a Mani, pero que le convenciera de adoptar ciertas iniciativas.
-Estás en el centro de un temporal, Mani. Eres el centro y también la fuerza que lo origina, por paradójico que te parezca. Aunque seas tan joven, la vida ha echado sobre tus hombros un peso del que te urge librarte, ¿me comprendes?
Mani no conseguía fijar completamente su atención en las palabras del anciano. Su mente, todavía no despejada del sopor, derivaba de la consternación por los cuatro meses perdidos a la angustia por lo que sus hermanos pudieran estar tramando, porque, evidentemente, no se habían enterado hasta esa tarde de que Serafín era su agresor. Anque difícil de entender, el discurso del Chafarino representaba un consuelo para el bullicio desatado en su cabeza.
-El hermano de Poseidón tuvo también que tirar por la calle de enmedio con los líos de su familia...
Mani consideraba a los dioses marinos del ciego tan quiméricos como el fantasma del muro del convento y sus relegados demonios nocturnos, pero la cuesta abajo por donde se precipitaba su mundo tras la paz que sólo había conocido durante unos pocos años de plácida niñez, se estaba convirtiendo en un abismo absurdo donde cualquier fantasía podía resultar creíble y tan familiar como el perfume de albahaca para quien, igual que para todos los vecinos del barrio, lo sobrenatural era cosa cotidiana y las pasiones desatadas mucho más comprensibles que el juicio bondadoso y sibilino del Dios predicado por las monjas, aquel ser vigilante, ubicuo y remoto que componía poses fotográficas sentado entre nubes. El marengo pareció mirarle conmiserativamente cuando Mani dijo:
-Me da canguelo pensar lo que mis hermanos harán con el que me pegó el tiro.
-¿Todos? Éste que se llama... Paco, parece bastante sensato y capaz de contenerlos... ¿Crees que los demás conseguirán arrastrarlo?
-No lo sé. Son tan diferentes, que no parecen de la misma camá.
-Ocurre en todas las familias, Mani; las camadas de hombres no son uniformes como las de animales; la diversidad es la norma y la uniformidad, la excepción. Además de tres hermanas, Poseidón tiene dos hermanos varones; uno de ellos, el mayor, que se llama Zeus, estuvo a punto de ser devorado por su propio padre, Crono, que ya se había comido a todos sus hijos, porque un oráculo le había anunciado que sería destronado por ellos. Crono sabía de sobra cómo se las gastan algunos hijos, ya que él mismo había estado a punto de matar a su padre y temía, a su vez, que los suyos le asesinasen. Cuando se casó con su hermana, la diosa Cibeles, ella intuyó lo que iba a pasar y en vez de entregarle a Zeus cuando lo parió, le dio un envoltorio que contenía una piedra. Crono era más bien estúpido y se tragó el engaño, o sea, que engulló la piedra. Debido a que tanto en la tierra como el cielo el que a hierro mata a hierro muere, Zeus le dio su merecido: primero, le obligó a tomar un brebaje mágico con el que vomitó vivos a los hijos que había devorado a lo largo de su vida; luego, se alió con los cíclopes para retar a su padre y lo mató.
Mani trataba de ser cortés y fingíacredulidad, porque olvidaba que el Chafarino no podía verle. ¿A qué venía contarle tales fábulas, en un momento tan complicado?
-A pesar de sus diferencias -continuó el Chafarino- y de lo diametralmente opuestos que eran, aquellos hermanos encontraron razones para compaginar sus intereses y el acuerdo de aliarse contra Crono fue la primera revolución verdadera de los oprimidos de la tierra. Libres de la crueldad de su padre, Zeus y sus hermanos Hades y Poseidón se repartieron el mundo. Fueron atribuyéndose parcelas o actividades, de acuerdo con sus características, que eran para todos los gustos. A Poseidón, como era el más joven, no le concedieron mucha importancia y por ello le asignaron el dominio de la mar, ignorantes de que cubre cuatro quintas partes del mundo. Los hombres olvidan sus diferencias cuando identifican a un temible enemigo común, un temor que iguala a la gente más diversa y consigue amalgamar la harina con el metal. Hace pocos días, ha estado a punto de fundarse una república soviética en España y ¿qué hemos visto? Primero, los irreconciliables anarquistas, comunistas y socialistas se alzaron hombro con hombro al grito de "Uníos hermanos proletarios", como si nada les separase, ante la expectativa de que sus sueños utópicos se materializaran. Segundo, los demás, derechas, falangistas y militares, que son como el aceite y el agua, se unieron por el terror al comunismo soviético y se liaron conjuntamente la manta a la cabeza. Y... ya te enterarás en cuanto saltes de la cama, que creo que con tu carácter no vas a aguantar más de unas horas acostado... han corrido ríos de sangre por Madrid y Barcelona y, sobre todo, por Asturias, donde intentaron fundar un soviet revolucionario llegando a fusilar a treinta guardias civiles, y te puedes imaginar las consecuencias terribles de esa locura cuando el ejército mandó a la Legión para aplastar la revuelta con sus dos generales más fieros, Franco y Goded, mientras esos fascistas de inspiración italiana, a quienes los militares no pueden ver ni en pintura, se lanzaban a remachar el aplastamiento con sadismo loco. Armaron el lío socios irreconciliables y lo han aplastado socios que también lo son. Las diferencias entre los humanos son sólo espejismos, Mani. En lo más profundo, tus hermanos sienten de modos muy semejantes, igual que tú; pero sólo tú, que estás en el centro de sus inquietudes, puedes persuadirles de que tal sentimiento común no se convierta en una fuerza que os arrastre colectivamente a la tragedia, ahora que has hecho de Sísifo involuntariamente, al delatar a tu agresor antes de darte cuenta de las consecuencias. Ojalá que la vida no te obligue a llevar eternamente una roca cuesta arriba, como Júpiter condenó a Sísifo. Creo que deberías tratar de levantarte esta misma noche, para...
-¡De ningún modo! -dijo un anciano médico, que se aproximaba renqueando-. Niño, ¿estás consciente? ¿Quién soy yo?
-Usted es don José, el médico.
-Muy bien. ¿Y quién es tu madre?
-Doña Paula Robles del Altozano.
-¿Y qué día es hoy?
-No tengo ni puta idea.
-¡Niño! -exclamó el médico.
-No se lo tome en cuenta -rogó el Chafarino-. Nadie le ha puesto al corriente todavía de datos como ése y tampoco puede estar definitivamentee lúcido tan pronto, después de dormir cuatro meses.
El médico no añadió ningún comentario mientras tomaba la temperatura de Mani y le palpaba el pecho sin parar de exclamar:
-¡Asombroso!
En ese momento, Paula alcanzaba jadeante la verja del hospital, con tiempo de ver que Elena Viana-Cárdenas James-Grey, ayudada por el criado, descendía de su reluciente automóvil, el vehículo particular que mejor conocía la mayoría de la población de Málaga. Se acercó de una zancada, y se plantó ante ella cerrándole el paso:
-Por favor, señora...
-No me llames señora. Tú no tienes por qué...
Paula se mordió el labio. En cierta medida, llamarla "señora" constituía una deslealtad hacia muchos de sus propios postulados. Treinta y nueve años de resolución podían perder significado si se humillaba. Usó un tono firme e imperativo al decir:
-Deje usted de perturbar a mi familia contándole al más chico de mis hijos cosas que él no puede comprender. ¿Le parece divertío meterse en esos berenjenales, es que se aburre usted? ¿Por qué se ha fijao en el Mani y no en uno de los grandes?, porque usted se ha creío que lo puede trajinar...
Paula sentía subir por el esófago una mezcla de ira e indignación que trató de disimular, a causa de la mirada de la monja portera que las observaba a las dos desde el umbral del portalón con más perplejidad que curiosidad, como si se preguntase qué podía tener que dilucidar la miserable madre de una familia barriobajera con la dama más poderosa de la ciudad.
-Sólo quiero ayudaros -alegó Elena.
-¡A buenas horas, mangas verdes!
-Yo no sabía...
-¡Ah!, ¿no? -el tono de Paula era sarcástico.
-Te lo juro, Paula. Para mí ha sido una novedad.
-Qué bien saben mentir los que lo pueden tó. Mentir y estafar a media humanidad. Pero a mí no me la da. No se arrime a mis niños ni que se estuvieran muriendo, si no quiere usted que les cuente la verdad. O sea, toa la verdad, con pelos y señales. Salga usted de nuestras vidas, que mu tranquilamente hemos vivío sin usted, y no le mande más limosnas a mi Mani o le contaré a esa monja chismosa lo que hicieron ustedes y que se entere el mundo entero de la clase de familia que es la suya.
Elena Viana-Cárdenas James-Grey miró en derredor, como si temiera la cercanía de oídos indiscretos, aunque la monja portera, a unos quince metros de distancia, no podía escuchar a Paula. Tras un momento de turbada indecisión, entró de nuevo en el automóvil y ordenó al criado volver a casa.
Paula notó que se enjugaba una lágrima cuando el coche emprendía la marcha. La hipocresía de gente como los James-Grey era nauseabunda. Echó a correr hacia el interior del hospital; ahora necesitaba más aún abrazar a Mani.
El Chafarino escuchó los besos y exclamaciones de madre e hijo en silencio, haciendo lo posible por eclipsarse. Se alzó de la cama vecina, donde había permanecido sentado, y salió de la sala sin decir nada que pudiera interferir en el intercambio de caricias y confidencias. Volvía a su playa sin conseguir convencer al muchacho de lo gigantesco que era el alud que se precipitaba sobre él; las circunstancias y, seguramente, las convicciones de sus hermanos, habían desarrollado en su espíritu un escepticismo más propio de un desengañado de mediana edad que de un niño. En La Isla, a la puerta del cañizo, meditaría durante la mañana siguiente una estrategia que le sirviera para resultar más convincente y volvería por la tarde al hospital. Ni Paula ni Mani se dieron cuenta de que se había marchado.
Frente a la barbería, Paco, Ricardo, Miguel y Guaqui el Templao se miraban los unos a los otros con una incómoda sensación de inutilidad, mientras los minutos corrían tediosamente. El peligro había pasado, Gustavo el Granaíno estaba libre de la ira de Antonio y, por consiguiente, ¿qué más tenían que hacer cuatro hombres adultos vigilando una puerta cerrada?
-Yo tendría que ir pal currelo -dijo el Templao, rebulléndose por la duda, porque deseaba permanecer a ver si encontraba el modo de convencer a Paco de que le ayudase a ingresar en el partido, pero lo que le pagaban en el taller por cada una de las dos noches semanales era fundamental en los presupuestos de su familia.
-Vete Guaqui -aconsejó Paco-. Aquí no hay ná que hacer y aunque lo hubiera, tú no tienes por qué meterte.
-¿Cómo que no? -protestó el Templao-. El Mani me ha dao motivos de sobra pa que lo considere amigo mío y yo... po mira, Paco, que me gustaría hablar contigo sobre el partido... y tu célula...
-Me parece de perlas -atajó Paco, a quien le incomodaba hablar de tales asuntos ante sus hermanos, ya que ninguno de ellos poseía el carácter adecuado para ser su camarada, salvo Mani, que era un niño-, pero ya tendremos tiempo de eso. Ahora, vete a trabajar, que ya escuchaste lo que te dijo mi madre y a ella no hay que rechistarle. Hasta yo mismo, creo que me voy a la reunión del partido.
-Mamá ha mandao que nos quedemos aquí -reprochó Ricardo.
-Namás me voy por un ratillo, Ricardo, no te preocupes -tranquilizó Paco a su hermano-. Iré a preguntar si hay alguna novedad y a decir que no puedo estar en la reunión, y volveré enseguía. Vamos, Guaqui, que nos coge de paso.
Echaron a andar por la calle Huerto de Monjas, pero al llegar a la esquina de Rosal Blanco, el Templao recordó a su hermana Inma y la promesa que le había hecho a Mani de que ella iría al hospital.
-Tengo muchas ganas de hablar contigo, Paco; pero otro día. ¿Te hace que te invite mañana por la tarde a un blanco?
-Seguro -respondió Paco, que se preguntaba si el Templao merecía ser militante del partido-. Mañana nos tomamos unos blancos y hablamos, ¿vale?.
Inma estaba en su sempiterno asiento del escalón del portal, mirando hacia la embocadura de la calleja como si esperase ver llegar a su hermano. Corrió hacia él. Aunque parecía ansiosa por decirle algo, fue Guaqui quien habló primero:
-El Mani ha despertao, Inma. ¿No quieres darte una vuelta por el hospital?
-¿Ha despertao? Ahora mismito voy pallá. Pero, oye, Guaqui, que el barrio está alborotao, porque han visto que estabais sus hermanos y tú en la puerta del Granaíno y tos se huelen lo que va a pasar.
-No va a pasar ná. Ya no hay peligro.
-Sí pué pasar, Guaqui. Han visto al Serafín saltar la tapia trasera del patio y salir corriendo en busca de los suyos, porque llevaba el uniforme.
El Templao comprendió la magnitud del peligro. Tenía que volver a la barbería.
-Hazme un favor, Inma. Antes de ir pal hospital, acércate por el taller y di que esta noche no puedo trabajar, que me he torcío una mano en el puerto, ¿vale?
Frente a la barbería, a Miguel le reconcomía la ansiedad. A juzgar por la oscuridad que ya había devorado al crepúsculo, iban a sonar las siete y dado que la puerta permanecía cerrada y muda, Angustias no había abandonado ni abandonaría la casa para acudir a la cita ante la sacristía de San Felipe. Necesitaba ansiosamente hablar con ella, para nadar en las líquidas profundidades de sus ojos, y era urgente decirle que él no tenía nada que ver en la pendencia, que estaba allí para protegerla. ¿Y si escudriñaba por la ventana para tratar de llamar su atención?
En el interior de la vivienda tenía lugar un cónclave familiar. Gustavo el Granaíno aleccionaba a su mujer y a su hija:
-Siguen ahí, aunque ya son dos namás. Estar calladas y quietas como muertos, que se crean que no estamos hasta ver la ayuda que consigue el Serafín.
-Es una majaretá armar esta marimorena -argumentó Angustias-, porque no van a hacernos ná, papá, ¿es que no te das cuenta? ¿No ves que vinieron a avisarte?
-Pero mira al guapito -indicó Bernarda, la madre-. Espía por la ventana pa ver lo que hacemos, por si somos capaces de defendernos.
Angustias se mordió fieramente el labio hasta que brotó la sangre. Presentía que Miguel trataba de ver tras los cristales quién había en la habitación en penumbras, antes de decidirse a pronunciar su nombre.
-Y el Serafín se ha llevao la pistola... -lamentó Gustavo.
-Po lo que es yo -proclamó Bernarda mientras iba a la cocina-, no voy a quedarme con los brazos cruzaos pa que ese cafre nos rompa los cristales.
Aferrado a los barrotes de la reja, de la que sólo pendía una maceta de clavellinas, Miguel forzaba la vista intentando descubrir a Angustias tras el cristal, más allá de las minúsculas flores blancas salpicadas de rojo. Sabía que ella no podía escucharle, pero no paraba de murmurar el nombre: "Angustias, Angustias, sal, por favor, que tengo que darte un recao; yo... no sé lo que me pasa desde esta mañana, que creo que me has herío de muerte... y mira qué malbajío, pasar esto ahora que yo he comprendío que no estás en el trono de una procesión sino que eres de carne y hueso. Me voy a morir, Angustias, porque eres todas las angustias de mis entrañas, que ya ves tú que estoy aquí dispuesto a no hacer caso de los míos, porque lo que quiero es protegerte aunque sean mis propios hermanos quienes me claven un puñal en el pecho...". Ella tenía que recibir el mensaje, acudir a aflojar el nudo que se le había formado en el estómago y un poco más arriba, en el costado izquierdo.
Mañana continuará
Ricardo no comprendía el sentido de las expresiones y ademanes de Miguel. La gente que les observaba desde los balcones y ventanas, y también desde la calle, aunque a cierta distancia y dejando despejado el escenario del espectáculo que anticipaban, mostraba la misma perplejidad que él. ¿Por qué parecía tan triste el muchacho que todos consideraban el más alegre del barrio, el donjuán más impenitente y burlón, el que no se ocupaba de nada que no le causara placer? Ricardo no tenía ni idea de lo que le pasaba al hermano que mayores preocupaciones religiosas le inspiraba a causa de su extrema debilidad por las mujeres, pero debía practicar las enseñanzas de Jesucristo y consolar a los que lloran aunque estuviesen tan corrompidos por los pecados de la carne como lo estaba ese hermano suyo, cuyo diabólico atractivo físico iba a ser su perdición eterna. Tenía que consolarlo y se acercó a él para hacerlo.
Angustias les miraba a los dos con fascinación. Las expresiones de Miguel eran una declaración de amor, y por ello el júbilo le aceleraba el corazón. Los ademanes del que algún día iba a ser su cuñado, el chupacirios del que se burlaban todas las vecindonas, no podía descifrarlos. ¿Intentaba aflojar la presa con que Miguel se colgaba de la reja o trataba de espiar el interior? Absorta en la pregunta, no vio a tiempo que su madre había vuelto de la cocina portando un humeante cazo de agua hirviente; comprendió lo que iba a hacer cuando la vio accionar la manija que abría la cristalera, sin tiempo de impedirlo. Sólo pudo gritar con un gemido:
-¡¡¡Migue!!!
Ricardo consiguió que Miguel soltara la mano derecha del barrote. Tiraba de él para que soltara la reja, cuando notó que el postigo acristalado se abría para descubrir a Bernarda portando un cazo, mientras alguien gritaba dentro el nombre. Creyó que la mujer del barbero pretendía golpear la mano izquierda de Miguel, pero el alarido de éste le reveló que había vertido agua hirviendo sobre esa mano. Guaqui el Templao, que acababa de aproximarse a la carrera, sujetó a Miguel y le preguntó solícito si le dolía mucho al tiempo que examinaba el mal con la pericia de quien, tanto en el puerto como en el taller, sufre quemaduras y heridas con frecuencia.
Miguel hablaba, conservaba el concocimiento, de modo que la quemadura era un daño localizado del que se ocuparían el Templao y las mujeres que habían acudido. Como se sintió libre de la obligación de atenderle, Ricardo se lanzó contra el portalón cerrado de la barbería incapaz de controlar ni racionalizar la ira que catapultaba su cuerpo. Dos años de ayuno y penitencias en busca de la templanza para el servicio de la Iglesia, fueron aventados por los ayes de Miguel, y un aguijón impulsó sus pies y manos anulando su voluntad. Bajo el estupor del vecindario, que contemplaba la progresión de la reyerta tan festivamente como todos los enfrentamientos, el muchacho cuya virilidad cuestionaban todos y cuya afición por las cosas de iglesia ocasionaba las más clamorosas burlas, golpeaba en estado de arrebato las dos hojas de vieja madera tachonada de clavos de hierro con una fiereza que nadie hubiera sido capaz de atribuirle, obnubilado y en trance, como si sólo pudiera pensar en la injusticia de que precisamente el menos conflictivo de sus hermanos gimiera con la mano y el brazo izquierdo abrasados. Las patadas de Ricardo eran tan violentas, que comenzó a oírse el chasquido de los cristales interiores que se rompían por sus embestidas.
-¡Rojo degenerado, para, si no quieres que te mate! -gritó una voz autoritaria.
Ricardo constató de reojo el sentido de la advertencia y se detuvo.
Acababa de llegar Serafín con otros tres miembros de su grupo, todos uniformados. El que profería la amenaza era un hombre maduro que esgrimía entre aspavientos una pistola enorme, de un modo que revelaba su torpeza y la escasez de su fuerza. Incapaz de permanecer impasible y al margen, Guaqui el Templao, ayudado por una espectadora, arrastró en volandas a Miguel hacia un grupo de tres vecinas que asistían al espectáculo apostadas ante un portal cercano, a las que dijo:
-Tomar, sujetarlo ustedes y echarle aceite de oliva en la quemaúra.
En cuanto se aseguró de que las mujeres se hacían cargo de Miguel, arremetió contra el grupo de Serafín. Cayó sobre el que enarbolaba la pistola y le tumbó en el suelo.
Inma había llegado al hospital. No atendió el veto de la monja y subió las escaleras a zancadas, pues conocía de sobra el camino hacia la cama de Mani gracias a las innumerables rondas de su sueño realizadas a escondidas durante cuatro meses. Se asomó al dintel de la puerta; casi recostada en la cama, Paula tenía abrazado a Mani con su izquierda mientra le acariciaba la frente con la derecha. Llamó su atención con un siseo y le indicó con la mano que saliera.
-¿Qué pasa, Inma?
Le contó atropelladamente lo que sabía y su temor de que la pelea hubiera comenzado ya. Paula miró a su hijo irresoluta, porque le costaría gran esfuerzo abandonarlo en ese momento, Preguntó a la muchacha entre dientes:
-¿Puedes quedarte un ratillo con el Mani?
-A eso he venío.
-No le cuentes ná de lo que pasa -ordenó más que pidió Paula y volviéndose hacia Mani, añadió: -Niño, que tengo que hacer un mandao, pero vendré luego. La Inma va a entretenerte.
Echó a correr hacia el barrio.
-¿Qué está pasando, Inma? -preguntó Mani.
-Ná.
-No seas embustera. Algo tiene que pasar pa que mi madre haya echao a correr con tanta bulla.
Comprendiendo que no iba a valerle de nada negarlo, Inma le describió el panorama de lo que suponía que podía estar ocurriendo ante la barbería.
-Ayúdame a ponerme de pie, Inma.
-¡Tú has perdío el sentío! Has estao cuatro meses tendío, sin conocimiento, y tus huesos se habrán quedao sin cal.
-Por eso necesito que me ayudes. Ven, por favor.
Viendo que Mani intentaba incorporarse, Inma se sentó a su lado en la cama y le pasó el brazo por la cintura. Sin poder contenerse, le rozó la mejilla con los labios. Él volvió los ojos hacia los de ella con una sonrisa de entendimiento; de repente y sin premeditación, quedaban atrás los rubores y los sonrojos, las miradas elusivas y los disimulos, el temor acogotado de cada uno a que el otro no correspondiera el amor y la sensación de recorrer el borde de un precipicio donde todo podía malograrse. Mani devolvió el beso tras un instante de indeterminación y ella sonrió como quien alcanza una meta largamente soñada.
-Ayúdame a enderezarme, Inma. Tengo que evitar una desgracia...
Poco a poco, y sirviéndose de la muchacha como muleta, consiguió ponerse de pie.
-¡Osú, Virgen de Zamarrilla! -exclamó Inma-. Esto parece cosa de brujas... ¡Te has puesto casi tan grande como mi Guaqui!
Cuando Paula doblaba la esquina de la calle Curadero con la Cruz del Molinillo, Paco superaba la de Huerto de Monjas sin resuello por la carrera, porque al pasar venían anunciándole calamidades espantosas desde cuatro calles antes. Ricardo había desaparecido y el Templao yacía sin conocimiento en el suelo, rodeado por un corro que discutía sus versiones del suceso, mientras Miguel, con la mano izquierda vendada, trataba de hacerle volver en sí a gritos. Viendo que a su madre le faltaban todavía más de cien metros que recorrer, Paco preguntó a su hermano:
-¿Qué te ha pasao?
-La mujer del barbero le ha tirao aceite hirviendo -intervino la Veleña, una de las vecinas que le habían curado; ahora, arrodillada en el empedrado del suelo, sostenía en su regazo la cabeza del Templao.
-No, mujer -discrepó Miguel-. Aceite, no; ha sido agua.
-La misma cabroná -afirmó Paco con tono muy severo-. ¿Es grave?
Miguel negó con la cabeza.
-¿Qué le pasa al Templao? -preguntó Paco.
-Tiene el pecho y las caderas enmorecíos a patás -informó la Veleña-. Esos monstruos se han ensañao con él, pobrecillo, con lo buen hijo y lo trabajador que dice su madre que es... A ver si no lo habrán desgraciao.
La Veleña mojaba un paño en una palangana pequeña llena de agua, paño que ponía en la frente del Templao para intentar que volviera en sí.
-¿Dónde está el Ricardo? -preguntó Paco a su hermano.
-No lo sé -respondió Miguel-. Estaban curándome ahí dentro, y cuando he salío ya no estaba.
-Se lo han llevao los falangistas -informó un vecino desde el balcón del primer piso.
Paco observó que a Paula ya sólo le faltaban unos metros para empezar a abrirse paso entre los curiosos.
-¿Han dicho a dónde? -preguntó, alzando la cabeza hacia el pretil de hierro lleno de macetas.
-¿Tú qué crees? -ironizó el vecino, un casi anciano que mostraba una sonrisa alcohólica con la que pretendía ser sarcásticamente confidencial.
Aparte de que Guaqui el Templao estaba tendido en el empedrado, Paula sólo apreció con la primera ojeada que Miguel tenía vendada la mano.
-¿Ya ha hecho el Antonio una de las suyas? -preguntó.
-No, mamá -respondió Paco-, el Antonio no ha tenío ná que ver.
Tratando de suavizar los tintes para que su madre no se alarmara, Miguel le contó sucintamente lo que sabía.
-¿Ricardo ha roto los cristales de la barbería a patás? -preguntó Paula con incredulidad, recelando que Miguel tratara de exculpar a Antonio.
-¡Digo! -exclamó la Veleña-, con un par de cojones. Sorpresas que da la vida.
-Y ahora, ¿dónde está?
-No lo sabemos, mamá -respondió Paco, mientras le pedía con los ojos silencio al vecino del balcón, cuya embriaguez permanente era el lenitivo de su soledad de solterón- Habrá ido a la parroquia, como siempre a estas horas. ¡Despierta, Guaqui, joé!
Estaba zarandeando al Templao porque lo necesitaba para las averiguaciones sobre Ricardo, ya que no tenía a quien pedir ayuda, salvo el impulsivo e incontrolable Antonio. Y no podía involucrar a ningún compañero del partido en una cuestión tan personal como la búsqueda de un hermano secuestrado. La Veleña vació la palangana sobre la cabeza del Templao.
-¿Dónde están esos mamones? -preguntó éste en un jadeo, entreabriendo los párpados amoratados a golpes.
-¿Te puedes mover, Guaqui? -preguntó Paco.
Con la mano en la cintura para aliviar una punzada de las muchas que le pinchaban en el vientre, las caderas y el pecho, el Templao consiguió ponerse de pie. Hizo varias flexiones de cintura hacia adelante y hacia los costados; los mirones comprobaron que su legendario poderío físico no había mermado con la paliza.
-Puedo moverme -respondió-, pero a ver si no me han reventao por dentro esos cagaos hijos de puta.
-¡Vaya encarnaúra que te ha dao Dios! -exclamó la Veleña-. ¡Como el acero!
-Mamá, cuídate del Migue -pidió Paco-, por si la quemadura fuera grave y hubiera que llevarlo al hospital. El Guaqui y yo tenemos que hacer un mandao.
Viendo retirarse a Paco sujetando el codo del Templao para ayudarle a terminar de recuperarse, Paula comprendió que su hijo le ocultaba algo. Lo primero, ver si la quemadura de Miguel era o no grave, para adoptar las medidas pertinentes, pero en cuanto este asunto quedase resuelto tenía que interrogar a las vecinas, sobre todo a la Veleña, que era muy expansiva.
-¿Dónde podemos indagar? -preguntó Guaqui sobre la marcha, cuando Paco le puso al corriente de la desaparición de Ricardo y la urgencia de encontrarlo antes de que ocurriese algo irreparable.
-Hay una casa en el Hoyo de Esparteros que se rumorea que es un nido de fascistas -respondió Paco con escasa convicción-. Empezaremos por allí.
-¿Y si ya le hubiera pasao lo peor?
Paco giró la cabeza para mirarlo y se mordió el labio antes de responder:
-Entonces, se habría declarao la guerra en Málaga. Si han hecho algo malo con mi Ricardo, te juro por mis muertos que mañana no quedaría un falangista de pie en treinta leguas a la redonda.
-Dicen que el otro día pasaportaron a uno en el camino de las Pellejeras. El muerto tenía tó el pecho lleno de yugos y flechas pintaos con su propia sangre.
-Sí, era un sindicalista de la FAI, un pobre hombre que lo único que ha tenío en su vida son problemas; imagina, siete hijos y dos hijas, todos mayores, tres casaos, y ninguno tenía empleo. A estos falangistas, que dicen que quieren salvar a España no sé de qué, les pareció que se quejaba demasiado de su desgracia y por eso lo han liquidao, pa ahorrarle una molestia al patrón. El gobierno y la policía están dejando que los fascistas se envalentonen, porque se acojonaron una pechá con lo de Asturias, pero como tú comprenderás no vamos a quedarnos cruzaos de brazos. Las cosas están llegando demasiao lejos.
Guaqui el Templao miró de reojo a Paco. Por los elogios del vecindario, estaba al corriente de su comedimiento, pero en esos instantes daba la impresión de haber renunciado a controlarse. .
Angustias atisbaba desde la ventana para tratar de comprobar que lo de Miguel no era grave. Cuidaba de no arrimarse al cristal para no revelarse porque tenía que ocultarse del vecindario, pero también de los suyos; no podía permitirse un gesto que desvelara a su familia lo que sentía por Miguel.
-Se han vuelto locos -comentó Gustavo con tono rasposo por el esfuerzo de contener el furor.
-Locos de remate -avaló Bernarda, enjugándose el llanto y tratando de contener los hipidos-. ¿Qué será de nosotros? ¡Van a asesinar a mi hijo!
-Les faltan cojones.
-Gustavo, por Dios, déjate de bravatas que esto es mu serio. Me van a lisiar a mi hijo y quién sabe lo que le harán a la niña.
Gustavo enterneció la mirada al contemplar a Angustias, de perfil, iluminada a contraluz por la leve luz del farol que llegaba por la ventana. Era como una vestal antigua, una virgencita milagrosa, una rosa con toda la hermosura del Generalife. Quien le pusiera la mano encima, sería hombre muerto. Dijo con acritud:
-Y Sanjurjo, en Portugal, sin dar señales de vida.
-Ése está allí, mu tranquilito, panza arriba, y no va a a venir a meterse en fregaos, pa que estos salvajes lo descalabren.
-Pero... ¿qué tonterías dices, Bernarda? Los héroes que derramaron su sangre en Marruecos, sin miedo a la muerte porque lo que les importaba era el amor a la patria, no van a achicarse a causa de estos bolcheviques analfabetos.
-Lo que tú digas, Gustavo. Pero ¿vamos a dormir esta noche aquí o no?
-Aparte de los compañeros de tu hijo, no conocemos a nadie en esta porquería de capital. ¿En quién podríamos confiar?
-Estaríamos la mar de a gusto en Graná si tú no hubieras...
-¡Cállate, Bernarda! Nunca olvides que soy un honrao padre de familia, que todo lo que quiere y ha querido siempre es el bien y la seguridad de los suyos. Por protegeros, hice lo que hice y soy capaz de cortarle el gaznate a media humanidad.
-¿Entonces, frío los huevos con papas y chorizo o no?
-Sí, prepara la cena, pero sin abrir las ventanas y con la luz apagá. En cuanto a lo de dormir, hay que esperar que venga el Serafín, a ver qué le han dicho en jefatura.
-¿No habrá quedao uno de los compañeros de tu hijo echando una visuá por aquí, por si nos atacaran otra vez? -preguntó Bernarda
-Ojalá hayan tomao esa precaución.
El clamor de comentarios crecía a través del barrio. Los rumores seguían un pauta que siempre era la misma: las espinas se convertían en espadas y los tirachinas, en cañones. Lo que Antonio oyó en la calle, desde la ventana cercana a las dos sillas de aneas donde pelaba la pava con su novia, fue que Miguel agonizaba porque le habían quemado todo el cuerpo echándole un balde de aceite hirviendo y que Serafín había matado a Ricardo. Viendo su palidez mortal y el hielo de sus ojos, Ana le aconsejó:
-Conténte, Antonio. No cometas una locura.
-No digas tonterías, Ana -reprochó Antonio mientras echaba a correr.
En la esquina de Rosal Blanco, se cruzó con Paula, que casi empujaba a Miguel rumbo a la casa, y advirtió que éste llevaba la mano vendada.
-¿Te han quemao en la barbería? -preguntó.
-Sí -respondió Miguel, comprendiendo que debía minimizar la gravedad para no fomentar la ira de Antonio-, pero no es ná... de verdad, es una tonteriílla de ná.
-¿Y el Ricardo?
-No sabemos dónde ha ido -informó Paula, cuya falta de convicción era perceptible a pesar de que las vecinas, respetuosas de la voluntad de Paco, no habían consentido en darle noticia del secuestro-, pero el Paco cree que estará en la parroquia. ¡Ojalá sea verdad! ¿Por qué no te das una vueltecilla por San Felipe?
23-09-08
Antonio negó con la cabeza al tiempo que asentía a sus propias conclusiones mentales. A Ricardo lo habían matado y Paco se lo ocultaba a su madre. Miguel tenía la cara como un muerto; seguramente mentía sobre la gravedad de su estado para evitar nuevos ataques, a lo que no sería ajeno lo que había presentido al verlo con Angustias junto al tranvía. Paco debía de andar de conciliábulos en su partido, maquinando cómo tomarse revancha del asesinato de Ricardo y cómo anunciar a su madre con suavidad que había perdido al hijo más lisonjero con ella. El barbero y los suyos tenían que pagar.
-¿A dónde vas? -preguntó Paula.
-Te haré caso -respondió Antonio-, voy a la parroquia en busca del Ricardo.
Echó a correr hacia la barbería. Miguel anticipó el movimiento, evidente por la dirección de la carrera, y pensó en Angustias; la imaginó aterrorizada, llorosa y abrazada a su madre. No iba a permitir que siguiera sufriendo todo eso y, por otro lado, ya habían sido suficientes los enfrentamientos y destrozos para las cuentas de un día.
-Mamá -dijo, soltándose del abrazo de Paula-, voy con el Antonio.
-De ninguna de las maneras. Tengo que ver que la quemadura no vaya a desgraciarte la mano.
-No te preocupes, mamá. Namás que está colorá. Vengo de aquí a ná.
Paula soltó el brazo de su hijo, de nuevo con la bilis alborotada porque el criado de La Caleta la esperaba a la puerta del corralón, sonriendo con algo parecido a la humildad al verla aproximarse. La insistencia de Elena Viana-Cárdenas James-Grey rayaba en lo maniático. A ver cómo se sacaba ese incordio de encima.
Miguel echó a correr tras su hermano mayor y lo alcanzó cuando daba patadas y empujones furiosos, golpes que se acompasaban con los gritos femeninos de terror que sonaban dentro de la barbería, pero sin que llegara a caer abatido el portalón astillado por la ira de Ricardo; se echó sobre Antonio impulsado por todos sus amores y temores: la progresiva consternación de Paula, el pavor de Angustias, el presentimiento de que el bloque monolítico que era su familia desde que faltaba el padre empezaba a resquebrajarse y la sospecha de que sus placeres adolescentes estaban a punto de esfumarse. Antonio se detuvo ante la acometida, negándose a forcejear con Miguel por temor a causarle daño en la mano quemada.
-Apártate, Migue. Vete pa la casa, que esto es cosa mía
-Piensa en mamá, Antonio, que aunque lo disimule, tienes que darte cuenta de lo mal que lo está pasando. Ahora, lo que hay que solucionar es lo del Ricardo.
Esta mención revolvió aún más lo que bullía dentro del estómago de Antonio, que dijo con tono lúgubre:
-Tienes razón. Me voy a ver si encuentro algún compañero del Sindicato de Parados, que me ayude a averiguar dónde está el Ricardo.
Pero Miguel lo conocía sobradamente. Antonio no desistiría del ataque; iba en busca de refuerzos para que el asalto resultase más eficaz, dado lo sólido que era el portalón. Debía quedarse de guardia para evitarlo. Tratando de inmovilizarse la izquierda con la mano derecha para no sentir tanto dolor, se sentó en el escalón de piedra con la espalda apoyada en el portalón de la barbería. Le asombraba la infinidad de sensaciones desconocidas que experimentaba: inquietud por algo que no era la espera del placer de cada noche, dolor por un abatimiento de Paula del que no recordaba antecedentes, el gozoso peso de Angustias en su pecho multiplicándose minuto a minuto; esta congoja de ahora no había vuelto a sentirla desde lo de su padre, y de eso habían pasado ya casi ocho años, cuando todavía era un niño. Hundió la cabeza en su pecho, conteniendo las ganas de llorar.
Dos pares de ojos le acechaban.
Angustias sentía un nudo en la garganta y escozor en los ojos, conmovida al verlo encogido, de perfil, desde su observatorio de la ventana; intuía que podía contar con él; pero ¿y los demás miembros de su familia?
El falangista escondido en un recodo del muro del convento de la Goleta en la calle Curadero, a unos ciento veinte metros, también lo vio encogerse, plantarse de guardia a la espera de la banda de piojosos que iban a llegar a destruir la barbería. Tenía que avisar a los suyos, aunque a Serafín y los otros dos miembros del grupo no podía localizarlos hasta que terminasen. Iba a tener que ser él quien, en imitación del jefe, recitara los versos de "If" que había que leer antes de una acción, puesto que tenía la precaución de llevar siempre el libro de Rudyard Kipling consigo. Cuando se hubo alejado unos centenares de metros corriendo, empezó a soplar el silbato.
El Hoyo de Esparteros era una placita casi cerrada, de forma triangular, que tenía salida a una sola calle, una especie de recoveco junto a una torre ya desaparecida, que había perdido todo el sentido urbanístico cuando derribaron las murallas de Málaga a principios del siglo XX. La casa de la que Paco había oído hablar se encontraba cerca del vértice del triángulo, en lo que debía de ser la trasera del convento cuya fachada daba a la plaza de Atarazanas.
-Mírala, pegaíta al convento -dijo el Templao-, los curas tienen que ser los dueños.
-Es lo más probable -concordó Paco-. Desde los estropicios de la quema de iglesias del 31, los curas se la tienen jurá a la República. Ahora, después del acojonamiento de Asturias, échale guindas al pavo, y como son los amos de media Málaga...
-Parece que no hubiera nadie dentro -dijo el Templao.
-No te fíes, Guaqui. Aunque anden con bravuconás por la calle, estos fulanos son maestros del disimulo. Está en la esencia misma de su filosofía; la hipocresía que predica la Iglesia al situar el escándalo entre los pecados más graves del escalafón, la practican con entusiasmo estos fascistas, acólitos interesados que los curas no comprenden que son los que más ganas tienen de borrarlos del mapa. Pero eso no quita que imiten a placer sus sistemas refinaos en los dos milenios que los curas llevan engañando al pueblo: ya sabes, esconder la mano después de tirar la piedra. Hay que entrar con cuidaíto.
Sólo había un farol, cuya luz no alcanzaba el fondo de la plaza, de modo que la fachada que se dispusieron a escalar quedaba en penumbra. Al Templao apenas le costó esfuerzo subir, con una pirueta, a uno de los balcones del primer piso, a donde Paco pudo llegar sólo gracias a la ayuda que le prestó desde arriba.
-¡Cualquiera diría que no han estao a punto de matarte de una paliza hace un rato! -murmuró Paco con admiración-. ¿Se nota si hay alguien?
-No se escucha ná. Aquí no pueden tener al Ricardo. ¿Pa qué vamos a entrar?
-Por si encontramos a quien interrogar o, por lo menos, un papel con el que podamos averiguar los locales que tienen.
Consiguieron abrir la encristalada puerta del balcón sin romperla y con sólo un leve chasquido. La habitación, estrecha pero muy larga, era un local de reunión con una mesa grande y catorce sillas alrededor. La puerta que se abría a la galería estaba sólo entornada; salieron sigilosamente y, en el momento en que se asomaron al pretil para tratar de atisbar lo que hubiera abajo en el pequeño patio, se encendió una fuerte luz en la galería y alguien dijo a sus espaldas:
-Ni pestañear, rojos cabrones. Al primer movimiento, os dejo como pajaritos.
El Templao consiguió ver de reojo al que les encañonaba con una pistola antigua, un adolescente aún más joven que él que parecía sentir mucho más miedo que los dos juntos. Pan comido. No pudo evitar que el muchacho disparase al verlo moverse, pero el rodillazo en los genitales hizo que la trayectoria se desviara y la bala impactó en el techo, antes de precipitarse el joven hacia el patio impulsado por la inercia del golpe sin que ni Paco ni el Templao pudieran evitarlo.
-Si hay más fascistas en la casa, van a venir al galope -masculló Paco.
-¿Estará muerto? -el Templao señalaba el cuerpo inmóvil, tendido boca abajo en las grandes y toscas losas de piedra del patio.
Paco notó que pese al temperamento por el que había ganado el apodo, la impresión de haber causado una muerte podía hacerle perder el control.
-No es tanta altura -dijo sin convencimiento-. Vamos abajo, porque si no acuden a la carrera es que no hay nadie más.
La escalera poseía cierto empaque; se dividía en cuerpos que ocupaban tres paredes formando nicho, como en muchas de las casas construidas durante el próspero siglo XIX malagueño, pero los peldaños bordeados por gruesos maderos se deprimían en el centro, a punto de hundirse. La hermosísima ciudad borrada para siempre del mapa por las huestes napoleónicas en 1810, había sido restaurada precariamente por la efímera prosperidad vinícola-textil-acerera decimonónica, y los legendarios edificios de balconadas y grandes y afiligranados voladizos de madera, consumidos por el fuego de los franceses, habían sido sustituídos por construcciones demasiado modestas para ser llamadas palacios, edificadas de prisa y con materiales poco nobles, enmascarado todo bajo el falso lujo del estuco. Esta casa demostraba su precariedad con el envejecimiento prematuro. Paco tropezó en un madero del segundo tramo de escaleras, perdió el equilibro y casi cayó rodando, pero el Templao lo evitó frenándolo con su cuerpo. Cuando recompusieron el equilibrio y reiniciaron el descenso, el muchacho caído en el patio se había incorporado a medias y les apuntaba de nuevo.
-Paco -murmuró el Templao-, haz como que echas a correr pa la derecha.
Paco comprendió y amagó un salto, pero no tuvo tiempo de conjeturar sobre lo que el Templao se proponía, ya que el primer gesto de vacilación del amenazante bastó para que Guaqui cayese sobre él como si pudiera volar; al tomar tierra, el esparto de su alpargata derecha golpeó la cabeza del falangista con un crujido como si se reventase un melón y, ahora sí, murió con el cráneo aplastado. Paco apretó los labios; carecía de sentido reprochar nada al Templao dadas las circunstancias y puesto que había palidecido como un cadáver, pero las muertes no conducían más que a nuevas muertes. No era ése el camino.
-Vamos a revisar los papeles, que estarán ahí.
Señaló una habitación situada en al zaguán, en cuya entrada habían escrito toscamente "secretaría". Tras revisar legajos y libros de contabilidad, Paco exclamó:
-¡Joé, Guaqui, es como un juego infantil! Hablan de centuriones y cohortes, como quien juega a romanos y cartagineses. Están como cabras. Mira, aquí figura una agrupación en el Muro de San Julián, otra por el Paseo de Reding y la jefatura, en la Alameda de Colón. Va a ser una madrugá mu larga. Vete a tu casa a dormir, Guaqui.
Lo veía tan descompuesto por haber causado una muerte, que no serviría de mucho mantenerlo a su lado. Pero Guaqui exclamó:
-¡Como si fuera la primera vez que voy a trabajar al puerto sin pegar ojo!
Tras nuevas protestas de Paco, algo tibias porque no podía realizar las pesquisas solo, reanudaron juntos la busca de Ricardo.
24-09-08
Con el brazo izquierdo sobre los hombros de Inma y el derecho de ella en torno a su cintura, Mani trató de dar un paso hacia la salida del hospital y la evitación de una escabechina que tendría a sus hermanos como víctimas principales. ¿Serían correctas las apreciaciones de Inma y la guerra había comenzado?, ¿era éso lo que los desvaríos del Chafarino pretendían anunciarle?, ¿se dejaba subyugar por el delirio de un viejo ocioso, asumiendo que él, un niño incapacitado, debía salvar a los suyos? En cualquier caso, si lograba llegar al barrio, algo podría hacer. Creía que enfrentarse a sus hermanos les frenaría, particularmente a Antonio; sus facultades se encontraban demasiado mermadas para caer en la cuenta de que precisamente su desvalimiento, y el recuerdo de la causa, actuaría como estimulante de la sed de venganza. Arrastró el pie rumbo a la salvación de cuanto amaba, pero las piernas se le doblaron y cayó de bruces sin que Inma pudiera impedirlo. Era como un polichinela al que le sueltan los hilos; carecía del menor residuo de su antigua fuerza. Cuando Inma trataba de ayudarle a levantarse, la monja de guardia, alertada por el ruido de la caída y los comentarios de los demás enfermos, irrumpió en la sala gritando autoritariamente:
-Tú, niña, echa a correr y sal del hospital antes de que llame a un guardia pa que te encierre en un correccional, y tú, Mani, no me obligues a amarrarte a la cama.
Trató de incorporarse del suelo; tras varios intentos vanos, puesto que no pudo hacerlo sin el auxilio de la monja Mani sintió que algo muy amargo regurgitaba por su esófago. Deseaba evitar que sus hermanos se metieran en líos y que su madre sufriera, pero el que le había condenado a su estado no iba a quedarse tan campante; ya se ocuparía él de Serafín.
El llanto y la necesidad de olvidar el dolor produjeron un efecto sedante a Miguel. Suavemente, olvidados el temor a que el enfrentamiento imposibilitara su felicidad futura, el miedo de Angustias y la quemadura, se adormeció en el escalón de la barbería. Deslizándose hacia un lado, se quedó tendido sobre el costado, con la mano derecha protegiendo su izquierda; los males y la fealdad del mundo desaparecieron y, en su lugar, surgió Angustias como la síntesis de todas las venus de todos los cuadros, vestida de blanco y con una corona de nardos sobre una catarata de tul. Ya no había dolor. En el rostro dormido de Miguel se dibujó una sonrisa que enterneció a la Veleña y a cuantos atisbaban por los balcones y ventanas en espera del desenlace; una suerte de pacto de silencio protegió el sueño de quien poseía la facultad de conmoverles con sus encantos, tanto a las jóvenes como a las maduras.
-Niños, la función se ha acabao -dijo el borracho desde su balcón, chistando a un grupo de muchachos-. Aquí ya no hay ná que esperar; irse a vuestra casa, a dormir.
La discusión con el criado de La Caleta fue interrumpida por las vecinas contándole que Miguel, tan simpático, tan guapo y tan buena gente, se iba a quedar como un pajarito durmiendo sobre la piedra. Paula llevaba una hora rechazando el sobre que el hombre uniformado de chófer de opereta se empeñaba en darle; cortó en seco las súplicas y los argumentos, lo acompañó hasta la esquina de Rosal Blanco para asegurarse de que no echara el sobre por la rendija de la puerta y corrió a la barbería, donde, ignorante de lo que sentía por Angustias, dedujo a su manera lo que Miguel hacía en el escalón. No sólo obedecía su orden de frenar a Antonio, sino que como le desagradaban las discusiones y con la quemadura había tenido ya más de lo que su carácter podía asimilar, quería evitar que Antonio se metiera en más líos que le arrastraran también a él. Vaciló unos instantes, pero decidió dejarle dormir ahora que parecía habérsele aliviado el dolor. Se sentó a su lado, tomó la cabeza de Miguel en su regazo y se limitó a velar su sueño, porque si él no podía mantener la guardia, ella lo haría. Tuvo tiempo de hacer balance durante las más de dos horas en que no se produjeron novedades: el menor de sus hijos herido en el hospital, aunque vuelto de su sueño de cuatro de meses, gracias a Dios; el del medio, Ricardo, desaparecido y quién sabía si... no quería ni pensarlo; los dos mayores, por ahí, expuestos a que los descalabraran o algo peor; el penúltimo, con una mano abrasada que podía quedar inutil. ¿Eran ellos víctimas de su pecado original? ¿Había cometido un daño irreparable al no imponerles la fe cristiana y dejarles a su libre albedrío, que era lo que el confesor llevaba ocho años reprochándole? Porque precisamente el uso de esa libertad había llevado a Antonio a su radicalismo imprudente, de igual modo que Paco abrazó el comunismo ateo porque ella no expresó jamás la menor objeción. El fanatismo de Ricardo no era producto de su influencia y, en realidad, le desagradaba tanto como el de Antonio, porque concedía a la Iglesia un papel sólo parcial en sus intereses, y le parecía un derroche de energía que Ricardo dedicase tanto empeño a la parroquia. Acarició la frente de Miguel; con su indiferencia por todo lo que no fuese el placer, era el menos contaminado de los cuatro mayores y el que mejor podía llegar a ser un padre de familia normal y feliz. La felicidad de sus hijos era el único objetivo, su única razón de ser, y ahora temía haberles fallado; la libertad no había sido útil y eran demasiado mayores para cambiar de táctica. Sólo Mani sería permeable al cambio. Tenía que ser más firme y menos consentidora.
Sonrió Tal vez poseía una vena autoritaria, al fin y al cabo, aunque jamás había gritado ni puesto la mano encima a sus hijos. Ellos percibían el imperio de su autoridad y lo acataban, aunque de vez en cuando Antonio le llamase “marimandona”. La sonrisa se convirtió en una mueca cuando vio llegar de calle Huerto de Monjas a Antonio dando tumbos, entre dos amigos tan borrachos como él. Zarandeó a Miguel:
-Despierta, hijo, que ahí viene tu hermano.
Miguel tenía fiebre, lo que le dificultó recordar lo que ocurría. Viendo que le flaqueaban las piernas, Paula sujetó su cintura mientras trataba de disuadir a Antonio:
-Ya tenemos de sobra. El Mani, en el hospital; el Ricardo, quién sabe dónde y éste, quemao. Tira pa la casa y a dormir, porque ya está bien, Dios santo, y ahora lo que tú necesitas es pensar en tu casamiento. Deja que se encarguen los guardias.
-¿Los guardias? -Antonio rió con extravío-. ¡Ja, como creer en pajaritos preñaos! Apártate, mamá, que tú sabes mu bien que esto no pué quedar así. ¿Quieres que a estos granaínos de mierda les salga gratis tó lo que nos han hecho?
Antonio no solía razonar sus actos, siempre iba como si le arrastrase un torbellino. Que ahora lo intentara, era prueba de que la borrachera lo debía dejado sin fuerzas; Paula calculó que tenía alguna posibilidad de convencerle.
-Piensa en la Ana.
-En la Ana estoy pensando, mamá, y en ti, y en mis hermanos. Si nos quedamos cruzaos de brazos, estos fascistas asesinos de niños nos aplastarán.
-¡Digo! -respaldó el borracho desde la atalaya de su balcón.
Al rebufo de la discusión, el vecindario volvía a sus miradores. La exclamación del borracho ejerció el efecto de un olé en una plaza de toros. Como si le hubieran jaleado, Antonio se lanzó contra el portalón y, simultáneamente, sonaron el grito de Angustias y la amenaza de Gustavo por la ventana entreabierta:
-Mi hijo está al caer y te vas a arrepentir.
-A tu hijo el asesino de niños me lo cargo yo con una hostia, hijo de puta -respondió Antonio, sin dejar de arremeter contra la gruesa madera.
Estimulado por el grito de Angustias, Miguel acabó de despejarse y como sólo Antonio trataba de abatir la puerta, pues sus dos compinches se limitaban a observar riendo como si continuara la diversión de la taberna, consideró que todavía podía evitar lo peor. Se acercó a Antonio para tratar de inmovilizar sus brazos, pero éste deshizo la presa con un empujón que le hizo caer al suelo. Cuando Paula se agachó para ayudarle a reincorporarse, oyó el impacto de un grueso palo en el cráneo de uno de los compañeros de Antonio, que cayó al suelo, con un torrente de sangre en la cabeza abierta. Acababan de llegar Serafín y otros siete falangistas, todos uniformados. Sin percatarse, Antonio continuó pateando el portalón, cerca de cuyas bisagras superiores la madera comenzaba a rajarse. Desde atrás, Serafín pasó su brazo en torno al cuello de Paula para impedirle auxiliar a Miguel, y la obligó a alzarse al tiempo que le apuntaba con la pistola en la sien.
-Para, rojo cabrón, si no quieres quedarte huérfano de madre -gritó.
Mientras Antonio se volvía lentamente descubriendo a su madre amenazada de muerte, y trataba de evaluar la situación, Miguel, desde el suelo y muy cerca de los pies de Paula, acechaba los movimientos de Serafín para ver si podía liberarla.
Dos de los camaradas de Serafín aprovecharon la inmovilidad perpleja de Antonio y cayeron sobre él. El que parecía dirigirles, dijo:
-Rojo degenerado y ladrón, te detengo por asalto a una propiedad.
-Detendrás a tos tus muertos, cabrón -gritó Antonio que, despejado de súbito de su embrieguez, flexionó las piernas y consiguió entrechocar las cabezas de sus dos captores; cayeron aturdidos, momentáneamente fuera de combate.
Los efectos residuales del vino hacían que Antonio se sintiera eufórico y capaz de enfrentarse a los cinco hombres que, aparte de Serafín, continuaban de pie; corrió hacia ellos convencido de que podía vencerles a todos él solo. Recibió el primer golpe en el hombro y, en seguida, las cinco trancas parecieron ciento por la rapidez con que eran impulsadas contra su cuerpo. Miguel, desolado, vio que iban a reventar a su hermano, y se alzó dificultosamente, pero los dos primeros atacantes de Antonio se habían repuesto y se echaron sobre él. En ese momento, Paula dejó de temer su muerte, porque la de sus hijos parecía más cercana y le dolía mucho más. Lanzó el codo contra el vientre de Serafín, consiguiendo soltarse. No tuvo tiempo de entrar en el carrusel enloquecido de porrazos cuyo centro era el mayor de sus hijos, porque Serafín la hizo caer de bruces al suelo, donde se sentó a horcajadas en su cintura, tirándole del pelo mientras volvía a encañonarle con el arma, ahora en la nuca. Fue entonces cuando Paula sumó por fin su grito a la algarabía que sonaba en todo el barrio. Y el más estridente, era el grito de Ana, la novia de Antonio, que había acudido sobrevolando la ola del rumor de que habían matado a su novio y al ver que todavía se debatía, se puso a golpear a puntapiés las piernas de los cinco atacantes, a los que no paraba de dar tarascadas y jalones de pelo. Inmovilizado por dos, Miguel vio que Antonio no resistiría mucho más, porque tenía manchas de sangre por todas partes y ambos pómulos reventados; trató de no pensar en el dolor de la quemadura para que también la mano izquierda le sirviera y se libró de la doble presa a empujones. Un salto de funambulista le situó junto a su hermano a quien trató de proteger con los brazos y el pecho, con todo el cuerpo, bajo la andanada incesante de golpes. Miguel cayó al suelo, fulminado por una tranca con la sien derecha reventada. El grito de Angustias sonó al unísono del alarido de Paula, que sacando fuerzas de su rabia consiguió girar sobre sí misma en el suelo para librarse de Serafín, que cayó hacia un lado.
Pareció como si la sangre de Miguel fuese lo que faltara. Era el causante más conspícuo de la escasez de vírgenes en el barrio, pero nadie se lo reprochaba. Su amor por la vida y su capacidad de gozo se plasmaba en la sonrisa arrebatadora, en las bromas a niños y viejos, a matronas, muchachas y padres de familia. Le adoraban, y no sólo las jóvenes que tan entusiásticamente correspondína sus requerimientos. Sin esfuerzo ni jactancia, contribuía a alegrarles la vida a todos y ahora le habían descalabrado. Su frente escarlata fue un toque a rebato. Como si hubiera sonado de verdad un cornetín, cayeron sobre los ocho atacantes botellas de vidrio, sillas, macetas y bastones de acebuche, y una horda enfurecida de vecinos salió en tropel de todas las puertas. Acudían a decenas mujeres vociferantes en enaguas y cubiertas con toquillas y hombres en calzoncillos. Gritaban poco, porque se les atragantaba el furor, pero amenazaban mucho con sus expresiones y ademanes. Los secuaces de Serafín se detuvieron, tiraron las trancas al suelo intentando ser invisibles y los que pudieron escapar del tumulto huyeron precipitadamente. El cerco fue cerrándose. Serafín, con la espalda apoyada en el portalón de la barbería, esgrimía de nuevo su arma. Cuatro de sus compañeros habían huido y los tres restante estaban recibiendo tantos mazazos y patadas que no tardarían en morir. Disparó torpemente, pero no alcanzó a ninguno de los que le rodeaban. La bala siguió una trayectoria alta, hacia la primera planta de la casa de enfrente, yendo a atravesar el pecho del viejo alcoholizado cuya complicidad en el silencio había solicitado Paco. Cayó a por encima del pretil y su cuerpo sin vida se estrelló contra el empedrado con un sonido capaz de desbordar los colmos de todos los presentes. El linchamiento de Serafín pareció inevitable. Pero el portalón se entreabrió lo justo para que Gustavo tirara de su hijo hacia el interior. El golpe seco al encajarse de nuevo las dos hojas de gruesa madera sonó a fanfarria final.
En el centro del corro de imprecaciones quedaron los tres camaradas de Serafín inertes, aplastados a pisotones, descoyuntados como júas y vestidos con ropa sucia de matarifes. El cadáver del amigo de Antonio era el más terrorífico, ya que su cerebro se había vaciado del cráneo abierto. Al caído del balcón se le había petrificado la sonrisa beoda sobre el empedrado manchado de rojo. Miguel también parecía haber muerto, pero Antonio, aunque incapaz de ponerse de pie, continuaba consciente y se arrastró hacia su hermano, mientras Paula se arrastraba también por el otro lado. Disuadidos por la desolación de los tres, ninguno de los presentes acudió a ayudarles, como si temieran que un roce fuese para ellos tan lacerante como una puñalada. Paula se echó sobre el pecho de Miguel sintiendo que el dolor de lo de Mani había sido el primero de un viacrucis al que algún ángel inmisericorde le condenaba, ya que si grande era el dolor porque Ricardo y Miguel pudieran morir, no lo era menor ver el desconsuelo de Antonio, cuyo llanto y besos humedecían el rostro inexpresivo de Miguel. Paula giró la cabeza sobre el pecho, situó la oreja junto al corazón de su hijo y alertó a los vecinos:
-Haced sitio y ayudadme, que el Migue está vivo. Por Dios, ayudadme, que se me muere; hay que llevarlo a la casa de socorro enseguía.
Angustias deseó perder la facultad de oír. A la sordera voluntaria para lo que su padre le decía a Serafín atropelladamente, quería añadir la sordera a lo que escuchaba en la calle. Si Miguel moría, ya no quería seguir viviendo. Sobre todo, al lado de quien era el causante de su desgracia y a quien las convenciones le obligaban a querer. Si tenía que querer a Serafín despues de que éste hubiera causado la muerte de Miguel, no lo soportaría. También deseaba no escuchar los porrazos que Paula daba con los puños en el portalón, mientras gritaba:
-¡Serafín! ¿A dónde has llevao a mi Ricardo? Dímelo, ten caridad. ¿A dónde te lo has llevao?
Dos grupos habían alzado a Antonio y Miguel y los llevaban al hospital, pero Paula no quería ir tras ellos sin responderse la pregunta: ¿Cuántos hijos había perdido esa noche? El grupo más compacto se distanció para cruzar el puente sobre el Guadalmedina, turnándose como portadores de Antonio y Miguel y seguidos por el cortejo de quienes querían consolar a Paula pero no se atrevían, porque les desconcertaba que no soltase un torrente de lágrimas y, en vez de ello, apretase tan fieramente los labios. Los demás vecinos regresaron poco a poco a sus lechos y los comentarios se volvieron murmullos y finalmente cesaron. El silencio cayó sobre el tramo de calle situado ante la barbería, donde el empedrado apenas era visible bajo los restos del estropicio.
Paco y el Templao iban calle Ollerías arriba, de regreso al barrio. La oscuridad espesa y sonámbula fue atravesada por el eco lejano de las campanas.
-Joé, las cuatro y media de la madrugá -dijo el Templao-. Esta mañana se me van a salir los huesos de sitio currelando en el puerto, porque no puedo ni con mi alma.
-Total, pa ná -lamentó Paco-. Ya te dije que estos fascistas son maestros del disimulo y el secretismo, igual que los curas. ¿Será posible que nadie sepa en el Muro de San Julián que se esconde una de sus guaridas entre los prostíbulos?
-Pero tampoco hemos encontrao la del paseo Reding.
-Bueno, eso es más lógico. Esa zona de Málaga, con tanto capital, tiene que ser un nido de derechistas reaccionarios, imagina; seguro que están compinchaos y tó lo que hemos conseguío que nos digan por la calle y en las tabernas será mentira. Lo raro es que tampoco supiera ná del Ricardo el de la Alameda de Colón.
-Yo no lo comprendo -dijo el Templao, sonriente-. A ese tío le he dao más hostias que a nadie en toa mi vida, y mira que antes yo tenía la mano la mar de suelta. Con tó lo que ha llorao, no creo que ese cagarruta tenga aguante pa no cantar hasta zarzuela. Seguro que no sabía ná, pero a mí no me entra en la cabeza. ¿No dicen que quieren traer a España la organización y la disciplina de los alemanes? Po lo lógico sería que organizaran y discutieran lo que le hayan hecho a tu hermano.
-No creas que estén tan organizaos -discrepó Paco-. Total, namás hace unos cuantos meses que fundaron su mafia de soldaditos de plomo. Y esto no es Alemania.
-Entonces, ¿qué coño hacemos con lo del Ricardo?
-Hay que interrogar al Serafín -afirmó Paco.
-Ese no viene a su casa esta noche ni amarrao -opuso el Templao-. Estará cagándose patas abajo del miedo a encontrarse contigo y tus hermanos.
-Alguna vecina sabrá si ha regresao. Como esté tan tranquilito, durmiendo en su cama, se le va a indigestar el sueño. ¿Vienes conmigo?
-Po claro. No voy a hacer la treinta sin hacer la treinta y una. Y además, Paco, que yo no me querría despedir esta noche de ti sin que me digas si te parecería... en fin... que a mí me gustaría que me lleves a tu célula...
-¿Ya te has enterao, Paquillo? -preguntó al cruzarse con ellos Ciriaco el Cenachero, que siempre salía a la misma hora a ver qué pescado conseguía entre los bolicheros de la playa, para el puesto ambulante que constituían los cenachos de esparto colgados de sus brazos en jarras, con los puños en las caderas.
-¿De qué me tenía que enterar? -repuso Paco.
-La pandilla del Serafín ha estao a punto de acabar con tus hermanos Antonio y Miguel. Al Antonio le han escayolao medio cuerpo con tres costillas partías y al Miguel, además de que tiene una quemaúra en la mano de aquí te espero, le han abierto la frente y han tenío que echarle veintiocho puntos.
Paco se paró un instante, con los puños apretados junto a los muslos hasta casi clavarse las uñas, tratando de controlarse porque la sangre se le agolpaba en las sienes como un ciclón. Debía contenerse para no actuar como un loco, contar hasta veinte, tal como le aconsejaban en el partido. Inspiró hondo y preguntó al Cenachero:
-¿Seguro que no es más que eso?
-¡Chiquillo!, ¿te parece poco?
-¿Sabes si el Serafín está en su casa?
-¡Digo!, encerrao como en un sagrario, porque el barrio en pleno quería lincharlo.
-Guaqui, ¿vienes?
No les asombró que los cinco cadáveres permanecieran ante la barbería entre los amontonamientos de cascotes de macetas y fragmentos de cristal, olvidados, lívidos y rígidos, sin que la policía interviniera. Los guardias no se enterarían de los acontecimientos por la denuncia de ningún vecino y nunca conseguirían información del desarrollo ni de los motivos del suceso para informar adecuadamente al juez, y si les avisaban los falangistas supervivientes, no vendrían hasta el amanecer.
-Son tres falangistas y dos de los nuestros -bromeó el Templao-. De momento, vamos ganando.
-No seas burro, Guaqui -reprendió Paco-. Los muertos no son victoria pa nadie, namás que son abono pa el odio. Nuestro barrio se parece cada a día más al Perchel y no deberíamos consentirlo, porque así vamos de culo. Con follones como éste, la causa proletaria sólo puede perder. Mira, a la puerta de la barbería le falta ná y menos pa caer; tiene que ser cosa de mi Antonio; está claro que le sobran huevos, aunque los use tan malísimamente. Espérame aquí un poco, escondío pa que no te vean desde dentro de la barbería, que ya mismo vengo.
El Templao se cobijó en el rincón más oscuro. Le desconcertaba que tras el escándalo, que sin duda había tenido que ser mayúsculo a la vista del resultado de cinco muertos y dos heridos graves, hubiera un silencio tan completo. Sólo alguna rata se aventuraba entre las matas desarticuladas de las macetas estrelladas entre los cadáveres, pero ni siquiera miaban los gatos, aunque últimamente quedaban pocos en el barrio; según se rumoreaba, porque estaban pasando por conejos en muchas de las mesas peor abastecidas. Cuando se aseaba en la palangana a la vuelta del puerto, todos los días venía su madre con historias que le hacían sospechar que la suya no era la familia más miserable del barrio, como siempre tendía a creer. Vio regresar a Paco del corralón de Las Dos Puertas. Andaba sigilosamente y portaba un objeto en cada mano. ¿Heramientas para desencajar el portalón? Aunque fuesen hermanos, evidentemente Paco y Antonio obraban de modos muy diferentes.
-Namás que he encontrao ésto -dijo Paco, exhibiendo un cincel y un destornillador grande-. Arma un poco de jaleo junto a la ventana de la barbería, pa distraerlos mientras yo acabo de tumbar el portón.
El Templao se puso a proferir los peores insultos mientras golpeaba ruidosamente los vidrios de la ventana. Primero se abrió el postigo izquierdo y apareció la cara iracunda del barbero pegada al cristal; a continuación, se abrió el de la derecha para desvelar la expresión desencajada de Bernarda, que movía los labios en lo que debía de ser su respuesta a las injurias. Detrás, al fondo de la sala, haciendo presión con su cuerpo sobre la puerta que comunicaba esa habitación con la contigua y en camisón, Angustias presentaba una expresión ausente bajo el llanto, como si bordease la enajenación; de repente, cayó hacia adelante, impulsada por el empujón violento contra la cara contraria de la puerta y apareció Serafín, que se acercó a la ventana a zancadas, esgrimiendo la pistola. El disparo convirtió el cristal en añicos y pasó rozando la cabeza del Templao, que sufrió varios pequeños cortes en la cara por las astillas de vidrio, pero tuvo reflejos para reaccionar y ocultarse agazapado junto al zócalo. La mano de Serafín emergió a através del marco vacío del cristal destrozado, buscando a ciegas el cuerpo del Templao; éste, convencido de que si corría tenía todas las de perder, aferró la mano armada; la primera presa no fue lo bastante firme y Serafín pudo accionar el gatillo; con los ojos desorbitados, el Templao se miró la basta tela del pantalón en la entrepierna tensada por la flexión de sus muslos. Sintió quemazón tan intensa, que en el primer segundo creyó que la bala le había perforado el pene; cuando comprendió que sólo había pasado casi rozando estalló en su ánimo una explosión mucho más intensa que la del disparo; la boca que mordió el puño de Serafín parecía la de un perro rabioso. Con una extraña sincronía, el golpe de la pistola sobre el empedrado sonó al mismo tiempo que la caída de las dos hojas del portalón hacia la calle. La entrada estaba expedita y Paco gritó:
-Vamos pa dentro, Guaqui.
Éste acudió con la pistola en la mano, diciendo furiosamente:
-Me lo cargo.
-¡Quieto y parao, Guaqui! De muertes, ya sobran una pechá esta noche. Dame la pistola.
Dócilmente, el Templao entregó el arma a Paco, que se la encajó en la cintura. Entraron en la vivienda sin dificultad, porque la puerta de cuarterones de vidrio pintados de blanco que comunicaba la barbería con la trasera carecía de cerraduras o pestillos. Parada detrás, se toparon con Bernarda, que blandía una sartén. Guaqui se limitó a arrebatársela, obligándola a apartarse. Al otro lado de la mesa de comedor, que ocupaba la mayor parte de la minúscula habitación, Gustavo agitaba dos cuchichos de cocina; Paco le encañonó con el arma de su hijo, tendiendo la mano izquierda para que se los entregase.
-Vas listo -dijo Gustavo-. Mi Serafín me ha dicho que ya no le quedaban balas, si no, no se la habría quitao ni el lucero del alba.
-¿Quiere usted que comprobemos si tiene razón o es una bravuconada? -ironizó Paco, acercando la pistola al rostro del barbero.
Éste echó los cuchillos sobre la mesa, de donde los tomó el Templao.
-¡Guaqui, al avío! -ordenó Paco.
Cada uno de los presentes interpretó la orden a su manera. El Templao sabía que lo que Paco quería era que no hiciera uso de los cuchillos, pero el matrimonio entendió que iba a a morir. Se arrodillaron llorando, con la cabeza apoyada sobre el hule de la mesa.
-¡Tened compasión de nosotros! -suplicó Bernarda.
-¿Dónde se ha escondío el Serafín? -preguntó Paco.
Tras los segundos de silencio que siguieron, se entreabrió una de las dos puertas que permanecían cerradas y asomó el rostro demudado de Angustias, que preguntó en un sollozo:
-¿Qué le ha pasao al Migue?
-¿A ti qué te interesa ese salvaje? -preguntó acremente Bernarda- Ojalá que la quemaúra lo deje lisiao pa los restos.
Paco vaciló un instante, durante el que su mente especuló sobre el significado de la pregunta de Angustias. Al caer en la cuenta, sonrió apenas con los ojos; a Miguel no se le resistía ninguna, aunque se tratara de la muchacha más inaccesible del barrio. La pregunta podía indicar algún grado de correspondencia y complicidad; había más de un problema entre la familia del barbero y la suya.
-No se va a morir, es duro de pelar -respondió Paco, buscando los ojos enrojecidos de Angustias para tranquilizarla con la mirada-. ¿Dónde está tu hermano? Te juro por la salud de mi madre que namás quiero hacerle una pregunta.
Angustias indicó la puerta vecina con un movimiento de pupilas.
-Que ná ni nadie se mueva en esta habitación, Guaqui -dijo Paco-; no consientas al Granaíno que se ponga de pie.
Abrió la puerta indicada de una patada. A primera vista, no había rastro de Serafín; alcanzó de un salto el rincón donde una cortina cubría el hueco que servía de armario; demasiado atiborrado de líos de ropa y cajas, no había sitio para que se escondiera un hombre. Sólo quedaba mirar bajo la cama. S acercó lentamente, pero su cautela no bastó; desde el escondite bajo el colchón, Serafín lanzó la mano provista de un cuchillo que clavó en el muslo de Paco. Paradójicamente, el dolor que irradió desde ese punto a todos los resortes de su cuerpo no sirvió para disuadir a Paco, sino para estimularle como el aguijón de una avispa, aflojando la disciplina que se imponía con tanto rigor desde que en el partido habían empezado a otorgarle responsabilidades. De un manotazo, alzó la cama para levantarla de costado; despojado de su protección, Serafín se acurrucó en el ángulo que formaban el colchón y la pared, llorando y con las manos protegiéndose la cabeza como quien se resguarda de un alud.
Paco sintió que le corría un hilo de sangre por la pierna, pero la puñalada no era profunda. Arrancó el cuchillo de su carne y lo apoyó sobre el cuello de Serafín, con el furor que le entrenaban para no sentir y recreándose en él.
-Dime ahora mismo lo que habéis hecho con mi hermano Ricardo.
-No le hemos hecho ná -afirmó Serafín.
Paco observó que el muchacho acababa de orinarse en los pantalones.
-Deja de llorar, pa que no tenga que decirte lo de la madre de Boabdil. ¿Dónde tenéis a mi Ricardo?
-No lo tenemos nosotros –gimió-. Lo detuvimos y lo llevamos a la comisaría de vigilancia. Eso es lo que manda Falange que hagamos si no se tuercen las cosas y los rojos no nos obligáis a...
Sobre la alegría de la noticia, Paco escupió su indignación:
-¿Quién coño sois vosotros pa detener a nadie, monigotes de mierda?
Descargó despectivamente una patada suave en la entrepierna humedecida de orina. En la otra habitación, dijo:
-Que no se mueva ni el aire, Guaqui, que tengo quehacer ahí fuera.
Salió a la barbería y Gustavo escuchó con desolación el ruido del espejo al caer hecho añicos y el despanzurramiento de los tarros de Flöid, Abrótano Macho y Alcohol de Romero, los grandes frascos de lavanda barata y la jofaina, mientras Paco murmuraba "esto por mi Antonio; esto, por el Migue; esto, por los cuatro meses de muerte en vida del Mani; esto, por los disgustos de mi madre...". Sobre los chasquidos, pudo oírse la voz autoritaria de Paula, parada ante la puerta, mayestática:
-¡Paco!, ¿te has vuelto loco? ¿Tú, el único que mis hijos que yo creía cuerdo?
La pregunta fue como una sacudida que lo rescató del arrebato, Paco se detuvo y preguntó:
-¿Cómo están mis hermanos?
-Destrozaos, pero no van a morirse. ¿Y el Ricardo, has averiguao algo?
-A lo que parece, está entero. Estos mamarrachos lo han llevao a comisaría.
-¿Con qué autoridad?
-Con la que se sacan de sus delirios.
-¿Qué te pasa en el muslo? -Paula señalaba la mancha de sangre en el pantalón.
Sólo en ese momento recordó Paco la herida. Su madre le arremangó la pernera para descubrir el puntazo de unos dos centímetros en medio de un hematoma amoratado; había dejado de manar sangre.
-No es ná -dijo Paula, mientras rociaba sobre la herida colonia de uno de los tarros pequeños que habían sobrevivido a la destrucción-, pero esto es como una plaga: tos mis hijos estropeaos, y ojalá que el Ricardo, aunque detenío, esté de verdad entero. Echa a andar, porque sólo quedamos tú y yo pa los periódicos.
-¿Tú vas a venir a por los periódicos?
-¿A quién vas a acudir? Ninguno de tus hermanos puede hacerlo. Al Ricardo, ya veremos a mediodía cómo lo sacamos del lío; ahora, lo primero es conseguir dinero pal mercao.
-¡Guaqui! -llamó Paco desde la calle-. Deja tranquila a esos mierdas, que ya han tenío bastante y con su pan se lo coman. ¿No tienes que ir a trabajar?
-Falta un rato -respondió el Templao al abandonar la barbería de un salto; parecía optimista-. Hace cuatro meses que a estas horas chispa más o menos, me voy a ver al Mani, y ya me he acostumbrao y me siento una pechá de raro si no voy. Ahora que está despierto, con más motivo. ¿Quiere usted que le diga algo?
La pregunta se dirigía a Paula.
-Que en cuanto pueda, iré a verlo y le llevaré un poquillo de carne de membrillo.
-Po condiós. Y... Paco, ya sabes, que yo, tu célula...
-Esta noche hablamos, cuando tomemos el blanco que me has convidao.
Viéndolo alejarse, y mientras caminaba junto a su madre, Paco comentó:
-¡Qué cosa más rara! Ha dicho que va tos los días a ver al Mani.
-¡Como un reloj! -exclamó Paula-. Comentan las monjas que lo que él hacía ha tenido que servirle de mucho a tu hermano.
-¿Qué hacía?
-Se pasaba más de media hora todas las madrugás contándole al oído los chismes del barrio, como si el Mani pudiera oírle.
Paco sonrió.
Sonrió también la monja portera, con alivio, al ver entrar al Templao.
-Oye, tú eres amigo de Manolito Rodríguez Robles del Altozano, ¿no?
-Algo así.
-Nos ha dado la noche y ha habido que amarrarlo a la cama, porque se quería escapar y no paraba de echarse al suelo. A ver si pudieras convencerlo de que tiene todavía muchos días por delante hasta que se restablezca y pueda volver a andar. Ha crecío una barbaridad en estos cuatro meses y los huesos se le pueden hacer astillas.
-Ya veré, pero ése tiene un genio que se las trae...
-¡Ya lo creo que tiene genio! Pero inténtalo, ¿eh?
Subiendo las escaleras, desde donde comenzaba a vislumbrarse la luz del alba a través de los grandes ventanales, el Templao sintió cansancio por primera vez esa noche. Iba a quedar derrengado en el puerto y no podía permitirse simular una enfermedad, puesto que había perdido el jornal del taller la tarde anterior. Un café le despejaría.
-Guaqui, me estoy cagando -dijo Mani al verlo llegar-. Avisa a la monja.
El Templao rió y se puso a soltarlo él mismo de las ataduras.
-Te voy a desamarrar, pero prométeme que harás lo que te manden. Dicen las monjas que tienes los huesos como el cristal.
-¿Qué sabes de mi hermano Ricardo? -preguntó Mani desde el asiento de la letrina, para tratar de sacudirse la vergüenza por la proximidad del Templao, que permanecía vuelto de espaldas a él pero sin soltarle el brazo derecho.
-Namás que está detenío en la comisaría. Lo malo es que...
-¿Más desgracias?
-Anoche ha habío una de moros y cristianos delante de la barbería. Cinco muertos y una pila de destrozos y tus hermanos están heríos, pero ninguno corre peligro. Creo que el Migue es el que está peor.
-¡Mierda! -exclamó Mani-. Entonces, ¿quién va a vender los periódicos?
-Bueno, la hería del Paco es una tonteriílla y ha ido con tu madre, hace un rato, a buscarlos.
-¿Mi madre y él, namás? Tenemos que sacar al Ricardo de la comisaría ahora mismo, Guaqui. Ayúdame, por favor.
-No puedo, Mani. Total, ya no hay ná que hacer esta mañana y yo no tengo más cojones que ir a trabajar, porque anoche, con no ir al taller por estar con tu Paco, he dejao de ganar ná menos que dos pesetas. No faltaba más que pierda también el jornal de hoy.
Mani frunció los labios conteniendo el enojo; le exasperaba la parsimonia del Templao. Preguntó:
-¿Podrías decirle a la Inma que venga y me traiga la ropa?
-No me da tiempo, Mani. Ten paciencia, chiquillo, que no se va a acabar el mundo. En cuanto termine en el puerto, echo a correr pacá.
continuación
Habían tenido que dividirse entre Paco y ella los ejemplares del diario que habitualmente ponían a la venta entre todos. Apostada en la esquina de la Alameda con Puerta del Mar, Paula se sentía extraña y se preguntó qué haría que a sus hijos le sobraran a veces periódicos sin vender, porque, al ritmo que iba, a las once de la mañana se le habrían agotado, a pesar de que había llegado a las ocho con el triple de los que solía poner a la venta Miguel, cuyo punto ocupaba. Ignoraba que su extrañeza era inferior a la de quienes la miraban a ella; una mujer de aspecto nada miserable, rubia brillante, de hermosos ojos violetas, esbelta a pesar de sus cuarenta y cinco años y, a despecho de los remiendos de su ropa, irradiando distinción. Vendiendo periódicos, resultaba tan desajustada como si lo hiciera un canónigo de la catedral y, por tal razón, se los estaba comprando mucha gente que nunca lo hacía y que tal vez ni los leyera. Como eran tantos los que circulaba nmirándola fijamente, no le llamó la atención el coche que se había detenido unos metros más allá de la otra esquina. Comprendió de quién se trataba cuando vio acercarse al chófer de culo monumental.
-¡Otra vez! -exclamó con impaciencia.
-Dice doña Elena que haga el favor de venir un momento a hablar con ella en el coche -dijo Rafael.
Elena Viana-Cárdenas James-Grey observaba con ansiedad el desarrollo de la gestión encomendada a su criado. Era una casualidad afortunada haber encontrado a la madre cuando se dirigía al hospital, a tratar de hablar con el hijo.
-Pues pregúntele si no tiene ojos en la cara -respondió Paula-. ¿No ve que estoy trabajando?
Rafael se retiró hacia el lustroso hispano-suiza y cruzó unas frases con su jefa. La mano de Elena salió por la ventanilla para entregar un sobre al criado. Cuando Paula lo vio acercarse, notó que era el mismo que había rechazado la noche anterior.
-Dice doña Elena que cuánto valen estos periódicos.
Paula contó los ejemplares que le quedaban y los multiplicó por el precio unitario.
-Ocho pesetas y tres reales.
-Po tome usted veinte duros, que me los llevo -Rafael le entregó el billete que contenía el sobre, se agachó, enrolló los periódicos y se los metió bajo el brazo-. Ahora que su trabajo ha terminao, ¿puede hacer el favor de venir al coche?
A Paula le pedía el cuerpo tirar el billete al suelo y arrebatar los periódicos al criado, pero veinte duros eran veinte duros, mesa servida opíparamente durante una semana o dos, y para heroicidades, ya habían realizado demasiadas los miembros de su familia durante toda la noche. Se acercó dispuesta a decir "gracias" nada más y alejarse por un callejón por el que el coche no pudiera perseguirla. Mas cuando se aproximó, Elena salió del coche y, sujetando la portezuela, la empujó suavemente dentro. Sentadas una al lado de la otra, ambas se escudriñaron pero de reojo, como si ninguna de las dos se atreviera a mirar a la otra de frente.
-Tienes que admitir, por lo menos, que ayude a tus hijos.
-¡A buenas horas! Hemos sobrevivido y seguiremos sobreviviendo. No necesitamos ayuda de nadie. Sobre tó, no necesitamos ayuda de usted.
-Tienes que creerme, Paula. Yo ignoraba completamente tu existencia y, por lo tanto, no podía conocer la de tus hijos. Estoy pasándolo fatal...
-¿Usted lo está pasando fatal? No me haga reír, señora.
-No me llames "señora", Paula, por favor; me mortificas todavía más cuando lo dices.
-¡Qué sabrá usted de lo que es mortificación! ¿A que no se imagina por qué he venío esta mañana a vender periódicos? Tengo tres hijos en el hospital y uno, en comisaría.
-¿Por qué?
Paula relató los sucesos de la noche, brevemente y sólo en lo relacionado con sus hijos, sin mencionar los cadáveres, cuya noticia aún tardaría un par de días en salir en el periódico.
-Veré lo que puedo hacer por ellos -afirmó Elena cuando Paula terminó el relato.
-Se lo pido por favor y no quisiera ponerme borde, que bastente borderío hay suelto por Málaga; por favor, señora, deje tranquilos a mis hijos y ni se acerque a ellos.
Elena volvió la cabeza, ahora sí, para escrutar fijamente los ojos de Paula.
-Tú no les has dicho nada, ¿no es así? Ellos no lo saben.
Paula negó con la cabeza. Le costaba gran esfuerzo que no se le soltara la lágrima tonta que pugnaba por abrirse paso en su ojo izquierdo. El derecho, que era el que Elena podía ver mejor, se mantendría seco aunque reventara.
-Nunca deben saberlo. Y como usted o alguno de su familia venga a meter cizaña, le juro que... No sé; algo haría pa que usted se arrepintiera.
-¿Cizaña, Paula? ¡Líbreme Dios! Lo que yo quiero...
-Olvídese de nosotros, se lo suplico.
Elena meditó unos segundos, afirmando y negando con la cabeza a un tiempo.
-Deja, por lo menos, que te mande dinero de vez en cuando.
-Hoy, lo he cogío porque me hace muchísima falta, porque namás he terminao un vestío en dos semanas. Pero ni se le ocurra mandarme más. Lo quemaría y le metería las cenizas en un sobre de correo. Se lo juro por mi padre y, al jurar por él, supongo que entiende usted de sobra lo mu en serio que se lo digo.
Paula salió del coche sin despedirse. Sabía que Elena no iba a insistir, al menos en esos momentos; sintió el peso de su mirada conforme emprendía el regreso al barrio.
-Rafael -ordenó Elena-. Da la vuelta pa la casa. Tienes encargos que hacer.
Paula no sentía su propio desplazamiento por las calles que debía atravesar antes de llegar al mercado del Molinillo, porque su cabeza estaba ocupada por una imagen idílica, cegadora de tan resplandeciente. Su padre, casi idéntico a Miguel pero un poco mayor, la alzaba sujeta por las axilas y la besaba y la hacía girar como en un carrusel y la lanzaba por el aire para recogerla al vuelo entre risas como cascabeles, y volvía a besarla en la frente, en la nariz, en las mejillas, en el cuello; era como si mediante los besos recuperase una facultad que le faltaba, algo vital que hubiera perdido. Luego, se iba, como todas las noches. Ahora, sintió ganas de llorar, pero llevaba treinta y nueve años entrenándose en no hacerlo. Se agitó el pelo y sonrió, como diciendo adiós al protagonista del recuerdo. En el mercado, todavía con el tacto cálido de las manos paternas en sus brazos, renunció a medias a la frugalidad habitual; haría carne mechada con tocino de jamón, ajo y clavos, que era el plato que más alababan sus hijos cuando lo cocinaba una vez al año, por Nochebuena, y llevaría fiambreras al hospital y a comisaría. Iba a proporcionarles un gran día después de la pesadilla de la noche.
Eran las cinco y cuarto de la tarde cuando regresó tras realizar el reparto de fiambreras. Antonio saldría al día siguiente del hospital aunque con el engorro inhabilitador de la escayola; Miguel tendría que permanecer unos días bajo vigilancia para que la herida de la frente no se infectase, pero la quemadura no eran tan aparatosa como pareció en un principio pese a que iba a dejarle marcas. Lo de Mani iba para largo. A Ricardo no le habían permitido visitarlo, pero el guardia le prometió entregarle la comida "a la noche, porque como tú comprenderás, aquí no dejamos a los deteníos en ayunas y ya ha almorzao". Entraba por una de las puertas del corralón cuando el Templao llegó corriendo por la otra. Un poco retrasada, le seguía su hermana mayor.
-Que vamos a ver al Mani y que quiere estar vestío porque le da vergüenza intentar andar por la sala en camisón y que si podría darme usted su ropa.
Paula traspasó al muchacho con la mirada. Sospechó que mentía.
-¿No estarás pensando ayudarle a escapar? -acusó-. Los médicos dicen que se le pueden disolver los huesos como azúcar si echa a andar antes de tiempo.
-Le juro por tos mis muertos que no le permitiré andar con sus pies. De verdad que le da vergüenza pasear por la sala en camisón, que esta madrugá lo ayudé a ir al retrete y no hacía más que taparse porque se le veía el culo por la raja del camisón.
Quince minutos más tarde, Inma entretuvo a la monja portera con una pregunta ociosa mientras el Templao entraba apresuradamente ocultando el lío formado por el pantalón, la camisa, los calzoncillos, el jersey y las alpargatas.
Mientras le ayudaban a vestirse entre los dos, el Templao advirtió a Mani:
-Le he jurao a tu madre que no te dejaría andar y voy a cumplir el juramento: te llevaré en cuestas; pero tú tienes que jurarme que volverás aquí en cuanto acabemos.
Mani asintió con la cabeza, porque le causaba escozor supersticioso pronunciar con palabras un juramento que no estaba dispuesto a cumplir.
Aunque seguía ajustándose bien a la cintura a causa de lo delgado que estaba, el pantalón dejaba descubierta media pierna, y las mangas de la camisa cubrían sólo un poco más abajo del codo. Iba a tener que heredar parte del escuálido guardarropa de sus hermanos.
Tras recorrer la mitad de la avenida que se abría frente a la puerta del hospital, el Templao manifestó su asombro:
-Llevándote en cuestas, pareces un chal de plumas, Mani; digo, es que pesas menos que un gorrión.
-Pero se ha puesto como tú de alto -dijo Inma mirando a los ojos de Mani con complicidad y se sonrieron tiernamente.
El Templao sonrió también. Si no se torcían las cosas en el futuro, y ojalá que no, estaba claro como el agua que el asombroso muchacho que cargaba llegaría algún día a ser su cuñado.
-¿Dónde vamos, a la comisaría?
-¡Qué va! -respondió Mani-. Se reirían de nosotros. A San Felipe.
Las iglesias, en otros tiempos abiertas a todas horas y refugio perpetuo de los perseguidos por las injusticias del mundo, ahora permanecían cerradas la mayor parte del día. Numerosos carteles de propaganda anticlerical cubrían la fachada de la parroquia superponiéndose en voluminosas capas de engrudo y papel, y las puertas aparecían decoradas con toscos letreros en los que se insultaba a los sacerdotes con las palabras más soeces, así como dibujos de penes erectos y piernas abiertas mostrando las vaginas entre trazos como destellos. Ante la inmutabilidad muda de los grandes portalones, tuvieron que llamar a la puerta de la sacristía. La esperanza de Mani flaqueó cuando el sacristán abrió después de veinte minutos de aporreo. Protegido del todo por la hoja de madera antigua y atisbando por la estrecha rendija, les examinó a los tres con expresión entre aterrorizada y de repugnancia.
-¿Qué queréis?
Mani no sabía el nombre del párroco, pero sí el del coadjutor que vio salir aquella noche memorable de la habitación de Concha la Chata.
-Hablar con el padre Agapito.
El sacristán lo miró con asombro. Como iba sobre la espalda y abrazado al cuello del otro, había creído que se trataba de un mongólico incapaz de expresarse.
-Don Agapito está indispuesto y, además, no tiene tiempo que perder con desastrados como vosotros.
Mani apretó los labios y presionó con el codo el hombro del Templao para que se contuviese, ya que una de sus divertidas ocurrencias podía hacerles perder todas las posibilidades.
-¡Por favor! -rogó Mani-. Si le dice usted quién soy, a lo mejor quiere escucharnos.
-¿Cómo te llamas?
-Ricardo Rodríguez Robles del Altozado -respondió.
Suponía que el cura conocería por sus nombres y apellidos a las buenas ovejas del rebaño. A los pocos minutos, comprobó su acierto.
-¿Dónde esta Ricardito? -preguntó el sacerdote, también, como el sacristán, sin acabar de franquearles la entrada.
Antes de que el engaño pudiera enojarle, Mani le explicó precipitadamente lo que había; tres hermanos en el hospital, la escasez de mano de obra que trajera el sustento diario a la familia, la congoja de su madre. Necesitaba ayuda para sacar a Ricardo de comisaría.
-¿Y qué quieres que haga yo? -el tono de don Agapito estaba a punto de ser sarcástico aunque el miedo continuaba aflorando en la tensión de los músculos de su cara.
-Ir a hablar con los guardias. A usted le harán caso y sabe de sobra que mi Ricardo no se mete en líos. Los que lo denunciaron ni siquiera lo conocen y no saben lo buen católico, apostólico y romano que es.
-¿Hablar con los guardias? Pobre muchacho. Como si España continuara siendo la de antes. ¿Te has creído que a mí van a hacerme más caso que a cualquiera? ¡Qué estupidez, cuando los guardias son tan blasfemos y anticlericales como los que más! Se reirían en mi cara, ¿te enteras? y, de todos modos, yo tengo cosas muchísimo más urgentes que hacer.
-¿Como ir a... darle un recao a la Chata?
El cura fulminó a Mani con los ojos. Apretó las mandíbulas, como si hiciera un gran esfuerzo de autocontención para no echar a patadas a los tres muchachos, y dijo con tono furioso:
-La desgracia de Ricardito es tener unos hermanos que lo llevan a la perdición, pero él es un bendito del Señor y Dios sabe cuidar de sus fieles. Vete a tu casa, a consolar a tu madre, y ten paciencia; verás que Nuestro Señor Jesucristo saca a tu hermano del problema.
Encajó la puerta sin despedirlos, casi a punto de golpearles la cara. Inma alzó el puño derecho, enrabietada.
-Eres más falso que los duros de cuatro pesetas -gritó hacia la puerta cerrada.
-¿Qué hacemos ahora, Mani? -preguntó el Templao.
-Ir a la comisaría, qué remedio -respondió Mani-. A ver qué conseguimos.
Tuvieron que esperar turno más de una hora entre la multitud; madres llorosas, esposas histéricas, familiares compungidos y denunciantes con miembros aparatosamente vendados para exagerar los daños. Unos esperaban excarcelamientos y otros, que encarcelaran a alguien. Casi todos vestían remiendos, algunas mujeres con los moños desgreñados como si hubieran corrido de pronto, avisadas de una detención. Una vez que el guardia les indicó que entrasen, aún debieron aguardar un rato. El local era lóbrego: unos bancos destartalados constituían el único mobiliario a disposición del público, fuera del alto mostrador que separaba y, en gran medida, protegía a los funcionarios. Muy al fondo, Ricardo estaba sentado ante una mesa, cabizbajo y con expresión perpleja, y a su lado, de pie y hablando con el guardia que hacía anotaciones en un libro, ¡el criado de culo gordo de La Caleta! Mani trató de descifrar el significado de la escena. Creyendo que el extraño sujeto añadía más acusaciones contra Ricardo a las que ya habían presentado los falangistas, el Templao murmuró:
-No digas ná, Mani. Déjame a mí.
-¿Qué queréis?, ¿cuál es vuestro problema?
El guardia que les hacía la pregunta presentaba signos muy evidentes de cansancio y hastío. Parecía ansioso de huir de la inhóspita sala y mandar a freír espárragos al vociferante gentío que pugnaba por saltarse los turnos respectivos. Sus labios apenas dibujaron la sonrisa irónica que había en sus ojos mientras observaba al insólito trío. Mani admiró la sangre fría y la fértil imaginación del Templao cuando comenzó a perorar. Él había presenciado el asalto de la barbería porque tenía libre la jornada del día anterior a causa de la huelga de prácticos del puerto, que había impedido el amarre de barcos. Soltó una maldición para resaltar el perjuicio que le causaba la inactividad, que le había impedido ganar ese día el sustento de sus once hermanos. Volvía del puerto amargado y a punto de llorar, pensando de dónde sacar dinero para que su pobre madre pudiera ir al mercado, cuando vio a los asaltantes. Eran tres conocidos pendencieros, cuyos nombres ignoraba, que se la tenían jurada al barbero por su negativa a cortarles sus greñas piojosas... El guardia se echó a reír a carcajadas y le interrumpió.
-¿A quién queréis sacar, a ése? -señaló a Ricardo y los tres asintieron. Tras una pausa, dijo al Templao: -Mira, no te detengo por embustero, porque ya estoy hasta los mismísimos y no tengo ganas de ponerme a escribir media hora más, ahora que está a punto de llegar mi relevo. Ni ayer hubo huelga de prácticos, ni los barcos dejaron de atracar ni niño muerto, joder, que no me he caído de un olivo. Y a ése, ya no tenéis ná que hacer por él, porque va a salir enseguía
Salieron a la calle en espera del acontecimiento. Inma afirmó:
-Si dejan libres en pocas horas a chorizos de aquí te espero, no iban a dejar preso a tu Ricardo, que es un santo.
-¡Un santo! -ironizó Mani-. ¿Qué coño pintaría el fulano ése?
Se refería al criado de La Caleta mientras observaba el brillante coche estacionado frente a la comisaría, que debía de ser el suyo. Sólo unos minutos más tarde, salió Ricardo presuroso, como si huyera del mayordomo, que corría tras él.
-¡Que no me da la gana! -dijo Ricardo, zafándose de la presa que Rafael intentaba en su brazo.
Tras empujarle, Ricardo se dirigió a Mani.
-¡Estás chalao! ¿Por qué has tenío que levantarte pa venir aquí?
-¿Qué quería ese fulano?
-Ha traío una recomendación de nosequién, que ha sido lo que ha hecho que me suelten. Pero estaba empeñao en llevarme en el coche; en ese hispano-suiza a nuestro barrio, imagina la revolución. Y además, que con un mariposón así yo no me meto en el coche ni muerto. Guaqui, gracias por cargar a mi hermano. Ahora lo llevaré yo.
El Templao consideró que Ricardo calculaba mal sus fuerzas, pero le traspasó la carga un momento, dispuesto a volver a tomar a Mani en cuestas enseguida. Mani puso a su hermano al corriente de la situación familiar en pocos minutos. Ricardo se detuvo jadeando un poco, volvió a situar al muchacho sobre la espalda del Templao y dijo admonitariamente, con expresión muy severa:
-Si no fuerais los cuatro tan sinvergüenzas, no harías pasar tantos malratos a mamá.
-Joé, Ricardo. ¿Le regañas a tu hermanillo después de tó lo que ha hecho esta tarde por ti? -reprochó el Templao.
-Éste, como los otros tres, también es un cachorro de maleante.
Ni el Templao ni su hermana conocían suficientemente a Ricardo; el estupor por su actitud se reflejaba en sus caras, pero Mani, a excepción del paréntesis de cuatro meses, había asistido día a día a la evolución religiosa de Ricardo, tras abandonar haría unos dos años la pretensión de ser torero. Calló para que los reproches no se convirtieran en murallas y señaló:
-Mirad, ahí viene el Paco.
Éste acudía a la comisaría a ver qué podía hacer por Ricardo. Viendo que lo habían liberado ya, lo festejó con palmadas y, tras reconvenir a Mani por la huida del hospital, pero sin dedicar ningún reproche al Templao por la ayuda, le dijo a éste:
-Ahora tenemos motivos triples pa tomar el blanco que me prometiste; porque el Antonio y el Miguel están vivos, por mi Mani, que vuelve a la vida, y por mi Ricardo. Pero invito yo.
-De eso nada, monada -protestó el Templao-. El blanco pa los tres lo pago yo; tú paga las gaseosas de tu Mani y de mi Inma.
-Yo no me entretengo en las tabernas del pecado y la depravación -dijo Ricardo al tiempo que se retiraba-. Lo que manda Dios Nuestro Señor es que consuele a mi madre.