domingo, 8 de agosto de 2010

ORO ENTRE BRUMAS 5ª entrega


Serie en lontananza
-Hoy llegan las máquinas -le dijo Gerardo a Martiña.
Estaba afeitándose y todavía no había salido la joven de la cama, porque solía remolonear mientras él realizaba su aseo, para recrearse contemplando su desnudez. Pocos cuerpos masculinos podían rivalizar con el suyo. Si no lo quisiera tanto, bastaría su carne para hacer que se sintiera muy orgullosa.
-Entonces, ¿tienes trabajo en el barco? -preguntó ella.
-Seguro que sí. Anoche dijo Dimas que, aun con el equipo al completo, ahora necesitaría más gente para sacarle provecho a toda esa maquinaria. Ya han pasado tres días desde que estuvimos en el convento, así que podrías ir esta mañana a hablar con el salido de fray Lucas.
-¿Y no sigo persiguiendo a esa tía?
Gerardo volvió la cabeza hacia ella. Cuando apuraba con indolencia los últimos minutos en la cama, el cuerpo desnudo de Martiña era una provocación, porque sus posturas de pereza hacían que resaltasen sus pechos, turgentes e incitadores, y la seda iridiscente de su piel celta. Sintió el deseo imperioso de volver a abrazarla, pero no le quedaba tiempo. En respuesta a su pregunta, comentó:
-Las cosas están muy claras, ¿no? Considerando lo que has visto, no tiene más remedio que ser una espía.
-Por supuesto que sí. Anteayer, recorrió todas las orillas de la ría, parando a cada paso cuando encontraba un buen mirador en el camino. Sacaba esos prismáticos enormes que lleva y se ponía a hacer anotaciones en una libretita mientras sostenía una grabadora portátil junto a la boca. Pero me dio la impresión de que enfocaba los prismáticos no sólo hacia tu equipo, sino que también vigilaba el barco de Teleplanet.
-Me da muy mala espina, Martiña. Los de Teleplanet tienen un montón de gente recorriendo la ría en lancha a ver qué hacemos, así que lo de esa mujer tiene que ser más gordo que la simple competencia entre dos productoras.
-¿A quién que no sea un canal de televisión va a interesarle lo que hacéis? No seas tonto.
-No es ninguna tontería, Martiña. Ha habido centenares de expediciones buscando el tesoro durante siglos, a veces con los equipos más sofisticados de sus épocas respectivas. Siempre, con pretextos mentirosos ante las autoridades. Tienen que haber sacado fortunas de la ría, y no siempre de modo tan secreto, porque de otro modo Julio Verne no habría fabulado sobre ello de manera tan precisa. Pero con tanto como es seguro que han sacado, todos sabemos que tiene que permanecer mucho más. Vete a saber cuántos desearán descubrir el menor detalle que les revele dónde hay oro. Lo de esa mujer es para sospechar que cuenta con respaldos muy poderosos y con mucha pasta, a lo mejor mafiosos norteamericanos o rusos; tú misma has visto con qué frecuencia cambia todo el vestuario y cada día conduce un coche distinto. A veces me pregunto si no representará una amenaza, y no sólo en cuanto al programa de televisión.
-Pero tu jefe sigue en las nubes.
-He estado a punto de contárselo dos o tres veces, pero cada vez lo veo más entusiasmado con ella, y él, como un pardillo, estará largando sin parar y sin comprender que se lo ha trajinado para sonsacarle, y que lo que haya entre ellos no le importa un pimiento. A menos que tengamos pruebas contundentes que mostrarle, no me atrevo a decirle ni pío. En vez de considerar el asunto, Dimas me echaría del equipo, aunque antes, con el genio que tiene, a lo mejor le daba por ponerme la mano encima.
Martiña sonrió.
-Y yo le sacaría los ojos. Entonces, ¿voy al convento?
-Sí. Llévate las dos cámaras. Si terminas pronto allí, trata de sacar alguna foto de esa mujer, a ver si la pillas en actitudes sospechosas. Fotos claras, que pudieran convencer a Dimas.

El entusiasmo por la llegada de las máquinas e instrumentos hizo que Dimas Outero olvidara la incomodidad de que Gerardo Cao estuviera a la vista. De hecho, se olvidó de todo lo que no fuera la culminación con éxito de la serie y sólo cabía en su pensamiento, en un rincón muy íntimo, la alegría por la rapidez con que progresaba su relación con Celia Pertíñez.
Había llegado a la ría en busca de oro y había encontrado un oro mucho más importante. Julia era muy atractiva, pero no era sólo eso lo que la convertía en la mujer ideal; poseía una personalidad serena, juiciosa, organizada y sin altibajos de humor, justo la clase de persona que un temperamento disparatado e imprevisible como el suyo necesitaba como complemento. Los años de realización obsesiva, incansable y consecutiva de programas de televisión iban a terminar; a partir de ahora, tendría de nuevo vida privada.
-Baja la boca del tubo hasta el pecio -le dijo a Rafael Beira-, pero no la sitúes directamente encima, sino al lado, adosada al casco. Ten cuidado de que el tubo no se aplaste en ningún punto de su longitud. Cuando estés seguro, haz la señal, para que pongamos el motor del extractor en marcha. Será sólo un minuto. Mientras funcione, fíjate con cuánta rapidez se bloquea por los guijarros y los objetos que se queden pegados al filtro, y avisas de nuevo inmediatamente.
La cubierta de proa del pesquero que les servía de cuartel general se encontraba llena de cajas a medio desembalar. Habían anclado no muy lejos de la acechanza de los de Teleplanet, en una zona de la ría próxima a la bocana, donde la profundidad era mayor que en la bahía de Rande. Si el extractor de arena funcionaba bien en ese lugar, mejor lo haría en Rande. Lo que no imaginaba Dimas era cómo realizar la misma operación con el galeón de la daga sin que los de Teleplanet se dieran cuenta, puesto que esa máquina no podía transportarse en una lancha.
Mientras, Gerardo participaba con los otros seis submarinistas en la marcación de señuelos para el equipo rival. El despliegue de trajes de neopreno multicolores era muy vistoso, y resultaba divertido observar cómo picaban los de Teleplanet, que mandaban en seguida a algún submarinista a merodear por las cercanías de cada uno de ellos. Pero Gerardo sentía frustración porque Dimas no le hubiera mandado con los tres que, vestidos completamente de negro y liderados por Julio Parada, se dirigían hacia el galeón de la daga.

Martiña estacionó el coche frente a la puerta del convento. Eran las nueve de la mañana, hora que, por la razón que fuese, debía resultar menos oportuna para la comunidad que la de las anteriores visitas, puesto que nadie acudía a abrir.
Cayendo en la cuenta de que su puño no golpeaba la pesada puerta con tanta fuerza como el puño poderoso de Gerardo, cogió una piedra cuyos golpes debieron resonar en todo el convento. Aún así, no acudieron.
Llevaba casi una hora esperando que abrieran, ¿qué podía hacer? Desde luego, no iba a rendirse; no regresaría con las manos vacías, para que Gerardo recayera en las tendencias machistas que ella había conseguido domeñar, y volviera a convencerse de que no se podía confiar a una mujer esa clase de gestiones. Ni pensarlo; tenía que sacar algo del viaje. Inició un reconocimiento del perímetro del conjunto de edificios, sin sospechar lo largo que iba a ser.
Las construcciones escalaban una ladera suave del claro del bosque. Cada diez o doce metros, las tapias crecían un poco, formando una especie de escalón, para compensar la pérdida de altura por la elevación del suelo. No se trataba de una tapia recta, sino que seguía un trazado lleno de revueltas y recovecos alternados con los muros traseros de diversos edificios menores o torres de forma poligonal. El revoco estaba más desconchado cuanto más se retiraba de la fachada principal y, cerca de la zona más alta de la ladera, abundaban los derrumbamientos de la parte superior del muro, que formaban melladuras como de ruinas de guerra. Apresuró el paso cuesta arriba, con la esperanza de que por la zona más alta existiera alguna melladura lo suficientemente cercana al suelo como para poder encaramarse a la valla y colarse en el convento, aunque lo que pretendía al comenzar el recorrido era ver si por alguna ventana descubría a un monje al que pedir que le abriera la puerta.
Encontró una abertura que sólo distaba algo más de metro y medio del suelo. Intentó darse impulso para subir con las manos apoyadas en el borde, pero resultó inútil. Sintió rabia mientras consultaba el reloj; las diez y media. Miró alrededor. Había un tronco de carvallo un poco más arriba; por su tamaño era imposible de mover, pero lo examinó a ver si estaba lo bastante carcomido como para que se hubiera fragmentado. No lo estaba del todo pero había un punto, a menos de un metro de la base, donde sólo quedaban pocas astillas. Golpeó rabiosamente con una piedra, hasta conseguir que ese trozo se desprendiera del resto, pero cuando intentó moverlo con los brazos siguió tan inmóvil como si solamente lo hubiera rozado la brisa. A punto de gritar de ira, apartó varios de los guijarros de la base del tronco, del lado donde bajaba la pendiente y, a continuación, se tendió en el otro lado, con los brazos alzados sobre su cabeza aferrando con las manos el tronco de otro carvallo, más joven, que crecía a corta distancia. Hizo palanca con su cuerpo y empujó el tronco con los pies, hasta que vio con alegría que se movía unos centímetros.
Desencajado del lecho que lo contenía, fue relativamente fácil obligarlo a rodar pendiente abajo. Chocó contra la muralla casi en la vertical de la melladura por donde había intentado escalar; ahora, con la ayuda de esa base, pudo encaramarse al muro sin problemas. Al otro lado había un huerto lleno de maleza, un espacio con forma trapezoidal que delimitaban el muro y las paredes de tres edificios a los que la ruina del tiempo había desprovisto de techos y paredes interiores. Cruzó el huerto sin tenerlas todas consigo, temerosa de que los monjes se tomaran a mal la invasión. En el punto más distante de la tronera por donde había entrado, salió a otro recinto abierto tras sobrepasar el hueco entre los dos edificios en ruinas. Ahora no se trataba de un huerto, sino de un patio que había sido un jardín, aunque la vegetación era igualmente asilvestrada. Le alegró descubrir que el edificio situado enfrente no estaba en ruinas aunque se encontraba también muy deteriorado. Por su tamaño. debía de ser uno de los cuerpos principales del convento, ya que presentaba en los dos pisos superiores largas hileras de ventanas, todas iguales y, en la planta baja, una hilera igual salvo en los dos extremos, donde se abrían ventanales muy grandes rematados en arco. Sólo por éstos resultaba posible ver el interior, porque los alféizares de las ventanas eran demasiado altos.
Comprobó a través del ventanal más cercano que el interior se encontraba tan descuidado y ruinoso como el de los primeros edificios. Con escasa esperanza de encontrar algo distinto, fue dejando atrás la larga pared para aproximarse al del otro extremo.
También estaba mal conservado, pero presentaba mejor aspecto. Se trataba de una especie de sala de reunión, o de estudio, puesto que había dos hileras de ocho grandes mesas cada una, dispuestas como si se tratara de un aula de colegio, con una mesa mayor en el extremo, sobre una tarima justo debajo de la ventana.
Encima de esta mesa, había una arqueta poco mayor que un cofre, una caja que mediría cincuenta centímetros de ancho por treinta de alto, posiblemente de madera, aunque no estaba segura a causa de la gran cantidad de láminas de acero claveteadas que la atravesaban en los dos sentidos, más los ángulos que abrazaban las esquinas, y que parecían de bronce dorado. La tapa le impedía ver el interior y su contenido, exhibido hacia donde estaban los cuatro monjes en actitudes que no comprendió en seguida.
Fray Lucas permanecía sentado con una pose hierática, en un gran sillón de alto respaldo, situado en el centro del pasillo que formaban las dos hileras de mesas, las dos primeras de las cuales estaban ocupadas por un fraile muy delgado la de su derecha y por otros dos la de la izquierda, éstos con un inquietante aspecto de delincuentes a medio reformar. Junto a la mesa donde reposaba el cofre, había otro monje de pie, un hombre de cabeza totalmente calva, vuelto hacia sus compañeros con un pergamino desenrollado sujeto entre ambas manos.
Representaba estar leyendo en alta voz, pero Martiña no escuchó ningún sonido pese a que el ventanal carecía casi completamente de cristales. Mientras simulaba leer, alzando las manos como si tuviera dificultad para hacerlo si la luz no caía de lleno sobre el pergamino, los otros cuatro movían la cabeza con gravedad, como si asintieran lúcida y sabiamente a las palabras que no sonaban. Componían una escena de película muda pasada a cámara lenta, ilusión reforzada por los duros contrastes de la cruda luz que les alcanzaba de lleno a través del ventanal. El calvo presentaba una expresión de éxtasis cercano al trance. Los dos patibularios de la izquierda tenían los ojos enrojecidos, aunque daba la impresión de que más por efecto de algún alucinógeno que por el arrebato místico. Los ojos de fray Lucas parecían contemplar un más allá bienaventurado.
Martiña sintió ganas de reír. ¡Estaban como cabras!
Creía no haber reído, pero algún murmullo debió salir de su boca, puesto que el fraile delgado alzó la mirada en su dirección. Aunque Martiña se escondió inmediatamente, temió que hubiera tenido tiempo de descubrirla y, por ello, echó a correr hacia el extremo donde calculó que se encontraría la entrada principal, con la esperanza de que sólo estuvieran echados los cerrojos.
Aunque creía desplazarse en la dirección correcta, el recorrido era muy complicado, a través de patios, galerías y locales inmensos, como naves. Por fin, reconoció el claustro y por él se orientó hacia la galería que la conduciría hasta la salida, pero los monjes debían de haber acudido por un camino más corto, un evidente atajo, puesto que la esperaban parados bajo el arco de medio punto que comunicaba el claustro con la galería que bordeaba la iglesia.
Bueno, ya que había sido descubierta, carecían de sentido tanto la carrera como el disimulo. Saludó:
-Buenos días, fray Lucas. ¿Me recuerda?
-Sí. Eres la de la televisión. ¿Cómo has entrado?
-Perdone el atrevimiento. Pasé más de una hora llamando a la puerta pero como no me abrían ustedes, y no quería perder el viaje, he saltado por un hueco que hay en el muro. Espero que no les moleste.
-Ha descubierto el secreto -masculló el famélico fray Luis.
-Yo no he descubierto ningún secreto -protestó Martiña-. Sólo les he visto estudiar y me he apartado porque no quería molestarles.
-Es la serpiente mentirosa -dijo el fraile calvo-, una pecadora Eva que nos manda el Maligno para tentarnos.
El flaco, los dos patibularios y el calvo avanzaron hacia ella. Inmóvil, fray Lucas parecía luchar entre varias contradicciones. Martiña se preguntó qué se propondrían los cuatro que se le acercaban, pero antes de ocurrírsele una respuesta, vio algo en sus miradas que la obligó a correr de nuevo. Como estaban entre ella y la salida, corrió en la dirección contraria. Había un gran arco a través del cual se podía entrever la decorada escalera y a la derecha, en un ángulo junto al muro de la iglesia, una puerta pequeña. Eligió ésta última, sin recordar el relato y la descripción que Gerardo le había hecho de su primera visita al convento.
Estuvo a punto de caer rodando por la escalinata que había tras la puerta. A pesar de la tufarada que sacudió su nariz, continuó hacia abajo, porque no se le ocurría otra cosa para escapar de los cuatro frailes.
Corrió por la retorcida galería de la cripta confiando que a Gerardo se le hubiera escapado el detalle de que existiera otra puerta en el extremo contrario de la U, pero no la había. La penumbra era casi completa, salvo por la luz difusa que entraba a través de ventanucos abiertos en los ángulos, cerca del techo, y que parecían estar cegados por fuera por la maleza, y se oían sospechosos saltos de criaturas que no podían ser más que ratas enormes; muchísimas ratas enormes. Escuchó los apresurados pasos de los cuatro que le daban alcance, y sus murmullos:
-La blasfemia exige crucifixión.
-Es más definitiva la hoguera.
-Sí, la hoguera borrará del todo la huella del pecado.
Mientras, clavado en el mismo sitio por la irresolución, fray Lucas meditaba cómo resolver el caso, distinto de cuantos había tenido que solventar en los veinte años que llevaba dirigiendo la comunidad. Porque jamás había osado nadie invadir la sagrada privacidad del retiro. Resultaba claro que se había producido una profanación muy grave que requería reparación, pero los últimos tres días le angustiaba otro problema: Dado que aquel hombre le había ofrecido diez millones de pesetas por la cruz, había intentado comunicarse con el superior de la orden, con quien llevaba diecisiete años sin hablar y sólo en ese momento había comprendido que la falta de comunicación carecía de sentido. Antes, los tres primeros años de su priorato, recibía visitas periódicas, que cesaron abruptamente y nadie le explicó la razón.
Acuciado por la tentadora oferta de Arístides Basterrechea, que podía permitirle restituir cierto brillo a la comunidad, tuvo que andar durante hora y media para encontrar un teléfono público; la telefonista no localizó el número de Madrid que le solicitó; tampoco en Sepúlveda ni en Baeza, ni en Ponferrada. La orden no figuraba en la guía telefónica de ninguno de los lugares donde creía que poseía monasterios, como si hubiera desaparecido por el sumidero de un excusado. Rogó a la telefonista que probara con la guía de Roma, pero ella le dijo que, para hablar con "información internacional", debía introducir en la ranura más monedas de las que llevaba ni hubiera llevado jamás encima. Volvió al monasterio convencido de que él y sus cuatro compañeros eran los únicos supervivientes de la congregación.
¿Podían permitirse un escándalo que atrajera las miradas del país hacia su discreto refugio? Esa mujer no podía haber venido al monasterio por su cuenta, seguramente había alguien esperando a que ella lograra que abrieran la puerta y, en todo caso, todo un canal de televisión estaría al corriente de la visita. A su desaparición, seguiría la invasión de una legión de policías y con ella, se esfumaría su estilo de vida y el nombre de su orden. Tenía que evitar que los cuatro frailes hicieran lo que se proponían. Se lanzó hacia la puertecilla, bajó afanosamente la escalera y corrió pasillo adelante. Llegó al extremo donde se encontraban las cinco personas cuando fray Luis aproximaba al rostro de Martiña la llama de una antorcha.
-¡Dentente, fratre! -gritó.
Su grito tuvo el efecto de una droga paralizante. Los frailes se quedaron completamente inmóviles, rígidos como estatuas y, libre de la presa, Martiña, más furiosa que aterrorizada, pasó junto al gordo prior y corrió hacia la salida.
Todavía permaneció fray Lucas unos segundos inmóvil, pero como si algo lo despertase de un sueño, echó a correr también tras la mujer.
-Aguarda, aguarda -suplicó a sus espaldas.
Martiña volvió la cabeza sin detenerse, aunque aminoró la carrera.
-¡Qué coño quiere usted, loco del carajo!
-Que olvides lo que ha pasado. Era una broma para asustarte.
-¡Una mierda! ¡Han estado a punto de matarme...
-Te suplico, muchacha que te pares un instante. Puedes confiar en mí.
Martiña aceptó detenerse, aunque a unos diez metros de distancia del fraile y con todos los tendones en tensión, dispuesta a echar a correr de nuevo, porque a su pesar estaba temblando.
-¿Qué puedo hacer para convencerte de mi buena fe? -preguntó fray Lucas.
La joven meditó un instante.
-¿Qué había en ese cofre?
-¿Quieres decir en el Arca de la Alianza? Las cosas de que os hablé a ti y a tus compañeros el otro día. El Arca nos fue entregado personalmente por san Renato, después de rescatarla en el Templo de Jerusalén, y es lo más esencial en la vida de esta congregación.
-¿Me deja verlo?
Fray Lucas se tomó unos segundos de reflexión.
-En este momento sería completamente imposible, porque antes debo procurar que mis hermanos reencuentren la paz. Pero, si tanto te interesa, podría enseñarte uno de los pergaminos, uno solo; pero no hoy.
-¿Cuándo?
-Ven mañana.
-¿Que vuelva a este convento, con lo que ha pasado hoy?
-Olvídalo, te lo ruego. No se trataba de lo que has pensado. Si no confías en mí, te esperaré mañana con el pergamino donde me tú digas, aunque tendrá que ser cerca de aquí, porque no dispongo de medio de desplazamiento.
Martiña calculó apresuradamente. Su impulso era armar un escándalo y conseguir que los cinco lunáticos fueran encarcelados, pero pudiera ser que ello perjudicase a la afanosa búsqueda que Gerardo venía realizando hacía trece años, ahora que estaba cerca del final. Resolvió:
-¿A las diez, en el cruce del camino con la carretera?
-Allí estaré esperándote. No faltes.

A las seis y media de la tarde, Arístides Basterrechea preguntó en recepción por Dimas Outeiro. Le dijeron que aún tardaría unas dos horas en volver de la ría.
Subió a la habitación para deshacer el equipaje, algo más voluminoso que el maletín de mano que traía el lunes anterior. A continuación, tomó una ducha, canturreando porque se encontraba ante una gran oportunidad, esa clase de ocasiones que se presentan pocas veces en la vida de un consejero de arte.
De nuevo vestido, se sentó junto a la ventana, a acechar la llegada de Dimas.
Sentía impaciencia. Durante la reunión del martes en la fundación, le habían autorizado un límite más alto para la compra de la cruz y la daga, y al día siguiente, cuando examinó con tranquilidad el cáliz y la patena limeños que poseían, se convenció de que la cruz había sido creada por la misma mano. No le cabían dudas. El contraste entre el verde de las esmeraldas y el lila de las amatistas tenía en las tres piezas el mismo sentido de la armonía, y las volutas de oro con que se disimulaban los engarces eran idénticas. Se trataba de una oportunidad formidable de completar un conjunto que podía figurar en un gran museo, junto a una placa que prestigiaría el mecenazgo de la fundación.
¿De qué argumentos podía valerse para convencer al monje loco de que se la vendiera? No estaba seguro de si Gerardo Cao se habría percatado, pero el prior había estado relamiéndose los labios cada vez que miraba a su novia. Era, pues, a Martiña a quien tendría que pedir ayuda.
Notó que Dimas llegaba al hotel, pero no solo; le acompañaba todo el equipo. Esperaría a que se encontrase en su habitación.

Dimas estaba de mal humor. El informe de Julio Parada sobre la situación del galeón de la daga era desalentador; se había acumulado tanto lodo, que apenas quedaba visible un arco de poco más de un metro de la curva de los seis que habían encontrado libres cuando lo descubrieron.
Entró a bañarse cavilando qué inventar para llevar de noche el extractor a ese lado del puente de Rande, sin mover el barco y sin que, por consiguiente, les descubrieran los de Teleplanet. El teléfono estaba sonando. El que fuese, tendría que esperar el final del relajante baño de espuma, porque, de momento, no tenía ganas de hablar con nadie y no podía ser Celia quien le llamaba, puesto que estaban citados para cenar a las nueve y media.
De repente, sumergido en espuma hasta el cuello, soltó la carcajada, lo cual era una magnífica novedad, dado el humor con que había llegado al hotel. Entre las máquinas recibidas esa mañana, figuraba una carísima cámara robot. Se trataba de un artilugio que había soñado con poseer antes de probarlo. La obsesión por el oro de Vigo le había incitado a leer grandes cimeros de libros y visionar mucho material filmado sobre investigadores marinos y, en un vídeo de Jacques Cousteau, descubrió la existencia de cámaras de esa clase. Desde que se planteó la producción de la serie, deseaba disponer de esa cámara en la ría, de modo que no podía sentirse más expectante cuando fue una de las primeras cajas que mandó desembalar, ya que deseaba probarla en seguida.
La máquina era mucho más moderna que la de Cousteau. El mecanismo de grabación estaba montado sobre un estabilizador parecido a una bitácora. Era en éste donde se encontraban los transmisores y receptores, el motor de propulsión y la hélice. Encima, la cámara submarina blindada flotaba sobre una serie de resortes que la hacían permanecer siempre vertical. Entusiasmado, mandó sumergirla. Con ella, iba a ahorrarse el equipo centenares de horas de inmersión.
Pero el diseñador no había previsto el uso de tan sofisticado instrumento en el fondo de una ría gallega. Sería formidable en un atolón, junto al arrecife de coral, o en mar abierto. En el lodazal que era el lecho de la ría, la hélice levantaba nubes gigantescas de partículas de fango, que formaban densas nubes, resultando que todo lo que mostraba la imagen recibida en los monitores a bordo era bruma impenetrable. Sabía que había costado una cifra importante de dinero y, por ello, esperó que, al menos, resultase útil en las cercanías de las islas Cíes, que poseía fondos más diáfanos, cosa que, de momento, no tendría tiempo de comprobar.
Lo que le hizo reír fue el recuerdo de lo que ocurrió a continuación en el barco de Teleplanet. Observando con los prismáticos que el equipo de Dimas desembalaba esa máquina, debieron de recordar que ellos disponían de una igual. Inmediatamente, la pusieron en funcionamiento, cosa que no habían hecho los días anteriores.
Por lo tanto, una vez que Dimas hubo comprobado que no serviría de nada donde el fondo fuera cenagoso, decidió sin embargo fingir que continuaba utilizándola. Los de Teleplanet habían pasado todo el día tratando de obtener imágenes submarinas de donde era imposible conseguirlas.
Terminado el baño de espuma, mientras se secaba sonó de nuevo el timbre del teléfono.
-Soy Arístides Besterrechea.
Dimas apretó los labios. Había olvidado que el consejero de arte le había anunciado el viaje la noche anterior. Consultó el reloj.
-Dispongo de muy poco tiempo -se excusó-. Bajaré un momento, pero sólo puedo quedarme contigo unos cinco minutos. Tengo un compromiso que no puedo aplazar.
-Da igual, no corras y dejemos el encuentro para mañana. En sustitución, podría cenar con ese joven empleado tuyo...
-¿Gerardo Cao?
-Sí. Me sorprendió el otro día su preparación. Te felicito por el cuidado con que seleccionas tus equipos. Es fascinante escucharle hablar sobre vuestro trabajo, y me da la impresión de que su novia podría echarme una mano en la compra de esa cruz...
Los elogios a Gerardo le estaban causando enojo. El pretencioso sabelotodo había cautivado a Arístides, lo que no le gustaba nada.
-Por cierto, Dimas... aunque Gerardo me dijo que no podía ser, ¿considerarías la posibilidad de venderme la daga?
-En ese punto, Gerardo tiene toda la razón -respondió con sequedad-. Debo comunicar y entregar a las autoridades todo lo que encuentre.
-En todo caso, si no te importa, podríamos hablar mañana al respecto. Pero hazme el favor de dársela a Gerardo, porque querría examinarla con mayor detenimiento.

Martiña miraba la televisión, absorta, cuando Gerardo abrió la puerta. No se movió, por lo que el submarinista detectó que algo no iba bien.
-¿Qué te pasa?
Ella giró la cabeza. Su expresión le alarmó.
-¿Qué te pasa? -repitió.
Como respuesta, la muchacha se alzó del sofá y corrió a abrazarse en busca de consuelo. Luego de acariciarle el pelo durante unos minutos, consiguió que le contara lo que había ocurrido en el convento.
-¡Me cago en la leche! -exclamó Gerardo-. No debí mandarte allí.
-Ahora ya pasó, no te preocupes. Y, por lo menos, he conseguido que ese fray Lucas me enseñe mañana uno de los pergaminos.
-¡Ni pensarlo! Lo que vamos a hacer es hablar con la policía.
-No, Gerardo. En cuanto lo pensé, decidí no denunciarlo, lo mismo que harás tú en cuanto lo pienses también. Si tienen algo que te ayude con ese sueño tuyo de tantísimos años, lo que tenemos es que procurar conseguirlo.
-Tienes razón, pero tú no vuelves junto a esa cuadrilla de locos.
-No voy a encontrarme con él en el convento. Lo he citado en el cruce y no pienso acercarme a él, sino llamarlo a voces desde la cafetería que hay al otro lado de la carretera, donde podamos hablar rodeados de gente.
Cuando ya se había cambiado de ropa y se disponía a bajar a cenar con Martiña, le llamó Dimas por teléfono.
-Ven a mi habitación. Te voy a dar la daga para que la vea otra vez Basterrechea, que os invita a cenar a ti y a tu novia.
Cuando iban a salir Arístides, Martiña y Gerardo rumbo a la marisquería donde habían elegido cenar, vio el submarinista que Dimas y la bella espía se besaban a la puerta del ascensor. Por fidelidad a su empleo, pero sobre todo por sus propios intereses, tenía que desenmascarar a esa mujer, pero ¿cómo podía hacerlo sin provocar las iras de Dimas?

-Este sello está acuñado y situado como para estamparlo en el lacre -afirmó Arístides Basterrechea, mientras hacía girar la daga en su mano-. No cabe duda: el que lo llevaba, lo utilizaba para comunicarse con el rey o para falsificar despachos reales.
Gerardo dejó de descerrajar con la tenaza la pinza del centollo para proponer:
-¿Y si Carlos II no hubiera muerto cuando dice la historia, y se encontraba por cualquier razón en ese barco?
-¿Vestido de oficial inglés? -ironizó Martiña.
-¿Por qué no? -aventuró Arístides- Cuentan que Carlos II estaba tan alucinado, que pidió que le llevaran a su cuarto el cuerpo incorrupto de san Isidro, cuando se encontraba a punto de morir. Con esa clase de trastorno mental, no sería de extrañar que, en el caso de que el santo hiciera el milagro de salvarle la vida, hubiera tenido el rey la idea de abdicar, fingir su muerte metiendo en su cama el cadáver de cualquiera y emprender la vuelta al mundo... incluso vestido de lagarterana.
-Estás bromeando, ¿verdad? -preguntó Gerardo.
-No del todo. Lo del cuerpo de san Isidro es verdad. Con una mente tan perturbada, cualquier cosa podía esperarse de aquel pobre rey. ¿Habéis avanzado mucho con vuestras investigaciones en la ría?
-No. Ahora habrá que familiarizarse con las máquinas -respondió Gerardo.
-Entonces, ¿no habéis vuelto al galeón de la daga?
-No.
-¿En qué parte de la ría está enterrado?
Gerardo se sentía tan a gusto con el sensible experto artístico, que estuvo a punto de indicar el lugar, aunque se contuvo a tiempo:
-Lo siento, Arístides. Es información reservada.
-Lo comprendo. ¿Esperas que consigáis revisarlo entero, a fondo?
-No lo sé. Habrá que esperar a que podamos acercarnos sin que haya moros en la costa y a ver qué resultado da el extractor de lodo.
-Yo tengo mis dudas, Gerardo -dijo Martiña.
-¿Qué quieres decir?
-¿Cuántas veces nos sumergimos juntos el verano del año pasado?
-Un montón -respondió Gerardo, sonriendo al recordar con cuánta dulzura habían rematado siempre sus incursiones submarinas a dúo.
-¿También sabes submarinismo? -preguntó Arístides a Martiña con admiración.
-¡Que va! Hasta el verano pasado, éste y yo sólo bajábamos en sitios poco profundos, a pulmón. Él ha aprendido buceo hace poco tiempo. -Dirigiéndose de nuevo a Gerardo, le preguntó: -¿No te acuerdas de lo que pasaba cuando tratábamos de apartar arena, cada vez que querías ver lo que había debajo de una piedra o de un madero?
-Claro que me acuerdo -concordó Gerardo-, pero ¿quién se lo dice a Dimas?
-Me he perdido -confesó Arístides.
-No van a conseguir nada con un extractor -aclaró Martiña, mirando a Basterrechea-. Cuando se ahonda mucho en un punto, el lodo de alrededor se precipita tanto más rápido cuanto más profundo es, como si algo lo absorbiera abajo. O sea, que habría que sacar la arena con muchas máquinas, al mismo tiempo, alrededor del sitio que quieran explorar, en vez de sacarla de ese sitio concreto. Como no consiga Dimas que le presten la draga del puerto...
-Ni con ésas -aseguró Gerardo-. Una draga no serviría, porque destrozaría el galeón y no serían detectados los objetos pequeños, como, por ejemplo, las monedas de oro. Carallo, no tenemos nada que hacer, a menos que construyamos empalizadas alrededor de donde saquemos fango.
-Sigo en la inopia -insistió Arístides-. ¿Tan difícil es esa exploración?
Gerardo reflexionó unos segundos, mientras ayudaba a Martiña a abrir la cabeza del centollo.
-Si no inventamos otro sistema, no vamos a conseguir nada -afirmó-. Harían falta cientos de máquinas como la que le han mandado a Dimas, para remover el lodo que sepulta solamente a ese galeón, y así y todo habría que construir diques para impedir el desplome. Comprenderás por qué duerme enterrado en la ría el tesoro de Vigo durante siglos. Sólo un esfuerzo estatal tan grande como el que exigió la construcción de las pirámides posibilitaría sacar de la ría todos los galeones de la Flota de la Plata. Recordad que se trata de unos cuantos metros de lodo multiplicados por la superficie de la ría.
-¡Varias pirámides de Keops! -exclamó Arístides.
-Y más de un canal de Panamá -apostilló Martiña.
-Hablando de canal -dijo Arístides a la muchacha-. Necesitaría que me sirvieras de vehículo de comunicación con el fraile del otro día, porque parecía muy a gusto contigo y quisiera que intentaras convencerlo de que me venda la cruz.
Martiña le pidió con los ojos a Gerardo que no mencionara la cita acordada con el prior a las diez de la mañana, pero el joven tenía otra idea:
-Estupendo. Mañana, irás con Arístides. Así no habrá problemas.
Martiña frunció los labios, evitando decirle al educado consejero de arte que iba a ser un estorbo, pues tal vez se negaría el fraile a acercársele si la veía acompañada.

Dimas pensó que estar con Celia Pertíñez era un consuelo, tras una jornada tan frustrante.
-¿Estás más tranquilo? -preguntó ella mientras le acariciaba la mano.
-Completamente. Si no fuera por ti, mañana me subiría por las paredes.
-¿Por qué?, ¿qué proyectas hacer mañana?
-Idear cómo llevar el extractor al galeón de la daga, sin tener que acercar el barco, para que no nos descubran los de Teleplanet. Creo que pasaremos trabajando la noche de mañana, así que haremos sólo media jornada para dormir la siesta.
-¿Qué esperas encontrar en ese galeón?
-No se trata tanto de encontrar como de tener algo interesante que grabar. La daga apareció en un escondrijo muy disimulado, y el chico que lo encontró cree que puede haber más cosas.
-¿Supones que habrá oro o joyas en esos escondrijos?
-No tengo ni idea.
-¿Dónde está exactamente el galeón?
-En la bahía de Rande, más allá del puente -respondió Dimas con mayor vaguedad de lo que pretendía Celia-. Pero no hablemos más de trabajo. ¿Has pensado lo que te dije anoche?
Celia apretó los labios con contrariedad, que embozó en seguida tras la sonrisa más seductora que sabía componer.
-Vas demasiado deprisa y, hasta anoche, yo no había considerado siquiera la posibilidad de vivir en Madrid. Dímelo dentro de un par de meses...
Dibujó una expresión que le sirviera para que Dimas volviera a sentirse confiado y hablase de nuevo de la exploración.
-Ese muchacho que te saca de quicio, ¿por qué lo mantienes en el equipo?
-¿Gerardo? Porque lo mismo que me molesta es su mayor virtud; sabe muchísimo.
-¿Y eso es malo?
-Es superior a mi voluntad. Yo soy el jefe, el que fija las metas, da las ideas y decide el método. Ese chico se toma con demasiada frecuencia la osadía de proponer metas, ideas y métodos, lo que me cabrea un montón a pesar mío. Pero ocurre que, con la misma frecuencia, resultan ser propuestas acertadas. Ya sabes que soy muy temperamental, pero en este caso he conseguido reprimir por ahora las ganas de echarlo.
-¿A qué se deberá que sepa tanto sobre esta cuestión?
-Lo mismo me he preguntado centenares de veces durante estas tres semanas y media. No es ningún hortera, porque exigía en los anuncios de “Faro de Vigo” con los que busqué submarinistas que fueran gente culta, para poder confiar en que serían capaces de reconocer los detalles significativos cuando explorasen los galeones. Pero este muchacho, que es licenciado en filología inglesa, resulta que sabe mucho, mucho más, de lo que yo exigía en el anuncio.
-¿No tendrá intenciones... raras?
-¿Qué quieres decir, Celia?
-Pues...
Celia Pertíñez se contuvo de revelar que estaba al tanto de sus merodeos por conventos situados en lugares recoletos.
-... que alguien con tanta cultura, podría tener ambiciones.
-Tienes razón -concordó Dimas, sin preguntarse por las ambiciones que Celia pudiera tener.