lunes, 2 de agosto de 2010

LOS PERGAMINOS CÁTAROS. Capítulo IV


Capítulo IV.
EL INQUISIDOR
Abril de 1811

Transcurrió una semana entera sin que nada alarmante ocurriese.
Pero el arcipreste subió una soleada tarde a Tredòs para visitar a mossen Laurenç, cosa muy poco usual, aunque adujo una razón que parecía convincente: iban a casarse en fecha próxima dos parejas de los alrededores, lo que tampoco era habitual. Durante el largo rato que mossen Pèir empleó en beberse el tazón de chocolate y engullir hasta nueve de las exquisitas tortas que Marianna elaboraba, sin parar de exclamar alabanzas por su sabor y delicadeza, hizo varias preguntas que por su tono pretendían parecer casuales:
-¿Halla la zaragozana cómoda su vida aquí? –se dirigía a mossen Laurenç a pesar de que ella se encontraba sólo a unos pasos, trajinando en el fogón.
Aunque molesto porque hubiera empleado el apodo en vez del nombre propio, el sacerdote asintió, pero pocos minutos más tarde, también mirándolo a él para hacer ostentación de su desdén hacia la mujer, añadió el arcipreste:
-Me han dicho que la tal Marianna alcanzó en Zaragoza notables conocimientos y una afición por la lectura altamente censurable en una dama…
Mossen Laurenç carraspeó. Temía que las opiniones del arcipreste, tan desfavorables para quien tanto amaba, le impulsaran a reaccionar de modo intempestivo. No tenía otro remedio que contenerse y aguantar. Desentonaría de modo peligrosísimo contradecir con acidez a su superior para proteger el honor de quien, a los ojos de la Iglesia, era una simple barragana, pecadora e inductora del pecado. Mariannna conocía ya a Laurenç lo suficiente como para detectar sus estados de ánimos a través de las inflexiones de su voz. Percibió su indignación y, de nuevo, se sintió culpable, porque en todo y a todas horas él demostraba la solidez de un sentimiento que ella no conseguiría nunca corresponder. Pero a pesar de sus simulaciones en la cama y el hielo que no lograba desterrar de su corazón, le preocupaba el derrotero que estaban tomando los acontecimientos y lamentaba que él se expusiera más de lo que ella merecía.
-¿No echará de menos la zaragozana las galas que podía lucir en Zaragoza? ¿Acaso no siente la tentación de ponérselas y exhibirlas, de incógnito? ¿Tal vez le gustaría disponer de medios muy superiores a los que esta modesta parroquia puede ofrecerle?
El arcipreste vislumbró en los ojos de Laurenç el exabrupto que rondaba por su cabeza, y a partir de ese momento suavizó el tono de los comentarios. Cuando dio por terminada la visita, miró aceradamente hacia ella, que se encontraba de espaldas junto al fogón y fingía con descaro que no se había dado cuenta de que se marchaba.
Se despidió con un saludo dirigido exclusivamente al párroco.
-¡Vaya con el arcipreste que Dios condene!-maldijo Marianna en cuanto la puerta se cerró.
-¡Shsss! Ten cuidado, Mariana, que puede oírte todavía.
-Tendría que ocuparse más del bienestar de los araneses, en vez de meterse a indagar como un repugnante y ridículo inquisidor de pacotilla. Ayer, vi lo que hicieron los franceses en una granja de Salardu. Vos tendríais que…
-Marianna, ya te he dicho que, a solas, debes apearte del tratamiento.
-¿Para correr el riesgo de equivocarme en público? No, mossen; mejor dejemos las cosas como están, que ya damos pábulo suficiente a las habladurías. Los soldados se comportaron en esa granja de Salardu como forajidos. Tendríais que haberlo visto. Arrasaron con todo, azotaron con saña al granjero y a sus dos hijos y abofetearon y se burlaron con enorme crueldad de la mujer cuando ella intentó defender a los niños. Sabéis que esas cosas pasan con frecuencia, y que este arcipreste sibarita y orondo se muestra complaciente y condescendiente con los invasores y no dice una palabra para defender a las ovejas de su rebaño… ni siquiera en su dominio supremo, el púlpito. A mí me conmueve las entrañas ver el dolor de estos campesinos y, al mismo tiempo, me solivianta que no reaccionen; me apena su mansedumbre, su pasividad. Alguien tendría que alentar sus esperanzas, y ese alguien debería ser el arcipreste.
-¿Crees que todo eso no me entristece?
-Conozco vuestra tristeza, veo vuestras lágrimas mientras celebráis misa…
-No siempre mis lágrimas son por ellos, Marianna. Lloro y rezo también por ti, porque todavía no estás… ni estamos a salvo de las consecuencias que pueda acarrear lo ocurrido en casa de Joan Pere.
Sin embargo, durante los días siguientes no advirtieron nuevos signos que significasen que Joan Pere les había denunciado. Al menos, no llegó a la puerta de la casa cural ningún soldado de la guarnición napoleónica a detenerles ni a hacer averiguaciones.
A pesar de todo, Mossen Laurenç no bajaba la guardia.




A Guzmán Domenicci le agraviaba la modestia del carruaje que le habían asignado en Seo de Ugel; más que una carroza era una carreta campesina de toscos asientos tapizados con piel de ínfima calidad, que debía de ser cabra local mal curtida. Al sentarse la primera vez, había descubierto un agujero en el borde y saltó hacia el otro asiento, obligando a Piero a cedérselo y cambiarlo por el suyo, porque temía que salieran chinches de la borra del relleno.
Era un vehículo impropio de su rango y miserable si se lo comparaba con los tres que guardaba la cochera de su casa romana, pero le habían asegurado que era el mejor que existía en la diócesis, lo que sólo le inspiraba sarcasmos.
Para colmo, las casas de postas donde se habían hospedado en las tres jornadas que llevaban de viaje eran auténticos antros, más propios de fugitivos de la justicia y de gañanes. Comenzaba a sentir arrepentimiento por haber aceptado con tanto júbilo la misión, pues estaba seguro de que si no se había contaminado ya de cualquier enfermedad mortal en este país tan primitivo, muy pronto le iba a ocurrir; tan abundante era el desaseo de las posadas como el primitivismo del camino y la inclemencia insoportable del clima.
Dio una nueva ojeada por la ventanilla, con el mismo pánico de las pocas veces que lo había hecho, a causa del vértigo que le producían los precipicios por cuyos bordes habían transitado. Ahora atravesaban un páramo helado, en lo que daba la impresión de ser un paso en la cumbre más alta de la montaña. Acercó la cara al frío vidrio cubierto de vaho. En efecto, le pareció que un poco más adelante el camino comenzara a descender por fin, tras una escalada interminable entre helores y celliscas primaverales, que más parecían invernales, y protestas renuentes de los caballos. El limbo debía de ser así, frío y silencioso. Gris. Un espectro de ultratumba en comparación con la bendita Roma.
Habituados a la abigarrada belleza multicolor de la Ciudad Santa, sus ojos no encontraban hermosura alguna en cuanto contemplaban ahora: enormes peñas graníticas, negras como el pecado, alternadas con masas de hielo y nieve de refulgente blancura. Un paisaje hostil, de durísimos contrastes, donde ninguna forma resultaba amable ni acogedora. El despecho y la amargura debían de tener ese aspecto.
-Ya frío mucho –dijo Piero con su extraña dicción.
Domenicci asintió sin asomo de cordialidad, mientras fruncía los labios con un rictus de desagrado. No le gustaba que alguien de tan baja estofa como su criado se permitiera hacer notar su presencia con comentarios que rompían la línea de sus meditaciones. Ese criado enorme y alucinado que tan útil y conveniente le resultaba a veces, que tan fiel le era pero que tan desagradable le resultaba sentirlo tan cerca, pues hasta llegaban a rozarse sus piernas en muchos de los vaivenes del carromato a causa de la estrechez de la cabina.
-Cochero dice hoy llegamos.
El asentimiento de Domenicci fue ahora algo menos airado. Era evidente que comenzaba el descenso, pues los caballos resollaban y bufaban quejándose por la fuerza con que el cochero frenaba las bridas.
La incomodidad del coche se volvió mucho mayor a causa de la pronunciada pendiente y a cada giro chirriante de las ruedas sobre el camino embarrado y lleno de guijarros, sentía la tentación de abofetear el rostro perpetuamente sonriente de Piero, sin que éste tuviera ninguna culpa y sin que la bobalicona expresión de su ayudante y los chirridos tuvieran nada que ver entre sí. Pocas veces había podido reprimir del todo esa tentación recurrente, pero alguna extraña fuerza se lo impedía ahora, durante este viaje que tan desagradable estaba resultando. No comprendía cómo podía contenerse, porque la verdad era que siempre que abofeteaba o azotaba a Piero, se sentía luego sereno y casi capaz de experimentar empatía y un tibio sentimiento de ternura hacia él.
Si resistía el impulso ahora debía de ser por temor a empezar con mal pie, en los últimos estertores del viaje, la importantísima misión que en Roma le habían encomendado, misión que si acababa bien, le reportaría fortuna, el reconocimiento de la Curia, la felicitación del Papa Pío VII y, acaso, el cardenalato.
Hizo balance de los propósitos que había elaborado en el viaje en barco desde Roma a Barcelona. Bonaparte había sido reconocido por Pío VII al aceptar coronarle emperador, de modo que tenía que aprovechar el efecto que la relación entre los dos hombres más poderosos de Europa debía de haber producido entre los militares franceses.
Sonrió sin permitir, por ello, que se desterraran las sombras de su expresión.
Con seguridad, estaba a punto de encontrar lo que la Iglesia llevaba casi ochocientos años buscando. El Santo Padre le había dado bula, autorizándolo personalmente para utilizar sin trabas cualquier procedimiento que hallara necesario, lo que le causaba júbilo y hacía que su piel se erizara de anticipación por el inmenso placer que iba a experimentar con el uso de alguno de los medios que imaginaba.


Cuando el coche se aproximaba a Vielha, Guzmán Domenicci se sintió redimido de las incomodidades del viaje, por la alegría de descubrir izada la bandera francesa en lo que parecía un fortín que ya podía ver con claridad sobre la población, a la izquierda, en la ladera de la boscosa montaña. Gracias fueran dadas a la Santísima Virgen, iba a tener que confraternizar poco con los redomados españoles, tan imprevisibles y poco de fiar, puesto que serían los más exquisitos franceses a quienes tendría que movilizar en beneficio de su misión.
Inesperadamente, el coche se detuvo, lo que de nuevo causó enojo al enviado vaticano, puesto que se hallaban todavía en medio del campo, sin que hubiera a la vista ningún edificio junto al camino.
-Piero, pregunta al cochero qué ocurre –ordenó.
El criado abrió la portezuela, pero no se apeó. Alzado en el pescante, escuchó lo que el cochero le comentaba mientras estiraba el cuello para mirar en la dirección que le indicaba. En seguida, reculó y volvió a sentarse.
-Señoría, homenaje espera.
-¿Qué?
-Soldados, formación, banderas.
Domenicci sintió intensa alegría. Por fortuna, la noticia de su llegada le había precedido.
-Di al cochero que desenganche la valija pequeña y me la dé. Y tú, apéate, adelántate y dile en francés a quien esté al mando de los militares que “su señoría pasará revista dentro de un cuarto de hora”. Me enfadaré mucho si dices otras palabras. Repítemelo exactamente como te lo he dicho.
-Su señoría pasará revista dentro de un cuarto de hora –recitó Piero.
-Muy bien. Ahora, corre.
Al liberarse el coche del peso del voluminoso criado, los flejes de la amortiguación crujieron con alivio. Una vez que el cochero le entregó la valija, Domenicci corrió las cortinillas y se dispuso a corresponder con su vestimenta la solemnidad del recibimiento que le habían preparado.
Fue muy agradable recorrer el pasillo abierto por la formación militar, las armas presentadas y el flamear de los pendones franceses y vaticanos. Del discurso pronunciado por el desaliñado hombrecillo que dijo ser “el síndico del Conselho dera Vall d’Aran” no entendió ni una palabra. Tampoco entendió apenas al exaltado y gesticulante sujeto que dijo llamarse Joan Pere. Al arcipreste, en cambio, a pesar de su latín imperfecto, sí pudo entenderle casi todo.
-Soy mossen Peir.
-Se me notificó tu nombre cuando fui informado del contenido de tu carta. ¿Estás seguro de haber reproducido fielmente en ella lo que había grabado en la piedra?
-Sí, lo estoy. Tengo en la faltriquera otra piedra casi gemela, que ha sido hallada hace muy poco, como habéis oído hace un momento. En cuanto nos quedemos a solas, os la entregaré.
Domenicci compuso una expresión radiante, lo que alegró y tranquilizó a mossen Peir, que durante los primeros minutos se había sentido muy intimidado. Por ello, se atrevió a decir:
-Eminencia, conozco muy bien a mis paisanos y creo que debéis conduciros con actitud de alerta permanente.
-No temo a nada. Observa a mi criado.
Mossen Peir miró de reojo a Piero. Con certeza, era un escudero imponente.
-Sí, eminencia. Pero no estoy hablando de peligro físico alguno que debáis arrostrar, sino de las preguntas que hagáis, porque presiento que nadie va a responderos con la claridad que esperáis. Es posible que hasta traten de enredaros y confundiros, porque los araneses somos algo recelosos con quienes vienen de lejos. Si necesitáis avanzar en vuestras pesquisas, mejor será que me digáis a mí lo que queráis saber, y yo lo preguntaré.
Domenicci miró fijamente al arcipreste, sin simpatía alguna y con suspicacia. ¿Qué se proponía ese miserable curita rural, subírsele a las barbas?
-¿Dónde fue hallada la nueva piedra?
-Os lo acaba de explicar aquel hombre –mossen Peir señaló a Joan Pere.
-¡Ah! –exclamó Domenicci—Temo que no he entendido nada de su enrevesado discurso. ¿Puedes repetírmelo?
-Sí, eminencia. Hace poco, durante una fiesta celebrada en su casa, una mujer asaltó un nicho secreto e ignorado por él en un sillar del muro de un antiguo convento que forma parte de su casa. Al ser sorprendida, la mujer huyó y al hacerlo, se le cayó esta piedra, igual a la otra que reproduje en mi carta al señor obispo, pero ese hombre, Joan Pere, está convencido de que la mujer robó cosas muy valiosas.
-¿Quién es la mujer?
-Él no la reconoció, porque acudió a su fiesta ataviada como una dama parisién. Pero yo tengo el convencimiento de que es la… criada del cura que encontró la primera piedra.
-¿Tienes el convencimiento, o la seguridad?
Mossen Peir carraspeó.
-Estoy seguro, eminencia.
-Bien. Como comprenderás, yo no puedo rebajarme a interrogar a una mujer que, además, es una criada y que tiene que haber sido un simple instrumento, porque las mujeres carecen de entendimiento e iniciativa. ¿Consideras que fue ese cura el inductor del robo y de la simulación de su sirvienta, o acaso otro personaje?
-No se me ocurre ninguna otra posibilidad, eminencia. Él fue quien encontró la primera piedra y puede que también diera con alguna clave que, acaso, pudiera haberle conducido a la segunda, quién sabe.
Domenicci sonrió enigmáticamente. El arcipreste se expresaba mal, pero él lo había entendido todo y disponía de información suficiente.


Durante la celebración de la misa, mossen Laurenç observó que había dos hombres desconocidos en el fondo de la iglesia. No eran vecinos del valle, estaba completamente seguro. El más viejo, una persona de gran alcurnia según su vestimenta y seguramente un eclesiástico de alta jerarquía, le miraba a él muy fijamente, con expresión adusta; el otro, un gigante de mirada extraviada, contemplaba los frescos de las paredes con embobamiento. Sólo había cuatro personas más, dos ancianas que nunca habían dejado de asistir a misa a diario y dos mujeres algo más jóvenes, que recientemente se habían hecho amigas de Marianna, cuya capacidad de encantar y seducir a la gente le sorprendía cada día más.
Estaba despojándose de la casulla cuando Guzmán Domenicci irrumpió en la sacristía y, golpeándole el pecho con ambas manos, le urgió en latín:
-Confiesa ahora mismo dónde escondes lo que robaste en casa de Joan Pere.
-¡Qué! ¿Quién sois?
-Sabes perfectamente quién soy y por lo que te pregunto.
Como si se hubiera desmoronado algo que le había costado mucho edificar dentro de sí mismo, Laurenç hundió la cabeza en su pecho. Había oído hablar de la llegada de un enviado vaticano y desde el primer momento sospechaba el motivo de su presencia en el valle, lo que le causaba miedo y zozobra, más por Marianna que por él. Ahora, sin embargo, casi veinte años de rigor y disciplina borraron en un segundo la relajación en que había incurrido durante el tiempo que ella llevaba en Trèdos, un soplo en comparación con toda una vida de respeto escrupuloso de las reglas. Su estatura superaba con creces la del siniestro hombre de expresión adusta y mirada como puñaladas, brillantemente ataviado pero no por ello elegante, que había empezado a golpear su pecho con saña. Mossen Laurenç encogió los hombros y humilló la cabeza de manera que el sometimiento resultaba muy patente y hubiera sido conmovedor para un espectador que no fuera el glacial enviado del Papa.
-Responde, miserable –insistió Domenicci con severidad-. ¿Dónde está lo que robó tu criada en esa casa?
Con igual mansedumbre, Laurenç indicó con el mentón uno de los numerosos cajones de la sacristía.
-Entrégamelo.
Laurenç obedeció. Dado que presentía que ello iba a causar el enojo de Marianna, y como cada día le repugnaba más la idea de contrariarla, abrió con pesar el cajón donde guardaba el rollo de pergaminos con el relato sobre el espanto de Montsegur, y se los entregó al hombre de Roma. Éste los desplegó para examinarlos con ojos muy ávidos y los labios apretados como si quisiera enmudecer un grito de júbilo que recorría su garganta. Mossen Laurenç advirtió que las manos de ese personaje arrogante y autoritario temblaban ligeramente mientras sujetaban los pergaminos para que permaneciesen extendidos sobre el amplio mueble de la sacristía, como si a pesar de su impavidez de roca fuese capaz de alguna clase de emoción. Pero sintió consternación cuando notó que Domenicci, sin apartar la mirada de la afiligranada escritura, movía repetidamente la cabeza en muy contrariados ademanes de negación, conforme iba dando una ojeada rápida a cada una de las hojas. Tras el repaso del último pergamino, miró al mossen con furor y le espetó:
-¿Dónde ocultas lo demás?
-No hay nada más, eminencia.
-¡¡Mentira!! –tronó Domenicci-. Es indudable que el nicho contenía más cosas, que tú me ocultas porque conoces su importancia.
-Perdonad, padre. Sólo había, además, una piedra…
-¿Como la que hallaste en esta iglesia? Ya lo sé. Se encuentra en mi poder. Dame aquella primera piedra y póstrate aquí, ante mí, para la penitencia y los correctivos, si es que sigues negándote a confesar dónde ocultas todo lo demás y no consientes en entregármelo.
Cabizbajo, Laurenç entregó el pequeño sello de mineral negro y se arrodilló frente a Domenicci.
-Juro por Dios que no había nada más, padre.
El enviado de Roma extrajo un aparatoso azote de la pequeña valija que portaba, al tiempo que gritaba:
-¡No invoques el nombre de Dios en vano, pecador miserable!
Y a continuación abofeteó el rostro de Laurenç, que se encogió aún más hasta quedar sentado sobre sus talones, con la cabeza agachada al nivel de los muslos de quien se disponía a castigarle, los brazos entrelazados para sofocar sus reacciones instintivas ante el dolor que estaba a punto de sufrir y los hombros humillados.




Mientras, Marianna había tratado de sonsacar al gigante, pero desistió pronto, ya que su torpe forma de expresarse resultaba una muralla infranqueable en la protección de los propósitos que albergase “su señoría”, como él se complacía en llamar al eclesiástico.
Escuchaba el rumor indistinto del interrogatorio en latín de Domenicci, así como el restallar de los latigazos que estaba propinando a Laurenç. Pero por más que se esforzaba, no conseguía oír ninguna protesta de éste, lo que le exasperó. Más que tristeza, su pasividad le causaba desconcierto y le atascaba el pecho con una masa amarga de hiel y desasosiego, porque un hombre de sus características se sometiera de tal modo a las injusticias de otro. El destino la había situado junto a un cura físicamente muy forzudo y superdotado, pero carente de fuerza de carácter. El volcán de la carne de Laurenç contrastaba de manera decepcionante con la tibieza de su espíritu. Si no lo impedía, él iba a seguir humillándose hasta el punto de perderla a ella, a causa de la impaciencia que le causaba su pusilanimidad, e inclusive podía llegar a inmolarse, perdiendo la vida del modo más absurdo. Tenía que hacer algo.
El gigante se había adueñado de la puerta que comunicaba la vivienda con la sacristía y dar un rodeo para intentar entrar a través de la iglesia resultó en vano; Domenicci había tenido la precaución de cerrar la puerta principal y atrancarla con los cerrojos.
Se preguntó qué hacer. Gracias a los muchos años vividos en un palco privilegiado de Zaragoza, conocía de sobra la morosidad de los interrogatorios disciplinarios de las jerarquías eclesiásticas. Su prolongaciön como consecuencia del tesón y la paciencia con que la expectativa de eternidad dotaba a los creyentes dotados de poder. Sabía mejor que nadie que Laurenç no tenía mucho que decir, lo que según su experiencia provocaría la exasperación y la ira del hombre de Roma y su determinación de no cejar. Comprendió por ello que lo peor del interrogatorio estaba por producirse y conocía de sobra lo muy lejos que podían llegar los castigos que conllevaba, lo que le causaba algo semejante a la náusea.
Tenía que encontrar con urgencia un atajo.
Sonrió al gigante con expresión muy afable, como si en su mente no se estuviera desatando una tormenta, y le propuso prepararle un refresco, para ver si podía ganarse su confianza. Piero no respondió, ni aceptó ni agradeció la invitación, pero Marianna la dio por consentida y, moviéndose cauta y graciosamente para no despertar recelo, estrujó dos limones, cuyo jugo batió con miel añadiéndole agua fresca. Piero se tomó la jara completa de un trago y compuso lo que parecía vagamente el remedo de una sonrisa.
-Supongo que tú y su eminencia querréis almorzar con nosotros.
Piero permaneció en silencio. Marianna detectó en sus ojos el apetito o, más bien, el ansia voraz de comer y el temor a comprometerse con un asentimiento que pudiera acarrearle una reprimenda.
-No tengo viandas suficientes, así que debo bajar a la plaza de Tredòs.
El hombre no se movió ni pestañeó, pero Marianna se dio por autorizada a salir y, echándose una toquilla sobre los hombros, abandonó la estancia con estudiada y precavida lentitud. Notó que el gigante componía un ademán de alarma y que, al mismo tiempo, se contenía de actuar como si se reprimiera para no incomodar ni estorbar con sus llamadas lo que hacía su amo.
Fuera de la vivienda, Marianna se aupó sobre las puntas de los pies, bajo el ventanuco de la sacristía, para tratar de escuchar. Domenicci repetía en latín una y otra vez lo mismo, “responde, miserable”; aparte del soniquete de esa voz, creyó distinguir algún gemido muy quedo y contenido de Laurenç. No lo amaba, pero no podía consentir que ese hombre detestable consumara lo que estaba comenzando a hacerle.
Ya tenía varias amigas en la aldea, si podía considerar amigas a unas personas cuyo único tema de conversación era cómo cocinar mejor el civet o la olla aranesa. A pesar de ello, sabía que podía contar con ellas porque notaba cuánto les deslumbraban sus relatos sobre la vida en la gran ciudad zaragozana, pero no creía que pudiera pedirles ayuda ahora. Era inimaginable que esas aldeanas actuasen contra una jerarquía de la Iglesia.
¿Qué podía hacer ella sola?
Recurrir a la fuerza sería un error. El gigante era como una roca, pesada y torpe pero roca. El otro, con sus galas recamadas, podía ser puesto fuera de combate con facilidad a causa de su atildamiento, que entorpecería sus movimientos. Pero para llegar a él necesitaba librarse del tal Piero. Éste se había tomado la jarra de refresco como sorbería un vaso pequeño una persona normal y hasta pareció esperar que le preparase en seguida una jarra igual. Esa iba a ser la vía.
Compró al cabrero un chivo que mandó matar y desollar en el mismo momento. En el huerto de la señora Lucía eligió dos tomates, dos cebollas y seis patatas. En la tahona, escogió el pan mayor y de aspecto más goloso. Del resto de los ingredientes disponía de reservas en la cocina cural. Por último, fue a la casa de una anciana a quien, por las murmuraciones, suponía que podía pedirle lo que necesitaba.




Cuando Marianna volvió a la casa, daba la impresión de que el gigante no se hubiera movido del punto donde lo viera más de una hora antes. Hasta creyó que ni siquiera había pestañeado. A pesar de su enormidad, y si no tuviera razones para angustiarse por lo que estaba ocurriendo tras la puerta que guardaba, componía una figura risible, ya que su rigidez y la expresión bobalicona del rostro no causaban la misma impresión imponente que los colosales volúmenes de su cuerpo desgarbado.
Se dio a preparar el guiso con gran despliegue de actividad, pues necesitaba disimular la elaboración de lo que esperaba que fuese la solución. No paraba de mirar al gigante de soslayo, para ver si él, a su vez, la miraba a ella. Efectivamente era así, pero sabía que no se trataba de deseo erótico el interés que fulguraba en sus ojos, sino ansia de devorar cualquier cosa; por ello, puso a calentar el perol con la manteca y vertió poco después la cebolla y el tomate picados, que era lo que antes extendería por toda la casa un intenso olor que excitaría la voraz glotonería del guardián. Y así fue. Cuando los aromas flotaron en la estancia como una nube de promesas gustativas, Marianna advirtió de reojo que se agitaba como si estuviera conteniendo con mucha dificultad el impulso de lanzarse hacia el fogón y conformarse con untar el crujiente y dorado pan con la fritura inacabada.
Ahora tenía que ser. Dando la espalda al gigante hipnotizado por lo que bullía en el perol, vertió en el almirez el triple de la dosis del preparado que la anciana le había indicado; lo majó con cuidado de que quedase reducido a polvo y lo echó en el fondo de la jarra. En seguida, estrujó dos limones directamente encima y añadió una taza de miel; cuando ya estaba vertiendo agua fresca y comenzaba a batirlo, se dirigió a Piero:
-Veo que tu apetito se impacienta. No te preocupes, el guiso estará listo antes de media hora y vas a chuparte los dedos, te lo aseguro. Pero como te gusta tanto la limonada y seguramente tendrás más sed, aquí tienes, te he preparado otra jarra, lo que te ayudará a soportar la espera.
El gigante dudó, como si alejarse tres metros de la puerta constituyese una deserción, por lo que ella se aproximó a él con la suavidad y simpatía que llevaba fingiendo tanto rato y la sonrisa más seductora que pudo dibujar sobre la máscara de su preocupación por lo que estaba padeciendo Laurenç.
Tras una corta vacilación, Piero sorbió el contenido completo de la jarra, también en esta ocasión de un trago. Pero no ocurrió nada. Permaneció en su rígida afectación de guardia sin que se produjera lo que la anciana había asegurado que iba a suceder en pocos segundos con una dosis tres veces menor.
Marianna continuó con los preparativos del guiso, al tiempo que cavilaba en busca de una alternativa, convencida de que el derrumbe de Laurenç era inminente, al que con toda probabilidad seguiría el suyo, porque si él llegaba a una confesión falsa para librarse de la tortura como habían hecho tantos otros bajo los tormentos de la Inquisición, le atribuiría a ella culpas inventadas y su torturador no iba a dejarla salir indemne. Añadió al perol las patatas peladas y cortadas en gajos grandes y, tras remover enérgicamente la mezcla, vertió caldo hasta cubrir el refrito y, en seguida, puso las tajadas de carne salpimentada. ¿Qué iba a hacer?, se preguntó con el pensamiento torturado por los gritos que sonaban en la sacristía, sólo de Domenicci, pues el mossen había enmudecido; la voz del romano había pasado de ser un alarido rajado por la histeria, a convertirse en una especie de bramido animal. Sonaban frases guturales con ecos que causaban escalofríos, como si surgieran del infierno. Temió lo peor, ya que por más que afinaba el oído no escuchaba quejas ni lamentos de Laurenç. Cuando añadió las especias al perol, de nuevo emergió una golosa tormenta de olores y miró de reojo al guardián, asombrada de que no le ocurriese nada.
Pero entonces fue cuando sucedió. Con la misma rigidez en que había permanecido casi dos horas, cayó de bruces como si fuese un árbol talado. Fue a dar sobre dos banquetas y la esquina de la mesa antes de derrumbarse en las lajas de piedra del suelo, lo que causó gran estrépito que, al instante, fue seguido por el cese de la voz del romano. Marianna comprendió que Domenicci había adivinado que algo grave estaba ocurriendo frente a la puerta y, antes de que ésta se abriera, tomó apresuradamente de la pared el machete de más de medio metro que mossen Laurenç llevaba cuando salía de caza.
De repente, el enviado vaticano se encontraba petrificado bajo el dintel de la puerta, con los ojos desorbitados fijos en el cuerpo caído de su criado. No podía concebir que el colosal Piero hubiera sido vencido por el sueño ni, mucho menos, por el ataque de una mujer. Tenía el rollo de pergaminos aferrados con la mano izquierda y sujetaba con la derecha un azote con tormentos de acero en las puntas, que rezumaban gotas de sangre. A pesar de la tensión extrema, Marianna observó dos detalles con estupor; el clérigo se había desprovisto de las galas de brocados con que había llegado, seguramente para que no se le mancharan de sangre y, estando cubierto sólo por una especie de camisón blanco algo sucio, se notaba claramente el estado de erección de su órgano viril. Esto desató su furia.
Ante la mirada incrédula del romano, arremetió contra él enarbolando el machete. Domenicci levantó la mano con que sujetaba el azote para defenderse y contraatacar, pero Marianna fue más rápida y le asestó una sarta de machetazos en la cabeza y el brazo alzado. No intentaba matarlo, sólo le propinaba golpes planos con la hoja, no con el filo. En un instante, el clérigo se derrumbó sobre el cuerpo de su sirviente con la parte superior del camisón manchado profusamente de sangre.
Marianna saltó sobre los dos cuerpos con aprensión por si un movimiento le indicara que no podía confiarse, y corrió a auxiliar a Laurenç. El párroco de Tredòs continuaba arrodillado, como si fuera incapaz de moverse a pesar del alboroto.
-Mossen, ¿me oís?
Laurenç asintió con un levísimo movimiento de cabeza y permaneció con la inmovilidad de una imagen del Cristo de la Humillación. Marianna dio una vuelta a su alrededor. Tenía la camisa hecha jirones y caída sobre el cinturón, por lo que su poderoso torso aparecía desnudo y vencido. Presentaba tantos jirones de piel como de tela ensangrentada descolgados por la espalda, los hombros y el pecho, todo sobre una horrenda pulpa rosa de carne desollada.
-Que Dios lo confunda, maldito sea, y que se lo lleve el Diablo –maldijo Marianna.
-No digas esas cosas –murmuró Laurenç con un quejumbroso hilo de voz-, que son pecado.
-¿Pecado, mossen? ¿Hay un pecado mayor de lo que él ha hecho con vos? Lo suyo sí es pecado, un pecado repugnante que ofende gravemente al Señor. Sabed que disfrutaba tanto con vuestro tormento, que cuando ha salido a atacarme tenía enhiesto el miembro viril, Virgen misericordiosa. ¡Sentía placer sexual torturándoos, recreándose con la vista de vuestra sangre y vuestro sometimiento! Que el Demonio se complazca de igual modo torturándolo a él.
-Por Dios, Marianna –sollozó Laurenç.
-Callad, mossen. Y ayudadme a curaros antes de que se os gangrene medio cuerpo, podrido por estas heridas tremendas.
Mientras le ayudaba a incorporarse, lo forzaba a sentarse y le aplicaba ungüentos de caléndula para curarle las heridas innumerables, el sacerdote miraba sombríamente los dos cuerpos. ¿Qué iban a hacer con ellos? Tenían que hacerlos desaparecer, pero ¿iban a ser capaces de idear un subterfugio que justificase su desaparición, cuando tanto el arcipreste como los jefes de la guarnición debían de estar al tanto de la visita? Aunque estas preguntas le ayudaban a evadirse del dolor que el cuidado de Marianna le causaba, todo lo que el mossen conseguía imaginar le producía sufrimiento, porque ningún destino que pudiera concebir les hacía aparecer juntos a los dos en lo sucesivo. Una vez que Marianna dio por terminada la cura, y con los brazos, el pecho y la espalda llenos de vendajes, dijo el mossen:
-¿Qué hacemos con los cadáveres, Marianna? No podemos dejarlos aquí, y un enterramiento reciente en el cementerio parroquial sería tanto como una confesión de culpabilidad.
Como si la pregunta fuese un recordatorio, ella saltó hacia Domenicci y su criado, los tocó para comprobar que estaban muertos y sólo entonces se atrevió a soltar la presa con que el clérigo aferraba el rollo de pergaminos, y de nuevo, como en casa de Joan Pere, se los guardó en el refajo. Tras reflexionar unos minutos, respondió a Laurenç:
-Mediada la tarde, hay muy poca gente por los campos. Cuando hayáis descansado y consigamos con cocimientos que se os calme el dolor, engancharé el caballo y traeré la tartana junto a la puerta. Ojalá que entre los dos seamos capaces de cargar los cuerpos para llevarlos donde nadie los pueda encontrar.
A modo de mortaja, ataron y envolvieron el cuerpo semidesnudo de Domenicci con sus propias galas y a Piero, con un lienzo de harpillera. A continuación, Marianna terminó el guiso y obligó a Laurenç a comer para reconfortarse.


El arcipreste mossen Pèir comenzó a preocuparse por la tardanza de Guzmán Domenicci cuando se hizo evidente el retraso respecto de la hora señalada para el banquete con que le iba a agasajar. Dado que el romano le había respondido con satisfacción que sí asistiría, sentía turbación ante las miradas benevolentes y escépticas de los principales párrocos del valle, sentados todos en torno a la mesa hacía ya mucho rato.
Sabía lo que pasaba por sus cabezas. Todos eran araneses como mandaba la Querimonia; casi todos curas viejos y más que curados de espanto, no eran crédulos en absoluto. Anteponían el escepticismo a cualquier otra actitud en el enjuiciamiento y consideración de todas las cosas. Adivinaba que estaban pensando que él se había precipitado, convencido de que el enviado romano iba a rebajarse a comer una pobre pitanza junto a tan modestos curas rurales. Lo más probable era que Domenicci prefiriese el refinado almuerzo de los oficiales y jefes de la guarnición de la Sainte Croix, saboreando una comida que sería mucho más delicada que la de la vicaría.
Cuando fue demasiado tarde para seguir esperando, comieron en silencio, mientras mossen Pèir acechaba los ruidos por si, finalmente, y aunque al deshoras, el romano se dignaba acercarse a su casa. Viendo que acababa la comida y la llegada seguía sin producirse, mandó a un criado a preguntar en el fuerte la hora en que su señoría iba a dignarse volver al arciprestazgo.
Cuando el criado volvió con la información de que Domenicci no se encontraba en el Fuerte de la Sainte Croix, el arcipreste dio rienda suelta a sus alarmas.





Un vecino podía sorprenderles cuando mayor fuera su convicción de haberse salvado. Aparte del encogimiento por el dolor de sus heridas, Mariana notaba el agarrotamiento de las manos de Laurenç sujetando las bridas para refrenar al caballo pendiente abajo, y la expresión de su rostro, más sombría y agorera de cuanto creía que él fuese capaz de sentir, peor inclusive que cuando lo había obligado a enderezarse tras el tormento inhumano que había sufrido.
El camino descendía entre arbustos de retama y monte bajo hacia el llano que presidía Salardú, donde el bosque era más espeso que en Tredòs, pero cerca del pueblo no podían ni intentar deshacerse de los dos cadáveres, ya que los vecinos eran más encontradizos por los desplazamientos que les exigían las tareas de sus campos, no tan escarpados como el repecho donde se alzaba Nuestra Señora de Cap d’Aran. Tenían que encontrar un lugar discreto y recoleto, donde no fuera habitual el paso de gente pero donde el Garona fuese lo bastante hondo.
-En Unha hay un buen tajo desde donde arrojarlos –dijo Laurenç.
-Pero es seguro que caerían sobre el prado y los encontrarían en pocas horas- opuso Marianna.
-¡Dios mío! Nos hemos ganado todos los castigos en éste y el otro mundo…
-No os lamentéis tanto, mossen, que la desesperación no es buena para actuar con serenidad y sangre fría.
-¿Aún me llamas “mossen”? Ya no lo merezco.
-Callad, por Dios.
-También debes tutearme, porque descontado lo que nos une soy el más indigno y despreciable de los mortales.
Mariana giró el cuello hacia él con expresión muy severa y, ante los ojos desorbitados del cura, le dio una bofetada.
-Callad de una vez, mossen, que tendríais tiempo de sobra para gemir y llorar si por vuestra irresolución diésemos lugar a que nos encierren. Ahora, tenemos que actuar con rapidez, con la cabeza fría.
Laurenç se mordió los labios. Durante unos minutos, prevaleció en su ánimo la perplejidad que le había causado la bofetada, lo que amainó el vendaval de su conciencia, al tiempo que crecía un torbellino de dudas sobre si debía o no castigar a Marianna por su insolencia.
-Mossen, ved aquel soto a la vera del Garona. Detrás, parece que corre el río ya caudaloso tras haber desembocado el Unhola; si pudiésemos meter el carromato entre los árboles y hubiera un terraplén, es el lugar perfecto.
Llegados junto al bosquete, vieron que la carreta no pasaría. Marianna sacó el machete y se lo entregó a Laurenç, a quien empujó para que saltara a tierra.
-Id desbrozando con la energía que os dará pensar que si nos cogen, seremos ejecutados.
Pareció que, en efecto, la advertencia impulsara su fuerza a pesar del dolor y los vendajes. Con expresión de rabia y como si no tuviera medio cuerpo convertido en una llaga, Laurenç se puso a golpear furiosamente contra las ramas bajas de los abetos y las hayas que formaban el soto. Tenía la ropa empapada de sudor sonrosado por la sangre cuando, media hora más tarde, dio paso a Marianna, que arreó al caballo hasta situar la tartana cerca del tajo. Sin mediar palabra, ella se volvió en el pescante hacia los cadáveres y comenzó a empujar el de Piero con los pies hacia atrás, hasta que, sobresaliendo por el borde del carromato, Laurenç consiguió poner al gigante casi vertical en el suelo, con la espalda apoyada en la tartana; sin soltarlo, abrazado a él por la cintura, se agachó para coger varias piedras, que fue introduciendo en sus bolsillos. A continuación, lo dejó caer hacia el río. En el momento de hacerlo, tuvo un sobresalto; de reojo vio que el cadáver de Domenicci había movido levemente un brazo. Cayó sobre él, creyendo que fingía el desmayo, pero el cuerpo estaba completamente laxo. Debía de haber sido una alucinación producto de su consternación.
Tomó el cadáver en brazos, ya que le resultaba lo bastante ligero para cargarlo, y dio un paso hacia el tajo, momento en que le alarmó un rumor; pero al girar la cabeza hacia el pescante de la tartana, Marianna no se encontraba allí, por lo que supuso que había bajado para desahogar sus necesidades y de ahí el ruido. Iba a lanzar el cadáver cuando escuchó una voz que le preguntaba en francés:
-Eh tú, ¿qué estás haciendo?
Junto con la frase, se escuchó el chasquido de un arma que era preparada para el disparo. Soltó el cuerpo de Domenicci hacia el río antes de volverse hacia la voz, con objeto de que no se notara la importancia del muerto ni su identidad, si el intruso estaba lo bastante cerca para comprobar que se trataba de una persona. El cadáver cayó al agua en un punto que parecía profundo, aunque sin las piedras que lo hubieran llevado al fondo al instante y que no había tenido tiempo de meter en sus bolsillos. Al girarse muy lentamente, exhibiendo las palmas de las manos para demostrar que estaba desarmado, sintió un pellizco en el corazón. Una pareja de soldados franceses le apuntaban con sus mosquetes.
-He venido a tirar un cerdo que se me ha muerto –dijo Laurenç con el raciocinio bloqueado.
-¿Tan lejos de su parroquia, mossen? –ironizó el soldado de mayor graduación, un cabo tal vez.
Laurenç se estremeció. Le habían reconocido.
-No parecía un cerdo, mossen –dijo con tono sarcástico el soldado joven-. Tenía ropa.
-Es un envoltorio que le he puesto, porque comenzaba a heder.
El sacerdote vio la incredulidad en las expresiones irónicas de ambos militares, dispuestos a llegar al fondo de la cuestión y no dejarse engañar por argucias. Examinaban con interés las manchas de sangre de su camisa y el abultamiento de los vendajes. Sus miradas eran de acero y el alerta con que los militares franceses se comportaban a todas horas en el valle por sentirse amenazados, era en estos momentos una especie de toque a rebato en la rigidez de sus ademanes. Comprendió que él y Marianna tenían pocas probabilidades de salir del atolladero, y lamentó que en su biografía no hubiera más transgresiones que las relacionadas con su sexualidad. Sus treinta y dos años habían transcurrido con excesiva placidez y sin sobresaltos, por lo que carecía de la astucia de quienes se ven obligados desde niños a superar barreras.
-Era un envoltorio demasiado lujoso para un cerdo –comentó acusadoramente el cabo-, con tan brillante brocado y tantas preseas.
A punto de iniciar una nueva argumentación tan poco convincente como las demás, Laurenç vio que Marianna se acercaba cautelosamente por detrás de los dos uniformados. Comprendió que debía de haberlos oído llegar y abandonado por ello la tartana; habría permanecido escondida donde observar a los intrusos, para evaluar la situación y poder sorprenderlos. Laurenç temió que de nuevo se arriesgara con otra temeridad, como cuando atacó a Domenicci, y sintió el impulso de hacerle desistir con un gesto; lo reprimió a tiempo, al caer en la cuenta de que el gesto sería notado también por los militares, lo que la delataría y sería su perdición.
-Hay que bajar al río, a ver qué había envuelto en esas ropas de aristócrata… -dijo el cabo.
Con fascinación, Laurenç advirtió que Marianna alzaba el machete que había mantenido escondido en su costado. ¿Qué se proponía? No podía matar a los dos hombres a tiempo de impedir que uno de ellos le disparase. El debía vencer los escrúpulos y el miedo, impropios de un hombre de sus facultades físicas, olvidar el dolor de sus heridas, superar su carencia de recursos y prepararse para actuar.
En cuanto la vio saltar y arremeter contra el que se encontraba a su izquierda, que era el más joven, él se lanzó contra el cabo y consiguió derribarlo antes de escuchar su disparo, como un trueno cuyo mortífero rayo le quemó el pecho.





Furiosa y con un fuerte amargor en la boca seca, Marianna extrajo el machete del vientre reventado del joven soldado y se lanzó contra el cabo, que acababa de abatir a Laurenç de un disparo que debía de haberle partido el corazón.
Pero se trataba de un soldado curtido en azarosas batallas. La acometida del mossen lo había dejado tumbado con su peso encima y, en medio, el mosquete ya disparado. Se dio cuenta de que la enloquecida mujer iba a caer sobre él para hundirle el machete en el pecho. Tomó aire y con un estallido de toda la fuerza que le quedaba, movió el cuerpo que le aprisionaba a fin de que le sirviera de barrera contra el golpe que estaba a punto de recibir. Ese movimiento inesperado hizo que Marianna contuviera su ímpetu, desolada por la pena de acuchillar al hombre que tanto la había querido, aunque estuviese muerto.
Ese instante de vacilación bastó para que el veterano militar encontrase la oportunidad; su arma ya había sido disparada y la mujer obstaculizaría el intento de coger la de su compañero, que no había tenido ocasión de usarla y, por consiguiente, continuaba cargada. Según la furia loca con que actuaba, ella no vacilaría en rebanarle el cuello, así que hizo lo único que podía hacer, apresurarse a escapar. Rodó por el suelo hasta un punto donde ponerse de pie antes de que ella tuviese tiempo de arremeter contra él y, desde allí, echó a correr. Unos instantes más tarde, Marianna oyó el trote de un caballo que debía de haber permanecido amarrado no muy lejos.