viernes, 6 de agosto de 2010
LA DESBANDÁ. IV parte
IV. La diáspora
Guaqui el Templao parecía otra persona, lo que causaba la consternación de Mani mientras se le rajaba el alma viendo la fortaleza desmoronarse, ya que la amargura había impreso en los ademanes y en la expresión de su amigo lo que no consiguieran ni las más despiadadas palizas. Rehusaba volver a ser el centro de los corros adolescentes y parecía no querer darse cuenta cuando algún vecino trataba de provocar una de sus divertidas respuestas de antaño; al contrario, brotaba un quejido de su garganta en tales ocasiones, como si hubiera impuesto el luto a su voz.
Cuando se cruzaba con una vecina de edad similar a la de Inma, a menudo se echaba a llorar. Parecía imposible, pero era verdad; la muralla se había desmoronado y había perdido el dominio y, sobre todo, la tosca manera de entender el humor, tan refrescante y que tantas veces había logrado que Mani relajara sus enojos. Ahora, Guaqui era a ratos como una armadura intocable y a ratos, como una marioneta movida por otra voluntad, indiferente, anestesiado tras una máscara de hielo desde que viera aparecer a su hermana manchada y rota por las ofensas.
-Reaccionará, no te angusties -aconsejaba el Chafarino a Mani-. Los hombres como el Templao saben reponerse hasta de los peores dolores, porque aman desesperadamente la vida. Precisamente ese amor es el que agudiza su sufrimiento, pero el afán de vivir acaba siempre por imponerse. Superará el maltrago y encontrá agallas para mirar de frente el futuro. Agallas que todos vamos a necesitar, Mani de mi corazón, porque el futuro que nos llega es negro como el fondo de la mar.
Mani le había contado a Elena la violación, pero la dama apenas le escuchó; tenía la mente ocupada en resolver el problema de Angustias y Miguel y se negó a creer las evidencias que incriminaban a Serafín. A Paula, el padecimiento de Inma le había afectado como si se tratara de su hija. Antonio hizo sobre la violación un comentario tan desagradable, "sarna con gusto no pica", que Mani decidió no volver a hablarle en toda su vida. Paco trató de consolarle con la propuesta de asistir a una reunión de su célula comunista, invitación que halló anacrónica y que rechazó. Ricardo se persignó y pasó en oración varias horas de rodillas, sacando a Mani de sus casillas con sus invocaciones y golpes de pecho. Miguel y Angustias se hartaron de llorar agarrando a Mani cada uno de una mano. No le permitían en el hospital visitar a Inma, y a la madre, Carmela, se lo consentían muy pocas veces.
Por todo ello, iba cada dos o tres días a la playa de La Isla, a oír las consejas del Chafarino. Como si su propio desconsuelo fuese menor, creía tener la obligación de consolar y rescatar del trance al Templao, para lo que no se le ocurrían ideas. El ciego callaba mientras le oía llorar, pues sólo en su presencia permitía Mani que su llanto se convirtiera en lágrimas. Luego de tratar de convencerle de que el Templao iba a recuperarse muy pronto, el Chafarino le decía siempre lo mismo: Tenía la responsabilidad de parar el enfrentamiento, pues sólo así encontraría solución a todo lo demás y era él entre sus hermanos el único capaz de hacerlo, porque la edad le blindaba contra la ira del barbero
Una tarde, veintidós días después de la violación, de regreso de la playa se detuvo en el puente de los Alemanes. Algo estaba cambiando aunque no tenía claro en qué consistían los cambios; antes de octubre, previamente a lo Asturias, cuando Málaga estuvo a punto de proclamarse República Socialista Independiente, la ciudad bullía de esperanza y los pobres no parecían tan pobres porque sonreían a todas horas, anticipando la llegada inminente de su redención. Ahora, habían dejado de sonreír y miraban de soslayo a los numerosos cuartetos de muchachos con camisas azules que pululaban por todas partes, como si se jactasen de estar tomando posesión de su dominio, haciendo difícil calcular su número: podía tratarse de cien cuartetos o de diez que se movían y voceaban y agitaban lo suficiente para parecer mil. Desistió de hacer el cálculo sobre el que escuchaba a Paco especular, cuántos fascistas habría en Málaga, y apoyado en los hierros oblicuos con remaches del puente, contempló el cauce del río Guadalmedina y sonrió con nostalgia, recordando la escena que el Templao había protagonizado durante el asalto a la casa del bodeguero. Al Templao le había ocurrido siempre lo contrario que a él, pues trataba de ser niño todo lo que pudiera, dado que tenía la obligación de ser adulto para el sostén de sus hermanos. Llevaba dos años ejerciendo de padre, pero sólo tenía diecisiete, y era comprensible que aprovechara el tiempo libre para tratar de prolongar su infancia truncada.
El cauce era una maloliente herida ulcerada en el centro de Málaga, un estercolero donde se pudrían los desperdicios de los barrios cercanos, y que usaban de campo de fútbol, punto de encuentro y recreo juvenil, y de noche, como prostíbulo. Haría cinco o seis años, había encontrado mientras jugaba el cuerpo de un recién nacido en un montón de basura; tenía el cordón umbilical sin cortar y su color era casi marrón, pero le pareció que aún vivía porque movió una mano, y corrió en busca de Paula. Ella se echó el mantón por los hombros y corrió más que él, pero el diminuto cuerpo ya no estaba entre los desperdicios; Mani señaló un perro grande, que arrastraba algo con sus fauces río arriba, y Paula, asegurándole que era una rata lo que el animal devoraba, le aupó en brazos mientras le obligaba a mirar para otro lado.
A causa de la luz vertical que proyectaba el sol sobre el pedregal y los matorrales del cauce, descubrió que los días eran ya muy largos y pensó que la quema de júas estaba al caer. ¿Quién iba a tener ánimos para eso? Corrió río arriba, porque vio a lo lejos una figura que le pareció el Templao, pero no era él. Sentía tanta congoja mientras recuperaba el resuello, que decidió seguir el consejo del Chafarino.
Muy pocos en el barrio leían otra prensa que no fuese los pasquines gratuitos de los partidos políticos, y sólo en la barbería. Últimamente, tratando de ganarse voluntades, el barbero no ponía reparos a que los vecinos leyesen sus dos periódicos sin la obligación de afeitarse o cortarse el pelo. Mani encontró la mesa de dominó habitual de todas las tardes y a dos ancianos leyendo; la mirada acerada de Gustavo le hizo vacilar; era imposible abordar la cuestión con tanto público, por lo que decidió esperar; indicó con el mentón que quería leer el periódico y se sentó a aguardar que uno quedase libre.
Leer el periódico se había convertido en un penoso ejercicio de memoria. Los extraños apellidos le hacían sentir que todo lo que relataban las noticias ocurría en otro mundo y creía que las caretas hieráticas de las fotografías a base de puntos no podían tener la facultad de reír y llorar como sus vecinos. Cada dos por tres usaban la palabra "crisis", crisis parcial, crisis total, y después surgía un nombre nuevo que enredaba aún más la maraña, porque si extraños eran los nombres de Samper y Lerroux, ¿quién podía aprenderse Chapaprieta? Alba sí, Alba no, Lerrox se reúne, reorganización ministerial, y Gil Robles planeando por todas las páginas con ideas de movilización militar porque los italianos invaden Abisinia y a ver qué hacemos nosotros. Eran tan exóticos como los personajes que interpretaba Gary Cooper. Los escenarios políticos eran igual de suntuosos, con los dorados y el boato que también enmarcaban a los actores en las películas. Les encontraba más parecido a Cooper y Lerroux entre sí que a cualquiera de ellos con sus vecinos.
-A Largo Caballero lo condenan de todas, todas -dijo un jugardor de dominó.
-No creo que le den su merecido a ese rojo degenerado -aseguró Gustavo.
-Pues dicen que le van a pedir treinta años.
-¿Treinta años? Ja, ja. Si pasa treinta días en la cárcel, serían muchos.
-No hablan de condena a muerte, como hicieron con Galán y García Hernández, cuando lo que él hizo es una pechá más malo.
-Pues a los masones que destruyen España hay que darles garrote vil -casi gritó el barbero.
-¿Masones, Gustavo?
-¡Lo que le digo! Estos politicastros sin honra no son más que comparsas de la gran conjura mundial contra España.
-Cuando vengan los nuestros...
El párrafo fue interrumpido por los gritos de los que traían a Serafín. Lo cargaban entre cuatro desde un rincón del Molinillo próximo al río. Tenía la cara amoratada y su cabeza colgaba a un lado. Con estupor, Mani advirtió que llevaba el pelo teñido de rubio y usaba un bigote falso y aunque ahora veía con claridad quién era, sabía que se había cruzado muchas veces con él sin reconocerlo. Toda su ropa estaba hecha jirones, en especial la entrepierna, con un desgarrón por donde manaba un chorro de sangre.
Entre los borbollones rojos, Mani entrevió los guiñapos de piel y de carne. Echó a correr con la sangre golpeando en sus sienes, a punto de reventar.
Carmela no sabía dónde estaba el Templao. No lo había visto volver del trabajo, por lo que Mani oró con la esperanza de que le hubieran obligado a hacer horas extras y corrió hacia el puerto, cuyos recovecos conocía el Templao mejor que cualquiera. Nadie sabía nada de él. Inspeccionó de punta a punta los muelles, entró en los almacenes eludiendo a los carabineros y preguntó con impaciencia a los camareros del café de Pescadería. Ni rastro. Volvía a cada rato al barrio a ver si alguien lo había visto. Todos los corros hablaban de lo mismo. "Al Serafín lo han capao", "No, ha sío un huevo namás", "Qué va, lo han capao y lo tenía merecío", "Ahora, se le pondrá voz de flauta, aunque lo que se dice voz de hombre-hombre, nunca la tuvo", "¿Habrá sío el Templao?", "Y quién, si no", "Es que los tiene como el caballo de Espartero", "Po ya han venío nosecuántos fascistas con uniformes y tó, dispuestos a armar follón", "Se lo van a cargar", "No, lo que pasa es que van y vienen a traer noticias del hospital, porque dicen que a la Bernarda le ha dao un síncope y no se puede mover ni pa ir a esperar a que a su hijo le recosan los cojones", "Qué va, ésos la van a liar, que te lo digo yo".
Mani maldecía al Templao por hacerle tan difícil encontrarlo. Quería ayudarle a protegerse y, sobre todo, necesitaba que negase la autoría de la agresión, pero conforme pasaban las horas la esperanza se iba debilitando. Cuando ya oscurecía, se encontró ante la catedral, en la enorme escalinata de la fachada principal que parecía un escenario de película, ya que los empinados peldaños de piedra blanca ocupaban todo el inmenso espacio entre las dos torres. Aunque Paco afirmaba que no era una catedral muy estimada, le parecía incomparablemente más espectacular que las que reproducían los libros, con su altura vertiginosa y la suntuosidad de ágata, mármol y piedra rosa de la fachada. Se acurrucó bajo la declinante luz dorada del interior y miró hacia uno de los ventanales de cristal emplomado que transparentaba el sol del ocaso; rodeado de ángeles jubilosos, Jesucristo parecía tan glorioso, tan resplandeciente y real, que le habló como quien habla a un amigo: "Señor, no soy como querría mi Ricardo y me da vergüenza pedirte ayuda, pero, por favor, que no pase namás y que no haya sío el Guaqui. Él se metió en esta guerra sin comerlo ni beberlo, sólo porque es mi amigo; no dejes que le pase ná, que bastente tenemos con lo de la Inma".
Tuvo una inspiración inesperada, de lo que dedujo que tal vez Jesucristo le había escuchado. Si era de verdad el agresor del Serafín, el Templao podía ser el más anonadado de todos, porque mostraba insuperable repugnancia a usar su poderío físico para causar daño personal a nadie, y seguramente estaría escondido muy cerca del lugar del suceso, paralizado por la impresión. Si no lo había visto nadie del barrio ni tampoco estaba escondido en su casa, porque Carmela no se lo habría ocultado a él, lo más lógico era que estuviera en el río.
Corrió hacia el Guadalmedina y, en efecto, lo encontró acuclillado bajo el puente, a poco más de cien metros de donde había agredido a Serafín cinco horas antes. Apoyaba la espalda contra el paredón con los ojos como si hubiera perdido la vista y los brazos acodados en los muslos. Cerraba fuertemente la mano derecha bañada en sangre. Mani se agachó a su lado y le echó el brazo por los hombros.
-Ya se la he cobrao -murmuró el Templao entre dientes.
-Ven.
-Déjame y vete; no pueden verte conmigo. Nunca volverá a hacerle otra canallá a una niña. Le he cortao un huevo.
Abrió lentamente el puño para mostrar la bolita sanguinolenta. En seguida volvió a cerrarlo como si temiera perderla.
-Tienes que desaparecer, Guaqui.
La expresión de eclipse no cambió.
-Hay que echar a correr, Guaqui. Te van a linchar.
-Que me linchen. A mí ná me importa ya ná.
Mani se puso de pie y frente a él, tomó su cabeza entre ambas manos.
-Hay doce personas que dependen de ti y sí te importan. Vamos.
El Templao esbozó una sonrisa amarga.
-Déjame, Mani, que no te vean conmigo; ésta ya no es tu guerra.
-Entraste en esta guerra por mí, Guaqui, y si te matan, que nos maten juntos. Ven conmigo, por el amor de Dios y... por el de la Inma.
Haló de sus brazos y ahora el Templao no opuso resistencia. Ya de pie, Mani logró que abriera la mano para librarse del objeto; le restregó arena para limpiar la sangre y, a continuación, lo empujó de prisa río abajo, hacia la playa.
El Chafarino prometió no permitirle salir ni a la puerta y aseguró que si notaba la aproximación de alguien, sabría esconderlo de manera que no pudieran encontrarlo. Sin disimular su esfuerzo de hacerles pensar en otras cosas a los dos, preparó una sartén grande de coquinas salteadas con ajo y perejil mientras decía:
-La barbarie de los hombres es un reflejo pálido de la barbarie de los cielos. Hagan lo que hagan los humanos, hasta lo más monstruoso, es insignificante comparado con lo que hacen los dioses. Hubo un tiempo en que conducían a toda la Humanidad al holocausto; hacían arder el firmamento; inundaron muchas veces toda la Tierra para exterminar a los hombres. Y estas playas han sido testigos innumerables veces de su furor. Ya veis lo tranquilita que la mar es aquí y sin embargo, yo he visto olas tremendas que desmoronaban los acantilados y los espigones como si fueran de harina. Porque en esta bahía hay algo que les enfurece. Esta ciudad sobrevive a duras penas bajo las iras divinas y el desprecio rencoroso de las capitales que la rodean y es que, de acuerdo con la lógica, Málaga no debería existir; es una rareza a medio camino entre el edén y el infierno que perturba tanto a los dioses como a los humanos. Hubo un político malagueño el siglo pasado, llamado Cánovas del Castillo, que cuando le transmitía el poder a su rival, Sagasta, cosa que ocurrió muchas veces, le decía "te entrego el poder de España, menos el de mi provincia, porque a ésa no hay quien la gobierne". Los reyes han pasado por aquí muy pocas veces y de puntillas, sin escucharnos porque les damos miedo. Y lo incomprensible es que los dioses ayudan a los reyes desatentos y a los vecinos envidiosos. Esta ciudad ha sido destruída montones de veces por los piratas y muchos de vosotros descendéis de piratas, vikingos inclusive, pero tales destrucciones no fueron nada comparadas con las plagas terribles y las calamidades que se han cebado con nosotros. No hace dos siglos, en 1756, la peste estuvo a punto de acabar con la población, y también en 1805 la peste nos arrasó, y en 1810 Napoleón incendió completamente la ciudad y pasó a cuchillo a casi todos sus habitantes y hace menos de cuarenta años que la filoxera devoró nuestra principal riqueza, las viñas, y hace veintiocho años, en 1907, hubo una riada loca que arrasó toda Málaga. Poco después, sufrimos más que nadie con lo de Marruecos. Y en 1931, perdimos nuestro patrimonio artístico y nos volvimos pobres de solemnidad. Ya toca de nuevo. Si no es una ola será un terremoto, pero algo viene a aniquilarnos.
Mani sintió que se le iban a indigestar las coquinas. Necesitaba saber cómo iban las cosas en el barrio, pues tenía el convencimiento de que algo iba a pasar, así que se despidió de súbito para no continuar escuchando.
Oyó el clamor en cuanto dobló la esquina de la calle Huerto de Monjas. Atravesó el coro de lamentaciones y comentarios corriendo hacia la embocadura de Rosal Blanco, donde los baldes rebosantes de agua pasaban de mano en mano por la hilera de hombres y mujeres hasta el Corralón de la Torre, de cuya última ventana, la única de la vivienda del Templao, brotaban grandes llamaradas que esquivaban, burlonas, el agua que vaciaban sobre ellas. Iluminada lateralmente por el incendio, la silueta del muro del convento danzaba al ritmo oscilante del resplandor del fuego.
Carmela, la madre, desvanecida y temblorosa en el escalón de un portal, era auxiliada por Concha la Chata, la Colorá y otras vecinas, mientras nueve de los diez hijos que habían sido sorprendidos en la vivienda, lloraban entre alaridos a pocos metros, formando una piña como si fueran todos un solo organismo aterrorizado.
Mani observó que Pipe, el menor, no estaba con ellos.
-Tus hermanos Antonio y Ricardo lo han llevao pal hospital -le informó Paula al tiempo que escrutaba sus ojos, mientras le pasaba el brazo por los hombros, como si quisiera contenerle más que consolarle.
-¿Muerto? -preguntó Mani con un gemido.
-Será un milagro si se salva -informó Paula-. Iba el pobrecillo hecho una pura llaga. Cuando tiraron las antorchas dentro del cuarto, la criatura debió de golpearse y no salió huyendo como sus hermanos. Ha sido la Viky la que ha tenido el valor de volver por él. Mírala, tiene medio brazo en carne viva.
-¿Cuando tiraron las antorchas, quiénes? -preguntó Mani intentando no creer lo obvio.
-¿Quiénes van a ser? -respondió Paula -. ¿Sabes si el Paco está hoy en Málaga?
-Me parece que volvía esta mañana de Villanueva de la Concepción.
-Pues corre al partido y dile que venga pacá enseguía.
El escribiente de la entrada trató de hacerle parar con un grito:
-¡Eh tú, camarada, que voy a llamar a un guardia!
Mani aceleró escaleras arriba, empujó la puerta de la sala de juntas e irrumpió en el centro de la reunión, en medio de un círculo de miradas reprobadoras, la más severa de las cuales era la de su hermano.
-Paco, que dice mamá que eches a correr pa la casa.
-Mani, ¿te has vuelto tarumba? Sal y espérame abajo.
-¿Cuánto rato?
-El que haga falta.
-Mamá quiere que vayas ahora mismito. Los fascistas del Serafín han quemao la casa del Templao y el chiquitillo, el Pipe, se está muriendo por las quemaúras...
Paco apretó los labios, mientras movía levemente la cabeza. El que presidía la reunión, Cayetano Bolívar, cuyo rostro había visto Mani muchas veces en el periódico, dijo mientras se ponía de pie:
-Mañana seguiremos con los planes; pensar en propuestas nuevas, porque las que habéis expuesto esta noche son todas impracticables. Paco, ¿quieres que algún camarada vaya contigo? -viendo que el interpelado asentía, señaló a dos jóvenes y añadió: -Id con Paco pa lo que haga falta.
Llegaron a la calle Rosal Blanco diez minutos más tarde. El incendio había sido sofocado ya y sólo brotaba una débil humareda negra de la ventana del corralón de la Torre. Paula aguardaba en la esquina.
-Paco, tienes que sacar a Carmela y sus hijos sin que nadie se entere de dónde los llevas. Esos salvajes quieren acabar con toa la familia si no encuentran al Guaqui. Hace un rato, han venido ocho con los pistolones y con papeles en las manos, diciendo que tienen orden de detención; por suerte, los vi llegar a tiempo y he podido esconderlos en la casa.
-¿En nuestra casa? -preguntó Paco con voz áspera- ¿Estás majara?
Paula frunció los labios y le miró como si pudiera traspasarlo con los ojos. No le reprochó la irreverencia, limitándose a decir:
-Organiza ahora mismo el traslado. Ten, cincuenta duros que tenía guardaos.
Con un brillo de estupor en los ojos en el momento de coger el dinero, Paco agitó la cabeza para convencerse de que tenía algo más urgente que hacer que averiguar por qué su madre poseía tal tesoro, y mandó a Mani y sus dos camaradas en busca de tres taxis.
-Esperarnos en la esquina del Molinillo -ordenó.
Subió las escaleras tras su madre, cuyo cuello permanecía rígido para hacerle notar que la había ofendido. Carmela gemía en una silla baja de aneas, entre los brazos apretados e inmóviles de los nueve niños. Su expresión era una máscara de alucinación; Paula temió que pudiera perder el juicio, como Inma, y mientras Paco desliaba uno de los envoltorios que Antonio guardaba en el baúl, llenó hasta la mitad un vaso de vino cómpeta, añadiendo una cucharada de azúcar y un poco de leche:
-Carmela, tómate esto, que necesitas fuerzas pa salvar a tus niños. Anda, bebe.
La madre del Templao sorbió docilmente el contenido del vaso y Paula le sonrió con dulzura, confiada en que el vino le produjera consuelo. Paco empuñaba ahora una pistola anticuada.
-Yo no me he enterao de que tienes eso en la mano -dijo Paula desviando la mirada-. Ni quiero saber que lo llevas ni que el Antonio lo escondía aquí. No quiero saber lo que piensas hacer ni dónde vas a llevarte a esta pobre gente, pero escúchame bien: que no haya más desgracias esta noche. Mañana, que sea lo que Dios quiera, pero hoy ya ha corrido sangre de sobra.
-Mamá, si la Angustias y el Migue...
-¡Cállate! -atajó Paula, con los ojos como faros, para recordar a su hijo la presencia de la familia del Templao y la ingenuidad imprudente de los niños-. No sé dónde está el Migue y no tengo ni puñetera idea de qué habrá sido de la Angustias. Mañana, con la luz del día, quizá consigamos ver qué podemos hacer para no tener que contemplar más sangre ni en esta familia, ni en esta calle ni en este barrio. Ahora, estate atento, que voy a echar una mirá a ver si hay moros en la costa por Curadero. En cuanto te diga que no con la mano, echa a correr con tós estos.
La caravana de tres taxis llegó a la sede del partido, donde el responsable del local alegó que no podía tomar la decisión de asilarles "si el camarada don Cayetano no me autoriza. Y aquí no hay ni una manta pa acostarse uno; imaginaros dónde podrían dormir tantos". Paco mandó enfilar hacia San Felipe, ignorando la protesta de Mani, pero no consiguieron que abrieran la puerta de la casa parroquial a pesar de los golpes, los gritos, las súplicas y, por último, los insultos y blasfemias. Paco volvió a encabezar la caravana con expresión vacilante y, cuando sonaba la medianoche, mandó detener los dos taxis que seguían al suyo en un tramo a oscuras de la calle Cuarteles. El breve intercambio de consultas entre él y sus camaradas no produjo resultado, por lo que Mani, con la garganta enronquecida por la impaciencia, volvió a decir:
-La única solución es la casa del Chafarino.
La convocatoria de Paula obligó a reunirse los cuatro hermanos por primera vez en varios meses. Faltaba poco para mediodía y el conciliábulo familiar llevaba debatiendo casi dos horas.
-Si la Angustias y el Migue -dijo Paco como si reanudara su frase de la noche anterior-, se dejaran de niñerías y le pidieran perdón al Granaíno, tó esto tendría compostura. Mientras no resolvamos lo que empezó el terremoto...
-El terremoto no lo empezaron ni esa muchacha ni, mucho menos, el pobrecillo de tu hermano -interrumpió Paula-. Fue ese malahora del Serafín, que trató de matar al niño; no te olvides.
-Sí, mamá, de acuerdo. Pero si la Angustias y el Migue quisieran...
-¡Pero qué van a querer...! -casi gritó Paula, impaciente-. El Migue está casi paralítico y esa niña, con vómitos a toas horas. ¿Cómo quieres que vengan a dar la cara frente al barbero, si los fascistas chulean ya por el barrio como si fuera suyo? No les darían tiempo a tu hermano ni a ella de explicarse siquiera. A la Angustias, la molerían a palos y la facturarían pa la Cartuja de Graná en dos minutos y a tu hermano, lo siquitrillarían y luego él se consumiría de amor, que parece que no te das cuenta de la fiebre que tiene con esa chiquilla y con lo que viene en camino... Pero, es que de todas maneras yo no voy a consentir que venga al barrio, que sería como plantarse frente a un paredón.
-Podemos poner una bomba en la barbería y acabar con la familia en pleno -propuso Antonio-. Muerto el perro, se acabó la rabia.
Luego de darle una sonora palmada en la cabeza, Paula ironizó:
-¿Y que la Angustias trague con que la familia de su hombre haya asesinado a los suyos? Has perdido el sentío, Antonio.
-El párroco opina... -comenzó a decir Ricardo.
-Mira, Ricardo -interrumpió Paula-; ese párroco no me merece ningún respeto y no me interesan sus opiniones. ¿Cuántas veces te ha dado largas ya con lo de los Salesianos? Una pila, ¿no? Y, además, como de ese apóstata putañero no me fío ni un pelo, lo que tienes es que convencerle enseguía de que lo que le dijiste esta madrugá estaba equivocao y que, en realidad, el Migue y la Angustias están en Barcelona... No vaya a irles con el chisme a sus queridísimos fascistas. Porque tanto los unos como los otros no son más que inquisidores, dispuestos a arrasar a tó el que no comulgue con sus ruedas de molino...
-¡Mamá! -protestó Ricardo.
Paula ignoró la protesta. Recorrió con la mirada los rostros de los cuatro y al llegar a Mani, sonrió.
-Mani, hijo, ¿estás seguro de que ese pobre ciego aguantará, con la algarabía que le ha caído encima?
-Sí, mamá, de verdad. Anoche, se puso la mar de contento de tener tantos niños en el cañizo, ¿verdad, Paco?
Paula calló unos minutos con los labios apretados. Después de una pausa en silencio, extrajo del bolsillo cuatro billetes de cinco duros y uno de veinte y dijo:
-Antonio, vete con la Ana al hospital, a ver si lo que me dijeron esta madrugá de que el Pipe mejora es verdad, y sigue la mejoría; si está despierto, tendrá dolores mu malos, así que la Ana se quede con él y tú vas y compras comida pa ella, que estará tó el día allí, y algún caramelo pal niño. Ricardo, compra dos cirios grandes en la calle de los Mártires, corre a la parroquia y dile a don Agapito que son por una promesa mía; a continuación, le das conversación y quítale de la cabeza que sabes dónde están tu hermano y la Angustias. Paco, toma veinticinco duros; coge un taxi y vete con el niño a comprar los jergones que puedas y los lleváis a la casa del Chafarino, que sólo le sobra un colchón, ¿no? Mani, guárdate estos cinco duros; cuando lleguéis a la playa, te quedas allí pa ayudar a ese señor y mira si tienes que ir al mercado de Huelin a comprar comida. Al oscurecer, quiero que los cuatro estéis de vuelta, que tenemos que hablar otra vez, porque esto hay que pararlo. ¿Está claro?
Los cuatro la miraban estupefactos por el reparto asombroso de riqueza. Como Paula no tenía ninguna intención de responder preguntas, les apremió:
-Andando, echar a correr.
-¿Está seguro? -preguntó Paco.
En vez de asentir el Chafarino, lo hizo Carmela con un gemido:
-Que sí, Paco. Que lo dijo mi Guaqui esta madrugá: que no había más salía que irse a la Legión, porque allí estará a salvo y esos canallas, cuando sepan dónde está, ya no vendrían a hacernos más daño a mis niños ni a mí pa obligarnos a hablar... Pero, sin la ayuda del Guaqui, ¿qué voy a hacer yo?
Paco reflexionó unos segundos.
-Si echo a correr, a lo mejor llego a tiempo de evitar que se aliste.
-Ése estará ya más que apuntao -arguyó Mani-, con el pelo trasquilao y el uniforme de faena puesto.
-Sí, es posible, pero los del partido a lo mejor consiguen que lo echen patrás. Voy ahora mismo. ¿Necesita usted algo?
La pregunta iba dirigida al Chafarino, que negó con la cabeza mientras decía:
-Hay pescado para alimentar a un regimiento, y como los niños se lo están pasando tan bien ayudándome con las redes, seguramente todo va a ir como la seda.
-Mani, no te muevas de aquí mientras yo no vuelva -pidió Paco al marcharse.
Mani se sintió toda la tarde incapaz de determinar si el acto del Templao añadía o no más pena a la que ya le ahogaba, apretándose un dolor sobre otro como las hojas de un alcaucil. Habían ido produciéndose cambios sutiles en su relación con Guaqui, porque estaba difuminándose el deslumbramiento infantil de un año atrás y empezaba a sentirse en muchas ocasiones responsable de contenerle. Siempre iban a separarles casi cinco años, pero el paso del tiempo estaba dotando al más joven de armas que el mayor parecía incapaz de llegar a poseer, de modo que el uso del sentido común iba igualándoles en conocimiento y madurez. Pero Mani reconocía que siempre iba a necesitar el coraje y la fuerza del Templao y esa verdad no podría cambiarla el tiempo, mucho menos cuando algo había muerto en su corazón la madrugada que vio aparecer a Inma en aquel estado. Temió que sin el apoyo de Guaqui, sin la fuerza que de él recibía por ósmosis, iba a detenerse su propia maduración y volvería a ser un niño abrumado por fantasmas que no sabría espantar; hasta volvería a desvelarse por la silueta del convento. Si no podía recuperar a la Inma del sueño truncado, necesitaba que el Templao permaneciera cerca. Oró con fervor, en silencio, para que Paco regresara con él.
Paco volvió al atardecer con gesto sombrío; negó con la cabeza ante la pregunta colectiva pero no dio explicaciones; se limitó a ordenar a su hermano:
-Mani, vámonos, que mamá nos espera.
Paula había preparado una fuente grande de boquerones y chanquetes fritos, berenjenas rebozadas y un perol de gazpacho. Antonio, Ana y Ricardo les esperaban junto a la mesa con los brazos cruzados, sin empezar a cenar.
-¿Está todo en orden por la playa? -preguntó Paula.
-Sí -respondió Paco-, salvo que ese estúpido del Guaqui no ha tenido otra ocurrencia que meterse en la Legión.
-¡Hombre, mu requetebién! -exclamó Paula-. Eso nos quita la mitad del disgusto.
-Pero le complica las cosas a la Carmela -comentó Ana.
-Sí... -concedió Paula-, es posible... ya veremos. De momento, lo que hace falta es que esos burros se enteren enseguía de que el Guaqui está fuera de su alcance, pa que se queden tranquilos por unos días. Pero tenemos que encontrar una solución definitiva a esta guerra interminable entre el barbero y nosotros.
-Mamá... -Paco contemplaba un manojillo de boquerones dorados como por un orfebre, sin morderlo para no estropear su armonía de alhaja-, ¿quién te ha dado tanto dinero?
Paula apretó los labios. No era de ese asunto de lo que ella deseaba hablar.
-Tengo mucha costura, Paco. Ahora, lo urgente es que decidamos lo que vamos a hacer.
-¿Mucha costura? -Paco no disimulaba su expresión de incredulidad.
-¡Sí! -exclamó Paula con energía, dando por zanjada la cuestión-. Mira, Paco, tú eres el más controlado de los cinco, así que debes ir a hablar con el Granaíno.
-¿A decirle qué?
-La verdad. Que el Migue está casi paralítico, que la Angustias está embarazá y que... van a casarse.
-¿Qué? -la exclamación fue general.
-Lo van a hacer de todas, todas... Esa señora de La Caleta cree que es lo mejor y ya ha conseguido que el obispo lo autorice -dijo Paula contemplándose las manos, sin mirarles a los ojos para no entrar en explicaciones-, pero hay que hacer las cosas como Dios manda. O sea, con las dos familias presentes, con anillos y arras, con un padrino por cá novio, con un vestido como el que no llegué a terminar pa ti, Ana, con convite y con retrato y... con tós en armonía. Así que, Paco, habla con Gustavo y convéncelo.
"Te echo una pechá de menos -decía la carta del Templao que Mani leía en alta voz al Chafarino-. Aquí, tienes que volverte hombre de la noche a la mañana y me parece mentira que hace namás que unos meses, anduviéramos por las calles de Málaga jugando como si la vida fuera de color de rosa. Me cago en...: perdona, el borrón es porque se me ha escapado una lágrima, la muy cabrona.
"Mi madre me dice que la Inma está mejor, pero no me lo creo. Cuéntame tú cómo va de verdad. Aunque sigan con el Chafarino, que vaya carga que le ha caído al pobre hombre, no creo que mi madre tenga bastante con lo que le mando; dicen que todo sube tos los días y que por el camino que va, un bollo costará una peseta antes de que nos demos cuenta. Dile a tu madre que muchas gracias por lo que le da, pero que no tiene por qué quitarse el pan de la boca para ayudar a los míos.
"Aquí, todos los días son siempre lo mismo. Nos levantan cuando todavía es de noche y nos dan un julepe de aquí te espero. Los sargentos son unos huesos...: todos nos llevamos tortazos hora sí y hora también. Bueno, a mí sólo me han dado uno, porque yo me quedo tranquilo y hago como que no me soliviantan las cosas que nos hacen y, además, se ríen mucho con mis ocurrencias y me da en la nariz que les he caido en gracia. Pero de las guardias no se libra ni Dios.
"Hay muchos paisanos nuestros en el cuartel; a varios los conocía de vista. Casi todos se han enviciado con las cosas de los moros y están hechos unos merdellones perdidos. Se fuman unas yerbas que los ponen ciegos y se esconden y se lían a fumar y van echando el humo en una botella medio llena de vino. Luego se la beben y no veas cómo se ponen, como caballos desbocaos. Hacen cá una... Si los sargentos pillan a alguno, de un mes de prevención no hay quien lo libre, pero ellos, a lo suyo. Gracias a Dios, yo no necesito esas cosas y que.... po que me dan un asco... Cuando nos quedamos libres de tarde en tarde, me echo entre pecho y espalda unos cuantos lingotazos de vino del nuestro y duermo más suave que un guante.
"Aquí todos tenemos tatuajes. ¿A que no adivinas el que me he echo yo? Pa que enteres, porque eres un mocoso acomplejado, llevo tu nombre grabado en el pecho. El dibujo tiene forma de corazón, pero en vez de ser una línea, son palabras: Inma, Málaga la Bella, los nombres de todos mis hermanos y el tuyo, como es natural. En el centro, con letras más grandes, dice "Madre". Te va a gustar una pechá cuando me lo veas.
-Es un muchacho extraordinario -dijo el Chafarino.
-¡Digo! -exclamó Mani.
Iluminados de costado por el sol del atardecer, embellecidos por el ocaso como si estuviesen libres de males, los hermanos del Templao jugaban en el rebalaje mientras Carmela preparaba la cena en el interior del chamizo. A Pipe, el menor, muy mejorado de las quemaduras pero todavía con los brazos y el muslo izquierdo cubiertos de apósitos manchados de amarillo por la pomada, lo sujetaba su hermana Viky para que no se metiera en el agua. Mani había dejado de contar las semanas de ausencia del Templao y el pasar las tardes junto al Chafarino, leyéndole sus propios libros, periódicos o las cartas del Templao o, sencillamente, contándole las novedades del barrio, se había convertido en una rutina sin la que no sabía sobrevivir.
-¿No hay manera?
Mani entendió la pregunta aunque ninguno de los dos había mencionado el asunto.
-¡Qué va! El Granaíno se ha cerrao en banda, y dice que sólo iría a la iglesia pa clavarle un puñal en el pecho a su hija, por la blasfemia de casarse por lo católico con un rojo.
-Ese hombre es una piedra.
-Y ni siquiera le ha ablandao lo de mi Ricardo.
-¿Por fin lo ha hecho?
-Se ha salío con la suya. Ya está en el convento. Pero dice unas cosas que a mi madre le hacen poquísima gracia.
-¿Como qué?
-Que no le gusta venir al barrio, pa no contaminarse de pecado... y cosas así. A mí me parece que no está bien que diga esas cosas uno que va a casarse con Dios.
-Sí, la verdad es que hablar así es muy poco caritativo.
-Dice que nos hemos vuelto locos. A mi Paco, que sólo piensa en futuros que Dios maldeciría. A mi Antonio, que está obsesionao con la revolución satánica. Al Migue, que está dominao por la lujuria y a mí, que soy el diablo en persona y que a la chita callando, soy peor que los otros tres juntos. Mi madre le regaña y le dice que cada uno a su avío, pero el Ricardo le echa en cara que él tuvo que meterse en el convento pa que Dios salve al resto de su familia, porque vivimos revolcándonos en la mugre de ese barrio lleno de putas, borrachos, merdellones, ladrones y putañeros.
-¡Vaya lenguaje para un fraile! -ironizó el Chafarino-. Decir esas cosas a tu madre es mucho más insolente que los exabruptos de Antonio. Ricardo endulza los agravios con invocaciones de los evangelios que no atenúan su intención de zaherir. Siendo como es tu madre, no sé cómo se lo consiente.
-Ella trata de no tomar partido. Lo mismo que a él no le reclama ná, tampoco se lo reclama al Antonio... salvo cuando se mete en líos. Yo la veo persignarse tos los días y de madrugá, la escucho rezar de rodillas arrimá a su cama, pero al Ricardo no le ha dicho ni una palabra pa que vaya al convento... ni pa que no vaya. Yo creo que esa historia del convento le gusta menos que tó lo demás, pero me parece...
-¿Que no quiere que supongáis que os fuerza?
-Eso mismo. Pero a mí me revuelve las tripas verla bajar la cabeza cuando el Ricardo se pone delante como si fuera un cura en un púlpito; mi madre agacha los ojos y aprieta los labios aguantando las ganas de llorar, y a mí lo que me dan ganas es de liarme a darle al Ricardo patás en los cojones.
-Tu hermano está sometiéndola a una tiranía en el nombre de Dios y, perdona que te lo diga, no es por maldad, sino porque es lo suficiente necio para no darse cuenta de que la hace sufrir. Pero no te preocupes, Mani; ella es más fuerte que vosotros cinco.
-No se crea usted... Ahora, con los preparativos de la boda del Migue, aunque se esconde me parece que se da unas pechás de llorar..., porque las cosas no salen como a ella le gustaría.
-Mani, despierta, que la madre del Guaqui te ha mandao un recado -le dijo Paula al tiempo que lo zarandeaba-. Te espera en la esquina del Molinillo.
Era el único ocupante del dormitorio, ya que Paco se encontraba organizando mítines en la provincia de Cádiz. Dedicó a su madre un mohín huraño, porque acababa de despertarle de un sueño en el que Imperio Argentina enseñaba a Inma a tocar las castañuelas, ambas adornadas con grandes biznagas y zarcillos de coral. Ese mundo idílico, donde suponía que el olor de los jazmines de las biznagas debía de ser delicioso aunque no recordaba haberlo sentido, acudía todas las noches a rescatarle de las tensiones. Se giró boca abajo a fin de ocultar la erección. Paula volvió a zarandearlo.
-Venga, Mani, date bulla y dale esto a Carmela.
Eran las siete y media de la mañana. El otoño empezaba, según la racha de aire frío que rozó a Mani mientras corría por la calle Curadero hacia el Molinillo. La madre del Templao le esperaba encogida en un portal para que no la reconocieran.
-Van a soltarla esta mañana -dijo Carmen como respuesta a su expresión de interrogación, mientras se metía en el pecho los dos billetes enrollados que le entregó de parte de Paula -. Me hace falta que me acompañes por si...
Tuvieron que esperar dos horas, Carmen firmó varios papeles que le presentaron las monjas. Por fin, apareció Inma. Había aumentado su altura, pero por su expresión parecía mucho más niña que seis meses antes, con la boca, que había sido tan seductora, entrebiarta y un hilillo de baba descolgándose del labio inferior. No miró a su madre ni a Mani, ni dijo una palabra en respuesta a los saludos y besos, y permaneció ausente, como si ella no fuese la protagonista de la escena, mientras la monja explicaba a Carmen los horarios en que debía hacerle tomar las pastillas. Cuando entraron en el taxi y Mani fue a sentarse junto a ella, Inma se encogió y dio un grito.
-Ve en el asiento de delante, Mani, por favor -rogó Carmen.
Durante el viaje, Mani tuvo que engullir la rabia. No se atrevía a mirarla ni de reojo. Llegados a la playa, Inma aceptó los abrazos de sus hermanos como si ella no fuese la persona abrazada. Sorda y muda, y hasta ciega, permanecía como si contemplase algo que se encontraba muy lejos, como si nada de lo que le rodeaba fuese real, a excepción de cuando se le acercaba alguien que ya parecía un hombre, como Mani, o un hombre verdadero, pues cuando el Chafarino, incitado por Carmen, trató de darle un beso, reculó y cayó de rodillas sobre la arena sin parar de gritar.
Mani echó a correr. Conocía ya la distancia aproximada entre el chamizo del Chafarino y su casa, siete kilómetros, y los había recorrido a pie en muchas ocasiones, pero nunca como ahora, en una carrera desbocada, porque ansiaba que los brazos de Paula le protegieran como antaño de la fealdad del mundo. Empujó violentamente la puerta y tuvo que contener la exclamación, porque Elena Viana-Cárdenas se encontraba en la habitación. Las dos lo miraron con expresión que a Mani le pareció la de alguien que es cogido en falta. La frase de Paula, interrumpida por su llegada, se le grabó en la mente:
-Porque si a la Angustias le pasara lo mismo que le pasó a mi madre, yo no...
-Oh, Mani -dijo Elena-, ¡qué bien que has llegado! Acompáñame al coche; se me ha hecho un poco tarde y me esperan para almorzar.
-¿Hay novedades en la playa? -preguntó Paula.
-Han soltao a la Inma.
-¿Tú ves? -dijo Elena, como si le reprochase algo-. Al fin y al cabo, sólo ha sido un disgusto pasajero...
Mani sintió ganas de golpear el rostro de la hermosa anciana.
-¿Pasajero? -gritó-. ¡La inma se ha vuelto loca del tó!
-Baja la voz, Mani -reprendió Paula-, y acompaña a doña Elena hasta el coche. Ya hablaremos tú y yo.
Mani inició la marcha precediendo a la elegante dama escaleras abajo entre la curiosidad de los vecinos, mientras se preguntaba cuántas veces habría visitado el corralón y cuánto tiempo haría que conspiraba con Paula, dado que ésta se negaba a entrar en la casa de La Caleta. Aún dándole la espalda, podía notar la tensión alarmada que la dominaba, de lo que dedujo que debía de tratarse de una de las primeras visitas, o acaso la primera, porque aún no parecía convencida de que no tenía nada que temer. ¿O sí? Todo el mundo, empezando por su propia familia, cambiaba de día en día y ya nadie actuaba como se esperaba que lo hiciera un año atrás; y por otro lado, podía haber entre los vecinos parientes de los obreros que se decía que Elena había represaliado. Ya en el patio, observó ironía en la mirada de Concha la Chata, pero en los demás ojos había una mezcla de sarcasmo y antipatía y cuando un vecino se echó a un lado para cederles el paso, notó que Elena le agarraba del brazo como si necesitase un punto de apoyo por estar a punto de dar un traspiés a causa del miedo.
-Necesito que vengas a casa mañana temprano, sobre las ocho y media.
-No sé si podré, doña Elena. Ahora, con esa familia en la playa... Y que mi madre ha mandao que vaya a la escuela.
-Tu madre te lo dirá cuando vuelvas. No dejes de venir. Es necesario.
Tras despedirla junto al coche con indisimulada frialdad, volvió calle Curadero abajo. Vio de lejos a un grupo de cuatro fascistas sentados, despatarrados, a la puerta de la barbería, ostentando sus uniformes sin reparo. Ocupaba tantas discusiones familiares el caso de Ricardo y lo sucedido a la familia del Templao, que habían dejado un poco de lado el riesgo cierto que corría Miguel. Alentados por las noticias de los periódicos sobre Abisinia, las vehementes llamadas al patriotismo para solventar la crisis, las alertas contra "el espíritu revolucionario que se adueña de España" y las invocaciones a "un Ulises del Ejército que venga a salvarnos", los correligionarios de Serafín se envalentonaban y estaban volviéndose insolentes. Ya no temían pasear jactanciosamente por un barrio considarado rojo; piropeaban con frases soeces a las muchachas y exhibían los revólveres cuando un hombre pasaba junto a ellos, aunque se tratase de un viejo. Siendo el único a quien no importaba ni el azul ni el rojo, Miguel era entre los cinco hermanos el que mayor riesgo de morir corría.
-Mani, le he prometido a doña Elena que irás a su casa mañana -dijo Paula.
-Ya lo sé. ¿De qué hablabais?
-¿De qué ibamos a hablar? De la boda de tu hermano.
-¿Qué le pasó a tu madre, mamá? Eso que no quieres que le pase a la Angustias.
-No sé a lo que te refieres, Mani.
Halló inútil insistir, porque vio en los ojos de Paula la determinación de no responder.
"Me aburro una pechá. Siempre lo mismo. En la Legión hay que hacer instrucción todos los días y ahora, no sé qué bicho les habría picado a los mandos, que nos ponen a hacer maniobras cada dos por tres, como si tuviéramos que ir a la guerra de un momento a otro. Estoy hecho polvo. Para colmo, sólo libro una tarde por semana y a mí no me hacen tilín las moras, porque huelen fatal, pero es mejor que nada. Sin eso y sin un vasillo de vino de vez en cuando, a ver quién podría vivir. Ya ves en la trampa que me he metido por culpa de ese merdellón hijo de puta. Tres años voy a tirarme en esta pesadilla y no me imagino cómo podré aguantar. No me hablas de Inma porque está mal, ¿verdad?, y mi madre tampoco me dice ni pío. En vez de un huevo, tendría que haberle cortado el pescuezo, pero arrieritos somos y en el camino nos encontraremos.
"No comprendo que consientas que Miguel se case con su hermana. No me entra en la cabeza que ese mamón vaya a convertirse en tu concuñado. Pero no te creas que cuando vuelva va a pararme la mano el pensar que ahora es pariente tuyo.
"Hablas de esa vieja como si fuera tu novia. De todas maneras, si ayuda tanto y tiene recogido al Miguel, pues eso, que le saquéis lo que podáis, que bastante explota ella a sus obreros. Si lo sabré yo..."
El tranvía se detuvo y Mani se guardó la carta del Templao en el bolsillo. Para su sorpresa, fue Miguel quien le abrió la puerta de cristales emplomados; andaba encogido, pero ya se movía casi normalmente y con una sorprendente soltura a través de los suntuosos salones, como si siempre hubiera vivido allí. Antes de abrir la puerta del gabineta tras la que le esperaba Elena, le dio un beso en la frente y lo retuvo mucho rato entre sus brazos.
-Mani, Mani..., eres mi salvación.
Ya en el gabinete de Elena Viana-Cárdenas, sintió ganas de hacerle también a ella la pregunta que Paula no había querido responderle. Pero, evidentemente, sólo una cuestión figuraba en el orden del día de la dama.
-No consigo que se quede quieto -dijo señalando con los ojos a Miguel, a quien abrazaba por la cintura, sentados ambos en el sofá-. Pretende hacer toda clase de cosas, pintar persianas que no lo necesitan, regar el jardín, reparar el invernadero. Anteayer, quiso subirse a una escalera para cambiar una teja rota del alero y tuve que pararlo a voces. Todavía no te has repuesto del todo, hombre. Tienes que seguir descansando.
-Es que doña Elena no es capaz de imaginarse cómo es nuestra vida. ¿Verdad, Mani, que si estuviera en la casa, yo estaría currelando ya como si tal cosa?
-¡Qué locura! -exclamó Elena-. Parece que tuvieras grillos en el cuerpo. Como Angustias, que es otra que tal baila... No deja en paz a la servidumbre, poniéndose a limpiar el polvo o a ayudarlas a pulimentar la plata, y ya sabes tú, Mani, que las criadas son muy celosas con su trabajo y no quieren que se metan en su terreno.
Mani asintió, aunque le parecía inconcebible que las criadas no quisieran que les aligerasen el trabajo.
-He conseguido que se quede quieta enconmendándosela a mi hija. Rita tiene ocho armarios en su vestidor, abarrotados de ropa; hay muchos dobladillos sueltos, ojales corridos y botones que coser. Pero al paso que va, en dos o tres días más tendré que encontrarle otra tarea.
-El padre sigue llamándome pa preguntarme por ella cuando paso cerca de la barbería...
-Tienes que ir a hablar con él, Mani -dijo Miguel con mirada suplicante.
-¿Pa qué?
-Pa llevarle estas cartas -respondió Miguel, colocándole dos sobres en las manos.
Se negó. Miguel argumentó con los ojos llenos de lágrimas y llamó a Angustias para convencerle entre los dos con zalamerías. Viendo que no cedía, Elena entonó durante horas una retahila de las desgracias que podían sobrevenir si no aceptaba el encargo.
Esa tarde, después de almorzar, dudó media hora mientras espiaba a los cuatro uniformados sentados a la puerta de la barbería. Sentía miedo. Cuando por fin decidió entrar, lo miraron sólo un instante antes de saltar sobre él. Entró en la barbería en volandas, tratando de confirmar, de reojo, que varios vecinos habían presenciado la escena; esperaba que corrieran a avisar a Paula.
-¿Dónde está? -le preguntó Gustavo mientras continuaba inmovilizado.
-En Barcelona.
-Por lo que dice en la carta, tiene que estar aquí. Habla de la autorización del obispo de Málaga pa la boda...
-Eso es porque... una señora, amiga de mi madre, ha conseguido que el obispo haga las gestiones, y como mi hermano es de aquí... Pero están en Barcelona, lo juro.
-Mira, rojillo de mierda -amenazó uno de los jóvenes al tiempo que desdoblaba una navaja de afeitar-, como no nos digas la verdad, te voy a convertir en una señorita.
-¡Oigan ustedes! -gritó Paula, irrumpiendo como un ciclón-, ¿son tan valientes como para asustir a un pobre niño cinco tiparracos más grandes que el Gurugú?
Gustavo y los cuatro muchachos se miraron entre sí. El Granaíno asintió con la cabeza y soltaron a Mani, que permaneció en el mismo sitio, en medio de los cinco.
-Mamá -dijo, intentando dar un tono altivo a su voz-, no pasa ná. Espera un poco, que el señor Gustavo tiene que darme una contestación.
-Ven dentro de dos horas -dijo el barbero.
Al atardecer, Mani corrió con la respuesta a La Caleta, para lo que tuvo que esquivar muchas veces la persecución de los camaradas de Serafín. La lectura de la carta del barbero ocasionó el desmayo de Angustias y la alarma de Elena, que llamó a las criadas para llevar a Angustias, sin conocimiento, a la planta de arriba. Miguel permaneció mucho rato sentado en el primer peldaño de la escalera, convulsionado por el llanto. Mani abandonó la casa acongojado por el empeoramiento de la situación.
-No la encontramos -dijo Carmela con desolación-. Mis niños y yo pasamos ayer toa la tarde y esta mañana dando tumbos por las huertas y los cañaverales. Mani, por Dios, encuéntrame a la Inma.
Mani abandonó la playa con una punzada insoportable en el pecho, recriminándose su inconsciencia y su descuido al no haber previsto que algo muy grave ocurriría tras recibir el barbero noticia de los preparativos de la boda. Si bien era muy cuidadoso mientras iba a La Caleta, no lo era tanto cuando iba a la playa. Los camaradas de Serafín habrían descubierto el refugio siguiéndolo cualquier tarde. Habían secuestrado a Inma y ahora, tras la horrenda mutilación de Serafín, ya no se contentarían con violarla. Debía actuar con prontitud.Volvió apresuradamente al barrio, para llegar antes de que Serafín saliera con su guardia pretoriana y su recién adquirida cojera. En el barrio comenzaban a apodarle "el único, porque sólo tiene uno". El Granaíno no había cerrado el negocio. Subió a su casa en busca de una boina vieja de Antonio con la que cubrirse la cabeza cuando la noche cerrase, para ocultar el brillo del pelo amarillo. Al anochecer, se apostó en un portal para espiar la puerta de la barbería. Esperó más de hora y media.
-Arriba España -oyó que Serafín saludaba al despedirse de su padre.
Se puso la boina y fue tras él. Pese a la cojera causada por el ataque del Templao, caminaba muy erguido entre sus acompañantes, forzando los hombros hacia afuera y arriba. Los cinco pares de botas resonaban en el empedrado de un modo siniestro, un ruido que hacía que los vecinos volviesen la cabeza hacia otro lado cuando no conseguían apartarse a tiempo. El grupo recorrió varias calles céntricas antes de llegar a una muy estrecha que bordeaba una iglesia por dos de sus lados. Golpearon una puerta con una contraseña y abrieron en seguida; antes de entrar, los cinco alzaron la mano derecha con la palma extendida. Mani miró arriba y abajo de la calleja, un estrecho pasadizo junto a la oculta muralla de la Málaga musulmana. De un lado, la iglesia de San Julián; del otro, muchos lupanares a través de cuyos balcones se escuchaban sin recato los gemidos del placer. Serafín y los suyos debían de estar conspirando, puesto que se reunían en un local alejado de sus sedes reconocidas. Descubierto el insólito escondite, no conseguía imaginar qué hacer para comprobar si retenían a Inma en ese sitio. Las casas contiguas tenían ventajas enrejadas y balcones que no serían díficiles de escalar, pero ¿iba a entrar solo? Tenía que calcular los riesgos. Necesitaba espiar la casa, pero no a esa hora, porque a pocos metros había tres prostíbulos con las puertas llenas de rameras lanzando dardos a los ojos de los hombres.
Dedicó tres noches a rondar la casa hasta el amanecer, tres días que no fue a la playa para no atormentarse con el llanto de la madre de Inma ni las apocalípticas predicciones del Chafarino. Las prostitutas no se recogían hasta la madrugada, pues cuando una entraba con un cliente otra salía a la puerta, en relevos que iban siendo más frecuentes conforme avanzaban las horas. De todas maneras, Serafín y sus camaradas finalizaban la reunión antes de medianoche y abandonaban el edificio; salían en grupos de cuatro y se iban en distintas direcciones. Nunca un grupo recorría el mismo itinerario que otro.
-Manuel, estás muy distraido -dijo sor Rosario, la monja guapa a cuyas clases asistía ahora con cierta frecuencia por imposición de Paula.
-¿Qué?
-Te he preguntado el río que pasa por Zaragoza.
-El Segura.
El aula en pleno rompió a reír en una rechifla que incluyó a la monja también, lo que hizo que Mani apartase el pupitre con rabia y escapara. Paula se echaba el mantón por los hombros en el momento que llegó a la casa. No le reprendió por abandonar la escuela a media mañana. En su lugar, dijo:
-Gracias a Dios que se te ha ocurrido venir en este momento, Mani, porque me vendrá bien que me acompañes. Echa a correr, nos espera el coche de doña Elena.
No pudo Mani conseguir que su madre le explicara durante la carrera lo que estaba ocurriendo. Paula tenía una máscara de hielo sobre su expresión y cuando tomó asiento en el coche, se cubrió los ojos con las manos.
-¿Qué pasa, mamá? -preguntó Mani de nuevo.
-Han llevado a la Angustias al hospital. Ese Gustavo es un... miserable. Si leyeras las porquerías que le escribió a su hija. No lo puedo comprender. Jura que quiere verla muerta antes que rebelde a sus ñoñerías apolilladas. Pero ese niño que viene es también mi nieto. Como el barbero... vamos, es que no me podré contener.
Miguel estaba arodillado junto a la cama, con la cabeza echada sobre los muslos de Angustias. Se dejó abrazar por su madre, por detrás, como si no llevase ocho meses sin verla, con signos de no ser capaz de soportar más dolor. Elena se encontraba a unos diez pasos de la cama, hablando con una monja. Rafael, el mayordomo/chófer, ayudó a Miguel a incorporarse y, ahora sí, pareció tomar consciencia de que su madre estaba presente. Le sonrió y de nuevo se echó a llorar. Mani sentía una incomodidad que no conseguía explicarse, porque sus entrañas le exigían buscar a Inma.
-¿Qué se sabe? -preguntó Paula a Elena.
-Todavía, nada. No te preocupes, que dentro de un rato va a venir don José Gálvez y él nos dirá exactamente cuál es la situación. Lo que diga don José es definitivo.
Transcurrieron las horas sin que el famoso doctor acudiera y en su lugar se acercaban diferentes monjas a mitigar la impaciencia de Elena. Frustrado por no ser capaz de hacer o decir algo que contuviese el llanto de Miguel y un poco fastidiado por ello, Mani abandonó el hospital con la determinación de ir a comer a la casa del Chafarino. A mitad de la carrera, cayó en la cuenta de que Carmela iba a someterle a un interrogatorio sobre el paradero de Inma tan envuelto en llanto como el dolor de Miguel, por lo que dio media vuelta para dirigirse al corralón de Las Dos Puertas. Empujó la puerta, dispuesto a comer el primer trozo de pan que encontrara, pero inmediatamente después de él llegó Concha la Chata.
-¿Qué ha pasao, Mani?
Éste se tomó unos instantes para inventar una respuesta, dado que tampoco a ella le podía desvelar el paradero de Miguel.
-Ná, el Antonio, que se ha dao un porrazo.
-¡Qué raro! Lo he visto pasar pacá arriba no hará ni dos minutos...
La puerta cerrada de la habitación donde Antonio vivía con Ana le había despistado. Sabía lo que el cerrojo significaba y por ello no disponía de la disculpa de ir a casa de su hermano para escapar del acoso de la Chata.
-¡Ah!, ¿sí? -Mani titubeó-. Es que nosotros enseguía nos curamos de tó.
-Tú no me la pegas, Mani. ¿Qué pasa, es que ya no confías en mí?
Mientras lo preguntaba, entornó la puerta y, a continuación, acarició la bragueta del muchacho. Mani, que llevaba unos dos meses sin acudir al cuarto de la Chata y dos o tres días sin masturbarse, comprendió que esa mano podía aflojar todas sus defensas, por lo que se apartó para disculparse:
-Perdona, Concha. Tengo más hambre...
-Po ven a comer conmigo, que he preparao unas alcachofas rellenas...
-No puedo, Concha, de verdad. Voy a comerme un bocaíllo por la calle, porque tengo que ir a un mandao...
-¿Qué sabes de la familia del Templao?
-Mu poco. Dicen que se han refugiao por Alhaurín, en cá de un pariente.
-Po no es eso lo que se rumorea.
-¿No? ¿Qué dicen los chismes?
-Que tú los tienes escondíos.
-¿Yo? ¡Vamos, anda! Ni que yo fuera el marqués de Larios.
No podía continuar la conversación sin traicionarse. Cogió un pedazo de pan, lo cortó por el medio para llenarlo de chicharrones y al intentar meter el cuchillo en la caja de hojalata donde su madre guardaba los cubiertos, se confundió, porque había varias una sobre otra, y cogió una mucho menos pesada. A pesar de ello, abstraído en la necesidad urgente de escapar de la Chata, la abrio y permaneció unos segundos contemplando el contenido, atónito. Por suerte, la tapa ocultaba el interior a los ojos de Concha. Echó dentro el cuchillo para fingir que no se había confundido, cerró la caja precipitadamente, empujó a la Chata hacia la galería y se disculpó:
-Me ha salío un trabajillo en la calle Compañía y voy a llegar tarde. Adios.
Echó a correr no sólo por eludir el riesgo de entrar en revelaciones con Concha, sino porque tenía que asimilar la novedad incomprensible de que Paula dispusiera de tanto dinero, guardado descuidadamente en un envase de hojalata. Los acontecimientos se precipitaban tan continua y reiteradamente, que había olvidado que debía indagar lo que hubiera entre Elena y Paula. En cierta medida, el dinero, más de dos mil pesetas, podía ser una respuesta, pero no aclaratoria del todo. El consejo del Chafarino era lo único inteligente que nadie le había dicho durante el año en que había cumplido los doce y era precisamente eso lo que más había descuidado. Absorto en los líos interminables, debía de parecer que se estuviera volviendo insensible al conocimiento, un bruto como la mayoría de los vecinos, y ello, seguramente, tenía que causar el desagrado del anciano ciego.
La noticia del aborto de Angustias originó secuelas entre todos los miembros de la familia. Ana se encerró en un extraño mutismo impenetrable tras decirle a Antonio con tono de reproche un enigmático "¡ya lo ves!". Ricardo pasó tres días con sus noches de penitencia, en la capilla del convento. Paco comentó que, en cierta medida, podía representar un alivio, porque ahora la boda no era tan urgente, y por primera vez en su vida debió soportar que Paula no le dirigiera la palabra durante una semana. Antonio pasó tres días literalmente borracho. Mani redobló la vigilancia de Serafín y las batidas febriles por toda la ciudad en busca de una pista que le codujese a Inma, porque habían previsto que el niño constituyera una especie de pacto de alianza entre las dos familias y ahora, tras su muerte antes de nacer, temió que el enfrentamiento pudiera desbocarse aún más y que Inma no tuviera ya salvación.
La madrugada que llegaron los tres policías de Asalto a la vivienda del corralón, comprendió que su pálpito era acertado. Fingió dormir mientras realizaban un registro superficial de las dos habitaciones y tenía lugar el interrogatorio:
-¿Mi hijo Miguel? -respondió Paula, con un convincente encogimiento de hombros-. Creo que por Barcelona.
-¿Cree usted, solamente? ¿No le preocupa lo que haga?
-¿A usted qué le parece? A mí me preocupan mis cinco hijos, tos por igual. Pero tienen libertad para hacer lo que crean conveniente y el Migue ya es mayorcito.
-¿Sabe usted si anda con Angustias?
-¿Angustias... qué Angustias?
-La hija del barbero de la esquina. Él dice que usted conoce el paradero de los dos y les ampara.
-¡Yo! Ni que yo fuera omnipotente, como Dios, cuando no tengo amparo ni pa los hijos que me quedan en casa, que namás que son dos. Amparo, yo, pa uno que está por Barcelona y que quién sabe qué hará, y pa esa Angustias que ustedes dicen... ¿Qué va a tener mi hijo ná que ver con esa muchacha?
-El señor Gustavo asegura que usted no sólo los ampara, sino que les está organizando la boda.
-¡La boda! -Paula rió con una sarcástica carcajada fingida-. El señor Gustavo, como usted dice, es una mijilla lunático. Si esa muchacha se ha escapao de su casa, tendrán la culpa sus padres, porque hay que ver cómo la trataban, como si fueran moros de la morería, que no la dejaban ni respirar. Pero si ustedes pretenden encontrarla con mi hijo, se equivocan de medio a medio. Vamos, anda. No nos faltaba más que meternos en casorios en estos tiempos, cuando no hay ni pa comer decentemente.
-Cuando... hummm, Miguel Rodríguez Robles del Altozano se comunique con usted, haga el favor de decirle que debe presentarse en comisaría, aquí o en Barcelona.
-¿En comisaría, como un tomaó?
-Cuestión de trámite señora, no tiene nada que temer.
En cuanto se marcharon los guardias, Paula obligó a Mani a vestirse.
-Corre a La Caleta y cuéntaselo a tu hermano.
Eran las diez de la mañana cuando llegó ante la larga reja rematada de saetas de bronce reluciente, tras la que aún reventaban arriates enteros de dalias y crisantemos, componiendo dibujos multicolores bajo las palmeras, los jacarandás y yucas, los ficus y magnolios y las dos araucarias. Había un coche reluciente parado ante la puerta de cristales emplomados, un vehículo que no era el de Elena y que significaba que tenía visita, probablemente de alguien poderoso, por lo que decidió aguardar.
Cuarenta minutos más tarde, se abrió la puerta y, precedida por un chófer uniformado, salió una figura oronda, que Mani contempló con asombro. Se trataba del obispo, que había visto muchas veces retratado en el periódico, alguien que para los esquemas del barrio resultaba tan distante y poderoso como los antiguos reyes.
-Vaya, Mani, has llegado justo a tiempo -le dijo Elena sonriente, casi radiante.
-¿Pa qué?
-Iba a mandar a Rafael, pero aprovecharemos que has llegado tú, porque él tiene otras muchísimas cosas que hacer. Ve a tu casa deprisa y dile a tu madre que la boda es esta tarde, a las seis y media. Será aquí cerca, en la iglesia de Pedregalejo, pero explícale que es conveniente que venga aquí, a la casa, al menos una hora antes.
Mani permanecía alelado, de pie en medio del gabinete.
-¿La boda?
-Sí, hombre. La boda de Miguel y Angustias.
-No pueden casarse. Tiene que dar su consentimiento el barbero.
-Sí pueden. El señor obispo ha dado su permiso y es definitivo. Se trata de un caso flagrante de peligro de muerte, como se demuestra por lo que le hicieron a Miguel. Ya te lo explicaré luego, que ahora debes correr a decírselo a tu madre. Encárgale que no lo comente ni siquiera con tus hermanos hasta que la boda se celebre, porque no podemos arriesgarnos a que a alguno se le ocurra interferir o hablar de más antes de las seis y media, y por eso he esperado hasta el último momento para avisaros. Con los hechos consumados, las cosas se resolverán pronto, sin más remedio, ya verás.
Cuando cruzaba el salón para la salida, se topó de frente con la pareja. Los dos lo abrazaron y Mani aceptó las caricias rígido y de mala gana, estremecido por el presentimiento de que se acercaba lo peor, la traca final.
Paula rechazó la invitación:
-¿Que vaya una hora antes... a su casa? Ni muerta. Allí no entro ni... pa mi entierro. Esa, lo que quiere es emperifollarme con cosas suyas de prestadillo, sombreros y joyas y cosas por el estilo, pa disimular nuestra condición delante de quién sabe quién, pero nosotros tenemos nuestra dignidad, ¿verdad, Mani?
-No sé, mamá. No acabo de comprender.
-Ve pallá enseguía que comas y le dices que yo iré derechita a la iglesia.
Rafael le abrió la puerta de cristales multicolores, muy sonriente, como si alguien o algo lo hubiera dulcificado de repente.
-Entra y siéntate por ahí. Hay un trajín en la casa... ¡No veas!
Rita, la hija de Elena, bajaba en ese momento los tres o cuatro peldaños superiores de la escalera, donde se detuvo, vestida como sólo había visto Mani en las películas norteamericanas y entre las turistas aristocráticas del hotel Miramar.
-Está usted guapísima, doña Rita -dijo Rafael.
-¿De veras?
-Si la viera el rey de Inglaterra, querría convertirla en su reina.
-¡Qué cosas dices!
-Si es que usted es la envidia de toa La Caleta y El Limonar...
-Ven, sube a ver cómo prendemos el sombrero.
-Doña Elena quería que la ayudara con la peineta y la mantilla.
-Mi madre tiene más habilidad que nadie pa esas cosas. Sube.
Mani, de quien ambos se desentendieron mientras entraban en el dormitorio de Rita, creyó oportuno dirigirse al gabinete de Elena, pero ella no estaba allí.
Aguardó un rato a solas, hasta que llegó Miguel, vestido como aparecía el príncipe de Asturias don Alfonso de Borbón, en las fotos antiguas que Mani había visto de la inauguración del Real Club de Campo de Málaga. Se echó a reír.
-Déjate de cachondeíto, Mani -protestó Miguel.
-¿Dónde está la Agustias?
-Me han echao del cuarto. La están vistiendo las criadas bajo la supervisión de doña Elena, y dicen que yo no puedo verla hasta que llegue a la iglesia. Ten, doña Elena me ha dao esto pa que te lo pongas tú. Es de su nieto.
Alzó una percha que portaba, de la que colgaba un traje oscuro, como los que usaban en las fiestas del Círculo Mercantil; también, una camisa y una corbata, y zapatos de charol que Miguel sujetaba con la otra mano.
-¡Tú has perdío el sentío! -dijo Mani-. A mamá no le va a gustar ni una mijilla que te hayan disfrazao de esa manera, así que yo ya estoy vestío de sobra.
-Mani, por favor.
-Pero... ¿te acuerdas de quién eres, Migue?
-Ahora ya no estoy tan seguro, Mani. No sé explicarte, pero... doña Elena me trata como si fuera su nieto y yo creo que ésa es la realidad, que es como si fuera nuestra familia.
Mani lo zarandeó, furioso.
-Joder, Migue, despierta.
-¿Tú no te has preguntao nunca por qué tenemos el apellido que tenemos, Mani?
-A cá rato.
-Po aquí pasa algo... que creo que es bueno pa nosotros, Mani. A Rafael se le escapa a veces alguna palabra que luego desmiente enseguía, como si lo hubieran aleccionao... y hay momentos que doña Elena me pellizca la cara y se le saltan las lágrimas. No sé lo que es, pero ná de esto es porque sí. ¿Comprendes?
-Tengo un lío que no me aclaro ni con lejía, Migue. El otro día, vi que mamá tiene en una caja de lata más de dos mil pesetas, imagina... Ni el Paco ni el Antonio lo saben, porque no les he dicho ná, pero no paran de asombrarse por los gastos que hace mamá y por lo bien que comemos. Ella dice que tiene mucha costura, pero debe ser un rollo porque dice la Concha que casi nunca vienen clientas a la casa. Yo creo que el dinero y tó lo que pasa, son líos de doña Elena. Me parece que hay algo mu, pero que mu feo, Migue, porque mamá no quiere pisar esta casa ni amarrá.
Sin decir nada, tras depositar la ropa en un sillón, Miguel le pasó el brazo por los hombros y le besó en la sien.
-El día menos pensao, te tendremos de cabeza de familia -dijo.
Mani enrojeció pero no tuvo tiempo de meditar la frase de su hermano, porque en ese momento entró Elena en el gabinete, con expresión malhumorada bajo las blondas y vuelos de la hermosa mantilla de encaje que la cubría. Mani se quedó boquiabierto por su aspecto; embutida en un vestido de seda de color verde oscuro, parecía diez años más joven que la calurosa mañana que la conoció.
-Fijaos si las dos puntas de la mantilla están exactamente a la misma altura -les pidió, volviéndose de espaldas a ellos- He tenido que arreglármela yo sola, únicamente con la ayuda de dos criadas.
-Están perfectas... señora -dijo Miguel.
-Tienes que llamarme "Elena". ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
-Sí... señora.
Elena sonrió meneando reprobadoramente la cabeza. Apoyó el codo en una cómoda y paseó la mirada desde Mani hasta el traje echado en el sofá. Empujó al muchacho en esa dirección y tomó la chaqueta.
-Ven, Mani; a ver si es tu talla exacta, pa mandar arriba a buscar otro si éste no te sienta bien.
-Doña Elana, yo no puedo...
-Sí que puedes. ¿No me has dicho muchas veces que Miguel es el hermano que mejor te trató siempre? ¿Vas a hacerle el feo de ir a su boda vestido de cualquier manera, siendo como vas a ser su padrino?
Después de tragar saliva a causa del nuevo asombro, permitió como un autómata que lo desnudasen entre la anciana y su hermano, para vestirlo de aquella guisa a continuación. Mani se contempló en el reflejo del cristal de la ventana, embutido en la chaqueta con grandes hombreras, que se le ajustaba como si hubiera sido confeccionada para él y le hacía parecer cuadrado y casi adulto. La sorpresa por lo que se le encomendaba era tan grande, que apenas se maravilló de su cambio.
-¡Estás perfecto, como un príncipe de cuento! Cuando te vea mi hija, se convencerá de... Bueno, vas a ver que todos te elogian.
-¿Cree usted que le parecerá bien que lleve el traje de su nieto? ¿No le regañará?
-Mi nieto es bastante mayor y este traje ya se le ha quedao chico, no te preocupes. Pero tienes razón, Rita podría regañarme; esta familia mía, cada día me hace menos caso. Mi hija ha acaparado al mayordomo todo el día y no ha dejado que venga ni a ponerme la mantilla. Todos en esta casa me tratan como si yo fuera un mueble.
Mani halló asombrosa la afirmación.
-Yo creo que sí le hacen caso -contradijo, señalando a su hermano-. El Migue y la Agustias están aquí porque lo manda usted.
-¡Naturalmente! ¿Cómo iban a decir que no? La casa es mía, los barcos son míos y el dinero es todo mío, aunque se comporten como si yo me hubiera muerto ya... y van a tener que esperar sentaos. Cuando hablo, a veces es como si oyeran llover. Anoche, mientras cenábamos, le dije a mi nieto Alonso que no discutiera con su hermanita Elena, que es cinco años menor... tiene tu edad. Pues bien, ¿te acuerdas, Miguel, de lo que hizo mi yerno? Fíjate, Mani, me dijo que yo no tenía que interferir en la educación de sus hijos, que él sabe llevar las riendas... ¡Que yo no puedo meterme en la educación de mis nietos, habráse visto...! Se pasan el día recriminándome: que si soy una excéntrica, que les pongo en evidencia, que qué dirá la gente... ¡Ponerlos en evidencia yo, que he entrado centenares de veces en el palacio real como si fuera mi casa! Lo de Miguel, me lo echan en cara a todas horas cuando ni él ni Angustias están presentes. Pero ya viste, Miguel, que anoche tuvieron que apechugar con que tú y ella comiérais en nuestra mesa por ser la víspera de la boda. En última instancia, quien manda soy yo, pero cada día resulta más complicao...
Cuando llegaron a la iglesia Mani y Elena, ya estaban casi todos: Rita, sus dos hijos y su marido, la mayoría de la servidumbre y Miguel. Rafael regresó a la mansión con el hispano-suiza de Elena en busca de Angustias. A las seis y cuarto, embutida en un elegante traje color vino tinto que nunca había visto Mani, llegó Paula, que miró a sus dos hijos de un modo que nadie fue capaz de interpretar; no había disgusto ni alborozo en sus ojos, tampoco reprobación ni asentimiento; parecía comprobar tan sólo que las cosas estuviesen en regla. Rita y ella se examinaron de una manera que a Mani le pareció un cálculo respectivo de fuerzas, hostil pero envuelto en sonrisas corteses, como si hubieran acordado aplazar algo. El marido de Rita contempló a Paula largo rato sin soltar su mano, como si tuviera la necesidad de descubrir en sus rasgos un detalle previsto. Elena la tomó del brazo, obligándole a dirigirse hacia la sacristía, y unos cinco minutos más tarde reapareció Paula tocada con mantilla y peineta y dos broches refulgientes, uno en los fruncidos de encaje de la nuca y otro, en el pecho. Por el rictus de sus labios, parecía que la llevasen al matadero.
Muy pocos minutos más tarde, Rafael tocó a Mani en el hombro.
-Ven, que ya ha llegao la novia.
Recordó que el papel que le habían asignado le obligaba a recorrer el pasillo dando el brazo a Angustias, idea que le pareció aterradora. Cruzó la puerta hacia el exterior preguntándose cómo iba a poder hacerlo, pero se detuvo de pronto y olvidó la pregunta al contemplar a la que iba a convertirse en su cuñada. Angustias había adelgazado mucho tras el aborto, pero los encajes, rasos y flores de su tocado y el trabajo cosmético que las criadas de Elena habían realizado en su cara compensaban generosamente la delgadez; siempre había sido hermosa, la más bella muchacha que conocía descontando a Inma, pero ahora no sólo era hermosa, se trataba de una especie de ángel deslumbrante que hubiera sido dibujado por un demonio tentador. Su belleza tenía visos alucinantes de sobrenaturalidad, que rebasaba con exageración la magia y la intangibilidad de las actrices que tantos de sus sueños protagonizaban. Imperio Argentina le parecía de repente vulgar y rechoncha y Catharine Hepburn y Greta Garbo, dos desgarbadas zancudas comparadas con la gracia suave y envolvente del ave del paraíso que no podía dejar de mirar de reojo mientras emprendían la marcha iglesia adentro, ella aferrada a su brazo como si estuviera a punto de desmayarse. Conforme avanzaban por el pasillo entre los bancos y reclinatorios casi vacíos, Mani determinó que la sonrisa jubilosa y agradecida de Miguel le compensaba por el maltrago que estaba pasando en el centro de las miradas que, aunque se dirigían a Angustias, también le enfocaban a él. Paula, que parecía sujetar a Miguel en el altar, como si también él pudiera desmayarse, les observaba avanzar con una expresión que Mani trató de descifrar sin conseguirlo; el llanto le hubiera parecido lógico; la satisfacción, consecuente; el orgullo, normal, porque, ciertamente, Miguel, dentro de su traje oscuro, era tan hermoso como la que iba a ser su mujer; pero lo que Mani percibía en las pupilas de su madre carecía de tales ingredientes; se trataba de algo que le hacía pensar en un acta oficial, un certificado o la sentencia de un tribunal, como si esa tarde culminara una de las etapas esenciales de su vida.
Luego, durante el convite en un pequeño y modesto merendero de playa cercano, cerrado para ellos y donde eran los únicos comensales, ese aura indescifrable continuaba en la tez de Paula.
-¿No te parece imposible que haya una pareja más guapa en el mundo? -preguntó Elena a su hija.
Aunque se trataba de una evidencia indiscutible, Rita asintió de un modo que a Mani le pareció forzado y a regañadientes. Su actitud había sido la misma desde que la viera esa tarde a medio bajar la escalera de mármol blanco: como si engulliera una purga que le forzaban a tomar. Con aire de concentración, y como si pretendiera eludir las observaciones de su madre, se puso a descerrajar una cigala con cuchillo y tenedor, asombrosa operación que Mani no había visto realizar en su vida.
Al principio, varios brindis fueron dirigidos por Elena, pero poco a poco, Alonso Betancur, el marido de Rita, fue tomando formalmente las riendas. No paraba de mirar de reojo a su suegra, como si temiera que ésta pudiera pararle en seco en el momento más inesperado, pero fue él quien aprobó todas las botellas de vino que se descorcharon, quien autorizó que se sirviera la sopa de rape, quien asintió cuando el jefe del merendero preguntó si podía comenzar a servir la carne en salsa con patatas y quien señaló el orden de prelaciones en el servicio de platos, tras los novios.
A medio banquete, llegó de nuevo Rafael, precediendo a Paco, Antonio y Ana, los tres con trazas evidentes de no haber digerido todavía ni la novedad ni las circunstancias, aunque el recorrido en coche debía de haberles tomado cerca de media hora y millares de especulaciones. El chófer se acercó a Elena para susurrarle:
-El otro ha dicho que tiene que cumplir con sus deberes en el convento.
En ese instante, Mani sorprendió un cruce de miradas entre Elena y Paula. En la expresión de la anciana vio un leve alzamiento del mentón, un gesto que significaba "para que veas", y en la de su madre, la más profunda gratitud de la que jamás la hubiera creído capaz. Ni Paco ni Antonio hablaron apenas; lanzaban miradas esquinadas a Elena y de franca antipatía al yerno, pero Ana parecía sentirse completamente a gusto, pues no sólo habló como un torrente con Angustias, sino que también les dio conversación a todas las mujeres de la mesa, señoras y servidoras. Al pedir Alonso Betancur la entrada de la pequeña tarta, fue Ana quien dispuso que Mani, Antonio y Paco se situasen rodeando a Miguel, para la fotografía.
Después de la ceremonia más formal que habían podido improvisar, con azahares aunque fuesen artificiales, tul blanco, satén, marcha nupcial al órgano y señoras tocadas con mantilla, tenía lugar un banquete convencional y el fotógrafo estaba preparando su cámara para la foto familiar, con todos los comensales posando para una posteridad de tópico. De las exigencias de Paula, sólo había faltado que la familia de Angustias estuviese presente.
Velaba tantas horas persiguiendo a Serafín en busca de una pista del paradero de Inma, que luego dormitaba toda la mañana en la escuela, a donde Paula le exigía que fuese con firmeza que aumentaba día a día. Sospechaba que Paula pretendía forzarle a abandonar una búsqueda que ella consideraba ya inútil, haciéndole sentir tanto sueño que tuviera que acostarse, como decía ella, "a la hora que se acuestan los muchachos que tienen porvenir", pero él estaba convencido de que no era inútil, que el esfuerzo de buscar a Inma sería recompensado. Sor Rosario, la guapa y joven monja, lo pillaba constantemente desprevenido cuando no sencillamente dormido con la cabeza echada sobre los brazos cruzados encima del pupitre. Siempre respondía su pregunta con un repullo y con lo primero que le venía a la mente, lo que ocasionaba a diario carcajadas y burlas de sus condiscípulos, que le parecían todos meones apenas destetados. Él tenía cosa más urgentes e importantes que hacer que perder el tiempo entre chicos que probablemente se orinaban en la cama y las clases le aburrían sobremanera; unos asuntos, porque los conocía muy bien gracias a los periódicos y otros, como la capital de Bulgaria, porque le importaban un pimiento.
Habían dejado de incomodarle las rechiflas, porque se sentía mayor y muy lejos de la alegría inconsciente y la ignorancia egocéntrica de sus compañeros.
Antes de subir a comer, y parado todavía en el empedrado de calle Curadero, dedicó unos minutos a maquinar cualquier pretexto que pudiera convencer a Paula de no obligarle esa tarde a ir a la escuela. Había urdido un plan: se presentaría en la sede principal de los fascistas y les diría que quería ingresar en su partido, o lo que quiera que fuese esa organización a la que ellos daban nombres bélicos romanos. Simulando durante un mes o dos ser de su cuerda, esperaba poder averiguar qué había pasado con Inma, porque necesitaba verla y porque tanto él como Carmela empezaban a ser incapaces de engañar más al Templao escribiendo mentiras sobre su mejoría, aunque el Chafarino les ayudaba a inventar argucias para vadear la cuestión sin entrar en detalles. Tenía la esperanza de que Inma retornara de su enajenación y volviera a ser el ángel que había amado con todas sus fuerzas.
-Ven, Mani.
Paco llegaba corriendo desde la calle Huerto de Monjas y al verlo, saltó a su lado, aferró su brazo y le empujó a saltos escaleras arriba.
-¡Han disuelto las Cortes! -gritó Paco, alborozado, al irrumpir en la habitación, donde ya estaban sentados a la mesa Antonio y Ana, mientras Paula acercaba platos hacia el anafe, donde hervía una cacerola llena de grandes tajadas de carne de cordero guisada-. En tres meses, habrá gobierno popular.
-Bastaría con que hubiera un gobierno capaz de imponer orden-dijo Paula.
-Los gobiernos son todos malos -sentenció Antonio con indiferencia.
-No digas sandeces, Antonio -protestó Paco-. ¿Cómo va a ser igual el gobierno del pueblo que el de los banqueros y la Iglesia?
-El pueblo gobernará de verdad, como tiene que hacerlo, o sea, por sí mismo... cuando hayamos acabao con tos esos fantoches almidonaos.
-Déjate de barbaridades, Antonio -exigió Paco-. Ningún pueblo puede vivir a su aire, sin leyes ni reglamentos. Mucho menos el nuestro, que se ha visto condenado a la incultura desde que nos conquistó Castilla. Antes de conseguir esa Arcadia utópica con la que sueñas, habría que pensar en extender la cultura, que nadie deje de tener acceso a la enseñanza ni a la universidad. Vista la novedad de hoy, lo que tenemos que hacer los obreros es unirnos sin fisuras y organizarnos, ir todos a una, pa que no vuelvan a secuestrar la voluntad popular como la otra vez. Tenemos la responsabilidad histórica de evitar que haya enfrentamiento entre las izquierdas y preparar las elecciones con toa la astucia del mundo y con método.
-Lo que tenéis que procurar -intervino Paula- es no meteros en líos.
-Quédate tranquila, mamá.
-¡La de curas que nos vamos a cargar! -exclamó Antonio con expresión orgásmica.
-¡Antonio! -Paula le dio un golpe en la cabeza con la espumadera-. ¿Te has olvidao de tu hermano Ricardo?
-¡Ese tontopolla! Lo mejor será que vuelva con nosotros, pa que nadie vaya a darle un disgusto.
-Díselo tú -ordenó Paula.
-¿Yo? No piso el convento ni arrastrao.
-No tienes compostura, Antonio -dijo Paula con desaliento-. ¿Qué error habré cometido yo al criarte?
-No se preocupe, Paula -rogó Ana-. Irá a hablar con Ricardo. Ya lo convenceré cuando yo esté a solas con él en mi casa.
-Mamá -dijo Paco-, no has cometido errores con ninguno de nosotros. Has sido siempre una madre maravillosa, aunque seas un poquillo mentirosa, pero nosotros tenemos nuestras obligaciones, incluso el niño, porque ya es un hombre.
-¿Que soy mentirosa? ¿Qué quieres decir?
Paco alzó el tenedor con una tajada de carne. El guiso desprendía aromas muy suculentos.
-Esto, mamá -respondió Paco-. ¿A qué se debe nuestra prosperidad, si las vecinas me dicen que aquí no viene casi nadie a probarse ropa?
-¿Has mandao espiarme? -la expresión de Paula era de sumo desagrado.
-No, mamá. En este corralón, la gente tiene la lengua mu larga, lo sabes de sobra. Y aunque nadie hablara, ¿no te das cuenta de que tenemos ojos y entendimiento? ¿De dónde sale tó esto, mamá?
-De la costura -afirmó Paula, contundente, y salió a la galería como si recoger la ropa tendida fuese una tarea inaplazable.
En la mesa, permanecieron unos minutos en silencio.
-Déjala, Paco -pidió Ana-. ¿Qué más te da de dónde saca el dinero?
-Es que no lo puedo comprender, Ana. Lo que pasa no es normal. Me preocupa que pudiera estar haciendo algo que no esté bien.
La frase de Paco le revolvió las tripas a Mani.
-Mamá no haría en su vida ná que no esté bien -afirmó, alzándose del asiento para dar mayor firmeza a la frase. Se tomó unos instantes para pergeñar un discurso coherente y añadió: -Yo voy casi tó los días a entregar los vestidos que hace y se está quemando los ojos ensartando agujas por las noches, ¿te enteras? Es ropa mu bien pagá, porque le cose a la gente más rumbosa, varias señoras de La Caleta y las que más fácilmente derrochan el parné, las putas finolis de calle Beatas y las entretenías del Compás de la Victoria... por eso, por lo de las putas, es por lo que a ella no le gusta contarlo. Lo que pasa es que tú no te enteras de ná; siempre estás que si en Cádiz, que si Almería, que si en Graná... paras menos en Málaga que un caramelo a la puerta de un colegio... ¡Cómo tienes el valor de decirle esas cosas a mamá!
Paco miraba a su hermano menor con deslumbramiento. Sonrió.
-Está bien, Mani -dijo alborotándole el pelo-. Demos el asunto por zanjado, ¿vale?
-Vale. Y no vuelvas a ponerla de mala uva, que bastante tiene.
-Tienes razón. Ahora debemos pensar en las elecciones.
Mani conservaba un recuerdo muy vago de las últimas elecciones, recuerdo en el que se confundía lo que había visto con lo que oía contar. No podía votar, evidentemente, pero se sintió involucrado en los preparativos que siguieron. Puesto que después de lo ocurrido en la última visita a la barbería no le apetecía aparecer por allí, y los fascistas seguían siempre en la puerta como si se hubieran petrificado, decidió sisar monedas de la lata donde Paula guardaba el dinero, con objeto de comprar el periódico, el mismo que él y sus hermanos habían vendido durante años y él había leído gratis desde que tenía memoria. En primera plana, un editorial con grandes titulares pedía el voto para las derechas. Aconsejaba entre gigantescos signos de admiración que votasen contra la revolución atea y un tal Salazar Alonso acusaba al gobierno de sumarse, con su dimisión extemporánea a la ola revolucionaria que arrasaba España. Esta imputación le pareció estrambótica a Mani: ¿Cómo iban a estar conchavados los ministros de cuellos duros y nombres raros con sus desharrapados vecinos? Era imposible imaginarles asaltando tiendas para dar de comer a sus hijos o escondiendo pistolas en los baúles de ropa vieja.
Pero a pesar del arrebato ante lo que Paco anunciaba como el advenimiento de todas las bienaventuranzas, no cejó en la búsqueda de Inma. Cada noche seguía a un cuarteto de fascistas diferente, a ver si descubría pistas. Una noche, siguió a Serafín y los otros tres, porque el hijo del barbero no enfiló el camino de regreso al barrio, detalle que le pareció significativo. Atravesaron todo el centro en dirección oeste. Notó que la gente volvía a mirarles con expresiones hostiles, cosa que había ido dejando de ocurrir hasta el día anterior a la disolución de las Cortes, pues antes les cedían apresuradamente el paso con signos de temor, no de respeto, pero ahora volvían los sarcasmos gestuales y la reprobación indisimulada. Recorrieron el paseo de la Alameda, cruzaron el Guadalmedina por el puente de Tetuán y entraron en el laberinto del barrio del Perchel. Mani dudó un segundo, porque Paula se enfadaba cuando se enteraba de que había estado en el Perchel de noche. Iba a perderlos de vista y su necesidad de descubrir pistas de Inma era apremiante; decidió mentir a Paula y echó a correr para alcanzarlos. Pasados los primeros metros, donde se abrían las incontables y míticas tabernas de mala nota y el cine Rialto, las calles eran húmedas y sórdidas, más aún que las del Molinillo. No existía un tramo recto, las paredes carecían de alineación, invadían la calzada o se retranqueaban sin orden ni apariencia de que uno solo de los constructores hubiera intentado cierta armonía en su obra. Imaginó que los edificios tendrían plantas trapezoidales o más irregulares aún. Serafín y sus amigos entraron en un patio empedrado con grandes losas grises muy desiguales y algo enfangadas. Mani pasó de largo ante el portal, por si ellos giraban la cabeza hacia fuera. Volvió atrás y oteó al pasar. Los cuatro se hallaban de espaldas a la puerta, en medio del patio, lo que le dio confianza para asomar la cabeza a medias por el quicio. Serafín se había agachado y hablaba con un niño pequeño, de unos cuatro años. El niño desapareció del cuadro que Mani podía alcanzar a ver: volvió al poco, de la mano de una mujer que sería su madre. Serafín sacó un billete del bolsillo y se lo entregó, y ella comenzó a hacer reverencias con gestos de alegría e incredulidad. Al retirarse para regresar a su vivienda, se volvió de frente hacia los cuatro uniformados y alzó la mano, saludándoles con la palma extendida.
La escena se repitió en otros patios. Cada vez era uno distinto de los cuatro el que entregaba el dinero y siempre la persona que lo recibía reaccionaba igual que la madre del niño. En el undécimo patio, Mani se hartó. La acción era reiterativa y no había ni sombra de una pista de Inma. Si se dedicaban a comprar votos de ese modo, allá ellos; podía ser cómico, delirante, iluso e inútilmente dispendioso, porque nadie repetiría el saludo fascista cuando los cuatro se hubieran marchado, pero esa tontería no era su problema. Su problema era encontrar a Inma.
Una de tales noches, antes de acabar de subir las escaleras del corralón de Las Dos Puertas, descubrió que el barbero y su mujer, Bernarda, se encontraban ante la puerta de su vivienda, como si se despidieran de Paula. No gritaban ni gesticulaban con aspavientos, auque no hubiera la menor cordialidad en sus ademanes, pero algo nuevo estaba ocurriendo.
A la mañana siguiente, se levantó temprano y fingió que iba a la escuela, pero en realidad se dispuso a visitar la casona de La Caleta, a investigar si estaba perdiéndose cualquier nuevo plan. Se entretuvo un rato en el Café Central, leyendo el periódico lleno de proclamas electorales, y luego tomó el tranvía. Antes de llamar a la puerta, dio una ojeada por el vecindario, hasta descubrir un jardin donde robar doce de las pocas rosas que florecían en Málaga con el cambio de año, grandes flores de color amarillento que resultaban un poco bastas pero servirían a sus fines.
Vaciló unos minutos antes de agitar el llamador, puesto que no le esperaban y temía no ser recibido con cordialidad. No tuvo tiempo de llamar, porque Rafael apareció por el extremo del jardín donde se hallaba el garaje:
-Hola, Mani -le saludó-. ¿Quieres entrar, has llamado ya?
El salón a donde le llevó, uno situado en un ala de la casa donde nunca había estado, se encontraba demasiado concurrido para un aparte con Elena, y ésta no le invitó a dirigirse al gabinete. Conversaba con su hija que, de pie, se probaba un vestido largo de fiesta. Rafael se encajó un acerico en el brazo y se arrodilló junto a Rita.
-Se ve usted como una aparición -dijo antes de ponerse a igualarle el bajo.
-¡Adulador!
-Es verdad, doña Rita. El talle, ohhhh, el vuelo, qué maravilla, el escote, como el de una diosa y en conjunto, como si tuviera usted.... ¡dieciocho años!
Mani contuvo las ganas de reír y en ese preciso momento fue cuando Elena pareció tomar consciencia de su llegada.
-Mani ,¿no tienes colegio hoy?
-No -mintió, al tiempo que le entregaba las rosas.
-No me traigas más flores, chiquillo, no se te vayan a espinar las manos -dijo la anciana, guiñándole un ojo-. Siéntate. ¿Has desayunado?
Asintió distraidamente, por lo que Elena debió de interpretar mal su gesto, ya que agitó la campanilla y encargó a la criada una taza de chocolate y pasteles. Mani vio que tendría que esperar, pero supuso que Elena habría deducido que necesitaba preguntarle algo. Rafael, a quien tanto había temido un año y medio atrás, ahora le hacía gracia con su grititos, parecidos a los de Raquel Meller, las cosas que decía, tan inconcebibles en un hombre según los cánones del barrio, y sus movimientos de gelatina. Elena pareció reanudar una discusión.
-Mira, Rita, tú dirás lo que quieras, pero a mí el vestido me parece muy, pero que muy excesivo pa los tiempos que corren.
-No pretenderás que vaya al baile de la Prensa vestida como una criada.
-¡Dices unas cosas!
-Parece usted enteramente Eugenia de Montijo. ¡Es sublime! -dijo Rafael, alzando la cabeza con expresión de arrobo.
-¿Verdad que sí, Rafael?
-¡Digo! Es que... si usted quisiera presentarse, seguro que la nombraban reina del baile, porque más que reina, es usted una emperatriz como la granadina que volvió loco a Napoleón III.
-Vamos, no exageres. ¡A mi edad!
-Está usted como una chiquilla, doña Rita. No aparenta usted ni... veinticinco años.
Mani sentía de nuevo ganas de soltar la carcajada, porque el mayordomo había envejecido a su jefa siete años en cinco minutos.
-¿Has conseguido igualar el bajo?
-Sí, pero aquí, en el talle, habría que coger una pinza.
-Tendremos que llamar de nuevo a la modista, con lo atareada que dice que está, entre las navidades y el carnaval.
-Llama a Paula -propuso Elena.
Aunque se trató de un gesto muy fugaz, Mani advirtió que Rita había fruncido los labios y revivió en su mente las expresiones de Paula y Rita cuando se saludaron durante la boda de Miguel, una escena que aún no había sido capaz de interpretar.
-Podemos arreglarlo de otro modo -propuso Rafael-. ¿Qué le parece si prendemos aquí su collar de perlas de tres vueltas? Quedaría maravilloso en el arranque de las lazadas de tul del miriñaque.
-¿Tú crees?
-Segurísimo, doña Rita. La tela es preciosa y el vestido es una delicia que... parece usted un hada. Pero le falta algo de esplendor, a tono con su categoría. Yo le pondría no sólo las perlas, sino también unos cuantos broches bajando al bies por el corpiño, desde el hombro izquierdo hasta la cadera derecha, formando una guirnalda.
-No es mala idea.
-Tendría que ser con las joyas de platino. Las de oro no le irían bien a este vestido de lamé plateado.
-Mañana haremos la prueba -concedió Rita.
Tardaron una hora más en decidir cómo hacer que fuera más fastuoso un vestido tan suntuoso que parecía sacado de un cuadro cortesano goyesco. Con alivio, Mani vio que por fin Elena le precedía hacia el gabinete.
-¿Cuál es el problema, Mani?
-Anoche, vi a los padres de Angustias hablando en la galería con mi madre.
Elena asintió muy levemente a su propio pensamiento.
-Ya -se limitó a decir.
-¿Sabe usted por qué?
-¿Yo?, ¿qué te hace creer que yo tendría que saberlo?
Mani no se atrevió a reconocer en alta voz que sospechaba que la anciana y Paula estaban conchabadas y en comunicación permanente, suponía que por medio de notas que traía y llevaba a diario Rafael, para solventar de una vez el problema. De todos modos, le bastaba con el leve asentimiento de Elena; ese gesto, representaba para él la confirmación, pero sabía que la anciana no iba a hacerle ninguna confidencia más, salvo que le asignara una misión concreta en lo que estuviese tramando.
-Ná, doña Elena... es que se lo decía pa estar al liquindoy, por si tuviera que llevar un recao, una carta o... yo qué sé.
Elena le escrutó con una media sonrisa en los labios. Miguel era físicamente idéntico a su abuelo, pero Mani reencarnaba plenamente su carácter; haber conocido tan a fondo al abuelo le permitía eludir sin dificultad la ingenua trampa del nieto.
-Pregúntale a tu madre. Por mi parte, no tengo ningún encargo que hacerte.
Mani regresó hacia el barrio enojado; no había conseguido su propósito y lograrlo con Paula sería mucho más improbable.
Podía ir a la barbería. Ello le obligaría a pasar entre los cuatro uniformados petrificados en la entrada y arriesgarse a que le dieran una paliza; por supuesto, podía asegurarse de que hubiera varias vecinas en la calle que fuesen testigos de su llegada al local. Pero no había fascistas cuando llegó, casi a mediodía; hizo votos mentales porque Paula estuviese en el mercado, de manera que nadie le fuese con el chisme de que estaba haciendo novillos antes de que él pudiera aclarar sus dudas, y pidió a Gustavo el Granaíno un corte de pelo.
-Hay cosechas que se pierden por permitir que crezca la mala yerba -murmuró el barbero cuando comenzó a cortarle los rizos, como si hablara consigo mismo.
-Y hay yerba que parece mala y luego resulta que es medicinal -dijo Mani, reformando una frase que había leído en un calendario.
-Vaya, vaya con el redicho -dijo el barbero, de nuevo como si no hablase con él.
Fingió ensimismarse en el periódico que sujetaba, aunque ya le había dado un repaso antes de ir a La Caleta. Entre la tensión que le causaba la duda de interrogar o no al barbero y el temor a que éste simulara un accidente para cortarle una oreja, le costaba fijar la vista en las columnas impresas y apenas podía entender el galimatías en que se estaban convirtiendo las acusaciones entre los diferentes bandos, ni conseguía determinar quiénes eran los buenos y los malos, quiénes decían la verdad y quiénes mentían con las réplicas y contrarréplicas llenas de superlativos, entrecomillados, insultos cortados por puntos suspensivos y términos grandilocuentes que le daban la impresión de no tener nada que ver con el resto del párrafo. El periodo electoral coincidía en el tiempo con los preparativos del carnaval y a Mani le parecían a cual más entretenido; el carnaval de las elecciones y las solemnidades carnavalescas se confundían en los reclamos como si no hubiera demasiada diferencia.
-Un día, lo descubriremos... -dijo el barbero entre dientes, en el mismo tono de no estar conversando sino consigo mismo.
Mani hizo un esfuerzo para interpretar la frase. Naturalmente, tenía que referirse al refugio de su hija. ¿Le habría contado Paula que ya era una mujer casada? ¿Habría vuelto a afirmar Gustavo que antes muerta que casada con un rojo? Siempre que iba a La Caleta, tenía la convicción de que le seguían; por ello, antes de tomar el tranvía y después, solía hacer y deshacer muchas veces el mismo recorrido, hasta convencerse de haberles dado esquinazo a los persecutores, de manera que en dos ocasiones había llegado hasta el final de la línea, en El Palo, sin darse cuenta, y se paraba a esperar la vuelta ante el colegio de los jesuitas donde, según afirmaba Paco más reverente que irónico, había estudiado José Ortega y Gasset, abrumado por el temor a que salieran también de ese colegio fascistas aliados con los amigos de Serafín en su persecución. Nunca había descubierto a Serafín tras sus pasos, pero sí a sus amigos, que solían fingir con mucha torpeza que no hacían lo que estaban haciendo, y las últimas semanas, sobre todo desde la desaparición de Inma, se desplazaba mirando más atrás que delante. La sensación de acoso era persistente aún cuando no veía a ningún fascista cerca, y la inquietud ya no se limitaba sólo a sus desplazamientos hacia La Caleta y la playa de la Isla, sino que le asaltaba siempre que iba por la calle. Dentro de pocos días, tendría que circular por caminos menos frecuentados, porque Paula lo mandaría a entregar los numerosos disfraces que le habían encargado, incluídas muchas casas de La Caleta y El Limonar, porque en los opulentos barrios de la aristocracia había enorme preocupación sobre lo que trajeran las elecciones y por ello, parecían necesitados de equiparse más lujosa y entusiásticamente que nunca para disfrutar un carnaval que muchos temían que pudiera ser el último de sus vidas.
De reojo y a través del espejo, Mani descubrió que los cuatro compinches de Serafín acababan de ocupar sus puestos ante la barbería. Hizo cuentas. Por como iba el corte de pelo, calculó que llevaba unos diez minutos sentado en el sillón y habría llegado unos dos o tres minutos antes; aproximadamente, doce minutos, que muy bien podían haber gastado los cuatro jovenes en dar un rodeo al barrio para fingir que no venían siguiéndole desde el tranvía, al menos, porque estaba seguro de que no le persiguieron en La Caleta y tampoco ninguno de ellos había viajado en el tranvía con él. Cayó en la cuenta de que la guardia ante la barbería podía no tener otro objetivo que vigilarle a él, pensamiento que lo llenó de ira e inquietud.
-Menos mal que las elecciones pondrá las cosas en su sitio, Dios lo quiera -murmuró el barbero-. El yugo y las flechas marcarán el sendero para recuperar el camino del imperio hacia Dios y todo lo que los rojos degenerados nos están quitando.
Ahora, Mani deseó fervientemente que el corte de pelo acabase. Mientras ojeaba el periódico con muy escasa concentración, columbró que quizá su madre había realizado todos los intentos posibles y que el barbero podía haberse negado a ceder ni un suspiro. Un titular del periódico le llamó la atención: "Este año, no habrá sangre en el carnaval"; con el argumento de que podía resultar muy peligrosa según demostraba la experiencia, habían decidido prohibir la batalla de flores "a causa de las heridas producidas al año pasado con piedras envueltas en flores". Tampoco habría desfile de carrozas y comparsas, pues quienes habitualmente organizaban los actos más solemnes del carnaval se hallaban muy atareados con los mítines y muchos de ellos tendrían que figurar en las mesas de los colegios electorales. Todos, hasta en la Caleta, estaban convencidos de que iban a ganar las izquierdas, pero el periódico continuaba con sus apocalípticos vaticinios y sus invocaciones de "las esencias patrias".
Abandonó la barbería convencido de que cualquiera que fuese la iniciativa que Paula hubiera puesto en marcha, se había frustrado ya, según la conducta del barbero. Por lo tanto, él tenía que imaginar otro camino.
A pesar de los anuncios promisorios de Paco, o tal vez por el barrunto de que nadie podría impedir a laz izquierdas conquistar el poder, en el corralón de Las Dos Puertas se hablaba más de carnaval que de elecciones. Los vecinos habían formado dos murgas que se encontraban ensayando en ese momento, hora del almuerzo; una, compuesta de casados y la otra, de solteros. Las letrillas eran lo más soez que Mani recordaba: aludían a las ventajas y desventajas de dormir solo ("las durezas que se aflojan no se aflojan con la mano"), llevar camisas remendadas y sufrir a las suegas ("siempre le digo que me zurza los calzones, rajaos por lo que abultan y me pesan los cojones"). Los casados ensayaban en el patio y los solteros, en la galería, por turno.
Únicamente notaba Mani desinterés por el carnaval entre los que tenían familiares presos, muy numerosos en el barrio, lo que se hizo notar por la gente que, hasta el día de las votaciones, llegaba a todas horas preguntando por Paco. "Paquillo de mi corazón, a ver si te enteras de si lo van a soltar...". A cada visita, iba confirmándose que Paco sería en pocas semanas alguien muy relevante.
Con la mayoría de las instituciones desentendidas de los actos que habían venido organizando tradicionalmente, el carnaval de 1936 pareció una fiesta retornada a sus orígines: verdadera y espontánea celebración popular o, como aseguraba Elena, "de la chusma". Abundaban los disfraces en los que lo escatológico y lo procaz se elevaban para componer espectáculos de humor, envuelto todo en un ropaje musical que no dejaba en algunos casos de tener su lírica. A Mani le gustaba más la música que la letra, le entusiasmaban el ritmo y los gestos espasmódicos con que los murguistas interpretaban las coplillas. Curiosamente, muy pocos escribieron ese año canciones políticas ante la incertidumbre de los resultados, puesto que el domingo de piñatas caía una semana después de la jornada electoral y los carnavalistas presumían de ser notarios fidedignos de la realidad en tiempo presente, a pesar de que todos ellos y toda la ciudad anticipaban que las elecciones iban a cambiar el mundo.
Paco ocupó la presidencia de la mesa electoral del barrio. Mani pasó todo el día rondando la larga fila. El guardia de Asalto le expulsó muchas veces, pero volvía a acercarse a la mesa con el pretexto de llevar a su hermano un recado o un bocadillo. Una de las primeras personas en llegar fue sor Rosario, la monja guapa de la Goleta a cuyas clases había asistido muy poco el último mes. Iba acompañada de otra monja que Mani no había visto nunca. Depositaron las papeletas y se retiraron. Mani vio marcharse a su maestra con simpatía y hasta con admiración, porque resultaba muy airosa y bella bajo las grandes alas blancas de su toca. Le asombró verla de nuevo en la fila a media mañana. Sabía que sólo se podía votar una vez, pero al verla repetir supuso que dispondría de algún privilegio. Llegado su turno, esta vez junto a una monja distinta de la primera ocasión, introdujo su segunda papeleta en la urna. Las dos se aproximaron a la mesa con la cabeza agachada: Mani notó que sus manos se movían con torpeza, como si estuvieran nerviosas, y que atinaron con mucha dificultad a introducir el papel por la ranura. A primera hora de la tarde, y ahora acompañada por la madre superiora, sor Rosario ocupaba por tercera vez una plaza en la fila. Paula le había dado a Mani un bocadillo de anchoas con queso y tomate para Paco y las vio cuando se le acercaba para entregárselo. Susurró al oído de su hermano:
-Paco, ¿las monjas pueden votar más de una vez?
-Déjate de chalaúras, Mani. Ellas votan como tó el mundo.
-Po que yo sepa, esa de ahí, la guapa, ha venío ya tres veces.
-¿Estás seguro?
-Claro que sí; es mi maestra.
-Tendría que haberme fijado, porque es un bombón.
Paco puso al corriente del caso a sus compañeros de mesa. Cuando le llegó el turno a sor Rosario, Paco se echó a reír con socarronería. Ella debió de interpretar acertadamente la risa, porque su cara se volvió rojo granate.
-Hermana -dijo Paco-; ¿cuántos votos ha traído, uno por cada persona de la Santísima Trinidad?
Sor Rosario bajó la mirada. Intervino la superiora.
-Es que tenemos en la comunidad siete hermanas enfermas que no pueden venir.
-Aún en el caso de que fuera verdad, eso no justifica que cometan fraude.
-Pero...
-Anden -atajó Paco-. Váyanse al convento, a rezar y pedir perdón a Dios por su pecado. Y no vuelvan más, no sea que tengamos que declarar nulo el resultado de esta mesa.
Mani las siguió con la mirada; su porte, que habitualmente le parecía altivo, demostraba que estaban avergonzadas como niñas cogidas en falta. Hubo rechifla en la fila pero, de pronto, las risas se congelaron en expresiones hurañas. En la misma dirección por donde se habían retirado las monjas, se acercaba el barbero. Tal vez porque ninguno de los que esperaban deseaba que interfiriera en sus chácharas, le abrieron un pasillo para cederle el paso. Hasta el que en ese instante se disponía a depositar su papeleta, apartó la mano de la urna y se hizo a un lado, de modo que Gustavo el Granaíno llegó hasta la mesa sin haber tenido que detenerse en ningún momento. Paco pronunció las rituales preguntas de identificación, pero sin mirarlo a la cara ni esperar su respuesta; le señaló la urna, se produjo la introducción de la papeleta y el barbero se retiró rodeado por el mismo silencio y el mismo desdén.
-¿Quién ha ganado en el barrio? -preguntó Mani a Paco cuando concluyó el recuento.
-¿Quién va a ganar? ¡Nosostros! Las derechas han sacao namás que veintiún votos.
Sin embargo, los gobernantes les tuvieron muchos días con el alma en vilo. Los periódicos jugaban con los números como si fueran piezas de un rompecabezas. Trescientos, ciento sesenta, doscientos siete, ciento cuarenta y siete, doscientos cuarenta y uno. El domingo de carnaval, un día completamente gris y muy desapacible, que disuadió a mucha gente de salir a carnavalear, a pesar de lo cual la masa de disfraces que ocupaban las calles del centro y el paseo del Parque era inmensa, todavía no conocían el resultado oficial de las elecciones. Paula, cuya intención era atajar lo que ahora le parecía inminente, que Paco o Antonio, envalentonados, decidieran cortar de raíz los problemas que el barbero les causaba, no encontró ánimo para confeccionar un disfraz para Mani quien, por otro lado, tampoco sentía ganas de disfrazarse, por lo vivos que eran sus recuerdo del carnaval anterior, llenos de carcajadas entre Inma y su hermano. Como quien ejecuta un de rito de la añoranza, se probó el pierrot del año anterior, cuya manga derecha olía a Inma y la izquierda, al Templao. Constató con más sorpresa que júbilo que el pantalón le dejaba descubiertos más de diez centímetros de las piernas. Con lágrimas en los ojos aunque sin disfraz, salió a dejarse envolver por la algarabía a ver si encontraba consuelo para su melancolía y, arrastrado por la fascinación de la mascarada, tardó en advertir que los cuatro disfraces que se desplazaban ajustados a su paso eran siempre los mismos. Tuvo el primer pálpito en la Acera de la Marina: notó que una careta dorada de dios griego, se volvía a cada instante hacia él y estaba seguro de haberla entrevisto también en la calle de Granada. Intuyó que no era casualidad. Ya alerta, comprobó que la máscara de Apolo se mantenía cerca, lo mismo que un payaso multicolor que le rozaba continuamente el hombro izquierdo. Perdió interés por la fiesta, con los cinco sentidos en guardia.
Muchos grupos habían improvisado durante los últimos cuatro o cinco días letrillas que cantaban "el triunfo del pueblo", pero entre lo desapacible del clima, la consternación por una terrorífica inundación ocurrida en Sevilla (para cuyos damnificados, los bolsillos exhaustos de los malagueños habían donado la inimaginable cantidad de cien mil pesetas), y la falta de información definitiva sobre el resultado de las elecciones, la masa olía a duda y expectativa. No se veían disfraces tan ingeniosos ni tan espectaculares como los del año anterior, ni la gente se apretujaba como un río de humanidad en éxtasis que anegase Málaga.
Tras haber recorrido el paseo del Parque casi en su totalidad, el Apolo dorado y el payaso continuaban flanqueándole. Para entonces, ya sabía que otros dos, un soldado romano a quien le asomaban pantalones negros bajo la clámide y un aviador inglés, también lo acosaban. Dado que por más esfuerzos que hizo no consiguió despistarlos a causa de ser uno de los pocos que no iban disfrazados, decidió usar la única arma de que disponía, su capacidad de andar durante horas sin cansarse. El juego duró toda la tarde. Dio incontables vueltas al circuito urbano que servía de recinto al carnaval; salió en muchas ocasiones de ese circuito, fingiendo no enterarse de la persecución y apartándose de la mascarada para, después de alejarse unos centenares de metros, aparentar un cambio de opinión para volver sobre sus pasos deprisa y tratar de confundirles ocultándose entre algún grupo. Con lo nublado que estaba, la llegada del anochecer sólo fue perceptible por la disminución del gentío en la calle, ya que acostumbraban a cenar antes del comienzo de los bailes en peñas, hoteles y teatros. Ninguno de los cuatro persecutores hablaba ni se acercaba entre sí; simulaban ir cada uno por su lado, pero al disminuir el tumulto, empezaba a resultar demasiado obvio el acoso. Cambiaron de táctica: sólo uno de los cuatro permanecía cerca de Mani por turno, mientras los otros se perdían de vista. Mani calculó que a esas alturas se sentirían cansados y hastiados de no descubrir el camino que conducía a Angustias, así que decidió escapar de una vez.
En el lado que bordeaba el puerto, el paseo era muy exuberante y mucho más umbrío que el resto; consideró que en esa zona podría despistarlos. Entre la vegetación, compuesta en su mayor parte de especies tropicales muy frondosas, se abrían estrechas veredas donde, no siendo carnaval, se refugiaban de noche los maleantes y matuteros del puerto, que se amparaban en la espesura para huir de los carabineros. Cualquiera de las veredas le podía servir, supuso Mani, en el momento que el soldado romano era el que tenía más cerca. Confirmó que continuaba siguiéndole y aceleró la carrera por un camino bordeado de enormes plantas de uñas de danta, que pocos metros más adelante formaba una curva en un ángulo muy agudo, casi una revuelta; traspuesta la curva, convencido de que en ese instante el romano no podía verlo, echó a correr con todas sus fuerzas, giró de nuevo en un sendero aún más angosto y, tras confirmar que ni delante ni detrás había nadie que pudiera verlo, rodó por la yerba para echarse bajo un drago cuyas ramificaciones innumerables formaban una densa copa arbórea que casi llegaba al suelo. Permaneció muchos minutos sin moverse ni hacer el menor ruido, conteniendo la respiración, con los oídos alerta.
Sin mediar ningún sonido, Mani sintió que alguien aferraba sus pies y le arrastraba hasta el sendero. Se giró boca arriba, ya que no podía levantarse mientras sujetaban sus piernas, y allí estaban los cuatro, mirándolo desde arriba a través de los agujeros de sus máscaras. El dios griego puso el pie izquierdo sobre el vientre de Mani y presionó hasta hacerle sentir ganas de vomitar.
-¿Dónde está tu hermano Miguel? -preguntó la voz.
-No lo sé -respondió.
-Te vamos a liquidar si no hablas.
-No tengo ná que hablar.
La presión del pie aumentó.
-Vas a pasar un malrato, el peor de tu vida mierdosa.
-¡Está en Barcelona, pero no sé su dirección!
-Sí la sabes, mamón, pero no es una dirección de Barcelona, sino de Málaga.
El que lo sujetaba por los hombros le dio un bofetada muy fuerte.
-Te vas a acordar de mí -amenazó Mani, aunque no era capaz de mover ni un dedo.
La presión del zapato le estaba causando una punzada insoportable en el esófago que le impedía respirar.
-Juro que no sé dónde está -jadeó.
-Le perdimos la pista en la playa de la Isla hace justamente un año. ¿Dónde lo llevaron después?
-¡Se murió!
Las bofetadas fueron ahora varias, restallantes como latigazos, y sintió en la boca el dulzor de su propia sangre. Hacía poco más de año y medio que había estado a punto de morir por una perforación de pulmón; presentía que no podría soportar mucho más y que la irresistible presión del pie sobre su esfófago haría que la cicatriz se reabriera.
-Descartá la casa del ciego, ¿dónde está ahora?
Temió por el Chafarino, Carmen, Viky, Pipe y toda la familia del Templao. La pregunta del payaso significaba que habían estado allí recientemente. ¿Habían torturado a los niños; habían torturado a una madre de doce hijos, menuda como una caña; habían torturado a un viejo ciego? Lo que les hubieran hecho no les había reportado ningún resultado, evidentemente, y tampoco ahora debían lograrlo. Como no iba a ser capaz de resistir más, tenía que provocarles para que lo dejaran sin sentido o lo matasen de una vez, a fin de no traicionarse ni traicionar a Miguel, Angustias y a todos los que amaba. Tenía que conseguir huir del paseo del parque aunque su cuerpo material permaneciera aprisionado entre cuatro adultos mucho más fuertes que él.
-Sois maricones cobardes -insultó-; sois gusarapos; sois grajos carroñeros.
Sintió la primera patada en el costado izquierdo con alivio. Iba a ocurrir. Había provocado su furia y al menos uno había perdido el control.
-Déjalo, Serafín, que necesitamos que hable.
-¿Dejarlo? No pasa de esta noche que dé con mi hermana...
-No le des más patás. Se va a morir y los muertos no hablan.
-Hijos de puta sifilítica -continuó diciendo Mani-. Pichatristes, pajudos impotentes. Merdellones, bicharracos de madrevieja...
Ahora recibió una patada en la cadera derecha. Otro más que estaba fuera de sí.
-Incluseros -continuó la retahíla de insultos-, cucarachas, ratas de cloaca, hijos de padres desconocidos, anticristos fascistas de mierda.
Las patadas se multiplicaron por todos los contornos de su cuerpo. Veinte, cincuenta, cien, doscientas, y los puñetazos llovían sobre su rostro, veinte, cincuenta, cien, doscientos, y los pisotones batían sobre su pecho y su vientre, veinte, cincuenta, cien, docientos y poco a poco, aunque con desesperante lentitud, comenzó a sonreír porque supo con seguridad que la inconscienca iba llegando y con ella, la mudez para los oídos de sus atacantes.
Alguien le miraba a los ojos y era de día. Tras la cara del guardia, las ramas carnosas del drago. ¿Había pasado la noche sin sentido en el paseo?
-¿Cómo te llamas, dónde vives?
No podía hablar.
-No te esfuerces, chiquillo, no muevas los labios. Cuando te curen en el hospital, les dirás tus datos, pa que avisen a los tuyos.
No podía hablar ni moverse. ¿Qué le habían roto? ¿Había tenido la mala suerte de sobrevivir a la despiadada paliza sólo para convertirse en un lisiado?
Perdió de nuevo la consciencia y despertó dos días más tarde, cuando Paula, Paco, Antonio y Ana llegaron en su busca.
Sólo tenía roto un hueso, una costilla, lo que consideró un milagro. Una vez que le permitieron volver a casa, hallándose recostado en la colchoneta en una pausa de los cuidados de Paula y los mimos Concha la Chata, advirtió la súbita metamorfosis del decorado urbano malagueño mediante las voces que sonaban más allá de las macetas del balcón: vivas, aclamaciones, cantos, insultos desaforados, toda la prodigiosa pirotecnia verbal de que eran capaces sus convecinos. Llegaron juntas las noticias de que el gordo de la lotería había tocado en Málaga y que las izquierdas habían alcanzado el gobierno por primera vez en la historia. Espontáneamente y sin convocatoria, la gente abandonó el trabajo, los pucheros se olvidaron hirviendo en los anafes, nadie cerró puertas ni ventanas y ocuparon en masa las calles.
"Pronto llegará la hora/ que la tortilla se vuelva./ Los pobres comerán pan/ y los ricos mierda, mierda.
Las risas eran jubilosas y Mani sintió rabia porque los nueve puntos de sutura que recosían sus labios le impidieran reír. Entre vivas, abrazos, canciones y besos, parecía tan cierto que todas las penalidades se las había llevado el viento, que tuvo que hacer gran esfuerzo para no impacientarse con los comentarios de Paula:
-Mucho celebrar y mucho cantar, pero no intentan tranquilizar a la pobre gente que mira las manifestaciones aterrorizada, escondida detrás de los visillos, como si estuvieran de retiro espiritual por la cuaresma. Tampoco se dan cuenta estos niñatos inconscientes de que no puede ser bueno que haya tantísimos comercios cerraos, como si estuvieran de entierro. Ni piensan en quienes, como doña Elena...
Mani tuvo que reprimir el dolor para preguntar entre dientes:
-¿Le ha pasao algo a doña Elena?
-¡No, qué va! Pero...
-¿Qué?
-Es que el Antonio le pegó fuego a la barbería anteayer de madrugá y ha llenao la calle Curadero de letreros que dicen "Serafín, cobarde asesino de niños". Hace dos días que han desaparecío el barbero, la Bernarda y el Serafín, y no se ve un fascista por ninguna parte, y eso es lo malo, eso es lo que me tiene en un sinvivir. Ahora, no podemos observarlos ni imaginar lo que traman, ni estar seguros de si se reprimen o no de seguir con las barbaridades... y más resabiaos, porque la gente que es mala, cuando se desespera se vuelve peor y se ataca de rabia como los perros.
El Chafarino acudió una tarde a verlo y Mani lamentó no poder casi mover los labios reventados. Fue mejor así, porque no quería preguntarle para no escuchar el relato de por qué tenía tantas magulladuras y moretones en su arrugado rostro de sabio medio brujo.
-La mar quiere que abandone tierra firma. Le digo que soy un pobre viejo ciego, pero no quiere oirme. Sigue la cantinela. "Huye de la playa, huye". Todo se está desmoronando, viene un vendaval que lo borra todo, Mani. Fíjate lo de esa pobre muchacha, Imperio Argentina...
Mani casi rebotó en la colchoneta. ¿Qué podía haberle pasado a su artista más adorada? Miró hacia el viejo para jadear:
-¿Qué?
-Dicen que está leprosa.
Sintió que podía perder el conocimiento de nuevo, como si ésa fuera la gota que desbordaba el vaso de sus desventuras. La sonrisa más luminosa del cine iba a convertirse en inmundos guiñapos de carne derretida, los brazos que parecían los de una niña se iban a asemejar a retorcidas ramas de acebuche, la breve cintura se deformaría hasta colgar como ropa tendida al sol. No le faltaba más que eso. Había llegado a creer que aquella muchacha lozana y chispeante, con su belleza de porcelana y su voz de ruiseñora, no podía verse afectada jamás por los males terrenales. Cuando Paula se hubo liberado de los vestidos encargados para la Semana Santa, consiguió que lo llevase al cine Echegaray, a ver "Morena clara", que habían estrenado el sábado de gloria. Aguantando las ganas de llorar para que Paula no se burlara al descubrirlo, supo que vería esa película más de una vez, porque Imperio Argentina cantaba mejor que nunca. Ni siquiera cuando, poco de antes de Semana Santa, había visto a Douglas Fairbanks en persona, con su mujer, a la puerta del hotel Miramar saludando a la multitud, sintió tanta emoción como ahora, viendo cantar y bailar a la diosa que iba a convertirse pronto en un informe montón de carne nauseabunda.
Escuchó un susurro a su derecha, en la fila de delante:
-Van a disolver las organizaciones patrióticas.
-Los hijos de puta nos llaman fascistas.
Mani miró a su madre de reojo. Paula no parecía escuchar el diálogo.
-¿Qué sabrán esos masones merdellones? Ellos no entienden ni pueden entender lo que es tener patria.
La voz sonaba parecida a la que había escuchado en el parque, a través de la máscara de payaso.
-Si el gobierno cumple la amenaza, tomaremos represalias.
-Cuando vengan los nuestros...
-Tenemos la sagrada misión de preparar el camino.
Mani maldijo centenares de veces a los camaradas de Serafín por amargarle el encuentro con Imperio Argentina. A pesar de lo cual, algunas escenas sí llegaron a absorberle, como la que se escenificaba en un hermoso patio florido donde bailaban varias muchachas alrededor de un estanque, mientras su adorada estrella cantaba la copla del pavo con guindas del gitano del Perchel. Mani dudaba que hubiera un gitano en el Perchel tan gracioso como el de la copla, porque en ese barrio la sordidez aplastaba todo atisbo de gracia, pero en boca de Imperio Argentina era capaz de creer que el gitano, la gitana, el pavo, la pava, las guindas y los guardias civiles eran reales.
Terminada la copla, volvió a maldecir a los amigos del hijo del barbero, porque le habían quitado hasta las ganas de llorar con el recuerdo de la enfermedad de su ídolo. Empujó a Paula para salir del cine antes que los fascitas, para evitar el mutuo reconocimiento y que, al notar de quiénes se trataba, Paula tuviera el impulso de armarles la rebuína, lo que sería muy peligroso ya que él, con su vendaje y su costilla todavía sin soldar, no estaba en condiciones de defenderla.
Algo más de un mes más tarde, una vez que Mani se hubo restablecido a medias, tanto la vivienda de Paula como la contigua, donde Antonio residía con Ana, se vieron convulsionadas por una de las medidas propugnadas por el gobierno que tomó posesión en mayo. Todo el que tuviera armas sin permiso, se enfrentaría a graves condenas si no las devolvía en un plazo muy corto. La orden llevaba ya varias semanas en vigor, pero nadie en el barrio creía que tuviese que ver con ellos; suponían que se refería a las armas que los fascistas pudieran esconder, pero un buen día comenzaron los registros policiales en las casas de la calle Rosal Blanco y, deseando anticiparse a los guardias, Paula, que habitualmente simulaba falta de curiosidad por las actividades y pertenencias de sus hijos, revolvió meticulosamente todos los rincones de las dos habitaciones y obligó a su nuera a hacer lo mismo en las suyas.
Mani se dio cuenta de que su madre pasaba por alto un cuadro grande, de láminas de latón repujado, que representaba la Sagrada Cena y presidía la habitación que servía de comedor y dormitorio de Paula. No podía traicionar a Antonio, por lo que decidió que había llegado la hora de darse por restablecido de sus lesiones, ya que sólo le quedaba medio torso aprisionado por una faja. Presentaba un par de rebordes en los labios que, según Concha la Chata y Ana, "te dan mucho atractivo" pero que, en opinión de Paula, "te han desgraciao la cara". Fingía leer el libro insoportable que Paco se empeñaba en que leyera, "El capital", mientras escuchaba a Paula, en la otra habitación, cotorrear en susurros con Ana:
-Imagínate tú lo que podrían hacernos si el Serafín o su padre, o sus amigos, o tos juntos, nos están rondando y al liquindoy.
-No meta usted malbajío, Paula. Los fascistas están tós achantaos y no se ve ni uno; se han quitao de enmedio como conejos cobardes.
-¿Y eso te parece natural? Ayer miles, y en un rato, ni uno... El barbero y los suyos están escondíos, Ana, pero destilando veneno a ver qué otro daño pueden hacernos, después de haberme querido matar al Mani dos veces. Estaría mucho más tranquila si todavía me cruzara con la Bernarda tos los dias en el mercao. Cuando el Antonio hace cosas como las de esta noche, no aparecer a dormir, me entra un sinvivir que no sé cómo lo aguanto.
-No se preocupe usted más. Ni es la primera vez ni será la última. Usted conoce a su hijo de sobra, ¿no?
Pero, veinticuatro horas más tarde, tras una nueva noche sin que Antonio apareciera, y con Paco ausente porque el partido le había mandado a una reunión en Madrid como delegado de Málaga, Mani se sintió impulsado a ir al convento a hablar con Ricardo. Comenzaban a notarse en las calles los preparativos de la fiesta de los júas, para la que faltaban dos días, pero el ambiente no se podía comparar con el de los años anteriores. Ahora, con las nuevas circunstancias políticas, los obreros malagueños no creían que sus odiados personajes fuesen tan poderosos como antaño, y por ello no había tanto derroche de ingenio en la confección de los monigotes, aunque había más júas que nunca, como si necesitasen un pretexto más para exhibir su júbilo en las calles aunque las algaradas, jaleos, trifulcas y pendencias eran constantes.
Como le desalentaba afrontar una conversación con su hermano fraile, todavía se entretuvo Mani un poco más, contemplando los júas mientras engullía gran número de jugosas brevas. Decidió por fin ir de una vez al convento ante un júa que representaba una procesión de monjes que portaban un trono lleno de coloridas flores hechas con papel rizado, donde el santo era un falo erecto de dos metros de alto.
Los hábitos prestaban a Ricardo un aire solemne que causaba incomodidad a Mani. Los meses de noviciado habían teñido su piel de color marfileño, tenía ojeras y las mejillas hundidas. Lo visitaba por su propia iniciativa, tras el fracaso de las gestiones desesperadas de Paula y Ana, durante toda la mañana, en la comisaría de vigilancia, la de distrito, la cárcel, el sindicato y los hospitales.
-Mani, no puedes venir a cá rato -amonestó Ricardo.
-La última vez que vine fue hace dos meses.
-Es que aquí tenemos normas.
-A la mierda las normas. El Antonio ha desaparecío.
-Por como es, le estará bien empleado.
-La Ana está atacá y mamá no ha dormío en toa la noche. Yo no sé qué hacer, porque el Paco está en Madrid.
-El Antonio estará por ahí, borracho para celebrar la llegada de su deseada república libertaria, que por fin se ha salío con la suya y eso es lo que vamos a tener que apechugar... ¡A los demás, que nos parta un rayo!
-No lo creo, Ricardo, joder, escúchame de una vez. Estan haciendo redadas y hay orden de entregar las armas hasta pa los que tienen licencias de sus partidos o sus sindicatos. Al Antonio, con la mala fama que tiene, lo habrán encerrao pa interrogarle por sus armas y toas las del Sindicato de Parados, y no se lo quieren decir ni a mamá ni a la Ana. A ti te harán caso.
-¡Tú has perdío la chaveta! ¿Que yo vaya a comisaría a preguntar por él?
-Sí.
-Estás delirando. Este sitio no es un juego, Mani; ésta es la casa de Dios.
-Tú eres tan hermano suyo como yo.
-Cuando uno se entrega a la Iglesia, todos los hombres son hermanos.
A causa de los temblores de la ira, Mani sintió que las heridas de los labios, con las cicatrices aún frescas, podrían reabrirse y reventaría el corsé de vendas que le aprisionaba medio pecho.
-¿Tos los hombres son tus hermanos? Po uno de tus millones de hermanos tiene un problema mu gordo, ¿te enteras? Y una de tus muchos millones de madres está medio muerta de sufrimiento.
-Mani, no chilles.
-Chillo lo que me sale de los cojones.
-Recuerda que estás en una casa santa.
Para no liarse a puntapiés contra la entrepierna de Ricardo, Mani echó a correr. Estaba a punto de llorar, como la tarde anterior, que la había pasado en el cine con una congoja que le daba tarascadas en el corazón. Se trataba de la quinta o sexta vez que venía "Nobleza baturra". Acurrucado en la butaca, absorto en la sonrisa que le sabía a hambre sin saciar, lloró escudado en la oscuridad cada vez que Imperio Argentina cantaba. Al regreso del cine, permaneció media hora palpando el escalón del corralón de la Torre donde tantas horas había pasado sentado con Inma y a continuación fue a la catedral, donde estaba seguro de que Jesucristo le había iluminado para salvar al Templao del linchamiento. Sin darse cuenta, se encontró pidiendo en alta voz que ocurriera un milagro y que Inma estuviese en la casa del Chafarino, que se encontrara con Antonio cuando volviera a casa tambaleándose por la borrachera y que la estrella de sus sueños sanara del horror de la lepra. Sabía que no era el único que rezaba por ella, porque en muchas iglesias se habían organizado rogativas con igual propósito.
Ahora, tras abandonar el convento odiando a Ricardo y con las mismas ganas de llorar del día anterior, al llegar ante el chamizo del Chafarino no recordaba si había descansado en algún tramo del recorrido, pero una punzada muy aguda en el pecho le dificultaba la respiración. Los hermanos del Templao parecían felices mientras su madre liaba el equipaje con sogas de esparto, disponiéndose a regresar al barrio, puesto que con las nuevas circunstancias políticas se había vuelto seguro para ellos. Carmela le interrogó con los ojos por sus pesquisas sobre el paredero de Inma, lo que obligó a Mani a bajar los suyos, avergonzado de no poder continuarlas de momento.
-¿Tu hermano tiene tres pistolas en la casa? -preguntó el Chafarino con tono de honda preocupación.
-Sí.
-¿No ha vuelto la policía para un nuevo registro?
-A mí me parece que cualquiera que quisiera sacarle al Antonio una palabra aunque fuera moliéndolo a porrazos, iría de culo. Pero, aunque no diga ná, seguro que van a venir a registrar cuando menos lo esperemos y mi madre, en la Luna; ni se le ha ocurrío mirar en el cuadro.
-Díselo.
-Ya no soy un niño -proclamó Mani solemnemente-. No puedo chivatarme.
El Chafarino rumió sus propios pensamientos durante unos minutos. Finalmente, rebuscó en el bolsillo del reloj de su pantalón.
-Ten cinco duros. Coge un taxi y ve a tu casa. Le dices al cochero que te espere en la esquina. Si no hay nada raro cuando llegues, mete las pistolas en esta bolsa y te vuelves para acá en el mismo coche.
Debió recorrer andando casi cuatro kilómetros, hasta la Explanada de la Estación; por suerte, había un taxi en la parada. Llegados al Molinillo, tuvo que pagar al taxista el importe de la carrera cuando le pidió que esperase. Paula no estaba en la casa. Descolgó el cuadro y metió apresuradamente en la bolsa embreada las pistolas y las municiones. El taxista había permanecido en la esquina a pesar de su desgana y su suspicacia. Volvió a la playa sólo hora y media después de abandonarla.
-La hecatombe se aproxima -dijo el Chafarino mientras enterraba las armas en la arena del chamizo, embutida la bolsa embreada en una lata de galón de gasolina-, porque Poseidón ha iniciado la convulsión. Fíjate, Mani, hasta el clima está loco.
-Hay días que se refiere usted a Poseidón como si fuera una persona real, como cuando hablé con usted la primera vez. Ahora, que me cago patas abajo por lo que pueda haberle pasao a mi hermano Antonio, por la tristeza de no saber dónde estará la Inma y porque tós, el Templao y mis hermanos, van cá uno por su lao, viene usted con ese Poseidón a sacarme las mantecas de sitio. Si no fuera por esa manía, pensaría que es usted el hombre más sabio que conozco. Pero...
-Él me habla, créelo. No con palabras, claro está, porque los dioses no necesitan palabras para hablarnos, sino con signos, con el viento, con el sonido de las olas... Oye el rumor, ¿ves, lo escuchas? -Mani negó con la cabeza-. Siempre que destruían una ciudad, elegían a un justo o a un grupo de justos para librarlos del cataclismo. Lo hicieron cuando el diluvio y cuando lo de Sodoma y Gomorra. Ahora se disponen a calcinar este puerto que ha resistido centenares de veces la destrucción con obstinación demente. Poseidón me dice que me vaya, pero yo no soy Noé ni Lot: no soy más que un pobre viejo ciego, sin fuerzas para anidar en otra parte. Y ahora que Carmen y sus hijos vuelven al barrio...
Mani sospechó que la negrura del humor de su viejo amigo podía deberse esta vez no a sus premoniciones, sino al hecho de estar a punto de volver a quedarse solo en la playa, sin la presencia de los diez hermanos y la madre del Templao, que ya, con sus escuálidas pertenencias preparadas, le aguardaban para emprender juntos el retorno al Corralón de la Torre. Los primeros días del verano estaban siendo desapacibles. El viento ululaba a través de las cañas, haciendo crujir todo el cañizo. Mani sentía el corazón oprimido y no a causa de las vendas ni de los temores del Chafarino; si Antonio no reaparecía pronto, esa misma tarde o, a lo sumo, mañana, engrosaría la lista interminable de quienes en las últimas semanas se los había tragado la tierra. Habría que darlo por muerto.
-La mar sigue diciéndome que huya de la playa. Insiste tanto, que a veces pienso si irme a vivir al Perchel, con mi hijo mayor, como me propuso hace años, aunque últimamente ya no me lo dice y yo no tengo aliento para renunciar al mar, pero el maremoto que se acerca es tremendo, Mani, es mucho, muchísimo más de lo que nunca ha pasado en estas playas. Lo huelo en cada jirón de brisa que traspasa el cañizo.
Regresó con la familia del Templao al barrio, ayudando a cargar los bultos y a controlar a los menores, dándole vueltas a la idea de ir esa noche a rondar la casa adonde había seguido a Serafín tantas veces. Ahora, además de Inma, tenía que encontrar a Antonio. Pero rememoró la escena del ataque a la barbería, el día que despertó del limbo de cuatro meses; debatiéndose, Antonio era como un toro acosado; varios guardias encañonándole con sus armas sí podían haberlo reducido; cuatro adolescentes presuntuosos, como Serafín y sus amigos, serían poca cosa para él... salvo que lo hubieran matado a tiros. Paco acababa de regresar de su viaje a Madrid y escuchaba la noticia de labios de Paula cuando Mani llegó.
-Me voy a tratar de averiguar lo que pueda, mamá -dijo Paco-. No te preocupes.
Salió apresuradamente tras rozar con la mano la mejilla de Mani y sonreírle. Volvió tres horas más tarde, con tensión en el gesto y una mudez inquietante en los labios.
Esa noche, Paco se echó a dormir junto a Mani y le pasó el brazo por la cintura como si quisiera mitigar el ahogo de las vendas, pero más que un gesto de protección, parecía el de alguien que necesitase aferrarse a un amarre seguro.
-¿Qué le habrá pasao? -preguntó Mani, para escapar de la angustia que le producían el abrazo y la actitud que Paco mantenía desde que regresara de las pesquisas, porque su vacilación representaba la pérdida de la última de las referencias inmutables que le quedaban
-Duérmete, Mani; no podemos hacer namás que esperar.
-Estará preso, ¿no?
-Seguramente.
-¿Por qué nos dicen que no?
-Porque si reconocen que lo tienen, se verían obligados a respetar las leyes y soltarlo si no hay cargos contra él.
-¿Por qué harán eso?
-Es el pan nuestro de cá día, Mani. Hay que superar muchas barreras pa que el gobierno pueda desarrollar su programa político, demasiadas murallas que son como acantilados de piedra. La policía tiene que hacer cosas que no nos gustan, pero que son necesarias pa librarnos de los fascistas, de las derechas de toa la vida, de la Iglesia y de los banqueros... y de los que provocan peligrosamente las iras tanto de los unos como de los otros, como el Antonio y sus majaretás de niño chico. La policía no lo soltará hasta que no consiga que hable, hasta que no les diga lo que sepa de quiénes tienen armas.
-En el sindicato habrá listas, ¿no? ¿Por qué tienen que sacarle la información al Antonio? Que vayan allí.
-¡Listas! Esos son unos trapaceros que se han vuelto locos de remate. Los últimos meses han repartío no sé cuántos miles de pistolas, sin control y sin anotar nombres siquiera. Esa no es manera de hacer una revolución.
-He escondido las que el Antonio tenía aquí.
-¿Cuántas?
-Tres.
¿Ese majareta tenía tres pistolas aquí? Que las hubiera escondío en su casa.
-La Ana siempre está metiendo mano en sus cosas; no es como mamá, que nunca registra las nuestras.
-¡Tres pistolas! Suponía que tendría una, pero... ¡tres! ¿Dónde las has escondío?
-En la playa, enterrás en el cañizo de mi amigo el Chafarino.
-Muy bien, Mani. ¿No se te olvidará el lugar? ¿Podrás encontrarlas dentro de algún tiempo, si fuera necesario?
-Sí.
Como no podía soportar más la zozobra que le atenazaba el esófago, Mani se libró del abrazo de su hermano, se alzó y se puso el pantalón.
-¿Dónde vas?
-A mear.
Pero después de hacerlo en el retrete colectivo que hedía como el infierno, echó a andar calle abajo. Las prostitutas del Muro de San Julián parecían más arrogantes y felices que nunca; esperaban de la nueva situación política el respeto de su condición, estaban convencidas de que había comenzado una etapa nueva para ellas: la de su dignidad y el reconocimiento del bien social que hacían.
-Llevabas tiempo sin aparecer por aquí, guapetón -le saludó una de las que más veces se había cruzado, y en la que había reparado por su edad, pues no aparentaba más de veinte años-. Estás hecho un tiarrón: ¿no te apetece un polvo?
-¿Gratis?
-¡Degenerado, qué te habrás creído! Una tiene su categoría y su dignidad.
-Mu bien. Tienes una pechá de dignidad, pero yo no tengo ni un real.
-¿Ni uno, de verdad?
-Ni uno.
Le tocó el pene por encima de la tela del pantalón.
-Po tú te lo pierdes, resalao.
-¿Sabes si viene gente a la casa ésa?
-¿La que has pasado nosécuantas noches rondando? ¿Qué, vive ahí una que te hace tilín?
-¡Qué va! ¿Has visto venir a alguien?
-No. Pero a veces, de madrugá, se escuchan cosas raras.
-¿Qué cosas?
-No sé cómo explicártelo. Como unos pitíos mu raros.
-¿Sabes cómo podría entrar sin subirme ahí arriba, al balcón? Es que, mira.
Se alzó el faldón de la camisa para que viera el vendaje.
-¡Digo, serás majareta! Qué te ha pasao, ¿un hueso quebrao? ¿Cómo vas a subir por los balcones con una cosa así? Ven.
Lo tomó de la mano, tirando de él hacia el interior del prostíbulo. Le precedió por una escalera muy angosta, que parecía a punto de hundirse, hasta una azotea tan estrecha como un palomar, desde donde se veía a medias el patio del edificio contiguo. Todo a oscuras, sólo se distinguía un leve resplandor a través de una de las ventanas interiores, como si ardiese una vela o un cristal reflejase la luz de la mancebía.
-Tiene mucho peligro tratar de bajar por ahí, ¿no, niño? -comentó la mujer-. Y. además, entavía no suenan los pitíos, así que hoy no han venío.
Mientras hablaba, le había ido envolviendo entre sus brazos y Mani sintió, con sorpresa, que tenía una erección. También ella lo advirtió, pues apretó el vientre contra el suyo mientras le revolvía el pelo.
-Ven, niño con cabeza de oro, arrímate aquí.
Sin deshacer el abrazo, ella fue reculando hasta quedar apoyada contra la pared. Se alzó la falda y le guió para la penetración con mucha impaciencia y haciéndolo ella casi todo para evitar que él moviese el torso vendado. Cuando Mani había conseguido librarse de la pregunta de cómo iba a pagarle y estaba a punto de alcanzar el orgasmo, ella murmuró:
-Echa... échale guindas al pavo, así, así... que la tienes de hierro, chiquillo ...
La alusión de la famosísima copla de Imperio Argentina pudo causar el aflojamiento de la erección. Protestó:
-Ni menciones a la Imperio, con lo que está pasando la pobre, que me vas a quitar las ganas...
-¿Lo que está pasando? ¿Hablas del bulo ése de la lepra? Era tó mentira podrida, un chisme con mucha mala leche...
-¿De verdad? -preguntó Mani, entre incrédulo y jubiloso.
-¡Digo! Ella misma lo ha dicho esta mañana en una ruea de prensa, que es una cabroná sin fundamento. Me lo ha contao hace un rato un cliente periodista que tengo, uno mu rumboso.
La alegría redobló el deseo de Mani, que a pesar de la molestia de la venda consiguió alcanzar el clímax, momentáneamente libre del temor a que llegase la hora de ajustar cuentas. Notó con júbilo que sus contracciones se producían al unísono de las contracciones y jadeos de ella y como la mujer no tenía motivos para fingir, consideró que su placer era verdadero. Llegada la paz posterior, Mani no podía mirarla a los ojos, pero ella puso la mano bajo su mentón para alzarle la cabeza.
-Deja que te vea esos ojos de cielo, niño de la cabeza de oro, que eres más bonito que un ángel de una procesión.
-Me da vergüenza... no tengo ná que darte.
-Me has dao mucho, no te hagas mala sangre. Otro día vendrás y me pagarás, ¿verdad?
-Sí -murmuró Mani con las mejillas encendidas-. ¿Cómo te llamas?
-¿Quieres el nombre de guerra o el verdadero?
-Quiero poder encontrarte si vengo a preguntar por ti.
-Por aquí me llaman "la Tebana", porque soy de Teba, como el padre de Eugenia de Montijo, pero me llamo Paca. Tú, llámame como quieras.
-Te llamaré Paca, si me dejas, porque es un nombre que me gusta una pechá y que me sabe a borrachuelos con cabello de ángel, pero cuanto necesite encontrarte te buscaré por "la Tebana". ¿Sabes si ésos de ahí al lao vienen toas las noches?
-No, qué va. Es imposible darse cuenta cuando vienen, porque es como si entraran por el aire, pero los pitíos se escuchan sólo de vez de en cuando.
-¿Recuerdas si se trata de algún día fijo de la semana?
-Me parece que no, que son días a voleo.
De regreso a la colchoneta, apenas pudo dormir mientras observaba que tampoco su hermano Paco lo conseguía. Temió que supiera más de lo que le había dicho a Paula y que su información fuese la más temible: El barbero o Serafín podían haber descalabrado a Antonio a tración, lo que tal vez le había matado y ello justificaría el mutismo de Paco y la descomposición de su ánimo. Sí, estaba seguro de que Paco sabía lo que había ocurrido y lo callaba, porque debía de tratarse de lo peor que todos pudieran temer. Despertó ojeroso, con la imaginación bloqueada; en busca de inspiración, acudió a la vivienda vecina, donde Ana trajinaba recolocando muebles con la evidente intención de calmar su propio nerviosismo.
-Ana, no podemos quedarnos cruzaos de brazos. Tal como están las cosas, ni la policía ni nadie les dan importancia a las desapariciones, que ya ves tú lo de la Inma, que es como si se la hubiera tragao el mar. Tenemos que ponernos en movimiento.
-Podríamos ir otra vez al Sindicato de Parados.
-Allí no hay nadie.
-¿Estás seguro?
-Ayer pasé cuatro o cinco veces por la puerta. Tenían toas las ventanas cerrás y no se escuchaba ni mú.
-¿Qué dice el Paco?
-Que esperemos.
Ana suspiró antes de estallar:
-¿Esperar qué?, ¿que nos lo traigan con los pies por delante, con dos tiros en el estómago?
Los policían llegaron poco más tarde. Las protestas de Paula hicieron que Paco despertara y saliera a encarar la visita con gran acritud:
-Ya vino un guardia el otro día y no encontró ná.
-Pero sabemos que tu hermano esconde muchas armas aquí.
-¿Lo saben ustedes?, ¿es que tienen detenío a mi hermano Antonio?
-No. Nadie tiene detenido a nadie. Se trata de un soplo.
Paco asintió como si respondiera a un dato impreso en su mente mientras Mani miraba a los ojos de Paula, en cuyas pupilas parecía brillar el nombre de Serafín. Se preguntó si los fascistas seguirían teniendo tanto predicamente entre los guardias como antes de las elecciones. Estos realizaron un registro muy meticuloso. Abrieron y revolvieron con brusquedad gavetas, baúles, los dos armarios y hasta desliaron todos los envoltorios de tela que Paula tenía que convertir en vestidos para sus supuestas clientes. Con notable grosería, y encendiendo el furor de Mani hasta un nivel peligrosamente cercano al estallido, los policían iban echando los tejidos a un desordenado amontonamiento en el centro de la habitación. Pero Mani consiguió contenerse y mantener la calma, puesto que sabía que no iban a encontrar nada. Se marcharon con expresiones de contrariedad y ademanes amenazantes.
Paco salió poco después. Mani notó su rictus de resolución, como si opinase que las cosas habían llegado a un punto intolerable, y por tal motivo fue tras él; descubrió que iba de portal en portal, convocando a sus camaradas, que en su mayoría ultimaban los preparativos de las verbenas de los júas que tendrían lugar esa misma noche, porque era víspera de San Juan. Abandonaban con desgana la diversión, pero todos asentían cuando Paco les murmuraba unas frases al oído.
No consiguió imaginar lo que su hermano se proponía, pero algo le empujaba a tratar de impedirlo. Compró un periódico para esconderse con él, sin perder de vista cada uno de los portales, mientras aguardaba que Paco reapareciera acompañado de un nuevo miembro de su partido. El periódico estaba tan censurado, tan lleno espacios en blanco producidos por las noticias que eliminaban los comisarios políticos, que no podía hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo en el resto del país, pero en Málaga, tras dos meses y medio de locura jubilosa con innumerables algaradas callejeras que no habían parado ni un día, sabía que el gobierno había prohibido las manifestaciones por "poderosas razones de seguridad y orden público", por lo que temió que Paco pudiera meterse en un lío, puesto que el grupo lo formaban ya catorce hombres, prácticamente una manifestación. La alegría explosiva del principio, cuando supieron que habían ganado las izquierdas, se había convertido en algo parecido a un silencio tenso de espera que abarcaba toda la ciudad, como si algo que todos esperaban pero no sabían describir, ni siquiera imaginar, estuviera a punto de ocurrir. No había fascistas vestidos de azul y negro por la calle, pero se preguntaba a cada paso cuántos de los que se cruzaba sería compinches de Serafín, ya que notaba la fijeza recelosa con que algunos jóvenes miraban al creciente grupo de Paco.
Cuando superaron los veinte, formaron varios grupos pequeños, como si quisieran disimular que iban juntos. Mani notó que algunos escondían armas bajo la ropa. Supuso que debía avisar a Paula, pero no era oportuno hablar de lo que ignoraba ni quería abandonar la vigilancia, ya que debía enterarse de lo que Paco proyectaba y a dónde iba. Los seis grupitos de tres o cuatro hombres cada uno, permanecieron en la acera, como si conversaran de cuestiones instrascendentes, mientras Paco entraba en el local de su partido. Reapareció a la media hora, acompañado de Cayetano Bolívar. Asomado apenas por encima del periódico, notó que la expresión del diputado era muy severa, quizás agria, y que, por el movimiento de sus manos, le hacía a Paco advertencias muy serias. Éste asentía, pero le dio la impresión de que no aceptaba las advertencias más que a medias. Por último, Bolívar levantó levemente el puño izquierdo y se retiró hacia el interior del edificio. Paco tosió ruidosamente y los grupos se pusieron en marcha en pos suyo.
Mani tenía todas las preguntas en el pensamiento y un hielo creciente en el ánimo. La escena ante el local de Partido Comunista, aunque no hubiera oído el diálogo, le parecía muy sintomática del furor de Paco, cuya serenidad y autocontrol parecía haber desechado momentáneamente. Era evidente que algún dato que sólo él conocía había arrasado sus barreras habituales y ahora, desbocado, podía llegar mucho más lejos de lo que Antonio, más impulsivo pero menos refinado, había llegado jamás. Los movimientos de los grupitos que seguían a Paco demostraban que respondían a un plan, aunque hubiera sido improvisado esa misma mañana: iban adelantándose los unos a los otros como si ocurriera por casualidad y no eran siempre los mismos hombres los que formaban parte de cada uno. Paco había dictado una estrategia que Mani no conseguía imaginar cuál sería; les siguió hasta el Hospital Civil, donde notó que iban entrando poco a poco, de uno en uno o por parejas. A continuación, la misma apariencia de normalidad de todos los días; ningún movimiento llamativo, ninguna protesta de la monja portera, nada diferente de lo habitual.
Pero aproximadamente una hora después de que hubiera entrado el último, llegaron dos camionetas de la policía, que se desplegaron ante la puerta principal con mucho estrépito y grandes voces; mas los guardias fueron entrando en el edificio, las camionetas se alejaron, vacías, y volvió a parecer que todo se mantenía en calma.
Aguardó dos horas más y nada cambió. No se atrevía a preguntar a nadie, ni siquiera a la monja portera, con quien había discutido tantas veces cuando estaba encamado y trataba de escapar, hasta el punto de que habían llegado a tratarse mutuamente con cierta intimidad cordial. No comprendía lo que estaba ocurriendo, no deseaba contárselo a Paula, que ya debía de estar impaciente por haber pasado la hora del almuerzo, y tampoco deseaba tener que explicar a Ana lo que ignoraba. Decidió ir a la playa.
El día era radiante, el primer día verdaderamente veraniego según los semitropicales cánones malagueños. El sol, en la vertical, lanzaba dardos que impulsaban a bañarse y por ello muchos de los pescadores más jóvenes retozaban desnudos en el rebalaje. El Chafarino sonrió cuando se acercó.
Mani le comunicó lo ocurrido desde que enterraron las pistolas.
-Deberías contárselo a tu madre -aconsejó el Chafarino.
-Pero es que no sé lo que tendría que contarle.
-Aunque no lo sepas con certeza, si sospechas que tu hermano Paco ha hecho una barbaridad, lo mejor es que trates de encontrar una solución con tu madre. Ella puede ir a hablar con ese político...
-¿Y si resulta que meto la pata y es que el Paco ha ido, simplemente, a visitar a un compañero y la llegada de los guardias no tiene ná que ver?
-Más vale prevenir que curar, Mani. Lo que dices que has visto esta mañana no parece la visita a un compañero. Si Paco ha maquinado alguna forma de venganza, podríais veros en apuros tú y tu madre, porque sólo quedas tú, ¿no?
-Sí.
-La diáspora de tu familia tiene perfiles bíblicos, Mani. Debes evitar esa venganza.
-Usted habla siempre de un manera, de sus dioses y demás, que uno saca la idea de que es decente vengarse.
-Me has interpretado demasiado literalmente, Mani. El daño que se nos haga no debe quedar impune, pero es una estupidez arriesgarse a padecer más aún corriendo riesgos a causa de nuestro afán de revancha.
-Lo que le pasó al Templao.
El Chafarino sonrió antes de decir:
-Más o menos. Cuando hablo de venganza, me refiero a cuestiones diferentes del derramamiento inútil de sangre. Oigo los lamentos que llegan a la playa y me pone los pelos de punta lo que está ocurriendo, Mani. ¡Ya es suficiente! Los dioses van a acabar aliándose definitivamente con los enemigos de esta tierra privilegiada. Los que nacimos fuera pero llevamos toda la vida aquí, podemos ver las cosas más claramente. Vivís en el mejor rincón del mundo y tanta fortuna os hace olvidar que vuestros enemigos están siempre al acecho. Los reyes, los gobernantes y los poderosos no consiguen comprendernos porque nos temen, porque no son capaces de superar su propia suspicacia; han sido demasiadas las veces que esta ciudad ha convulsionado los cimientos de la nación en el último siglo y medio.
-¿Qué tiene que ver eso con mis hermanos? Mi Paco...
-Ellos forman parte de la convulsión que os envuelve, como si fueran su símbolo. Si te paras a pensar, verás que vosotros cinco, tan diferentes y tan parecidos, sois casi un resumen del mundo que os rodea. Hay que apaciguar esta convulsión, Mani. Por ahí arriba nos temen y por eso tocan los asuntos malagueños como si estuviésemos apestados o como si fuéramos una bestia peligrosa que no conviene alimentar. A fuerza de temernos y de intentar someternos, van a llegar a escamotearnos los derechos más elementales si tus hermanos y los que son como ellos no cambian radicalmente de conducta.
-Paco es bueno -protestó Mani-, tó lo que hace es leer mucho y dar discursos. Las cosas del Antonios, son tonterías chiquitillas y las mueve el hambre. El Ricardo, se ha casao con Dios, y el Migue, ¿pa qué hablar?
-¿Cuántos años tienes ya, Mani?
-Trece.
-En los tiempos que corren, prácticamente un hombre, pero a lo mejor se te escapan algunos detalles. Por lo que me has contado desde hace casi dos años, sospecho que tu hermano Paco tiene responsabilidades más altas de lo que crees y, a apesar de ello, pudiera ser que en estos momentos esté actuando como un toro herido, Mani, como una desbocada bestia furiosa y enloquecida de dolor que arrasa todo a su paso. Nos hemos convertido en un pueblo inquietante por imprevisible, un pueblo que, desesperado por las barreras que encuentra, acaba creyendo que es inútil todo esfuerzo de cambiar su sino, hasta que, un buen día, aparece el mesías demagogo que nos descubre que no somos mancos ni tuertos, ni cojos, ni idiotas, y entonces la ira acumulada estalla, y nos lanzamos a la calle como un fogonazo, con la pretensión de devorar el mundo y saciar en un instante todo el hambre acumulado durante años, como aquel día triste que quemaron casi todos los conventos e iglesias y se perdió prácticamente todo el patrimonio artístico de Málaga. En tales ocasiones, los malagueños somos como toros furiosos que arremeten contra catedrales; pero te recuerdo que los cuernos de los toros son quebradizos como el cristal, mientras que las catedrales son de piedra capaz de desafiar al tiempo. Tanto nos perjudican esos estallidos como la pasividad que después de uno de ellos nos paraliza durante decenios y decenios. El marengo no puede pescar en un día para todo el año; es necesario salir cada madrugada, pelear con las olas todos los días.
Mani estaba perdiendo el hilo.
-¿Qué tienen que ver la pesca y mi Paco?
El Chafarino sonrió. Cuando lo hacía, sus pupilas parecían reflejar la luz.
-Soy un viejo muy pesado, ¿verdad?
Mani no quisos responder.
-Tus dos hermanos mayores, cada uno a su manera, quieren volver el mundo del revés. Por ello, perdieron el empleo y nunca más consiguieron otro, lo que fue alimentando su frustración y, probablemente, su desesperación: lo que antes veían solamente como un ideal, se ha ido convirtiendo en una necesidad perentoria, una necesidad que no puede esperar el tiempo necesario para convertire en un proyecto lógico y razonable. Así que actúan con demasiada precipitación y sin reflexión suficiente, Paco inclusi ve, aunque tú digas que lee tanto. Otro de tus hermanos ha preferido refugiarse en el limbo de un convento, pero su decisión viene a ser casi igual, una huída. Finalmente, Miguel ha buscado la evasión en unos brazos que, en resumidas cuentas, son el origen de todas vuestras calamidades presentes. Los cuatro actúan impulsivamente, sin reflexión. No han caído en la cuenta de que hay que esperar que el tiempo convierta las flores en almendras y que, entre tanto, hay que cuidar el árbol.
-Lo del Migue lo arreglé yo.
-Lo hicistw para salvarle de la ratonera en que había entrado por sí mismo.
-No fue tan impaciente. Llevaba muchos meses viéndose con la Angustias.
-Si te acuerdas de la edad que ella tiene, verás que tu hermano y Angustias podían esperar tres o cuatro años. Igual que tus hermanos es toda la ciudad. Los poderosos nos oprimen y la impaciencia resultante nos destruye.
Mani sentía gran incomodidad. Como el calor apretaba, se apartó con el pretexto de darse una zambullida en el mar, lo que le proporcionó alguna serenidad.
Pero esa noche fue incapaz de dormir ni un minuto, aguardando que a Paco le diera por regresar y sin ganas de bajar a participar de la fiesta de los júas, cuyo escándalo era abrumador en todo el barrio, donde había hasta tres y cuatro verbenas en algunas de las calles más anchas, las muchachas llevaban escotes enormes que les descubrían los hombros y los jóvenes lucían sin recato enormes navajas prendidas en los cinturones. Mani no había encontrado agallas para contarles ni a Paula ni a Ana lo que sospechaba que podía haber ocurrido en el hospital y, para colmo, sentía indisgetión porque se había atiborrado de brevas después de la cena.
No habiendo noticias de Paco y sin saber qué decirle a Paula cuando lo mandaba a preguntar en la sede del partido, dos días más tarde Mani tomó el tranvía con dirección a la casa de Elena Viana-Cárdenas James-Grey. Tras contemplar durante unos centenares de metros las copas reverdecidas de los plátanos de sombra del paseo, desplegó de nuevo la carta del Templao recibida una hora antes, esa misma mañana:
"Aquí pasan cosas muy raras. Los oficiales aparecen y desaparecen como fantasmas. Unos días, nos manda un teniente por la mañana y otro diferente por la tarde. No sé cómo decírtelo... la sala de oficiales parece un nido de avispas. Van y vienen, se comunican noticias al oído como picaflores, como si no quisieran que los soldados rasos nos enteremos, y vuelven a ir y venir. Esto es más raro que una cabra con plumas. Aquí se está cociendo algo que huele fatal".
Se notaba que la carta había sido escrita a trompicones. Los trazos eran distintos en cada párrafo, como escritos en momentos diferentes y en varios días no consecutivos. En la desolación que ya se había apoderado del ánimo de Mani, la lectura de las cartas del Templao representaba un consuelo. No tenía ganas de ir a la playa, donde el Chafarino volvería a ponerle los pelos de punta con sus apocalipsis, y si iba a ahora a casa de Elena era porque no imaginaba a quién más podía acudir, a pesar de que ella se había mostrado últimamente muy recelosa; desde la proclamación del gobierno de izquierdas, apenas salía a la calle y no paraba de suspirar, aunque se notaba que no estaba dispuesta a perder la compostura. Y ahora en casa, con lo de Paco, tanto Paula como Ana le habían contagiado su melancolía y de nuevo le desvelaban los demonios y hasta tenía que desdeñar el temor a la silueta del muro del convento mientras miraba entre lágrimas las colchonetas de sus hermanos, todas vacías.
"Lo peor son las maniobras -continuaba el Templao-. Ya es cosa de todos los días. Maniobra va, maniobra viene, como si los moros estuvieran al acecho, a pique de caernos encima. Imagínate, andar veinte o treinta kilómetros con estas botas de burro y con todo el equipo. Con tanto que tú envidiabas mis músculos, si me vieras ahora te caerías de espaldas: y eso que me he quedado más delgado que una espá núa. Hasta el tatuaje se ha encogido, y ahora, en vez de un corazón, parece una morcilla, pero se me señalan hasta los músculos del pensamiento. Y no es exageración.
"Hacemos los ejercicios con balas, proyectiles y obuses reales, en vez de fogueo, ¿te das cuenta?, y el que tira al tuntún, sin ton ni son, se cae con todo el equipo: lo meten en el calabozo después de un pila de hostias y no vuelve a salir hasta que nos vamos de maniobra otra vez. No te creerías la puntería que tengo ya. Vamos, es que no te exagero ni una mijilla si te digo que puedo partir en dos un chanquete a cien metros de distancia.
"Te suplico por quinientosmilcentésima vez que me cuentes algo de mi Inma. Se me están encogiendo los huevos de preocupación, porque tampoco mi madre me dice más que lo guapa que es y chuminás así. Por favor, Mani; cuéntame si la Inma mejora y si piensas que volverá a ser como era, porque de lo contrario, tengo ganas todos los días de desertar y correr a Málaga en busca de ese criminal.
Mani tuvo que parar un momento la lectura para enjugarse una lágrima importuna. Un hombre, sentado en el asiento de enfrente, le sonrió como si comprendiera el dolor que sentía. A través de la ventanilla del tranvía, advirtió cuánto cambiaba el hermoso barrio de La Caleta; muchas ventanas se encontraban cerradas, como si las casas estuvieran siendo abandonadas, y a través de la mayoría de las que estaban abiertas se advertían signos de mudanza precipitada.
"Vuelvo a escribirte después de dos días. Acabo de echarme un balde de agua fría por encima, porque no me tengo derecho por culpa de las maniobras salvajes que hemos hecho ayer y hoy. Estos fulanos se han vuelto majaras. ¿Me creerás si te digo que he tenido que recorrer un kilómetro entero arrastrándome entre espinos y zarzamoras, con todo el armamento a cuestas y con la amenaza del sargento de romperme la cabeza si el mosquetón se me estropeaba? Nos van a matar, Mani, reventados, hechos papilla. Es como si estos tíos quisieran convertirnos en héroes de fábula de la noche a la mañana. Pero yo no soy más que un chiquillo de Málaga, que suspiro por bailarme un verdial medio alpistelao de vino moscatel y búzanos.
"Estoy que me cago de sueño".
De nuevo presentaba la escritura un cambio muy brusco de rasgos y el morado de la tinta era, también, diferente.
"He pasado veinticuatro horas en el el calabozo. ¡Chiquillo, será posible! Y tó, porque mi sargento no ha sido capaz de encontrar esta carta, que un chivato le chismeó que la estaba escribiendo, ni yo he consentido en decirle dónde la escondía a pesar de todas las hostias que me dio. Mani, esto es una pechá de raro: no nos dejan mandar cartas si no les damos los sobres abiertos para que las lean, pero, por suerte, hay un paisano que se encarga de esto a cambio de... bueno, yo me entiendo.
"Oye, ¡tengo más ganas de verte! Habrás cambiado un montón. Bueno, voy a terminar, no sea que me dé por ponerme triste. Hala, ¿ya sabes el chiste del soldadado que respondió al sargento que el cartucho se compone de dos partes: "car" y "tucho"?"
La ausencia de Paco y Antonio le había revelado lo intensamente que les quería, lo que le causaba cierta perplejidad. También sentía cariño por el Templao, una estima que había ido evolucionando de la admiración a una incomprensible necesidad de protegerlo. ¿Proteger él al Templao, de qué? ¿Había dejado Guaqui de ser la fortaleza imbatible que le embobaba a los once años?
Elena continuaba tratándolo con amabilidad a pesar de su evidente estado de ansiedad. Protestaba cada vez que Mani le decía que toda la familia Robles del Altozano dependía de ella, aunque no le comunicaba su sospecha de que Rafael, el criado, llevaba a Paula dinero todas las semanas. Pero ahora su amabilidad se había tornado distante y ya nunca le pellizcaba las mejillas mirándole intensamente a los ojos. Tampoco acariciaba a Miguel, si bien esto le parecía más natural, puesto que ya no tenía que estar tumbado todo el día como un inválido.
-Anoche estuve en el recital de González Marín -dijo Elena-. Fue tan emocionante...
González Marín era un rapsoda cartameño que estremecía los escenarios de toda España, recitando poemas de José Carlos de Luna y Rafael de León. En la mitología malagueña, ocupaba un sitial tan alto como el de Imperio Argentina y el bandolero Flores Arocha.
-Si hubieras visto cómo estaba el Cervantes... -continuó Elena-, no cabía un alfiler. Tó el mundo se hartó de llorar, como si no tuviéramos ya secos los ojos.
-¿Llora usted mucho?
-¿Qué? ¡Oh, sí, a veces!
-¿Por qué?
La mirada de Elena recorrió el gabinete, peregrinando como en un vuelo de despedida.
-Esto va a acabar muy mal, Mani. Muchos están saliendo de la ciudad, a refugiarse en sitios tan curiosos como Gibraltar. Imagina. Nosotros, que deseamos con tantísimo fervor recuperar esa tierra española, y ahora nos vemos obligados a pedirles auxilio a los hijos de la gran... Mi yerno quiere que nos vayamos, pero ¿a dónde? A Gibraltar, ni muerta, porque yo soy una española fetén. ¿Y despreciar todo esto? Mi padre construyó esta casa cuando todavía el negocio de los barcos era poco menos que una ilusión. Su fortuna llegó más tarde, antes de aquel tropiezo de Cuba y las Filipinas. Pero cuando hizo la casa, tuvo que dejarse tiras de piel en la mampostería. Y da la casualidad de que yo nací aquí, y también mi hija y mis nietos. ¿Cómo voy a abandonarla a estas alturas de mi vida? Les digo que se vayan ellos, como propone Alfonso, a Suiza, pero yo... De verdad, Mani, no me importa que se convierta en mi tumba, total, pa lo que me queda de vida.
-No creo que nadie tenga la menor intención de hacerle daño a usted.
-¡Qué sabrás tú!
Sabía que menudeaban las agresiones a empresarios y alguna gente rica, pero no conseguía encuadrar a Elena en el grupo de personas que tuvieran algo que temer.
-Tienes ojeras, Mani. ¿Más problemas?
-Uno mu gordo.
-¡Ya me parecía a mí que la tuya no era una visita de cortesía! ¿Qué pasa?
Le contó la desaparición de Antonio y el suceso del hospital con toda la brevedad que pudo.
-Suena fatal -comentó Elena.
-¿No podría usted hablar con alguien?
-¡Mani! Con lo listo que eres, no sé cómo no te das cuenta de lo mucho que están cambiando las cosas. ¿Crees de verdad que yo podría hacer más que, por ejemplo, tu hermano Paco?
-Pero es que él tiene que estar preso.
-Aún así... Es seguro que Cayetano Bolívar te haría a ti mucho más caso que a mí o... al mismísimo obispo. Esto ya no es lo que era Mani. La Málaga de los Larios, los Heredia, los Viana-Cárdenas, los Van Dulken y los Strachan ha muerto. Tú a lo mejor te alegrarás, porque desconoces cuál es de verdad tu sitio...
-Yo no me alegro por el mal de nadie.
-No, claro que no. Eso sería una contradicción a tu naturaleza. ¿Qué quieres, Alfonsito?
Mani volvió la cabeza hacia la puerta del gabinete, que se había entreabierto. La cerraron en seguida, al comprobar quién era la visita, pero Mani pudo ver de reojo al nieto de Elena vestido igual que los amigos de Serafín. Antes de comenzar a alarmarse, sintió gran asombro, puesto que ya nadie iba por la calle con esa indumentaria, y se preguntó por qué el nieto de su amiga no se recataba de vestir así cuando podían verlo Miguel y Angustias. A continuación, meditó sobre lo que esa militancia representaba para la pareja y toda la familia. Sintió de repente tanta inquietud, que se despidió precipitadamente de Elena, convencido ya de que ella no podía ayudarle y con la convicción de que tenía que encontrar urgentemente a Paco, para salvar a Antonio y para, entre los tres, salvar a Miguel y Angustias.
Seguían sin saber nada de Paco, pero supieron de Antonio de manera inesperada una mañana, tras la conversación que Mani había decidido la noche anterior mantener con Paula. Habían pasado veintitrés días desde la desaparición de Antonio y veinte desde la de Paco, veinte días en los que Mani había preguntado, vigilado, espiado y vuelto a preguntar en todas partes, sin obtener el menor resultado, de manera que la búsqueda de Inma, antaño tan afanosa, parecía ahora el vago recuerdo de un mal sueño comparado con la pesadilla que dominaba todos sus días.
Le desagradaban las escenas que presenciaba, pues no le parecía que los pobres que estaban sustituyendo a los ricos al frente de las instituciones fueran más generosos y ecuánimes que los sustituídos. Era verdad que la gente reía más y había más esperanza visible en la calle que unos meses antes, pero también lo era que las miradas aterrorizadas ocultas tras los visillos eran más numerosas que nunca. A los doce días de incapacidad de encontrar a Paco, de gritar insultos desencajados a los empleados y camaradas de su partido que negaban conocer su paradero, de enfrentarse con ira impaciente a los policías que le sonreían con displicencia y de fingir serenidad y templanza ante Paula y Ana, notó que había perdido el control.
Esa noche, como el insomnio se estaba convirtiendo en un problema tan acuciante como las desapariciones, se propuso hablar con su madre en cuanto amaneciera, para convencerla de organizar entre los dos un plan eficaz de indagación y rescate.
Comenzó relatándole lo que había visto a las puertas del Hospital Civil, siguió pormenorizando las diferentes pesquisas y, por último, le habló de la casa de La Caleta.
-¿Qué te dice doña Elena?
-Que las cosas ya no son como antes. Dice que Málaga ha cambiao una pechá.
-Tiene toa la razón.
-Según ella, nadie le haría el mismo caso de cuando estuvo a pique de conseguir que nos readmitieran en el periódico. Y una cosa mu mala, mamá: el otro día, vi al nieto vestío como los compinches del Serafín.
-¡Madre de Dios! -oró Paula, persignándose.
-Hay que buscar otro refugio pal Migue y la Angustias, pero, primero, tendremos que encontrar al Paco y el Antonio.
-¿Tú crees que lo del disfraz fascista del nieto hace que la casa de doña Elena no sea ya segura pa tu hermano y tu cuñada?
-¿Tú qué piensas?
-No lo sé, Mani. Yo nunca he puesto los pies en esa casa.
-¿Por qué te negaste siempre a entrar allí, mamá?
Paula apretó los labios.
-Tengo mis razones.
-Hace más de un año que me duele la cabeza con esa historia, mamá.
-¡Mani, qué quieres decir!
-El ataque al Migue fue el carnaval del año pasao. Por si no te acuerdas, yo estuve presente en todas las cosas que hizo doña Elena; después de lo que pasó aquella noche y de llevarlo a la casa del Chafarino, fui yo quien fue a buscarla y vi que lo dejaba tó de bulla y corriendo y ponía en marcha a sus criados con toas las prisas del mundo pa trasladar al Migue, pa que lo vieran los médicos y pa prepararle la habitación. Luego, lo de la Angustias y por fin, lo de la boda de ricachón. Y, además, que no estoy ciego, pero me juego un ojo a que te manda dinero y que gracias a ella comemos como Dios manda. Perdóname, mamá, pero... Ella se ha portao como si fuera nuestra familia, aunque no comprendo por qué, y tú... A veces, he pensao que te ponías con ella un poquillo borde.
Los ojos de Paula presentaban un fulgor que parecía más de deslumbramiento por el tino de su hijo que de enojo, pero apretó los labios y Mani supo que no iba a sacarle una palabra más sobre ese asunto.
-¿Qué más se te ocurre que podemos hacer pa encontrar a tus hermanos? -preguntó Paula.
-He pensao que... como cá vez que hablo con el Ricardo me dan ganas de darle una patá... la Ana tendría que ir a hablar con él.
-¿Pa qué?
-Pa convencerlo de que venga con nosotros al hospital. Pase lo que pase en la calle, las monjas mandan todavía en el Hospital Civil. El Ricardo, vestío de fraile, seguro que conseguiría sonsacarles lo que ocurrió el día que llegó Paco y luego vinieron los guardias. De verdad, mamá. Yo creo que ya he hecho tó lo que podríamos hacer por nuestra cuenta. En el partido, en la comisaría, en el hospital, joé, en toas partes.
-Pero ya sabes cómo es el Ricardo. Y, por otro lado, no me parece que convenga hacerle ir vestido de fraile por la calle, con las cosas que pasan.
-Podemos llevarlo vestío de persona normal y esconder los hábitos en una talega hasta que lo vistiéramos al lao del hospital.
-Sí... -concordó Paula-. Puede ser una solución. Dile a la Ana que venga.
Mientras salía de la habitación en busca de su cuñada, Mani sintió la mirada apreciativa de su madre prendida en la espalda, la misma que le acarició la frente cuando volvió con Ana. Paula tenía sobre el regazo un vestido a medio confeccionar, pero no estaba cosiendo. Sujetaba la aguja entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha y, en la izquierda, el dedal dorado, pero mostraba trazas de no sentir el menor interés por la costura y sí mucho por lo que él iba a decir.
-Escucha al Mani, Ana. A ver qué te parece.
Mani volvió a plantear el plan de indagación con la mediación de Ricardo, confesando su incapacidad personal de convencerle. Ana, que conocía de sobra el talante de su cuñado fraile, comprendió que tendría que actuar con astucia. Dijo:
-Espera unos minutos Mani, que voy a vestirme. Vuelvo enseguía.
Lo hizo al cuarto de hora. Llevaba su vestido más elegante pero había dejado de sentarle tan bien como habitualmente, porque presentaba un gran abultamiento en la barriga, como si estuviera embarazada.
-Su hijo de usted será mu beato, pero es un desastre sin compostura -le dijo a Paula-, ¿verdad, Mani? Esto de aquí es un cojín prendío con una faja. La única manera de conseguir que el Ricardo nos haga caso es dándole lástima. He pensao que si cree que estoy preñá, querrá venir enseguía a ayudarme a encontrar al Antonio.
Paula sonrió, asintiendo.
Se disponían Ana y Mani a salir hacia el convento cuando de nuevo se presentaron los guardias con una orden de registro.
-Estuvo cinco días sin poder hablar, por la anestesia -respondió el más maduro de los guardias la pregunta de Ana, sin dejar de desordenar de nuevo la vivienda.
Paula dio un brinco.
-¡Qué dice usted, anestesia! ¿Qué le ha pasao a mi hijo?
-Han tenido que hacerle dos operaciones, porque el tiroteo lo dejó como un colador.
Mani notaba que el policía se recreaba en su propia sangre gorda frente a la impaciencia de los tres, como si quisiera convertir la información en un sarcasmo.
-¿El tiroteo -preguntó Paula- de quiénes?
-Es lo que tratamos de averiguar, porque su hijo jura y perjura que no sabe quiénes ni cuántos eran, ya que según él estaba muy oscuro. Dice que volvía cortando camino por el Ejido, después de una reunión del comité de la huelga general. Pero como usted comprenderá, el cuerpo de Asalto no se ha caío de un olivo. Su hijo miente pa proteger a quién sabe quién, pero cantará.
-¿Está en el hospital? -preguntó Paula, y Mani vio que ya se disponía a echar a correr.
-No. Esta mañana se le ha podido llevar por fin a prisión.
-¿Puedo ir a verlo?
-Hoy, no lo creo, señora. Lo siento. Tal vez pasado mañana, porque antes tenemos que acabar la investigación. ¿Dónde esconde su hijo las armas?
-¡Qué armas ni qué niño muerto! Mi hijo no esconde arma ninguna.
-¿Iba solo cuando lo tirotearon? -preguntó Mani.
-Tu hermano dice que sí, pero tiene que ser mentira, porque hemos recogido treinta y dos casquillos de diferentes calibres. Por los casquillos y por las posiciones, allí se dispararon un montón de armas distintas y hubo un enfrentamiento entre varios.
-Si mi hijo dice que iba solo, es que iba solo.
La voz de Paula no sonaba ni convencida ni convincente. El guardia sonrió con ironía sin parar de echar al suelo los envoltorios de telas de diversos colores. A Mani le pareció que había sadismo en sus ademanes y en su voz:
-Él dice que no sabe namás que le pegaron un tiro y perdió el conocimiento. Pero le repito, señora, que recibió varios disparos y que las armas tuvieron que ser manejás por diferentes personas. Su hijo y otros de su cuerda se enfrentaron a un grupo, eso está claro, pero él trata de no delatar a los que iban con él, que tienen que ser del Sindicato de Parados, como que me llamo Ciriaco... Pero tiempo al tiempo...
-Y... ¿sabe usted quiénes eran los atacantes? -preguntó Mani.
-¿Atancantes? -ironizó de nuevo el guardia-. Lo más probable es que los que atacaron fueran tu hermano y los suyos.
-¿Atacar a quién, en un descampao como el Ejido? -discrepó Paula.
-Seguramente es que perseguían y fueron a cortarle el paso a cualquier grupo rival. Como hoy día tó el mundo se enfrenta con tó el mundo.
-No -protestó Mani-. Usted no sabe de la misa ni la media de lo que nos está pasando hace una pila de tiempo. Los fascistas que vivían en la esquina no han parao de jodernos la marrana desde hace dos años y lo de mi Antonio tiene que ser cosa de ellos, porque... la hija del fascista más grande de tós desapareció y a ellos se les metió entre ceja y ceja que nosotros, los de mi familia, tenemos por cojones que saber dónde está. Esos le hicieron una encerrona a mi Antonio pa tratar de sacarle el paradero de esa niña... del que mi hermano no tiene ni puñetera idea.
-Pero tú dices que "vivían" en la esquina. O sea, que ya no viven por aquí. ¿Cómo van a hacerle ninguna encerrona a tu hermano? ¡Vamos, anda!
-Es que no han parao de perseguirnos y perseguirme. En el último carnaval, cuatro fascistas, entre los que estaba el hijo de ese tal, estuvieron a punto de matarme a patás, tratando de sacarme información sobre su hermana. Es una manía que les ha dao, y es lo mismo que vivan en la esquina o que no, o que vivan en el monte Coronao o que se escondan en el Sacromonte. No van a dejarnos tranquilos en toa la vida.
El guardia sonrió con expresión desdeñosa.
-¡Vaya con el niño! -exclamó en dirección a su compañero, que permanecía junto a la puerta, sin participar en el registro.
-Osú, Ciriaco, qué razón tienes. Parece un picapleitos.
-Y... de mi Paco -murmuró Paula, no del todo convencida de que conviniera mencionar al otro desaparecido-, ¿saben ustedes algo?
-¿A quién se refiere usted?
-A Francisco Rodríguez Robles del Altozano -dijo Mani.
-Nunca he oído ese nombre -respondió el guardia llamado Ciriaco.
Habló con un tono que a Paula le convenció de que mentía. Detuvo con los ojos a Mani, viendo que iba a continuar el interrogatorio, para que no insistiera en preguntar sobre Paco, temerosa de que la obligación de mentir pudiera exasperar más aún al guardia.
Una vez acabado el registro y tras marcharse los guardias con signos evidentes de enojo por su inutilidad, y dado que Paula, Ana y Mani tenían vedado, de momento, visitar a Antonio en la cárcel, corrieron los tres hacia el hospital en busca de más información. Debieron desmoronar con súplicas y quejidos la resistencia de la monja portera y de la jefa de enfermeras que ésta mandó llamar; pero las convencieron a las dos relatándoles en detalle lo que los guardias les habían informado. Mientras la monja jefa de enfermeras les ponía en antecedentes, los tres pudieron notar por sus inflexiones y sus gestos grandilocuentes que la gravedad y las circunstancias policiales del caso le había impresionado profundamente: Antonio había estado setenta y dos horas al borde de la muerte, pero tanto en la cama como en el quirófano permaneció rodeado de guardias noche y día y a todo el personal le habían prohibido reconocer que se encontraba ingresado allí. Los disparos le habían roto los intestinos y había perdido un riñón y "no ha muerto porque es más fuerte que un toro, y con todo y eso ha habido que hacerle transfusiones de sangre más caudalosas que el río Tajo". Mani advirtió que su madre y su cuñada, demasiado absortas en la averiguación del estado de salud de Antonio, no se daban cuenta de lo que la presencia policial permanente y la prohibición de informar debía significar: el caso era demasiado grave, lo suficiente como para que las autoridades le dedicaran tan exagerado esfuerzao policial, cuando todas las chácharas hablaban sin parar de las algaradas y conatos de motines y de la insuficiencia de medios para mantener el orden. Si un grupo tan numeroso de policías había sido destinado exclusivamente a la vigilancia de Antonio, tenía que ser porque se trataba de algo mucho más importante que una simple encerrona de Serafín y sus secuaces.
Cuando Paula y Ana parecían disponerse a volver a casa, Mani preguntó a las monjas:
-Y a mi hermano Paco, ¿qué le pasó?
-¿A quién?
Paula había vuelto la cabeza hacia Mani y a continuación observó con gran alarma la expresión de la monja, en la que le pareció evidente la voluntad de mentir, como antes lo había hecho sobre Antonio a pesar del precepto de su religión. Lo que vio en los ojos monjiles hizo que asiera bruscamente la mano de su hijo, diciéndole:
-Vámonos, Mani. Ya preguntarás por ahí...
-Pero es que yo lo vi llegar aquí, mamá -protestó Mani.
-Sí, bueno... Gracias, sor Lucía.
Mani se desasió de la presa de su madre y echó a correr hacia la sede del Partido Comunista, donde sólo estaban a esa hora una mujer, fregando el suelo, y el conserje.
-¿A qué hora viene don Cayetano? -preguntó.
-No sé si estará en Málaga hoy. Mañana, sí tiene que venir a las siete de la tarde, porque hay una reunión del comité provincial.
Volvió a su casa abrumado por los malos presentimientos. Paula preparaba la comida con la ayuda de Ana; ambas parecían no tener en la cabeza nada más que preguntas e intenciones relativas a la salud de Antonio. Mani comprobó que ninguna de las dos se mostraba angustiada por lo que pudiera haber ocurrido con Paco y decidió que no era conveniente contagiarles su preocupación.
La mañana siguiente, Mani despertó ojeroso y gravemente alterado, y se escuchó a sí mismo dar una respuesta muy áspera a su madre, "no estés tó el día encima de mí, como si fuera un chavea", razones por las cuales decidió ir a la playa para tratar de serenarse con una zambullida en el mar, hasta que llegase la hora de reanudar las averiguaciones sobre Paco. Carmen, la madre del Templao, lo abordó nada más poner pie en la calle, como si hubiera estado rondándolo:
-Mani, ¿has tenío carta de mi Guaqui?
-La última la recibí hará tres semanas, chispa más o menos.
-Lo mismo que yo. Estoy mu preocupá, porque desde que se fue a la Legión ninguna semana me ha faltao carta suya.
-No se preocupe usted. Me dijo en la última que les censuraban las cartas a él y a tós sus compañeros. A lo mejor es que él ha escrito, pero sus oficiales no quieren mandarnos las cartas.
-Ojalá. Pero me da mu mala espina.
-No se haga usted mala sangre.
-Oye... ¿no tienes naide más a quien acudir, por si pudieras averiguar algo sobre mi Inma?
Mani examinó el rostro de Carmen conmiserativamente. Habría transcurrido casi un año desde la desaparición de Inma y él había perdido ya toda esperanza de encontrarla. Evidentemente, la madre no iba a perderla nunca.
-No, Carmela. Por ahora no tengo nadie más a quien pedirle ayuda. Cuando vuelva mi Paco...
-¿Otra vez está de viaje?
-Sí..., creo que sí.
Paula, asomada al balcón, lo llamó:
-Mani, necesito que vayas a entregar un vestido a calle Beatas.
Llevar el brazo, de nuevo, convertido en perchero y extendido para sujetar el vestido doblado y el paño que lo cubría, le hizo sentir una nostalgia muy dolorosa del día que pidió protección al Templao para que los vecinos no se burlasen, hacía de eso ya una eternidad, porque, entonces, todavía no había rebasado la estatura de Carmen y esa mañana había comprobado que ya la superaba por una cabeza.
Sorprendentemente, pensar en el Templao le producía cierta sensación de firmeza en medio de la agonía por lo que les estaba ocurriendo a sus dos hermanos mayores. El vacío anímico, agravado por el físico del insomnio y el sentimiento de impotencia, se atemperaba con el simple conocimiento de que el Templao estaba vivo, sabía dónde se encontraba y tenía la seguridad de que algún día volvería a verlo. Reconoció que no podía suponer lo mismo sobre Paco y ni siquiera sobre Antonio. Se esfumaba tanta gente, había tantos vecinos que se referían a sus muertos y desaparecidos sin dolor aparente, de tantos que eran y de tan improbable que parecía recuperarlos, que encontraba demasiado optimista y hasta presuntuoso suponer que él iba a tener mejor suerte en relación con el que más respetaba entre sus hermanos. Paco no era más importante que cualquiera; podían haberle dado el paseíllo o hecho desaparecer, sin más, como a tantos otros. Apretó los labios para reprimir el ahogo momentáneo. Sentíase prisionero en un paréntesis de su vida sin nada enmedio. En la escuela habían suspendido las clases, no tenía la obligación de conseguir dinero puesto que Paula tenía tanto, vivían más holgadamente de lo que recordaba en toda su vida, el embozado llanto nocturno de su madre por las ausencias no era más copioso que el de antaño causado por las correrías de Antonio y hasta la excitación del juego del ratón y el gato con Serafín y sus secuaces había dejado de existir. No tenía más que hacer que proseguir una búsqueda en la que llevaba tres semanas enfrascado, cada día con menor esperanza.
Cuando cruzó calle de Carretería, inesperadamente, se encontró celebrando que Antonio estuviera en cama y encerrado en la cárcel. Sin haber percibido ruído ni movimiento previo alguno, y abstraído en el rubor airado que le causaba llevar el envoltorio de ropa en el brazo, de repente se vio en el centro de un fuego cruzado entre un grupo de anarquistas uniformados y una compañía de guardias de Asalto. Momentáneamente desprovisto de discernimiento, miró con expresión de alucinación la caligrafía ininteligible que trazaban en los adoquines los regueros de sangre. La balacera le pilló tan desprevenido, que el vestido que su madre le había mandado entregar cayó en un charco sanguinolento y tuvo que tirarse al suelo, sin más abrigo que el bordillo de la acera junto al cuerpo de un quejumbroso herido; tumbado boca abajo, se echó el manchado y enrojecido vestido por encima y se quedó inmóvil, para que creyeran que había muerto y a nadie de ninguno de los bandos se le ocurriera disparar hacia él. Fueron varios minutos de truenos y aullidos del infierno, incalculables minutos como eternidades de una pesadilla detenida, de un sueño horroroso del que no es posible escapar y donde uno no consigue rajar la gargante en un alarido.
Una vez que cesó el estruendo, pudo meterse en un lío aún más grave a causa de la ira incontenible que sintió cuando los guardias se echaron a reír viéndolo caminar hacia ellos con los ojos desencajados, el pantalón mojado de orina y cubierto con el manto de seda hecha jirones y rezumante de sangre que había sido el vestido de una de las prostitutas más caras de la calle Beatas. Le ordenaron correr y ello evitó que les increpara. Tuvo que saltar para eludir los cuerpos abatidos, como muñecos rotos cubiertos de sangre, algunos de los cuales se retorcían y lloraban de dolor.
La pérdida del vestido era una calamidad que no tenía la menor idea de cómo resolver, así que retomó el proyecto de dirigirse a la playa.
-El tiburón nos acecha con las fauces abiertas -dijo el Chafarino cuando Mani emergió del agua, tras lavarse la piel, la ropa y el ánimo.
-¿Por qué se atormenta usted con esas ideas? El mar está en calma, azul como un cromo y brillando como la plata, el cielo es una candela viva y creo que es uno de los días más bonitos que recuerdo en toa mi vida.
-Sí, hace un tiempo espléndido, Mani, pero se trata de la calma que precede al temporal. Lo que ocurrió anoche en Madrid abre las puertas de la madriguera donde tenían encerrada a la jauría.
-¿Qué pasó ayer en Madrid?
-Asesinaron a una persona muy importante, Mani, el diputado José Calvo Sotelo, uno de los hombres más inteligentes, elocuentes y respetados con que contaban las derechas. Él no paraba de decir que tenía las espaldas muy anchas como para aguantar el peso de las peores amenazas, pero ya ves de lo que le ha valido tanta anchura. Se trata del peor de los errores que han podido cometer las izquierdas, porque tú vas a ver que los derechistas lo convierten en la bandera que andaban necesitando. Los dioses harán llover azufre y piedras derretidas sobre Málaga.
-A ese señor lo han matao en Madrid. ¿Qué tenemos nosotros que ver?
-Málaga dio a las Cortes el primer parlamentario comunista de España, Cayetano Bolívar. Aquí ardieron en 1931 muchísimas más iglesias y conventos que en ningún otro sitio. Aquí, como en Barcelona, las calles han estado a todas horas en poder de los anarquistas. Vamos a pagar un precio muy alto por llevar tanto tiempo poniendo a toda España con los pelos de punta, ya lo verás.
A pesar del tiroteo del que había estado a punto de convertirse en víctima, a Mani le sonaban las palabras del Chafarino, más que nunca, a desatino. Bajo el calor ya muy alto de mediados de julio, olía a paz y paraíso. Miró hacia la orilla; en las perezosas olas desaparecían y emergían más bañistas de los que había visto nunca; era una escena idílica, sin sombras de amenaza, donde los bañistas reían, retozaban, saltaban y se zambullían como si la vida fuese hermosa, y no existiera nada feo más allá del esplendor cálido que disfrutaban. La bahía era una postal multicolor coronada al otro lado, en la orilla de Levante, por los últimos repechos de Sierra Nevada, azulados por la distancia; bajo ellos, el monte de San Antón, con la cumbre doble que los marineros denominaban "las tetas de Málaga", era un jardín esplendorosamente verde donde casi se podía intuir el disfrute de los camaleones tumbados plácidamente al sol. En ese escenario maravilloso, las frases pesimistas del viejo ciego parecían absurdas, fuera de lugar. Entró en el cañaizo con el Chafarino, para dar cuenta de una suculenta sartenada de coquinas salteadas donde ensopó, como de costumbre, el crujiente pan que el propio ciego cocía de madrugada. Hacia mucho calor y los chorros de sudor le recorrían la espalda, pero comenzaba a sentirse estupendamente, olvidados el tormento del insomnio y el terror del tiroteo.
-Los dioses están furiosos -continuó el Chafarino-. Harán con nosotros como siempre han hecho cuando un pueblo se vuelve loco: destruírlo. Esta locura es muchísimo más grave que la de Sodoma y Gomorra, porque no proviene de la degeneración de los sentidos, sino de la deformación de los sentimientos. Exterminarán a los hermanos que se revuelven contra sus propios hermanos en vez de aliarse con ellos para buscar juntos un destino mejor.
Mani dejó que su amigo hablara sin contradecirle, sin ganas de hacerlo, perezosamente dispuesto a disfrutar con toda la intensidad posible la paz momentánea que sentía, puesto que sabía de sobra lo pasajera que era, y haraganeó en la playa hasta las cinco de la tarde. Cuando supo que iba a tratar de hablar con Cayetano Bolívar, el Chafarino se empeñó en repasar su ropa y plancharle el pantalón.
Trenta horas después de haber salido del Hospital Civil, Mani se apostó a la entrada de la sede del Partido Comunista, a hacer guardia. A las siete menos cuarto, vio a Cayetano Bolívar trasponer la esquina situada a unos treinta metros y como sólo le acompañaba un correligionario, corrió hacia él, considerando que debía hablarle antes de que tuviera más gente alrededor.
-Mi madre está que se muere -dijo sin saludarle.
-Me parece que te conozco -comentó el político-. ¿Quién es tu madre y qué enfermedad tiene?
-No tiene ninguna enfermedad. Usted recuerda mi cara porque me ha visto muchas veces con mi hermano, Francisco Rodríguez Robles del Altozano.
-¡Ah! -exclamó Bolívar.
Mani notó lo brusca e intensamente que había cambiado su expresión, de la indiferencia a una emoción que no supo identificar. Notó que ocurría algo desagradable con Paco, porque estaba seguro de que Bolívar había palidecido.
-Hace tres semanas que no sabemos ná de él... y como mi hermano mayor está en la cárcel, casi muriéndose por las heridas, puede usted suponerse cómo está mi madre. Por favor, ¿no tiene usted idea de dónde está?
-¿Cómo te llamas?
-Manuel.
-Sinceramente, Manuel, no puedo decirte nada.
-¿No puede o no quiere decírmelo, o no lo sabe? -preguntó Mani con impaciencia.
-Escucha, tengo dentro de pocos minutos una reunión importantísima, porque ayer han ocurrido en Madrid, y también aquí en Málaga, hechos sumamente graves. Ahora no puedo ayudarte, pero le voy a decirle a mi secretario que te dé cita para dentro de una semana, porque antes no tengo ni un momento libre. Ven el día veintiuno, sobre estas horas, y a lo mejor entonces puedo ayudarte. ¿De acuerdo?
Mani asintió con expresión descompuesta. Se dio cuenta de que Bolívar evitaba responderle y entendió que lo que ocurría con Paco tenía que ser tremendo.
Luego de apartarse del político, erró dando vueltas por la ciudad y hasta permaneció bastante rato ante la puerta del cine, meditando si entrar a ver de nuevo "Morena Clara", con objeto de aplazar el momento de tener que explicar a Paula que había perdido el vestido y, sobre todo, reprimir las emociones porque debía evitar que ella descubriera su turbación y su desesperanza en relación con Paco.
Cuando llegó a la casa, a las nueve y media, encontró a Rafael, el criado de Elena Viana-Cárdenas James-Grey, sentado junto a la mesa, donde Paula le había servido un vaso de vino que el mayordomo-chófer daba la impresión de no haber tocado. Sin disimular su incomodidad, Paula tejía nerviosamente un chal a medias con Ana, que tejía también por la otra punta. Se trataba de un obsequio para una de las monjas del hospital, que según las ambiguas narraciones monjiles, había donado abundantemente su sangre para salvar la vida de Antonio.
-Menos mal que llegas por fin, Mani -dijo Paula sin interrumpir la labor, con amargura notable y olvidando el vestido perdido-. ¿Por qué has tardao tanto? Me tenías en un sinvivir por los jaleos que dicen que ha habido hoy por toda Málaga, y este hombre lleva más de dos horas esperándote; pero no hay manera de sacarle por qué te necesita y tiene orden de hablar sólo contigo, como si una fuera un mueble.
-¿Qué tiene usted que decirme?
-Doña Elena quiere que te lleve a casa -respondió Rafael, eludiendo satisfacer las ansias evidentes de Paula-, porque hay una cosa que necesita pedirte con urgencia.
-¿Y tiene que ser ahora, por fuerza?
-Sí. Quiere hablar contigo esta misma noche, sin falta.
Mani identificó en los ojos de Paula el mensaje de asentimiento y la orden de que no retrasara más la visita, cuyo objeto callaba el sirviente con tanto empeño. Tampoco le dijo nada a Mani durante el recorrido en coche hasta La Caleta, que les tomó media hora. Llegados ante la mansión, Mani sintió que había algo diferente, pero tardó unos minutos en identificar qué era, porque ya había oscurecido y no pudo descubrir los destrozos a primera vista. Tras bajar del coche y al trasponer la esquina hacia la fachada principal, vio que la puerta de hermosos cristales de colores había sido destruída a hachazos y sus fragmentos se encontraban apilados a un lado de la escalinata, en tanto que dos carpinteros acababan de ajustar una puerta nueva, de madera, iluminados tan sólo por las velas que portaban dos criadas, puesto que todas las luces exteriores habían sido rotas a pedradas, tanto los faroles de la verja como las abundantes tulipas de la fachada.
Rafael le llevó inmediatamante al salón íntimo donde sólo había estado una vez, el día que Rita se probaba el suntuoso vestido de carnaval. Miguel, con la cara convertida en un amasijo sanguinolento e inflamado, estaba recostado en un sofá, donde Alonso Betancur y un hombre que Mani no conocía, sujetaban fuertemente los brazos de su hermano, inmovilizándolo como si fuese presa de un ataque epiléptico. Al verlo llegar, Miguel reanudó un llanto que, a juzgar por la inflamación carmesí, duraba ya muchas horas, y unos gemidos que brotaron rasposos a través de su garganta rota.
Elena, que se encontraba sentada en un sillón junto al sofá y acariciando la cabeza de Miguel, sollozaba quedo.
Hacía ya algún tiempo, varios meses en realidad, que a Mani le exasperaba el llanto, porque le desconcertaba; cuando no se creía capaz de resolver el problema del que lloraba, lo que le arrebataba el ánimo era una irritación incontrolable y la necesidad de huir. El llanto de Carmen, la madre del Templao, lo toleraba con cierta indulgencia, ya que no sentía la obligación de afanarse más porque sólo él sabía cuánta energía había gastado en la búsqueda de Inma y cúanto esfuerzo había empleado en salvar a Guaqui; el de Paula, dado que ella lo contenía de manera casi sobrehumana por el empeño de que nadie viera sus lágrimas, le rompía el corazón en la oscuridad de la alcoba y le producía verdaderos deseos de ensordecer; el de Ana por la situación de Antonio, le inspiraba ternura impaciente. Pero el copioso e interminable llanto de Miguel por todas las cosas, le sacaba de quicio. Ahora, a pesar de los golpes que había sufrido según delataba el aspecto de su rostro, estuvo a punto de lanzarse hacia él, zarandearlo por los hombros y decirle que se comportase como un hombre y afrontase sus problemas con la gallardía que Paula les inculcaba. Pero tanto el escenario como la escena y los actores le disuadieron. Elena, Alonso Betancur, el desconocido, las dos criadas que se hallaban a medio servir un refrigerio, Miguel y Rafael le miraron como si esperasen algo que sólo él podía realizar.
Elena señaló un escabel situado a su izquierda. Una vez sentado junto a ella, y como Elena se interponía entre Miguel y Mani, éste dejó de contemplar con hastío las lágrimas que corrían por las mejillas entumecidas de su hermano y pudo prestar atención a lo que Elena le susurraba:
-Fue esta madrugada, sobre las seis. Asaltaron la casa como salvajes, rompieron la puerta a hachazos, amenazaron a todo el servicio a punta de pistola y se fueron derechitos al cuarto de Miguel y Angustias...
-¿Directamente, sin meterse en ninguna otra habitación? -interrumpió Mani.
-Eso es. Fueron directos al dormitorio de tu hermano. Se llevaron a Angustias en volandas, sin permitirle ni siquiera vestirse, y a tu hermano, ya lo ves. Como salió como un ciclón en defensa de Angustias pa impedir que se la llevaran, otra vez han estao a punto de matarlo.
Mani cerró los ojos y apretó los párpados, como si con ese gesto pudiera borrar el mundo. A la desaparición de Inma, el desconocimiento del paradero de Paco y el alejamiento de Ricardo, Guaqui y Antonio, se sumaba ahora el secuestro de Angustias.
-Tienes que evitar que tu madre lo sepa -continuó Elena-, al menos por unos días, y por eso no he permitido que Miguel salga corriendo pa tu casa, porque ya conoces el carácter de tu madre; es capaz de revolver Roma con Santiago y meternos a todos en líos aún peores y correr ella misma riesgos inútiles. Pero habla con tu hermano Paco, que dicen que tiene tanta influencia en el Partido Comunista, a fin de que consiga que sus jefes hagan alguna gestión pa encontrar a Angustias, antes de que Miguel vaya a hacer otra locura.
-Los comunistas no pueden haber secuestrado a la Angustias -adujo Mani.
-No, claro que no -concordó Elena-. Es cosa de la familia y, principalmente, del hermano y sus amigos, que son los que nos asaltaron esta madrugada, según lo que Miguel vio. Pero, tal como están las cosas en Málaga y en toda España en el día de hoy, la única institución con cierta autoridad y con un poquillo de orden es el Partido Comunista, que, según se rumorea, son quienes de verdad mandan en los guardias de Asalto. Lo he oído cien veces a lo largo del día. Todos los que he consultado dicen que, hoy por hoy, no hay más gobierno auténtico en Málaga que el de Cayetano Bolívar. Así que corre a ver qué puede hacer ese... señor por tu hermano.
-Paco está desaparecido, ¿no se acuerda usted?
-No creo que esté desaparecido de verdad -opinó Alonso, el yerno de Elena-, sino escondido, ¿comprendes, Mani? Hay gente que por tener motivos para temer por su seguridad, se ha ocultado para verlas venir... pero tras lo ocurrido ayer en Madrid y esta mañana en toda España, lo que tenía que venir ha llegado ya. Los alborotos que hay por todas partes vienen a ser como proclamaciones de una infinidad de repúblicas soviéticas. Tu hermano saldrá de las sombras, tú lo verás, como están saliendo sus camaradas por centenares.
Mani observó el rostro demudado de Alonso Betancour, a cuyo hijo había visto, de soslayo, vestido como los fascistas de Serafín. Se preguntó si sus afirmaciones y la impaciencia por saber si Paco había estado escondido podían significar otra cosa que un dudoso interés por rescatar a Angustias, ya que tenía razones de peso para temer que hubiera sido su propio hijo quien le había ido a Serafín con el soplo de que Angustias se refugiaba en su casa.
-Pero si el Serafín es quien se la ha llevao, a la Angustias tienen que haberla mandao ya pa Graná. Seguro que a estas alturas la han encerrao en un convento, tal como llevan más de un año amenazando el barbero y su mujer.
-No han podido sacarla de Málaga, Mani -aseguró Elena-. Todos los caminos, el ferrocarril y el puerto están vigilados por los comunistas, que no paran de hacer registros en busca de... bueno, tú sabes; se portan como si ya tuvieran el gobierno en sus manos. Me lo ha contado el capitán Bermúdez -Elena señaló al desconocido que, junto a Alonso Betancur, sujetaba a Miguel-, que comanda el "Monte San Antón". Todos mis barcos tienen en estos momentos parejas o grupos de comisarios políticos en el puente de mando, más o menos encubiertos, que revisan con lupa las órdenes de los capitanes. Angustias no ha salido de Málaga, Mani, te lo puedo garantizar. Corre a encontrar a tu hermano Paco y tráenos a Angustias de vuelta, porque Miguel se va a morir o lo van a matar, ¿no lo ves?
Tras humedecerle la camisa el llanto suplicante de Miguel al abrazarle, Mani fue conducido por Rafael, en el Hispano-Suiza, hasta la sede del Partido Comunista. El hombre que se encontraba ante la puerta, de guardia, cargó el cerrojo de su fusil al ver bajar a Mani del reluciente auto y lo apuntó contra su vientre.
-Fascista de mierda -dijo-, echa a correr patrás y piérdete de vista.
-¿Fascista? -ironizó amargamente Mani-. ¿Yo, facista? Pa que te enteres, só pedazo de imbécil, yo soy hermano de Paco Rodríguez Robles del Altozano.
-¿Tú, hermano del camarada don Francisco? ¡Vamos, anda! Desaparece o te siquitrillo ahí mismo.
Mani decidió que a esas horas, casi media noche, no podía desafiar la suspicacia de un sujeto que, además de ser un tarugo de naturaleza, parecía estar bajo los efectos de la borrachera con que media Málaga había celebrado todo el día no sabía claramente el qué, porque sólo había visto rastros de sangre por doquier.
Entró de nuevo en el coche, le dijo a Rafael que informara a Elena de lo sucedido y de que a la mañana siguiente intentaría hablar con alguien del Partido Comunista, alguien razonable que no estuviera borracho. Mientras viajaba hacia su casa, se preguntó muchas veces por qué el vigilante había usado el tratamiento de "don" para mencionar a Paco.