El Polla
Luis Melero
,
Los sabios tienen sobre los ignorantes
las mismas ventajas que los vivos sobre los muertos.
Capítulo 1
Las rechiflas acabaron formando
un recuerdo vago, del que era incapaz de
distinguir lo real de lo imaginado:
Tenía seis años, pero participaba
poco de los juegos escolares, ya que no consideraba amigos a sus condiscípulos
a causa de sus burlas. El colegio ocupaba una parcela semi rural y el clima de
la ciudad era muy benigno, por lo que los retozos infantiles semejaban una excursión.
Una característica suya que no conseguía identificar le hacía sentirse distinto
de los demás. El tiempo del recreo lo pasaba mirándolos como si los viera en la
televisión, con un sentimiento de extrañeza nunca aclarado; se sabía diferente,
aunque no sabía por qué. Su juego solitario consistía en interpretar las formas
de las nubes o contemplar los insectos, y cuando sentía ganas de aliviarse,
entraba en el apestoso retrete colectivo del colegio, seguido de inmediato por
un grupo numeroso; iba a orinar, para lo que no tenía necesidad de abrirse la
bragueta del pantalón. En el mismo instante, alguno de los otros chiquillos
gritaba:
-¡Atención! El Dioni va a sacar la
bicha.
Los demás niños, ninguno mayor de
siete años, se arremolinaban alrededor de Dionisio en el momento que extraía el
pene por debajo del pernil del pantalón corto. La salida de la “bicha”
ocasionaba exclamaciones y risotadas, que terminaban con algo parecido a un
aplauso cuando acababa la meada. Él sonreía beatíficamente, sin comprender la
razón del revuelo, ya que todo lo suyo le parecía natural y de lo más
corriente, aunque persistiera el sentimiento de no ser como ellos.
No recordaba situaciones parecidas
del resto de su niñez, pero sí de cuando la adolescencia comenzó a manifestarse
con salacidad incontrolable. Casi todas las muchachas de su vecindario se lo
dijeron alguna vez:
-Tu porvenir es meterte a chulo.
Al cumplir Dionisio los diecisiete
sin que su infame trayectoria escolar prometiera nada, su padre fue más
específico. Estaban desnudándose a la vez en una caseta de playa; cuando el
chico se bajó el calzoncillo hasta las rodillas, su padre se quedó inmóvil,
alelado, mirando con ojos maravillados hacia su entrepierna. Tras unos
instantes de mudez y mucho desconcierto de los dos, el padre se bajó el
calzoncillo, lo que confirmó la idea de Dionisio de que lo suyo no era tan
especial. Salieron ambos con cara de circunstancias y en silencio hacia las
tumbonas, donde el resto de la familia había montado ya una especie de
campamento tuareg con las neveras portátiles, las toallas, flotadores,
sombrillas y los cestos y bolsas de comida.
Después de comer, Dionisio notó que
su padre procuraba echar la siesta en la hamaca situada junto a la suya. Sobre
la algarabía de la comilona mezclada con arena y risas, y a despecho de las
miradas lascivas hacia las muchachas que aquella tarde habían decidido hacer
“topless”, en las mejillas de Dionisio perduraba aún el sonrojo del momento
desconcertante de la caseta, y cuando su padre
–tumbado ahora boca abajo, impaciente y al tiempo dubitativo, y
mirándolo de reojo- denotó que iba decirle algo que por su actitud parecía
importante, la rojez de las mejillas del muchacho aumentó. Dionisio reprochó
con ojos resueltos la mueca burlona de los labios de su padre, pero dijo con
tono de rabieta:
-¿Qué quieres, papá?
El padre vaciló unos segundos
aunque tenía de sobra elaborado el discurso:
-Oye, niño; no tienes cabeza para
los estudios ni apuntas condiciones artísticas. Pero tienes… un don. ¿Sabes de
lo que hablo?
Con un arrebol volcánico, Dionisio
asintió.
-Pues ya lo sabes, niño. Lo tuyo es
de otro mundo. Volverás locas a las mujeres y… también a algunos hombres. Te
harías rico si te atrevieras a chulear.
-Tú…tienes lo mismo que yo y…
-Sí, niño; pero yo hice la tremenda
tontería de enamorarme de tu madre cuando tenía tu edad. No cometas el mismo
error y sácale partido a esa entrepierna sobrenatural.
El consejo, sumado al clamor de sus
vecinas, le martilló las sienes durante el resto del verano. Llegado septiembre
y ante la pregunta de sus padres de si iba a continuar la tarea imposible de
estudiar o qué se proponía hacer con su vida, meditó un montón de días sentado
en el muro de canalización del torrente. Pasaba las horas muertas mirando el
pedregoso y seco lecho, inmóvil.
Pensaba con frecuencia creciente en
la primera muchacha que penetró. Sus gritos, convulsiones y alaridos. El miedo
a que alguien la oyese y creyera que él la maltrataba. El susto y la impotencia
de casi un año, que pasó evitando el acercamiento a cualquiera de las que se le
sugerían, por temor a que se repitiera aquella escena; sin embargo, la renuncia
alentó el clamor que corría de boca en boca por el barrio. La supuesta
“maltratada” les contó a sus amigas el don incomparable de Dionisio, de modo
que se convirtieron en multitud las que ansiaban comprobarlo.
Lo que para las chicas con las que
tenía escarceos era una lisonja más que una broma, para él fue tomando cuerpo a
partir de la conversación con su padre en la playa. Aguzó el oído para tratar
de averiguar si se trataba de algo que pudiera estar al alcance de sus
aptitudes y situación, e inclusive consultó a los vecinos con los que tenía
mayor intimidad.
-Fonsi, ¿tú crees que yo…podría
meterme a puto?
-¡Cómo no! Con lo que te cuelga,
¿qué quieres que te diga? Yo no lo pensaría. Puedes hacerte rico con tu polla,
que te lo digo yo. Fíjate en el Bibi, que no tiene ni la mitad que tú, y se lo
rifan las ricachonas y los pudientes de Marbella,
Mediado el otoño, alcanzó el
convencimiento de que eso era lo que deseaba hacer con su vida. Con objeto de
llegar a imaginar un método para lograrlo, dedicó muchas tardes a leer las
revistas de “información rosa” que su madre y sus dos hermanas leían con
fruición. Al principio, creyó que todos aquellos noviazgos, rupturas y
adulterios eran reales y se asombraba sobremanera, algo escandalizado; pero
poco a poco se fue convenciendo del obsceno tejido de mentiras e invenciones
pagadas que contenían tales publicaciones.
Estudió las caras, las ropas y las
actitudes que ocupaban tanto las revistas como los programas especializados de
televisión; para su sorpresa, n poco tiempo se convirtió en un experto capaz de
reconocer a todos los famosos, sobre todos a los más descarriados. Hasta se si
ntió capaz de descubrir tras los oropeles aparentemente honestos a las que se
prostituían bajo el influjo de una famosa madame que decía que no lo era.
Buscaba inspiración tanto en los
hombres como en las mujeres, “modelos” que nunca salían en publicidad ni en
pasarelas, pero a quienes los periodistas no hallaban ningún otro eufemismo con
que nombrarlos. Ellas lo llevaban con mayor naturalidad; no se inventaban
ocupaciones paralelas, reían aparatosamente siempre, componían posturas que
resaltasen sus atractivos y acostumbraban a emplazar a los fotógrafos para “una
gala que protagonizaré el viernes en la disco”. Ellos, en cambio, se
comportaban con una seriedad que, en opinión de Dionisio, escondía timidez;
solían declarar que ejercían profesiones generalmente raras y muy difíciles de
comprobar; o manifestaban estar estudiando “por libre”. Todo los bellos
muchachos de las fotografías y los noticiarios rosa de televisión demostraban
avergonzase de su verdadera profesión y era patente su determinación de
ocultarla. Determinación tan fuerte, que llegaba a convertirse en muy obvias
afirmaciones.
El que mejor lo llevaba era el
hombre más hermoso que conseguía imaginar que hubiera en el mundo sin llegar a
parecer afeminado. Tenía pómulos prominentes bajo cuencas oculares muy oscuras
y misteriosas, lo que le daba cierto aire de héroe del “far west” Su pelo era
tan negro que parecía teñido. No daba la impresión de ser demasiado alto,
aunque poseía proporciones muy armónicas y vestía de manera espectacularmente
elegante, no tan ostentosa ni estridente como sus iguales, pero todo lo que
usaba parecía muy caro. Casi siempre lo fotografiaban en Marbella, que no
distaba demasiado de la casa de Dionisio. Nunca parecía avergonzado ni tímido,
ni se esforzaba por hacer creer que no era lo que era. Con frecuencia aparecía
al lado de grandes estrellas, actrices de cine –tanto españolas como
estadounidenses-, célebres banqueros y nobles, y hasta estrellonas de las
revistas cordiales que habían llegado ya arriba, escalando eficazmente de cama
en cama. Dionisio se pasó meses obsesionado con él, buscando sus fotos y
acechando sus apariciones en televisión, que por fortuna eran frecuentes.
Decidió encontrar el modo de rogarle que fuera su Sócrates, porque era el mejor
sin ninguna clase de duda. .
Una vez que le pareció haber
pergeñado una estrategia, Dionisio decidió buscar su camino hacia lo
indeclinable.