Los cuentos que estoy subiendo aquí son relatos compuestos a partir de experiencias mías.
No son literalmente una BIOGRAFÍA, y si siquiera siguen el orden cronológico.
PERO AUNQUE USE LAS TÉCNICAS Y CONVENCIONES SOBRE FICCIÓN Y RELATOS, todo lo que cuento me ha pasado en la realidad.
AÇunque NO SON TODO lo que me ha pasado.
domingo, 28 de octubre de 2012
viernes, 26 de octubre de 2012
CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, 10. ¿Conseguiría resucitar el Carnaval de Málaga?
TIEMPO PARA UN INVENTARIO: ¿Conseguiría reinventar el Carnaval de Málaga?
Después de largos años como un nómada por todas las Américas, volví a España convencido de que regresaba para reencontrarme a mí mismo. Llevaba demasiado tiempo sintiéndome intruso en todas partes; no acababa de sentirme en casa en ningún lugar; no me ocurría como muchos emigrados españoles que había conocido integrados, felices y con descendencia en países de los dos hemisferios. En cierta ocasión, mientras participaba en la campaña publicitaria de un político (que ganó las elecciones, creo que con una frase mía), uno de sus ayudantes me preguntó por qué no me nacionalizaba: “Imagina, podrías llegar a vicepresidente del país”. Repuse: “¿Sólo a vicepresidente, entonces no me nacionalizo, para ser un ciudadano con derechos limitados”.
Cuando volví para quedarme, había pasado tres años intentando reintegrarme a España, realizando por ello muchos viajes, pero tenía que volver a emigrarme porque tampoco reencontraba las raíces perdidas. Concretamente, recuerdo una navidad que, mientras esperaba la cena de Nochebuena, me puse a ver las noticias de la televisión; el tono del locutor y lo que decía me causaron tal impresión, que no cené de Nochebuena con mi familia, salí y me emborraché (cosa que sólo he hecho tres veces en toda mi vida); a primera hora del 25, corrí con mi equipaje al aeropuerto y salí de estampida maldiciendo mi estampa.
Tras varios cruces fallidos del Atlántico, decidí que tenía que quemar mis naves o jamás lo conseguiría, porque era demasiado golosa mi situación americana, demasiado elevada para alguien que no había estudiado ni el bachillerato español.
Poseía un estatus de clase muy acomodada, un reconocimiento profesional “envidiable” y una cuenta en el First National City Bank de Nueva York con un saldo en dólares muy considerable. Atravesaba en aquellos momentos el más alto nivel que podría conseguir nunca en publicidad, me habían elegido varias revistas especializadas como uno de los mejores “layout-men” de América Española y era invitado habitual en fiestas “aristocráticas” de Venezuela, Brasil, Ecuador e, inclusive, del fastuoso Park Avenue de Nueva York. Regresar para la única vida, sencilla y austera, que podría llevar en España resultaba estrambótico a los ojos de mis parientes e incómodo para mi subconsciente. Quemar las naves sería la única manera de obligarme a readaptarme.
Nunca había ambicionado más meta final para mi vida que la profesión de escritor. Consciente de mi falta de preparación académica, durante todo mi tiempo emigrado devoré libros; investigué hechos históricos que me parecían mal explicados; frecuenté bibliotecas; consulté durante muchos años toda clase de enciclopedias gramaticales, buscando empaparme a fondo no sólo de la lengua, sino de sus posibilidades expresivas; procuré (y conseguí) relacionarme con algunos de los novelistas y poetas hispanoamericanos que más admiraba; finalmente, me acerqué humildemente a varios poetas malagueños, que me trataron como a una puñetera mierda. Siempre me ha asombrado la facilitad con que se vuelven despectivamente egocéntricas personas poseedoras de talentos sólo mediocres.
Como el regreso me lo planteé especialmente para tratar de materializar mi carrera de escritor, alquilé un apartamento en la calle Doctor Fleming de Madrid (en un edificio apodado “la teta de Madrid”), y pasé todo un año encerrado escribiendo, sin dejar de frecuentar la Biblioteca Nacional. Creé una novela (que por cierto se me ha perdido; todavía no eran comunes los ordenadores) y procuré afanosamente encontrar una senda que me condujera a alguien que pudiera introducirme con una editorial. Pero un año más tarde, y ansioso de readaptarme a España (lo que cada día me resultaba más difícil) presté oídos a las reconvenciones de mis parientes: “te vas a gastar todos tus ahorros y te verás en la miseria”. Dadas mis experiencias americanas, nunca me pasó por la mente la idea de que tal cosa fuera posible, pero primó mi necesidad angustiosa de readaptarme a unas raíces que no conseguía encontrar.
Establecí en Málaga un negocio de hostelería que denominé “Pepeleshe”. Con ello, mataba dos pájaros de un disparo: Me ponía a trabajar (según mis familiares, enemigos acérrimos de mi pretensión de ser escritor, en “algo útil”) y, además, me procuraba un arma para tratar de revivir el carnaval de Málaga. Lo llevaba intentando desde mediados de los años 70 (desde varias ciudades americanas) escribiendo “cartas al director” que el entonces director de Sur, Sanz Cagigas, (única persona en Málaga que valoró mi capacidad literaria) publicaba en Sur como artículos de colaboración. He perdido muchos de esos artículos, porque pedía a mis familiares que me los enviaran y como ellos los buscaban en “cartas al director”, no se daban cuenta de que habían salido como artículos y ni siquiera conozco las fechas para intentar una búsqueda en hemeroteca. Nadie en unos cinco años había prestado oídos a mi súplica de que se rescatara el carnaval de Málaga. Con el Pepeleshe, supuse que tendría ocasión de fomentar el carnaval.
Abrí dicho local con la idea de que, al no tener experiencia, fracasaría. Pero la publicidad es como montar en bicicleta: no se olvida”. Tras varios días de desesperación, mi subconsciente de publicitario me inspiró medios para llevar el local adelante. A los tres o cuatro meses, era el bar-pub más famoso de Málaga. Tenía colas de adolescentes dos o tres horas antes de abrir los domingos. Me vi arrastrado por la propia dinámica del negocio, y perdí por un tiempo la verdadera perspectiva de mí mismo. Entre otras cosas, inventé concursos de flamenco y humor, tertulia poética, recitales, etc. Uno de los certámenes era el “Concurso Pepeleshe de contadores de chistes“, del que se celebraron 7 ediciones.
Tuve mucha suerte, porque no disponía ni de extintores y muchas noches llegaba a entrar la gente literalmente a presión; de tal modo, que el camarero tenía enormes dificultades para servir las copas.
En el segundo concurso de contadores de chistes, quedaron segundo y tercero Manuel Sarria y Juan Rosa Mateos. Había una diferencia de estatura entre ellos de unos 47 cm; al observarlos juntos en el estrado, pensé en el gordo y el flaco, el bueno y el feo y parejas semejantes. Les sugerí unirse para formar un dúo humorístico, lo que llevó meses porque se peleaban mucho y rompían todas las semanas. Uno trabajaba en Los Prados y el otro, en Ciudad Jardín; no puedo calcular la gasolina que gasté en tratar de reconciliarlos. Pero resultaban graciosos y al, final, triunfaron con el nombre que les puse y la parodia que les escribí; Dúo
Sacapunta y “La sorda”, respectivamente.
En plena efervescencia de la fama del Pepeleshe, varios amigos me alertaron de que mis paisanos creían que yo era millonario. Tanto es así, que una periodista vino y me contó que mantenía una relación de trío con otra chica y un prohombre, y sin querer se había quedado embarazada. Me lo contó llorando, afirmando que no era capaz de hablar de su embarazo a su padre. Tras una pausa durante la que pareció reflexionar a fondo, dijo:
-Como se rumorea que tú eres homosexual, podrías casarte conmigo para cubrir las apariencias, sin necesidad de que tengamos sexo ni nada, porque yo estoy enamorada de mi compañera sexual”.
Caí en el enredo, ahora no comprendo por qué; tal vez por compasión ante su desconsuelo. Gasté unos siete millones de pesetas en decorar el piso que ella había comprado, cercano al Pepeleshe. Tuvimos una boda casi fastuosa, aunque el famoso político que era la “tercera” parte del trío se negó a asistir.
La excelentísima señora quiso apropiarse de la participación económica de su padre, como padrino, en el convite que yo había pagado íntegro. Durante un par de semanas, compró en El Corte Inglés vestidos carísimos que me obligaba a pagar. Pocos días más tarde, me dijo que tenía un pufo de casi un millón de pesetas por la hipoteca del piso, y que debía liquidarlo “antes de fin de mes”. Le respondí que yo me había quedado ya sin dinero. Ella repuso: “Qué error, qué error he cometido”.
Un par de semanas después, presentó en el obispado demanda de anulación matrimonial; en su demanda, me acusaba de maltratador y otras barbaridades mucho peores. Para reforzar sus mentiras, se valió del testimonio falso de una compañera suya de trabajo, a la que jamás había visto yo tras la ceremonia. Pero esta mujer inventó cosas terribles contra mí, delitos que “había visto en directo”. Hoy es una famosa y “veraz” comunicadora que “ama a todo el mundo”. Padecí una depresión muy profunda y tuve que volver a América por algún tiempo.
A mi regreso, me afané más que nunca por revivir el carnaval de Málaga, porque creía que estaba a punto de morir (ya hace casi 30 años de eso). Organicé un acto reivindicador, recabando el apoyo de dos conocidas instituciones para lograr que las autoridades me hicieran caso y asistieran. El acto, del que informó el diario SUR a toda página, resultó un éxito. El entonces alcalde prometió: “Apostaremos por el carnaval de Málaga al mismo nivel que por la feria”, promesa que incumplió sonoramente.
Pero mi empeño comenzó a convertirse en obsesión. Tanto insistí, que los pocos carnavalistas de entonces organizaron un acto para tratar de fundar la “asociación de Amigos del Carnaval de Málaga”. El acto tuvo lugar en un antiguo cine llamado “Cayri”. Acordaron organizar la asociación y me eligieron presidente. Presidente de algo que no existía. Tuve que alquilar un local (propiedad del pintor Morenno), realizar la reforma, comprar muebles y complementos, y demás. Tuve muy poca ayuda manual (sólo me ayudó de verdad un señor que ha muerto ya, Manuel Gallego) y ninguna económica. Dispuesto a que el proyecto se hiciera realidad en toda la dimensión necesaria, escribí a la reina doña Sofía pidiendo su patronazgo (que me negó); después le ofrecí la presidencia de honor a la duquesa de
Alba, que la acepto pero advirtiéndome: “yo no tengo dinero”. Al menos, consintió en venir a Málaga para tomar posesión. Yo consideré que un acto casi en homenaje de la duquesa de Alba convocaría a la gran sociedad malagueña, puesto que consideraba indispensable su aquiescencia para recuperar el carnaval tan brillante de los años 20-30. Pero como mi dinero se había terminado, seguía pagando el alquiler de los Amigos del Carnaval y ningún carnavalista podía colaborar en la financiación de un acto solemne para Alba, Sanz Cagigas me aconsejó que organizara un festival en la Plaza de Toros para recaudar fondos. La diputación aceptó prestarme la Malagueta gratis y algunos artistas, como la Niña de la Puebla, aceptaron actuar. Pero el principal grupo carnavalista consideró más importante para ellos irse de excursión la misma mañana del festival pro carnaval, lo me restó una parte considerable de la ayuda que necesitaba.
La afluencia de público fue insignificante por lo que, parado ante el muro infranqueable levantado ante mí, esa tarde tuve un grave amago de infarto y me vi obligado a dimitir.
Pasado algún tiempo, logré la atención de Roca Editorial, con la que publiqué cuatro novelas. Lamentablemente, esta editorial (y casi todas las catalanas) roba a los autores en español el 67% de los derechos de Propiedad Intelectual, ley que es contraria a la existencia de escritores españoles. He escrito toda mi vida por necesidad vocacional, pero tras escribir afanosamente durante treinta años, al menos creía merecer una vejez honorable y cómoda. Pero Roca editorial se apropió de 125.000 euros míos y Editorial el Cobre, de otros 99.000.
Ahora vivo miserablemente. Me acaban de arreglar los dientes financiado por Cáritas. Almuerzo en un asilo monjil de ancianos. Habito de realquiler con unos caseros impresentables. No consigo comprarme ropa ni zapatos, ni nada. Escribo porque moriría a cada rato si no lo hiciera.
Desgraciadamente, a pesar de haber sacrificado mis ahorros americanos el brillante carnaval de Málaga no ha sido revivido aún. Se celebra un modesto festival que imita los fastos de Cádiz, y poco más.
Han pasado 30 años, mi vida llega a su fin y no veré un brillante Carnaval de Málaga tan fastuoso como el de los años 20.
Por no poder convivir con más de veinte cajas sin abrir en una habitación no demasiado grande, acabo de regalar 450 libros, una importante colección de música clásica y 130 películas DVD.
A diario pienso que necesito morir, pero no tengo huevos para tirarme por la ventana.
Después de largos años como un nómada por todas las Américas, volví a España convencido de que regresaba para reencontrarme a mí mismo. Llevaba demasiado tiempo sintiéndome intruso en todas partes; no acababa de sentirme en casa en ningún lugar; no me ocurría como muchos emigrados españoles que había conocido integrados, felices y con descendencia en países de los dos hemisferios. En cierta ocasión, mientras participaba en la campaña publicitaria de un político (que ganó las elecciones, creo que con una frase mía), uno de sus ayudantes me preguntó por qué no me nacionalizaba: “Imagina, podrías llegar a vicepresidente del país”. Repuse: “¿Sólo a vicepresidente, entonces no me nacionalizo, para ser un ciudadano con derechos limitados”.
Cuando volví para quedarme, había pasado tres años intentando reintegrarme a España, realizando por ello muchos viajes, pero tenía que volver a emigrarme porque tampoco reencontraba las raíces perdidas. Concretamente, recuerdo una navidad que, mientras esperaba la cena de Nochebuena, me puse a ver las noticias de la televisión; el tono del locutor y lo que decía me causaron tal impresión, que no cené de Nochebuena con mi familia, salí y me emborraché (cosa que sólo he hecho tres veces en toda mi vida); a primera hora del 25, corrí con mi equipaje al aeropuerto y salí de estampida maldiciendo mi estampa.
Tras varios cruces fallidos del Atlántico, decidí que tenía que quemar mis naves o jamás lo conseguiría, porque era demasiado golosa mi situación americana, demasiado elevada para alguien que no había estudiado ni el bachillerato español.
Poseía un estatus de clase muy acomodada, un reconocimiento profesional “envidiable” y una cuenta en el First National City Bank de Nueva York con un saldo en dólares muy considerable. Atravesaba en aquellos momentos el más alto nivel que podría conseguir nunca en publicidad, me habían elegido varias revistas especializadas como uno de los mejores “layout-men” de América Española y era invitado habitual en fiestas “aristocráticas” de Venezuela, Brasil, Ecuador e, inclusive, del fastuoso Park Avenue de Nueva York. Regresar para la única vida, sencilla y austera, que podría llevar en España resultaba estrambótico a los ojos de mis parientes e incómodo para mi subconsciente. Quemar las naves sería la única manera de obligarme a readaptarme.
Nunca había ambicionado más meta final para mi vida que la profesión de escritor. Consciente de mi falta de preparación académica, durante todo mi tiempo emigrado devoré libros; investigué hechos históricos que me parecían mal explicados; frecuenté bibliotecas; consulté durante muchos años toda clase de enciclopedias gramaticales, buscando empaparme a fondo no sólo de la lengua, sino de sus posibilidades expresivas; procuré (y conseguí) relacionarme con algunos de los novelistas y poetas hispanoamericanos que más admiraba; finalmente, me acerqué humildemente a varios poetas malagueños, que me trataron como a una puñetera mierda. Siempre me ha asombrado la facilitad con que se vuelven despectivamente egocéntricas personas poseedoras de talentos sólo mediocres.
Como el regreso me lo planteé especialmente para tratar de materializar mi carrera de escritor, alquilé un apartamento en la calle Doctor Fleming de Madrid (en un edificio apodado “la teta de Madrid”), y pasé todo un año encerrado escribiendo, sin dejar de frecuentar la Biblioteca Nacional. Creé una novela (que por cierto se me ha perdido; todavía no eran comunes los ordenadores) y procuré afanosamente encontrar una senda que me condujera a alguien que pudiera introducirme con una editorial. Pero un año más tarde, y ansioso de readaptarme a España (lo que cada día me resultaba más difícil) presté oídos a las reconvenciones de mis parientes: “te vas a gastar todos tus ahorros y te verás en la miseria”. Dadas mis experiencias americanas, nunca me pasó por la mente la idea de que tal cosa fuera posible, pero primó mi necesidad angustiosa de readaptarme a unas raíces que no conseguía encontrar.
Establecí en Málaga un negocio de hostelería que denominé “Pepeleshe”. Con ello, mataba dos pájaros de un disparo: Me ponía a trabajar (según mis familiares, enemigos acérrimos de mi pretensión de ser escritor, en “algo útil”) y, además, me procuraba un arma para tratar de revivir el carnaval de Málaga. Lo llevaba intentando desde mediados de los años 70 (desde varias ciudades americanas) escribiendo “cartas al director” que el entonces director de Sur, Sanz Cagigas, (única persona en Málaga que valoró mi capacidad literaria) publicaba en Sur como artículos de colaboración. He perdido muchos de esos artículos, porque pedía a mis familiares que me los enviaran y como ellos los buscaban en “cartas al director”, no se daban cuenta de que habían salido como artículos y ni siquiera conozco las fechas para intentar una búsqueda en hemeroteca. Nadie en unos cinco años había prestado oídos a mi súplica de que se rescatara el carnaval de Málaga. Con el Pepeleshe, supuse que tendría ocasión de fomentar el carnaval.
Abrí dicho local con la idea de que, al no tener experiencia, fracasaría. Pero la publicidad es como montar en bicicleta: no se olvida”. Tras varios días de desesperación, mi subconsciente de publicitario me inspiró medios para llevar el local adelante. A los tres o cuatro meses, era el bar-pub más famoso de Málaga. Tenía colas de adolescentes dos o tres horas antes de abrir los domingos. Me vi arrastrado por la propia dinámica del negocio, y perdí por un tiempo la verdadera perspectiva de mí mismo. Entre otras cosas, inventé concursos de flamenco y humor, tertulia poética, recitales, etc. Uno de los certámenes era el “Concurso Pepeleshe de contadores de chistes“, del que se celebraron 7 ediciones.
Tuve mucha suerte, porque no disponía ni de extintores y muchas noches llegaba a entrar la gente literalmente a presión; de tal modo, que el camarero tenía enormes dificultades para servir las copas.
En el segundo concurso de contadores de chistes, quedaron segundo y tercero Manuel Sarria y Juan Rosa Mateos. Había una diferencia de estatura entre ellos de unos 47 cm; al observarlos juntos en el estrado, pensé en el gordo y el flaco, el bueno y el feo y parejas semejantes. Les sugerí unirse para formar un dúo humorístico, lo que llevó meses porque se peleaban mucho y rompían todas las semanas. Uno trabajaba en Los Prados y el otro, en Ciudad Jardín; no puedo calcular la gasolina que gasté en tratar de reconciliarlos. Pero resultaban graciosos y al, final, triunfaron con el nombre que les puse y la parodia que les escribí; Dúo
Sacapunta y “La sorda”, respectivamente.
En plena efervescencia de la fama del Pepeleshe, varios amigos me alertaron de que mis paisanos creían que yo era millonario. Tanto es así, que una periodista vino y me contó que mantenía una relación de trío con otra chica y un prohombre, y sin querer se había quedado embarazada. Me lo contó llorando, afirmando que no era capaz de hablar de su embarazo a su padre. Tras una pausa durante la que pareció reflexionar a fondo, dijo:
-Como se rumorea que tú eres homosexual, podrías casarte conmigo para cubrir las apariencias, sin necesidad de que tengamos sexo ni nada, porque yo estoy enamorada de mi compañera sexual”.
Caí en el enredo, ahora no comprendo por qué; tal vez por compasión ante su desconsuelo. Gasté unos siete millones de pesetas en decorar el piso que ella había comprado, cercano al Pepeleshe. Tuvimos una boda casi fastuosa, aunque el famoso político que era la “tercera” parte del trío se negó a asistir.
La excelentísima señora quiso apropiarse de la participación económica de su padre, como padrino, en el convite que yo había pagado íntegro. Durante un par de semanas, compró en El Corte Inglés vestidos carísimos que me obligaba a pagar. Pocos días más tarde, me dijo que tenía un pufo de casi un millón de pesetas por la hipoteca del piso, y que debía liquidarlo “antes de fin de mes”. Le respondí que yo me había quedado ya sin dinero. Ella repuso: “Qué error, qué error he cometido”.
Un par de semanas después, presentó en el obispado demanda de anulación matrimonial; en su demanda, me acusaba de maltratador y otras barbaridades mucho peores. Para reforzar sus mentiras, se valió del testimonio falso de una compañera suya de trabajo, a la que jamás había visto yo tras la ceremonia. Pero esta mujer inventó cosas terribles contra mí, delitos que “había visto en directo”. Hoy es una famosa y “veraz” comunicadora que “ama a todo el mundo”. Padecí una depresión muy profunda y tuve que volver a América por algún tiempo.
A mi regreso, me afané más que nunca por revivir el carnaval de Málaga, porque creía que estaba a punto de morir (ya hace casi 30 años de eso). Organicé un acto reivindicador, recabando el apoyo de dos conocidas instituciones para lograr que las autoridades me hicieran caso y asistieran. El acto, del que informó el diario SUR a toda página, resultó un éxito. El entonces alcalde prometió: “Apostaremos por el carnaval de Málaga al mismo nivel que por la feria”, promesa que incumplió sonoramente.
Pero mi empeño comenzó a convertirse en obsesión. Tanto insistí, que los pocos carnavalistas de entonces organizaron un acto para tratar de fundar la “asociación de Amigos del Carnaval de Málaga”. El acto tuvo lugar en un antiguo cine llamado “Cayri”. Acordaron organizar la asociación y me eligieron presidente. Presidente de algo que no existía. Tuve que alquilar un local (propiedad del pintor Morenno), realizar la reforma, comprar muebles y complementos, y demás. Tuve muy poca ayuda manual (sólo me ayudó de verdad un señor que ha muerto ya, Manuel Gallego) y ninguna económica. Dispuesto a que el proyecto se hiciera realidad en toda la dimensión necesaria, escribí a la reina doña Sofía pidiendo su patronazgo (que me negó); después le ofrecí la presidencia de honor a la duquesa de
Alba, que la acepto pero advirtiéndome: “yo no tengo dinero”. Al menos, consintió en venir a Málaga para tomar posesión. Yo consideré que un acto casi en homenaje de la duquesa de Alba convocaría a la gran sociedad malagueña, puesto que consideraba indispensable su aquiescencia para recuperar el carnaval tan brillante de los años 20-30. Pero como mi dinero se había terminado, seguía pagando el alquiler de los Amigos del Carnaval y ningún carnavalista podía colaborar en la financiación de un acto solemne para Alba, Sanz Cagigas me aconsejó que organizara un festival en la Plaza de Toros para recaudar fondos. La diputación aceptó prestarme la Malagueta gratis y algunos artistas, como la Niña de la Puebla, aceptaron actuar. Pero el principal grupo carnavalista consideró más importante para ellos irse de excursión la misma mañana del festival pro carnaval, lo me restó una parte considerable de la ayuda que necesitaba.
La afluencia de público fue insignificante por lo que, parado ante el muro infranqueable levantado ante mí, esa tarde tuve un grave amago de infarto y me vi obligado a dimitir.
Pasado algún tiempo, logré la atención de Roca Editorial, con la que publiqué cuatro novelas. Lamentablemente, esta editorial (y casi todas las catalanas) roba a los autores en español el 67% de los derechos de Propiedad Intelectual, ley que es contraria a la existencia de escritores españoles. He escrito toda mi vida por necesidad vocacional, pero tras escribir afanosamente durante treinta años, al menos creía merecer una vejez honorable y cómoda. Pero Roca editorial se apropió de 125.000 euros míos y Editorial el Cobre, de otros 99.000.
Ahora vivo miserablemente. Me acaban de arreglar los dientes financiado por Cáritas. Almuerzo en un asilo monjil de ancianos. Habito de realquiler con unos caseros impresentables. No consigo comprarme ropa ni zapatos, ni nada. Escribo porque moriría a cada rato si no lo hiciera.
Desgraciadamente, a pesar de haber sacrificado mis ahorros americanos el brillante carnaval de Málaga no ha sido revivido aún. Se celebra un modesto festival que imita los fastos de Cádiz, y poco más.
Han pasado 30 años, mi vida llega a su fin y no veré un brillante Carnaval de Málaga tan fastuoso como el de los años 20.
Por no poder convivir con más de veinte cajas sin abrir en una habitación no demasiado grande, acabo de regalar 450 libros, una importante colección de música clásica y 130 películas DVD.
A diario pienso que necesito morir, pero no tengo huevos para tirarme por la ventana.
Lectura gratis CIEGO, mi última novela PRIMERA ENTREGA
CADA SEMANA SUBIRÉ UNA NUEVA ENTREGA
CIEGO
Luis Melero
Prefacio
1999
El día que Carlos Alfaro decidió quedarse ciego, dio por resuelta la duda.
Había titubeado hasta la agonía durante cinco meses. Temía tanto no hacer nada como decidirse de una vez. Si no actuaba, los obstáculos que lo cercaban llegarían a ser insuperables y el miedo anularía para siempre su capacidad de rebelión; también le aterrorizaba actuar, pero al menos conseguiría sentirse poderoso. Si lo hacía por fin, si llegaba a ejercitar la única facultad que dominaba todavía, podría mirar de nuevo dentro de sí con el orgullo recuperado, porque volvería a considerarse plenamente hombre aunque hubiera inutilizado el más importante de sus sentidos.
Esa mañana, había abandonado otra vez la cola del comedor de beneficiencia, espantado por la mugre y el abatimiento de las personas que le precedían. Luego, martirizado por los retortijones de su estómago vacío, se había sentado a llorar en un banco de la plaza de Benavente. El pudor y la contención de su carácter, tan proverbiales y destructivos en el pasado, no le bastaron para reprimir ese llanto con el que sentía que estaba haciendo el ridículo. Sabía que tenía la cara roja de vergüenza y aun así fluían las lágrimas por su rostro, incontenibles, atrayendo hacia él miradas que aumentaban el sonrojo, compasivas algunas pero molestas y reprobadoras las más.
Una anciana, al pasar, echó a sus pies una moneda de veinte duros. Carlos tardó unos segundos en comprender que se trataba de una limosna, y empleó unos pocos más en la lucha consigo mismo sobre si debía o no recoger el reluciente y tentador disco dorado, con el que podía pagarse un café con leche y, acaso, un pedazo de pan. Pero al ir a agacharse para recoger la moneda, cayó repentinamente sobre sus hombros el peso de su biografía y le dio un puntapié, con el que rodó hacia un alcorque. Pensó en el último de los regalos de Yolanda que había rechazado. ¿Cuántos millares de monedas como ésa habría pagado su ex esposa por aquel ostentoso diamante de dos kilates?
Echó a andar sin ver la plaza de Santa Ana ni la calle del Príncipe. Cruzó la hermosa y recoleta plaza de Canalejas con el semáforo en rojo, entre bocinazos e improperios que no oyó, porque no conseguía escuchar más que los lamentos de su alma y tenía los ojos irritados por el llanto; casi no veía, o no quería ver.
Cuando afirmó ante sí mismo la resolución irrevocable de convertirse en ciego, tenía delante uno de los paisajes urbanos más hermosos que conocía, el que se abre en Madrid al bajar la suave cuesta de la calle de Alcalá hacia la Cibeles, donde, enmarcada entre las siluetas del Banco Central y el Banco de España, resplandecía en aquellos instantes la plaza con el edificio de Correos y el Palacio de Linares, rematada al fondo por la Puerta de Alcalá embrujada por el contraluz del sol a esa hora de la mañana.
Empujado por sus errores y fracasos y por la imposibilidad de seguir adelante, iba a negarse a sí mismo ese esplendor dentro de muy poco, en cuanto reuniera valor y descubriera el medio más eficaz.
Sintió un mareo, como si las entrañas quisieran salir de su cuerpo. No se trataba de pánico por la decisión que había tomado; el mareo, una especie de colapso de sus facultades y un cortocircuito de cuanto podía crear su mente, era por algo tan prosaico como el hambre de cinco días. Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol. No sabía si había cerrado los ojos o si ya se había producido espontáneamente la ceguera a causa del ayuno, pero sí advertía que más allá de sus pupilas sólo había oscuridad, una bruma densa teñida de púrpura.
Y en ese púrpura sin contrastes ni matices, un torbellino turbio donde con los dolores y terrores presentes se mezclaba la memoria confusa de inquietantes ritos animistas del pasado, en los que la gente, casi todos mulatos aunque también había españoles y otros europeos, fingían o creían sinceramente que eran poseídos por espíritus irredentos. Bailaban una danza arrebatada por el alcohol y el humo de enormes cigarros puros y gritaban o gemían como si fuesen de verdad almas en pena en espera de redención. Y en el horror púrpura, densamente teñido de sangre seca, la sarta interminable de sus propias equivocaciones.
Le tomó muchos minutos recuperarse.
Poco a poco, después de pasar como un torbellido por esa bruma enrojecida casi treinta años de risas y lágrimas, las piernas volvían a sostenerlo y de nuevo había claridad más allá de sus párpados.
Al abrir los ojos, lo primero que vio fue la palabra "Brasil", impresa en un cartel de propaganda de una modesta agencia de viajes que estaba sujeto con cinta plástica al tronco del árbol. Como le pareció un sarcasmo, sonrió con amargura.
Capítulo I
1968
La salida de España treinta años antes, había sido impremeditada. A punto de aprobar el primer curso de arquitectura, las algaradas estudiantiles de mayo de 1968 lo pillaron en el meollo de una manifestación que iba a terminar en Moncloa, pero que acabó en la propia Ciudad Universitaria, con numerosos heridos entre estudiantes y policías, muchos detenidos y un Carlos Alfaro fugitivo.
Carecía de convicciones políticas, pero se le atragantaban las cortapisas a su libertad de expresarse. Desconocía otro estilo de vida puesto que pertenecía a una generación nacida bajo la dictadura, carente de nociones de la vida en libertad y acostumbrada a obedecer sin rechistar. Su rebeldía no la inspiraba una familia disidente ni la elaboración intelectual; era la intuición la que le sugería que tenía derecho a opinar y discrepar, conforme iban creciendo sus conocimientos y aumentaba el desagrado por la pasividad que observaba alrededor.
Acudió a la manifestación asombrado de su osadía, con el ánimo de quien va a una gira campestre. Los corros en los pasillos se formaron sin que nadie los convocase y tenían aire de fiesta, como si los estudiantes acabaran de aprobar un examen y quisieran celebrarlo. Salieron al campus con la misma actitud con que festejaban el paso del ecuador durante el bachillerato, con las mismas caricaturas y humoradas escritas a mano en cajas de embalar desplegadas, con los mismos lemas resueltos en pareados y estribillos chistosos. Empujado por el entusiasmo de sus compañeros de facultad, la estatura descollante de Carlos y su voz atronadora mientras coreaba las consignas le atrajeron la atención de Amancio Prados, que lideraba la protesta, y se encontró en la cabecera cuando el grupo alcanzó la barrera formada por la policía.
-Aguanta, Carlos -le aconsejó Prados, que antes nunca le había dirigido la palabra a causa de su juventud, discordante con la edad media del curso-. Los grises no van a atacarnos. Hay entre nosotros demasiados niños bien.
"Niño bien", hijo de padres acomodados y afectos al régimen franquista, cosa que Carlos no era. Primogénito de una familia que sobrevivía con apuros, había conseguido ingresar en la universidad gracias a una beca ganada de manera arrolladora, tras un bachillerato plagado de sobresalientes y en el que había llegado a aprobar dos cursos en uno. Se la otorgaron poco después de cumplir diecisiete años, caso que destacó el periódico toledano en una nota. Ahora, a veinte pasos de la formación policial, sabía que arriesgaba el porvenir, porque perdería la beca si su participación en los desórdenes llegaba a oídos del decano.
Vio en los ojos de un policía joven que la línea de uniformados iba a cargar contra los estudiantes. Ignoraba por qué fueron aquellos ojos verdeamarillentos los que atrajeron su atención, tal vez había en ellos un brillo de odio un poco más intenso que en los demás. Su mirada, esa mirada que treinta años más tarde se dispondría a velar voluntariamente para siempre, entabló un diálogo inconsciente con la del joven policía antes de verlo arremeter contra él blandiendo el fusil.
-¡Sal echando leches! -oyó que le gritaba Amancio Prados.
Pero estaba paralizado por la mirada. El policía le había elegido a él como objetivo, sin duda. Iba a recibir en el rostro un golpe con la culata del arma, un golpe que lo derrumbaría en el suelo y al que seguirían muchos otros. No había peleado nunca con sus compañeros de juegos infantiles, carecía de experiencia para la lucha cuerpo a cuerpo. El instinto de supervivencia le permitió eludir la primera embestida. El joven policía trató de machacarle la cara con la culata y, perdido el equilibro por la finta de Carlos, estuvo a punto de caer al suelo. Ahora, el furor impreso en su rostro era mucho mayor. Se lanzó contra Carlos con expresión enajenada y el fusil dispuesto para chocar contra su vientre. Carlos encontró la agilidad necesaria para eludir otra vez la acometida y aprovechó el desconcierto y la nueva pérdida de equilibrio del policía para arrebatarle el fusil. Durante unos segundos que parecieron horas, Carlos Alfaro se preguntó qué hacer a continuación.
Un arma en sus manos, cuyo peso era inmenso. Nada en el transcurso de sus casi dieciocho años le dotaba de referentes para el uso de un arma. La modesta economía de su padre no era el marco apropiado para desarrollar la afición por la caza, tan extendida por las cercanías de su ciudad, y nunca había tenido cerca ni siquiera una escopeta. Jamás había cogido un fusil, ignoraba cómo funcionaba, sólo tenía idea de su potencia letal. Sintió pavor.
Todo se desarrollaba como en una película a cámara lenta. La fiesta había pasado de la comedia al drama, los estudiantes corrían entre gritos ensordecedores, los policías gritaban también. Había cuerpos caídos en el pavimento. Sonaban disparos que sobresalían del estruendo de las voces. Más allá del policía, Carlos vio la sangre que brotaba del hombro izquierdo de Amancio Prados, caído en el suelo y retorciéndose por el dolor mientras su voz y su mirada como un alarido le pedían a él, expresamente a él, que lo sustituyese en el liderazgo, que se convirtiera en adalid de los estudiantes desarmados contra la sinrazón de un grupo armado que parecía dispuesto a masacrarlos. El alud de odio que lo envolvía forzó la voluntad de sus manos, fue el odio que solidificaba el aire lo que movió hasta la horizontal el fusil en el momento que el policía, casi tan joven como él, se lanzaba a recuperarlo. En estado de trance, sintió que el cañón detenía la embestida y la detonación reventaba la tela del uniforme, se hundía en la carne y abría otra fuente roja, más que el hombro ensangrentado de Amancio Prados, que le gritó desde el suelo:
-Vete, Carlos. Lo has matado, te van a linchar. ¡Escapa!
Como si el acero estuviera al rojo vivo, tiró el fusil y abandonó a trompicones el pequeño parque, deambuló por la calle Princesa y la Gran Vía aplanado por el terror, recorrió varias veces la calle Mayor con un vendaval en la cabeza, jadeó cuesta abajo en Lavapiés como si subiera las cumbres de Sierra Nevada y cuando, muchas horas más tarde, reunió ánimos para volver a la pensión, entró subrepticiamente y se encerró en el dormitorio intentando librarse de la parálisis del pulso, absorto en el momento inminente en que sería encerrado en la cárcel por asesinato.
El periódico de la mañana siguiente no mencionaba la muerte del policía. Dedicaba unas líneas a los "desórdenes organizados por el comunismo internacional" sin referirse en concreto a los del día anterior, pero la llegada de dos inspectores que acudieron temprano a interrogar a los alumnos le convenció de que el policía había muerto y alguien lo delataría. Aconsejado por sus condiscípulos, escapó de la facultad; tomó el tren para Toledo, le contó a su padre lo ocurrido y éste fue al banco, extrajo todos los ahorros que tenía en la libreta y esa noche volvió con él en taxi a Madrid.
Su padre le dijo en el aeropuerto:
-Tienes un primo en Brasil -le entregó un papel con la dirección escrita-. Él te ayudará hasta que sepamos qué hacer.
Para abandonar España inmediatamente, sin dar tiempo a que comunicasen su nombre a los funcionarios de fronteras, no esperó el vuelo directo a Río de Janeiro que salía horas más tarde. Tomó uno que lo llevó a Bogotá, donde consiguió enlazar con otro que, en vez de a Río de Janeiro, se dirigía a São Paulo.
Se trataba del vuelo Los Ángeles-Ciudad de México-Bogotá-São Paulo de la compañía brasileña VARIG. Aturdido por el giro imprevisto de su vida y ansioso de evasión, Carlos se asombró de lo fácilmente que comprendía el portugués que hablaba la azafata, aparentemente lleno de palabras españolas, y lo comentó con el hombre que viajaba a su lado, que le aclaró:
-Te parecen palabras españolas, pero todo lo ha dicho en portugués.
-¿Está seguro?
-Sí. Soy profesor de español en la universidad paulista.
-Pero... entonces, el portugués es casi igual. Sólo varía el acento.
-El acento brasileño es más inteligible para un español que el de Portugal. Nosotros estamos rodeados de países que hablan español y hasta tenemos que dar en la universidad muchas clases con libros en español, porque la industria editorial en portugués es modesta. La influencia de tu idioma es fuerte en mi país; toda la gente culta se maneja bien en español y nuestros cantantes graban con frecuencia canciones mexicanas, españolas o argentinas. Además, las raíces de las dos lenguas son las mismas; hablamos idiomas mucho más semejantes entre sí que otras lenguas latinas, como el italiano o el francés.
-Éso es evidente -concordó Carlos-. Nunca había comprendido con tanta facilidad a gente que utilizara un idioma extranjero.
-Hablas un español muy bueno. Sé de lo que hablo porque he estado tres veces en España. Me llamo Milton, ¿y tú?
-Carlos.
-¿A qué vas al Brasil, Carlos?
Éste examinó a su vecino de asiento. Tenía unos treinta y cinco años y aspecto distinguido. Su condición de profesor de español y las visitas a España eran datos que le hacían temer que simpatizara con el franquismo. Todavía aplanado por el horror de lo que había hecho el día anterior, creyó peligroso hacerle confidencias.
-A buscar trabajo -respondió.
-¿Tan joven?
-Mi familia tiene dificultades. Y, además, me atrae la aventura.
-Tú no tienes aspecto de aventurero ni de emigrante. Los españoles que viven en el Brasil son en su mayoría personas menos cultas que tú. Estoy seguro de que no te resultaría difícil abrirte camino en tu país.
-Es que... -Carlos forzó la imaginación-, me he metido en un lío. Una chica dice que la he dejado embarazada, pero estoy seguro de que no fui yo. Nunca lo hice con ella.
Milton sonrió.
-Eso sí tiene sentido. ¿Qué clase de trabajo crees que podrías hacer en el Brasil?
-No lo sé. Estudio arquitectura.
-Entonces, sabrás dibujar y ese talento puede ser tu salida. Dibujar es una de las pocas cosas que se pueden hacer sin dominar la lengua del país donde trabajes. Yo asesoro a una empresa de publicidad muy importante de São Paulo, adaptando al español las campañas para países hispanos. Puedo hablarles de ti.
-Muchas gracias -dijo Carlos, animado por la posibilidad de valerse por sí mismo sin pedir ayuda a su primo.
-Pero te conviene conocer algunos trucos para aprender a desenvolverte en portugués cuanto antes. La sintaxis es semejante a la española, los verbos son casi los mismos y sólo difieren algunos tiempos. Casi todo el vocabulario es idéntico, con un porcentaje de excepciones que no llega al veinte por ciento. Para reconocer las palabras, fíjate en los matices o en algunas diferencias mínimas. La hache española se convierte en una efe en el portugués, la jota pasa a ser una elle, que se representa con una ele y una hache, y muchas palabras que en español acaban en "ción", acaban en portugués con la sílaba "ção", que se pronuncia "saon" con la ene muy nasal.
Milton mantuvo durante el resto del viaje un tono igual de didáctico, con destellos de amabilidad que desconcertaban a Carlos, porque los únicos profesores de universidad que conocía eran los de la facultad, muy distantes y arrogantes, con quienes se había sentido intimidado durante todo el curso. El profesor brasileño hacía que se sintiera cómodo y valorado, a pesar del terror que le agarrotaba el aliento. Cuando llegaron a São Paulo, Milton le indicó dónde buscar hospedaje.
-La rúa Aurora es la calle de las prostitutas -le advirtió-. Por eso, es fácil que alguien te alquile una habitación barata, porque también aquí hay vecinos que no quieren tratos con ese mundo y tienen dificultades para alquilar a la gente decente.
La despedida de Milton le produjo alivio; gracias a él iba a encontrar alojamiento barato y tal vez le proporcionaría el empleo para pagarlo, pero su amabilidad le desconcertaba. En cuanto se instaló en un cuarto modesto pero muy grande, escribió una carta al primo Manuel, a la dirección de Río de Janeiro.
Le costó dormir. Aparte de no poder quitarse de la cabeza el cráter rojo en el vientre del policía, nadie le había hablado de los trastornos físicos que causan los cambios de horarios al atravesar el Atlántico, y achacó el insomnio a las trifulcas que las prostitutas organizaban en la calle. Cuando la dueña de la pensión le avisó de que lo llamaban por teléfono, antes de mirar el reloj notó por la luz que había dormitado hasta media mañana.
-¿Carlos? Soy Milton. He hablado ya con la empresa de publicidad. Puedes ir esta tarde a visitarlos. Anota la dirección. Una advertencia: no digas que sabes dibujar un poco, sino que sabes dibujar, y punto. En el Brasil se valora mucho la osadía y no nos gusta la gente que parece poco segura.
-Muchas gracias, Milton. No sé qué decir...
-No tiene importancia. Eres demasiado joven; en el avión, te noté desorientado y sé que correrás riesgos en mi país si no organizas en seguida tu vida. Aunque de momento no te conviene tratar con españoles, porque te será más fácil aprender el portugués si te fuerzas a hablarlo a todas horas, tengo dos buenos amigos en el Centro Republicano Español que te agradará conocer. Te los voy a presentar, pero eso será más adelante.
En el avión, temía que Milton fuese simpatizante de Franco. Había matado a un policía franquista, lo que le obligaba a mantenerse en guardia. Ahora, el brasileño le hablaba de algo igual de temible. Imaginaba un "centro republicano español" como un lugar lleno de conspiradores al margen de la ley. Decidió no aceptar esa invitación cuando se produjera.
Pasó unos días desorientado. Sus sentidos se negaban a asimilar que habían sido transplantados de repente a otro continente y a otro hemisferio; salía temprano con el deseo de desayunar porras madrileñas antes de comprender que estaban fuera de su alcance; echaba de menos la comodidad y la rapidez del metro cuando sudaba en un autobús empantanado en el delirante tráfico paulista; se le saltaban las lágrimas ante un pequeño estanque del parque de Ibirapuera cuando su corazón le apremiaba a asomarse al lago del Retiro.
Empezaba a sentir la añoranza de sus raíces que llegaría a ser tan lacerante como la de cualquier emigrante, pero todavía no sabía que ese dolor era nostalgia; creía que se trataba del desconcierto sumado al horror de saberse un asesino.
Pero una semana más tarde comenzó a trabajar en publicidad y fue sintiendo cierto alivio, asombrado por el reconocimiento de su habilidad artística. No comprendía que le pagasen por hacer algo con lo que disfrutaba tanto. El propósito de contactar con el primo Manuel dejó de ser cuestión de supervivencia para convertirse en un simple deseo de satisfacer la curiosidad de conocerlo. Pero no respondía sus cartas. Aunque le escribió cada dos meses, nunca recibió contestación, mientras crecía la necesidad de reencontrar a través de él las raíces que había perdido tan repentinamente.
Capítulo II
Invierno de 1998
Carlos Alfaro tenía cuarenta y nueve años cuando llegó a Madrid una gélida mañana de invierno. Sentía vértigo, porque España había conseguido organizarse a esas alturas de fin de siglo, y de milenio, como la sociedad europea civilizada que era, y carecía de la extensión suficiente para que un fugitivo de las empresas de crédito pudiera esfumarse en el anonimato. Los bancos se lanzarían furiosos en su persecución si no encontraba a tiempo el medio de hacer frente a las deudas pavorosas que había dejado en Toledo. Compró un periódico de ofertas de trabajo y entró a tomar un café en un pequeño local de la Puerta del Sol, mientras repasaba los anuncios. En el otro lado del ángulo de la barra, le miraba con insistencia un hombre casi viejo, de aspecto próspero bajo su anticuada melena blanca cortada al estilo de los Beatles. Carlos correspondió la mirada con una sonrisa amable, lo que alentó al hombre a acercarse.
-Te había confundido con Ramiro Oliveros, disculpa -dijo el canoso.
-Pues no soy ese amigo suyo, ¿señor... ?
-Sí, de cerca he visto que eres más alto y más joven que él. Ramiro no es amigo mío, sólo lo conozco un poco. ¿No sabes quién es?; se trata de un actor famoso. Me llamo Jon Goico.
-Carlos Alfaro, mucho gusto.
-No eres español, ¿verdad, Carlos?
Todavía se producía de vez en cuando esa confusión. Algunos lo tomaban por canario, pero era más frecuente que le creyesen sudamericano.
-Sí lo soy, pero estuve emigrado algún tiempo.
-Veo que lees el Segunda Mano. ¿Buscas trabajo?
-Sí.
-¿De actor?
Carlos sonrió. El sujeto estaba delirando.
-No, de publicitario.
-¿En el Segunda Mano? No es el medio adecuado. La publicidad es un negocio muy encerrado en sí mismo. ¿Qué sabes hacer en publicidad?
-Creatividad.
-¿Eres bueno?
-Hace tiempo, era muy bueno.
-Pues lo que tienes que hacer es hablar con las agencias; las grandes no son más de veinte o treinta, y están casi todas alrededor de la zona de Azca.
-¿Me puede indicar usted dónde está ese sitio que ha dicho?
-¿Por qué me hablas de usted, tan viejo soy?
Carlos sonrió de nuevo, mientras intentaba deducir las razones de su amable familiaridad. El canoso era lo bastante viejo como para tratarlo de usted.
-No, claro que no.
-No entiendes, ¿verdad?
-¿De qué? -preguntó Carlos.
-No, ya veo que no. Es una pena que no entiendas. La panda de la Puerta del Sol podría volverse loca por ti.
Ahora sí comprendió Carlos. Volvió a sonreír, negando con la cabeza.
-Azca es un lugar lleno de rascacielos, inconfundible -informó Jon-. Tienes que buscar en el Metro la estación de Nuevos Ministerios. ¿Vives lejos?
-Todavía no vivo en ningún sitio, acabo de llegar a Madrid. ¿Sabes dónde puedo encontrar una pensión muy barata?
-¿Cómo de barata?
Carlos calló con los labios apretados, suponiendo que Jon soltaría una carcajada si respondía su pregunta.
-Oye, Carlos, no quiero parecer indiscreto, pero intuyo que tienes dificultades. Tu físico y tu estilo no se corresponden con la tristeza que se adivina bajo tus sonrisas ni con esa camisa tan arrugada que llevas. Cuando vayas a pedir trabajo a una agencia de publicidad, debes presentar mucho mejor aspecto. ¿Necesitas ayuda?
-Creo que sí, pero...
-No estoy hablando de una "chapa", Carlos.
Inesperadamente, Carlos se oyó relatar a un desconocido un resumen pormenorizado de su vida, cosa que no había hecho jamás ni con un extraño ni con amigos que no fuersen Milton Gomes o Rolemberg Giggio. Comprendió que la miseria ablandaba el carácter. Notó la expresión de recelo de su interlocutor al oír la escena de la Ciudad Universitaria, su incredulidad cuando describió los esplendores entre los que había vivido en Brasil, su consternación cuando detalló lo ocurrido en Toledo al dar por terminada su etapa de emigrante. Durante los doce minutos de monólogo, Jon mantuvo la mandíbula sujeta en el puño, con el codo apoyado sobre la barra. Lo miraba intensamente a los ojos y Carlos notó que trataba de deducir si era un farsante muy imaginativo o el colmo de la mala suerte.
-Tendrías que escribir un guión con esa historia -dijo Jon Goico-, y sé muy bien de lo que hablo. Verás, dirijo un programa de televisión dedicado al cine. Todavía me permiten dirigirlo, aunque me falta un cuarto de hora para la jubilación. Tengo alquilado un pequeño almacén, porque el archivo de referencias de mi programa, que es de mi propiedad, no cabe en mi casa. A lo mejor nos hacemos un favor mutuo. A mí me preocupa que puedan entrar a robar y da la casualidad de que tengo allí varias camas que no caben en mi casa y hay un pequeño baño. Si no eres muy remilgado, podrías vivir allí mientras consigues mejorar tu situación, y así me servirías de guarda nocturno y tal vez se te ocurra poner un poco de orden. Sólo te pediría a cambio que me des una fotocopia de tu carné de identidad.
Carlos asintió. Ese hombre no imaginaba dónde había dormido los últimos tres años.
-Otra cosa no puedo hacer por ti, porque no nado en la abundancia -Carlos consideró que mentía, porque llevaba encima más de un millón de pesetas en joyas; pero halló lógicas sus reservas-. Bueno, alguna ropa sí que podría ofrecerte, pero con tu tamaño un pantalón mío no te serviría ni de calcetín. Ojalá que consigas trabajo, porque a pesar del desastre de tu ropa se ve que no eres un mendigo.
Capítulo III
1969
Llevaba nueve meses en Brasil cuando, empezando el carnaval, Carlos no resistió la tentación de conocer la fiesta carioca. Era un buen pretexto para visitar Río de Janeiro y encontrar por fin al esquivo primo Manuel.
Pasó toda la noche del viernes en un autobús que llegó a Río al amanecer del sábado de carnaval. Multitudes de forasteros asaltaban Río de Janeiro con prisas de última hora; una masa bullanguera desalojaba los autobuses y, sin que sonara música, le pareció que marcaban pasos de samba al andar.
Localizó en un plano la dirección de su primo y descubrió que era en Copacabana.
Aunque ya amanecía, en las calles por las que circulaba el autobús había multitudes de gente disfrazada bailando, sonaban tambores por doquier y el pavimento era invisible bajo los confetis y serpentinas. Muchos hombres dormían la borrachera allí donde el alcohol les había vencido. Pasado el Túnel Novo, bajó del autobús cuando el conductor le avisó de que la dirección por la que le había preguntado se encontraba muy cerca, pero descubrió en seguida que, presionado en el aeropuerto por la prisa de verlo libre de la amenaza, su padre había escrito una dirección equivocada. Manuel no había recibido sus cartas. Se preguntó qué hacer. Ya había visto lo difícil que era conseguir en Río una habitación en carnaval y disponía de poco dinero; descansaría un rato en la playa, que había entrevisto a unos ciento cincuenta metros, y esa misma noche tomaría el autobús de vuelta a São Paulo.
Un hombre estaba colocando maletas en la baca de una ranchera. Carlos encontró en él algo reconocible que no supo en qué consistía, lo que le animó a preguntar:
-Não tem o número cento e um nesta rua??
-¿Eres español?
Carlos asintió sin darse cuenta de que no le había preguntado en portugués. El hombre parecía cordial.
-Esta calle no tiene el número ciento uno. Éste es el ciento diez. ¿Buscas a algún español? Yo soy español y conozco a todos los paisanos que viven por aquí.
-Busco a Manuel Alfaro.
-¡Tú eres Carlos!
Encontró a su primo por casualidad cuando lo creía imposible. Manuel había recibido las cinco cartas, y se disculpó por no haberle contestado "porque tengo tanto trabajo...". Carlos disimuló su incredulidad.
-Es una pena no haber sabido que venías -dijo Manuel-. No me gusta Río en carnaval y voy a pasar estos cuatro días con mi familia en Cabo Frío. Pero será imposible conseguirte una habitación, así que te daré la llave del apartamento. Sin embargo... ¿qué puedes hacer tú solo en el carnaval de Río, sin conocer a nadie? Verás lo que vamos a hacer... Primero, ven que te presente a mi familia.
Manuel descargó lo que había colocado ya sobre la baca, introdujo los bultos en el portal, que cerró, y franqueó a Carlos la puerta de su apartamento en la misma planta baja. El número 101. La dirección escrita por su padre rezaba: Ministro Viveiro de Castro, 101, apartamento 110, en un baile evidente de números.
-¡Machús! -dijo Manuel a una mujer de aspecto turbador-. Éste es mi primo Carlos, el que me escribía desde São Paulo.
-¡Você chega num momento muito mal! -reprochó la esposa de su primo en portugués, aunque Carlos sabía que era gallega.
Había llegado en un momento inoportuno, pero era poco hospitalario reprochárselo en vez de darle la bienvenida. Carlos la examinó; un rostro anguloso y duro pero con mirada evasiva en pupilas vidriosas. Comprendió que ella era el motivo por el que Manuel no había respondido sus cartas, pero presintió algo más; esa mujer poseía un halo extraño, muy inquietante, y su actitud parecía la de alguien temeroso de ser descubierto en algo reprochable, muy grave tal vez. Fue presentado también a la hija adolescente y a la suegra de su primo. Tras un breve cruce de saludos carentes de cordialidad y sin que nadie lo invitara a sentarse, Carlos sintió alivio cuando dijo Manuel:
-Escucha, Machús; vamos a dejar el viaje a Cabo Frío para mediodía. En estas seis horas, trataré de encontrarle a mi primo alguien que le pueda ayudar a pasar un buen carnaval.
-Pero... -Machús no disimuló su contrariedad. Su marido le interrumpió.
-Voy a llevar a Carlos a recorrer el centro, para que sepa orientarse. Iremos a la oficina y desde allí llamaré a los amigos, a ver si a alguien le sobran boletos para las fiestas y los desfiles.
Consciente de la tensión que había causado su llegada, Carlos salió tras Manuel con una sonrisa de disculpa para las tres mujeres. Las calles de Río de Janeiro registraban todavía escaso tráfico de vehículos, pero la riada humana había crecido. Tocados egipcios y pelucas empolvadas al estilo de María Antonieta sobresalían entre miriñaques, kimonos y ampulosas vestiduras cubiertas de lentejuelas, plumas, terciopelos y pedrería de oropel. Todos parecían llevar dentro de la cabeza un pequeño receptor de radio, porque bailaban al andar aunque no sonara música.
-¿Por qué no te gusta pasar el carnaval aquí? -preguntó Carlos.
-Ya has visto que mi hija es todavía una niña. El carnaval de Río es un desenfreno, hay agresiones, violaciones y muchos asesinatos. Tú también debes tener cuidado.
Durante dos horas, Manuel llamó por teléfono a todos sus amigos. Nadie disponía de boletos sobrantes.
-Mala suerte, chico. Tendrás que apañarte y disfrutar lo que puedas por tu cuenta. Es una pena, porque lo más interesante del carnaval no es la calle, descontando los desfiles de escolas de samba en la avenida Río Branco. Lo espectacular son las fiestas de los clubes, como el Canecão o el Monte Líbano, o el Copacabana Palace. Y sobre todo, el concurso de fantasías del Municipal, que es la fiesta de la aristocracia carioca. Tu primer carnaval en Río no va a ser gran cosa. Lo siento, no puedo hacer más.
-No te preocupes, Manolo. En España está prohibido el carnaval, así que me bastará lo que pueda ver por la calle. Creo que será suficiente.
-Vamos a tomar unas caipirinhas.
La mezcla de cachaça, azúcar y zumo de lima resultaba demasiado fuerte para Carlos, pero su primo tomaba los pequeños vasos de un sorbo. Iban por el tercero Carlos y por el séptimo Manuel cuando éste propuso regresar.
-Son casi las doce. Volvamos a casa. Toma la llave, antes de que lleguemos. No quiero discutir con mi mujer.
La personalidad extraña y la actitud de la esposa de Manuel le incitaban a rechazar la hospitalidad y volver a São Paulo en seguida, pero era más fuerte el deseo de conocer una de las fiestas más famosas del mundo. Decidió ser muy cauto en el trato con Machús, en lo que no tendría que esforzarse durante los próximos cuatro días.
Cuando entraban en el portal, salía un hombre de poco más de treinta años. Manuel lo saludó de modo poco confianzudo, pero al siguiente paso se paró en seco, reflexionó un instante y lo llamó:
-¡Rolemberg!
El hombre se detuvo cuando estaba a punto de abrir la portezuela del coche.
-¿Sí?
-Este é o meu primo Carlos. Tem cegado da Espanha há pouco.
-Muito prazer -dijo el vecino mientras estrechaba la mano de Carlos-. Meu nome é Rolemberg Giggio. ¿E vocé?
-Carlos Alfaro.
Cuando Manuel le puso al corriente de la situación y tras examinar unos instantes al joven, del que le llamó la atención que flexionara un poco las piernas como si temiera apabullar con su estatura a sus interlocutores, Rolemberg pronunció una frase que iba a cambiar la vida de Carlos:
-Deixa ao seu primo da minha conta.
Carlos supo que era ayudante de uno de los cirujanos plásticos más famosos del mundo, Pitanguy, que él también practicaba la cirugía estética y era una de las personas mejor relacionadas de Río. Por coincidencia, Rolemberg disponía no sólo de entradas para Carlos, sino también de disfraces, cuatro diferentes. El cirujano había programado con un grupo salidas para las cinco noches de carnaval, en un plan que incluía la asistencia a tres o cuatro fiestas cada noche, con todos los hombres y mujeres disfrazados igual, como si se tratara de una comparsa. La noche del viernes había ocurrido un accidente.
-Casi todos los cines de Río organizan bailes de carnaval -informó Rolemberg-. Quitan los sillones del patio de butacas y ahí se baila. Pero los cines que tienen segundos y terceros pisos, dejan las plantas superiores con los sillones instalados. Puedes imaginar que la gente baila hasta encima de los asientos. Anoche, un chico de mi grupo tuvo la ocurrencia de ponerse a saltar encima de los apoyabrazos, en la primera fila del piso de arriba del cine donde estábamos. Perdió el equilibro y cayó abajo, al patio de butacas. Imagina. Se ha roto el fémur derecho y la clavícula izquierda. No es grave, y si no fuera porque es buen amigo mío, me dan ganas de reír. La cuestión es que ha quedado disponible un disfraz para ti cada día, y un montón de boletos para las fiestas más divertidas del carnaval de Río. Ahora tengo que hacer algo que no puedo postergar y no puedes acompañarme. ¿Te hospedas en casa de tu primo?
-Sí -respondió Manuel, anticipándose a Carlos.
-Perfecto. Vivo en el apartamento 301. Sube a llamarme a las cinco y media. Para entonces, tendré las cosas que necesitas.
La despedida de la mujer de Manuel fue tan gélida como la acogida. La dureza se acentuó en su rostro mientras le informaba de que tendría que dormir en el sofá del salón. Carlos, de todos modos, se mostró muy afectuoso en un intento inútil de que se dibujara un gesto de cordialidad en el rostro de la gallega. Decidió que la siguiente vez que visitase Río de Janeiro no pediría alojamiento a su primo.
Ya a solas, intentó dormir en el sofá, para reponerse de lo poco que había dormido en el autobús, pero una pregunta lo desveló.
En el momento de recostarse, notó que brillaba una débil luz bajo la puerta situada frente al sofá. Supuso que Machús había olvidado una lámpara encendida y fue a apagarla. La puerta estaba cerrada con llave. Revisó todo el apartamento en busca de un llavero. Recorrió el cuarto conyugal y otro con dos camas; Machús le había asegurado que no tenía un cuarto para él aunque había un tercer dormitorio; ¿por qué se había mostrado tan hostil, cuando era inevitable que descubriera que había tres habitaciones? No encontró la llave. Sentado en el sofá sin recostarse, observó largo rato la luz. No se trataba del resplandor de una bombilla, porque vacilaba. Le preocupó que pudiera tratarse del comienzo de un incendio; pero esta sospecha no tenía sentido; en el tiempo que había empleado en buscar las llaves el fuego tendría que haberse propagado, y la luz era igual de tenue desde que la descubriera. No quería forzar la puerta; causaría desperfectos injustificables si su alarma era infundada. Permaneció más de una hora con la mirada fija en la rendija iluminada. Incapaz de dormir, decidió dar un paseo por la playa.
El paisaje de Copacaba era idéntico a la tarjeta postal. La arena dorada, el pavimento con dibujo ondulado, las palmeras y los cuatro kilómetros de edificios formando una media luna. Había mucha gente durmiendo en la playa, junto a morrales por cuyas bocas asomaban disfraces; turistas que disfrutaban el carnaval de Río y no disponían de alojamiento. A pesar de lo ameno que resultaba el bullicioso espectáculo, no consiguió sacudirse el temor a un incendio en el apartamento, y volvió.
La la luz permanecía igual; cualquiera que fuese su origen. Sentado en el sofá con la mirada fija en la rendija, se dijo que a lo mejor se trataba del reflejo de la luz solar de una ventana; las vacilaciones podían deberse a la sombra de vehículos que pasaran por la calle. Esta idea no lo tranquilizó. Cuando llegó la hora convenida, salió peocupado por la sospecha de que dejaba un peligro irresuelto.
-Esta noche, nuestra fantasía es de hawaianos -le informó Rolemberg, después de saludarle con la cordialidad de un viejo amigo.
Media hora más tarde, Carlos se miró sin reconocerse en un gran espejo situado junto a la salida del piso. Un sarong muy corto que casi no le cubría las nalgas, el pecho desnudo con un collar de flores de plástico y el pelo empolvado con purpurina dorada.
¿Cuántos años tienes? –preguntó Rolemberg, que le contemplaba a través del espejo.
-Dieciocho.
-Durante los próximos veinte años, tendrás que defenderte a tarascadas de la gente que querrá encamarse contigo –alabó el cirujano, mientras Carlos sentía bullir en su cabeza preguntas muy inquietantes.
Componían el grupo seis mujeres y seis hombres. Los doce disfraces eran idénticos, salvo que las mujeres llevaban un pequeño sujetador bajo el collar de flores. A Carlos le asombraba tanto la desinhibición de todos en la calle, que olvidó la inquietud por el temido incendio en casa de su primo. Abundaban los pechos femeninos precariamente velados por tules o collares, sin sostén, y los cuerpos masculinos apenas con taparrabos. En Albacete, aquellas personas serían llevadas a la cárcel. Según avanzó la noche, vio que se producían fugaces desnudos totales en las fiestas y también en la calle; muchas mujeres se despojaban de los sostenes en la agitación del baile y algunos hombres se bajaban el tanga con eufórica comicidad.
Arrebatado por la música, sólo a ratos dejó de sentirse desconcertado. Le habían asignado como pareja a la más joven del grupo, Marcia, que aparentaba unos veinticinco años y ella fue quien tuvo que rescatarlo muchas veces a lo largo de la noche de su estupor y, en ocasiones, de sus reacciones airadas cuando alguien lo sobaba en las apreturas del baile. Comprendía que parecía mojigato, pero todo lo que veía distaba años luz de sus puntos de referencias de Madrid y mucho más de las costumbres toledanas, donde prohibían que los hombres y mujeres se bañaran juntos en la piscina.
De vuelta a casa, Carlos introdujo la llave en la puerta del primo Manuel mientras se despedía del grupo. Marcia aferró su mano.
-¿Pensa dormir sozinho? -le dijo, sonriendo-. Vente con nosotros. Nadie duerme solo en carnaval.
El mensaje de su mirada era explícito y Carlos llevaba ocho meses tratando de compartir la cama con una brasileña, sin conseguir descifrar el método que conducía a esa clase de relaciones en un país tan diferente del suyo. Aceptó la invitación de Marcia, que pocos minutos después de envolverlo en la cálida y perfumada magia de su piel desnuda, dijo:
-Que doce… parece um menino. Acho que terei que ser a sua professora.
Despertó entre sus brazos tras haber aprendido más que en toda su corta biografía erótica y habiendo descubierto en su propio cuerpo desconocidas fuentes de placer.
CIEGO
Luis Melero
Prefacio
1999
El día que Carlos Alfaro decidió quedarse ciego, dio por resuelta la duda.
Había titubeado hasta la agonía durante cinco meses. Temía tanto no hacer nada como decidirse de una vez. Si no actuaba, los obstáculos que lo cercaban llegarían a ser insuperables y el miedo anularía para siempre su capacidad de rebelión; también le aterrorizaba actuar, pero al menos conseguiría sentirse poderoso. Si lo hacía por fin, si llegaba a ejercitar la única facultad que dominaba todavía, podría mirar de nuevo dentro de sí con el orgullo recuperado, porque volvería a considerarse plenamente hombre aunque hubiera inutilizado el más importante de sus sentidos.
Esa mañana, había abandonado otra vez la cola del comedor de beneficiencia, espantado por la mugre y el abatimiento de las personas que le precedían. Luego, martirizado por los retortijones de su estómago vacío, se había sentado a llorar en un banco de la plaza de Benavente. El pudor y la contención de su carácter, tan proverbiales y destructivos en el pasado, no le bastaron para reprimir ese llanto con el que sentía que estaba haciendo el ridículo. Sabía que tenía la cara roja de vergüenza y aun así fluían las lágrimas por su rostro, incontenibles, atrayendo hacia él miradas que aumentaban el sonrojo, compasivas algunas pero molestas y reprobadoras las más.
Una anciana, al pasar, echó a sus pies una moneda de veinte duros. Carlos tardó unos segundos en comprender que se trataba de una limosna, y empleó unos pocos más en la lucha consigo mismo sobre si debía o no recoger el reluciente y tentador disco dorado, con el que podía pagarse un café con leche y, acaso, un pedazo de pan. Pero al ir a agacharse para recoger la moneda, cayó repentinamente sobre sus hombros el peso de su biografía y le dio un puntapié, con el que rodó hacia un alcorque. Pensó en el último de los regalos de Yolanda que había rechazado. ¿Cuántos millares de monedas como ésa habría pagado su ex esposa por aquel ostentoso diamante de dos kilates?
Echó a andar sin ver la plaza de Santa Ana ni la calle del Príncipe. Cruzó la hermosa y recoleta plaza de Canalejas con el semáforo en rojo, entre bocinazos e improperios que no oyó, porque no conseguía escuchar más que los lamentos de su alma y tenía los ojos irritados por el llanto; casi no veía, o no quería ver.
Cuando afirmó ante sí mismo la resolución irrevocable de convertirse en ciego, tenía delante uno de los paisajes urbanos más hermosos que conocía, el que se abre en Madrid al bajar la suave cuesta de la calle de Alcalá hacia la Cibeles, donde, enmarcada entre las siluetas del Banco Central y el Banco de España, resplandecía en aquellos instantes la plaza con el edificio de Correos y el Palacio de Linares, rematada al fondo por la Puerta de Alcalá embrujada por el contraluz del sol a esa hora de la mañana.
Empujado por sus errores y fracasos y por la imposibilidad de seguir adelante, iba a negarse a sí mismo ese esplendor dentro de muy poco, en cuanto reuniera valor y descubriera el medio más eficaz.
Sintió un mareo, como si las entrañas quisieran salir de su cuerpo. No se trataba de pánico por la decisión que había tomado; el mareo, una especie de colapso de sus facultades y un cortocircuito de cuanto podía crear su mente, era por algo tan prosaico como el hambre de cinco días. Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol. No sabía si había cerrado los ojos o si ya se había producido espontáneamente la ceguera a causa del ayuno, pero sí advertía que más allá de sus pupilas sólo había oscuridad, una bruma densa teñida de púrpura.
Y en ese púrpura sin contrastes ni matices, un torbellino turbio donde con los dolores y terrores presentes se mezclaba la memoria confusa de inquietantes ritos animistas del pasado, en los que la gente, casi todos mulatos aunque también había españoles y otros europeos, fingían o creían sinceramente que eran poseídos por espíritus irredentos. Bailaban una danza arrebatada por el alcohol y el humo de enormes cigarros puros y gritaban o gemían como si fuesen de verdad almas en pena en espera de redención. Y en el horror púrpura, densamente teñido de sangre seca, la sarta interminable de sus propias equivocaciones.
Le tomó muchos minutos recuperarse.
Poco a poco, después de pasar como un torbellido por esa bruma enrojecida casi treinta años de risas y lágrimas, las piernas volvían a sostenerlo y de nuevo había claridad más allá de sus párpados.
Al abrir los ojos, lo primero que vio fue la palabra "Brasil", impresa en un cartel de propaganda de una modesta agencia de viajes que estaba sujeto con cinta plástica al tronco del árbol. Como le pareció un sarcasmo, sonrió con amargura.
Capítulo I
1968
La salida de España treinta años antes, había sido impremeditada. A punto de aprobar el primer curso de arquitectura, las algaradas estudiantiles de mayo de 1968 lo pillaron en el meollo de una manifestación que iba a terminar en Moncloa, pero que acabó en la propia Ciudad Universitaria, con numerosos heridos entre estudiantes y policías, muchos detenidos y un Carlos Alfaro fugitivo.
Carecía de convicciones políticas, pero se le atragantaban las cortapisas a su libertad de expresarse. Desconocía otro estilo de vida puesto que pertenecía a una generación nacida bajo la dictadura, carente de nociones de la vida en libertad y acostumbrada a obedecer sin rechistar. Su rebeldía no la inspiraba una familia disidente ni la elaboración intelectual; era la intuición la que le sugería que tenía derecho a opinar y discrepar, conforme iban creciendo sus conocimientos y aumentaba el desagrado por la pasividad que observaba alrededor.
Acudió a la manifestación asombrado de su osadía, con el ánimo de quien va a una gira campestre. Los corros en los pasillos se formaron sin que nadie los convocase y tenían aire de fiesta, como si los estudiantes acabaran de aprobar un examen y quisieran celebrarlo. Salieron al campus con la misma actitud con que festejaban el paso del ecuador durante el bachillerato, con las mismas caricaturas y humoradas escritas a mano en cajas de embalar desplegadas, con los mismos lemas resueltos en pareados y estribillos chistosos. Empujado por el entusiasmo de sus compañeros de facultad, la estatura descollante de Carlos y su voz atronadora mientras coreaba las consignas le atrajeron la atención de Amancio Prados, que lideraba la protesta, y se encontró en la cabecera cuando el grupo alcanzó la barrera formada por la policía.
-Aguanta, Carlos -le aconsejó Prados, que antes nunca le había dirigido la palabra a causa de su juventud, discordante con la edad media del curso-. Los grises no van a atacarnos. Hay entre nosotros demasiados niños bien.
"Niño bien", hijo de padres acomodados y afectos al régimen franquista, cosa que Carlos no era. Primogénito de una familia que sobrevivía con apuros, había conseguido ingresar en la universidad gracias a una beca ganada de manera arrolladora, tras un bachillerato plagado de sobresalientes y en el que había llegado a aprobar dos cursos en uno. Se la otorgaron poco después de cumplir diecisiete años, caso que destacó el periódico toledano en una nota. Ahora, a veinte pasos de la formación policial, sabía que arriesgaba el porvenir, porque perdería la beca si su participación en los desórdenes llegaba a oídos del decano.
Vio en los ojos de un policía joven que la línea de uniformados iba a cargar contra los estudiantes. Ignoraba por qué fueron aquellos ojos verdeamarillentos los que atrajeron su atención, tal vez había en ellos un brillo de odio un poco más intenso que en los demás. Su mirada, esa mirada que treinta años más tarde se dispondría a velar voluntariamente para siempre, entabló un diálogo inconsciente con la del joven policía antes de verlo arremeter contra él blandiendo el fusil.
-¡Sal echando leches! -oyó que le gritaba Amancio Prados.
Pero estaba paralizado por la mirada. El policía le había elegido a él como objetivo, sin duda. Iba a recibir en el rostro un golpe con la culata del arma, un golpe que lo derrumbaría en el suelo y al que seguirían muchos otros. No había peleado nunca con sus compañeros de juegos infantiles, carecía de experiencia para la lucha cuerpo a cuerpo. El instinto de supervivencia le permitió eludir la primera embestida. El joven policía trató de machacarle la cara con la culata y, perdido el equilibro por la finta de Carlos, estuvo a punto de caer al suelo. Ahora, el furor impreso en su rostro era mucho mayor. Se lanzó contra Carlos con expresión enajenada y el fusil dispuesto para chocar contra su vientre. Carlos encontró la agilidad necesaria para eludir otra vez la acometida y aprovechó el desconcierto y la nueva pérdida de equilibrio del policía para arrebatarle el fusil. Durante unos segundos que parecieron horas, Carlos Alfaro se preguntó qué hacer a continuación.
Un arma en sus manos, cuyo peso era inmenso. Nada en el transcurso de sus casi dieciocho años le dotaba de referentes para el uso de un arma. La modesta economía de su padre no era el marco apropiado para desarrollar la afición por la caza, tan extendida por las cercanías de su ciudad, y nunca había tenido cerca ni siquiera una escopeta. Jamás había cogido un fusil, ignoraba cómo funcionaba, sólo tenía idea de su potencia letal. Sintió pavor.
Todo se desarrollaba como en una película a cámara lenta. La fiesta había pasado de la comedia al drama, los estudiantes corrían entre gritos ensordecedores, los policías gritaban también. Había cuerpos caídos en el pavimento. Sonaban disparos que sobresalían del estruendo de las voces. Más allá del policía, Carlos vio la sangre que brotaba del hombro izquierdo de Amancio Prados, caído en el suelo y retorciéndose por el dolor mientras su voz y su mirada como un alarido le pedían a él, expresamente a él, que lo sustituyese en el liderazgo, que se convirtiera en adalid de los estudiantes desarmados contra la sinrazón de un grupo armado que parecía dispuesto a masacrarlos. El alud de odio que lo envolvía forzó la voluntad de sus manos, fue el odio que solidificaba el aire lo que movió hasta la horizontal el fusil en el momento que el policía, casi tan joven como él, se lanzaba a recuperarlo. En estado de trance, sintió que el cañón detenía la embestida y la detonación reventaba la tela del uniforme, se hundía en la carne y abría otra fuente roja, más que el hombro ensangrentado de Amancio Prados, que le gritó desde el suelo:
-Vete, Carlos. Lo has matado, te van a linchar. ¡Escapa!
Como si el acero estuviera al rojo vivo, tiró el fusil y abandonó a trompicones el pequeño parque, deambuló por la calle Princesa y la Gran Vía aplanado por el terror, recorrió varias veces la calle Mayor con un vendaval en la cabeza, jadeó cuesta abajo en Lavapiés como si subiera las cumbres de Sierra Nevada y cuando, muchas horas más tarde, reunió ánimos para volver a la pensión, entró subrepticiamente y se encerró en el dormitorio intentando librarse de la parálisis del pulso, absorto en el momento inminente en que sería encerrado en la cárcel por asesinato.
El periódico de la mañana siguiente no mencionaba la muerte del policía. Dedicaba unas líneas a los "desórdenes organizados por el comunismo internacional" sin referirse en concreto a los del día anterior, pero la llegada de dos inspectores que acudieron temprano a interrogar a los alumnos le convenció de que el policía había muerto y alguien lo delataría. Aconsejado por sus condiscípulos, escapó de la facultad; tomó el tren para Toledo, le contó a su padre lo ocurrido y éste fue al banco, extrajo todos los ahorros que tenía en la libreta y esa noche volvió con él en taxi a Madrid.
Su padre le dijo en el aeropuerto:
-Tienes un primo en Brasil -le entregó un papel con la dirección escrita-. Él te ayudará hasta que sepamos qué hacer.
Para abandonar España inmediatamente, sin dar tiempo a que comunicasen su nombre a los funcionarios de fronteras, no esperó el vuelo directo a Río de Janeiro que salía horas más tarde. Tomó uno que lo llevó a Bogotá, donde consiguió enlazar con otro que, en vez de a Río de Janeiro, se dirigía a São Paulo.
Se trataba del vuelo Los Ángeles-Ciudad de México-Bogotá-São Paulo de la compañía brasileña VARIG. Aturdido por el giro imprevisto de su vida y ansioso de evasión, Carlos se asombró de lo fácilmente que comprendía el portugués que hablaba la azafata, aparentemente lleno de palabras españolas, y lo comentó con el hombre que viajaba a su lado, que le aclaró:
-Te parecen palabras españolas, pero todo lo ha dicho en portugués.
-¿Está seguro?
-Sí. Soy profesor de español en la universidad paulista.
-Pero... entonces, el portugués es casi igual. Sólo varía el acento.
-El acento brasileño es más inteligible para un español que el de Portugal. Nosotros estamos rodeados de países que hablan español y hasta tenemos que dar en la universidad muchas clases con libros en español, porque la industria editorial en portugués es modesta. La influencia de tu idioma es fuerte en mi país; toda la gente culta se maneja bien en español y nuestros cantantes graban con frecuencia canciones mexicanas, españolas o argentinas. Además, las raíces de las dos lenguas son las mismas; hablamos idiomas mucho más semejantes entre sí que otras lenguas latinas, como el italiano o el francés.
-Éso es evidente -concordó Carlos-. Nunca había comprendido con tanta facilidad a gente que utilizara un idioma extranjero.
-Hablas un español muy bueno. Sé de lo que hablo porque he estado tres veces en España. Me llamo Milton, ¿y tú?
-Carlos.
-¿A qué vas al Brasil, Carlos?
Éste examinó a su vecino de asiento. Tenía unos treinta y cinco años y aspecto distinguido. Su condición de profesor de español y las visitas a España eran datos que le hacían temer que simpatizara con el franquismo. Todavía aplanado por el horror de lo que había hecho el día anterior, creyó peligroso hacerle confidencias.
-A buscar trabajo -respondió.
-¿Tan joven?
-Mi familia tiene dificultades. Y, además, me atrae la aventura.
-Tú no tienes aspecto de aventurero ni de emigrante. Los españoles que viven en el Brasil son en su mayoría personas menos cultas que tú. Estoy seguro de que no te resultaría difícil abrirte camino en tu país.
-Es que... -Carlos forzó la imaginación-, me he metido en un lío. Una chica dice que la he dejado embarazada, pero estoy seguro de que no fui yo. Nunca lo hice con ella.
Milton sonrió.
-Eso sí tiene sentido. ¿Qué clase de trabajo crees que podrías hacer en el Brasil?
-No lo sé. Estudio arquitectura.
-Entonces, sabrás dibujar y ese talento puede ser tu salida. Dibujar es una de las pocas cosas que se pueden hacer sin dominar la lengua del país donde trabajes. Yo asesoro a una empresa de publicidad muy importante de São Paulo, adaptando al español las campañas para países hispanos. Puedo hablarles de ti.
-Muchas gracias -dijo Carlos, animado por la posibilidad de valerse por sí mismo sin pedir ayuda a su primo.
-Pero te conviene conocer algunos trucos para aprender a desenvolverte en portugués cuanto antes. La sintaxis es semejante a la española, los verbos son casi los mismos y sólo difieren algunos tiempos. Casi todo el vocabulario es idéntico, con un porcentaje de excepciones que no llega al veinte por ciento. Para reconocer las palabras, fíjate en los matices o en algunas diferencias mínimas. La hache española se convierte en una efe en el portugués, la jota pasa a ser una elle, que se representa con una ele y una hache, y muchas palabras que en español acaban en "ción", acaban en portugués con la sílaba "ção", que se pronuncia "saon" con la ene muy nasal.
Milton mantuvo durante el resto del viaje un tono igual de didáctico, con destellos de amabilidad que desconcertaban a Carlos, porque los únicos profesores de universidad que conocía eran los de la facultad, muy distantes y arrogantes, con quienes se había sentido intimidado durante todo el curso. El profesor brasileño hacía que se sintiera cómodo y valorado, a pesar del terror que le agarrotaba el aliento. Cuando llegaron a São Paulo, Milton le indicó dónde buscar hospedaje.
-La rúa Aurora es la calle de las prostitutas -le advirtió-. Por eso, es fácil que alguien te alquile una habitación barata, porque también aquí hay vecinos que no quieren tratos con ese mundo y tienen dificultades para alquilar a la gente decente.
La despedida de Milton le produjo alivio; gracias a él iba a encontrar alojamiento barato y tal vez le proporcionaría el empleo para pagarlo, pero su amabilidad le desconcertaba. En cuanto se instaló en un cuarto modesto pero muy grande, escribió una carta al primo Manuel, a la dirección de Río de Janeiro.
Le costó dormir. Aparte de no poder quitarse de la cabeza el cráter rojo en el vientre del policía, nadie le había hablado de los trastornos físicos que causan los cambios de horarios al atravesar el Atlántico, y achacó el insomnio a las trifulcas que las prostitutas organizaban en la calle. Cuando la dueña de la pensión le avisó de que lo llamaban por teléfono, antes de mirar el reloj notó por la luz que había dormitado hasta media mañana.
-¿Carlos? Soy Milton. He hablado ya con la empresa de publicidad. Puedes ir esta tarde a visitarlos. Anota la dirección. Una advertencia: no digas que sabes dibujar un poco, sino que sabes dibujar, y punto. En el Brasil se valora mucho la osadía y no nos gusta la gente que parece poco segura.
-Muchas gracias, Milton. No sé qué decir...
-No tiene importancia. Eres demasiado joven; en el avión, te noté desorientado y sé que correrás riesgos en mi país si no organizas en seguida tu vida. Aunque de momento no te conviene tratar con españoles, porque te será más fácil aprender el portugués si te fuerzas a hablarlo a todas horas, tengo dos buenos amigos en el Centro Republicano Español que te agradará conocer. Te los voy a presentar, pero eso será más adelante.
En el avión, temía que Milton fuese simpatizante de Franco. Había matado a un policía franquista, lo que le obligaba a mantenerse en guardia. Ahora, el brasileño le hablaba de algo igual de temible. Imaginaba un "centro republicano español" como un lugar lleno de conspiradores al margen de la ley. Decidió no aceptar esa invitación cuando se produjera.
Pasó unos días desorientado. Sus sentidos se negaban a asimilar que habían sido transplantados de repente a otro continente y a otro hemisferio; salía temprano con el deseo de desayunar porras madrileñas antes de comprender que estaban fuera de su alcance; echaba de menos la comodidad y la rapidez del metro cuando sudaba en un autobús empantanado en el delirante tráfico paulista; se le saltaban las lágrimas ante un pequeño estanque del parque de Ibirapuera cuando su corazón le apremiaba a asomarse al lago del Retiro.
Empezaba a sentir la añoranza de sus raíces que llegaría a ser tan lacerante como la de cualquier emigrante, pero todavía no sabía que ese dolor era nostalgia; creía que se trataba del desconcierto sumado al horror de saberse un asesino.
Pero una semana más tarde comenzó a trabajar en publicidad y fue sintiendo cierto alivio, asombrado por el reconocimiento de su habilidad artística. No comprendía que le pagasen por hacer algo con lo que disfrutaba tanto. El propósito de contactar con el primo Manuel dejó de ser cuestión de supervivencia para convertirse en un simple deseo de satisfacer la curiosidad de conocerlo. Pero no respondía sus cartas. Aunque le escribió cada dos meses, nunca recibió contestación, mientras crecía la necesidad de reencontrar a través de él las raíces que había perdido tan repentinamente.
Capítulo II
Invierno de 1998
Carlos Alfaro tenía cuarenta y nueve años cuando llegó a Madrid una gélida mañana de invierno. Sentía vértigo, porque España había conseguido organizarse a esas alturas de fin de siglo, y de milenio, como la sociedad europea civilizada que era, y carecía de la extensión suficiente para que un fugitivo de las empresas de crédito pudiera esfumarse en el anonimato. Los bancos se lanzarían furiosos en su persecución si no encontraba a tiempo el medio de hacer frente a las deudas pavorosas que había dejado en Toledo. Compró un periódico de ofertas de trabajo y entró a tomar un café en un pequeño local de la Puerta del Sol, mientras repasaba los anuncios. En el otro lado del ángulo de la barra, le miraba con insistencia un hombre casi viejo, de aspecto próspero bajo su anticuada melena blanca cortada al estilo de los Beatles. Carlos correspondió la mirada con una sonrisa amable, lo que alentó al hombre a acercarse.
-Te había confundido con Ramiro Oliveros, disculpa -dijo el canoso.
-Pues no soy ese amigo suyo, ¿señor... ?
-Sí, de cerca he visto que eres más alto y más joven que él. Ramiro no es amigo mío, sólo lo conozco un poco. ¿No sabes quién es?; se trata de un actor famoso. Me llamo Jon Goico.
-Carlos Alfaro, mucho gusto.
-No eres español, ¿verdad, Carlos?
Todavía se producía de vez en cuando esa confusión. Algunos lo tomaban por canario, pero era más frecuente que le creyesen sudamericano.
-Sí lo soy, pero estuve emigrado algún tiempo.
-Veo que lees el Segunda Mano. ¿Buscas trabajo?
-Sí.
-¿De actor?
Carlos sonrió. El sujeto estaba delirando.
-No, de publicitario.
-¿En el Segunda Mano? No es el medio adecuado. La publicidad es un negocio muy encerrado en sí mismo. ¿Qué sabes hacer en publicidad?
-Creatividad.
-¿Eres bueno?
-Hace tiempo, era muy bueno.
-Pues lo que tienes que hacer es hablar con las agencias; las grandes no son más de veinte o treinta, y están casi todas alrededor de la zona de Azca.
-¿Me puede indicar usted dónde está ese sitio que ha dicho?
-¿Por qué me hablas de usted, tan viejo soy?
Carlos sonrió de nuevo, mientras intentaba deducir las razones de su amable familiaridad. El canoso era lo bastante viejo como para tratarlo de usted.
-No, claro que no.
-No entiendes, ¿verdad?
-¿De qué? -preguntó Carlos.
-No, ya veo que no. Es una pena que no entiendas. La panda de la Puerta del Sol podría volverse loca por ti.
Ahora sí comprendió Carlos. Volvió a sonreír, negando con la cabeza.
-Azca es un lugar lleno de rascacielos, inconfundible -informó Jon-. Tienes que buscar en el Metro la estación de Nuevos Ministerios. ¿Vives lejos?
-Todavía no vivo en ningún sitio, acabo de llegar a Madrid. ¿Sabes dónde puedo encontrar una pensión muy barata?
-¿Cómo de barata?
Carlos calló con los labios apretados, suponiendo que Jon soltaría una carcajada si respondía su pregunta.
-Oye, Carlos, no quiero parecer indiscreto, pero intuyo que tienes dificultades. Tu físico y tu estilo no se corresponden con la tristeza que se adivina bajo tus sonrisas ni con esa camisa tan arrugada que llevas. Cuando vayas a pedir trabajo a una agencia de publicidad, debes presentar mucho mejor aspecto. ¿Necesitas ayuda?
-Creo que sí, pero...
-No estoy hablando de una "chapa", Carlos.
Inesperadamente, Carlos se oyó relatar a un desconocido un resumen pormenorizado de su vida, cosa que no había hecho jamás ni con un extraño ni con amigos que no fuersen Milton Gomes o Rolemberg Giggio. Comprendió que la miseria ablandaba el carácter. Notó la expresión de recelo de su interlocutor al oír la escena de la Ciudad Universitaria, su incredulidad cuando describió los esplendores entre los que había vivido en Brasil, su consternación cuando detalló lo ocurrido en Toledo al dar por terminada su etapa de emigrante. Durante los doce minutos de monólogo, Jon mantuvo la mandíbula sujeta en el puño, con el codo apoyado sobre la barra. Lo miraba intensamente a los ojos y Carlos notó que trataba de deducir si era un farsante muy imaginativo o el colmo de la mala suerte.
-Tendrías que escribir un guión con esa historia -dijo Jon Goico-, y sé muy bien de lo que hablo. Verás, dirijo un programa de televisión dedicado al cine. Todavía me permiten dirigirlo, aunque me falta un cuarto de hora para la jubilación. Tengo alquilado un pequeño almacén, porque el archivo de referencias de mi programa, que es de mi propiedad, no cabe en mi casa. A lo mejor nos hacemos un favor mutuo. A mí me preocupa que puedan entrar a robar y da la casualidad de que tengo allí varias camas que no caben en mi casa y hay un pequeño baño. Si no eres muy remilgado, podrías vivir allí mientras consigues mejorar tu situación, y así me servirías de guarda nocturno y tal vez se te ocurra poner un poco de orden. Sólo te pediría a cambio que me des una fotocopia de tu carné de identidad.
Carlos asintió. Ese hombre no imaginaba dónde había dormido los últimos tres años.
-Otra cosa no puedo hacer por ti, porque no nado en la abundancia -Carlos consideró que mentía, porque llevaba encima más de un millón de pesetas en joyas; pero halló lógicas sus reservas-. Bueno, alguna ropa sí que podría ofrecerte, pero con tu tamaño un pantalón mío no te serviría ni de calcetín. Ojalá que consigas trabajo, porque a pesar del desastre de tu ropa se ve que no eres un mendigo.
Capítulo III
1969
Llevaba nueve meses en Brasil cuando, empezando el carnaval, Carlos no resistió la tentación de conocer la fiesta carioca. Era un buen pretexto para visitar Río de Janeiro y encontrar por fin al esquivo primo Manuel.
Pasó toda la noche del viernes en un autobús que llegó a Río al amanecer del sábado de carnaval. Multitudes de forasteros asaltaban Río de Janeiro con prisas de última hora; una masa bullanguera desalojaba los autobuses y, sin que sonara música, le pareció que marcaban pasos de samba al andar.
Localizó en un plano la dirección de su primo y descubrió que era en Copacabana.
Aunque ya amanecía, en las calles por las que circulaba el autobús había multitudes de gente disfrazada bailando, sonaban tambores por doquier y el pavimento era invisible bajo los confetis y serpentinas. Muchos hombres dormían la borrachera allí donde el alcohol les había vencido. Pasado el Túnel Novo, bajó del autobús cuando el conductor le avisó de que la dirección por la que le había preguntado se encontraba muy cerca, pero descubrió en seguida que, presionado en el aeropuerto por la prisa de verlo libre de la amenaza, su padre había escrito una dirección equivocada. Manuel no había recibido sus cartas. Se preguntó qué hacer. Ya había visto lo difícil que era conseguir en Río una habitación en carnaval y disponía de poco dinero; descansaría un rato en la playa, que había entrevisto a unos ciento cincuenta metros, y esa misma noche tomaría el autobús de vuelta a São Paulo.
Un hombre estaba colocando maletas en la baca de una ranchera. Carlos encontró en él algo reconocible que no supo en qué consistía, lo que le animó a preguntar:
-Não tem o número cento e um nesta rua??
-¿Eres español?
Carlos asintió sin darse cuenta de que no le había preguntado en portugués. El hombre parecía cordial.
-Esta calle no tiene el número ciento uno. Éste es el ciento diez. ¿Buscas a algún español? Yo soy español y conozco a todos los paisanos que viven por aquí.
-Busco a Manuel Alfaro.
-¡Tú eres Carlos!
Encontró a su primo por casualidad cuando lo creía imposible. Manuel había recibido las cinco cartas, y se disculpó por no haberle contestado "porque tengo tanto trabajo...". Carlos disimuló su incredulidad.
-Es una pena no haber sabido que venías -dijo Manuel-. No me gusta Río en carnaval y voy a pasar estos cuatro días con mi familia en Cabo Frío. Pero será imposible conseguirte una habitación, así que te daré la llave del apartamento. Sin embargo... ¿qué puedes hacer tú solo en el carnaval de Río, sin conocer a nadie? Verás lo que vamos a hacer... Primero, ven que te presente a mi familia.
Manuel descargó lo que había colocado ya sobre la baca, introdujo los bultos en el portal, que cerró, y franqueó a Carlos la puerta de su apartamento en la misma planta baja. El número 101. La dirección escrita por su padre rezaba: Ministro Viveiro de Castro, 101, apartamento 110, en un baile evidente de números.
-¡Machús! -dijo Manuel a una mujer de aspecto turbador-. Éste es mi primo Carlos, el que me escribía desde São Paulo.
-¡Você chega num momento muito mal! -reprochó la esposa de su primo en portugués, aunque Carlos sabía que era gallega.
Había llegado en un momento inoportuno, pero era poco hospitalario reprochárselo en vez de darle la bienvenida. Carlos la examinó; un rostro anguloso y duro pero con mirada evasiva en pupilas vidriosas. Comprendió que ella era el motivo por el que Manuel no había respondido sus cartas, pero presintió algo más; esa mujer poseía un halo extraño, muy inquietante, y su actitud parecía la de alguien temeroso de ser descubierto en algo reprochable, muy grave tal vez. Fue presentado también a la hija adolescente y a la suegra de su primo. Tras un breve cruce de saludos carentes de cordialidad y sin que nadie lo invitara a sentarse, Carlos sintió alivio cuando dijo Manuel:
-Escucha, Machús; vamos a dejar el viaje a Cabo Frío para mediodía. En estas seis horas, trataré de encontrarle a mi primo alguien que le pueda ayudar a pasar un buen carnaval.
-Pero... -Machús no disimuló su contrariedad. Su marido le interrumpió.
-Voy a llevar a Carlos a recorrer el centro, para que sepa orientarse. Iremos a la oficina y desde allí llamaré a los amigos, a ver si a alguien le sobran boletos para las fiestas y los desfiles.
Consciente de la tensión que había causado su llegada, Carlos salió tras Manuel con una sonrisa de disculpa para las tres mujeres. Las calles de Río de Janeiro registraban todavía escaso tráfico de vehículos, pero la riada humana había crecido. Tocados egipcios y pelucas empolvadas al estilo de María Antonieta sobresalían entre miriñaques, kimonos y ampulosas vestiduras cubiertas de lentejuelas, plumas, terciopelos y pedrería de oropel. Todos parecían llevar dentro de la cabeza un pequeño receptor de radio, porque bailaban al andar aunque no sonara música.
-¿Por qué no te gusta pasar el carnaval aquí? -preguntó Carlos.
-Ya has visto que mi hija es todavía una niña. El carnaval de Río es un desenfreno, hay agresiones, violaciones y muchos asesinatos. Tú también debes tener cuidado.
Durante dos horas, Manuel llamó por teléfono a todos sus amigos. Nadie disponía de boletos sobrantes.
-Mala suerte, chico. Tendrás que apañarte y disfrutar lo que puedas por tu cuenta. Es una pena, porque lo más interesante del carnaval no es la calle, descontando los desfiles de escolas de samba en la avenida Río Branco. Lo espectacular son las fiestas de los clubes, como el Canecão o el Monte Líbano, o el Copacabana Palace. Y sobre todo, el concurso de fantasías del Municipal, que es la fiesta de la aristocracia carioca. Tu primer carnaval en Río no va a ser gran cosa. Lo siento, no puedo hacer más.
-No te preocupes, Manolo. En España está prohibido el carnaval, así que me bastará lo que pueda ver por la calle. Creo que será suficiente.
-Vamos a tomar unas caipirinhas.
La mezcla de cachaça, azúcar y zumo de lima resultaba demasiado fuerte para Carlos, pero su primo tomaba los pequeños vasos de un sorbo. Iban por el tercero Carlos y por el séptimo Manuel cuando éste propuso regresar.
-Son casi las doce. Volvamos a casa. Toma la llave, antes de que lleguemos. No quiero discutir con mi mujer.
La personalidad extraña y la actitud de la esposa de Manuel le incitaban a rechazar la hospitalidad y volver a São Paulo en seguida, pero era más fuerte el deseo de conocer una de las fiestas más famosas del mundo. Decidió ser muy cauto en el trato con Machús, en lo que no tendría que esforzarse durante los próximos cuatro días.
Cuando entraban en el portal, salía un hombre de poco más de treinta años. Manuel lo saludó de modo poco confianzudo, pero al siguiente paso se paró en seco, reflexionó un instante y lo llamó:
-¡Rolemberg!
El hombre se detuvo cuando estaba a punto de abrir la portezuela del coche.
-¿Sí?
-Este é o meu primo Carlos. Tem cegado da Espanha há pouco.
-Muito prazer -dijo el vecino mientras estrechaba la mano de Carlos-. Meu nome é Rolemberg Giggio. ¿E vocé?
-Carlos Alfaro.
Cuando Manuel le puso al corriente de la situación y tras examinar unos instantes al joven, del que le llamó la atención que flexionara un poco las piernas como si temiera apabullar con su estatura a sus interlocutores, Rolemberg pronunció una frase que iba a cambiar la vida de Carlos:
-Deixa ao seu primo da minha conta.
Carlos supo que era ayudante de uno de los cirujanos plásticos más famosos del mundo, Pitanguy, que él también practicaba la cirugía estética y era una de las personas mejor relacionadas de Río. Por coincidencia, Rolemberg disponía no sólo de entradas para Carlos, sino también de disfraces, cuatro diferentes. El cirujano había programado con un grupo salidas para las cinco noches de carnaval, en un plan que incluía la asistencia a tres o cuatro fiestas cada noche, con todos los hombres y mujeres disfrazados igual, como si se tratara de una comparsa. La noche del viernes había ocurrido un accidente.
-Casi todos los cines de Río organizan bailes de carnaval -informó Rolemberg-. Quitan los sillones del patio de butacas y ahí se baila. Pero los cines que tienen segundos y terceros pisos, dejan las plantas superiores con los sillones instalados. Puedes imaginar que la gente baila hasta encima de los asientos. Anoche, un chico de mi grupo tuvo la ocurrencia de ponerse a saltar encima de los apoyabrazos, en la primera fila del piso de arriba del cine donde estábamos. Perdió el equilibro y cayó abajo, al patio de butacas. Imagina. Se ha roto el fémur derecho y la clavícula izquierda. No es grave, y si no fuera porque es buen amigo mío, me dan ganas de reír. La cuestión es que ha quedado disponible un disfraz para ti cada día, y un montón de boletos para las fiestas más divertidas del carnaval de Río. Ahora tengo que hacer algo que no puedo postergar y no puedes acompañarme. ¿Te hospedas en casa de tu primo?
-Sí -respondió Manuel, anticipándose a Carlos.
-Perfecto. Vivo en el apartamento 301. Sube a llamarme a las cinco y media. Para entonces, tendré las cosas que necesitas.
La despedida de la mujer de Manuel fue tan gélida como la acogida. La dureza se acentuó en su rostro mientras le informaba de que tendría que dormir en el sofá del salón. Carlos, de todos modos, se mostró muy afectuoso en un intento inútil de que se dibujara un gesto de cordialidad en el rostro de la gallega. Decidió que la siguiente vez que visitase Río de Janeiro no pediría alojamiento a su primo.
Ya a solas, intentó dormir en el sofá, para reponerse de lo poco que había dormido en el autobús, pero una pregunta lo desveló.
En el momento de recostarse, notó que brillaba una débil luz bajo la puerta situada frente al sofá. Supuso que Machús había olvidado una lámpara encendida y fue a apagarla. La puerta estaba cerrada con llave. Revisó todo el apartamento en busca de un llavero. Recorrió el cuarto conyugal y otro con dos camas; Machús le había asegurado que no tenía un cuarto para él aunque había un tercer dormitorio; ¿por qué se había mostrado tan hostil, cuando era inevitable que descubriera que había tres habitaciones? No encontró la llave. Sentado en el sofá sin recostarse, observó largo rato la luz. No se trataba del resplandor de una bombilla, porque vacilaba. Le preocupó que pudiera tratarse del comienzo de un incendio; pero esta sospecha no tenía sentido; en el tiempo que había empleado en buscar las llaves el fuego tendría que haberse propagado, y la luz era igual de tenue desde que la descubriera. No quería forzar la puerta; causaría desperfectos injustificables si su alarma era infundada. Permaneció más de una hora con la mirada fija en la rendija iluminada. Incapaz de dormir, decidió dar un paseo por la playa.
El paisaje de Copacaba era idéntico a la tarjeta postal. La arena dorada, el pavimento con dibujo ondulado, las palmeras y los cuatro kilómetros de edificios formando una media luna. Había mucha gente durmiendo en la playa, junto a morrales por cuyas bocas asomaban disfraces; turistas que disfrutaban el carnaval de Río y no disponían de alojamiento. A pesar de lo ameno que resultaba el bullicioso espectáculo, no consiguió sacudirse el temor a un incendio en el apartamento, y volvió.
La la luz permanecía igual; cualquiera que fuese su origen. Sentado en el sofá con la mirada fija en la rendija, se dijo que a lo mejor se trataba del reflejo de la luz solar de una ventana; las vacilaciones podían deberse a la sombra de vehículos que pasaran por la calle. Esta idea no lo tranquilizó. Cuando llegó la hora convenida, salió peocupado por la sospecha de que dejaba un peligro irresuelto.
-Esta noche, nuestra fantasía es de hawaianos -le informó Rolemberg, después de saludarle con la cordialidad de un viejo amigo.
Media hora más tarde, Carlos se miró sin reconocerse en un gran espejo situado junto a la salida del piso. Un sarong muy corto que casi no le cubría las nalgas, el pecho desnudo con un collar de flores de plástico y el pelo empolvado con purpurina dorada.
¿Cuántos años tienes? –preguntó Rolemberg, que le contemplaba a través del espejo.
-Dieciocho.
-Durante los próximos veinte años, tendrás que defenderte a tarascadas de la gente que querrá encamarse contigo –alabó el cirujano, mientras Carlos sentía bullir en su cabeza preguntas muy inquietantes.
Componían el grupo seis mujeres y seis hombres. Los doce disfraces eran idénticos, salvo que las mujeres llevaban un pequeño sujetador bajo el collar de flores. A Carlos le asombraba tanto la desinhibición de todos en la calle, que olvidó la inquietud por el temido incendio en casa de su primo. Abundaban los pechos femeninos precariamente velados por tules o collares, sin sostén, y los cuerpos masculinos apenas con taparrabos. En Albacete, aquellas personas serían llevadas a la cárcel. Según avanzó la noche, vio que se producían fugaces desnudos totales en las fiestas y también en la calle; muchas mujeres se despojaban de los sostenes en la agitación del baile y algunos hombres se bajaban el tanga con eufórica comicidad.
Arrebatado por la música, sólo a ratos dejó de sentirse desconcertado. Le habían asignado como pareja a la más joven del grupo, Marcia, que aparentaba unos veinticinco años y ella fue quien tuvo que rescatarlo muchas veces a lo largo de la noche de su estupor y, en ocasiones, de sus reacciones airadas cuando alguien lo sobaba en las apreturas del baile. Comprendía que parecía mojigato, pero todo lo que veía distaba años luz de sus puntos de referencias de Madrid y mucho más de las costumbres toledanas, donde prohibían que los hombres y mujeres se bañaran juntos en la piscina.
De vuelta a casa, Carlos introdujo la llave en la puerta del primo Manuel mientras se despedía del grupo. Marcia aferró su mano.
-¿Pensa dormir sozinho? -le dijo, sonriendo-. Vente con nosotros. Nadie duerme solo en carnaval.
El mensaje de su mirada era explícito y Carlos llevaba ocho meses tratando de compartir la cama con una brasileña, sin conseguir descifrar el método que conducía a esa clase de relaciones en un país tan diferente del suyo. Aceptó la invitación de Marcia, que pocos minutos después de envolverlo en la cálida y perfumada magia de su piel desnuda, dijo:
-Que doce… parece um menino. Acho que terei que ser a sua professora.
Despertó entre sus brazos tras haber aprendido más que en toda su corta biografía erótica y habiendo descubierto en su propio cuerpo desconocidas fuentes de placer.
lunes, 22 de octubre de 2012
LAS LEYES ESPAÑOLAS CONSIENTEN QUE LAS EDITORIALES CATALANAS ESTAFEN Y OFENDAN A LOS ESCRITORES EN ESPAÑOL.
Roca Editorial, se ha apropiado de más de 125.000 euros de mis derechos por cuatro novelas de éxito. Lo único que prevé la ley en estos casos es multar a Roca Editorial, pero sin obligarla a que me devuelva lo que me ha robado.
Los escritores tenemos que asociarnos para defendernos, o la literatura española será cada día más irrelevante en el mundo.
DEBE HABER ALGUN MEDIO FACTIBLE PARA REIVINDICARNOS, RECUPERAR EL DINERO QUE LAS EDITORIALES CATALANAS NOS ROBAN HABITUALMENTE Y SALVAR EL DESTINO DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ORIGINAL. ALGO QUE NOSSOTROS PODAMOS HACER JUNTOS
Escribidme a melerovc@yahoo.es
Los escritores tenemos que asociarnos para defendernos, o la literatura española será cada día más irrelevante en el mundo.
DEBE HABER ALGUN MEDIO FACTIBLE PARA REIVINDICARNOS, RECUPERAR EL DINERO QUE LAS EDITORIALES CATALANAS NOS ROBAN HABITUALMENTE Y SALVAR EL DESTINO DE LA LITERATURA ESPAÑOLA ORIGINAL. ALGO QUE NOSSOTROS PODAMOS HACER JUNTOS
Escribidme a melerovc@yahoo.es
domingo, 21 de octubre de 2012
PARA QUE MÁLAGA REAPRENDA A AMARSE A SÍ MISMA: DESEMBARCO FENICIO
Estudio para la celebración del
Desembarco Fenicio
en una playa de Málaga.
La llegada de los fenicios a Málaga (hace de 2.800 a 2.900 años) no tiene reflejo en ninguna celebración malagueña.
HAY QUE RECORDAR QUE MÁLAGA YA ESTABA FUNDADA, porque existían aquí dos o tres poblaciones bástulas. Los bástulos parece que eran iberos no muy civilizados, periféricos del reino de Tartesios.
Lo que aportaron inicialmente los fenicios es el nombre de Málaga (REINA según la mayoría de linguistas). Pero se olvida con frecuencia la razón primera por la que los fenicios recalaron en esta bahía: LA PÚPURA QUE EXTRAÍAN DE LOS BÚSANOS.
BÚSANO Se trata de un molusco muy abundante en nuestras costas, en general, sobre fondos de poca profundidad rocosos y mixtos. La concha es fusiforme, barriguda y robusta, alcanzando unos 8 centímetros de longitud. Puede estar recubierta de organismos que impiden ver su coloración blanco-grisácea con bandas espirales pardo-violáceas, con evidentes nudos, tubérculos e incluso pequeñas espinas. El canal sifonal es corto y curvado hacia el dorso. El opérculo que tapa la abertura de la concha es córneo. Es un depredador activo, aunque a veces se alimenta también de animales muertos. Se utilizó en la antigüedad para obtener la valiosísima púrpura.
MÁLAGA DEBE A SUS ORÍGENES
UNA CELEBRACÍON DE CARÁCTER ANUAL:
DESEMBARCO FENICIO
ESCENIFICACIÓN:
EMPALIZADA (poco sólida) EN LA PLAYA, QUE SIMULE EL POBLADO BÁSTULO. Del lado de la playa, sólo se vería la empalizada y una especie de torreta de vigilancia; del lado de tierra, habría un mercadillo, hogueras, tiendas de campaña, etc, y ambiente de poblado primitivo.
Llegarían las jábegas existentes, con mástiles (fáciles de instalar según los jabegotes) y velamen, enjaezadas de manera que pudiera celebrarse un concurso.
Desembarcarían los “fenicios” (disfrazados sencillamente, con túnicas muy cortas rojas) y tendría lugar una “batalla” para apoderarse del poblado. Vencerían los fenicios.
PROGRAMA:
1º DÍA: Poblado bástulo. Mercadillo (real) de viandas. Hortalizas y pesca de origen malagueño exclusivamente.
2º Día. Poblado bástulo. Concurso de búsanos. Concurso de espetos. Concurso de cazuela de fideos. Concurso de pescaíto frito. Concurso de ensaladilla de bacalao. Degustación de vino Málaga.
3º DIA. Poblado y playa. Desembarco de las jábegas. Concurso de ambientación “fenicia” de las jábegas. Algún concurso de jabegotes. “Batalla” contra los bástulos. Implantación de los fenicios en el poblado.
REPERCUSIÓN:
Por la originalidad y espectacularidad de la fiesta, es completamente seguro que se interesarían los grandes medios de información nacionales. Y POSIBLEMENTE TAMBIÉN LOS INTERNACIONALES EUROPEOS, SI LA PRFOMOCIÓN SURTE EFECTO.
El creciente negocio turístico capitalino recibiría así un impulso considerable de publicidad gratuita.
BENEFICIOS TURÍSTICOS:
Si se logra la atención de los medios de información malagueños, ya el primer año acudirían muchos turistas procedentes de la costa. Bien usado el material gráfico que se obtuviera, el segundo año conseguiríamos que vinieran turistas expresamente por el desembarco.
MOVILIZACIÓN NECESARIA
Se trata de una celebración que requeriría de una notable y amplia implicación ciudadana.
PESCADORES
EMPRESAS PESQUERAS
RESTAURANTES
MERCADOS
COMERCIANTES
BODEGAS
FÁBRICAS ALIMENTARIAS
PEÑAS
ORGANISMOS CULTURALES
MUSEOS
HOTELES
MEDIOS DE INFORMACIÓN
AMIGOS DEL CARNAVAL
PATROCINIOS
AUNQUE PARA LA PRIMERA EDICIÓN BASTARÍA CON UN PATROCINADOR POTENTE (CORTE INGLÉS, FNAC O SEMEJANTE), LOS CANDIDATOS A PATROCINADORES SERÍAN LAS EMPRESAS QUE PODRÍAN BENEFICIARSE DIRECTAMENTE DE LA CELEBRACIÓN: Hoteles, Agencias de viajes, Aerolíneas, Restaurantes playeros, Bodegas, etc.
Pero la celebración podría llegar a alcanzar tal dimensión en un par de años, que aparecerían grandes cantidades de candidatos a patrocinar.
En untar de años, lograríamos que Málaga se llenase deturistasllegados expresamente para presenciar las fiestas del
DESEMBARCO FENICIO
CALENDARIO
Hay dos momentos ideales para la fiesta del Desembarco:
PRIMER FIN DE SEMANA DE MAYO o
18, 19 Y 20 de junio
RECUPERANDO LA FIESTA MAYOR MALAGUEÑA DESDE 1507, EL ANIVERSARIO DE LOS MARTIRICOS QUE ELIMINÓ APARICIO, PRÁCTICAMENTE PODRÍA LIGARSE CON LOS JÚAS.
LUGAR DE LA CELEBRACIÓN
La playa de la Malagueta sería un buen escenario.
Pero también podría ser la playa de Huelin.
ACASO, TAMBIÉN SE DEBERÍA ORGANIZARSE YA UNA ESPECIE DE MUSEO POPULAR DE LA PESCA, CON ARTES, BARCAS Y DEMÁS (necesidad que no cubre ni de lejos Alborania).
BENEFICIOS
Creo que son incalculables.
-Reactivación de las esperanzas malagueñas.
-Pequeño impulso al comercio local.
-Formidable incentivo a la industria hostelera.
-Impulso de la creatividad popular
DESEMBARCO FENICIO
Si se quisiera celebrar ya este año,
habría que empezar las gestiones ahora.
Gracias por vuestra atención.
Luis Melero teléfono 697414859
17 de enero, 2010
Desembarco Fenicio
en una playa de Málaga.
La llegada de los fenicios a Málaga (hace de 2.800 a 2.900 años) no tiene reflejo en ninguna celebración malagueña.
HAY QUE RECORDAR QUE MÁLAGA YA ESTABA FUNDADA, porque existían aquí dos o tres poblaciones bástulas. Los bástulos parece que eran iberos no muy civilizados, periféricos del reino de Tartesios.
Lo que aportaron inicialmente los fenicios es el nombre de Málaga (REINA según la mayoría de linguistas). Pero se olvida con frecuencia la razón primera por la que los fenicios recalaron en esta bahía: LA PÚPURA QUE EXTRAÍAN DE LOS BÚSANOS.
BÚSANO Se trata de un molusco muy abundante en nuestras costas, en general, sobre fondos de poca profundidad rocosos y mixtos. La concha es fusiforme, barriguda y robusta, alcanzando unos 8 centímetros de longitud. Puede estar recubierta de organismos que impiden ver su coloración blanco-grisácea con bandas espirales pardo-violáceas, con evidentes nudos, tubérculos e incluso pequeñas espinas. El canal sifonal es corto y curvado hacia el dorso. El opérculo que tapa la abertura de la concha es córneo. Es un depredador activo, aunque a veces se alimenta también de animales muertos. Se utilizó en la antigüedad para obtener la valiosísima púrpura.
MÁLAGA DEBE A SUS ORÍGENES
UNA CELEBRACÍON DE CARÁCTER ANUAL:
DESEMBARCO FENICIO
ESCENIFICACIÓN:
EMPALIZADA (poco sólida) EN LA PLAYA, QUE SIMULE EL POBLADO BÁSTULO. Del lado de la playa, sólo se vería la empalizada y una especie de torreta de vigilancia; del lado de tierra, habría un mercadillo, hogueras, tiendas de campaña, etc, y ambiente de poblado primitivo.
Llegarían las jábegas existentes, con mástiles (fáciles de instalar según los jabegotes) y velamen, enjaezadas de manera que pudiera celebrarse un concurso.
Desembarcarían los “fenicios” (disfrazados sencillamente, con túnicas muy cortas rojas) y tendría lugar una “batalla” para apoderarse del poblado. Vencerían los fenicios.
PROGRAMA:
1º DÍA: Poblado bástulo. Mercadillo (real) de viandas. Hortalizas y pesca de origen malagueño exclusivamente.
2º Día. Poblado bástulo. Concurso de búsanos. Concurso de espetos. Concurso de cazuela de fideos. Concurso de pescaíto frito. Concurso de ensaladilla de bacalao. Degustación de vino Málaga.
3º DIA. Poblado y playa. Desembarco de las jábegas. Concurso de ambientación “fenicia” de las jábegas. Algún concurso de jabegotes. “Batalla” contra los bástulos. Implantación de los fenicios en el poblado.
REPERCUSIÓN:
Por la originalidad y espectacularidad de la fiesta, es completamente seguro que se interesarían los grandes medios de información nacionales. Y POSIBLEMENTE TAMBIÉN LOS INTERNACIONALES EUROPEOS, SI LA PRFOMOCIÓN SURTE EFECTO.
El creciente negocio turístico capitalino recibiría así un impulso considerable de publicidad gratuita.
BENEFICIOS TURÍSTICOS:
Si se logra la atención de los medios de información malagueños, ya el primer año acudirían muchos turistas procedentes de la costa. Bien usado el material gráfico que se obtuviera, el segundo año conseguiríamos que vinieran turistas expresamente por el desembarco.
MOVILIZACIÓN NECESARIA
Se trata de una celebración que requeriría de una notable y amplia implicación ciudadana.
PESCADORES
EMPRESAS PESQUERAS
RESTAURANTES
MERCADOS
COMERCIANTES
BODEGAS
FÁBRICAS ALIMENTARIAS
PEÑAS
ORGANISMOS CULTURALES
MUSEOS
HOTELES
MEDIOS DE INFORMACIÓN
AMIGOS DEL CARNAVAL
PATROCINIOS
AUNQUE PARA LA PRIMERA EDICIÓN BASTARÍA CON UN PATROCINADOR POTENTE (CORTE INGLÉS, FNAC O SEMEJANTE), LOS CANDIDATOS A PATROCINADORES SERÍAN LAS EMPRESAS QUE PODRÍAN BENEFICIARSE DIRECTAMENTE DE LA CELEBRACIÓN: Hoteles, Agencias de viajes, Aerolíneas, Restaurantes playeros, Bodegas, etc.
Pero la celebración podría llegar a alcanzar tal dimensión en un par de años, que aparecerían grandes cantidades de candidatos a patrocinar.
En untar de años, lograríamos que Málaga se llenase deturistasllegados expresamente para presenciar las fiestas del
DESEMBARCO FENICIO
CALENDARIO
Hay dos momentos ideales para la fiesta del Desembarco:
PRIMER FIN DE SEMANA DE MAYO o
18, 19 Y 20 de junio
RECUPERANDO LA FIESTA MAYOR MALAGUEÑA DESDE 1507, EL ANIVERSARIO DE LOS MARTIRICOS QUE ELIMINÓ APARICIO, PRÁCTICAMENTE PODRÍA LIGARSE CON LOS JÚAS.
LUGAR DE LA CELEBRACIÓN
La playa de la Malagueta sería un buen escenario.
Pero también podría ser la playa de Huelin.
ACASO, TAMBIÉN SE DEBERÍA ORGANIZARSE YA UNA ESPECIE DE MUSEO POPULAR DE LA PESCA, CON ARTES, BARCAS Y DEMÁS (necesidad que no cubre ni de lejos Alborania).
BENEFICIOS
Creo que son incalculables.
-Reactivación de las esperanzas malagueñas.
-Pequeño impulso al comercio local.
-Formidable incentivo a la industria hostelera.
-Impulso de la creatividad popular
DESEMBARCO FENICIO
Si se quisiera celebrar ya este año,
habría que empezar las gestiones ahora.
Gracias por vuestra atención.
Luis Melero teléfono 697414859
17 de enero, 2010
sábado, 20 de octubre de 2012
La escandalosa vida sexual de la 'gata'
• Según una biografía, tuvo relaciones con Reagan, Rainiero, Brando y Newman
• También participó en un 'trío' con JFK y Robert Stack
Parecían agotadas las aristas de una vida extraordinaria pero exprimida hasta el extremo. Tras su muerte, biógrafos y cinéfilos de postín vociferaron a los cuatro vientos la obra y milagros de la gata de Hollywood, la mujer de los siete maridos, sin que hubiera lugar para más sorpresas que los entresijos del discurrir amoroso más tormentoso de su vida: Richard Burton.
Pero había mucho más por donde sacarle el jugo a Elizabeth Taylor, una mujer que dejó dicho que nunca había tenido conocimiento carnal de nadie con quien no se hubiera casado pero que al final resultó haber tenido encuentros de altos vuelos, a la altura de la otra gran leyenda femenina de la meca, Marilyn Monroe.
Al parecer, y de acuerdo a una nueva biografía que acaba de ver la luz sobre la actriz de los ojos violetas, como Monroe en su momento, Taylor compartió escenas de cama -privadas, claro está- con el presidente John Fitzgerald Kennedy, con el actor Robert Stack como tercer invitado de una escena de sexo apasionado.
El mandatario logró convencer a la actriz de que se metiera desnuda en la piscina del actor para terminar en un trío amoroso. No fue el único. De acuerdo a los autores de la nueva biografía 'Elizabeth Taylor: There is Nothing Like a Dame', Darwin Porter y Danforth Prince, la leyenda del cine también se entendió en un mismo día con Marlon Brando y Montgomery Cliff, quien se enamoró perdidamente de Taylor durante el rodaje de 'Un lugar en el sol', de George Stevens.
Además, la joven protagonista de 'Mujercitas' logró seducir a Ronald Reagan con sólo 15 años en su intento de conseguir un papel importante. La actriz se presentó en el apartamento de Reagan y acabó en su dormitorio.
'Me hubiera ganado el Oscar con Lolita'
"Pude notar que quería estar conmigo pero estuvo reacio a dar el primer paso", explicó Taylor a unos amigos, según recoge el libro. "Yo me convertí en la agresora. Ojalá que hubieran estado haciendo el casting de Lolita por aquel entonces, porque hubiera podido ganarme el Oscar".
Al final, el que iba a ser presidente de Estados Unidos, no pudo resistirse a los encantos de la 'gata' pese a estar casado en ese momento con la actriz Jane Wyman. "Después de una dura sesión de besos en el sofá, pasamos al dormitorio".
Además de esa escandalosas revelaciones, el nuevo libro sobre la vida de Taylor explica que durante su luna de miel con su primer marido, el heredero del imperio hotelero Nicky Hilton, tuvo un encuentro sexual con el futuro marido de Grace Kelly, el príncipe Rainiero de Mónaco.
Eso no es todo. Taylor tuvo que convivir con las tendencias bisexuales de varios de sus maridos, incluyendo a Burton, que sometió a uno de los esposos de la actriz, Eddie Fisher, "abusado y derrotado", de acuerdo a los relatos descritos en el libro.
Paul Newman, su compañero de reparto en 'La gata sobre el tejado de zinc', trató de consolarla tras la muerte de Mike Todd, su tercer marido, y acabaron en la cama, pese a que Newman se acababa de casar con su gran amor, Joanne Woodward. Taylor, según su nueva biografía, no dejó títere con cabeza.
• También participó en un 'trío' con JFK y Robert Stack
Parecían agotadas las aristas de una vida extraordinaria pero exprimida hasta el extremo. Tras su muerte, biógrafos y cinéfilos de postín vociferaron a los cuatro vientos la obra y milagros de la gata de Hollywood, la mujer de los siete maridos, sin que hubiera lugar para más sorpresas que los entresijos del discurrir amoroso más tormentoso de su vida: Richard Burton.
Pero había mucho más por donde sacarle el jugo a Elizabeth Taylor, una mujer que dejó dicho que nunca había tenido conocimiento carnal de nadie con quien no se hubiera casado pero que al final resultó haber tenido encuentros de altos vuelos, a la altura de la otra gran leyenda femenina de la meca, Marilyn Monroe.
Al parecer, y de acuerdo a una nueva biografía que acaba de ver la luz sobre la actriz de los ojos violetas, como Monroe en su momento, Taylor compartió escenas de cama -privadas, claro está- con el presidente John Fitzgerald Kennedy, con el actor Robert Stack como tercer invitado de una escena de sexo apasionado.
El mandatario logró convencer a la actriz de que se metiera desnuda en la piscina del actor para terminar en un trío amoroso. No fue el único. De acuerdo a los autores de la nueva biografía 'Elizabeth Taylor: There is Nothing Like a Dame', Darwin Porter y Danforth Prince, la leyenda del cine también se entendió en un mismo día con Marlon Brando y Montgomery Cliff, quien se enamoró perdidamente de Taylor durante el rodaje de 'Un lugar en el sol', de George Stevens.
Además, la joven protagonista de 'Mujercitas' logró seducir a Ronald Reagan con sólo 15 años en su intento de conseguir un papel importante. La actriz se presentó en el apartamento de Reagan y acabó en su dormitorio.
'Me hubiera ganado el Oscar con Lolita'
"Pude notar que quería estar conmigo pero estuvo reacio a dar el primer paso", explicó Taylor a unos amigos, según recoge el libro. "Yo me convertí en la agresora. Ojalá que hubieran estado haciendo el casting de Lolita por aquel entonces, porque hubiera podido ganarme el Oscar".
Al final, el que iba a ser presidente de Estados Unidos, no pudo resistirse a los encantos de la 'gata' pese a estar casado en ese momento con la actriz Jane Wyman. "Después de una dura sesión de besos en el sofá, pasamos al dormitorio".
Además de esa escandalosas revelaciones, el nuevo libro sobre la vida de Taylor explica que durante su luna de miel con su primer marido, el heredero del imperio hotelero Nicky Hilton, tuvo un encuentro sexual con el futuro marido de Grace Kelly, el príncipe Rainiero de Mónaco.
Eso no es todo. Taylor tuvo que convivir con las tendencias bisexuales de varios de sus maridos, incluyendo a Burton, que sometió a uno de los esposos de la actriz, Eddie Fisher, "abusado y derrotado", de acuerdo a los relatos descritos en el libro.
Paul Newman, su compañero de reparto en 'La gata sobre el tejado de zinc', trató de consolarla tras la muerte de Mike Todd, su tercer marido, y acabaron en la cama, pese a que Newman se acababa de casar con su gran amor, Joanne Woodward. Taylor, según su nueva biografía, no dejó títere con cabeza.
viernes, 12 de octubre de 2012
miércoles, 10 de octubre de 2012
EL OCASO DE LOS DRUIDAS
NO COMPRÉIS ESTE LIBRO. ROCA EDITORIAL ME HA ROBADO 125.000 EUROS DE MIS DERECHOS DE AUTOR.
PODÉIS LEERLO GRATIS BUSCANDO EN EL ARCHIVO DE ESTE BLOG.
Europa posee las grandes manifestaciones artísticas más antiguas producidas por seres humanos. Las cuevas de Altamira y Lascaux, en España y Francia, han sido llamadas con razón “Capillas Sixtinas prehistóricas” y fueron pintadas más de diez mil años antes de la construcción de las pirámides de Egipto. Los increíbles megalitos europeos como Menga en Málaga, Carnac en Francia, o Stonehenge en Inglaterra, son tal vez los monumentos más antiguos de la Humanidad, anteriores a las pirámides y los zigurats. La civilización celta, aunque posterior a los constructores de dólmenes y menhires, fue durante más de dos milenios una especie de Comunidad Europea desde Finlandia a España y desde Turquía a Irlanda, un fraternal reino de reinos que compartían signos, dioses, sentido de la vida y, probablemente, lengua. Una realidad continental que, pese a los afanes de Bruselas y Estrasburgo, todavía nos costará varias generaciones restaurar del todo. Esa civilización, amante de la Naturaleza y practicante ferviente de la armonía de los hombres con su medio, debió de alcanzar conocimientos muy profundos de física y química, y su cultura era lo bastante funcional como para que clanes muy distantes en el tiempo y el espacio la conservasen durante muchos siglos. Pero agonizó lentamente a lo largo de más de un milenio, bajo la presión de los invasores orientales (fenicios/cartagineses y griegos/persas) y el Imperio Romano. Finalmente, fue diluyéndose en el olvido en un continente a medias cristiano y a medias musulmán, cuyos practicantes más fervientes, en rara sintonía, perseguían y aplastaban toda manifestación de conocimiento que repugnase a quienes tan pocos conocimientos poseían. Como, según el tópico, la Historia la cuentan los vencedores, los europeos actuales apenas recordamos ni reconocemos nuestro verdadero origen cultural común, el celta, mucho más determinante que el fenicio, el griego o el latino en nuestros modos y maneras generales, y en el entendimiento paneuropeo de la vida. Tan grande es nuestro olvido, que la ciencia seria no emprende estudios profundos, a escala continental, que pudieran encontrar explicación al misterio de una civilización tan extensa y homogénea en épocas de tan difíciles comunicaciones, para restablecer un mínimo de nuestra memoria colectiva, deliberadamente eclipsada no se sabe bien por qué o por quién. Nadie explica de manera razonable, por ejemplo, la existencia de topónimos como GALicia, GALacia, GALia, y GALes, todos con significación celta comprobada, en lugares tan distantes como Turquía y Gran Bretaña. El espíritu celta y manifestaciones abrumadoras de su cultura y sentido de la vida han pervivido en las tradiciones, el folclore, la música, los rastros arquitectónicos y hermosos objetos de orfebrería. Y además, está impregnada de celtismo toda una tradición literaria que llega prácticamente hasta el presente. Sin pensar en su origen celta común, difícilmente se podría comprender el espíritu ecológico y de comunión con la Naturaleza que satura los relatos de los hermanos Grimm (alemanes), Giovanni Bocaccio (italiano), Hans Christian Andersen (danés), Charles Perrault (francés), Lewis Carroll (inglés) o Jonathan Swift (irlandés) e inclusive los fabulistas españoles Félix María Samaniego y Juan Eugenio Hartzenbusch. Sin considerar nuestros orígenes celtas, resultaría inimaginable el surgimiento en la Europa judeocristiana de ideas como las de Jean-Jacques Rousseau (suizo). Aceptamos como un dogma haber sido “civilizados” por Sumer y otras naciones orientales, como si lo que antes existía en el continente fuese tan sólo un hatajo de salvajes infrahumanos, bárbaros, brutos e incapaces de crear arte, belleza ni cultura, lo que es contradicho clamorosamente por los numerosos rastros, tan superficialmente investigados, que dejaron los celtas y que incluyen la que es probable que sea la más antigua forma de escritura alfabética, a pesar de que un tabú religioso les impedía escribir sus leyendas e historia, lo que es una de las causas de nuestro olvido. En esta cuestión tan crucial, la ciencia ha dejado en manos de desvaríos especulativos la investigación de algo que nos concierne a todos los europeos, un patrimonio comunitario que tenemos derecho a conocer con profundidad y sin frivolidades. Europa experimentó un tiempo en que los celtas manteníamos con la Naturaleza una alianza mutuamente provechosa. Entonces, el Edén estaba aquí. Con todo el espíritu celta de que he conseguido imbuirme en lugares que amo intensamente, narro a continuación una aventura que pudo suceder.
domingo, 7 de octubre de 2012
Luis Melero: «A las personas con raíces poco hondas sólo nos queda la memoria»
El escritor malagueño regresa a la narrativa histórica con una obra ambientada, en parte, durante la ocupación española por las tropas napoleónicas. 'Los pergaminos cátaros', un libro «con más realidad que leyenda», se publica en marzo
Rafael Cortés SUR
DURANTE muchos años, el escritor Luis Melero ha sido un nómada. Viajero inquieto y escritor infatigable, este malagueño dejó su ciudad natal siendo muy joven; primero se fue a Cataluña y luego a Italia, donde estudió Arte, después en Brasil y Estados Unidos se formó en los ámbitos de la creación publicitaria y la comunicación. Pero a pesar de todo, Melero siempre tiene presente a su Málaga -«mi ciudad del alma» la llama-, a la que regresa tanto en persona como a través de sus obras literarias. Su nueva novela, 'Los pergaminos cátaros' (Roca), en la que también queda espacio para esta ciudad y que se publica en marzo, recupera otro episodio histórico, relacionado en parte con la ocupación española por el ejército de Napoleón. Esta nueva apuesta por la narrativa histórica de Melero llega tras el éxito de 'Oro entre brumas', en la que relataba el hundimiento por parte de los ingleses de una flota de Indias cargada de tesoros, y 'La desbandá', donde novelaba sobre la huida republicana de Málaga ante el avance de las tropas nacionales durante la guerra civil.
¿Por qué ese interés suyo por las persecuciones contra los cátaros?
En la novela hay dos escenarios temporales: 1811 y los dos siglos de persecuciones contra los cátaros/albigenses. La etapa de ocupación napoleónica me interesa por razones obvias y porque creo que nos cuentan las cosas de modo poco racional; además, hay un caso malagueño que cito en el texto: el expolio por las tropas napoleónicas de las imágenes de plata maciza de Ciriaco y Paula. Esa persecución me ha obsesionado desde niño; no consigo imaginar mayor gratuidad ni peor ensañamiento en la crueldad. Además, estoy seguro de que la historia de Europa a partir del siglo XIII hubiera sido mucho más progresista y feliz si no hubiesen exterminado a estos hombres buenos.
¿Cree que no se han investigado esos sucesos en su justa medida?
Yo le hablé a la editorial de esta novela cuando negociaba 'La desbandá', en el verano de 2004, y Blanca Rosa Roca, que es una de las editoras más sagaces de España, contrató 'Los pergaminos cátaros' sin leer ni un resumen. Desde entonces, han salido infinidad de libros sobre los cátaros. Novelas, no tantas. Y novelas donde el autor 'se moje' a favor de los cátaros, menos. Sin embargo, parece que estuviésemos todos mirando en la dirección correcta. Menos mal.
¿Qué le atrae tanto de la novela de contenido histórico?
Incurriendo en un retruécano fácil, digamos que la novela de contenido histórico me eligió a mí. Cuando me planteé la primera vez escribir ficción, lo hice porque llevaba muchos años investigando lo ocurrido durante la desbandá de Málaga del 7/8 de febrero de 1937. Tanto leí 'La Unión Mercantil' en el Archivo Municipal, tanto revisé el archivo de Díaz de Escovar y tanto me pateé la carretera entre Málaga y Motril entrevistando a ancianos, que me quedó cierto regusto por la búsqueda de explicación de las cosas que se nos escamotean, como lo de Málaga, o de lo que nos han contado muy mal. El oro de Vigo, que reflejo en 'Oro entre brumas' y los cátaros, merecen explicación.
Las leyendas y los sucesos reales se mezclan, una vez más, en su creación literaria...
En esa novela hay mucha más realidad que leyenda. El oro ha entrado en la leyenda, pero se sabe lo que había y consta la recuperación de sólo un 15 por ciento. Por lo tanto no es leyenda que tiene que haber oro oculto en alguna parte. En el otro plano temporal, el del investigador-realizador de televisión, hay mucho de autobiográfico y de biográfico sobre Fernando Navarrete, que es casi un trasunto del realizador Dimas Outeiro.
Al dibujar personajes como Marianna y el resto de los que completan su nueva obra, ¿se ha basado en figuras reales o es todo ficción?
El Valle de Aran es un sitio lleno de misterio, además de muy bello. Uno de los hechos fundamentales de la narración, un asalto protagonizado por un cura, se dio en la realidad histórica de la ocupación napoleónica del valle.
¿Y por qué el género de la narrativa para afrontar una obra de este tipo?
Decía Disraeli que, como viajero, «he visto más de lo que recuerdo y recuerdo más de lo que he visto». Yo he pasado demasiados años viviendo como un nómada, lo que a uno le fuerza, a pesar suyo, a desgajarse de sus raíces. Y a una persona con raíces poco profundas no le queda más que la memoria. Siempre que me preguntan por mis experiencias americanas, me sale una narración oral, casi un relato para presentar a un concurso o al certamen de SUR. Ahora me han encargado un libro sobre un importante personaje histórico y una vez investigado lo necesario, al abordar el trabajo me sale relato y no estudio o tesis.
Igual que en 'La desbandá', se advierte un profundo conocimiento de la Historia, ¿le ha llevado mucho tiempo la investigación?
Catorce meses, la lectura de casi treinta libros, muchas horas en la Biblioteca Nacional y un viaje por el Valle de Arán y el antiguo Languedoc.
En poco menos de año y medio va a publicar tres novelas, ¿tiene previsto mantener ese ritmo?
Ese trabajo de investigación histórica al que me refería antes, escrito por encargo, va a salir también esta primavera. A continuación, tengo cuatro libros en marcha y no sé cuál exactamente trataré de terminar primero. Creo que uno sobre las drogas, que es una cuestión que cada día me preocupa más. Además, hay por ahí nueve manuscritos inéditos de novelas, no todas de carácter historicista; una es corta y las ocho restantes, de extensión normal. Una de ellas trata sobre la Umbanda, de Brasil, y otra, de una especie de agente secreto a la fuerza. También tengo unos doscientos relatos cortos y medios, varias ideas de programas de televisión (sobre lectura), varios centenares de canciones (coplas, principalmente) y obras de teatro. Además, existe la posibilidad de que uno de mis dramas se estrene este año en Madrid...
Rafael Cortés SUR
DURANTE muchos años, el escritor Luis Melero ha sido un nómada. Viajero inquieto y escritor infatigable, este malagueño dejó su ciudad natal siendo muy joven; primero se fue a Cataluña y luego a Italia, donde estudió Arte, después en Brasil y Estados Unidos se formó en los ámbitos de la creación publicitaria y la comunicación. Pero a pesar de todo, Melero siempre tiene presente a su Málaga -«mi ciudad del alma» la llama-, a la que regresa tanto en persona como a través de sus obras literarias. Su nueva novela, 'Los pergaminos cátaros' (Roca), en la que también queda espacio para esta ciudad y que se publica en marzo, recupera otro episodio histórico, relacionado en parte con la ocupación española por el ejército de Napoleón. Esta nueva apuesta por la narrativa histórica de Melero llega tras el éxito de 'Oro entre brumas', en la que relataba el hundimiento por parte de los ingleses de una flota de Indias cargada de tesoros, y 'La desbandá', donde novelaba sobre la huida republicana de Málaga ante el avance de las tropas nacionales durante la guerra civil.
¿Por qué ese interés suyo por las persecuciones contra los cátaros?
En la novela hay dos escenarios temporales: 1811 y los dos siglos de persecuciones contra los cátaros/albigenses. La etapa de ocupación napoleónica me interesa por razones obvias y porque creo que nos cuentan las cosas de modo poco racional; además, hay un caso malagueño que cito en el texto: el expolio por las tropas napoleónicas de las imágenes de plata maciza de Ciriaco y Paula. Esa persecución me ha obsesionado desde niño; no consigo imaginar mayor gratuidad ni peor ensañamiento en la crueldad. Además, estoy seguro de que la historia de Europa a partir del siglo XIII hubiera sido mucho más progresista y feliz si no hubiesen exterminado a estos hombres buenos.
¿Cree que no se han investigado esos sucesos en su justa medida?
Yo le hablé a la editorial de esta novela cuando negociaba 'La desbandá', en el verano de 2004, y Blanca Rosa Roca, que es una de las editoras más sagaces de España, contrató 'Los pergaminos cátaros' sin leer ni un resumen. Desde entonces, han salido infinidad de libros sobre los cátaros. Novelas, no tantas. Y novelas donde el autor 'se moje' a favor de los cátaros, menos. Sin embargo, parece que estuviésemos todos mirando en la dirección correcta. Menos mal.
¿Qué le atrae tanto de la novela de contenido histórico?
Incurriendo en un retruécano fácil, digamos que la novela de contenido histórico me eligió a mí. Cuando me planteé la primera vez escribir ficción, lo hice porque llevaba muchos años investigando lo ocurrido durante la desbandá de Málaga del 7/8 de febrero de 1937. Tanto leí 'La Unión Mercantil' en el Archivo Municipal, tanto revisé el archivo de Díaz de Escovar y tanto me pateé la carretera entre Málaga y Motril entrevistando a ancianos, que me quedó cierto regusto por la búsqueda de explicación de las cosas que se nos escamotean, como lo de Málaga, o de lo que nos han contado muy mal. El oro de Vigo, que reflejo en 'Oro entre brumas' y los cátaros, merecen explicación.
Las leyendas y los sucesos reales se mezclan, una vez más, en su creación literaria...
En esa novela hay mucha más realidad que leyenda. El oro ha entrado en la leyenda, pero se sabe lo que había y consta la recuperación de sólo un 15 por ciento. Por lo tanto no es leyenda que tiene que haber oro oculto en alguna parte. En el otro plano temporal, el del investigador-realizador de televisión, hay mucho de autobiográfico y de biográfico sobre Fernando Navarrete, que es casi un trasunto del realizador Dimas Outeiro.
Al dibujar personajes como Marianna y el resto de los que completan su nueva obra, ¿se ha basado en figuras reales o es todo ficción?
El Valle de Aran es un sitio lleno de misterio, además de muy bello. Uno de los hechos fundamentales de la narración, un asalto protagonizado por un cura, se dio en la realidad histórica de la ocupación napoleónica del valle.
¿Y por qué el género de la narrativa para afrontar una obra de este tipo?
Decía Disraeli que, como viajero, «he visto más de lo que recuerdo y recuerdo más de lo que he visto». Yo he pasado demasiados años viviendo como un nómada, lo que a uno le fuerza, a pesar suyo, a desgajarse de sus raíces. Y a una persona con raíces poco profundas no le queda más que la memoria. Siempre que me preguntan por mis experiencias americanas, me sale una narración oral, casi un relato para presentar a un concurso o al certamen de SUR. Ahora me han encargado un libro sobre un importante personaje histórico y una vez investigado lo necesario, al abordar el trabajo me sale relato y no estudio o tesis.
Igual que en 'La desbandá', se advierte un profundo conocimiento de la Historia, ¿le ha llevado mucho tiempo la investigación?
Catorce meses, la lectura de casi treinta libros, muchas horas en la Biblioteca Nacional y un viaje por el Valle de Arán y el antiguo Languedoc.
En poco menos de año y medio va a publicar tres novelas, ¿tiene previsto mantener ese ritmo?
Ese trabajo de investigación histórica al que me refería antes, escrito por encargo, va a salir también esta primavera. A continuación, tengo cuatro libros en marcha y no sé cuál exactamente trataré de terminar primero. Creo que uno sobre las drogas, que es una cuestión que cada día me preocupa más. Además, hay por ahí nueve manuscritos inéditos de novelas, no todas de carácter historicista; una es corta y las ocho restantes, de extensión normal. Una de ellas trata sobre la Umbanda, de Brasil, y otra, de una especie de agente secreto a la fuerza. También tengo unos doscientos relatos cortos y medios, varias ideas de programas de televisión (sobre lectura), varios centenares de canciones (coplas, principalmente) y obras de teatro. Además, existe la posibilidad de que uno de mis dramas se estrene este año en Madrid...
martes, 2 de octubre de 2012
BAILE DAS BONECAS, un divertido y misterioso cuento
Estoy publicando en este blog los CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, uina autobi9ografía escrita a base de hechos puntyuales verdaderos, convertidos en relatos cortos.
DIVIÉRTASE CON ELLOS.
DIVIÉRTASE CON ELLOS.
lunes, 1 de octubre de 2012
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