NO QUIERE ESCRITORES
martes, 20 de mayo de 2014
EL PARLAMENTO ESPAÑOL NO QUIERE ESCRITORES
EL PARLAMENTO ESPAÑOL
NO QUIERE ESCRITORES
O el Congreso español pretende
que los escritores seamos mártires, o sencillamente no quiere que ningún
escritor español venda sus novelas en el mundo.
NO QUIERE ESCRITORES
O el Congreso español pretende
que los escritores seamos mártires, o sencillamente no quiere que ningún
escritor español venda sus novelas en el mundo.
viernes, 2 de mayo de 2014
CIEGO novela que estoy terminando de nuevo.
ESTOY ACABANDO DE REVISAR ESTA NOVELA, QUE CONSIDERO LA MÁS APASIONANTE QUE HE ESCRITO.
Prefacio 1999
El
día que Carlos Alfaro decidió quedarse ciego, dio por resuelta la duda.
Capítulo I
Se
trataba del vuelo Los Ángeles-Ciudad de México-Bogotá-São Paulo de la compañía
brasileña VARIG. Aturdido por el giro imprevisto de su vida y ansioso de
evasión, Carlos se asombró de lo fácilmente que comprendía el portugués que
hablaba la azafata, aparentemente lleno de palabras españolas, y lo comentó con
el hombre que viajaba a su lado, que le aclaró:
Capítulo II
Carlos
Alfaro tenía cuarenta y nueve años cuando llegó a Madrid una gélida mañana de
invierno. Sentía vértigo, porque España había conseguido organizarse a esas
alturas de fin de siglo, y de milenio, como la sociedad europea civilizada que
era, y carecía de la extensión suficiente para que un fugitivo de las empresas
de crédito pudiera esfumarse en el anonimato. Los bancos se lanzarían furiosos
en su persecución si no encontraba a tiempo el medio de hacer frente a las
deudas pavorosas que había dejado en Toledo. Compró un periódico de ofertas de
trabajo y entró a tomar un café en un pequeño local de la Puerta del Sol, mientras
repasaba los anuncios. En el otro lado del ángulo de la barra, le miraba con
insistencia un hombre casi viejo, de aspecto próspero bajo su anticuada melena
blanca cortada al estilo de los Beatles. Carlos correspondió la mirada con una
sonrisa amable, lo que alentó al hombre a acercarse.
NARRO LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA DESDE LA VISIÓN DE LOS EMIGRANTES.
CIEGO
Luis Melero
Había
titubeado hasta la agonía durante cinco meses. Temía tanto no hacer nada como
decidirse de una vez. Si no actuaba, los obstáculos que lo cercaban llegarían a
ser insuperables y el miedo anularía para siempre su capacidad de rebelión;
también le aterrorizaba actuar, pero al menos conseguiría sentirse poderoso. Si
lo hacía por fin, si llegaba a ejercitar la única facultad que dominaba todavía,
podría mirar de nuevo dentro de sí con el orgullo recuperado, porque volvería a
considerarse plenamente hombre aunque hubiera inutilizado el más importante de
sus sentidos.
Esa
mañana, había abandonado otra vez la cola del comedor de beneficiencia, espantado
por la mugre y el abatimiento de las personas que le precedían. Luego,
martirizado por los retortijones de su estómago vacío, se había sentado a
llorar en un banco de la plaza de Benavente. El pudor y la contención de su
carácter, tan proverbiales y destructivos en el pasado, no le bastaron para
reprimir ese llanto con el que sentía que estaba haciendo el ridículo. Sabía
que tenía la cara roja de vergüenza y aun así fluían las lágrimas por su
rostro, incontenibles, atrayendo hacia él miradas que aumentaban el sonrojo,
compasivas algunas pero molestas y reprobadoras las más.
Una
anciana, al pasar, echó a sus pies una moneda de veinte duros. Carlos tardó
unos segundos en comprender que se trataba de una limosna, y empleó unos pocos
más en la lucha consigo mismo sobre si debía o no recoger el reluciente y
tentador disco dorado, con el que podía pagarse un café con leche y, acaso, un
pedazo de pan. Pero al ir a agacharse para recoger la moneda, cayó
repentinamente sobre sus hombros el peso de su biografía y le dio un puntapié,
con el que rodó hacia un alcorque. Pensó en el último de los regalos de Yolanda
que había rechazado. ¿Cuántos millares de monedas como ésa habría pagado su ex
esposa por aquel ostentoso diamante de dos kilates?
Echó
a andar sin ver la plaza de Santa Ana ni la calle del Príncipe. Cruzó la
hermosa y recoleta plaza de Canalejas con el semáforo en rojo, entre bocinazos
e improperios que no oyó, porque no conseguía escuchar más que los lamentos de
su alma y tenía los ojos irritados por el llanto; casi no veía, o no quería
ver.
Cuando
afirmó ante sí mismo la resolución irrevocable de convertirse en ciego, tenía
delante uno de los paisajes urbanos más hermosos que conocía, el que se abre en
Madrid al bajar la suave cuesta de la calle de Alcalá hacia la Cibeles , donde, enmarcada
entre las siluetas del Banco Central y el Banco de España, resplandecía en
aquellos instantes la plaza con el edificio de Correos y el Palacio de
Linares, rematada al fondo por la Puerta de Alcalá embrujada
por el contraluz del sol a esa hora de la mañana.
Empujado
por sus errores y fracasos y por la imposibilidad de seguir adelante, iba a
negarse a sí mismo ese esplendor dentro de muy poco, en cuanto reuniera valor y
descubriera el medio más eficaz.
Sintió
un mareo, como si las entrañas quisieran salir de su cuerpo. No se trataba de
pánico por la decisión que había tomado; el mareo, una especie de colapso de
sus facultades y un cortocircuito de cuanto podía crear su mente, era por algo
tan prosaico como el hambre de cinco días. Tuvo que apoyarse en el tronco de un
árbol. No sabía si había cerrado los ojos o si ya se había producido
espontáneamente la ceguera a causa del ayuno, pero sí advertía que más allá de
sus pupilas sólo había oscuridad, una bruma densa teñida de púrpura.
Y
en ese púrpura sin contrastes ni matices, un torbellino turbio donde con los
dolores y terrores presentes se mezclaba la memoria confusa de inquietantes
ritos animistas del pasado, en los que la gente, casi todos mulatos aunque
también había españoles y otros europeos, fingían o creían sinceramente que
eran poseídos por espíritus irredentos. Bailaban una danza arrebatada por el
alcohol y el humo de enormes cigarros puros y gritaban o gemían como si fuesen
de verdad almas en pena en espera de redención. Y en el horror púrpura,
densamente teñido de sangre seca, la sarta interminable de sus propias
equivocaciones.
Le
tomó muchos minutos recuperarse.
Poco
a poco, después de pasar como un torbellido por esa bruma enrojecida casi
treinta años de risas y lágrimas, las piernas volvían a sostenerlo y de nuevo
había claridad más allá de sus párpados.
Al
abrir los ojos, lo primero que vio fue la palabra "Brasil", impresa
en un cartel de propaganda de una modesta agencia de viajes que estaba sujeto
con cinta plástica al tronco del árbol. Como le pareció un sarcasmo, sonrió con
amargura.
1968
La
salida de España treinta años antes, había sido impremeditada. A punto de
aprobar el primer curso de arquitectura, las algaradas estudiantiles de mayo de
1968 lo pillaron en el meollo de una manifestación que iba a terminar en
Moncloa, pero que acabó en la propia Ciudad Universitaria, con numerosos
heridos entre estudiantes y policías, muchos detenidos y un Carlos Alfaro
fugitivo.
Carecía
de convicciones políticas, pero se le atragantaban las cortapisas a su libertad
de expresarse. Desconocía otro estilo de vida puesto que pertenecía a una
generación nacida bajo la dictadura, carente de nociones de la vida en libertad
y acostumbrada a obedecer sin rechistar. Su rebeldía no la inspiraba una
familia disidente ni la elaboración intelectual; era la intuición la que le
sugería que tenía derecho a opinar y discrepar, conforme iban creciendo sus
conocimientos y aumentaba el desagrado por la pasividad que observaba
alrededor.
Acudió
a la manifestación asombrado de su osadía, con el ánimo de quien va a una gira
campestre. Los corros en los pasillos se formaron sin que nadie los convocase y
tenían aire de fiesta, como si los estudiantes acabaran de aprobar un examen y
quisieran celebrarlo. Salieron al campus con la misma actitud con que
festejaban el paso del ecuador durante el bachillerato, con las mismas
caricaturas y humoradas escritas a mano en cajas de embalar desplegadas, con
los mismos lemas resueltos en pareados y estribillos chistosos. Empujado por el
entusiasmo de sus compañeros de facultad, la estatura descollante de Carlos y
su voz atronadora mientras coreaba las consignas le atrajeron la atención de
Amancio Prados, que lideraba la protesta, y se encontró en la cabecera cuando
el grupo alcanzó la barrera formada por la policía.
-Aguanta,
Carlos -le aconsejó Prados, que antes nunca le había dirigido la palabra a
causa de su juventud, discordante con la edad media del curso-. Los grises no
van a atacarnos. Hay entre nosotros demasiados niños bien.
"Niño
bien", hijo de padres acomodados y afectos al régimen franquista, cosa que
Carlos no era. Primogénito de una familia que sobrevivía con apuros, había
conseguido ingresar en la universidad gracias a una beca ganada de manera
arrolladora, tras un bachillerato plagado de sobresalientes y en el que había
llegado a aprobar dos cursos en uno. Se la otorgaron poco después de cumplir
diecisiete años, caso que destacó el periódico toledano en una nota. Ahora, a
veinte pasos de la formación policial, sabía que arriesgaba el porvenir, porque
perdería la beca si su participación en los desórdenes llegaba a oídos del
decano.
Vio
en los ojos de un policía joven que la línea de uniformados iba a cargar contra
los estudiantes. Ignoraba por qué fueron aquellos ojos verdeamarillentos los
que atrajeron su atención, tal vez había en ellos un brillo de odio un poco más
intenso que en los demás. Su mirada, esa mirada que treinta años más tarde se
dispondría a velar voluntariamente para siempre, entabló un diálogo
inconsciente con la del joven policía antes de verlo arremeter contra él
blandiendo el fusil.
-¡Sal
echando leches! -oyó que le gritaba Amancio Prados.
Pero
estaba paralizado por la mirada. El policía le había elegido a él como
objetivo, sin duda. Iba a recibir en el rostro un golpe con la culata del arma,
un golpe que lo derrumbaría en el suelo y al que seguirían muchos otros. No
había peleado nunca con sus compañeros de juegos infantiles, carecía de experiencia
para la lucha cuerpo a cuerpo. El instinto de supervivencia le permitió eludir
la primera embestida. El joven policía trató de machacarle la cara con la
culata y, perdido el equilibro por la finta de Carlos, estuvo a punto de caer
al suelo. Ahora, el furor impreso en su rostro era mucho mayor. Se lanzó contra
Carlos con expresión enajenada y el fusil dispuesto para chocar contra su
vientre. Carlos encontró la agilidad necesaria para eludir otra vez la
acometida y aprovechó el desconcierto y la nueva pérdida de equilibrio del
policía para arrebatarle el fusil. Durante unos segundos que parecieron horas,
Carlos Alfaro se preguntó qué hacer a continuación.
Un
arma en sus manos, cuyo peso era inmenso. Nada en el transcurso de sus casi
dieciocho años le dotaba de referentes para el uso de un arma. La modesta
economía de su padre no era el marco apropiado para desarrollar la afición por
la caza, tan extendida por las cercanías de su ciudad, y nunca había tenido
cerca ni siquiera una escopeta. Jamás había cogido un fusil, ignoraba cómo
funcionaba, sólo tenía idea de su potencia letal. Sintió pavor.
Todo
se desarrollaba como en una película a cámara lenta. La fiesta había pasado de
la comedia al drama, los estudiantes corrían entre gritos ensordecedores, los policías
gritaban también. Había cuerpos caídos en el pavimento. Sonaban disparos que
sobresalían del estruendo de las voces. Más allá del policía, Carlos vio la
sangre que brotaba del hombro izquierdo de Amancio Prados, caído en el suelo y
retorciéndose por el dolor mientras su voz y su mirada como un alarido le
pedían a él, expresamente a él, que lo sustituyese en el liderazgo, que se
convirtiera en adalid de los estudiantes desarmados contra la sinrazón de un
grupo armado que parecía dispuesto a masacrarlos. El alud de odio que lo
envolvía forzó la voluntad de sus manos, fue el odio que solidificaba el aire
lo que movió hasta la horizontal el fusil en el momento que el policía, casi
tan joven como él, se lanzaba a recuperarlo. En estado de trance, sintió que el
cañón detenía la embestida y la detonación reventaba la tela del uniforme, se
hundía en la carne y abría otra fuente roja, más que el hombro ensangrentado de
Amancio Prados, que le gritó desde el suelo:
-Vete,
Carlos. Lo has matado, te van a linchar. ¡Escapa!
Como
si el acero estuviera al rojo vivo, tiró el fusil y abandonó a trompicones el
pequeño parque, deambuló por la calle Princesa y la Gran Vía aplanado por el
terror, recorrió varias veces la calle Mayor con un vendaval en la cabeza,
jadeó cuesta abajo en Lavapiés como si subiera las cumbres de Sierra Nevada y
cuando, muchas horas más tarde, reunió ánimos para volver a la pensión, entró
subrepticiamente y se encerró en el dormitorio intentando librarse de la
parálisis del pulso, absorto en el momento inminente en que sería encerrado en
la cárcel por asesinato.
El
periódico de la mañana siguiente no mencionaba la muerte del policía. Dedicaba
unas líneas a los "desórdenes organizados por el comunismo
internacional" sin referirse en concreto a los del día anterior, pero la
llegada de dos inspectores que acudieron temprano a interrogar a los alumnos le
convenció de que el policía había muerto y alguien lo delataría. Aconsejado por
sus condiscípulos, escapó de la facultad; tomó el tren para Toledo, le contó a
su padre lo ocurrido y éste fue al banco, extrajo todos los ahorros que tenía
en la libreta y esa noche volvió con él en taxi a Madrid.
Su
padre le dijo en el aeropuerto:
-Tienes
un primo en Brasil -le entregó un papel con la dirección escrita-. Él te
ayudará hasta que sepamos qué hacer.
Para
abandonar España inmediatamente, sin dar tiempo a que comunicasen su nombre a
los funcionarios de fronteras, no esperó el vuelo directo a Río de Janeiro que
salía horas más tarde. Tomó uno que lo llevó a Bogotá, donde consiguió enlazar
con otro que, en vez de a Río de Janeiro, se dirigía a São Paulo.
-Te
parecen palabras españolas, pero todo lo ha dicho en portugués.
-¿Está
seguro?
-Sí.
Soy profesor de español en la universidad paulista.
-Pero...
entonces, el portugués es casi igual. Sólo varía el acento.
-El
acento brasileño es más inteligible para un español que el de Portugal.
Nosotros estamos rodeados de países que hablan español y hasta tenemos que dar
en la universidad muchas clases con libros en español, porque la industria
editorial en portugués es modesta. La influencia de tu idioma es fuerte en mi
país; toda la gente culta se maneja bien en español y nuestros cantantes graban
con frecuencia canciones mexicanas, españolas o argentinas. Además, las raíces
de las dos lenguas son las mismas; hablamos idiomas mucho más semejantes entre
sí que otras lenguas latinas, como el italiano o el francés.
-Éso
es evidente -concordó Carlos-. Nunca había comprendido con tanta facilidad a
gente que utilizara un idioma extranjero.
-Hablas
un español muy bueno. Sé de lo que hablo porque he estado tres veces en España.
Me llamo Milton, ¿y tú?
-Carlos.
-¿A
qué vas al Brasil, Carlos?
Éste
examinó a su vecino de asiento. Tenía unos treinta y cinco años y aspecto
distinguido. Su condición de profesor de español y las visitas a España eran
datos que le hacían temer que simpatizara con el franquismo. Todavía aplanado
por el horror de lo que había hecho el día anterior, creyó peligroso hacerle
confidencias.
-A
buscar trabajo -respondió.
-¿Tan
joven?
-Mi
familia tiene dificultades. Y, además, me atrae la aventura.
-Tú
no tienes aspecto de aventurero ni de emigrante. Los españoles que viven en el
Brasil son en su mayoría personas menos cultas que tú. Estoy seguro de que no
te resultaría difícil abrirte camino en tu país.
-Es
que... -Carlos forzó la imaginación-, me he metido en un lío. Una chica dice
que la he dejado embarazada, pero estoy seguro de que no fui yo. Nunca lo hice
con ella.
Milton
sonrió.
-Eso
sí tiene sentido. ¿Qué clase de trabajo crees que podrías hacer en el Brasil?
-No
lo sé. Estudio arquitectura.
-Entonces,
sabrás dibujar y ese talento puede ser tu salida. Dibujar es una de las pocas
cosas que se pueden hacer sin dominar la lengua del país donde trabajes. Yo
asesoro a una empresa de publicidad muy importante de São Paulo, adaptando al
español las campañas para países hispanos. Puedo hablarles de ti.
-Muchas
gracias -dijo Carlos, animado por la posibilidad de valerse por sí mismo sin
pedir ayuda a su primo.
-Pero
te conviene conocer algunos trucos para aprender a desenvolverte en portugués
cuanto antes. La sintaxis es semejante a la española, los verbos son casi los
mismos y sólo difieren algunos tiempos. Casi todo el vocabulario es idéntico,
con un porcentaje de excepciones que no llega al veinte por ciento. Para
reconocer las palabras, fíjate en los matices o en algunas diferencias mínimas.
La hache española se convierte en una efe en el portugués, la jota pasa a ser
una elle, que se representa con una ele y una hache, y muchas palabras que en
español acaban en "ción", acaban en portugués con la sílaba
"ção", que se pronuncia "saon" con la ene muy nasal.
Milton
mantuvo durante el resto del viaje un tono igual de didáctico, con destellos de
amabilidad que desconcertaban a Carlos, porque los únicos profesores de
universidad que conocía eran los de la facultad, muy distantes y arrogantes,
con quienes se había sentido intimidado durante todo el curso. El profesor
brasileño hacía que se sintiera cómodo y valorado, a pesar del terror que le
agarrotaba el aliento. Cuando llegaron a São Paulo, Milton le indicó dónde
buscar hospedaje.
-La
rúa Aurora es la calle de las prostitutas -le advirtió-. Por eso, es fácil que
alguien te alquile una habitación barata, porque también aquí hay vecinos que
no quieren tratos con ese mundo y tienen dificultades para alquilar a la gente
decente.
La
despedida de Milton le produjo alivio; gracias a él iba a encontrar alojamiento
barato y tal vez le proporcionaría el empleo para pagarlo, pero su amabilidad
le desconcertaba. En cuanto se instaló en un cuarto modesto pero muy grande,
escribió una carta al primo Manuel, a la dirección de Río de Janeiro.
Le
costó dormir. Aparte de no poder quitarse de la cabeza el cráter rojo en el
vientre del policía, nadie le había hablado de los trastornos físicos que
causan los cambios de horarios al atravesar el Atlántico, y achacó el insomnio
a las trifulcas que las prostitutas organizaban en la calle. Cuando la dueña de
la pensión le avisó de que lo llamaban por teléfono, antes de mirar el reloj
notó por la luz que había dormitado hasta media mañana.
-¿Carlos?
Soy Milton. He hablado ya con la empresa de publicidad. Puedes ir esta tarde a
visitarlos. Anota la dirección. Una advertencia: no digas que sabes dibujar un
poco, sino que sabes dibujar, y punto. En el Brasil se valora mucho la osadía y
no nos gusta la gente que parece poco segura.
-Muchas
gracias, Milton. No sé qué decir...
-No
tiene importancia. Eres demasiado joven; en el avión, te noté desorientado y sé
que correrás riesgos en mi país si no organizas en seguida tu vida. Aunque de
momento no te conviene tratar con españoles, porque te será más fácil aprender el
portugués si te fuerzas a hablarlo a todas horas, tengo dos buenos amigos en el
Centro Republicano Español que te agradará conocer. Te los voy a presentar,
pero eso será más adelante.
En
el avión, temía que Milton fuese simpatizante de Franco. Había matado a un
policía franquista, lo que le obligaba a mantenerse en guardia. Ahora, el
brasileño le hablaba de algo igual de temible. Imaginaba un "centro
republicano español" como un lugar lleno de conspiradores al margen de la
ley. Decidió no aceptar esa invitación cuando se produjera.
Pasó
unos días desorientado. Sus sentidos se negaban a asimilar que habían sido
transplantados de repente a otro continente y a otro hemisferio; salía temprano
con el deseo de desayunar porras madrileñas antes de comprender que estaban
fuera de su alcance; echaba de menos la comodidad y la rapidez del metro cuando
sudaba en un autobús empantanado en el delirante tráfico paulista; se le
saltaban las lágrimas ante un pequeño estanque del parque de Ibirapuera cuando
su corazón le apremiaba a asomarse al lago del Retiro.
Empezaba
a sentir la añoranza de sus raíces que llegaría a ser tan lacerante como la de
cualquier emigrante, pero todavía no sabía que ese dolor era nostalgia; creía
que se trataba del desconcierto sumado al horror de saberse un asesino.
Pero
una semana más tarde comenzó a trabajar en publicidad y fue sintiendo cierto
alivio, asombrado por el reconocimiento de su habilidad artística. No
comprendía que le pagasen por hacer algo con lo que disfrutaba tanto. El
propósito de contactar con el primo Manuel dejó de ser cuestión de
supervivencia para convertirse en un simple deseo de satisfacer la curiosidad
de conocerlo. Pero no respondía sus cartas. Aunque le escribió cada dos meses,
nunca recibió contestación, mientras crecía la necesidad de reencontrar a
través de él las raíces que había perdido tan repentinamente.
Invierno
de 1998
-Te
había confundido con Ramiro Oliveros, disculpa -dijo el canoso.
-Pues
no soy ese amigo suyo, ¿señor... ?
-Sí,
de cerca he visto que eres más alto y más joven que él. Ramiro no es amigo mío,
sólo lo conozco un poco. ¿No sabes quién es?; se trata de un actor famoso. Me
llamo Jon Goico.
-Carlos
Alfaro, mucho gusto.
-No
eres español, ¿verdad, Carlos?
Todavía
se producía de vez en cuando esa confusión. Algunos lo tomaban por canario,
pero era más frecuente que le creyesen sudamericano.
-Sí
lo soy, pero estuve emigrado algún tiempo.
-Veo
que lees el Segunda Mano. ¿Buscas trabajo?
-Sí.
-¿De
actor?
Carlos
sonrió. El sujeto estaba delirando.
-No,
de publicitario.
-¿En
el Segunda Mano? No es el medio adecuado. La publicidad es un negocio muy
encerrado en sí mismo. ¿Qué sabes hacer en publicidad?
-Creatividad.
-¿Eres
bueno?
-Hace
tiempo, era muy bueno.
-Pues
lo que tienes que hacer es hablar con las agencias; las grandes no son más de
veinte o treinta, y están casi todas alrededor de la zona de Azca.
-¿Me
puede indicar usted dónde está ese sitio que ha dicho?
-¿Por
qué me hablas de usted, tan viejo soy?
Carlos
sonrió de nuevo, mientras intentaba deducir las razones de su amable
familiaridad. El canoso era lo bastante viejo como para tratarlo de usted.
-No,
claro que no.
-No
entiendes, ¿verdad?
-¿De
qué? -preguntó Carlos.
-No,
ya veo que no. Es una pena que no entiendas. La panda de la Puerta del Sol podría
volverse loca por ti.
Ahora
sí comprendió Carlos. Volvió a sonreír, negando con la cabeza.
-Azca
es un lugar lleno de rascacielos, inconfundible -informó Jon-. Tienes que
buscar en el Metro la estación de Nuevos Ministerios. ¿Vives lejos?
-Todavía
no vivo en ningún sitio, acabo de llegar a Madrid. ¿Sabes dónde puedo encontrar
una pensión muy barata?
-¿Cómo
de barata?
Carlos
calló con los labios apretados, suponiendo que Jon soltaría una carcajada si
respondía su pregunta.
-Oye,
Carlos, no quiero parecer indiscreto, pero intuyo que tienes dificultades. Tu
físico y tu estilo no se corresponden con la tristeza que se adivina bajo tus
sonrisas ni con esa camisa tan arrugada que llevas. Cuando vayas a pedir
trabajo a una agencia de publicidad, debes presentar mucho mejor aspecto.
¿Necesitas ayuda?
-Creo
que sí, pero...
-No
estoy hablando de una "chapa", Carlos.
Inesperadamente,
Carlos se oyó relatar a un desconocido un resumen pormenorizado de su vida,
cosa que no había hecho jamás ni con un extraño ni con amigos que no fuersen
Milton Gomes o Rolemberg Giggio. Comprendió que la miseria ablandaba el
carácter. Notó la expresión de recelo de su interlocutor al oír la escena de la Ciudad Universitaria ,
su incredulidad cuando describió los esplendores entre los que había vivido en
Brasil, su consternación cuando detalló lo ocurrido en Toledo al dar por
terminada su etapa de emigrante. Durante los doce minutos de monólogo, Jon
mantuvo la mandíbula sujeta en el puño, con el codo apoyado sobre la barra. Lo
miraba intensamente a los ojos y Carlos notó que trataba de deducir si era un
farsante muy imaginativo o el colmo de la mala suerte.
-Tendrías
que escribir un guión con esa historia -dijo Jon Goico-, y sé muy bien de lo
que hablo. Verás, dirijo un programa de televisión dedicado al cine. Todavía me
permiten dirigirlo, aunque me falta un cuarto de hora para la jubilación. Tengo
alquilado un pequeño almacén, porque el archivo de referencias de mi programa,
que es de mi propiedad, no cabe en mi casa. A lo mejor nos hacemos un favor
mutuo. A mí me preocupa que puedan entrar a robar y da la casualidad de que
tengo allí varias camas que no caben en mi casa y hay un pequeño baño. Si no
eres muy remilgado, podrías vivir allí mientras consigues mejorar tu situación,
y así me servirías de guarda nocturno y tal vez se te ocurra poner un poco de
orden. Sólo te pediría a cambio que me des una fotocopia de tu carné de
identidad.
Carlos
asintió. Ese hombre no imaginaba dónde había dormido los últimos tres años.
-Otra
cosa no puedo hacer por ti, porque no nado en la abundancia -Carlos consideró
que mentía, porque llevaba encima más de un millón de pesetas en joyas; pero
halló lógicas sus reservas-. Bueno, alguna ropa sí que podría ofrecerte, pero
con tu tamaño un pantalón mío no te serviría ni de calcetín. Ojalá que consigas
trabajo, porque a pesar del desastre de tu ropa se ve que no eres un mendigo.
Capítulo III
1969
Llevaba
nueve meses en Brasil cuando, empezando el carnaval, Carlos no resistió la
tentación de conocer la fiesta carioca. Era un buen pretexto para visitar Río
de Janeiro y encontrar por fin al esquivo primo Manuel.
Pasó
toda la noche del viernes en un autobús que llegó a Río al amanecer del sábado
de carnaval. Multitudes de forasteros asaltaban Río de Janeiro con prisas de
última hora; una masa bullanguera desalojaba los autobuses y, sin que sonara
música, le pareció que marcaban pasos de samba al andar.
Localizó
en un plano la dirección de su primo y descubrió que era en Copacabana.
Aunque
ya amanecía, en las calles por las que circulaba el autobús había multitudes de
gente disfrazada bailando, sonaban tambores por doquier y el pavimento era
invisible bajo los confetis y serpentinas. Muchos hombres dormían la borrachera
allí donde el alcohol les había vencido. Pasado el Túnel Novo, bajó del autobús
cuando el conductor le avisó de que la dirección por la que le había preguntado
se encontraba muy cerca, pero descubrió en seguida que, presionado en el
aeropuerto por la prisa de verlo libre de la amenaza, su padre había escrito
una dirección equivocada. Manuel no había recibido sus cartas. Se preguntó qué
hacer. Ya había visto lo difícil que era conseguir en Río una habitación en
carnaval y disponía de poco dinero; descansaría un rato en la playa, que había
entrevisto a unos ciento cincuenta metros, y esa misma noche tomaría el autobús
de vuelta a São Paulo.
Un
hombre estaba colocando maletas en la baca de una ranchera. Carlos encontró en
él algo reconocible que no supo en qué consistía, lo que le animó a preguntar:
-Não
tem o número cento e um nesta rua??
-¿Eres
español?
Carlos
asintió sin darse cuenta de que no le había preguntado en portugués. El hombre
parecía cordial.
-Esta
calle no tiene el número ciento uno. Éste es el ciento diez. ¿Buscas a algún
español? Yo soy español y conozco a todos los paisanos que viven por aquí.
-Busco
a Manuel Alfaro.
-¡Tú
eres Carlos!
Encontró
a su primo por casualidad cuando lo creía imposible. Manuel había recibido las
cinco cartas, y se disculpó por no haberle contestado "porque tengo tanto
trabajo...". Carlos disimuló su incredulidad.
-Es
una pena no haber sabido que venías -dijo Manuel-. No me gusta Río en carnaval
y voy a pasar estos cuatro días con mi familia en Cabo Frío. Pero será
imposible conseguirte una habitación, así que te daré la llave del apartamento.
Sin embargo... ¿qué puedes hacer tú solo en el carnaval de Río, sin conocer a
nadie? Verás lo que vamos a hacer... Primero, ven que te presente a mi familia.
Manuel
descargó lo que había colocado ya sobre la baca, introdujo los bultos en el
portal, que cerró, y franqueó a Carlos la puerta de su apartamento en la misma
planta baja. El número 101. La dirección escrita por su padre rezaba: Ministro
Viveiro de Castro, 101, apartamento 110, en un baile evidente de números.
-¡Machús!
-dijo Manuel a una mujer de aspecto turbador-. Éste es mi primo Carlos, el que
me escribía desde São Paulo.
-¡Você
chega num momento muito mal! -reprochó la esposa de su primo en portugués,
aunque Carlos sabía que era gallega.
Había
llegado en un momento inoportuno, pero era poco hospitalario reprochárselo en
vez de darle la bienvenida. Carlos la examinó; un rostro anguloso y duro pero
con mirada evasiva en pupilas vidriosas. Comprendió que ella era el motivo por
el que Manuel no había respondido sus cartas, pero presintió algo más; esa
mujer poseía un halo extraño, muy inquietante, y su actitud parecía la de
alguien temeroso de ser descubierto en algo reprochable, muy grave tal vez. Fue
presentado también a la hija adolescente y a la suegra de su primo. Tras un
breve cruce de saludos carentes de cordialidad y sin que nadie lo invitara a
sentarse, Carlos sintió alivio cuando dijo Manuel:
-Escucha,
Machús; vamos a dejar el viaje a Cabo Frío para mediodía. En estas seis horas,
trataré de encontrarle a mi primo alguien que le pueda ayudar a pasar un buen
carnaval.
-Pero...
-Machús no disimuló su contrariedad. Su marido le interrumpió.
-Voy
a llevar a Carlos a recorrer el centro, para que sepa orientarse. Iremos a la
oficina y desde allí llamaré a los amigos, a ver si a alguien le sobran boletos
para las fiestas y los desfiles.
Consciente
de la tensión que había causado su llegada, Carlos salió tras Manuel con una
sonrisa de disculpa para las tres mujeres. Las calles de Río de Janeiro
registraban todavía escaso tráfico de vehículos, pero la riada humana había
crecido. Tocados egipcios y pelucas empolvadas al estilo de María Antonieta
sobresalían entre miriñaques, kimonos y ampulosas vestiduras cubiertas de
lentejuelas, plumas, terciopelos y pedrería de oropel. Todos parecían llevar
dentro de la cabeza un pequeño receptor de radio, porque bailaban al andar
aunque no sonara música.
-¿Por
qué no te gusta pasar el carnaval aquí? -preguntó Carlos.
-Ya
has visto que mi hija es todavía una niña. El carnaval de Río es un desenfreno,
hay agresiones, violaciones y muchos asesinatos. Tú también debes tener
cuidado.
Durante
dos horas, Manuel llamó por teléfono a todos sus amigos. Nadie disponía de
boletos sobrantes.
-Mala
suerte, chico. Tendrás que apañarte y disfrutar lo que puedas por tu cuenta. Es
una pena, porque lo más interesante del carnaval no es la calle, descontando
los desfiles de escolas de samba en la avenida Río Branco. Lo espectacular son
las fiestas de los clubes, como el Canecão o el Monte Líbano, o el Copacabana
Palace. Y sobre todo, el concurso de fantasías del Municipal, que es la fiesta
de la aristocracia carioca. Tu primer carnaval en Río no va a ser gran cosa. Lo
siento, no puedo hacer más.
-No
te preocupes, Manolo. En España está prohibido el carnaval, así que me bastará
lo que pueda ver por la calle. Creo que será suficiente.
-Vamos
a tomar unas caipirinhas.
La
mezcla de cachaça, azúcar y zumo de lima resultaba demasiado fuerte para
Carlos, pero su primo tomaba los pequeños vasos de un sorbo. Iban por el
tercero Carlos y por el séptimo Manuel cuando éste propuso regresar.
-Son
casi las doce. Volvamos a casa. Toma la llave, antes de que lleguemos. No
quiero discutir con mi mujer.
La
personalidad extraña y la actitud de la esposa de Manuel le incitaban a
rechazar la hospitalidad y volver a São Paulo en seguida, pero era más fuerte
el deseo de conocer una de las fiestas más famosas del mundo. Decidió ser muy
cauto en el trato con Machús, en lo que no tendría que esforzarse durante los
próximos cuatro días.
Cuando
entraban en el portal, salía un hombre de poco más de treinta años. Manuel lo
saludó de modo poco confianzudo, pero al siguiente paso se paró en seco,
reflexionó un instante y lo llamó:
-¡Rolemberg!
El
hombre se detuvo cuando estaba a punto de abrir la portezuela del coche.
-¿Sí?
-Este
é o meu primo Carlos. Tem cegado da Espanha há pouco.
-Muito
prazer -dijo el vecino mientras estrechaba la mano de Carlos-. Meu nome é Rolemberg Giggio. ¿E
vocé?
-Carlos
Alfaro.
Cuando
Manuel le puso al corriente de la situación y tras examinar unos instantes al
joven, del que le llamó la atención que flexionara un poco las piernas como si
temiera apabullar con su estatura a sus interlocutores, Rolemberg pronunció una
frase que iba a cambiar la vida de Carlos:
-Deixa
ao seu primo da minha conta.
Carlos
supo que era ayudante de uno de los cirujanos plásticos más famosos del mundo,
Pitanguy, que él también practicaba la cirugía estética y era una de las
personas mejor relacionadas de Río. Por coincidencia, Rolemberg disponía no
sólo de entradas para Carlos, sino también de disfraces, cuatro diferentes. El
cirujano había programado con un grupo salidas para las cinco noches de
carnaval, en un plan que incluía la asistencia a tres o cuatro fiestas cada
noche, con todos los hombres y mujeres disfrazados igual, como si se tratara de
una comparsa. La noche del viernes había ocurrido un accidente.
-Casi
todos los cines de Río organizan bailes de carnaval -informó Rolemberg-. Quitan
los sillones del patio de butacas y ahí se baila. Pero los cines que tienen
segundos y terceros pisos, dejan las plantas superiores con los sillones
instalados. Puedes imaginar que la gente baila hasta encima de los asientos.
Anoche, un chico de mi grupo tuvo la ocurrencia de ponerse a saltar encima de
los apoyabrazos, en la primera fila del piso de arriba del cine donde estábamos.
Perdió el equilibro y cayó abajo, al patio de butacas. Imagina. Se ha roto el
fémur derecho y la clavícula izquierda. No es grave, y si no fuera porque es
buen amigo mío, me dan ganas de reír. La cuestión es que ha quedado disponible
un disfraz para ti cada día, y un montón de boletos para las fiestas más
divertidas del carnaval de Río. Ahora tengo que hacer algo que no puedo
postergar y no puedes acompañarme. ¿Te hospedas en casa de tu primo?
-Sí
-respondió Manuel, anticipándose a Carlos.
-Perfecto.
Vivo en el apartamento 301. Sube a llamarme a las cinco y media. Para entonces,
tendré las cosas que necesitas.
La
despedida de la mujer de Manuel fue tan gélida como la acogida. La dureza se
acentuó en su rostro mientras le informaba de que tendría que dormir en el sofá
del salón. Carlos, de todos modos, se mostró muy afectuoso en un intento inútil
de que se dibujara un gesto de cordialidad en el rostro de la gallega. Decidió
que la siguiente vez que visitase Río de Janeiro no pediría alojamiento a su
primo.
Ya
a solas, intentó dormir en el sofá, para reponerse de lo poco que había dormido
en el autobús, pero una pregunta lo desveló.
En
el momento de recostarse, notó que brillaba una débil luz bajo la puerta
situada frente al sofá. Supuso que Machús había olvidado una lámpara encendida
y fue a apagarla. La puerta estaba cerrada con llave. Revisó todo el
apartamento en busca de un llavero. Recorrió el cuarto conyugal y otro con dos
camas; Machús le había asegurado que no tenía un cuarto para él aunque había un
tercer dormitorio; ¿por qué se había mostrado tan hostil, cuando era inevitable
que descubriera que había tres habitaciones? No encontró la llave. Sentado en
el sofá sin recostarse, observó largo rato la luz. No se trataba del resplandor
de una bombilla, porque vacilaba. Le preocupó que pudiera tratarse del comienzo
de un incendio; pero esta sospecha no tenía sentido; en el tiempo que había
empleado en buscar las llaves el fuego tendría que haberse propagado, y la luz
era igual de tenue desde que la descubriera. No quería forzar la puerta;
causaría desperfectos injustificables si su alarma era infundada. Permaneció
más de una hora con la mirada fija en la rendija iluminada. Incapaz de dormir,
decidió dar un paseo por la playa.
El
paisaje de Copacaba era idéntico a la tarjeta postal. La arena dorada, el
pavimento con dibujo ondulado, las palmeras y los cuatro kilómetros de
edificios formando una media luna. Había mucha gente durmiendo en la playa,
junto a morrales por cuyas bocas asomaban disfraces; turistas que disfrutaban
el carnaval de Río y no disponían de alojamiento. A pesar de lo ameno que
resultaba el bullicioso espectáculo, no consiguió sacudirse el temor a un
incendio en el apartamento, y volvió.
La
la luz permanecía igual; cualquiera que fuese su origen. Sentado en el sofá con
la mirada fija en la rendija, se dijo que a lo mejor se trataba del reflejo de
la luz solar de una ventana; las vacilaciones podían deberse a la sombra de
vehículos que pasaran por la calle. Esta idea no lo tranquilizó. Cuando llegó
la hora convenida, salió peocupado por la sospecha de que dejaba un peligro
irresuelto.
-Esta
noche, nuestra fantasía es de hawaianos -le informó Rolemberg, después de
saludarle con la cordialidad de un viejo amigo.
Media
hora más tarde, Carlos se miró sin reconocerse en un gran espejo situado junto
a la salida del piso. Un sarong muy corto que casi no le cubría las nalgas, el
pecho desnudo con un collar de flores de plástico y el pelo empolvado con
purpurina dorada.
¿Cuántos
años tienes? –preguntó Rolemberg, que le contemplaba a través del espejo.
-Dieciocho.
-Durante
los próximos veinte años, tendrás que defenderte a tarascadas de la gente que
querrá encamarse contigo –alabó el cirujano, mientras Carlos sentía bullir en
su cabeza preguntas muy inquietantes.
Componían
el grupo seis mujeres y seis hombres. Los doce disfraces eran idénticos, salvo
que las mujeres llevaban un pequeño sujetador bajo el collar de flores. A
Carlos le asombraba tanto la desinhibición de todos en la calle, que olvidó la
inquietud por el temido incendio en casa de su primo. Abundaban los pechos
femeninos precariamente velados por tules o collares, sin sostén, y los cuerpos
masculinos apenas con taparrabos. En Albacete, aquellas personas serían
llevadas a la cárcel. Según avanzó la noche, vio que se producían fugaces
desnudos totales en las fiestas y también en la calle; muchas mujeres se
despojaban de los sostenes en la agitación del baile y algunos hombres se
bajaban el tanga con eufórica comicidad.
Arrebatado
por la música, sólo a ratos dejó de sentirse desconcertado. Le habían asignado
como pareja a la más joven del grupo, Marcia, que aparentaba unos veinticinco
años y ella fue quien tuvo que rescatarlo muchas veces a lo largo de la noche
de su estupor y, en ocasiones, de sus reacciones airadas cuando alguien lo
sobaba en las apreturas del baile. Comprendía que parecía mojigato, pero todo
lo que veía distaba años luz de sus puntos de referencias de Madrid y mucho más
de las costumbres toledanas, donde prohibían que los hombres y mujeres se
bañaran juntos en la piscina.
De
vuelta a casa, Carlos introdujo la llave en la puerta del primo Manuel mientras
se despedía del grupo. Marcia aferró su mano.
-¿Pensa
dormir sozinho? -le dijo, sonriendo-. Vente con nosotros. Nadie duerme solo en
carnaval.
El
mensaje de su mirada era explícito y Carlos llevaba ocho meses tratando de
compartir la cama con una brasileña, sin conseguir descifrar el método que
conducía a esa clase de relaciones en un país tan diferente del suyo. Aceptó la
invitación de Marcia, que pocos minutos después de envolverlo en la cálida y
perfumada magia de su piel desnuda, dijo:
-Que
doce… parece um menino. Acho que terei que ser a sua professora.
Despertó
entre sus brazos tras haber aprendido más que en toda su corta biografía
erótica y habiendo descubierto en su propio cuerpo desconocidas fuentes de
placer.
Las
dos noches siguientes, siguió el consejo de Rolemberg de relajarse, pero sólo
en apariencia, porque permanecía en guardia aunque lo disimulara ante la mirada
inquisitiva del cirujano. Al primer disfraz de hawaiano siguieron uno de
guerrero azteca y otro de dios del Olimpo. Los bailes se sucedieron a razón de
dos o tres cada jornada, culminados con
placenteros amaneceres junto a Marcia, pugnas por utilizar el único baño
entre los doce que habían dormido amontonados en las camas, sofás y alfombras,
desayunos a base de papaya y un batido de frutas y leche que llamaban
“vitamina”, y juegos en la playa. La noche del martes, tenía que tomar a las
doce el autobús rumbo a Sao Paulo. Antes de disfrazarse, bajó al apartamento de
Manuel para preparar el equipaje y recoger y ordenar la cama que había dejado
alborotada en el sofá. Miró con curiosidad la rendija iluminada bajo la puerta
de la habitación cerrada con llave. El tenue resplandor no había variado en
cuatro días; la luz vacilaba, pero ahora estaba convencido de que no se trataba
de la claridad solar filtrada por la ventana. Sus ojos de dibujante sabían
distinguir calidades cromáticas; sin duda, el tono de la luz era muy diferente
de la diurna. Liberado de la preocupación inicial de que se tratase de un
incendio, lo que transcurrido tanto tiempo había descartado, decidió no dejarse
inquietar por la pregunta y disfrutar intensamente las últimas horas que iba a
pasar en Río.
-¡Qué
pena que tengas que irte! -le dijo Rolemberg, mientras le ayudaba a convertirse
en un faraón casi desnudo-. Esta noche ocurren cosas mucho más calientes. ¿No
puedes tomarte un día extra?
-Imposible,
Rolemberg. Tengo suerte de que me permitan trabajar. Ni siquiera he podido
legalizar todavía mi situación laboral en Brasil.
-¿De
veras? Yo creía que tenías la residencia.
-¡Qué
va! Lo intenté al principio, cuando me pidieron en la empresa que regularizara
mis papeles, y el fulano al que acudí me dio sólo un par de direcciones y
algunos datos a cambio de dos mil cruzeiros, y unas pocas promesas que nunca
cumplió.
-Deberías
comentarlo con tu primo. Creo que él puede ayudarte, porque su socio es un
general. Si tienes amigos, consigues cualquier cosa en el Brasil.
-¿Qué
clase de cosas calientes ocurren esta noche?
-De
todo. Como hay que esperar un año para el próximo carnaval, la gente echa el
resto. Se libera, ¿comprendes? -Carlos negó; Rolemberg lo forzó a contemplarse
en el espejo-. Mírate, Carlos. Estas tres noches, después de brincar como un
brasileño y de que te hayan dicho un millón de veces que bailas como un negro,
no has bajado la guardia. Sigues siendo el españolito formal que no renuncia a
sus prejuicios. Se te ve demasiado en guardia, Carlos. Relájate, menino. La
vida pasa como el viento y llega demasiado pronto la hora de arrepentirte de lo
que no quisiste hacer.
Carlos
desvió la mirada de su doble egipcio del espejo para observar a Rolemberg.
Crecía la suspicacia alarmada; ¿debía temerle? Antes de llegar a una
conclusión, sonó el timbre. Habían pasado sólo tres horas desde que Marcia se
marchara para disfrazarse en su apartamento; llegó engalanada como una
Cleopatra al estilo de Las Vegas; los ampulosos y brillantes tisúes revelaban
entre los pliegues su cuerpo moreno casi completamente desnudo.
-Esto
es muy incómodo -le dijo a Rolemberg-. Tienes que ayudarme a arreglarlo.
Sin
esperar respuesta, se quitó la tiara y el manto. Vestida con la falda plisada
abierta por delante, únicamente colgaba una banda de tul sobre sus pechos, cuya
turgencia parecía imposible. Carlos sintió celos cuando Rolemberg introdujo la
mano bajo la apretada cintura de la falda.
-Tiene
arreglo -afirmó el cirujano-. Podemos añadir un poco de cinta elástica que
tengo por ahí. ¿Cómo se desabrocha esto?
-Ése
es el problema -dijo Marcia, mientras deslizaba el ajustado elástico hacia
abajo, por lo que sólo quedó cubierta por un triángulo de seda traslúcida que
apenas le tapaba el pubis-. No hay botones que pueda graduar. Me aprieta
muchísimo. Creo que este carnaval he engordado un poco; con tantas feijoadas,
vitaminas y caipiriñas, nos estamos pasando.
Rolemberg
salió a buscar la cinta elástica. Marcia abrazó por detrás a Carlos, que
permanecía sentado, cubierto sólo por un tanga de lamé plateado.
-Me
vuelve loca esta piel lechosa que tienes -le dijo besándole en la espalda.
-Vas
a hacer que se me rompa el disfraz -bromeó Carlos, señalando el abultamiento
instantáneo del tanga.
-Maravilloso
-alabó Marcia-. Esta madrugada, ganaste el campeonato y ya estás preparado para
concursar de nuevo.
Bajó
la cabeza hacia el pecho de Carlos. Gracias a los labios de Marcia, había
descubierto la intensidad del erotismo que contenían sus pezoncillos. La
primera noche, apartó los labios de sí, espantado al sentir un placer que
suponía perverso; las dos noches siguientes, sin embargo, Marcia fue
conquistando para él nuevos territorios de deleite y ahora se entregaba a sus
osadas caricias sin rechazo. Cerró los ojos y, como las otras veces, cedió a la
muchacha toda la iniciativa. Ella le introdujo la lengua en la oreja izquierda
y a continuación recorrió con la boca su cuello y sus axilas, le mordió el
vientre, lo obligó a alzar las piernas para lamerle más allá del escroto y tras
besar varias veces el pene enhiesto, se sentó a horcajadas sobre su cintura.
Poco
después de penetrarla, Carlos sintió algo cálido y húmedo en el escroto; se
preguntó qué podía ser, puesto que, hundido en el asiento, el cuerpo de Marcia
le impedía ver más allá. Lo que acariciaba sus testículos era una lengua, sin
duda, eran unos labios los que apretaban la bolsa escrotal con suaves
mordiscos, y en el apartamento no había en esos momentos nadie más que
Rolemberg. Era, pues, la boca de Rolemberg la que le estaba proporcionando un nuevo
placer, una nueva y arrebatadora dimensión de su sexualidad.
Entre
escalofríos y en medio de una conmoción de sus nociones, de cuanto creía que
era lícito y de lo poco que había oído sobre sexo a su padre y sus compañeros
de facultad, quiso rechazarlos a los dos, pero Marcia apretó más el abrazo y,
sin palabras, sólo con miradas, besos y sonrisas, lo obligó a abandonarse.
Rendido, Carlos se deslizó bajo ella un poco más en el asiento, con objeto de
abrir las piernas y facilitar la enloquecedora caricia de Rolemberg. Los muslos
le temblaban y debía de ser un temblor visible, una trepidación que movía
ostensiblemente sus músculos, pues las manos del cirujano los recorrieron
intentando parar el temblor. A continuación, Carlos notó que también se sentaba
sobre él, a espaldas de Marcia. Por el gemido de ésta, supo que Rolemberg
acababa de penetrarla por detrás. Ella parecía flotar entre los dos, suspendida
por las dos erecciones, mientras componía expresiones de éxtasis de una
intensidad que Carlos ni había imaginado que fuese posible. Con un sentimiento
casi doloroso de transgresión, no rehusó las manos de Rolemberg cuando soltaron
los pechos de Marcia y pellizcaron fuertemente sus tetillas. El orgasmo fue el
más intenso que había experimentado jamás.
Permaneció
con los ojos cerrados hasta que los otros dos alcanzaron también el clímax,
mientras lo besaban ambos y cuando se apartaron. Le dominaba un sentimiento
insoportable de vergüenza, corroído por el convencimiento de haber cometido un
delito atroz. Aún mantuvo los párpados apretados los siguientes cinco minutos,
hasta que escuchó la voz de Rolemberg:
-¿Cómo
te sientes?
-Tengo
que irme.
-¿Qué
quieres decir? -preguntó Marcia-. ¿No sale tu autobús a medianoche?
-Sí,
pero creo que no es razonable ir otra vez de fiesta. Debo descansar; si no,
estaré rendido mañana y el trabajo me saldrá mal, porque soy dibujante y
necesito controlar bien mi pulso. Es suficiente lo que he conocido del
carnaval.
-No
digas tonterías -reprochó Marcia.
-Está
asustado, Marcia -Rolemberg sonreía con ironía.
Era
verdad. Estaba aterrorizado. Nada de la enseñanza recibida en España le había
preparado para esa clase de experiencias. Tenía que asimilarlo. Era urgente
quedarse a solas, meditar.
Resistió
estoico la insistencia de la pareja, se despidió lo más cortésmente que pudo y
se encerró en el apartamento de Manuel, donde, para no dejarse turbar por el
recuerdo machacón de lo ocurrido, permaneció muchas horas viendo el carnaval en
la televisión aunque los ojos se le escapaban hacia la rendija iluminada bajo
la puerta, preocupado porque el temido incendio se produjese precisamente
cuando iba a abandonar la vivienda de su primo.
Mantuvo
la misma actitud alucinada, sin acordarse de comer, hasta la hora en que partió
hacia la estación de autobuses.
Cuando
se acomodó en el autobús, decidió que no volvería jamás a Río o, al menos, no
volvería a visitar a los vecinos de su primo Manuel y, en realidad, tampoco a
éste.
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