domingo, 22 de agosto de 2010

ESTA SEMANA,"ORO ENTRE BRUMAS". Cómo perdió España el mayor tesoro de la Historia.

La batalla de Rande, en 1702, fue ela catástrofe donde se aceleró la caída del Imperio Español. Esa noche del 23 de octubre perdimos el mayor tesoro que atravesó el Atlántico en toda la Historia, el producto de tres años de comercio de Indias.

Los paisajes de Cartagena de Indias, Cuba y el Caribe en general correspondientes a 1700. El invento de la corrupción a gran escala en la Casa de Contratación de Sevilla, etc.

Lo cuento todo en mi novela "Oro entre Brumas", que subiré consecutivamente durante esta semana.

Aquí van algunas notas de prensa de las presentaciones:




LA DESBANDÁ. VI La desbandá


VI La desbandá.
Frecuentemente, el bombardeo tenía lugar de madrugada, y en tales ocasiones le servía a Mani de despertador. Había dormido mal de nuevo. El hombrecillo refugiado en La Goleta había recorrido sus sueños suplicándole con la mirada que se le acercara, mientras un sentimiento insoportable de culpa le quemaba las entrañas. Cuando el estruendo le despertó, decidió hacer lo contrario de lo que mandaban las ordenanzas, porque el fragor era mucho mayor que de costumbre y quería averiguar por qué. Como el reparto tendría que posponerse hasta que no avisaran las sirenas de que el peligro había pasado, y de todas manera era desalentadora la escasez que se agravaba cada día, en vez de correr al refugio del convento como la mayoría de los vecinos, rechazó la presa con que Paula trató de retenerle y corrió a través de las calles desiertas del barrio.
Como si el sueño continuase y en un estado cercano al sonambulismo, se dirigió al que tal vez era el punto más peligroso bajo las bombas, el puente sobre el Guadalmedina, y se apoyó en el pretil igual que si estuviese en el palco de un teatro. Los aviones saltaban con elegantes movimientos acrobáticos. Hacía semanas que no lanzaban la lluvia de fuego sólo sobre los cuarteles o sobre las fábricas de la playa del Perro, o sobre los depósitos de combustible del puerto; bombardeaban con insistencia incomprensible las humildes casas medio desmoronadas de los barrios. Parecían desear salvar de las tribulaciones del mundo de los vivos a los que, entre tiritones de hambre y frío, agonizaban en sus hogares convertidos en madrigueras atestadas de fugitivos del horror.
Abierto del todo el amanecer, llegaron más aviones, ahora republicanos y Mani lamentó que el Chafarino no estuviese a su lado y no pudiera ver el espectáculo, porque parecía un duelo de titanes mitológicos sobre el helado azul crepuscular. Viendo llegar los aparatos enemigos, los rebeldes pararon el bombardeo y se produjo una danza, un baile coreográfico en el que los saltos tenían la gracia de piruetas de ballet. Se lanzaban los unos contra los otros y, en el último momento, cuando la colisión parecía inevitable, les alzaba un milagroso espasmo mientras el fuego que vomitaban bamboleaba al adversario. Cayeron tres trimotores de los rebeldes y el resto de la escuadrilla huyó hacia el sur, enmarcada por las columnas de humo negro que se elevaban de la ciudad entre resuellos de agonía y gritos lastimeros.
Cuando acudió a la cita con su equipo, Mani no estaba seguro de haber despertado. Cedió a Miguel el asiento de la cabina y sentado en la caja del camión junto al Templao, en silencio los dos, recorrieron con lentitud la ciudad herida por el furor del cielo. Eran muchas las calles donde los apilamientos de escombros bloqueaban el paso; el camión tuvo que retroceder muchas veces y pasar velozmente ante edificios que en cualquier momento iban a desplomarse. Las casas vacilaban un poco antes de convertirse en recuerdo, derrotadas en su obstinación de sobrevivir a la desarticulación de los cimientos. Mani trataba de no mirar ni de reojo el rostro lívido del Templao, cuya alucinación obsesiva, con la imagen de Inma casi materializada ante sus ojos, se profundizaba día a día y sabía que había perdido la potestad que antaño ejerciera sobre un amigo que le aventajaba en cinco años. A despecho de lo que habían vivido juntos, el Templao no dejaba de ser un adulto cuyo orden de prioridades debía de funcionar de manera muy diferente al de alguien que apenas había superado la infancia. No intentó la comunicación que parecía haberse vuelto imposible, y en cuanto acabaron el reparto cerca del atardecer, sintió que necesitaba conversar con el Chafarino.
En la playa, la brisa gélida disolvía la tibieza de los declinantes rayos del sol.
-¿Cómo se te ocurre venir a estas horas?
-Estoy mu liao, Omar.
-Hueles a amargura.
-Usted también.
-¡Muy bien, Mani!, estás aprendiendo. ¿Hay un motivo para tu amargura diferente de los de todos los días?
-Hable usted de la suya primero.
-Los dioses han batallado en el cielo esta madrugada.
Mani asintió.
-Eran los aviones rebeldes de tós los días, pero más que de costumbre. También llegaron a enfrentarlos muchos más de los nuestros.
-Unos y otros son instrumentos de lo que los dioses nos preparan. Sabes, Mani, que hay aviones en todo el mundo, pero ni siquiera en la gran guerra fueron usados para destruir las ciudades. Ha tenido que ser aquí, en Málaga, donde, por primera vez en la historia, se convirtieran en un arma de exterminio de civiles.
-Si fueran dioses, se compadecerían de nosotros y fulminarían a los rebeldes.
-Los dioses desprecian a los débiles y nuestra debilidad es la flaqueza de la dispersión, el agotamiento por la vitalidad malgastada en discutir por los detalles, por las cosas pequeñas. La sociedad humana, como todo organismo vivo, muere cuando sus fuerzas se acaban. Los dioses han tenido mucha paciencia con nosotros y ahora, cuando el desorden de nuestra pasiones nos ha convertido en enfermos desahuciados, su paciencia termina y ya no merecemos su compasión. Acabarán con los hermanos que se ensañaron con sus hermanos.
-Ya están acabando con tós...
-Esto no es más que el comienzo.
-¿El comienzo? -se indignó Mani-. Su profecía se ha cumplío, tós los días llueve fuego del cielo. ¿Qué más quieren esos dioses hijos de puta?
-Exterminarnos. Debes salvarte, Mani. Huye de Málaga.
Impensadamente, Mani dio un puñetazo a la tambaleante mesa donde humeaba el caldillo de pintarroja.
-¡Vamos a ganar la guerra! -proclamó-, lo jura mi hermano Paco. Esos dioses que usted se ha inventao no van a tener la malaleche de ayudar a los rebeldes. Los que han venío de los pueblos cuentan barbaridades; los moros degüellan, violan, roban y desvalijan hasta a los muertos. Usted es un viejo acobardao que no hace más que criticar lo que hacemos nosotros, lo mismo que el general borracho de Radio Sevilla.
Mani se arrepintió en seguida del insulto, pero el Chafarino no se mostró ofendido.
-Habla de tu amargura, Mani -pidió mientras volvía a llenarle el tazón de caldillo.
El joven vaciló. Estaba muy alterado y ello le daba vergüenza.
-He pasao la noche desvelao por las pesadillas. Toa la noche he estao viendo en sueños a ese hombre que dicen que es mi padre. No sé qué hacer. Mi madre hace como si no lo conociera, y también mis hermanos, y como sé que es por mí, tengo un remordimiento que no lo puedo aguantar.
-Habla con él. Eso te dará serenidad.
-¿Y si obedece a mi madre y hace como que no sabe de qué voy...?
-No le hagas caso. ¿Te acuerdas de lo que te dije hace años sobre aquella silueta de una supuesta monja emparedada en un convento de tu calle?, pues lo mismo te sirve para este caso: Tienes que investigar, porque vas a cumplir catorce años y ya eres adulto. Dile que lo sabes todo y, después, escúchale y saca tus propias conclusiones.
Tras la cena en el refectorio, aguardó a que Paula recogiera la mesa y se fuera a la enorme cocina cenobial, de donde no saldría hasta el momento de volver al corralón, a dormir. Libre para hacer lo que se proponía sin que ella se diera cuenta, corrió al patio de Lourdes, donde todas las noches organizaban los asilados partidas de cartas antes de acostarse. El hombrecillo desdentado lo vio llegar y se cruzaron las respectivas miradas; intuyendo el conocimiento en los ojos de Mani le abrió los brazos, pero el muchacho no se dejó abrazar porque olía a vino y por ello, y otras causas que no supo identificar, sintió un repeluzno.
-Eres un hombretón.
-¿Por qué nos abandonó usted?
-No me hables de usted. Soy tu padre.
-¿Odiaba usted a mi madre?
-Sentía rencor, no odio. La clave era la personalidad de tu abuelo, ¿comprendes, hijo? Ella es como es porque es hija de quien es y aunque yo la quería con locura, un ratón no puede volar con un águila. Pa hablar con la verdad por delante, ella no me despreciaba ni me insultaba, pero yo notaba su indiferencia, su distancia... Cuando te enamores, comprenderás que ese sentimiento es el que más puede dolerte si viene de la persona que amas. Su padre era hijo del hombre más poderoso de la ciudad y él mismo, si no hubiera muerto tan joven, hubiera sido como un rey y tu madre, como una princesa.
-¡Usted está atontolinao!
-Pregúntale a la vieja sarnosa de la azotea, la de los barcos.
Mani agachó la cabeza. Elena y el hombrecillo afirmaban lo mismo, pero ninguno de los dos quería decirle por qué ese dato tan significativo, y tan obvio a causa del apellido, le había sido ocultado. Permitió por fin que el hombrecillo le diera un abrazo que Mani decidió que jamás consentiría que se repitiera, y corrió a acechar la salida de Paula hacia el corralón de las Dos Puertas. La vio abandonar la cocina, aguardó a que estuviera en la calle, y aferró su abrazo y la obligó a volver la cara hacia él.
-Tienes que contármelo tó, mamá. No puede pasar de esta noche.
-¿Que te cuente el qué?
-Lo de mi padre... y el tuyo.
-¿Por fin ha hecho lo que se propuso desde que llegó a la Goleta, calentarte la cabeza?
-No, mamá; he sido yo quien ha ido en su busca.
Paula se soltó el brazo y parada con las manos en los bolsillos del abrigo, se volvió hacia su hijo.
-Has hablao con él... lo has visto... ¿tengo que darte más explicaciones?
Mani agachó la cabeza, pese a que ya superaba la estatura de su madre en un palmo, y murmuró:
-No. Pero... ¿por qué no quieres hablar de ese padre tan especial que fue el tuyo?
Paula calló varios minutos. Miraba a su hijo con irresolución y los labios apretados, mientras negaba muy levemente con la cabeza; se preguntó si había llegado la hora de relatar la escena sobre la que nunca había entrado en detalles ni con sus hijos mayores. En ese momento, y sin que ni madre ni hijo hubieran reparado previamente en ningún ruido especial, estalló una bomba a unos trescientos metros de distancia, más allá de la calle Carmelitas. El resplandor producido por la deflagración iluminó un área extenso, claridad que fue aprovechada por los aviones rebeldes para localizar su objetivo: una pequeña central eléctrica situada más allá del convento carmelitano, sobre la que comenzaron a caer las bombas en cascada. Paula pareció aliviada al librarse de dar unas explicaciones que, obviamente, se resistía a dar, y echó a correr de vuelta al refugio del convento. Mani soltó la presa de su mano, le respondió con un gesto que no iba con ella y permaneció un rato parado en la esquina de la calle Rosal Blanco, mirando con extravío los relámpagos de las bombas que reflejaba el cielo parcialmente nublado. Las autoridades habían conseguido que no hubiera bombardeos de noche, porque la orden de no encender luces se cumplía a rajatabla, pero no por ello dejaba de oírse el runrún de los motores aéreos rebeldes, cuyos pilotos aprovechaban el menor resplandor para cumplir sus órdenes de profundizar el desaliento de los malagueños, para forzar la rendición.
El tramo de la calle Huerto de Monjas que podía abarcar su mirada estaba desierto, lo mismo que Rosal Blanco y Carmelitas. Para la totalidad de los vecinos se había convertido ya en un reflejo condicionado respetar las ordenanzas: si no tenían tiempo de correr al refugio, bajaban a las plantas bajas y se acurrucaban bajo los dinteles de las puertas hasta que el estruendo acababa. Los relámpagos de las explosiones reorganizaba las formas del barrio, iluminando donde siempre había sombras y recortando sombras fugaces donde siempre había claridad. Mani miró distraídamente la silueta de la pared del convento, a la altura del primer piso del corralón donde vivía el Templao y su familia, y adoptó una resolución: Puesto que nadie estaba dispuesto a responder sus preguntas, encontraría respuesta, al menos, para la que no dependía de ningún otro. Al día siguiente, iba a averiguar qué producía esa mancha con forma de mujer desnuda.

Asistía a las discusiones crecientemente agrias de Paco y Antonio sin el menor interés, y encogía los hombros con actitud desafiante ante la mirada helada del ruso, que día a día le parecía menos alto, mientras dejaba de impresionarle su arrogancia polar. Paco clamaba predicando organización cuando ya no quedaba casi nada que organizar y Antonio insistía en que era posible un paraíso sin gobierno en la tierra, a pesar del desbarajuste que la indisciplina estaba produciendo en la ciudad. El Templao persistía en su alucinación sin otro interés que Inma, y Miguel, aunque igual de alucinado, era el único capaz de reír con el pensamiento hipnóticamente aferrado al momento de regresar a los brazos de Angustias y tocar lo que crecía en su vientre; nada era demasiado espantoso para él, ni la ciudad que hipaba entre lamentos ni el humo fétido bajo el que todo el barrio amaneció a causa del bombardeo de la central eléctrica, ni el derrumbe colectivo ni la moral que se les iba por las alcantarillas; por suerte para él, vivía cegado por la luz de su amor. Tras conseguir Mani que interrumpieran la discusión para escuchar las órdenes del Jefe Provincial de Abastos, su hermano Paco, que últimamente se situaba de espaldas al ruso con la obvia intención de exhibir su creciente desdén, peregrinaron como mendigos por los mercados y almacenes de la ciudad en busca de alimentos, algo que pudiera mitigar el hambre, no sólo de los refugios y asilos, sino ya hasta el de La Goleta, donde los milagros de Paula y las monjas tenían que multiplicarse. Después de dos horas, sólo habían encontrado un saco de judías que comenzaban a pudrirse.
Circular por las calles era como contemplar una panorámica infinita del horror. Ninguna vivienda albergaba a menos de dos o tres familias porque cada vecino recibía su cuota del éxodo. Los parientes llegados de los pueblos, aldeas y cortijos, aparecían con un hato al hombro, un cordel amarrado a una cabra o un asno y una caterva de niños detrás. Se acurrucaban en un rincón sin atreverse a pedir un plato de sopa y permanecían inmóviles horas, días, semanas, esperando que las trompetas de los arcángeles les anunciaran que podían volver a su paraíso perdido. Algunos no se movían siquiera cuando las sirenas avisaban del bombardeo.
Con la espalda apoyada en la batiente de la caja del camión, el Templao apretó más aún el mentón sobre el pecho y dijo:
-Paulino Uzcudun se ha pasao a los rebeldes.
A Mani le alegró que la mente de su amigo tuviera cabida para algo más que su hermana; el comentario le reveló que el Templao escuchaba de noche radio Sevilla, como iban haciendo cada día más y más malagueños a pesar de la prohibición y a despecho de que todo lo que decía sobre Málaga les pareciera insidioso. Se preguntó quién tendría aparato de radio en el corralón de la Torre. La noticia sobre el boxeador que había sido campeón de Europa, ídolo de cuantos en España amaban el boxeo, iba a desalentar mucho a la población.
-No conseguimos ná -dijo Miguel, más aburrido que desalentado, ante la desolación de todos los lugares donde entraban a buscar comida-. ¿Vamos a donde te ha dicho el Paco que fuéramos al terminar el reparto? A lo mejor encontramos carne y verduras por el camino, y sacamos algo pa aquí y pallá.
-Sí -respondió Mani.
-¿A dónde tenemos que ir? -preguntó el Templao.
-Al frente de Monda. Como eso está más allá de Coín, intentaremos requisar víveres con la orden sin fecha que nos dio mi hermano la semana pasá.
-Yo no voy al frente ni harto de vino -proclamó el Templao-. Vamos, es que no me da la gana de verlo ni en fotografía.
Mani asintió en silencio. Comprendía la reticencia, porque su amigo había estado bajo las garras de la fiera que él sólo conocía de oídas.
-No vayas si no quieres. Puedes quedarte en Coín y esperar que nosotros demos la vuelta, ¿vale?
El Templao asintió y se notó que Miguel, que había pasado en una trinchera mucho más tiempo que él, reprimía el comentario mordaz que le apetecía hacer. El conductor tuvo que dar muchos rodeos en las calles taponadas por los escombros. Rumbo a Campanillas, salieron a la inmensa Hoya del Guadalhorce, donde la guerra, bajo el tibio sol naciente que chisporroteaba en el verdor humedecido por el rocío, parecía una pesadilla remota. Los campos todavía inmaduros de cañaduz estaban guardados por milicianos viejos, que los protegían de los hambrientos, pero a excepción de esa imagen vagamente bélica, el extenso valle era un universo en paz en el que el agua cristalina corría pendiente abajo, como desde el principio de los tiempos, y en el que los patos se lanzaban en picado sobre las charcas, como siempre. Los almendros clavados en las colinas que orlaban la vega estaban engalanados ya con sus flores como copos de algodón, la floración de almendros más temprana de Europa; los eucaliptos componían música con el balanceo de sus flecos aromáticos, los limoneros y naranjos se abatían incapaces de resistir el peso de los frutos, los cipreses apuntaban su flechas verdes al cielo, como defensores vegetales, y las mimosas comenzaban a vestirse de amarillo. Mani encontraba en la contemplación de toda esa belleza el pretexto para no mirar a Miguel, que le exasperaba con su capacidad de seguir siendo feliz, ni al Templao, que le amargaba con su obsesión por Inma. Extasiarse con la belleza del paisaje le libraba también del sentimiento ácido que le causaba pensar en el hombrecillo mellado o en la impaciencia por las evasivas de Paula, o en el estado de Elena, o en la preocupación por la amenaza que estaba seguro de que representaba la desaparición de Serafín y su familia.
Lo que consiguieron encontrar en Coín, en almacenes que mandaron abrir por sorpresa pistolas en mano, no fue suficiente para llenar el camión. Cuando se dispusieron a continuar hacia el frente de Monda, en el último momento el Templao se subió al pescante de la atestada cabina.
-Vas a necesitarme -dijo ante la mirada atónita de Mani-. Tú no tienes ni puñetera idea de lo que es la guerra.
La carretera que ascendía en dirección a Ronda era un retorcido camino entre naranjos y cañaverales y, más arriba, entre membrillos y granados. El camión tenía que circular muy lentamente por lo cerrado de las curvas y, sobre todo, porque el pavimento presentaba muchos impactos y escombros del bombardeo. Conforme iban alejándose de Coín, veían a milicianos dispersos caminando en la dirección contraria. Bajaban de las alturas de Monda y Tolox con los fusiles al hombro y la carne asomando por los desgarrones de la ropa.
-¿Qué pasa? -les preguntó Miguel cuando llegaron a un punto donde los milicianos eran ya muy numerosos.
-No pasa ná, compañero -respondió uno-. Eso es lo malo, que no pasa ná.
Levantó apenas el puño mientras el camión se alejaba montaña arriba. Cuanto más se acercaban al frente, mayor era la muchedumbre que bajaba.
-¿Estáis retrocediendo? -preguntó el Templao.
-¿Retrocediendo? -respondió uno con desagrado-. Yo soy de Monda, ¿cómo coño voy a estar retrocediendo si voy pa Málaga?
-¿Abandonáis el frente? -preguntó Miguel.
-Todavía quedan algunos locos peleando, pero son cuatro gatos. ¿Qué lleváis, armas?
-No -respondió Mani, con tono muy cortante y receloso.
-Po si no lleváis armas, ¿pa qué vais pallá? Allí arriba no queda ni una bala y, aunque quedaran, no tienen ni un fusil que sirva. Los republicanos respondemos con pedrás los cañonazos de los rebeldes.
Mani dijo a gritos que Paco le había encomendado la misión de llevar alimentos a los combatientes y la iba a cumplir, así que mandó seguir la marcha sin parar de acariciarse la pistola y con expresión adusta. Ninguno propuso virar en redondo, por lo que se ahorraron una discusión de resultado impredecible, ya que el conductor y los dos milicianos estaban mostrando los últimos días resistencia a cumplir las órdenes de Mani. Faltaban unos tres kilómetros para llegar al frente cuando, después de contornear la curva que encerraba la falda de una loma, el conductor frenó de golpe. Un obús había originado un desprendimiento del terraplén que cortaba la carretera.
-Hay que volver atrás -dijo Miguel
-Tenemos que socorrer a esos pobres hombres -protestó Mani.
-¡Qué socorro ni niño muerto! -exclamó el Templao-. No hay Dios que pase por ahí y ni tu hermano ni el presidente de la República va a obligarnos a que sigamos a pie. Descontando el conductor, porque alguien tiene que guardar el camión, entre los cinco no podemos llevar ni pa un rancho.
Decidieron volver a Coín, para lo cual, y por la estrechez del camino, debieron recorrer marcha atrás cerca de un kilómetro, hasta encontrar una curva donde el arcén de tierra era suficientemente amplio para la maniobra de giro. Varios de los que bajaban del frente se colgaron de la caja y subieron de un salto. Cuando descubrieron la carga que transportaban, comenzaron a llamar a cuantos iban rebasando:
-¡Subid, camaradas, que llevan comía!
Llegó a haber tantos en la caja, que Mani mandó al conductor que acelerase lo más que se lo permitieran las condiciones de la carretera y el reguero de fugitivos. Desoyó los insultos y amenazas de los que ya estaban en el camión, que no paraban de tirar piezas de comida a los caminantes, y permaneció en tensión hasta que consiguieron llegar a Coín, porque si perdía el camión tendría que enfrentarse a un consejo de guerra sin que Paco pudiera hacer nada para ayudarle. En Coín, tuvo que saltar dentro de la caja y disparar dos veces al aire antes de lograr que los intrusos bajaran.
Luego de abastecer el Hospital Civil, llegaron a la Goleta con menos provisiones que nunca. Paco y Antonio celebraban un cónclave con Paula ante la entrada de la cocina, a pesar de lo insólito de la hora, cuando ambos debían estar en sus despachos y puestos respectivos. Mani pensó con desasosiego que también sus activísimos hermanos se dejaban abatir por la dejadez apática que cundía entre los malagueños.
-Mira -dijo Antonio a gritos señalando los capazos que Mani y su equipo estaban introduciendo en la cocina-, ¿lo ves, Paco?, vamos a tener que comer piedras estofás. Aquí tienes una muestra más de lo que tu querido gobierno y ese majareta del coronel Villalba hacen con Málaga. El gobierno nos ha dejao por imposible y el jefe republicano... ¿cómo coño hay que llamar al cargo de Villalba?... no tiene huevos.
-Baja la voz, Antonio -ordenó Paula, y Mani comprendió que esta vez su madre no estaba reclamando buenas maneras a su hijo mayor, sino temiendo que hubiera cerca oídos indiscretos.
-El majara de mi hermano sigue empeñao -continuó Antonio con la misma exaltación- en la tontería de que el gobierno va a venir en nuestro auxilio, después de los desprecios de Largo Caballero y a pesar de que la inundación de Motril nos ha aislao completamente del territorio republicano. ¡Menuda tontería! ¿Te acuerdas de lo que ese fantoche de Largo Caballero le dijo a tu querido Bolívar en noviembre?: "Ni un fusil ni una caja de municiones más para Málaga", eso es lo que nos dice a los heroicos malagueños tu adorado gobierno de marionetas almidonás, que nos muramos de asco, que nos pudramos como perros sarnosos bajo la bota soviética de Meretskon y el hijoputa del Kremen, después de quitarnos el pan de la boca y habernos sacrificao por Madrid y media Andalucía.
-La inundación de Motril es un impedimento natural -arguyó Paco-. ¿No creerás que el gobierno nos ha mandao también la riá?
-No es más que otro pretexto, Paco, piénsalo: ¿Cuánto llevamos esperando la ayuda que ellos han dicho de sobra que no nos la van a dar? No tenemos más salida que declararnos independientes pa recuperar la moral.
-¡Tú estás borracho! -dijo Paco.
De reojo, Mani observó que la embriaguez era real, lo que no era ninguna novedad. Chorros de sudor se perdían entre los aguijones de la barba de una semana que exhibía el mayor de sus hermanos, aunque el día era desapacible, y tenía rojos los ojos.
-¿Borracho? Llevo meses y meses avisando: nos van a entregar a los rebeldes con la ilusión de recuperar después Málaga, una vez que los fascistas y los moros la limpien de revolucionarios. Pero nosotros no tenemos que resignarnos a ese holocausto. Proclamemos la República Libertaria de Málaga, porque ya está bien de que esos monigotes almidonaos hagan poesía diciendo que Málaga es bella, roja y mártir, cuando la realidad es que desean que el enemigo nos extermine pa no mancharse ellos las manos con nuestra sangre. No nos resignemos a morir acosaos, Paco, después de habernos quedao sin comer pa proveer a Madrid y a tós los frentes. No hay por qué convertirnos en un plato de carne chamuscá pa satisfacer el apetito perverso del bufón de Sevilla, mientras el gobierno republicano, al vendernos dejándonos con el culo al aire, sueña con atraparlo cuando esté haciendo la digestión.
Paco negaba con la cabeza, aunque sin fuerzas para oponer argumentos. Una de las monjas que trajinaban en la cocina, dijo para sí, como si no pretendiera meterse en la conversación, pero lo bastante alto para que la oyeran:
-Queipo de Llano dijo anoche que Málaga está al caer, porque si ya se había tomado un jerez, piensa tomarse un málaga enseguida.
-¿Te das cuenta? -dijo Antonio, alzando el puño ante Paco-. Si tuviéramos de verdad cojones, no lo permitiríamos. Aunque muramos en el intento, tenemos que convertir esta provincia incomprendida en una nación independiente y libertaria.
-Es un sueño taifal imposible -sentenció Paco-. ¿No ves que sería inviable?
-Aunque sea un sueño -dijo Antonio, con la voz quebrada por un sollozo-, al menos es un sueño grande por el que valdría la pena morir, cuando tu gobierno de papanatas y tus rusos acartonaos han matao toas nuestras ilusiones. Sin grandes sueños, esta guerra sería una puñeterísima mierda.
Callaron. Mani advirtió que a Paco le temblaba la mano que se pasó por la frente. Paula se enfrascó en la preparación del almuerzo con expresión ausente y los labios apretados, como si cavilara que tenía algo inaplazable que hacer. Ricardo, pulido y atildado como de costumbre, miraba a su familia desde la galería como quien asiste a un espectáculo que no le incumbe. Miguel y Angustias se hacían confidencias y carantoñas sentados en el bordillo del patio. Ana, con una mirada lánguida fija en Antonio, ayudaba a Paula con expresión ausente; su barriga de siete meses era ya monumental. Con una pequeña talega sujeta bajo la axila izquierda, el Templao se acercó a Mani sacudiéndose de polvo las manos.
-Bueno, ya hemos terminao. Mira lo poquillo que me llevo pa mi familia, con el regimiento de llorones que tengo en mi casa. ¿Tú te crees que esto es plan?
-Necesito una cosa más, Guaqui.
-Vale, todavía es temprano. ¿A dónde hay que ir?
-A tu casa. Es preciso que el camión entre marcha atrás por la calle Rosal Blanco. ¿Tienes una picola?
-Se la puedo pedir prestá a un vecino. ¿Pa qué?
-Tal como está la situación, con medio barrio desbaratao, no creo que a nadie le importe que echemos un vistazo a esa figura de la pared, ¿no te parece? Calculo que podemos alcanzar la silueta desde la barrera de la caja del camión.
El Templao estaba a punto de soltar una carcajada, lo que alegró Mani, porque era la primera vez que sonreía en varias semanas.
-Así que era mentira que la silueta ya no te daba canguelo.
-No seas pesao, Guaqui. No me asusta, te lo juro, pero no estoy dispuesto a esperar más pa quitarme la curiosidad.
Cuando se pusieron a picar el muro, los vecinos empezaron a salir a sus balcones, para aprovechar el paréntesis de diversión que el caso proporcionaba a sus desventuras. A voces, y entre bromas que mitigaban el abatimiento general, cada uno relataba su propia versión del emparedamiento de la novicia: Había sido excomulgada y condenada por la Inquisición; se trataba de una endemoniada; en realidad, no era una monja, sino un cura que había cometido el pecado nefando; era una judía a la que pillaron celebrando una misa negra; ni joven ni mujer, era una vieja monja que, al morir habiendo pasado treinta años en el convento, descubrieron que en realidad era un hombre; se trataba de una muerta por la peste de 1805 y la habían emparedado para evitar contagios; era verdaderamente una novicia, a quien otra monja asesinó por celos. Y así, hasta el infinito, pero nadie dudaba que encontrarían el esqueleto de una mujer joven. Mani notó que cuanto más profundo escarbaban, los fragmentos de ladrillos y argamasa que saltaban eran más oscuros. Entre golpe y golpe de la picola, con la que él y el Templao se turnaban, oían gemidos provenientes del pequeño huerto al otro lado del muro; a pesar de la creencia general de que las monjas habían huido, era evidente que permanecían en el convento. Tuvieron que perforar la capa exterior de ladrillos de una pared que debía de tener cerca de un metro de grosor, antes de topar con algo oscuro y duro que sonó como una olla al atravesarla el pico, al tiempo que brotaba una tufarada hedionda, como el aire aprisionado en una sepultura reciente. El Templao soltó un exclamación, lo que actuó como un toque a rebato, ya que al instante subieron ocho o nueve vecinos picola en mano. Se pusieron a golpear con afán, simultáneamente y no sólo sobre la silueta.
Al cabo de una hora, habían desprendido la cubierta exterior de ladrillos en un área de tres metros por dos, donde la mampostería secular era visible con su mezcla de piedras y argamasa; evidentemente, la zona correspondiente a la silueta y alrededor, con forma de óvalo, había sido rellenada con una mezcla de arena, cal y guijarros que no era la mampostería original, como si, en efecto, hubieran emparedado a alguien o algo, colmando después torpemente los huecos. Dentro de ese óvalo irregular, la figura resultaba ahora más nítida, pero ya no perfilaba tan claramente el cuerpo de una mujer desnuda, sino tres grupos verticales de manchas con formas vagamente trapezoidales, bastante más anchas las del centro que las laterales, manchas donde parecía que en vez de cemento o barro hubieran hecho la mezcla con carbón. Se dieron cuenta de que desaparecidos los ladrillos del exterior, las picolas entraban más profundamente, ya que en ese óvalo sin mampostería, la mezcla se deshacía como si estuviera minada por los hongos y el orín, y en pocos minutos agrandaron el boquete donde había sonado como una perola.
-Parece cobre -gritó el Templao.
Se desprendían pedacitos con apariencia metálica que, al tocarlos, se desmenuzaban como cortezas de pan. Mani sugirió que escarbasen todos con cuidado, sin picar, apenas raspando y rebañando la mezcla y, poco a poco, fueron descubriendo una armadura que más parecía de hierro que de acero, situada de espaldas a ellos, completamente carcomida por la oxidación en un escondrijo donde, evidentemente, hacía siglos que el agua de la lluvia se filtraba por múltiples porosidades. Era el óxido constante y pertinaz, junto con los hongos pestilentes, lo que originaba el rebrote de la mancha en la cal del exterior. En muchos puntos, en cuanto salió a la luz, la armadura se deshacía.
-Así que no era una monja -dijo el Templao-, sino un hombre.
-Me parece que tampoco era un hombre -dijo Mani-. Fíjate en los agujeros donde el hierro se convierte en serrín; ahí dentro no ha habido nunca un cadáver, porque no quedan ni pedacitos de hueso. Esas cosas aguachinás me parece que son pergaminos.
El Templao hizo palanca con la picola para forzar el endeble metal carcomido en lo que había sido un yelmo. Introdujo la mano y, en efeto, lo que extrajo era un rollo de pergaminos que había ido deslizándose hacia la gola al ensoparlo las filtraciones, quedando atascado junto al barbote. Los fragmentos de pergamino que pudieron separar habían estado escritos con profusa decoración que ahora no era más que una mancha sucia con algunas irisaciones de colores, completamente borrosa.
-Tenían que ser documentos importantes -dijo Mani-, cuando los escondieron con tanto cuidao, pa protegerlos quién sabe de quiénes. Pero no consigo imaginar de qué epoca puede ser tó esto.
-Del tiempo de los moros -aventuró uno de los vecinos picadores.
-Eso mismito -concordó otro vecino-. Esto es cosa de la morería.
-¡Que va!, tiene que ser de cuando echaron a los hebreos... -discrepó otro.
-¡Qué hebreos ni niño muerto! -exclamó un anciano a gritos desde un balcón cercano-, si cuando los echaron de España no había ni malagueños, porque Fernando el Católico los había vendido a tós como esclavos...
-Seguramente, nos vamos a enterar chispa más o menos de la fecha que enterraron la armadura-anunció el Templao con tono progresivamente jubiloso-, en cuanto limpiemos estas monedas y veamos de qué rey son. ¡Mirad!
Sacó la mano que había vuelto a introducir en la pastosa mezcla de pergaminos podridos y fragmentos de argamasa. Los discos renegridos y parcialmente roídos por el orín tintinearon con sones argentinos al caer sobre el empedrado de la calle al lanzarlos al aire, movido el Templao por un impulso que no hubiera sabido explicarse ni a sí mismo. El sonido fue un repique de campanas de fiesta y los vecinos que veían llegar como una tempestad el torvo monstruo del hambre y la desesperación, encontraron en el tintineo de las monedas de plata un velo con que mentir a sus deventuras, de manera que la multitud creciente reía con incredulidad, cantaba o lloraba de alegría, entre gritos, llamadas, saludos y votos.
-Venid pacá, que vamos a comer caliente esta noche; por mis muertos que hoy me empacho de carne.
-Un haiga me voya comprar, pa escapar de esta mierda de capital.
-¡Qué haiga ni niño muerto! Yo sueño con un jamón con chorreras...
-Ven, Concha, y hazte cuenta de que ha llegao tu jubilación, y a tumbarte namás que cuando te salga del coño.
De las bases de todos los huecos de la armadura, en las musleras, en los bracetes y en las grebas, Mani, el Templao y varios de los hombres que habían subido a picar tomaron las renegridas modenas de plata que la fuerza de la gravedad había ido empujando hacia abajo, quedando atascadas en los codales, manoplas, rodilleras y escarpes. En la coraza, retenida por la cota y los escarceles, había una pasta mucho mayor de pergaminos corrompidos, y también plata. Se trataba de centenares de monedas, pero el Templao no era capaz de pensar en lo que tenían que afrontar cada día su madre y sus diez hermanos, sino tan sólo en el clamor ensordecedor que los puñados de monedas ocasionaban al lanzarlos, y fue Mani quien tuvo que recordarle:
-Guaqui, joé, no lo tires tó, que los nuestros necesitan un poquillo también.
Ambos se llenaron los dos bolsillos de los pantalones y pocos minutos más tarde dejaron de aparecer monedas. Mani se giró entonces hacia la multitud, todavía encaramado en la batiente del camión. No se parecía al jolgorio de las verbenas de Júas, ni a la jarana del Carnaval, porque la muchedumbre que atestaba calle Rosal Blanco en toda su anchura y toda su longitud parecía proceder de una orgía bíblica, como si todos hubieran enloquecido o algo milagroso les hubiera librado de todas sus inhibiciones y frenos. Como si tuvieran demasiado acíbar en el alma para recordar el dulzor, la felicidad les hacía reventar con chispas en los ojos, risas incontenibles, besos, abrazos y gritos rajados. Salidas de no se sabía dónde, circulaban muchas damajuanas de vino de cuyos golletes bebían todos directamente. Batían palmas y algunos cantaban, pero nadie bailaba porque no quedaba espacio donde bailar; se limitaban a saltar casi al compás, movidos al unísono por el mismo espasmo de dicha.
Alertado por el conductor, que temía por la integridad del vehículo, Mani jaló del brazo del Templao, entraron en la cabina, pusieron el motor en marcha y a golpe de bocinazos y alaridos fueron saliendo de la calleja entre la multitud que les aclamaba.
-Y ahora, ¿qué, Mani? -preguntó el Templao.
-Estas monedas tienen que ser más antiguas que Gibralfaro. Si no estuvieran pasando las cosas que pasan, deberíamos llevarlas todas a las autoridades, porque tienen que ser cosa de museo, pero tal como estamos, a nadie le parecerá mal que nos demos un homenaje. Siempre nos quedarán unas cuantas pa los museos.
-Pero ¿quién va a querer que le paguemos con ésto? -preguntó el conductor.
-Con la tormenta que dijo anoche Queipo de Llano que está al caer encima de nuestras cabezas -ironizó el Templao-, ¿no te parece que habrá muchísima más gente dispuesta a aceptar plata que papeles republicanos?
-Tenemos que comprometernos a una cosa -propuso Mani-: Cada uno de nosotros, guardará veinte monedas pa entregarlas a las autoridades en cuanto haya autoridades de verdad, y diremos que es tó lo que encontramos. Lo demás que cá uno tenga, lo gastaremos, ¿vale?
Así lo acordaron, pero Mani, aunque había sido el autor del pacto, sentía reconcomio a causa de la convicción de que las monedas eran mucho más valiosas que el dinero y que de enterarse, Paula podía enojarse muy agriamente. La marejada que arrasaba la vida de sus convecinos no arrancaba de su ánimo la idea de que tenía que salvar tanto como pudiera del tesoro. Sentía la misma vaga nostalgia que había sentido cuando el Templao le habló de la destrucción del arte religioso malagueño en 1931. Para sacudirse tales pensamientos, propuso:
-¿Vamos al cine?
-Creo que hay una de Imperio Argentina -dijo el Templao.
-Perdonad -dijo el chófer-. Yo no puedo. Mi novia se pone histérica cuando llego tan tarde como hoy.
Una vez encerrado el camión en uno de los almacenes de la bodega de López Hermanos, en el Molinillo, donde siempre pernoctaba, el Templao jaló de Mani calle Ollerías abajo. Deambularon de cine en cine, a la busca de la película de Imperio Argentina; no encontraban ninguna de las que a Mani le habían hecho tan feliz en el pasado. Tendía a decirse mentalmente que esas películas le alegraban la vida "cuando era un niño", frase que en ningún caso diría en alta voz, porque estaba seguro de que ocasionaría carcajadas.
-Algunos se van -el Templao le sacó de su abstracción.
Mani estaba mirando un cartel ante el que se había preguntado si valdría la pena entrar a ver "Tango de Broadway", por Carlos Gardel, pero en ese instante, en realidad, no veía el cartel porque continuaba pensando en las monedas que parecían aumentar de peso en sus bolsillos.
-¿Qué?
-Los refugiaos que vinieron de los pueblos se están yendo. Fíjate en ésos.
Un hombre arrastraba un carro cargado de muebles, entre los que se recostaba una mujer embarazada que acunaba a un niño casi de pecho. Al lado del hombre, caminaban otros tres niños, entre los cinco y los diez años de edad.
-Es verdad, se van -dijo Mani-. Irán pa Almería, por allí tiene que haber comida.
-Pero, ¿no dicen que Motril está anegao y no se puede pasar?
-Pues, como ya has visto esta mañana, los demás frentes se están viniendo abajo. No tienen otro sitio donde puedan ir.
-Queipo de Llano lleva varias noches diciendo que los malagueños que no tengan ná que temer pueden quedarse cuando ellos tomen Málaga -el Templao parecía convencido de que él no debía sentir miedo.
-¿Tú crees que hay alguien en Málaga que no tenga ná que temer de ésos?
El diálogo fue interrumpido por el silbido de un obús que pasó rozando el tejado del cine y fue a impactar contra la fachada opuesta, un bello edificio de reminiscencias mudéjares. La onda expansiva les hizo caer a los dos de bruces.
-Eso no viene de un avión -comentó el Templao cuando pudieron ponerse de pie y echar a correr.
-¿De dónde, entonces, Guaqui?
-Es artillería, Mani, artillería que, por la trayectoria, tienen que estar disparándola desde el mar. Esos han conseguío bloquear el puerto y hundirnos los poquillos barcos que tenemos.
Bajo una lluvia de obuses que parecía abarcar toda la ciudad y tumbaba muchas de las fachadas que aún resisitían de pie, se apresuraron en el camino de regreso al barrio, porque la novedad exigía pedir información a Paco. Mani se despidió del Templao en la esquina de Rosal Blanco, porque pensaba ir a La Goleta, pero notó que el balcón de su vivienda estaba abierto y la luz, insólitamente, se encontraba encendida, lo que significaba que la familia había vuelto antes de cenar. Aún quedaba gente celebrando su participación del tesoro, muchos de ellos borrachos, despatarrados en los portales. Concha le preguntó si pensaba escapar, "porque si ustedes os vais, es que no hay más remedio y yo me voy también". Mani subió la escalera a saltos.
-Gracias a Dios que has vuelto, Mani -exclamó Paula- y no te has quedao por ahí celebrando el tesoro que has tenío la pachorra de regalarle al barrio.
Junto con Ana, amontonaba objetos en hatos improvisados con colchas y mantas.
-¿Que pasa, mamá?
-Tu hermano Paco dice que vayamos preparándonos pa escapar por la mañana temprano o, a más tardar, a mediodía, porque los fascistas están a pique de caer sobre Málaga por todas partes. Pero tenemos dos problemas mu gordos, Mani, hijo mío. Ni el Antonio ni el Paco piensan venir con nosotros, dicen que tienen que quedarse defendiendo la ciudad, y ni siquiera van a dormir aquí esta noche, porque dicen que su deber está en sus despachos. Y, además... -Paula gimió- no conseguimos encontrar a la Angustias.
-¿Ya no dice Paco que a pesar de los pesares vamos a ganar la guerra?
-¡Qué va! -exclamó amargamente Ana-. Si los rebeldes están ahí mismito, por los Montes, y dentro de pocas horas se escucharán tiros en la Ciudad Jardín.
-¿Donde está el Migue?
-Se fue hace un rato como un desesperao a las Hermanitas de los Pobres -informó Ana-. Cree que tienen que haber vuelto a llevarse a la Angustias allí.
-Mani, hijo -pidió Paula, con una mirada fija en sus ojos que parecía la concesión de un título-. Encuentra a la Angustias, consigue que el Paco y el Antonio se dejen de valentonás y convence al Ricardo de que ser fraile no le va a salvar la vida. ¿Sabes que yo no daría ni un paso dejando a ninguno aquí, verdad?
Mani asintió y reflexionó unos segundos. Sentía vértigo por la responsabilidad que su madre acababa de echarle sobre los hombros, pero elaboró mentalmente el plan en un momento. Dio un beso breve a Paula, acarició la mejilla de Ana y echó a correr hacia el corralón de la Torre. Encontró al Templao lavándose la cara y las manos en una palangana, en el patio, donde había un grupo numeroso celebrando con aguardiente de Ojén su cuota de monedas de plata.
-Guaqui, ¿sabes guiar el camión?
-Regulín, regulán. Llevé uno en la Legión un par de veces, pa aprender, pero sin salir del cuartel.
-Po hay que echarle huevos. Vamos.
-¿A dónde?
-En primer lugar, necesitamos el camión pa ir corriendo a la casa del Chafarino; tengo escondías tres pistolas allí. Y después, seguramente no vamos a parar en toa la noche; y mañana, en cuanto estemos listos, echaremos a correr. Dile a tu madre que prepare tó lo que pueda llevarse, porque en cuanto lo hagamos tó vamos a salir de Málaga echando leches.
Consiguieron poner en marcha el camión tras innumerables intentos. El Templao resultó ser bastante más hábil de lo que había anunciado, conduciendo sin grandes dificultades ni tropiezos hacia la playa de La Isla. Había muchos incendios que no caldeaban el ambiente; parecía que la escasez de alimentos hubiera debilitado no sólo a la gente, sino a la ciudad entera, como si fuera un organismo vivo pero languideciente, ya que entre los resplandores del fuego todo parecía frío y hasta la tibieza de sus cuerpos, el de Mani y el Templao, había sido desterrada. No pararon de tiritar a lo largo del camino, aunque ardían calles enteras.
-Es posible que esas armas no sirvan ya, Mani.
-Te digo que sí. El Chafarino las protegió con muchos envoltorios de tela de ésa que usan los marineros, con alquitrán y demás, y las metió en una lata.
Los cañaverales que bordeaban la playa también estaban ardiendo. El reflejo de las llamas devuelto por las nubes revestía todo el paisaje con una pátina de cuadro apocalíptico. Mani anticipó que iba a tener que sobreponerse al derrumbe de su ánimo muchas veces a lo largo de esa noche. Al aproximarse, le alarmó no distinguir el tejado cubierto de cañas y palmas, que habitualmente veía asomar por encima del cañaveral. Primero, pensó que el velo de humo sería lo que ocultaba la casa de su viejo amigo, pero en seguida presintió que algo malo ocurría. Cuando detuvieron el camión lo más lejos de las llamas que pudieron, cedió su arma al Templao, mandándole que disparase a cualquiera que se aproximara al vehículo, y echó a correr.
Al salir a la anchura de la playa, miró el emplazamiento de la choza con incredulidad. De la frágil construcción de cañas y restos de barcos no quedaba casi nada, sólo el amontonamiento de rescoldos y una mancha pardusca de arena carbonizada que desprendía todavía débiles madejas de humo. Quería creer que se había equivocado a causa del cañaveral incendiado, y que ése no era el lugar donde el Chafarino vivía, sino cualquiera de los otros cañizos alzados en la playa por los marineros. Buscó en todas las direcciones con mirada extraviada, ansiando que uno de los dioses que el anciano inventaba hubiera desplazado milagrosamente la cabaña hacia otro punto; ansiaba recuperar el sentido de la orientación y descubrir dónde estaba la choza y que el Chafarino abriera la puerta con un tazón caliente de caldo de pescado en la mano para reconfortarle del frío como un puñal que sentía en el corazón. Gritó. Llamó con todas sus fuerzas al Chafarino, hasta que se le quebró la garganta, acartonada. Sólo respondía el rumor de la brisa indiferente y el crepitar del fuego del cañaveral. Entonces, lo vio; era una masa carbonizada como todo lo que lo rodeaba, pero sabía que eran los restos de su amigo. Se arrodilló junto a él, extrañado de que en ese pedazo de carbón ceniciento pudiera reconocer tan fielmente a quien, ahora lo sabía, había querido tanto; creía poder ver sus pupilas estériles que, sin embargo, tan fijo parecían mirar; su sonrisa entre socarrona y comprensiva y sus hábiles pasos a través de los estorbos del mundo; creía escuchar sus palabras sabias mientras ansiaba con todo el alma poder volver a oír lo que antes creía que eran desvaríos y ahora necesitaba como agua fresca en medio del desierto. Alzó con rabia los puños al cielo, esperando que alguien le diera una explicación, que respondiera al enigma de por qué una bomba traicionera había destruido tanta sabiduría inofensiva, tanta capacidad de dar, tanta generosidad. Sabía que estaba llorando y no se avergonzaba; tenía que llorar ahora todo lo que pudiera, para no tener que llorar por siempre la ausencia del que, sin pretenderlo ni saberlo, había sido verdaderamente su padre. Un bocinazo, con el que el Templao le comunicaba su impaciencia, le recordó que tenía muchas cosas que hacer y buscó con los ojos el punto donde antaño se alzaba de la arena la proa de la jábega que al Chafarino le servía de fogón, marcado claramente todavía por la silueta de la barca quemada; tomó uno de los pedazos de tabla que habían sobrevivido al fuego, y con él fue escarbando un hoyo a través de las ascuas y la ceniza. El lío de las armas estaba tal como lo recordaba, enterrado a más de medio metro de profundidad, preservado de la humedad gracias a la pericia del Chafarino. Recuperar las tres pistolas y las abundantes municiones, alivió un poco su congoja. Corrió hacia el camión y supo disimular la tristeza ante el Templao, para no añadir un lastre más a todo lo que iban a tener que penar a lo largo de la noche.
Tal como esperaba, Miguel estaba ante el convento de las Hermanitas de los Pobres, sentado en los peldaños de la entrada, agitado por el llanto.
-Migue -dijo Mani, zarandeando sus hombros, pues su hermano ni siquiera se había movido al verlo bajar del camión-, déjate de llanto y pórtate como un hombre. Ten, coge esta pistola, cárgala, guárdate las balas de reserva en el bolsillo y ayúdame.
Amarraron una de las sogas del transporte a las grandes aldabas de la puerta y, luego, al eje trasero del camión. Bastó un breve acelerón para que las dos hojas de madera cayesen con estrépito. Acudieron las monjas en tropel, disfrazadas de mujeres corrientes, y se arrodillaron ante ellos pidiéndoles clemencia. Aunque a Mani le convencieron sus protestas de que no tenían escondida a Angustias, el Templao y Miguel revisaron apresuradamente todo el edificio, sin encontrarla. Terminado el recorrido, preguntó el Templao:
-¿Y ahora, qué?
-Si no la han traído aquí, la cosa pudiera ser mucho más sencilla -aseguró Mani-. Vamos a la Goleta.
Ante la entrada noble de la Goleta, sin luces y muda, estuvieron a punto de desesperarse, porque por más que golpearon no acudían a abrirles y no sirvió que tratasen, también, de abatir la puerta con el camión, pues la soga, prendida desde mucho más lejos a causa de la escalinata de la entrada, se rompió y quedó inservible. Miguel y Mani golpearon con los puños y los pies durante un rato largo, hasta que se oyó un susurro detrás de la puerta:
-Manuel, no escandalicéis más, por favor. Espera, que ya mismo os abro.
Era la voz de sor Rosario. Pasados unos tres minutos, que fue lo que la monja tardó en encontrar la llave, oyeron que la introducía en el ojo de la cerradura. Con la puerta entreabierta un palmo, les dijo la monja guapa:
-Son más de la una y la comunidad está aterrorizada. ¿Qué queréis?
-¿Ha visto usted a mi mujer? -preguntó Miguel.
Sor rosario se mordió el labio. En ese instante, se oyó detrás de ella la voz autoritaria de la madre superiora:
-No tenéis derecho a mortificarnos tanto. Dios nuestro Señor va a pediros cuenta.
Mani forzó su voz para que sonase tan agria como deseaba:
-¡Señora, déjese de jaculatorias y responda ahora mismo a mi hermano! ¿Tienen ustedes escondía a la Angustias o no?
-El convento es muy grande -contestó la superiora evasivamente-, tenemos mucha gente y yo no poseo el don de la ubicuidad para saber quién hay en cada lugar.
Mani alzó la pistola, metió la mano a través del hueco de la puerta por encima del hombro de sor Rosario y apuntó al entrecejo de la superiora.
-Ustedes mismas, madre, me han enseñao con parábolas y cuentos de santos a distinguir esas mentiras piadosas que creen que no son mentiras a los ojos de Dios. O me dice dónde está la Angustias, o la encontraremos nosotros a la fuerza y será peor pa su comunidad y pa usted. ¡Vamos, dígamelo, o la dejo frita en el acto!
Sor Rosario miró fijamente a los ojos de Mani, pidiéndole con un gesto que se contuviera y esperase. Comprendiendo el mensaje, Mani dio un codazo a Miguel y, volviéndose hacia el Templao, que permanecía en la cabina del camión, le gritó:
-Guaqui, mata a quien se te acerque a menos de diez metros. Como te quiten el camión, te mataré yo, ¿entendido?
A continuación, fingió brusquedad con sor Rosario con la esperanza de que comprendiera que no era verdaderamente brusco con ella, la apartó y, ya dentro del zaguán, se encaró a la superiora:
-Madre, tenemos mucha prisa porque nos queda una pechá de cosas que hacer. Haga el favor de no entreternos y dígame dónde esconden a la Angustias.
La superiora estaba verdaderamente aterrorizada frente al adolescente que siempre había considerado educado, respetuoso e inofensivo. Pensó que el muchacho era una víctima más de la guerra, que le había privado del derecho a disfrutar la niñez, pero ese niño transfigurado en hombre presentaba una de las expresiones más resueltas y amenazantes que había tenido que afrontar en toda su vida.
-Manuel, no nos hagas daño, por Dios. Nosotras no podemos entregarte a un asilado, es la tradición de la Santa Madre Iglesia.
-¡Una mierda! -Mani trataba de acorazarse tras el lenguaje soez-. La Angustias no puede estar asilá en la Goleta por su propia voluntad. No imagino cómo ni por qué, pero ustedes la tienen que tener prisionera a la fuerza.
-Manuel, por Dios... -imploró la superiora, tratando de cerrarle el paso.
-Miguel, llévate a esta señora a la cocina y enciérrala en la despensa. ¡Venga, ahora! Y usted, sor Rosario, no nos complique más las cosas, que todavía tenemos que conseguir que ni el Antonio ni el Paco se queden a esperar que los machaquen.
-¿Paco va a escapar, también? -preguntó sor Rosario con expresión de profunda consternación.
-No necesitas hacerlo, Manuel -atajó la superiora, volviéndose mientras Miguel la sujetaba-. Paco no correrá peligro ninguno cuando lleguen los nacionales. Para que te enteres, yo soy capaz de esconderlo bajo mis hábitos para salvarlo, igual que a todos los de tu familia. No os vayáis, Manuel, por favor, aquí estaréis seguros.
-Usted no sabe lo que hacen los que llegan; por si acaso, póngase bragas de acero. Migue, lo dicho, enciérrala con llave en la despensa. Vamos, sor Rosario.
-No me llames sor ni Rosario. Me llamo Rosalía y desde este momento, considerame una amiga más. Ven, voy a enseñarte dónde está Angustias, pero mientras la sacas de allí, yo voy a buscar una maleta. Espérame, porque me voy contigo.
-¿Qué dice usted? -se asombró Miguel, mientras que la superiora parecía a punto de sufrir un desmayo.
-No le des tanta importancia -advirtió Mani a su hermano-. Esto ya lo veía venir hace una pechá de tiempo; luego te cuento. Encierra a la superiora, no vaya a conseguir que la comunidad en pleno se levante contra nosotros y tengamos un lío con una rebuina de monjas desbocás chillando como ratas. Venga, Miguel, enciérrala y nos encontraremos en... ¿dónde vamos, sor Rosario?
-Llámame Rosalía. Vamos a la comunidad, al fondo del primer dormitorio, donde hay unos armarios que ocupan todo el testero.
Tras subir afanosamente los dos tramos de escaleras, la monja le dejó solo a la entrada de uno de los dos dormitorios de la comunidad, que jamás había visitado. Se trataba de una sala que ocupaba el segundo piso de uno de dos los lados más largos del rectángulo que formaba el patio de Lourdes. Mani empujó la puerta con cautela, por si alguna monja se escondía para golpearle la cabeza con una sartén o cualquier otro objeto, pero todas estaban arrodilladas junto a sus camas respectivas, con las manos juntas, mirando implorantes hacia él. Sintió momentáneamente el impulso de reír, aunque comprendió que no sería caritativo hacerlo. Cuando comprobó que nadie estaba escondido tras la puerta y que podía avanzar sin riesgo, alzó la pistola hasta situar el brazo como una prolongación del hombro y orientó el arma alternativamente hacia todas las mujeres, en círculo, componiendo una forzada expresión de rufián al tiempo que se dirigía hacia el fondo, donde las puertas de cuarterones de estilo castellano ocupaban toda una pared. Se preguntó cuántos armarios como ése, que ocultaran pasadizos, habría en todo el convento y cuánta gente esconderían las monjas protegiéndola de la familia que había salvado la vida a la comunidad y todo el convento. Sintió enojo, a pesar de que algo en el fondo de su conciencia le decía que sí, que había muchas personas con motivos para temer de él y sus hermanos. Sentía algo de amargor de boca cuando dio una patada a una de las puertas, pero todas se abrían hacia fuera, de manera que tuvo que ir abriéndolas con la mano izquierda, sin bajar la guardia. Sentía las miradas de las monjas fijas en su espalda, sabiendo que cualquiera podría dejarle fuera de juego golpeándole con un objeto contundente, pero confiado en que les faltaba determinación y en que Miguel llegaría a proteger su retaguardia en cualquier instante.
Empujó a puñados las ampulosas ropas que colgaban de las perchas y en seguida descubrió que había una puerta disimulada en la obra interior. Esta vez sí, esa puerta cedió a una fuerte patada. Tuvo la inmensa suerte de que en el mismo instante llegase Miguel apresuradamente, dando voces.
-¡Mani, que se escuchan chillíos en la calle! A ver si van a quitarnos el camión.
Volver la cabeza salvó la vida de Mani, porque de otro modo le hubiera alcanzado en la frente la bala disparada desde más allá del armario. Sin cautela a causa de la sorpresa, volvió de nuevo la cara hacia la sala que había estado oculta, para descubrir con estupor que Serafín, el supuesto fugitivo de paradero desconocido, le apuntaba con expresión triunfal. Miguel, más ducho gracias a su experiencia de soldadado del frente, corrió hacia el ángulo, a la izquierda de Mani, donde no podía ser visto desde dentro del armario. De un salto, se introdujo en el interior del guardarropa y corrió hacia el punto donde emergía la mano amenazante del hijo del barbero. Habían mediado apenas unos segundos desde el disparo cuando Miguel aferró esa mano y consiguió quitarle el arma con un mordisco. Mani cruzó el umbral y rebasó a Serafín, para toparse con otra sorpresa; todavía en calzoncillos, el también falsamente desaparecido barbero se había embutido en una chaqueta blanca con entorchados, como un remedo de oficial del ejército; tenía en las manos el pantalón azul a punto de ponérselo, pero no había tenido tiempo de hacerlo. La presencia en la Goleta de toda la familia que había creído huida le hizo sentir por las monjas un rencor y una antipatía que jamás había sentido; ninguna de las religiosas había tenido en cuenta el peligro que para su madre y sus hermanos, desprevenidos, representaba la acechanza del barbero y su hijo. Sentada en una cama, Bernarda afectaba aires de diosa reinante en un paraíso recién conquistado; miró a Mani con ira mezclada con desdén. Junto a ella, tendida en la cama y amordazada, Angustia estaba atada de pies y manos a los barrotes de hierro. Los inmensos ojos verdes refulgieron cuando reflejaron a Miguel y esa expresión aceleró la actuación de Mani.
-Migue, mientras yo controlo a Gustavo y Serafín, amarra a Bernarda por allí, en la otra punta del cuarto. Después, suelta a la Angustias y echad a correr los dos pal camión; venga, ya, si no quieres que a tu mujer embarazá la violen los moros por culpa de esta familia de atontolinaos fanáticos.
-No son moros los que vienen -afirmó Gustavo con jactancia autosuficiente-. Son italianos y les manda un íntimo amigo del Duce, Mario Roatta.
-¿Cómo lo sabe usted? -preguntó Miguel con expresión muy suspicaz.
-Se comunican con ellos por ese aparato -acusó airadamente Angustias al liberarse de la mordaza.
Señaló un objeto cubierto con la funda de una almohada, a pesar de lo cual Mani lo reconoció como el que había visto fugazmente en el cuartillo de la azotea. Sin pensarlo, disparó rabiosamente contra él. Por el chasquido y los chirridos, supo que lo había inutilizado.
-¿Italianos? -dijo Mani, con mordacidad iracunda-. ¿Son italianos los que vienen a echarnos a los malagueños de nuestra capital? Estará usted contento. Los patriotas que tanto alaba, van a entregar Málaga a un ejército extranjero.
-Mira, Mani -sonrió el barbero, a quien no parecía importarle que su hija estuviese a punto de apartarse de él y de su familia, quizá para siempre-. Hace tiempo, te consideraba mejor que tus hermanos, y por eso pienso que todavía tienes salvación. Esa es la razón de que no te responda como mereces, puesto que tus hermanos rojos pusieron a un montón de rusos al mando de Málaga y a ti hasta te han convertido en un asesino, siendo como eres un mocoso. Si los nuestros aceptan la ayuda de los hermanos italianos, es porque vosotros os disteis al abrazo del oso de Rusia. Los italianos vienen a impedir que España desaparezca convirtiéndose en una república soviética.
-Los de Hitler y Mussolini vinieron primero, a ayudar a Mola y tós esos enloquecíos asesinos de niños -dijo Miguel-. Y los aviones que nos machacan a los malagueños son tós alemanes.
-Ya estoy lista -dijo sor Rosario a sus espaldas.
-Po andando -apremió Mani, mientras empujaba a Angustias y Miguel hacia la salida.
Una vez en la galería, en lugar de bajar las escaleras Mani dijo a su hermano:
-Migue, llévate a Angustias y a sor Rosario pal camión. Yo voy enseguía.
Buscó por las galerías del primer piso del patio de Lourdes, en las aulas que las monjas habían convertido en dormitorios para los asilados. No tardó en encontrar al hombrecillo mellado.
-Véngase con nosotros -le dijo-. Los rebeldes van a tomar Málaga de aquí a ná.
-¿A dónde voy a ir yo, hijo mío? Me duelen tós los huesos.
-No es usted tan viejo. Mi madre dice que tiene menos de cincuenta.
-Pero me falla el ánimo.
-Le van a acribillar. ¿No sabe usted lo que representan mis dos hermanos mayores y los cargos que tienen? Cuando los rebeldes sepan que usted es el padre...
-¡Qué más da! Agradezco tu interés, Manolo, pero no tengo ganas de escapar. Aquí estaré bien.
Mani percibió el aliento agrio. Había bebido, como de costumbre. Notó que el esfuerzo era inútil y entonces comprendió que no tenía ninguna clase de compromiso moral con él. Un descubrimiento que alivió algo el peso que le aplastaba los hombros. Le dio la mano a modo de despedida y echó a correr hacia la galería paralela a la capilla, donde subió a saltos la escalera que conducía a la terraza. A Elena Viana-Cárdenas James-Grey iba a venirle bien lo que estaba a punto de ocurrir; recuperaría su imperio, aunque ello no le devolviera la felicidad.
-¿Vienes a despedirte, Manuel? -le preguntó con tono quejumbroso.
-Sí, doña Elena. Es ire o morir, no hay tutía. Pero tengo una espina clavá con usted, porque me voy sin que haya consetío en decirme ni una palabra de lo que tenga usted que ver con mi madre. Pero aunque no se lo tomo en cuenta, quiero que sepa que yo me hubiera dejao cortar la cabeza pa protegerla.
Elena sonrió.
-Estoy segura de ello, Manuel. Visítame cuando pase este maltrago. Cualquier tarde, ven a tomar el té conmigo en mi casa, y te contaré lo que deseas.
Mani apretó los labios. Aunque la llegada de los rebeldes pudiera ser una liberación para ella, el sufrimiento iba a continuar cuando descubriera que ya no tenía ni familia ni casa, por mucho que recuperase la mayor parte de su inmensa fortuna. Sin pensar en la advertencia de las monjas contra la sarna, le dio un fuerte abrazo y un beso.
-Condiós, doña Elena. La voy a echar mucho de menos. Guárdeme un puesto en uno de sus barcos, pa tener trabajo cuando vuelva.
-Que Dios te bendiga, Manuel. Cuando vuelvas, que espero que sea dentro de mu poquitos días, no tendrás sólo un trabajo, sino mucho más. Acuérdate de venir tan pronto como vuelvas. Ahora, dile a tu madre que quiero darle un beso.
-No creo que pueda venir, doña Elena. Condiós.
Al cruzar el patio de la Milagrosa hacia la salida, vio al barbero descendiendo la escalera principal con pasos pretendidamente majestuosos. El uniforme no le aportaba marcialidad ni donaire, pero él sonreía triunfante y jactancioso, sin sombra de preocupación por la hija que acababa de perder, porque cualquier otro sentimiento quedaba oculto bajo el barniz anticipado de la gloria que iba a alcanzar en pocas horas con la felicitación y el laurel ensangrentado de los italianos. Mani giró la cabeza hacia la puerta, indeciso sobre si sentirse humillado o furioso, y abandonó el convento sin despedirse de nadie más. Había gente alrededor del camión con actitudes amenazadoras, cuya intención evidente era robarlo en cuanto les dieran una oportunidad. Sor Rosario y Angustias se habían acomodado en la cabina, con el Templao, mientras que Miguel enarbolaba las dos pistolas en lo alto de la caja.
-¿Qué hora es, Migue?
-Las dos y media, chispa más o menos. ¿Qué hacemos ahora, Mani?
-Lo del Paco y el Antonio hay que dejarlo pal final, cuando seamos más y tengamos más armas. Voy a buscar al Ricardo, a pillarlo dormío y antes de que tenga tiempo de reaccionar. Esperarme en el Molinillo, con el motor en marcha y sin dejar que nadie se acerque. Guaqui, ¿tu madre estará preparando la escapá?
-Sí, no te preocupes, pa lo que tenemos que llevarnos...
-Vengo enseguía- dijo Mani, echándose al suelo antes de que el camión parase completamente.
Despertó a Ricardo apoyando la pistola en su mejilla.
-¿Qué pasa?
-Te necesito. Hay mucho que hacer y me hace falta gente.
-No me das miedo, Mani. Sé que no vas a disparar, pero aunque te diera la venate, no temo la muerte, porque estoy en gracia. A mí no me convences tú de salir huyendo con los que han pisoteado y profanado la Santa Madre Iglesia.
-¿Estás hablando de tus hermanos?
-Estoy hablando de la locura general, Mani. De una ciudad que ya no se sabe dónde está ni quién la gobierna, porque es una república separá de España en manos de locos como el Antonio y de rusos que ni los comprendemos ni nos comprenden, y que ofenden a todas horas los signos sagrados.
-¿Y tu conciencia?
-No te comprendo.
-Los que llegan, vienen decidíos a fusilar a los que, como tus dos hermanos mayores y yo, hemos destacao un poquillo en Málaga. Si tú no quieres venir con nosotros, mamá no va a consentir que nos vayamos, y quedándonos, el Antonio, el Paco y yo, y hasta es posible que mamá, moriremos fusilaos por tu culpa.
Ricardo se arrodilló sobre la colchoneta, como si se dispusiera a rezar. Pareció por un instante a punto de hacerlo, provocando la ira de Mani, pero dijo:
-Vale, me voy con ustedes, por lo menos hasta que salgamos de Málaga. Después, ya veremos si sigo o si no...
Mani comprendió el significado de la evasiva. Una vez en marcha, Ricardo aprovecharía la primera pausa para abandonarles y regresar a su convento. Le daba igual, siempre que lo hiciese cuando todos estuvieran a salvo. Dio a su hermano la tercera de las tres pistolas rescatadas en la playa y fue con él a urgir a la madre del Templao que estuviera preparada dentro de una hora o dos, para abordar el camión y echar todos a correr en busca de Antonio y Paco en cuanto Paula y Ana estuviesen dispuestas. Paula le había dicho que los niños durmieran tanto como pudiesen antes de partir. Regresado con Ricardo al camión, Mani le dijo al Templao:
-Antes de ir en busca del Paco y el Antonio, tenemos que conseguir comida.
-¿Y dónde, Mani? ¿No te acuerdas de lo que pasó esta mañana?
-Pero a lo mejor encontramos algo; ahora que se ha ido tanta gente, seguramente habrá repartos suspendíos. Vamos al mercao.
Apenas había actividad donde todas las madrugadas se amontonaban los carros y los camiones, entre la agitación de los porteadores pugnando por conseguir algo que repartir. Todavía era demasiado temprano, pero resultaba patente que la agitación no iba a ser la acostumbrada. Consiguieron apropiarse de dos capazos de fruta, naranjas en gran parte, uno de coles mustias y un saco de patatas, más dos cabritos que no parecían recién sacrificados.
-Eso huele fatal -se quejó Angustias cuando lo depositaron todo en el camión.
-Los cabritos ajuman siempre -le replicó cariñosamente Miguel-. Ya verás cuando mi madre los guise; te vas a chupar los dedos.
Aunque todavía no se presentía el alba, circulaba mucha gente por las calles. Cargaban hatos enormes en las parrillas de las bicicletas, en carretillas de mano o sobre los hombros. Los regueros de asilados que la tarde anterior formaban sólo una especie de romería, se estaban convirtiendo en una desbandada. Tras un breve conciliábulo, decidieron que no podían pasear el camión una y otra vez abriéndose paso entre tanta gente que les envidiaba el medio de transporte; se encerrarían todos con el vehículo en la bodega donde solía pernoctar, mientras Mani y el Templao iban en busca de sus familias. Mani le pidió a Miguel, al oído, que no perdiera de vista a Ricardo.
Paula y Ana estaban preparadas y dispuestas. Mani les ayudó con los bultos, negándose a que Ana cargase ninguno porque apenas podía con su barriga, y, cuando llegaron al portal, se toparon con el Templao, su madre y sus diez hermanos. Carmela cargaba una olla humeante mientras recitaba una salmodia:
-Mi Inma, pobre hija mía, qué será de ti; cuando vengas a buscarme, no me encontrarás, porque sólo la Virgen sabe dónde terminará tó esto. Quién sabe si volveré a verte, Inma, hija de mi corazón y de mis entrañas, lo más bonito que ha parío Málaga; Dios mío, guíala, que no se pierda ni sufra...
-¡Tira esa olla de una vez! -exigió el Templao con enfado, como si llevara un rato diciendo lo mismo.
-¡Tirarla!, ¿por qué no paramos un momentillo a comer?
-¿Qué llevas ahí? -preguntó Paula.
-Un puchero. Le he echao tó lo que me quedaba.
-Estaba guisándolo -dijo el Templao, impaciente-, a las cuatro y media de la madrugá. ¡Vaya majaretá más grande!
-Tíralo, Carmela -aconsejó Paula-. ¿Quién puede pensar en comer puchero a estas horas?
La madre del Templao meneó la cabeza, empecinada en su negativa. Más tarde, nadie sabía dónde se habría cansado de sujetarla, porque Carmela llegó al camión sin la olla. Cuando Paula, tras una mirada primero de extrañeza y luego escrutadora, consiguió reconocer a sor Rosario en la guapa mujer que se hallaba en la cabina, preguntó agriamente:
-¿A dónde va usted?
Sor Rosario bajó la frente como quien teme la sentencia de muerte en un juicio. Miró a Mani de soslayo, pidiéndole auxilio. La religiosa tenía las mejillas brillantes y los párpados repentinamente húmedos. Sin la toca y demás ampulosidades de monja de la Caridad, su aspecto era el de una muchacha hermosísima que buscase novio.
-Díselo tú -rogó sor Rosario a Mani.
-¿Qué pasa aquí? -preguntó Paula con suspicacia creciente.
La monja calló. Pareció tan acobardada como el día de las elecciones, cuando Mani delató su impostura al intentar votar por tercera vez.
-Está encaprichá del Paco -informó Mani.
-¡Dios mío! -exclamó Paula-. ¿Es eso cierto?
-No es capricho -musitó sor Rosario-. Es amor verdadero.
-¿Y él le corresponde? -preguntó Paula a Mani.
-Me parece que sí, pero creo que él ni se ha dao cuenta.
Paula reflexionó un instante, tras el cual acarició el mentón de Mani por la capacidad de observación que revelaba su razonamiento.
-¿Estás seguro, Mani? ¿No se va a convertir esta mujer en un problema que tu hermano no sepa cómo resolver?
-Ya sabes cómo es el Paco de contenío, mamá. Pero yo lo he visto mirar de reojo a esta mujer tan requeteguapa, y hacerle los ojos chiribitas. Pero me parece que él, comunista y tó, respeta demasiao sus hábitros y por eso no ha tratao nunca de... bueno, tú sabes.
Los labios de Paula se crisparon cuando resolvió:
-No tenemos más remedio que ampararla. Escapar del convento es una cosa gravísima y habrá que pedir perdón a Dios por ello; ahora no puede volver a la Goleta, porque aunque regresara arrepentida, la someterían a humillaciones que no creo que usted tenga intención de afrontar -sor Rosario negó con la cabeza-. Por mi parte, puede usted venir con nosotros pero, por favor, si mi hijo la rechazara, no nos monte ningún numerito, porque ya ve usted el plan que llevamos, y dele tiempo al tiempo, ¿de acuerdo?
Sor Rosario asintió. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.
-¿Qué hacemos ahora, Mani? -preguntó Miguel, comprendiendo que la mirada aprobadora de Paula significaba que había cedido al menor de sus hijos el mando estratégico de la huida.
-Convencer al Antonio -respondió Mani- nos costará menos trabajo que al Paco. Vamos al hospital, porque, además, también podríamos conseguir allí armas de respuesto. Guaqui, organiza a los tuyos pa que los más chicos sigan durmiendo ahí arriba. Contigo, irán en la cabina mi madre junto con la Ana y la Angustias, que están preñás. Tu madre tendrá que ir en la caja; Ricardo, ve apuntando patrás y tú, Migue, defiende los dos laos de la caja y tener tós las pistolas cargás y a punto, por si intentan quitarnos el camión. Yo vigilaré por encima de la cabina, en el sentío de la marcha. Venga, andando.
El intrincado conjunto que formaban los edificios del Hospital Civil se recortaba contra el cielo oscuro de noche y nubarrones, como si un anticipo del alba comenzara a bañarlo. Mani dejó al Templao y a Miguel al cuidado del camión y, más para librarles de un posible elemento de conflicto que para contar con su ayuda, se llevó a Ricardo con él. Había un miliciano en el lugar de la monja portera, haciendo grandes esfuerzos por no dormirse; se alzó del asiento al reconocer a Mani.
-Salud, camarada -saludó.
-¿Sabes si mi hermano Antonio está durmiendo?
-No creo. Hay una asamblea en la capilla.
Mientras recorrían el vestíbulo y el largo pasillo, Mani pasó la mano por los hombros de Ricardo y acercó los labios a su oído para decir:
-Escucha, Ricardo; tal como están las cosas, te juro por mamá que no penaría empacho ninguno si tengo que matarte. No vayas a hacer ná raro. No trates de despistarme ni intentes huir. Lo único que te consiento que hagas es ayudarme, y si me estorbas o pones en peligro tó lo que tenemos que hacer, te mataré y le diré a mamá que te has escapao. ¿Lo entiendes, verdad?
El ex fraile giró la cabeza hacia su hermano menor. Con más curiosidad que asombro, escrutó los ojos de Mani, de los que brotaban chispazos como cuchillos. Durante una fracción de segundo, Ricardo realizó un inventario somero de la vida del adolescente con aspecto de querubín que acababa de amenazarle; pocos a su edad habían visto la muerte tan cerca, pocos con sus años habían pasado tanto tiempo al borde del volcán; sabía que era así, sabía de primera mano que el muchacho rubio de ojos como lagos había sobrevivido gallardamente a las peores curtimbres que podían superar los seres humanos, pero de repente le parecía que sufría amnesia parcial y no era capaz de reconocerlo ni de reconocer que era su hermano. Percibiendo que hablaba completamente en serio, asintió.
Abrieron suavemente la puerta de la capilla. Dentro, se hallaba reunido todo el equipo de seguridad del hospital, y Antonio dirigía la asamblea desde el púlpito.
-...que se vayan los comunistas si quieren, y sus amigos los rusos, joé. Que huyan como ratas. Nosotros nos quedaremos al pie del cañón, como los machos bragaos que somos, porque los tenemos cuadraos, ¿verdad? Rechazaremos a los rebeldes y, libres de comunistas y de fulanos almidonaos, estaremos en condiciones de proclamar la República Libertaria de Málaga Independiente.

Contrariamente a lo que solía ocurrir cuando Antonio hablaba en tales términos con sus hombres, casi todos procedentes de la CNT, éstos permanecieron en silencio, con apenas algunos gestos de asentimiento muy tibios y desganados.
-Antonio -Mani se esforzó porque su tono sonase firme-. La Ana tiene dolores y hemos venío con mamá a ver si es que va a parir. Dice que vengas corriendo.
La mentira surtió efecto inmediato. Antonio bajó atropelladamente la escalerilla del púlpito y echó a correr, pasando entre Mani y Ricardo sin decirles ni una palabra. A un gesto de Mani, Ricardo alzó la mano con la pistola y ambos echaron a correr tras su hermano mayor hasta alcanzarle. Casi simultáneamente, apoyaron las dos pistolas sobre los costados de Antonio.
-Sigue corriendo -dijo Mani en un susurro, porque notó que algunos de los hombres del equipo de vigilancia iban tras ellos-, pero no sólo hasta el vestíbulo, sino hasta la calle y te subes en el camión que nos espera.
De medio perfil por detrás, Mani se dio cuenta de que Antonio sonreía levemente; durante la corta carrera que siguió hasta verlo abrazar a Ana y saltar luego sin remilgos ni protestas dentro de la caja del camión, consiguió descifrar la sonrisa con la conclusión de que el mayor de sus hermanos sentía más ganas de escapar de las que las circunstancias le permitían reconocer ante sus camaradas.
Tuvieron que abrirse paso a bocinazos y gritos a través de la gente, calle Ollerías abajo. El cielo comenzaba a desteñir vistiéndose de gris ceniciento, confundidas nubes y columnas de humo en un toldo lleno de malos presagios. La ciudad era una hoguera general, una pira humeante sobre rescoldos nauseabundos, una hoguera inmensa en la que podían arder todos los júas de su historia, todos sus odios y frustraciones, todas las penas y resquemores, porque a los innumerables fuegos del bombardeo de toda la tarde se estaban sumando los de algunos fugitivos que incendiaban sus viviendas para que los rebeldes no conquistasen más que tierra quemada. La gente componía ya una procesión que ocupaba de banda a banda las calles practicables, a excepción de las muchas que estaban bloqueadas por los escombros y las llamas; algunos parecían pertrechados tras larga preparación, pero otros muchos daban la impresión de haber echado a correr de improviso, aguijoneados por la alarma galopante que ya restallaba por toda Málaga y que sonaba en alaridos entre la multitud:
-Queipo de Llano ha prometío que no molesterá a los que huyamos por la carretera de Almería.
-Pero va a ser una ratonera, por la riá.
-¿Y a qué otro sitio podemos irnos, si los fascistas bajan por toas partes?
-Aprende a nadar, gachó, porque como no sea mar adentro...
Tras atravesar calle de Carretería, el camión tuvo que avanzar al paso de la gente, porque ni los gritos ni los bocinazos insistentes del Templao conseguían ya que se apartaran. Tampoco lo consiguieron varios disparos al aire de la pistola de Antonio. Cuando pudieron llegar a la puerta de la Jefatura Provincial de Abastos, ya era completamente de día. Antonio saltó del camión como si se dispusiera a tomar el mando, pero Paula lo llamó imperativamente desde la cabina.
-Antonio, ven a tranquilizar a tu mujer, que está mu nerviosa, no sea que se nos desgracie la criatura. Deja a tu hermano Mani, que él sabe lo que tiene que hacer.
-Pero, mamá... -protestó Antonio.
-Ni mamá ni santa María -replicó enérgicamente Paula-. Métete aquí en la cabina, en mi sitio, y consuela a la Ana, mientras yo hago un par de cosillas.
Ella misma empujó a su primogénito, que al ser forzado a encaramarse en el asiento, miró con enorme sorpresa a sor Rosario. Paula sonrió mientras le decía:
-Ya ves, hijo; dice que quiere al Paco. A este paso, hasta el Mani va a salir de Málaga emparejao.
La expresión del Templao fue como si hubiera recibido un latigazo en los ojos con la imagen de Inma. Mani trató de encontrar la mirada de su madre para advertirle de las sombras que pasaban por la mente de su amigo, pero Paula se encontraba arrebatada de impaciencia a causa de lo que estaba viendo por las calles:
-Vamos, hijo. Salvemos al Paco y a correr, que Málaga es peor que el hocico de un lobo rabioso pa nosotros.
No había milicianos delante de la Jefatura Provincial de Abastos. Ni personal en la recepción. Sólo quedaban tres oficinistas en la lóbrega habitación que albergaba la oficina. Con inmensa consternación, Paco hacía anotaciones en un enorme dietario abierto ante él; sentado a su lado, rozando con su codo izquierdo el derecho de Paco, el ruso tenía adelantada la mano sobre la mesa, sujetando una pistola. Al descubrirlo, Mani ralentizó la marcha y dio un manotazo en la nalga de su madre, para que también ella se contuviese. Paco levantó hacia ellos una mirada nublada por las lágrimas.
-No tengo suministros pa Málaga -se lamentó.
-Tampoco hay a quien suministrar, Paco -dijo Paula con dulzura, como quien consuela a un bebé-. La gente se está yendo en desbandá. Y ese tío descolorío -añadió señalando con el mentón al ruso-, ¿por qué no se va también?
-Esperaba un barco -informó Paco- que tenía que venir esta madrugá a llevárselo a él, al Kremen y tós sus paisanos -Paco evitaba decir "rusos", única palabra que el sujeto daba muestras de entender-, pero no ha podío atracar, porque parece que los fascistas han cercao ya el puerto. Ahora, el gachó está amargao además de desesperao, y lleva toa la mañana amenazándome con la pistola y diciendo cosas que no entiendo. Está la mar de cabreado, pero es que además de que no ha venido más que uno de los camiones, no hay ná que cargar en ninguna parte.
-Prepárate pa echar a correr -dijo Mani.
-Niño, déjate de valentonás -dijo despectivamente Paco-. Este tío está completamente trastornao y es capaz de cualquier disparate; pero, además, yo no soy una rata pa saltar del barco cuando corre riesgo de hundirse.
-No corre riesgo, Paco -casi gritó Mani-, es que ya está hundiéndose, joé. Si vieras lo que corre por las calles... No pierdas de vista la mano y la pistola de ese andoba, y prepárate a saltar cuando yo llegue a un paso de la mesa. Atención, Paco, yo te diré "salta" cuándo vea que puedes echarte encima de él.
Con expresión casual y casi sonriente, Mani fue acercándose a la mesa con la mano derecha sobre los riñones, junto a la pistola que llevaba sujeta por detrás en la cintura. Una vez que estuvo a la distancia indicada, aferró el arma y adelantó de súbito la mano hasta apuntar al ruso entre los ojos, al tiempo que gritaba a su hermano:
-¡Salta!
Paco lo hizo, pero no con la suficiente rapidez. El ruso accionó el gatillo y una bala pasó rozando la cabeza de Paula. De reojo, Mani vio que su madre se quedaba paralizada un instante, pero no parecía que por el miedo, sino por la indignación. Tras esos segundos de estupor iracundo, fue Paula la que saltó hacia la mesa, sobre la que literalmente se echó, y comenzó a abofetear al ruso como un aluvión. Éste soltó una carcajada, como quien desprecia más de lo que teme, y volvió a disparar. Pero Mani se encontraba en un estado de alerta extrema, que no aminoraba el hecho de llevar más de veinticuatro horas despierto, y como si estuviese poseído de un grado de clarividencia sobrenatural, fue capaz de ver la bala en su trayectoria por encima de la mesa hasta golpear en un legajo, como si la mirase con una cámara lenta de cine; comprendió que ese hombre frío, distante y profundamente desagradable, que jamás en los cinco meses que llevaba cruzándose con él le había dedicado ni el más leve gesto de amabilidad, había intentado matar a su madre, por lo que ya no pudo pensar más. Disparó y, como el día que mató al comandante de la rebelión en la Cortina del Muelle, vió abrirse el cráter, esta vez en la frente, y brotar en círculo la ola de sangre, pero en ese momento no disponía de tiempo para conturbarse como entonces. Movió la pistola, ahora apuntando a Paco, y dijo con apremio:
-Andando, aquí hemos terminao ya.
Cuando Paco, cuya expresión se había vuelto mucho más distendida en los pocos instantes transcurridos desde que su madre y su hermano irrumpieran en el despacho, se alzó dispuesto a obedecer la orden de su hermano menor, Mani notó que los tres oficinistas estaban completamente paralizados, lívidos, convertidos en estatuas de sal por el pavor. Evidentemente, él era el causante de su miedo. Les sonrió para tranquilizarles y dijo:
-Tenéis mucho más que temer si os quedáis ahí, quietos como pazguatos. Echar a correr, porque Málaga es un polvorín a punto de saltar por los aires.
Sor Rosario les sonrió con mirada implorante desde la cabina, y Paco no mostró rechazo ni sorpresa, limitándose a devolverle la sonrisa, al parecer muy complacido. Eran casi las diez de la mañana en el momento que Mani y él saltaron dentro de la caja del camión, mientras Paula se acomodaba en la cabina; poco después, y accionadas por alguien que no podían imaginar quien sería, puesto que parecía correr ante ellos la totalidad del mundo, comenzaron a sonar las sirenas y, al instante siguiente, vieron que los aviones bombardeaban con insistencia por la zona de la vía del tren de Vélez y más allá, en la playa de la Caleta.
-Tratan de que la gente no huya -dijo Paco-, ¿veis? Bombardean por la salida hacia Almería, con el propósito de cortarnos la retirada. Es una locura seguir.
-¿Y entonces? -preguntó Mani.
-Tenemos que esperar a que oscurezca -Paco golpeó el techo de la cabina y gritó: -¡Guaqui, para el camión! Tenemos que cambiar de ruta y esperar.
Al detenerse el vehículo, Paula sacó medio cuerpo por la ventanilla de la derecha.
-¿Qué pasa, Paco?
-Están bombardeando a mansalva por la Caleta y el Palo, mamá. Quieren impedir que la gente huya. No hay más remedio que esperar a la tarde. Guaqui, llévanos a la comandancia del puerto. Allí al lado hay un sitio donde podemos esconder el camión.
-¿No vas a jugárnosla? -preguntó Mani con recelo.
-No, niño, de verdad que no.
Como si estuviera echando cuentas, preguntó Miguel:
-Pero, ¿tú crees que a la noche no habrán entrao ya los nacio... los rebeldes?
-A los que están más cerca, les ha amanecío al lao de Colmenar. Eso quiere decir que, con tó lo que traen encima, no podrán llegar lo menos hasta mañana por la mañana. Son italianos.
-Ya lo sabemos -dijo Mani.
-¿Cómo os habéis enterao?
-El barbero -dijo Mani-, estaba escondío en la Goleta, con toa su familia.
Miguel le resumió lo que habían visto en el escondite del convento, jactándose de que Mani hubiera inutilizado la radio. Acabaron el relato mientras guardaban el camión en el almacén indicado por Paco, una cochera grande donde solían encerrar los vehículos de los principales funcionarios que trabajaban en el puerto, pero ahora estaba vacía. También lo estaban las oficinas, donde los hermanos más pequeños del Templao se echaron a dormir inmediatamente y todos los adultos se acomodaron con alivio en los sillones y sofás, derrengados.
-Guaqui -dijo Paco-, ¿vienes conmigo en busca de comida?, porque lo que hay en el camión debemos guardarlo pal viaje.
-Nanay de la China -atajó Mani-. Guaqui se queda aquí, al cuidao de la familia, y contigo voy yo.
-Después de lo que le has hecho al ruso -dijo Paco con cierta ironía-, ¿tú crees que yo iba a escaparme pa volver a mi puesto?
-No lo sé, pero tampoco quiero averiguarlo. No pienso darte ninguna oportunidad de que nos des esquinazo, porque, conociendo como conoces a mamá, eso significaría que tós tendríamos que quedarnos.
Paco frunció los labios a la manera de Paula, con una ademán que Mani no fue capaz de descifrar. Podía significar que trataría de escabullirse a la primera ocasión o que no tenía la menor intención de hacerlo dadas las circunstancias. Por ello, Mani realizó un inventario urgente, porque sabía que en cuanto pudiera sentarse iba a quedarse dormido sin remedio. Antonio no podía ser un buen aliado a causa de sus razonamientos e iniciativas disparatadas, aunque ahora resultaba evidente que tenía más ganas de escapar de Málaga que nadie; Ricardo era del todo imprevisible y él mismo había anunciado la intención de volver al convento a la primera ocasión. Descartado Paco, sólo quedaban Miguel y el Templao, ambos decididos a alejarse de la ciudad tanto como pudieran. Serían, pues, ellos los únicos en los que confiaría entre los hombres; en cuanto a las mujeres, ni Ana ni Angustias por sus embarazos, ni Carmela, atenta a sus hijos, servirían de mucho. A Paula no quería forzarla a imponerse a sus hijos por la fuerza. Quedaban solamente sor Rosario y la mayor de las hermanas del Templao descontada Inma: Viky. Una ex monja, una adolescente y un chico ensimismado por la concupiscencia como Miguel, para controlar y guiar a un grupo de veintiuna personas. Mani sonrió con algo de desaliento; en realidad, sólo era capaz de confiar en el Templao y él mismo. Acompañó a Paco a la casilla de los guardeses del edificio de salvamento de náufragos; como si el matrimonio no supiera nada de la tragedia que se abatía sobre la ciudad, y creyeran vivir en un paraíso aislado entre el mar y la tierra, se encontraban plácidamente dedicados él a entresacar ramas secas de una esparraguera que trepaba por todo el interior de una ventana y ella, a limpiar una pescada enorme. Tras contarles Paco una cautelosa historia sobre un grupo de milicianos a los que no tenía nada que dar de comer, la mujer entró en la cocina y volvió a salir con un cesto cuyo contenido maravilló a Mani: cinco pescadas tan grandes como la que limpiaba, cuatro huevos, varias patatas medianas, una garrafa pequeña de aceite y un enorme pan redondo.
Paula comentó mientras Paco le mostraba el cesto:
-Prepararía un gazpachuelo si tuviera un perol grande.
-¿No te serviría un balde? -preguntó Paco.
-Depende de pa qué lo hayan usao.
-Tiene que haber alguno nuevo -señaló Paco, y comprendiendo que Mani no iba a permitirle salir solo de la habitación, añadió: -Arriba hay un almacén junto al rellano de la escalera; tienen allí complementos de barco, pa surtir las lanchas de la comandancia; seguramente habrá algún balde y platos de peltre.
Mani, que hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse, le dijo a Miguel:
-Ve tú, Migue, y a ver si también hubiera cucharas o algo con lo que podamos comer.
Confió su arma al Templao y se dejó vencer por el sueño. Despertó una hora más tarde, aguijoneado por el aroma de la deliciosa sopa de pescado y mayonesa que llamaban gazpachuelo, un plato nacido como recurso precario de la marinería en altamar que había ganado hasta las mesas más lujosas de la ciudad. Dependiendo de que llevara o no langostinos, calamares y almejas, lo llamaban "de rico" o "de pobre", pero el que Paula cocinaba hubiera sido siempre digno de las cocinas más selectas, fueran sus ingredientes los que fuesen. Ella y Carmela habían encendido el fuego con tablas de un mueble viejo desarmado, en el balcón que daba hacia la trasera. El cubo lleno de caldo, trozos de patatas y tajadas de pescada habia sido apartado ya del fuego y ahora Carmela sujetaba el tazón donde había preparado la mayonesa, mientras Paula iba disolviendo la salsa, cucharada a cucharada, en el caldo humeante. Tras ensopar grandes tajadas de pan, invitaron a los adultos a que fueran acercándose, puesto que sólo disponían de seis platos, donde sirvieron a los niños más pequeños.
Durante lo que demoraron en comer, pareció que no estuviera pasándoles lo que les pasaba. No recordaban que se encontraban en una oficina, no en sus casas; ni que podían oír por las ventanas el clamor desesperado de quienes huían; ni que ignoraban dónde verían el próximo amanecer; ni que podían morir dentro de unas horas bajo el estruendo de las bombas que llovían en todo el este de la ciudad o por las armas de los rebeldes. El caldo vivificante del gazpachuelo les estaba proporcionando energía para afrontar el vértigo del futuro sin porvenir. Mani sintió una inesperada lágrima rodar por su mejilla, porque el sabor de la sopa le había causado nostalgia irresistible del Chafarino. Paco, que no había parado de mirarle fija y escrutadoramente desde que le disparara al ruso, se preguntó el porqué de la lágrima, pero no hizo ningún comentario, como si hubiera desistido de hacerse preguntas sobre ese hermano repentinamente desconocido. En lugar de ello, comentó:
-Febrero es un mes nefasto pa Málaga. Han pasao en nuestra historia un montón de calamidades en febrero, y precisamente anteayer se cumplieron ciento veintisiete años de la noche de Napoleón.
-El ciego de playa hablaba mucho de eso -apuntó el Templao.
Mani reprimió un lamento.
-Fue una de las peores tragedias de Málaga -continuó Paco-, que ha sufrido muchas: peste, asaltos piratas, plagas... Lo de Napoleón, aquella noche de 1810, marcó en lo sucesivo el urbanismo y la sociología de Málaga. La ciudad, que había sido mitificada por su belleza durante quinientos años, fue quemada en su totalidad y murió más de la cuarta parte de la población. Los franceses saquearon, violaron y arramblaron con tó lo que había de valor, tanto en las casas como en las iglesias. Las mayores riquezas históricas de Málaga están ahora en algunos de los museos de Francia. Febrero es un mes mu desgraciao pa Málaga, y ojalá que lo que nos pase no lo confirme y podamos llegar mañana a Almería pa descansar de esta tortura diaria del bombardeo, la inseguridad y el desbarajuste.
Remolonearon toda la tarde, demasiado cansados hasta para sostener una tertulia. A juzgar por sus comentarios, Paco parecía haberse resignado a huir y los demás, Ricardo inclusive, hablaban sólo de las alternativas posibles para la ruta y especulaban sobre cómo podrían ganarse la vida en Almería. Mani notaba que Paco reprimía una objeción y sólo al dormirse, y como efecto del sueño intranquilo, dedujo cuál podía ser: Málaga era mucho mayor que Almería y, para colmo, la población se había duplicado con los fugitivos llegados de los pueblos tomados por el ejército de Marruecos; en esos momentos podían estar escapando de Málaga cuatro o cinco veces la población de Almería, ¿cómo iban a sobrevivir allí? No recordaba al despertar lo que había sido un pesadilla causada por el atracón de gazpachuelo. Hizo recuento de una ojeada y vio que tal como Paula había exigido, la familia iba a salir de Málaga con todos sus miembros.
Dada la estrechez de la cabina, sor Rosario fue exiliada a la caja, y junto al Templao volvieron a ir las mismas tres mujeres del principio: Ana y Angustias, por su embarazo, y Paula. Los diecisiete restantes se acomodaron en la caja entre los líos de ropa, mantas y comida, y una vez que todos estuvieron preparados, Mani abrió el portón de la cochera. Instantáneamente, tuvo que saltar para encaramarse en lo alto de la cabina para refugiarse, porque una turba impetuosa se lanzó sobre él como si hubiera estado esperando la apertura; no era así; sencillamente, la desbandada se había convertido en una avalancha incontenible y sólo algunos de los que vieron por casualidad un camión habían creído toparse con el cielo. Aterrorizados por la oleada que parecía a punto de arrebatarles no sólo el camión, sino sus vidas, los cinco hermanos adelantaron las armas y comenzaron a disparar al aire. No sirvió de nada hasta que Mani comprendió que aquella avalancha sólo la detendría la sangre. Disparó contra dos y se acabó el asalto. Al producirse la estampida, el Templao arremetió contra la muchedumbre pasando por encima de los caídos, mientras Mani se preguntaba si le importaba la sangre inocente que su mano acababa de derramar. No sabía responderse y ello le causaba un ácido sentimiento de desconcierto, al tiempo que el vehículo saltaba sobre obstáculos que no sabía si eran cuerpos u objetos, y emprendían una loca carrera a bocinazos y maldiciones hacia el paseo de Reding.
-Ahora, oscureciendo como está, será tó más fácil -aseguró Paco-. Ya veréis. Llegaremos a Almería antes del amanecer.
Pero según avanzaban por el paseo, la multitud se hacía más compacta. Todas las plantas ornamentales y los arbustos habían sido arrasados, y también muchos árboles, porque algunos, en la desesperación de la huida, encontraban que la ciudad no había sido destruida suficientemente, que aún quedaban edificios bellos en pie, de manera que buscaban en los incendios la catarsis de su rabia, sin comprender que esos fuegos se convertían en linternas trazadoras para los bombarderos. Hasta entre los ennegrecidos escombros viejos de La Caleta ardían incendios nuevos, como si todavía no se hubieran convertido en humo todos los júas de sus resentimientos, como si las más espléndidas construcciones que Mani había contemplado de cerca albergasen aún a los odiados "chupasangres" sin rostro. Algunas voces anónimas que Mani apenas podía distinguir entre el clamor, explicaban con sencillez el sentido profundo de sus actos: "Ya no nos queda ná, ¿de qué vamos a vivir?" Llegados al Morlaco, un punto donde el paseo se asomaba al mar, confluían dos riadas humanas, la que les rodeaba y la que circulaba por las vías del tren. De nuevo tuvieron que emplearse a fondo con las armas, porque muchos se colgaban de la batiente trasera de la caja con intención de saltar dentro. Pasados los Baños del Carmen, resultaba imposible avanzar a mayor velocidad que los viandantes, tan compacta era la multitud. El griterío era ensordecedor y cada vez eran más numerosos los que trataban de subir a la caja sin miedo a las armas que les encañonaban, con expresiones desencajadas de desesperación irracional. Mani recordó las monedas de plata que aún llevaba en los bolsillos y también se lo recordó al Templao a voces, bajando la cabeza hacia la ventanilla del conductor:
-¿Te quedan muchas monedas de aquéllas?
-¿Es que hemos tenío en qué gastarlas?; me quedan todas las que me guardé.
El alegre tintineo de dos puñados lanzados sobre los adoquines originó un tumulto que desvió momentáneamente el acoso del camión; como movidos por un barrunto compartido, y como si se tratase de un organismo único, los fugitivos se arremolinaron en los puntos donde las monedas habían sonado. A Mani le pareció que entre los gritos de júbilo y los jadeos de pugna, sonaban estertores y alaridos de agonizantes, lo que pudo confirmar en pocos minutos cuando quedaron visibles los muertos por aplastamiento, pero salvo los gemidos y oraciones musitadas por sor Rosario, nadie lo lamentó en el camión, que pudo avanzar unos centenares de metros con cierta facilidad. No mucho más allá, ante la taberna llamada "Quitapenas", Mani temió que no pudieran conservar el camión mucho más tiempo. La turba se había recompuesto tras ellos y saltaba en oleadas impetuosas, con los brazos levantados y gritando como un coro infinito de furias, tratando de aferrar el borde de la caja para subirse. Entre el bosque de brazos alzados, vio un rostro que le produjo una conmoción y al instante dejó de verlo, por lo que consideró que se había tratado de una alucinación; una Inma mucho más madura de lo que recordaba y de expresión completamente distinta, había intentado también encaramarse encima del vehículo; si un delirio absurdo no le había confundido, iba vestida de gitana, un traje rojo, desharrapado y sucio, con los volantes descosidos en gran parte. No, no podía ser Inma; era demasiado improbable que apareciera justo en ese momento, ¿o no lo era, puesto que casi todos huían de la ciudad?; pese a su escepticismo no consiguió reprimir un "¡Inma!" desgarrador.
-¿Qué estás diciendo? -aulló el Templao desde la cabina, sacando medio cuerpo por la ventanilla.
Mani se mordió el labio.
-Ná, que de pronto me ha dao mucho coraje que no esté con nosotros.
Notó la expresión de recelo que su evasiva había ocasionado
-Yo la he visto también -dijo Vicky, la que, en edad, seguía a Inma entre sus hermanos -Iba vestía de gitana.
-¿Qué majaretá estás diciendo, niña? -preguntó Carmela, con expresión descompuesta.
-¿La has visto o no, cojones? -bramó el Templao. La pregunta iba dirigida a Mani.
Éste sentía deseos casi incontralables de saltar entre la multitud y correr hacia donde la había visto perderse, pero comprendió que tenía que ignorar al Templao, su búsqueda y todo cuanto no fuese la conservación del camión. Negó con la cabeza ante las insistentes preguntas de su amigo e hizo balance de las balas que le quedaban, sólo dos docenas y media. Del recuento general, resultó que todos tendrían que disparar con tino y sin despilfarro. Paco aseguraba que la clave estaba en el barrio marinero que llamaban El Palo, a cinco kilómetros del centro y para el que ya apenas les faltaban dos; si podían sobrepasarlo, a partir de allí la marcha se haría más fluida, porque saldrían al despoblado litoral, donde la multitud reaccionaría a los bocinazos apartándose, porque tenía donde hacerlo, aunque se tratase de repechos a veces casi verticales, y no como ahora, que la calle les encajonaba a presión.
Los incendios eran la única fuente de luz. Bajo el resplandor rojizo, danzante e intermitente, la muchedumbre desbocada y vociferante escenificaba los más espantosos cuadros del apocalipsis que Mani había contemplado o imaginado, tanto los plásticos como los literarios. Lo peor era los gritos ululantes e inconsolables de los niños. Mirándoles desde arriba, comenzó a sentir que algo se estaba desmoronando dentro de su pecho; el acero que habían ido templando en su espíritu las agresiones de Serafín, el tóxico de las palabras del barbero, las estancias en el hospital y las heridas y el sufrimiento de toda su familia durante los últimos tres años, se estaba derritiendo a causa del río de desesperación que les envolvía. No había más acero dentro de sí, sólo una madeja de congoja que crecía sin parar hasta casi ahogarle; no lo podía consentir, tenía un encargo de Paula que cumplimentar: Cuando todos estuvieran a salvo y lejos de las deflagraciones, podría llorar. Dio una ojeada a todos los ocupantes de la caja del camión. Carmela estaba tan atareada en consolar y entretener a los más pequeños de sus hijos, que no parecía percibir la magnitud de lo que estaba ocurriendo; sor Rosario, en cambio, demostraba sufrir por todos, puesto que había pasado la mayor parte del recorrido arrodillada y con la cabeza apoyada en la batiente, como si tuviera demasiado que hacerse perdonar. Sus cuatro hermanos se habían transfigurado: Antonio mostraba la expresión más alerta y menos anestesiada que recordaba, porque tal vez no había tenido jamás oportunidad de verlo llevando tantas horas sin beber; los ojos de Paco parecían a punto de saltar fuera de sus órbitas, como si la imposibilidad de poner orden en la tumultuosa desbandada rompiera todos sus esquemas; la actitud de Ricardo resultaba algo cómica, ya que se había disuelto el barniz de su mojigatería y ahora le escuchaba proferir las expresiones más cruelmente amenazadoras que sonaban sobre el camión; Miguel, incapaz de evolución alguna, viajaba con medio cuerpo echado sobre la cabina como si así quisiera proteger a la Angustias embarazada que iba junto al conductor; sin embargo, ahora no lloraba como lo hacía casi siempre, sino que tenía dardos en la mirada con que acechaba a la multitud por entre la que avanzaban a duras penas.
Faltaba poco para alcanzar el lugar llamado "Las Cuatro Esquinas", el único cruce de calles que podía llamarse así en la desordenada aldea marinera que era el barrio de El Palo. Sabía que el descampado comenzaba unos metros más allá, pero aún faltando poco para llegar parecía que fuese necesaria una eternidad para conseguirlo.
-Ahí va la Inma -dijo uno de los hermanos medianos del Templao.
-¿Dónde, dónde? -casi aulló Carmela.
-Va pal carnaval, con un vestío de gitana -insistió el niño.
-¡Cállate, Josemari! -ordenó Antonio-, que si te escucha tu hermano Guaqui, se acabó el viaje.
El runrún de los aviones había dejado de oírse, pero nadie podía asegurar que hubieran abandonado su empeño de torturar a los fugitivos, porque no cesaba el estruendo de las explosiones y crecía el clamor de la gente. Mani consideró que Paco se había equivocado obligándoles a esperar el atardecer para huir, ya que los vehículos habrían estado saliendo durante todo el día; ahora, no conseguía ver otro coche ni camión en lo que abarcaba su mirada hacia atrás y hacia delante. El vehículo que habían elegido para salvarse iba a convertirse en su perdición, porque era un objeto demasiado valioso y ansiado, demasiado envidiado. Comprendió que iba a ser muy difícil llegar a campo abierto sobre ruedas.
Ocurrió cuando menos podían preverlo. Unos metros antes de Las Cuatro Esquinas, el raudal de gente parecía haber alcanzado un remanso, como si la cuádruple perspectiva del cruce dotara también de perspectivas a la incierta huida. Por alguna razón, los gritos parecían menos estentóreos, tal vez porque no había paredes que sirvieran de caja de resonancia. Pero Mani vio en seguida que no podían bajar la guardia, sino todo lo contrario; en ese punto, había suficiente espacio como para que la altura del camión lo convirtiera en un botín apetecible para el cuádruple de gente, y los ojos que conseguía ver refulgir desde la altura de la caja contenían todos el mismo propósito, la misma resolución. Intuyó que iban a perder del vehículo en seguida y decidió que tenía que evitarlo como fuese. Se sentó encima de la cabina y al tiempo que le gritaba al Templao "¡acelera, Guaqui, corre, por lo que más quiera!" comenzó a disparar hacia quienes obstaculizaban la marcha. Oía por debajo los lamentos de Ana y Angustias y las jaculatorias de Paula, y detrás, las oraciones de sor Rosario y las voces de Paco mandando a Antonio y Ricardo que disparasen también hacia delante. Avanzaron entre quienes, salidos de estampía, se apartaban tanto como podían para eludir el nuevo terror que la familia Robles del Altozano representaba, pero no podían, por su densidad, apartarse lo bastante y el camión fue corriendo sobre los rebotes de los cuerpos caídos que atropellaba. A los ochenta o cien metros, la gente que iba detrás de ellos ya no huía, porque en lugar de ello les perseguía; rostros demudados por el dolor de alguien recién muerto corrían tras el camión y ahora no para apoderarse de él. Blandían antorchas innumerables que pronto comenzaron a caer dentro de la caja en gran cantidad. El griterío de los hermanos del Templao le sirvió a éste de estímulo, de manera que sus acelerones obligaron al vehículo a emprender una carrera loca, dejando una estela de cadáveres en el pavimento y un pasillo de maldiciones y rencores nuevos. Como si el reflejo de eludirles les precediera, la gente se apartaba ahora mucho antes de ser atropellada, de manera que el camión alcanzó una velocidad considerable durante varios kilómetros, pero en una curva muy cerrada tras la cual se abría una pequeña cala llamada La Araña, el Templao perdió el control al frenar de golpe; el camión derrapó y fue a empotrarse contra una pared vertical de roca.
-¡Echar a correr! -fue lo único que Mani consiguió gritar al resbalarse desde el techo de la cabina contra la roca, por el impacto.
Magullado por el golpe, Antonio lo rescató cargándolo sobre sus hombros, mientras todos se alejaban presurosamente y el camión se incendiaba con su propia gasolina. Habían perdido todos los enseres y toda la comida, salvo un envoltorio de tocino y un saco de patatas que Carmela cargaba obstinadamente a pesar de que casi abultaba más que ella. El Templao se lo quitó, echándoselo al hombro.
-¡Qué hemos hecho! -clamó Ana, llorando- Nos van a masacrar nuestros propios compañeros de desbandá.
-No te preocupes, niña -la consoló Paula-. Lo único que conocen de nosotros es el camión y míralo, ardiendo como el carbón. Ahora parecemos tós iguales y no se darán cuenta de que somos quienes han cometío esos estropicios. Os prohibo a todos que hablemos en el resto de nuestras vidas de lo que ha pasao durante las últimas tres horas... por lo menos hasta dentro de una semana, ¿está claro? Ahora, lo que importa es que nos salvemos los veintiuno y los dos que tú y la Angustias lleváis dentro.

Echaron a andar, consiguieron confundirse con la multitud anestesiada que les había precedido y pasada la medianoche, rebasaron la última punta de la bahía, desde donde la silueta de la ciudad, con la catedral enmedio, se recortaba en negro pez contra el telón escarlata de los incendios. El mar repicaba lamiendo el acantilado sobre el que la carretera estaba suspendida y era posible oír el repique a pesar de la multitud, que ahora, en campo abierto, era menos compacta y parecía ya demasiado exhausta para romperse la garganta con alaridos. Sólo se oían lamentos quedos, amortiguados por los rumores de los pies arrastrados y los hipidos del llanto infantil.
-Me duelen las piernas -se quejó Angustias.
-Ven, te llevaré en cuestas -dijo Miguel.
-¡Estás loco! -rió nerviosamente Angustias.
-¿Cuándo vamos a parar? -preguntó Paula.
-¿Parar? -preguntó sarcásticamente Paco-. Esto no ha hecho más que empezar.
-Tenemos que buscar donde cobijarnos cada dos horas -sentenció Paula-. Estas niñas están embarazás y los hombres no tenéis ni idea de lo que es eso.
-Mamá -el tono de Paco era muy impaciente-: si paramos ahora, sería como habernos quedao en calle Rosal Blanco. Los rebeldes están bajando también por la línea de Zafarraya; hasta que no pasemos Torre del Mar, no podemos confiarnos... y ni siquiera entonces.
-¿Cuánto falta?
-¿Pa la Torre?, unos veinte kilómetros.
Angustias no pudo reprimir un quejido.
-Tu hermano Pipe, ¿dónde está? -gritó Carmela al Templao.
Éste dio un respingo y se puso a vociferar como un poseso, pronunciando el nombre del más pequeño de sus hermanos. Sor Rosario, que se movía en la oscuridad con la seguridad de un gato, lo encontró al instante. Tras ofrecerlo a la mano de su madre y sin añadir palabra, la ex monja devanó un cordel que nadie vio de dónde había salido, y atándolos por la cintura, enlazó con él a los cuatro niños más pequeños y entregó el cabo a Carmela
-Sujete el cordel. Así no volverán a distraerse -dijo sor Rosario- ni los perderemos de vista.
-Parece que he dao con una bendición de mujer, en tós los sentíos -bromeó Paco.
Mani sentía tantos deseos de llorar, llenaban su pecho tantas emociones revueltas, que halló en la oportunidad de hablar con la ex monja la espita para no explotar.
-Sor Rosario -dijo-, ¿se acuerda usted de la noche que bajé a la galería desde el tejao de la Goldeta?
-Me llamo Rosalía, Mani, y ahora soy tu cuñada. Y tampoco me hables de usted. Claro que me acuerdo de aquella noche; me porté como una histérica, como si no tuviera la menor idea del mundo. De no ser por la guerra, hubiera pasado toda mi vida en el convento, consumiéndome.
-¿Por qué te metiste a monja? -preguntó Paco.
-Fue de lo más natural. En mi pueblo leonés había un convento muy hermoso; oíamos los himnos y la música del órgano, que nos extasiaba; las monjas parecían tan felices, tan libres de las penas mundanas, que casi todas las niñas suspirábamos por vestir los hábitos. Mis padres alentaron mi vocación y no tenía más que dieciséis años cuando ingresé de novicia.
-¿Y no tenías dudas? -preguntó Mani.
-Naturalmente, nadie puede vivir sin el consuelo del amor -Rosalía rozó con su mejilla la de Paco, que la abrazaba por la cintura.
-¿Qué serán aquellas luces, Paco? -Mani señaló varios puntos brillantes, en el invisible horizonte del mar.
-Barcos -replicó Paco-, ¿qué van a ser, si no?
-Da la impresión de que navegaran a nuestro paso -comentó Mani-: siempre los veo ahí, como si nos siguieran.
-No seas imbécil, Mani -reprochó Paco-. Lo que hemos andao es insignificante. Te da esa impresión porque están lejos de la orilla; no los perderemos de vista hasta que no hayamos andao treinta o cuarenta kilómetros.
-Vienen siguiéndonos -insistió Mani.
-No te emperres con esa tontería, Mani. Desde donde están no pueden distinguir la carretera.
Según pasaban las horas, la muchedumbre iba adquiriendo visos de sonambulismo. Apenas sonaban voces que se alzaran sobre el rumor de los pasos y la música de las olas. La barahúnda de La Caleta y El Palo se había transfigurado en un murmullo acompasado de procesión de penitentes. Por eso, el grito de la madre del Templao sonó estruendoso.
-¡Inma!
-¿Qué dices? -preguntó el Templao con la voz rajada.
-La he visto pasar por allí -afirmó Carmela-, corriendo como si volviera pa Málaga; lleva un vestío de gitana colorao, esa pobre hija mía tan...
-No digas tonterías, Carmela -reconvino Paula-. No hay luz pa distinguir en ese gentío una cara que se conozca bien y puedes imaginar lo que tu niña tiene que haber cambiao en este tiempo.
-¡He visto a mi Inma! -afirmó con terquedad Carmela, llorando a raudales -Buscar a una con un vestío colorao largo, con los volantes destrozaos y colgando.
-Vamos a dar una ojeada -determinó Paco.
-Sí, vamos a mirar un momento -concordó Mani, ahora convencido de que, en efecto, podía tratarse de Inma y seguro de que el Templao no daría un paso más sin comprobarlo -. Mamá, meterse tós en esa playa a descansar mientras damos una visuá.
-Tú, Guaqui, te vienes conmigo -dijo Paco-; iremos por este lao de la carretera. Ustedes, Mani y Miguel, mirar por el otro lao, a ver si somos capaces entre los cuatro de encontrar ese vestido de gitana, se trate de Inma o no.
Resultaba muy difícil andar contracorriente de la riada humana. Paco se desplazaba dando saltos, tratando de ver el vestido rojo entre la muchedumbre, mientras el Templao no paraba de gritar "Inma" a la multitud; la gente más cercana movía la cabeza en ademanes de negación, como si quisieran indicarles que toda búsqueda era inútil. Miguel y Mani traspusieron el promontorio que abrazaba la curva del camino, donde se pararon para decidir si seguir o no por la carretera, porque por los huertos aledaños también se desplazaba mucha gente, aunque la desbandada avanzaba con mayor mororsidad campo a través que por el asfalto, arrasando todo aquello que podía ser comido. Mani reparó en que Rosalía les había seguido.
-Tengo buena vista -respondió a su interrogación muda.
-Pero usted no la conoce -contradijo Miguel- y está más oscuro que una tumba.
-Sí la conocía -replicó la ex monja-. Asistió algunas veces a mi clase y tengo clavada en la cabeza su imagen desde que se supo en el convento lo le habían hecho.
-Si fuera ella de verdad -afirmó Miguel-, sería demasiá suerte encontrarla.
-Por lo menos -dijo Mani-, tenemos que intentar conformar al Templao, pa no atrasarnos más.
-¡Mirad! -casi gritó Rosalía, señalando un jirón de tejido rojo prendido a un zarzal a varios metros del arcén, a la mitad de un repecho.
Lo escalaron con cierta dificultad para alcanzar el huerto y, en efecto, el trozo de tela roja, estampada con lunares blancos muy pequeños, parecía un fragmento rizado de faralá.
-Vamos a buscarla entre los árboles -propuso Mani.
-¿No podemos preparar una antorcha? -sugirió Rosalía.
-¡Ni se le ocurra! -exclamó Miguel-. Cualquier luz ofrecería un blanco perfecto a los barcos que nos acechan ahí enfrente, pa cañonearnos.
-¿También te has dao cuenta? -preguntó Mani-. El Paco jura y perjura que están paraos.
-Lo habrá dicho pa no sobresaltarnos -comentó Rosalía-, pero iba a todo el rato mirando hacia el mar con muchísima preocupación.
En la penumbra, ni siquiera distinguían los arbustos ni las personas que osbtaculizaban su desplazamiento, pero la mayor dificultad era lo escarpado del terreno, por el que la ex monja se movía con agilidad sorprendente. Iban gritando el nombre de Inma a pesar de que Mani temía que pudiera haber olvidado cómo se llamaba. Voceaban su nombre, preguntaban por un vestido rojo a quienes se cruzaban y hacían sonar las palmas sin saber muy bien por qué, hasta que Rosalía murmuró:
-Callad. He oído algo por ahí, detrás de esas pencas. Era un gemido de mujer.
Al prestar atención, también Mani lo oyó.
-¡Inma! -gritó Miguel, sin obtener respuesta.
Mani les pidió silencio chistando quedo. Por alguna razón que no supo explicarse, les indicó a los dos que se acercaran sigilosamente. Rodearon la enorme mata de higos chumbos por la parte superior de la pendiente, a fin de que la escasa claridad del incendio reflejado por el mar les ayudara a ver a contraluz a la gente que estuviera escondida tras las pencas. La precaución resultó acertada. Una Inma con la edad duplicada, pero inconfundible, porque lo que estaban haciéndole relajaba los rasgos de su rostro hasta remedar el sereno aire de madonna renacentista de sus catorce años, aunque ya tenía casi diecisiete, yacía echada de espaldas sobre el limo y la tierra; un hombre la penetraba, otros dos lamían y mordían afanosamente sus pechos y otros dos aguardaban turno con los pantalones bajados mientras se acariciaban el pene. A Mani se le reventó el llanto, disparado por la consternación, porque Inma no sólo no ofrecía resistencia, sino que sus manos buscaban con impaciencia crispada aferrar los cuatro miembros, aparte del que tenía dentro de sí.
-Es ella -murmuró Rosalía con la voz quebrada por un sollozo-. No tengo la menor duda.
-Son cinco tíos berrendos -dijo Miguel-. No podemos hacer ná; hay que avisar al Paco y los otros.
-Podríamos perderla -objetó Rosalía.
-¿Y qué hacemos? -se lamentó Miguel-. No vamos a enfrentarnos con ellos, esa atontoliná lo está pasando demasiao bien.
-Contamos con la sorpresa -indicó Mani-. Con lo que están haciendo, lo menos que les apetecerá a esos fulanos es pelear, y mirad que los cinco tienen los pantalones bajaos y no pueden echar a correr. Podemos coger ramas gordas de tantas que hay de los limoneros destrozaos, y acercarnos cá uno por un lao. Si chillamos mucho al acercarnos, a lo mejor piensan que somos más de tres.
Cayeron sobre el grupo según esa estrategia, cada uno desde un punto distinto y dando alaridos mientras blandían las trancas. Afortunadamente, los cinco cayeron de rodillas, vencidos como conejos, y ni intentaron resistirse.
-¡Hijos de puta! -les insultó Inma, y ahora Mani dejó, definitivamente, de dudar, porque era sin duda su voz, aunque barnizada por la demencia y el exilio de sí misma-. ¡Suéltame! -exigía a Miguel-, maricón, guarro, borracho de mierda, ahora que me lo estaba pasando tan divinamente... Soltarme, coño, que esta noche me faltan tavía más de veinte polvos.
Se debatía como un toro abanderilleado, con tanta energía, que los dos hermanos temieron que pudiera escapar, hasta que Rosalía le puso la mano en el cuello, apretando de un modo que obligó a la muchacha a permanecer quieta, aunque amenazó:
-¡Os voy a rajar la cara, hijos de puta!
Sin soltar la presa en su cuello, Rosalía le dio dos bofetadas que lograron el silencio y la rendición.
-No le contéis al Templao ni una palabra de lo que hemos visto -rogó Mani a Miguel y Rosalía.
Cuando volvieron junto al grupo, Paula acunaba a Angustias en su regazo, con la espalda apoyada en el tronco muerto de una acacia, que marcaba el límite de un pequeño enarenado donde habían cultivado hortalizas pero ahora se encontraba asolado. Todos los demás estaban echados alrededor, derrumbados. Carmela dio un salto y un alarido y, al intentar abrazar a su hija perdida durante casi dos años, recibió un rodillazo en el muslo, un escupitajo en el rostro y una carcajada estentórea. En ese momento, Inma resultaba mucho menos reconocible que cuando retozaba feliz entre los cinco hombres, se dijo Mani con desconsuelo, al tiempo que observaba que ninguno de los diez hermanos del Templao se decidía a acercarse a besar a la hermana recuperada. Todas las mujeres del grupo se habían echado a llorar a excepción de Paula, que miraba fijamente los ojos de Mani, como si pretendiera conocer una información y sospechara que no podía dársela. Sin decir nada y para escapar de su escrutinio, Mani echó a correr contra la desbandada en busca de Paco y el Templao, seguido de Miguel. Sólo se habían alejado unos doscientos pasos; los encontraron justamente en la curva donde Carmela aseguró que había visto a su hija. Al conocer la noticia y, tras correr como un rayo hacia ella, el Templao comprendió de una ojeada lo que ocurría; no la abrazó ni le dijo nada; se limitó a anudarle las manos a la espalda con una cuerda que, después, se amarró a su cintura.
Reemprendieron la marcha sin que nadie lo indicase, porque ninguno tenía ganas de hablar. Hasta los más pequeños hermanos del Templao guardaban un silencio de comprensión de la enormidad de lo que les había sido dado contemplar. También la masa de fugitivos callaba en la procesión espesa que ocupaba la carretera de banda a banda, y ellos callaban asimismo, como si necesitasen silencio para asimilar tanto el reingreso de Inma en su familia como lo doloroso de su estado; sólo ella continuaba pronunciando las peores maldiciones y amenazas que cualquiera de ellos hubiera escuchado en toda su vida.
-¿Estás más descansaílla? -preguntó Miguel a Angustias.
-Tengo un poco de algodón -dijo Rosalía-. Dame tus zapatos, Angustias, que te cansarás menos si llevas el arco del pie sujeto.
Con el soporte, Angustias pudo andar mucho rato sin que Mani la oyera quejarse. Ana, cuya barriga era mucho más voluminosa, demostraba mayor resistencia, seguramente porque era cinco años mayor que la mujer de Miguel. Mani la acechaba, porque notaba que Paula lo hacía también, constantemente, como si temiera que el parto pudiera llegar antes de tiempo a causa de la caminata y la gravedad de lo que estaba ocurriéndoles. Gracias al resplandor del incendio a sus despaldas, Málaga parecía todavía cercana aunque creían llevar toda la vida andando. A Mani le resultaba difícil calcular la distancia por la sinuosidad de la costa, pero estimó que todavía les faltaba la mitad del camino a Torre del Mar. La voz de Ana le rescató de sus cálculos.
-¡Mira que tiene imaginación la gente! -su cuñada señalaba a una familia que iba delante de ellos. Todas las personas que la componían llevaban un disco de papel blanco prendido con alfileres a la espalda.
-Nosotros tendríamos que hacer algo así -dijo Paco-. Así no se perdería ninguno.
Una inesperada asociación de ideas hizo que Mani sintiera que se había perdido, porque no conocía con certeza todos los datos de sus orígenes. ¿Quién era, en realidad, para que Elena Viana-Cárdenas James-Grey hubiera dejado tantas frases a medias? Paula llevaba toda la vida escamoteándole información sobre algo que era de su propiedad, porque completaría los rasgos de su identidad. Llamarse Robles del Altozano no lo era todo; el aristocrático apellido le había sido asignado mediante unas peripecias de las que se le negaba el conocimiento. Miró el perfil de Paula y sintió algo de rencor. Era ya un adulto y ella le negaba el conocimiento de sí mismo. Tenía que encontrar un poro en la coraza de su madre para obligarle a contárselo todo, a ser posible, esa misma noche.
Había transcurrido una nueva eternidad sonámbula, y hasta Inma había dejado de debatirse y maldecir, agotada o comprendiendo que no conseguiría escapar, cuando, casi al únísono, los cuatro hermanos pequeños del Templao comenzaron a quejarse de que tenían hambre.
-¿Qué hora es? -preguntó Paula.
-Serán más o menos las cuatro y media -aseguró Rosalía.
-Hay que sentarse un rato -Paula se detuvo en la cuneta, como si hubiera dictado una orden-. Sin descansar, las dos preñás y los niños van a quedarse fritos en el camino. Por media hora que nos retrasemos no vamos a perder ná.
Se apartaron deprisa para que el flujo de la gente no les atropellara, y se internaron en otro retazo de cultivo enarenado, junto a la playa. Paula intentó encender una hoguera; Paco dio un salto y echó tierra sobre la llamita.
-Mamá, por favor, que nos van a freir -dijo.
-¿Quiénes?
Paco calló agachando un poco la cabeza.
-No se puede encender fuego, mamá -aclaró Mani-. Su luz nos convertiría en un blanco perfecto pa el enemigo.
-La guerra queda mu lejos -proclamó Paula.
-La guerra viene pisándonos los talones -aseguró Paco con tono lúgubre.
Paula lo miró y movió la cabeza, asintiendo reiteradamente. Se pasó la mano por la nuca y el cuello y miró pensativamente a los veintiuno que la rodeaban. Se mordió el labio.
-¿Cómo queréis que prepare comida, sin fuego? Solamente salvamos del camión papas y tocino.
-Crudo -dijo Antonio, rotundo-. Hay que comérselo crudo.
Mani siguió la mirada espantada de Miguel, que se posó en la cara de Angustias. Ella no iba a ser capaz de comer patatas crudas.
Miró a ver si podía pedir ayuda al Templao, pero desistió porque permanecía en un alerta alucinado, sin perder de vista a Inma aunque la fortaleza de las amarras imposibilitaba completamente su huída. Tocó el hombro de Miguel, indicándole que cogiera el mantón de Angustias y le acompañase. Éste asintió sin interesarse por su destino. El lugar donde se encontraban era una cala pequeña, la salida al mar de una de las numerosas quebradas y torrenteras por donde desaguaban las empinadas montañas, ya que se encontraban en la pendiente que se despedeñaba desde Sierra Nevada hasta el Mediterráneo. Las torrenteras formaban arroyos con la lluvia, muy efímeros, pero en sus reducidísimos meandros los campesinos, enfrentados a una tierra tan poco propicia por lo escarpada, conseguían el milagro de hacer florecer pequeños huertos sobre bancales diminutos. Se enorgullecían de sus limones reales, frutos que alcanzaban el tamaño de melones pequeños y cuya corteza carnosa era comestible una vez libre de la cáscara amarilla. También la pulpa tenía un sabor muy agradable, con acidez inferior a la de los limones de cocina. Descubrieron un limonar a dos centenares de metros de distancia; los arbustos se encontraban destrozados por el hambriento tropel, con las ramas y hasta parte de los troncos descoyuntados. Sin embargo, el empeño no fue en vano, porque fueron encontrando frutos desperdigados a lo largo de la cuesta, y cargaron todos los que le permitió el hato que improvisaron con el mantón de Angustias. Esos limones proporcionaron alguna amenidad al menú de las patatas crudas y el tocino correoso. Angustias devoró golosamente tres.
Cuando reemprendieron la caminata, la desbandada había ralentizado la marcha a causa del cansancio y el relente. Era imposible sentir frío debido a la extenuación, pero la rociada les estaba traspasando la ropa y la carne. Media hora más tarde, Mani comenzaba a arrastrar los pies y todos los demás lo hacían desde la reanudación de la huida. Notó que el Templao había alargado un poco más la cuerda que apresaba a Inma, como si pretendiera no escuchar sus palabras monstruosas sin dejar de asegurarse de no perderla de nuevo. Los párpados de Mani, en su segunda noche sin lecho, estaban cerrándosele a cada curva de la carretera; andaba y no sabía que lo hacía; se pellizcaba las mejillas para permanecer alerta, y cuando volvía a abrir los ojos descubría que habían avanzado un kilómetro más; iba a despertar y todo sería un mal sueño; se desperezaría feliz, enérgico, descansado y con el estómago satisfecho, y allí estaría ella, Imperio Argentina, cantando lo de los pavos con guindas de los gitanos del Perchel, y le sonreiría, comprensiva de su amor.
La mayor parte del camino discurría sobre acantilados. Descendía en ocasiones a los lechos de las torrenteras secas, pero casi toda la carretera se encajonaba entre el precipio y el mar, a su derecha, y el terraplén a la izquierda. Comenzaba a encenderse el amanecer en el fondo del horizonte cuando llegaron a la última curva antes de descender al valle costero que se abría a los pies de Vélez Málaga. Ya conseguían divisar a lo lejos parte de la cuadrícula blanca de Torre del Mar emergiendo sobre el esmeralda del cañaveral. La curva, colgada en un morro que se adentraba en la planicie marina, era un buen mirador; se podía abarcar el extenso panorama hasta la Caleta de Vélez y también parte del camino que habían dejado atrás. La desbandada ocupaba completamente los muchos kilómetros de carretera que el mirador les permitía ver: una cinta oscura y palpitante, como una serpiente herida que avanzara trabajosamente.

-Somos centenares de miles -la voz de Paula despejó la modorra de Mani.
-Parece que hubiera millones -dijo Antonio con pasmo.
-Antes de liarla los rebeldes -informó Paco-, Málaga tenía ciento noventa mil habitantes, población que se duplicó con los refugiaos de los pueblos y de las demás provincias. ¿Cuántos pueden haber quedao en la capital?
-Que yo sepa -afirmó Antonio-, en Málaga no habría más de mil fascistas.
-Supongamos que no hayan huido cincuenta o sesenta mil personas -aventuró Paco-: los enfermos de los hospitales, los religiosos, los ricos, los pocos que comulguen con los rebeldas y los que sientan más miedo de nosotros que de los moros. Tiene que haber en la carretera más de trescientas mil personas.
-¡Dios mío! -gimió Paula-. Vamos a morir de hambre. Estos campos son tós mu chicos, no habrá pa dar de comer ni a la décima parte de nosotros.
-El gobierno vendrá en nuestro auxilio desde Almería -proclamó Paco.
-¡El gobierno! -exclamó Antonio con acritud-. Esos chupatintas almidonaos quieren que los malagueños nos pudramos en el camino. Muerto el perro, se acabó la rabia. Málaga ha sido siempre un grano en el culo pa ellos y ésta es la oportunidad que han encontrao Largo Caballero y los demás fantoches pa acabar de una vez con nosotros.
-Tenemos que aligerarnos y llegar a Motril cuanto antes -dijo Paula.
-No se puede pasar por Motril -recordó Mani-. Hay una riá.
-Encontraremos la manera -les tranquilizó Paco.
En el toldo de nubes se abrían algunos desgarrones por donde comenzó a escapar el amanecer. El sol se desveló súbitamente tras un jirón nuboso e iluminó el mar con un haz de luz que tenía algo de sobrenatural; el paisaje marino cobró de repente el aspecto de una representación del Génesis. Lanzado en su dirección, el destello alcanzó también al barco, que refulgió más que el propio sol. Era un brillo incisivo con destellos blancos y amarillos, como si el navío estuviese construído con láminas de oro bruñido. Mani recordó al Chafarino y su dios. Poseidón estaba allí enfrente, revestido con sus mejores galas para materializar su venganza.
-¿Por qué brillará tanto? -se asombró Paula.
-Es como si tuvieran en la cubierta espejos apuntándonos -afirmó Antonio-. Tiene que ser algo así.
-¡Qué majaretá! -discrepó Miguel-. ¿Pa qué iban a hacer eso?
-Pa localizarnos -aseveró Paco- y fijar con precisión la mira de sus cañones.
Como si en el barco quisieran confirmar tales palabras, el primer cañonazo impactó en la pared rocosa no muchos metros por encima de sus cabezas.
-¡Corred! -gritó Paco-. Hay que llegar enseguía abajo; aquí arriba somos un blanco perfecto. Ahí, en la vega, podremos escondernos en las plantaciones de cañaduz.
La culebra humana había sido sacudida en toda su longitud. Muchos corrían rocas arriba, escalando a rastras el terraplén, donde los guijarros sueltos les hacía deslizarse inutilizando sus esfuerzos. Otros se lanzaban al mar, donde muchos morían, o se metían en los repechos del acantilado, donde hallaban el refugio definitivo porque quedaban sepultados a causa de los desprendimientos originados por los estremecimientos de la tierra. Mani y los suyos corrieron pendiente abajo, quinientos, ochocientos, mil metros, y de repente la cinta de asfalto recuperaba la horizontal y allí estaba, incitador, el campo de caña. Ana y Angustias gemían y los cuatro hermanos pequeños del Templao lloraban con alaridos. Se echaron entre las cañaduces mientras el mundo se bamboleaba a su alrededor.
Los cañonazos cesaron al poco rato, paradójicamente cuando el día había aclarado del todo. Mani comprobó que la carretera se había vaciado; toda la desbandada se encontraba desparramada por las dos orillas entre voces y lamentos, buscando el embozo de la vegetación o las rocas. A pesar de las dos noches sin descanso, había resistido bien la caminata, pero ahora, tirado sobre la tierra húmeda y aromática, sintió deseos de permanecer inmóvil, dejarse arrastrar al mundo sin tacto ni olor, ni dolor, al que solamente podía acceder durmiendo. Paula lo impidió:
-Descansaremos en Torre del Mar; allí habrá quien nos dé algo de comer y así nos recuperaremos un poquillo.
-Sí, será mejor -afirmó Paco-. De día es imposible avanzar; andaremos solamente de noche.
Se arrastraron hasta la aldea, en cuclillas, tratando de no descubrirse sobre las cañaduces. El aroma dulzón de la plantación de caña de azúcar se mezclaba con el de la pólvora, y dominaba el ambiente un olor picante que, sumado a la extenuación física, tenía cierto poder narcótico. Todos ansiaban correr en busca de un sitio donde dormir, pero no podían erguirse para exponerse a ser el blanco de la metralla, ni ayudar a las dos embarazadas que, incapaces de andar en cuclillas, tenían que avanzar a tarascadas, reptando sobre sus manos y rodillas. Tardaron en avistar las primeras casas de Torre del Mar, que ardían como todo el cañaveral de sus proximidades, lo que les obligó a alejarse del mar, hacia donde los incendios eran menos numerosos. A Mani le causaba desconcierto y zozobra ver delante y tan cerca la grupa de su madre, oscilante mientras se desplazaba a gatas; Paula carecía en esos momentos del porte altivo que habían apuntalado a la familia desde que el muchacho tenía memoria; en ese instante, sintió Mani que también iba a desmoronarse la arquitectura de fortaleza que había tenido que edificar dentro de su espíritu, a base de náuseas rumiadas, con objeto de poder satisfacer las exigencias maternas, y se echó a llorar.
Casi al final del recorrido a gatas, consiguió disimular las huellas del llanto mientras cruzaban un pequeño arroyo y las borró definitivamente mojando las manos y limpiándose los ojos en una atarjea que hubieron de saltar, atarjea por la que, ignorante de que el mundo estaba hundiéndose, discurría apacible y cantarina el agua fresca, con la misma incitación consoladora que debía de haber ofrecido durante los siglos que llevaba corriendo por el estrecho canal. Bebieron todos con avidez, hasta que un grito de terror de Angustias les disuadió; en el fondo del agua cristalina había una mano de hombre, cercenada por alguna explosión cercana, que la corriente arrastraba poco a poco pendiente abajo.
Las escasas calles empedradas entre muros relucientes de cal que permanecían intactas, se habían convertido en un campamento; en cuanto llegaban, los fugitivos se desplomaban y se dejaban vencer por el sueño en el mismo punto donde caían. Todas las puertas y ventanas estaban fuertemente atrancadas y nadie respondió las insistentes llamadas en petición de ayuda.
-Esto es una encerrona -afirmó Paula, entre dientes, con ira.
Echados todo sobre el empedrado, entre la multitud durmiente, sólo Paula, Paco y Mani velaban.
-¿No dijo Queipo de Llano por la radio que podíamos escapar? -continuó Paula con indignación- Mirad lo que nos ha hecho, meternos en un matadero aposta. Con la trampa que nos ha preparao, los rebeldes van a cazarnos como ratas.
-Creo que más bien quieren evitar tener que anunciar al mundo que han conquistao una ciudad fantasma -disertó Paco-. Pretenden que volvamos a Málaga.
-¿Matándonos? -Paula tuvo que contener el grito de furor-. Volverán a Málaga nuestros cadáveres. Esta carretera es una pasarela de más de cien kilómetros colgá del precipicio y esos canallas nos han dao alas pa huir, con idea de tenernos a tiro y exterminarnos. ¿No sería mejor ir tierra adentro y refugiarnos por Vélez?
-Escucha, mamá.
Mani, que aunque le atormentaba el sueño no conseguía dormirse, hizo lo que Paco había indicado a su madre, prestar atención obviando los sonidos cercanos. Por el anfiteatro de laderas montañosas que se descolgaba desde el paso de Zafarraya hasta el mar, llegaban ecos de cañonazos. Vélez ocupaba el centro de ese anfiteatro.
-¿Oyes? -continuó Paco-. Están bajando contra Vélez y si no caen sobre nosotros, será que nos temen porque somos muchos, contradiciendo sus previsiones, y también les frenará la suposición de que llevamos armas. Solamente tenemos escapatoria por la costa, y a partir de Nerja, quizá podamos empezar a confiarnos.
-¿Cuánto falta? -preguntó Paula.
-Veintitantos kilómetros -respondió Paco con tono gutural.
-¡Dios mío! -exclamó Paula-. Con las barrigas de esas niñas, no conseguiremos llegar esta noche... ni nunca.
Mani notó que Paco se dormía o, más bien, fingía dormirse por carecer de respuestas y alternativas. Pero Paula continuaba despierta y no parecía dispuesta dormir. Tenía los ojos fijos en el firmamento y sus labios se movían como si estuviera rezando. Algo, el presentimiento de una inminencia indefinible, hizo que Mani recordara que tenía con ella una cuenta pendiente, hallando que ya no podía ser postergada más. Se giró hacia su madre y le pasó el brazo por el cuello. Paula volvió a los ojos hacia él; en el primer instante, le sonrió, pero debió de intuir en sus ojos la pregunta, porque al instante siguiente compuso una expresión muy seria y trató de desasirse del abrazo. Mani la retuvo y alzando un poco el mentón, la besó en la mejilla.
-Tienes que contármelo, mamá.
Paula comprendió instantáneamente. Observó el rostro de su hijo unos segundos.
-¿Qué temes, que no salgamos de ésta?
-No, mamá. De ésta vamos a salir, te lo juro. Te prometo que vamos a llegar a un sitio tranquilo, y seremos felices pa siempre. Pero no creo que vuelva a encontrar nunca otra ocasión igual pa que me digas...
-Yo tenía pocos años cuando sucedió; así que lo sé de oídas. Ni siquiera estoy segura de que ocurriera verdaderamente como lo recuerdo.
Era un día de mayo de 1897, en un jardín refrescado por las sombras de dos araucarias gigantescas bajo las que se abría un caleidoscopio de flores. Había otros muchos árboles en una extensión de terreno que parecía un parque público: Cedros, palmeras, ficus y limoneros, rodeados de arbustos de rosas y celindros. El perfume era tan omnipresente como la tibieza amable del sol de media mañana. Josefa había tenido que saltar a duras penas la verja tras ser rechazada por los criados en la entrada, muy violentamente, y tenía la pobre falda pardusca rasgada por un costado a causa de una de las lanzas doradas de la verja; aunque su pudor no sufriría menoscabo, porque vestía otras dos sayas bajo la falda rasgada, le avergozaba el guiñapo que iba arrastrando sobre los guijarros blancos y grises del caminillo que conducía hacia el ventanal. Podía oír rumores de voces, aunque no muy claramente, porque el trino de los pájaros la envolvía como un concierto. Sí, había mucha gente en la casa medio oculta por buganvillas, rosales trepadores, glicinas y jazmines. Algunas cristaleras, las más bajas, transparentaban el apresurado ir y venir de muchachas vestidas como princesas; podía verlas recogiendo sus faldas para subir las escaleras o bajarlas, para correr a través de las alfombras o entre el abigarrado mobiliario, en un trasiego continuo de última hora. Había muchas cosas sorprendentes en ese salón entrevisto por las cristaleras y lo que más le llamó la atención fueron las numerosísimas miniaturas de barcos veleros. Josefa comprendió que no existía ningún punto en esa fachada por donde pudiera entrar; tendría que encontrar la puerta de servicio, en uno de los dos laterales, puesto que ya había comprobado la inutilidad de intentarlo ante la hermosa puerta de multicolores cristales emplomados. Era tan completo el agobio de las prisas que dominaba a todos los ocupantes de la casa, incluída la servidumbre, que la puerta de servicio estaba abierta de par en par. Entró sin tomar precauciones y en vez de permanecer oculta en la cocina o acechando desde las múltiples estancias de esa parte de la casa, se dejó guiar por las voces hacia el salón principal, un lugar decorado de un modo que no sabía que existieran escenarios así en la ciudad. Escuchaba la voz de Francisco Manuel sonando quedo en algún lugar cercano, pero no podía identificar con exactitud ni la dirección de donde llegaba el sonido ni, mucho menos, la habitación. Además de miedo, sentía tanta congoja que apenas podía respirar, y tenía que avanzar casi sin ver dónde pisaba, porque la cegaban las lágrimas. Francisco Manuel, antes tan leal, tan inmutable, no había vuelto a visitarla desde el nacimiento de su segunda hija; la primera, la que tenían en común, había gozado sobradamente de las risas y los halagos del que parecía el padre mejor del mundo, el más hermoso, el más gentil y dadivoso. Pero Paulita llevaba veintidós días sin probar el poder de los brazos del padre, sin oler el aliento de sus besos y ella, la madre desesperada que continuaba fingiendo paz ante su hija, había perdido los deseos de vivir si tenía que hacerlo sin el amor del único hombre que había tocado en su vida. Los primeros tres años, había creído sus promesas imposibles, que el primogénito de los Robles del Altozano se casaría algún día con ella, una pobretona modistilla sin educación ni fortuna. Luego, cuando satisfizo su ruego de que, al menos, le diera el apellido a Paula, todo pareció haber quedado saldado satisfactoriamente y fueron durante cinco años volcanes de amor absoluto. El matrimonio con Elena se había celebrado dos años atrás, y ni Francisco Manuel lo mencionó ni Josefa quiso darse por enterada; fingió ignorancia porque nunca aceptó sentirse la otra y una forma de evitarlo era no mencionar a la esposa legítima; por lo tanto, jamás había surgido de su boca un reproche en esos dos años. Pero hacía tres semanas que había tenido noticias del nacimiento de Rita, el cuarto día de ausencia de Francisco Manuel, cuando fue a preguntar por los alrededores a la servidumbre de su casa y de las demás casas de su calle; había esperado en vano su regreso los veintiún días hasta la tarde anterior, cuando se enteró de que iban a celebrar el bautismo de Rita. No sabía lo que iba a decirle, a él o a cualquiera que se cruzase en su camino, sólo necesitaba una explicación o una herida de muerte: que él le contara satisfactoriamente por qué no la había visitado, aunque ella tuviera que engullir la mentira, o que le dijera, de una vez, que había muerto el amor. Avanzó un par de pasos más, todavía con la esperanza de encontrarse con él y nadie más, poder saber, obtener su explicación y una palabra de esperanza, y al desplazarse hacia el centro del salón, el guiñapo que colgaba de su falda se enganchó a la barroca pata trípode de un velador, que cayó con gran estrépito al romperse su frágil tablero de cristal decorado y al caer el jarrón de plata que había encima. Inconscientemente, quiso arreglar el estropicio, creyendo que podría juntar los trozos esmerilados del rico vidrio y, para ello, sujetó el jarrón de plata. Al instante, comprendió su error cuando una doncella, parada tras ella, comenzó a gritar "¡ladrona, ladrona!"; el salón se llenó de gente inmediatamrenter: las amigas y primas de Elena Viana-Cárdenas James-Gray, sus padres y primos, la servidumbre casi en pleno, los padres y hermanos de Francisco Manuel, y, por fin, éste, que llegó con el brazo echado por los hombros de Elena, quien llevaba a Rita en brazos, ya terminada de vestir para el bautismo. Inexplicablemente, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón de plata, como si ése fuera su único asidero con la vida. Sus ojos se cruzaron con los de Francisco Manuel, en cuya tez acababa de instalarse un témpano de hielo; conturbado, todavía parecía más hermoso. Notó su lucha interior, sus desesperados intentos de imaginar una solución para lo que no la tenía. El padre de Elena, un rechoncho hombre de pelo ensortijado completamente blanco, de sonrisa afable pero de ojos de acero, ordenó con vozarrón de marinero a un lacayo: "Federico, coge la calesa y ve deprisa en busca de los guardias". Salió el hombre uniformado como la gente de los cuadros, y mientras tanto, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón, Francisco Manuel palidecía más y más y Elena encontraba el hilo invisible que unía en expresiones de entendimiento las miradas de los dos. Quiso engañarse a sí misma, creer que no, que en modo alguno se confirmaban los chismes que tanto habían ido a rondarle y tanto había desdeñado, pero Josefa, cuya expresión cenicienta parecía la de alguien en el umbral de la muerte, gimió: "Pacomani, por favor". Pacomani era el apelativo cariñoso de Francisco Manuel, que sólo los muy íntimos conocían además de sus padres y hermanos. Elena miró hacia su marido con indignación, esperando que él justificase el conocimiento del diminutivo familiar por parte de aquella miserable ladrona, pero él, como si emergiera de un mar proceloso donde hubiera estado a punto de ahogarse, sonrió seductoramente a su mujer, le echó el brazo por los hombros, la besó en el pómulo y dijo: "Vamos, mi adorada, no dejemos que este incidente nos amargue la celebración del bautismo de nuestra hija". Una hora más tarde, Josefa era conducida a la prevención y, dos días después, a la cárcel, donde murió el día que Paula cumplió los once años.
-¿Y tu padre? -preguntó Mani, a quien asombraba que Paula le contase esa historia sin llorar ni descomponerse, un relato que desmentía muchas de las nociones que ella misma siempre había transmitido a sus hijos acerca del abuelo.
-Murió mes y medio después del bautismo de Rita, por la coz de un caballo. Los caballos eran su pasión, una pasión que acabó con él. Tal como lo recuerdo, creo que hubiera llegado a superar su momento de cobardía y habría sacado a mi madre de la cárcel, pero no pudo ser, porque murió. Según me decía mi madre cuando me llevaban a verla, doña Elena tenía conocimiento de mi existencia porque le escribió varias cartas pidiéndole que me socorriera, pero ella lo niega; asegura que esas cartas debieron de escamoteárselas sus padres, porque no querían que ná la angustiase por habersre quedao viuda tan joven. De cualquier manera, al final, y seguramente porque la pillaste ya muy vieja, ella se ha portao bien con nosotros, Mani, sobre todo contigo y con el Migue, pero yo no he podido mirarla jamás sin sentir una puñalá en el pecho recordando a mi madre encerrada en una cárcel por culpa de su padre o por la culpa de ella, que a lo mejor no quiso darse por enterá.
-Entonces, su hija y tú erais hermanas...
-Más o menos. Ahora ya no tiene importancia, ¿verdad? Escucha, Mani, por lo que más quieras, no le cuentes esa historia a tus hermanos; ellos sólo saben lo esencial, que estamos emparentaos con la de los barcos y para de contar, porque lo que le hicieron a mi madre ya no me da dolor ni desesperación; pero me produce una vergüenza que no la puedo soportar.
Mani examinó el rostro de Paula con detenimiento. No tenía lágrimas en los ojos ni se le ennegrecía el semblante, ni tampoco había un rictus especial en sus labios. Le dio un beso, que ella correspondió, y ambos fingieron dormir. Un poco más tarde, la oyó murmurar:
-Dios mío, permítenos llegar a Nerja sanos y salvos.
La inestabilidad del tiempo era un inconveniente más. Tan pronto les caldeaba un rayo de sol fugaz como, al instante siguiente, caía la llovizna mansa que llamaban "calaera", pero ni siquiera bajo las perezosas gotas de lluvia se movieron de sus lechos de piedra. Permanecieron tumbados a la espera de que algún milagro les transmitiera la energía indispensable para ponerse de pie. Mani se fijó en Ricardo; los meses pasados en la Goleta le habían devuelto el peso perdido en su convento, pero la caminata había ocasionado que pareciera de nuevo un cadáver; Inma, que tenía al otro lado al Templao y sus amarras, se había arrimado al ex fraile; Mani observó que ninguno de los dormía del todo, aunque ambos trataban de hacer creer al otro que sí; Inma ocupaba al instante el espacio que Ricardo iba dejando libre con sus intentos de apartarse de ella. Rosalía tenía una expresión gozosa, dormida entre los brazos de Paco. Los ojos de Ana humedecían el pecho de Antonio. El Templao roncaba ruidosamente, abrazado por sus cuatro hermanos menores. Mani descubrió una mancha de sangre en la media de Angustias, y sacudió a Miguel.
-Deja que duerma un poquillo más, hombre.
-Angustias está sangrando.
Dio un respingo. Se arodilló junto a Angustias y trató de descalzarla, pero los zapatos se incrustaban en la inflamación mostruosa que le deformaba las piernas. Miguel rompió en llanto y sus lamentaciones despertaron a los que dormían más cerca, que formaron un corro en torno a su mujer.
-Tenemos que quitarle los zapatos -afirmó Rosalía.
-Es imposible -gimió Miguel-, no salen.
-Podemos cortarlos -dijo Rosalía y, volviéndose hacia Paula, preguntó: -¿Lleva usted tijeras?
Paula asintió y las extrajo del bolsillo de su abrigo, pero cerró los ojos, incapaz de observar cómo la ex monja, con enorme sangre fría y manos acariciantes y enérgicas a la vez, apretaba la piel hinchada para facilitar la introducción de la punta de las tijeras. Miguel sujetaba a Angustias, que mordía el pecho del joven para resistir el dolor.
-No puede andar -sentenció Miguel cuando los pies agrietados y sangrantes quedaron descubiertos.
-La llevaremos de dos en dos, en sillita de rey -dispuso Paco-. Haremos tres turnos: Guaqui y Mani, Antonio y Ricardo y Miguel y yo. Andando. Hay que darse bulla, pa que esto no nos atrase más todavía. De día o de noche, ya da igual; nos van a masacrar de toas, toas.
La guirnalda improvisada la noche anterior con cuatro de los hermanos del Templao fue extendida a dos más, porque no conseguían obligarles a permanecer agrupados, mientras todos tendían a fijar su atención en Angustias y la penosa manera de transportarla. Cuando abandonaban la aldea donde gran parte de la desbandada dormía aún, preguntó Inma a Ricardo:
-¿Por qué no tienes mujer?
-Niña -reprendió Carmela-, no digas tonterías.
-¿Eres un maricón? -insistió Inma.
Caminaban de nuevo entre sembrados de cañaduz. La pregunta de Inma produjo un silencio mortal.
-¿Te quieres callar? -se impacientó el Templao, que en ese momento cargaba a Angustias con los brazos entrelazados con los de Mani.
-No importa -aseguró Ricardo, rojo de rubor-. Yo entregué mi cuerpo a Dios nuestro señor.
-¿Y Dios pa qué lo quiere? -preguntó Inma.
Mani sintió ganas de reír, Paula fingió no haber escuchado, Miguel rió abiertamente y los demás adultos ensayaron expresiones de estar pensando en otros asuntos.
-Inma, bonita -Rosalía trató de despejar la incomodidad general-. ¿Quieres aprenderte una copla?
-Sí -respondió Inma con entusiasmo-, una copla que yo pueda bailar.
-¿Sabes el vito?: "Una malagueña fue/ a Sevilla a ver los toros/ y en la mitad del camino/ la cautivaron los moros" -cantó Rosalía con hermosa voz y buen tono.
-Los moros son los que vienen a violarnos, ¿verdad? -preguntó Inma con lascivia.
El Templao apretó los labios y masculló una maldición ininteligible.
Iban turnándose los seis hombres para transportar a Agustias y Paula aferraba la cintura de Ana, cuyos malestares iban aumentando aunque ella no se quejara. Los hermanos del Templao protestaban de hambre y sólo Rosalía, con sus historias y canciones, conseguía acallarlos, pero el llanto rebrotaba un centenar de pasos más adelante. Cortaron cañaduces que aún estaban verdes y tenían un sabor muy ácido, pero el zumo les proporcionaba alguna energía. Angustias no paraba de chupar y mascar los tronquitos que le daban, ya descortezados, y los más jóvenes también lo hacían con afán, como si cada trago de zumo estimulara más su apetito en vez de satisfacerlo. Desde la llanura azul del mar moteado aquí y allá de pequeños retazos iluminados a través de los rotos de las nubes, el barco continuaba bombardeando la carretera y la caminata se multiplicaba por tres, por la frecuencia con que tenían que correr a refugiarse tras las rocas. Mani observó que Paula se negaba a mirar los cadáveres que festoneaban la cinta de asfalto; en realidad, la multitud de ojos desorbitados por el horror había dejado de mirar todo lo que no fuese el horizonte tras el que se escondía la meta de su viaje, como si la contemplación de los cuerpos descoyuntados representase la erección de murallas que no tenían fuerzas para escalar.
Cayó de nuevo la noche. Ya todos carecían de aliento para emitir cualquier sonido, cualquier lamento, cualquier reproche y sólo se oía el rumor de los pasos, un zum-zum-zum con cadencias que parecían ensayadas, amortiguadas por las suelas de esparto. Ahorraban todo esfuerzo, hasta el de hablar, para dirigir la rabia hacia las piernas, que eran la única herramienta útil y por eso trataban de concentrar en ellas los restos de su vitalidad. Andar, arrastrarse, rodar, dejarse la planta de los pies en el pavimento con la esperanza azul de Nerja por todo pensamiento. La salvación era azul resplandeciente de sol, un acantilado azul sobre el mar de plata, un paraíso azul suspendido en el azul del cielo. Nerja, azul, pórtico amable hacia una promesa de vida feliz. Habían abandonado en el camino todas las ambiciones y lo único que les mantenía de pie era la voluntad de vivir o que ese bien supremo fuese conservado por quienes amaban. Se cogían de las manos para no perderse y comunicarse fortaleza, pero nadie decía nada, sólo de vez en cuando sonaba la voz de Inma con algún comentario que crispaba la mano con que su hermano aferraba el brazo de Mani cuando les tocaba cargar a Angustias. Paula parecía a punto de despeñarse del orgulloso baluarte de resolución donde había mantenido a sus hijos toda la vida; Mani la veía apretar los párpados y fruncir los labios a cada queja de hambre de los hermanos del Templao, como si ése fuera el único dolor para el que no se había acorazado.
Los desgarradores gritos infantiles se tornaron alaridos al amanecer, que les sorprendió cerca de un cruce de caminos. Una estrecha carretera culebreaba para desembocar en la de la costa; descendía desde Torrox, un hermoso pueblo blanco que emergía de las brumas entre las claras del alba, recortado allá arriba, en un cerro verde, contra el verdor agreste de la sierra que lo envolvía.
-¿Llegaríamos ahí arriba antes que a Nerja? -preguntó Paula a Paco, señalando con el hombro las casas refulgientes.
-Sí, mamá, pero nos retrasaríamos, y donde debemos ir es a Motril y, después, a Almería.
-Ya estamos retrasaos de sobra. En Nerja, seguro que no habrá ná que comer, con esta desbandá de famélicos. Ahí arriba, en Torrox, es posible que encontremos algo; nos hace muchísima falta, porque estos niños no pueden aguantar más y las preñás necesitan comer por dos. Venga, andando pa arriba.
Bajo la todavía indecisa claridad filtrada por las nubes, Mani notó que las piernas de Angustias, transportada en ese momento por Ricardo y Miguel, eran de color cárdeno. Al apartar la mirada para escapar de la masa informe de carne inflamada, vio que también las zapatillas de paño de Paula estaban manchadas de sangre. Examinó su cara, pero no mostraba señales de dolor; en ese instante, comprendió que amaba más allá de lo racional la materia especial con había sido construída. Ella era tan fundamental, tan definitiva en su vida, que verla sufrir el menor quebranto resultaba insoportable. La tomó por la cintura, como si pudiera compensar el esfuerzo que ella hacía para sostener a Ana. Paula giró la cara hacia él y le sonrió sólo con los ojos.
La llovizna calaera que les humedecía la ropa no deslucía el brillo del barco; continuaba frente al punto donde estaban, como si quisiera acosarles a ellos concretamente y no persiguiera a nadie más, como si pudiera reconocerles en la aglomeración de enjambre que agrisaba la carretera. El fulgor adquirió un matiz distinto y, al instante siguiente, el proyectil levantó una nube de polvo y guijarros a escasa distancia. Como si el cañonazo fuera un toque a rebato, los nubarrones vomitaron inmediatamente después una escuadrilla de aviones.
-Son republicanos -aseguró Paco, aunque todavía estaban demasiado lejos para identificarlos- Vendrán a echarnos víveres.
Mani forzó la mirada; no eran republicanos. A Paco le cegaba su necesidad de creerlo, pero tenían pintados en los costados escudos alemanes e italianos. Sobrevolaron la carretra dos veces. Cuando parecía que iban a alejarse, se lanzaron hacia la gente a baja altura; no tiraban bombas al principio, sino que fueron ametrallando por turno: llegaba uno, en picado, y cuando daba la impresión de que se estrellaría contra la multitud, cobraba altura en un segundo y era sustituído por otro que también les ametrallaba; así continuamente, en un carrusel incesante.
-A correr -aulló Paco-. Subamos a Torrox.
La carrera para huir de los aviones les había puesto en camino; se encontraban pendiente arriba, a varios centenares de metros de la costa. Paco ordenó que anduviesen campo a través, fuera de la estrecha línea de asfalto.
-Es una trampa -masculló Antonio-. Nos han convencío de echarnos a la carretera pa meternos en un mataero. Lo tenían previsto, ¿no os dais cuenta?; primero, los barcos y ahora, los aviones...
No muchos habían tenido la idea de subir al pueblo. Mani supuso que podían temer que los rebeldes estuvieran bajando también por ese camino, aunque creía que no tenía comunicación con el de Vélez. Pero aunque ahora eran pocos, el día anterior debían de haber sido muchos, pues los campos de bancales estaban completamente arrasados. Ante tanta desolación, el brillo blanco de las paredes enjabelgadas de Torrox constituía una promesa de buenaventura. Aunque no era excesiva distancia, debían descansar cada dos por tres, por la carga de Angustias y a cada parada, los berridos de los niños se volvían ensordecedores. Carmela lloraba sin cesar y Rosalía miraba los alrededores con ojos febriles, en busca de algo con que poder mitigar el hambre de los niños. Mani, Miguel y el Templao se dejaron escurrir por la pendiente de una quebrada, hacia un matorral de palmitos, que arrancaron con fiereza. Los niños mascaron al principio con avidez la raíz pulposa de sabor ligeramente áspero, pero en seguida despreciaron lo que para los demás representaba un manjar y recomenzaron los aullidos.
-Al menos, podemos comprar morcillas, pasas e higos secos -dijo Paula cuando alcanzaron las primeras edificaciones.
-No te hagas muchas ilusiones, mamá -murmuró lóbregamente Antonio.
Mani comprendió lo que Antonio quería decir. Todas las puertas y ventanas estaban trancadas. Nada se movía, nada se oía; nadie emprendía el trajín propio del amanecer en una aldea rural; no se veía una yunta ni un labrador. No parecían naturales del pueblo los fugitivos dispersos que dormitaban en la calle y entonces Mani cayó en la cuenta del porqué de un silencio tan absoluto; no había a la vista ningún perro ni gato, que debían de haber sucumbido a la desbandada hambrienta de la tarde anterior. Las hermosas calles de blancura reverberante callaban con un silencio inhóspito, como si rehusaran darles la bienvenida. Miguel golpeó a puntapiés una puerta tras otra. Lo hacía al principio afectando corrección de visitante inesperado, pero a la cuarta o quinta puerta muda perdió el control y comenzó a saltar golpeando con las rodillas, los puños y los pies.
-Abrir, por favor, tener por Dios compasión; llevamos una preñá a punto de morir.
Nadie respondió su llamada a lo largo del trecho que mediaba hasta el centro de la aldea. Miguel persistía ante la congoja de todo el grupo; saltaba, escalaba rejas, se colgaba de los balcones aullando, rajaba su garganta en súplicas y los postigos continuaron cerrados, aunque Mani advirtió que algunos visillos se movían muy levemente. Al llegar a la plaza, todos cayeron sobre el empedrado, exhaustos, decididos a no moverse nunca más del punto donde se desmoronaban. Los gritos de los niños arreciaron, las acometidas de Miguel contra las puertas y ventanas parecían las de un demente rabioso y sus cuatro hermanos no podían hacer otra cosa que llorar.
-Tienen que estar mu acobardaos -gimió Paco-. La desbandá pasaría por aquí ayer como un maremoto, arrasándolo tó.
Los gritos de Miguel debían de oírse en todo el pueblo, porque retornaban en ecos, devueltos por la sierra. Tras varios minutos más de golpes y patadas, ya sólo era capaz de llorar, y se arrodilló en medio de la plaza. Juntó las manos como en una oración, agachó la cabeza y dijo alto pero con voz contenida:
-¡Tener piedad, por la Virgen! Llevamos varios niños a pique de marearse por el hambre y a dos embarazás. ¡A mi mujer se le han reventao los pies, coño! ¡Tener caridad, por vuestros muertos! No consentir que se muera mi mujer...
Mani sentía tanta rabia, que tuvo que reprimir el deseo de arrancar una piedra del suelo y lanzarla contra el último cristal tras el cual había visto moverse un visillo. Notó que Antonio se acercaba a Miguel como un sonámbulo; había dejado de amar a su hermano mayor hacia meses, un año tal vez. Ahora le asombró la ternura conmovida con que se acercaba a Miguel y sintió vergüenza de su desamor. Antonio dio una vuelta en torno a Miguel, mirándole a través de sus ojos congestionados y alzando las palmas de las manos, como si quisiera encontrar qué hacer o qué decirle. Vaciló varios minutos y, finalmente, como no se le ocurrió nada, cayó también de rodillas y, de medio perfil, abrazó a Miguel y lo meció como si tratara de acunarlo. Pasados unos momentos, alzó los puños al cielo y gritó:
-¡Dios mío, ten misericordia de nosotros! Haz que se ablande el corazón de esta gente.
Ana sollozaba muy quedamente. Rosalía estaba arrodillada, tapándose los ojos con las manos. A Paula se le desorbitaban los ojos, como si acabase de descubrir que la miseria del mundo era infinita y no fuese capaz de asimilarlo. Mani notó que ahora eran muchos los visillos que se movían: abundaban los que querían contemplar al demente que aullaba de aquel modo, y adviritió que su madre también se había dado cuenta y que ello colmaba del todo su medida. Se alzó y con su porte majestuoso recuperado, aunque a pasitos cortos porque debían de dolerle mucho los pies, cruzó el trecho que separaba al grupo del punto donde Miguel y Antonio hacían pública genuflexión; llegada hasta ellos, haló de su ropa y les obligó a poner fin a su humillación.
-Aquí no tenemos ná que buscar -dijo a gritos-. No sigáis dando el espectáculo pa el recochineo de estos miserables. Cruz y raya. Que Dios o el demonio fulmine a esta caterva de degeneraos. Hala, dejar de llorar y hacer algo útil; tratar de echar abajo alguna puerta, porque de aquí tenemos que salir alimentaos.
Los primeros golpes de Paco y Antonio contra un portón que parecía el de un cobertizo o un granero, fue respondido con una andanada de disparos que llegaban de varios puntos, y todos tuvieron que echar a correr cuesta abajo, entre los alaridos de los niños y las quejas de Angustias y, ahora, también de Ana. Quienes disparaban, no parecían querer acertar, sólo que se marcharan. Mediada la primera recta por donde habían abandonado la plaza, cayó un hato ante Paula, que lo recogió sin apenas pararse.
-¡Hay en este pueblo, por lo menos, un justo pa que no lo destruya el fuego divino! ¡Tenemos comida!
Sin detenerse, fue dando pellizcos de pan y trozos de morcilla, primero a los niños y luego a los demás y abandonaron Torrox con su objetivo cumplido. El regreso fue más fácil cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los vieron alejarse y volver.
-No podemos meternos en la escabechina que estarán haciendo -dijo Mani.
-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-: Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente, entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis visto que namás disparan contra la carretera de la costa.
Los aviones volaban como un enjambre de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.
-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no estimular nuevos llantos de los niños.
El pavimento se iluminaba por el brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo, para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén: entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estepitosos y gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba, pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunban sus brazos, un niño de pecho cuyas entrañas colgaban penduleando al andar la madre; apretó los párpados, a ver si conseguía despetar de la mostruosa pesadilla. El sol, ¿dónde estaba el sol?. Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera a despertarle. El Templao hizo que abriera los ojos de nuevo.
-Fíjate en ésa -dijo con espanto.
Delante de ellos, otra mujer sujetaba un brazo infantil, como si condujese de la mano a un niño pequeño, pero aparte del brazo, no había nada más.
-Escucharme -gritó Paco, como si necesitara actuar para no pensar-, en cuanto oigais el menor zumbido, echar a correr. No quedarse de pie ni un segundo; tós al suelo, pegaos a una roca, y os quedáis completamente quietos.
Tuvieron tiempo de andar un buen trecho antes de que los aviones volvieran. La vía era muy sinuosa tras la corta recta que habían dejado atrás, y se encerraba en un acantilado cortado a pico, como si el camino fuera un quiebro muy breve de dos verticalidades. A la izquierda, el precipicio se elevaba en una curva convexa que llegaba a suspender la roca sobre sus cabezas y a la derecha, caía hacia las olas en picado. El mar tenía un sucio color pardusco, feo como un páramo helado. Sin embargo, el barco seguía refulgiendo.
-No puedo con mi alma -se quejó por fin Ana.
-Aguanta, hija -rogó dulcemente Paula-. Paco dice que no falta ná pa Nerja.
Habían olvidado el cansancio. Los pasos resonaban en el semitúnel que les envolvía con ecos de foso musical. El clamor de los quejidos, las plañideras voces que pronunciaban nombres sin conseguir respuesta, habían ido amortiguándose hasta extinguirse y de nuevo el silencio era interrumpido sólo por suspiros aislados. La familia Robles del Altozano y la del Templao iban todos cogidos de la mano en torno a Miguel y Ricardo, que eran los que cargaban a Angustias en esos momentos. Sin darse cuenta, habían formado una cadena que incluía hasta a los niños más pequeños, como si quisieran contagiarse coraje.
Mani no entendía el misterio del clima mediterráneo andaluz. Podía estar lloviendo y el cielo cubierto de nubes y, en un momento, sin transición, volvía a lucir el sol en un espléndido firmamento turquesa. Cuando vislumbraron el fin de aquel callejón parecido a una hornacina por donde se desplazaban, y al superar una curva muy cerrada, la carretera se abría a una pendiente suave que descendía hacia un estrecho valle litoral cubierto de verdor. Aún no se alcanzaba a ver el pueblo de Nerja, pero la pequeña vega que se deslizaba hacia el mar para interrumpirse abruptamente en el acantilado más hermoso que Mani hubiera sido capaz de imaginar, surgió ante ellos bañada por un sol indolente. Habían llegado al paraíso. El infierno quedaba atrás y lo que ahora tenía ante sí era un edén incitante y provocativo, un jardín bendito donde superarían el horror. Los chirimoyos que aún estarían cargados de frutos, los mandarinos, naranjos y limoneros, las pitas y chumberas, las cañas trenzadas de las tomateras y pequeños retazos de cañaduces resplandecían en el esplendor verde acariciado por la mágica atmósfera azulada que limitaban las cercanas montañas. Iban a llegar a Nerja en menos de media hora: se habían salvado. También el mar había recuperado de repente el azul para no desentonar del paisaje, y lamía afectuosamente los peñones del acantilado que la aerosión habían convertido en islotes. No podía haber un lugar más bello en el mundo ni más promisor. Mani no había visto gaviotas en todo el camino, y allí había gaviotas chapoteando en la escarpada orilla. Tampoco había visto perros ni gatos, y abajo, al lado de un chamizo, vio un perro que se divertía persiguiendo a un gato. Lo de detrás era un mal sueño. La vida esperaba delante.
Extasiado, Mani escuchó con un sobresalto el aullido de Paco:
-Los aviones! Aquí no tenemos donde escondernos. Esta cuesta tiene que ser pa ellos como un escaparate. Correr pa abajo, a los sembraos, venga, correr, por Dios.
No podían hacer otra cosa que correr. Correr en busca del sol y los chirimoyos, de los matorrales de palmito, de la extensión verde donde la oscuridad abisal de las rocas sobre las que andaban se trocaba en luz. Pero eran varios centenares de metros los que aún les separaban de la vega, que parecía retroceder, burlona, cuanto más corrían hacia ella. Los aviones les adelantaron y, en la otra punta de la ensenada, viraron en redondo. De nuevo como si les acechasen a ellos y sólo a ellos, reanudaron el carrusel frente al grupo y en seguida comenzaron las ráfagas de disparos.
-¡Al suelo! -aulló Paco.
Cayeron de bruces, inmovilizados boca abajo como lapas después de la ola. Las ráfagas de balas pasaban rozándoles, perforando el pavimento con chasquidos ensordecedores. Duró unos minutos, muy pocos y pronto se alejaron en dirección a Málaga.
-A correr, a correr -urgió Paula-. Aunque nos dejemos las plantas de los pies en el suelo, hay que correr sin parar. Tenemos que llegar abajo antes de que vuelvan, allí podremos escondernos...
Los cuerpos y miembros desprendidos se apilaban en las cunetas como muñecos rotos. Iban formando pilas espontáneamente: caía uno y luego otro que era alcanzado al pasar por encima del cadáver, y luego un tercero y, a la postre, se amontonaban como un vertedero infame. El último repecho de la carretera estaba cegado por uno de esos montones y tuvieron que escalarlo para continuar corriendo, pero Ana se trabó entre los exánimes miembros ensangrentados y dejó de debatirse, quieta, como si se dispusiera a morir para no tener que seguir contemplando tanto horror. Acudieron Mani y Antonio para obligarla a continuar.
-¡Virgen de Zamarrilla! -suspiró Paula-. Tantos muertos sin enterrar, no van a tener si siquiera el derecho a una sepultura.
Llegaron al fondo de la cuesta. La luz les envolvía por fin, acariciante, pero el runrún se hizo audible de nuevo y los aviones les alcanzaron otra vez como un enardecido enjambre de abejas. Pareció que iban a alejarse hacia el este pero, inesperadamente, giraron y maniobraron en dirección al grupo.
-¡Al suelo! -ordenó Paco.
Pasaron uno tras otro, tan cerca, que Mani creyó que las panzas les rozarían. Daban la impresión de ser centenares, porque el carrusel no paraba: cada avión que les sobrevolaba, volvía al principio tras un salto. Luego de un tiempo que duró un millón de años, los oyó distanciarse y desaparecer más allá del acantilado que habían dejado atrás. Mani se levantó dándose palmadas en las orejas para aliviar el zumbido de sus oídos.
-Mamá, levántate; ya se van.
Ninguno se movía. Les gritó que el peligro había pasado y ya podían seguir el camino, pero nadie intentaba incorporarse. Cogió a Paula por la cintura para ayudarla, mas su cuerpo estaba laxo y sintió húmeda la mano con que la abrazaba. Contempló esa mano como si no fuera suya, esa mano ensangrentada no era la que le había dado su madre y con la que ahora la había tocado; no era capaz de creerlo, a Paula no podía pasarle eso: ella estaba muy por encima de las miserias del mundo. Consiguió que el cuerpo sin fuerzas permaneciera casi sentado y se puso a dar saltos entre todos ellos, vociferando el nombre de Paco, Antonio, Ricardo, Miguel, Rosalía, Ana y Angustias. Esta, boca arriba, tenía los ojos abiertos, fijos en él; Mani sonrió al agacharse a ayudarla a ponerse de pie, pero se detuvo antes de intentarlo: tenía el vientre abierto y el fruto sin madurar palpitaban envuelto por una masa oscura. Desvió los ojos con extravío. Descubrió que el Templao daba señales de vida, pues se había vuelto hacia él y conseguía sentarse, repentinamente convertido en un anciano rodeado por sus once hermanos muertos.
La desbandada avanzaba sobre ellos: todos evitaban pisarles mientras se cubrían la cara con una máscara de conmiseración. Mani sintió rabia; estaban en un error, no les había pasado nada, alcanzarían con ellos los huertos y repondrían fuerzas en el abrigo cálido y perfumado de un pinar. El Templao arrastraba a Carmela fuera del camino. Mani se acercó a pedirle ayuda.
-Guaqui, ven; mi madre no se mueve, tiene que estar herida.
-Todos están muertos, Mani.
-¡Mentira!
-No es mentira, Mani. Tengo mu vista a la muerte.
-¡No puede ser!
-Esta es la guerra, Mani; esta es la hijaputá de esos generales de Marruecos y el gobierno cobarde que nos ha entregao a ellos pa quemarnos como júas.
-¿Qué vamos a hacer, Guaqui?
-Enterrarlos, como quería tu madre, y después, vivir. Y lo que haya que hacer a continuación, seguramente tú eres más capaz de inventarlo que yo.




"La evacuación de Málaga comenzó cuando la población civil supo de las dificultades de los frentes, pero nadie creyó que el éxodo voluntario iba a asumir el carácter de una cataclismo humano desconocido en la historia de Europa...
"Pronto se convirtió en una sangrienta realidad. El camino se tornó un infierno bombardeado por los barcos fascistas españoles y los aviones alemanes e italianos. Los aeroplanos, en formación masiva, bombardearon y sembraron fuego con sus ametralladoras. Pronto, el camino quedó cubierto de muerte...
"...niños que habían perdido a sus padres corrían gritando"
THE MANCHESTER GUARDIAN, miércoles 17 de febrero, 1937.