Dentreo de pocos días, podré subir aquí diez capítulos ya definitivos de mi novela
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ-
jueves, 28 de noviembre de 2013
miércoles, 27 de noviembre de 2013
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Cuatro capítulos creo que ya en su forma definitiva
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
La antigua sociedad, roto su cielo,
siente que en sus espaldas se desploma,
y herida pliega el vacilante vuelo.
Salvador Rueda.
PRIMERA PARTE.
Málaga, inglesa y mora
Capítulo I
Volvían como almas en pena recién desenterradas, con un silencio de madrugada en un cementerio. Sus harapos, los ojos desorbitados y el sigilo con que caminaban -a pesar de que ya no sonaban detonaciones ni explosiones-, evocaban los muertos vivientes de las leyendas de terror. Conservaban el miedo a las acechanzas inclementes y todopoderosas, a pesar del silencio de ahora, un miedo que habría de acompañarles para siempre. El terror había quedado impreso en sus corazones como un tatuaje para toda la vida, que ya nunca conseguirían borrar. Formaban un cortejo sin orden ni vigor, exhausto, que se extendía delante y atrás de ellos hasta donde les alcanzaba la vista; como un gigantesco dragón de la antigüedad, cansado, vencido, exánime e incapaz ya de lanzar fogaradas. El paisaje había cambiado tras el paso tumultuoso de la bestia que el éxodo en desbanda había representado, con su rastro perceptible en los huertos y sembrados arrasados por el hambre y la desesperación; el aroma habitual de salitre y yodo combinado con el de limones y limas, se había convertido en pestilencia de incendio no del todo extinguido y hedor de cadáveres descompuestos, cadáveres verdaderos que todavía yacían en muchas cunetas aunque se negaban a mirarlos. Ningún cultivo enarenado había sobrevivido y casi todos los árboles frutales estaban desgarrados y desarticulados por la desesperación. Lo más pesaroso era el silencio, enmudecidos todos como si temieran alertar de nuevo a monstruo. El único rumor audible era el de los gemidos, suspiros y ayes contenidos, porque no había transcurrido suficiente tiempo como para que las entrañas de los fugitivos se librasen del pánico y porque todos ellos llevaban los pies heridos y muchos sangraban por heridas bajo la ropa.
Pero algunos otros no presentaban huellas tan obvias de la intensa y larga caminata; con ropas y zapatos o alpargatas en buenas condiciones, sus rostros no reflejaban los horrores ni el dolor de la multitud, como si volvieran de un paseo dominguero.
-Hay montones que no han resistío el cansancio, Guaqui –dijo Mani. -Y se han dao la vuelta…
-¡Naturaca! Míralos; están más despistaos que un pulpo en un garaje. Por la pinta que llevan algunos, tan repeinaítos, no han andao ni cinco kilómetros. Bueno… Pa ser sinceros, tampoco nosotros hemos resistío el cansancio, y además, ¿qué íbamos a hacer carretera adelante, irnos a Rusia?
Las muchas decenas de miles de personas que habían huido la noche del 7 de febrero, para no ser masacrados por las tropas italianas al servicio de Franco, habían sido masacradas de todas maneras por el bombardeo incesante de los barcos, por los aviones alemanes que experimentaban con los pobres cuerpos de los malagueños la efectividad de sus ametralladoras, por el viento, el frío, la lluvia y el hambre. No volvían todos. Muchos habían seguido huyendo a pesar de la inundación de Motril, encaminándose a Valencia y hasta Francia. Muchos otros, habían muerto. La mayor parte de los peregrinos que rodeaban a los dos amigos mostraban en la ropa rastros de sangre de sus parientes muertos o heridos, cuando no se trataba de su propia sangre todavía manando de heridas mal curadas. .
Los dos amigos renqueaban apoyado cada uno en el otro, procurando fuerzas donde se había extinguido, abatida la gallardía que ambos poseyeran a raudales, desnudos de altivez e incapaces de sentir compasión ni de ellos mismos. El mayor sangraba por los pies y el más joven estaba aprendiendo a odiar. El adulto que ya era el Templao y y el adolescente casi niño que todavía era Mani no podían parar de llorar, pero Mani se empeñaba en sustraer de las miradas de su amigo los ojos hinchados y rojos.
-Son casi los mismos de la otra noche –señaló el Templao, señalando el purgatorio que les envolvía-. Muy pocos habrán llegao al otro lao del frente.
-Seguro que algunos no han andao ni un kilómetro. Han tenío que acojonarse por el montón de muertos podríos que hemos visto hace un rato en aquella curva de allí atrás y por todas partes, Guaqui… me duele el alma.
El Templao rozó con los labios la sien izquierda de Mani.
-Po si vieran lo que hay en Torrox y por Nerja… –comentó el Templao con voz temblorosa y tono rajado-. Voy a tener pesadillas hasta el patio de las malvas, con tantos brazos, cabezas y piernas desparramaos por toas partes. ¿Tú crees que alguien vendrá a enterrarlos?
-Si Málaga está como la dejamos el otro día, no creo…
-Málaga no estará como el otro día, Mani. Estará peor. Como dijo tu Paco, que en paz descanse, está más que visto que salimos casi toa la población. Los fascistas italianos tuvieron que tomar una ciudad fantasma y los que volvemos, venimos como almas en pena. Los muertos de la carretera no los enterrará nadie. Se pudrirán y se convertirán en abono pa los enarenaos y a lo mejor todavía dentro de veinte o treinta años encontrarán los labradores huesos y calaveras.
Mani apretó los labios. Su amigo, el único amor vivo que le quedaba, tenía razón; volvían casi todos; un espanto de ida y vuelta a ninguna parte, un holocausto sin objetivo de millares de personas que ni siquiera podían aspirar al descanso de una sepultura. Aunque trataba de hacerlo, no conseguía apartar la mirada de los cadáveres en los arcenes, que ahora –sin la obligación de desviar los ojos para escapar de los cañones o los aviones a cada paso- resultaban notorios como la lava de un volcán. Trató de imitar la entereza ciega de su madre muerta, y estiró el cuello como Paula hacía cuando se empeñaba en no enterarse de algo, pero él no lo consiguió, a causa de la evocación de los veinte cadáveres tendidos en aquel pedregal de Nerja, personas que había amado tanto y sin las que no concebía la vida. Su entereza se había disuelto como mantequilla en el fuego. Los amados chorros de sangre interrumpidos por la muerte se habían grabado en sus ojos como un tatuaje. Ahora, cuando la espantosa caminata se acercaba al final, los amontonamientos de cuerpos hinchados de los arcenes le obligaban a revivir el rostro lívido de Paula y preguntarse qué bestia inmunda escarbaría para desenterarla y devoraría al ser que más había amado en su vida.
Efectivamente, volvían casi todos los que habían participado en la desbandá, porque los rumores afirmaban que más adelante no había meta ni luz, porque el gobierno de Largo Caballero se había desentendido del éxodo de malagueños y nadie estaba disponiendo consuelo para tanta desesperación. Mani cabeceó, porque no era capaz de hablar, pero el Templao necesitaba explayarse, ya que su garganta era como un tapón de estopa a presión. Siguió la mirada espantada de Mani hacia el cadáver de una muchacha, cuyo rostro cubrían las moscas a pesar del tiempo desapacible que hacía.
-Me dan temblores… –murmuró el Templao- ¡Tantos muertos!
-Menos los heríos que se llevó el médico canadiense –observo Mani.
-Tardarán más de cuarenta años en limpiar este camino de restos podridos. ¿Quién va a tener ánimos pa enterrarlos y…? –el Templao no pudo terminar la frase, porque se echó a llorar con mayor desconsuelo aun.
Por la diferencia de estatura, Mani tuvo que forzar el brazo para echárselo por los hombros. Los hipidos de su fornido amigo tardaron en amainar.
-Y los hijos de puta del gobierno de Largo Caballero no vinieron a auxiliarnos… ¡ni a darnos agua! –continuó el Templao con tono gutural-. Maldita sea su estampa… Ya has visto que a los gobernantes de la república les importamos una mierda. Tu Paco, que en paz descanse, iba diciendo a cada paso que vendrían a socorrernos y ya lo has visto que no tenía ni mijita de razón. Tuvo que venir un médico extranjero, por su cuenta y costeándoselo él, a tratar de aliviar él solito el sufrimiento de más de doscientas mil personas, más de la mitad con herías y to, con más hambre que el gato de doña Lola. Largo Caballero nos entregó gratis a Franco pa achicar doscientos kilómetros el frente, como juraba tu hermano Antonio, que en paz descanse. Y mira lo que ha conseguío ese fantoche de mierda, que los malagueños mueran como chinches y que estemos sufriendo como ánimas del purgatorio.
-Dicen que de no ser por el médico canadiense y su camión -observó Mani-, habrían muerto más todavía. Es la verdad chipén. Como decía mi Antonio, el gobierno de la república ha regalao Málaga a los fascistas.
-Claro que sí –afirmó el Templao-. Nos han entregao gratis pa acortar la línea del frente de guerra. A mí me pareció la mar de raro que los barcos de la armada republicana, que tenían su base nacional en nuestro puerto, no respondieran los ataques de los barcos de Franco. ¿Te acuerdas de la otra tarde, cuando íbamos al cine y cayó aquel obús de Franco sin que ningún barco republicano contraatacara? Está visto que a Largo Caballero, que era un lunático y pudo haber sido condenado a muerte hace ná, le molestábamos los malagueños, con tantos cojones y tantas iniciativas; hizo de verdad lo que le amenazó al diputao Cayetano Bolívar en noviembre; desarmó a Málaga a conciencia, pa que no nos resistiéramos cuando los fascistas llegaran.
Mani dio un salto para socorrer a un anciano herido, al que sujetaba precariamente una muchacha, porque ambos estaban a punto de caerse.
-¿Pa qué pasamos lo que pasamos? –continuó el Templao cuando Mani volvió a su lado-, ¿Pa esto? ¿Pa meternos otra vez en la boca del lobo, con el Serafín, el barbero y sus compinches recochineándose? Ahora nos meterán a tós en campos de concentración y a ti, seguro que te fusilan. Tienes que teñirte estos rizos rubios o conseguir una boina pa disimular.
Mani sonrió levemente. Le enternecía la devota preocupación de su amigo por él, a pesar del dolor por la madre y los once hermanos que habían muerto. Como si adivinara su pensamiento, el Templao dijo con tono aterrado:
-¿Habrían muerto todos de verdad?
Con un sudor frío en frente y manos, evocó la escena entre lágrimas…
Llegaron al fondo de la cuesta. La luz les envolvía por fin, acariciante, pero el runrún se hizo audible de nuevo y los aviones les alcanzaron otra vez como un enardecido enjambre de abejas. Pareció que iban a alejarse hacia el este pero, inesperadamente, giraron y maniobraron en dirección al grupo.
-¡Al suelo! -ordenó Paco.
Pasaron uno tras otro, tan cerca, que Mani creyó que las panzas les rozarían. Daban la impresión de ser centenares, porque el carrusel no paraba: cada avión que les sobrevolaba, volvía al principio tras un salto. Luego de un tiempo que duró un millón de años, los oyó distanciarse y desaparecer más allá del acantilado que habían dejado atrás. Mani se levantó dándose palmadas en las orejas para aliviar el zumbido de sus oídos.
-Mamá, levántate; ya se van.
Ninguno se movía. Les gritó que el peligro había pasado y ya podían seguir el camino, pero nadie intentaba incorporarse. Cogió a Paula por la cintura para ayudarla, mas su cuerpo estaba laxo y sintió húmeda la mano con que la abrazaba. Contempló esa mano como si no fuera suya, esa mano ensangrentada no era la que le había dado su madre y con la que ahora la había tocado; no era capaz de creerlo, a Paula no podía pasarle eso: ella estaba muy por encima de las miserias del mundo. Consiguió que el cuerpo sin fuerzas permaneciera casi sentado y se puso a dar saltos entre todos ellos, vociferando el nombre de Paco, Antonio, Ricardo, Miguel, Rosalía, Ana y Angustias. Esta, boca arriba, tenía los ojos abiertos, fijos en él; Mani sonrió al agacharse a ayudarla a ponerse de pie, pero se detuvo antes de intentarlo: tenía el vientre abierto y el fruto sin madurar palpitaban envuelto por una masa oscura. Desvió los ojos con extravío. Descubrió que el Templao daba señales de vida, pues se había vuelto hacia él y conseguía sentarse, repentinamente convertido en un anciano rodeado por sus once hermanos muertos.
La desbandada avanzaba sobre ellos: todos evitaban pisarles mientras se cubrían la cara con una máscara de conmiseración. Mani sintió rabia; estaban en un error, no les había pasado nada, alcanzarían con ellos los huertos y repondrían fuerzas en el abrigo cálido y perfumado de un pinar. El Templao arrastraba a Carmela fuera del camino. Mani se acercó a pedirle ayuda.
-Guaqui, ven; mi madre no se mueve, tiene que estar herida.
-Todos están muertos, Mani.
-¡Mentira!
-No es mentira, Mani. Tengo mu vista a la muerte.
-¡No puede ser!
-Esta es la guerra, Mani; esta es la hijaputá de esos generales de Marruecos y el gobierno cobarde que nos ha entregao a ellos pa quemarnos como júas.
Sin detener la agónica caminata de vuelta, el Templao insistió:
¿No nos precipitaríamos al dejarlos allí, sin más, y sin embargo alguno podía haber quedado malherido, pero sólo desmayado?
Mani sintió hielo en los huesos y de nuevo tuvo que disimular el llano. Mientras los hombres le temblaban de un modo extraño, alzó la mano con un ademán conminatorio y voz enérgica:
-¡Quítate esa idea de la cabeza, Guaqui! Tú mismo dijiste que tenías mu vista a la muerte. Es una obsesión que namás que puede perjudicarte… a ti y a mí…, sin que les ayude a ellos ni una mijita.
El Templao se detuvo y lanzó una mirada a sus espaldas, como si pretendiera ser capaz de ver a tanta distancia el lugar donde habían muerto, al completo, tanto su familia como la de Mani; mientras crecía el llanto en sus mejillas, se agachó en cuclillas y acabó sentándose en el pedregoso asfalto lleno de baches y guijarros sueltos. Mani se arrodilló frente a él.
-¿Qué te pasa, Guaqui?
Sin responder, el Templao acarició el pelo rubio de Mani, que de nuevo formaba los bucles que el muchacho odiaba tanto.
-Fuiste un héroe popular, Mani. Mataste a aquel comandante en la Cortina del Muelle a la vista de todos, y después, cuando mandabas el camión, en muchos sitios te afeaban tus malas pulgas. Van a llover las denuncias contra ti. Tenemos que buscar algo pa perlarte al rape.
-Es verdad, Guaqui. Me van a siquitrillar.
-Yo no te dejo a ti solo ni muerto –proclamó el Templao-. Venga, vamos por ahí –señaló una transversal a su derecha, hacia arriba-, por los montes. Podríamos ir por el camino de las Pellejeras o el monte Calvario. Por el Camino del Colmenar no bajará nadie y no habrá peligro de que te reconozcan.
Se apartaron un poco del sonámbulo cortejo de zombis que caminaba mucho más lento que cuando huían. Ahora lo hacían sin esperanza ninguna, como si temieran tanto morir como llegar.
-Tenemos que seguir pa entrar lo antes que podamos, Guaqui. Mira, ya empieza a verse el monte Gibralfaro al contraluz del atardecer.
Extrañamente bermejo, el sol estaba ocultándose tras la sierra de Mijas
-No puedo más, Mani. Mira cómo me sangran los pies. Yo lo que querría es morirme de una puñeterísima vez.
Sin decir nada, Mani se abrazó al cuello de su amigo. Tras largos minutos, durante los que cada uno respetó el llanto del otro, Mani insistió:
-Vamos, Guaqui. Tenemos que entrar en Málaga antes de que empiecen a organizar sus inquisiciones. Nuestras posibilidades serán mejores hoy que mañana. Y cada día que pase sería peor.
El Templao miró con deslumbramiento el rostro de Mani. Definitivamente, era un ser superior, un jefe nato, y tendría un futuro de gran líder si no lo fusilaban en la Málaga que ahora dominaban los italianos de Mussolini. Se alzó de nuevo, con mucho esfuerzo, y echó a andar renqueante y callado.
Caminaron todavía algo más de dos kilómetros en silencio. Un mutismo que dominaba la interminable fila, como si todos estuvieran preparándose para el alud que había de caer sobre sus cabezas. La Málaga a la que retornaban se había vuelto taciturna, carente del bullicio de unas pocas semanas atrás, y ningún transeúnte de los que iban encontrando aparentaba menos tribulación que los que volvían. Mani supuso que todos debían de estar calculando las posibilidades que tendrían de sobrevivir en la martirizada ciudad tomada por un ejército extranjero, que había invadido la ciudad en nombre de un ejército del que contaban los fugitivos de Sevilla y Cádiz que no tenía piedad.
Llegaron ante el barranco amarillento de La Araña, donde se había estrellado el camión la noche de la huida de Málaga. La cruel escena de cuando las dos familias, incluyendo a la delicada madre de Mani, se habían vuelto bestias salvajes luchando por la supervivencia.
¿Cuántos pobres desterrados habrían muerto bajo las ruedas de ese camión? Mani se estremeció y apretó los párpados, como si así pudiera borrar el recuerdo, que tan vago parecía a pesar de haber ocurrido sólo cuatro o cinco noches atrás…
El griterío de los hermanos del Templao le sirvió a éste de estímulo, de manera que sus acelerones obligaron al vehículo a emprender una carrera loca, dejando una estela de cadáveres en el pavimento y un pasillo de maldiciones y rencores nuevos. Como si el reflejo de eludirles les precediera, la gente se apartaba ahora mucho antes de ser atropellada, de manera que el camión alcanzó una velocidad considerable durante varios kilómetros, pero en una curva muy cerrada tras la cual se abría una pequeña cala llamada La Araña, el Templao perdió el control al frenar de golpe; el camión derrapó y fue a empotrarse contra una pared vertical de roca.
La evocación les produjo más que temblores de espanto. En la amarga realidad del regreso, resultaba todavía más incongruente la impiedad con que habían actuado durante la inútil escapada con el camión. Con una especie de ácido recorriendo su esófago, Mani suspiró hondo y, sin abrir los ojos, murmuró:
-Ya mismo vamos a llegar al Palo.
-Estás pensando lo mismo que yo –dijo el Templao a su oído, mirando de soslayo la pared vertical amarilla.
-Me dan temblores.
-A mí también. Un no sé qué…
-Murieron una pila debajo del camión.
-No te angusties, Mani. Eran ellos o nosotros. Recuerda lo que mandó tu madre.
-¿Que no habláramos nunca más de eso? Alguien habrá que nos lo haga recordar a la fuerza, cuando nos denuncie.
-¡Que va! Estoy convencío de que nadie se dio cuenta de quiénes éramos.
-No te fíes, Guaqui. Aunque no nos vieran a nosotros, tó el mundo sabía que ése era nuestro camión.
-Bueno… a lo mejor. Pero… ¿no te parece que hay cosas mucho más urgentes que pensar? ¿Dónde vamos a refugiarnos… pa dormir?
-En mi corralón.
-¡Tú estás majareta! –exclamó el Templao con expresión de repugnancia-. Si por un aquel no nos encontramos el sitio ocupao, es exactamente donde no podemos ir.
-Po nos iremos al río.
-Tampoco podemos, Mani; con la caterva que vuelve a Málaga, aquello estará invadío, porque media capital está en ruinas... Mira lo destrozao que está tó esto. Mejor buscaremos un resguardo en el monte Coronao o La Virreina.
Entre las tinieblas en aumento, comenzaron a vislumbrar las precarias casas de los pescadores del Palo. Las viviendas, aunque modestas, habían sufrido tan catastróficamente los bombardeos que ninguna permanecía intacta.
-¿Seguirá viva la de los barcos? –preguntó el Templao señalando adelante, hacia los palacetes de la Caleta y el Limonar.
-Seguramente estará todavía en aquella habitación de la azotea, en la Goleta.
-¿Y si pidiéramos asilo a las monjas?
-¿Te parece?
-Creo que nos lo darían. Pero seguramente el Serafín y los suyos están todavía allí.
-No creas… Habrán vuelto a su casa porque ahora se considerarán los reyes del barrio.
-¡Hijos de puta!
-La de los barcos va a seguir tan rica como siempre –dijo el Templao con aspereza.
-Pero su casa no existe ya –afirmó Mani, que había interpretado la frase de su amigo como la indicación de un camino a seguir.
A continuación, Mani calló de nuevo durante un buen rato. El recuerdo de aquella noche de julio, el sábado infame en que la ciudad había rechazado la sublevación de los militares, combinaba en su mente el olor a humo y el de jazmines, el vocerío de la turba con el crepitar del fuego y el dolor de Miguel, Angustias, y él mismo, con el odio rabioso de aquel criado de culo gordo y el de los asaltantes.
-Ahí no hay nadie -gritó Mani.
-¿Qué dice ese muchacho? -preguntó uno.
-Por el color del pelo, tié que ser de la casa.
-¡Qué va!, ¿no ves su ropa? Será el hijo de una criada.
-Po si es hijo de una criada, será un bastardo del señorito. ¿No ves su cara de rico?
El portón cedió a la marejada humana.
-¡Quedaos quietos! -aulló Mani-. La gente que vive ahí es buena.
-¡Mira el majareta, será cretino...
-¡Como esclavos nos trataba a los marineros el yerno de Elena la de los barcos.
-El rubio ése tiene que ser un cachorro fascista.
-Vamos a caldearle la espalda.
Una mano aferró un tobillo de Mani y éste iba a sacar la pistola cuando sonó el primer disparo. La bala, procedente de la casa, pasó muy cerca de su cabeza; dio un repullo que le hizo perder el equilibro y estuvo a punto de caer, pero se abrazó al ancla y se quedó con los pies colgando en el vacío.
-Suéltalo -oyó Mani que alguien le decía al que le aferraba el tobillo-. Si no me engaña la vista, este chavea es el hermano del Paco que se ha cargao al comandante.
Mani consideró prudente no moverse y en la postura que estaba, colgado del ancla, lo presenció todo. No tardaron en cesar los disparos provenientes de la casa. Los asaltantes se pusieron en seguida a apedrear las ventanas; muchos encendían más antorchas en las que ya ardían, mientras que otros se emplearon concienzudamente en echar abajo el hermoso invernadero del otro extremo del jardín; como si fuera un cañizo aún más precario que el del Chafarino, la construcción acristalada y pintada de blanco se vino abajo y muchos de los hombres, aplastando los arriates en sus carreras, se pusieron a golpear con estrépito a puerta de madera que había sustituído la de cristales emplomados, así como las cristaleras de todas las ventanas. La puerta nueva de la mansión, aún sin lacar, resultó ser muy resistente, por lo que uno sugirió usar como ariete el pilar central del invernadero, un tronco de árbol apenas desbastado. La puerta cayó al fin y entraron en masa. En medio del estruendo de voces, ayes y alaridos, empezaron a caer objetos de todas las ventanas. Volaban las porcelanas, las bandejas de plata y las miniaturas de barcos, los hermosos cuadros en cuyos marcos había chapas de bronce con nombres grabados, los cojines y lámparas, las alfombras, ropas, sombreros y zapatos. Mani no conseguía ver a Elena ni oírla, por más que forzaba la vista y el oído. Sólo consiguió reconocer a Alonso Betancur, que era bajado por la escalera de mármol, debatiéndose mientras anclaba sus manos en el pelo de los que lo arrastraban. Dejó de mirarlo porque escuchó la voz cupletera de Rafael, proveniente del lateral izquierdo de la mansión.
-Coged a esa puta guarra, que es la señoritinga más rica y más abusona de Málaga y se quiere escapar disfrazá de proletaria -el chófer señalaba a Rita, la hija de Elena, que había conseguido cruzar el jardín vestida como una campesina, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza.
Fue rodeada al instante. Ella se hincó de rodillas con las manos juntas, como si rezara. Imploró, gimió, lloró y, finalmente, insultó de modo desencajado aunque Mani no conseguía escuchar sus palabras. Calculó las posibilidades de acudir a rescatarla y, soltando una mano del ancla, fue a acariciar la pistola prendida en su cintura, para toparse con la mano de Miguel, que anticipándose a su gesto, se la estaba arrebatando.
-Mani, baja y vámonos, hombre, no seas niño.
-Migue, parece mentira. No eres mi hermano ni ná de ná. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que esa gente ha hecho por ti?
-Se lo agradeceré toa mi vida, te lo juro por lo más sagrao. Pero es que no podemos hacer ná; Mani, venga ya, vámonos.
-¡Violadla! -gritaba Rafael en ese momento, señalando de nuevo a Rita con el brazo extendido y el índice rígido, como un vengador de teatro-. Es una coneja asquerosa e indecente, que le ha puesto los cuernos al señor más veces que pelos tiene en la cabeza. Abridla en canal y veréis que tiene el coño como un bebedero de patos...
Muchos hombres acarreaban palos del invernado derrumbado y los apilaban bajo las ventanas para alimentar el incendio. Uno de ellos se acercó al grupo que rodeaba a Rita, blandiendo una gruesa tranca que presentaba la punta afilada del engarce con que había estado ensamblada en la viga. El mayordomo-chófer se la arrebató.
-Vamos a ver si también te cabe esto, so putón -dijo-. Seguramente tienes dentro quintales de pus de la gonorrea más podrida y asquerosa del mundo.
Mani tuvo que cerrar los ojos mientras le daba una patada a Miguel, que trataba de obligarle a bajar del monolito. No oyó los alaridos de Rita a causa de sus propios gritos, aunque en aquel momento no supo que estaba gritando. Logró abrir los ojos cuando el tumulto comenzó a abandonar la mansión. La casa ardía completamente. El resplandor iluminaba el cuerpo ensartado de la hija de Elena; la tranca desaparecía entre las piernas y volvía a surgir de su pecho reventado, cerca del cuello.
Aquel chico rubio que los soliviantados asaltantes habían creído rico, vestido ahora con los harapos de su pobre atavío habitual, detuvo por un instante la marcha para examinar el perfil atezado de su amigo. Mani creía que el Templao, que siempre había trabajado en el puerto, donde Elena Viana-Cárdenas James-Grey carecía de simpatías, no sería capaz de sentir compasión por la anciana desvalida que había sido su amiga durante los últimos meses. ¿Qué haría ahora doña Elena? Seguramente, lo primero sería buscar buenos médicos que le curasen la sarna cuanto antes. A continuación, iría a vivir con algún familiar de fortuna, mientras reconstruían su casa, y recuperaría pronto su rota vida de espléndidos boatos.
-Al final–el Templao interrumpió las cavilaciones-, ¿la de los barcos era familia tuya o no?
Mani se encogió de hombros. Jamás le había preguntado su amigo por esa posibilidad y ahora hablaba de ello como si fuese una cuestión muy debatida. La reflexión tenía que deberse a que el Templao había cavilado largamente sobre los porqués de la conducta de doña Elena con su madre y todos sus hermanos y, sobre todo, con él mismo. Tras la revelación que le había hecho su madre, Paula, en Torre del Mar, pocas horas antes de morir, sobre su origen bastardo, ¿podía considerar que doña Elena era familiar suyo? La idea le pareció estrambótica, por lo que sacudió la cabeza. El Templao interpretó el ademán como expresión de agobio; le acarició la nuca.
-Eh… ¿Sabes que me tienes aquí y que no te abandonaré nunca?
Mani giró la cabeza con algo de asombro.
-Tampoco yo te abandonaría nunca. Aunque ya no podremos ser cuñaos, porque la Inma ha muerto, pa mí tú eres más que mi hermano.
El Templao medía más de un metro ochenta, estatura inusual en aquel tiempo. Por su trabajo de arrumbador del puerto, su musculatura era la de un luchador de grecorromana. Sin embargo, tras mencionar a su hermana Inma, Mani advirtió que el abatimiento le hundía los hombros como un tuberculoso, y notó que lloraba copiosamente. Conmovido y con una sonrisa triste, no pudo contenerse y besó la mejilla de su amigo.
Casi sin transición, la carretera se había convertido en una calle larga, flanqueada por pobres edificios en ruinas. El cortejo de huidos que regresaban se dispersaba poco a poco. Algunos tomaban las travesías que conducían a la playa y otros escalaban hacia las lomas cubiertas de barrios distinguidos. Todos, tanto los que llegaban como los pocos viandantes, exhibían un aire taciturno; trataban de no mirarse los unos a los otros, sobre todo los residentes que no se habían atrevido a huir.
-¿Cuántos se habrán puesto ya a piar pa los invasores? –dijo el Templao con tono severo.
-¿Qué quieres decir?
-Joder, Mani. ¿Es que no te das cuenta? La noche que fui con tu hermano Paco a tratar de encontrar a mi Inma, me di cuenta de que, aunque fueran pocos, los traidores eran un puñao de rabiosos enloquecíos. ¿Te acuerdas de la hija del ministro a la que le cosía tu madre, aquella a la que fuimos tú y yo a entregarle un vestío el día que salimos juntos por primera vez? Pues ésa habrá sido la primera en ponerse a largar y acusar como una judas con un cohete metío en el culo. Me dijeron que le habían mandao en un tarro con alcohol las orejas de su padre asesinao. Así que suponte tú…
-¿El ministro? -Mani contuvo un nuevo estremecimiento entre náuseas. Por borrar el pensamiento, propuso: -Tendríamos que subir por la calle donde vivía, a ver…
-¿No dijiste que de la casa de la de los barcos no queda ni una piedra?
-Si. Pero… ¿Quién sabe si vive por allí alguna hermana o prima, que la haya hospedao?
-Yo creo que si tanto te interesa encontrarla, lo primero que tendríamos que hacer es ir a la Goleta.
-Por si las moscas, mejor que no vayamos. Si no es que todavía esté la familia del barbero, acuérdate de que tó el mundo nos conoce por allí.
-Vámonos a dormir, Mani, que no puedo más.
II Capítulo
No se atrevieron a ir al convento de la Goleta. Lo postergaron, en espera de reunir coraje y poder tomar antes el pulso a la población.
Todavía abundaban los incendios humeantes, y algunos hasta cegaban grandes tramos de calles. El camino desde la carretera de Motril hasta el barrio había sido una carrera de obstáculos; el patético desfile de la huída se había visto obligado a dar muchos rodeos. Sobre el sofoco de las humaredas, ahora olía a desesperación por doquier. Era impensable encontrar quien no hubiera perdido nada. Amores o cosas.
Mani sentía curiosidad sobre la auténtica dimensión de los dos bandos que habían dividido la ciudad, ya que jamás confió en las estimaciones de sus hermanos Paco y Antonio ni de los pretenciosos datos que daba por la radio el general borracho de Sevilla. La experiencia de la desbandada y su propio pálpito le decían que habían quedado muy pocos para vitorear a los invasores italianos. Para hacerse una idea de cuánta gente pudiera haber permanecido en Málaga sin huir y esperando a ese ejército desconcertante, le apeteció recorrer algunas calles del barrio donde había nacido. Tuvo que sostener al Templao en muchas ocasiones, casi desfallecido.
Parecía que hubiera pasado no sólo una guerra, sino los peores ciclones de la historia. Los escombros se amontonaban por todas partes, todavía había derrumbes a su paso, porque los muros, exhaustos, mermados y muy debilitados por siete meses de bombardeos diarios, no podían continuar erguidos, sosteniendo las precarias construcciones y caían entre polvo y estreépito.
Contando las ventanas que transparentasen la luz de una vela, Mani esperaba calcular cuántos se habían quedado apoyando la invasión. En calle Ollerías no abundaban esas débiles señales y, por otro lado, se veía obligado casi a sostener el enorme peso del Templao, que daba la impresión de que iba a caer al suelo de un momento a otro; sus ojos desorbitados apenas pestañeaban.
Mani recordó el relato de cuando su amigo escapó del ejército de Franco con el que invadió Cádiz, su travesía a pie de toda la serranía de Ronda, sus peligrosos encuentros y el estado que presentaba su ropa cuando se reencontraron junto al muro de la Goleta. Se preguntó si Joaquín estaría ahora más aterrorizado aun, porque parecía un muñeco roto o un enfermo en coma.
Había gente parada en las esquinas, contemplando el paso del lastimoso cortejo interminable que ascendía por la calle Ollerías, pero Mani dedujo que esos espectadores debían de sentirse tan perplejos como los regresados de la desbandada; la contemplación era anecdótica; se trataba de gente poco activa que nunca había tenido gallardía, ni iniciativas que les pudieran hacer sentir temor, y que por esa razón no se habían visto empujados a escapar; ahora, mirado a los fugitivos sin verlos, simplemente holgaban, fumaban, bebían el vino infame de las tabernas de Huerto de Monjas y charlaban con la habitual sorna y chanzas:
-Dicen que los italianos están dejando a las malagueñas con el chocho como los chorros del oro.
-¡No me digas! Es que esos tíos son tós maricones y lo único que se les pone duro es la lengua.
-¿Y has visto al Roatta?
-No he tenío oportunidad.
-Esta mañana pasaba revista a su ejército en el puerto; una rata parece el tío y no sólo por el nombrecito. Tiene una jeta de mala leche… Como no nos andemos con cuidaíto, habremos salío de Guatemala pa entrar en guatepeor.
El Templao no sonreía ni pronunciaba ninguna de sus divertidas sentencias; mudo para lo que no fuera algún lamento, parecía haber aceptado que todo había acabado para él. Mani se asombraba de que alguien tan vigoroso, de cuya fuerza tantas pruebas tenía, aparentara haber perdido toda la vitalidad. Estimaba que su propio cansancio no podía ser menor que el de su amigo; habían pasado por el mismo drama y recorrido el mismo infierno espantoso, y él era más bajo, mucho más flaco y tenía cinco años menos. No conseguía imaginar qué flecha envenenada había minado el ánimo del Templao a tal extremo. El Templao había perdido a sus once hermanos y su madre, pero la familia Robles del Altozano también había sido exterminada.
Embozados en la oscuridad total que dominaba la ciudad en ruinas, los dos amigos cruzaron el Molinillo y se encaminaron arroyo Guadalmedina arriba, hacia los campos de higueras de La Virreina, en las proximidades de cuya casona principal pensaban dormir. El pedregoso y estéril cauce se había convertido en un campamento con aspecto de ejército derrotado en un campo de batalla.
Bajo el escudo protector de un grupo de pitas, acecharon un rato por si acudían los feroces perros del guardián del esquimo, pero no se escuchaban ladridos ni nada más; ni siquiera se oían los rumores propios del campo. Daba la impresión de que la vida hubiera abandonado la ciudad y sus alrededores; no sólo habían exterminado a los animales a causa del hambre, la vida salvaje debía de haber huido de las interminables explosiones hacia los bosques de los montes. Cerca de la casona, encontraron un claro de tierra llana rodeada casi por completo de macizos de nopales.
El Templao cayó como fulminado, pero Mani veló un buen rato, dominado por un vago sentimiento de alerta. Esa casa, que presentía más que veía a pocos metros de distancia, había sido una de las posibilidades para robar que Quini le había aconsejado hacía tres años. Antes, lo había engañado para ayudarle a asaltar la casa de la Caleta, donde la casualidad había querido que se topase con doña Elena Viana-Cárdenas James-Grey, una de las personas más ricas de la ciudad y que, sorprendentemente, resultó ser la viuda de su propio abuelo, una historia en la que acabó descubriendo que su madre había nacido bastarda. Todo junto, en su memoria, le parecía un melodrama propio de película o de las novelas antiguas.
El Templao no paraba de agitarse. Mani temió que pudiera tener fiebre, pero puso la palma de la mano en su frente, sin sentir que la temperatura fuese demasiado alta. Pretendiendo sedar el sueño inquieto y tembloroso de su amigo, agachó la cabeza y le murmuró muy despacio y quedamente al oído:
-Mi Paco me contó una vez que esta finca fue la hacienda de una malagueña que había sido virreina de México. Era madrastra de otro malagueño que también fue virrey de México, un fulano que los estadounidenses consideran un gran héroe de su independencia; su lema personal, “yo solo”, se cita en muchos sitios por ese país. El Paco me contó algo de una batalla donde ese fulano le echó unos cojones.... Se llamaba Bernardo Gálvez y hay muchos monumentos suyos en el sur de los Estados Unidos. Contaba mi hermano que desde que la madrastra se casó con el padre, había estado enamorada de su hijastro, que tenía casi su misma edad, y no pudo aguantar que él se casara con una mulata de Nueva Orleáns, que entonces era provisionalmente español, de manera que en vez de quedarse la ex virreina en México, ejerciendo de suegra de aquella mulata que tanto odiaba, y viviendo como una reina, se vino a Málaga, compró esta finca y se construyó un palacio en lo alto de aquella loma, una especie de castillo que duró menos que un caramelo a la puerta de un colegio. Por aquellos tiempos, se estaba terminando de construir la catedral de Málaga, namás que faltaba una torre grande, cuatro chicas, las cúpulas de los tejados y casi toas las estatuas, pero la virreina convenció al cabildo de que mandaran fondos a su hijastro pa echar a los ingleses y reforzar así la lucha por la independencia de los Estados Unidos contra Inglaterra, y por eso nunca acabaron la catedral. Y fíjate, un siglo después, ese país que tanto ayudamos a independizarse, nos declaró la guerra a los españoles, una guerra en la que perdimos Filipinas, Cuba y Puerto Rico. Ahora, del palacio de la virreina no quedan más que unos muros en ruinas, que yo los he visto allí arriba y, pa más inri, seguimos con la catedral a medias y cualquier día se nos cae desmoroná.
-¿Eh?…. –murmuró el Templao entre sueños.
-No es ná, Guaqui. Estoy recordando al Quini; si no estuviera preso, es uno de los que mejor podrían ayudarnos ahora.
Lo último que había oído de Quini era que estaba preso; y preso seguiría ahora, porque era la única persona que conocía que los dos bandos tenían razones poderosas para condenar a presidio. Pero en las circunstancias presentes, era también el único a quien sería útil pedir ayuda, por su enorme inmoralidad que le dotaba de recursos para sobrevivir en las situaciones más desfavorables. Si el Chafarino no hubiera muerto no tendría ni que pensar en pedir nada a nadie más… Acomodó la cabeza sxobre la yerba fresc a, aver si conseguía dormir. En un duermevela algo febril, la nostalgia lo arrebató.
Quini urgió a Mani, de lejos, a desnudarse también y seguirles, pero se negó viendo el poblado y oscuro bosque que cubría sus vientres, porque le avergonzaba y le causaba consternación exhibir ante ellos la pelusilla incipiente que apenas ensombrecía sus ingles. Pretextó no saber nadar, lo que era falso; se refugió a la sombra de una choza de cañizo, junto a cuya puerta se hallaba sentado un anciano marengo cosiendo redes.
-¿Quién eres? -preguntó éste sin llegar a mirarle completamente a los ojos, y de ese modo descubrió Mani su ceguera.
-Me llamo Mani.
-¿Eres de por aquí?
-No; vivo en el barrio del Molinillo.
-Eso está muy lejos y tú tendrás unos doce años, ¿verdad?
Evitó responder para no mentir.
-¿Es usted ciego?
-Sí, hijo.
-¿Desde chico?
-No. Mi ceguera se debe a la ira de Poseidón.
A causa del halo mágico de serenidad que envolvía al hombre, cuya prestancia, aun sentado, le hacía pensar en las estatuas de los museos reproducidas en las láminas de los periódicos que vendía, sintió antipatía por quienquiera que fuese tal sujeto.
-Lo meterían en la cárcel -dijo Mani.
-¿A quién?
-A ese Poseidón.
El anciano sonrió.
-No, hijo, ¿cómo van a meterlo en la cárcel? Poseidón es el dueño de la mar.
Mani se encogió de hombros, compasivo. El viejo estaba como una cabra.
-No me compadezcas; no veo, pero puedo sentir todo lo que me rodea. Has venido con otros cinco muchachos. Lo sé por sus voces y el repique de la arena al andar. Y ¿ves ése que grita? -señaló a Quini-, está de espaldas a nosotros, en el rebalaje; hay otro que también está fuera y los otros tres retozan muy cerca de la orilla, en el rompeolas, donde el agua no los cubre; todos son bastante mayores que tú. Aparte de tus amigos, no hay cerca nadie más. Allí, junto al cañizo del Nerjeño, hay otros tres muchachos que no son de por aquí, bañándose también.
Mani forzó la mirada hacia la choza más próxima, situada a unos cien metros. Tragó saliva, porque comprobó la exactitud de lo que el anciano describía.
-En el lado de poniente -prosiguió éste-, hay cinco marineros remendando redes. Creo que el padre, Paco el Perchelero, está de pie junto a proa de la jábega. Los otros cuatro son sus hijos y están sentados en la arena.
Mani tragó saliva y se arrastró para acercarse más al anciano.
-¿Cómo fue la pelea con ese Poseidón?
-¿No sabes quién es?
Mani negó con la cabeza, lo cual pareció bastar.
-Poseidón es un dios que fue el último rey de la Atlántida. Cuando se repartió el mundo con sus dos hermanos, había conquistado ese reino que, para su desgracia, se hundió por un maremoto. Después de la tragedia, Poseidón no quiso correr más aventuras y organizó un reino submarino; engendró tritones y sirenas, que tienen medio cuerpo de pez y medio de persona y éstos, que son millones y millones, son todos sus súbditos, porque de eso hace ya muchísimo siglos.
Mani examinó la cara cubierta de arrugas y atezada por el sol. No estaba burlándose de él, pero sonreía con algo parecido a la ironía. La nobleza de su perfil y la rectitud de su espalda le recordaban a los ancianos altaneros del Circulo Mercantil, precisamente aquél a quien le había encajado hasta las cejas el sombrero jipi-japa, pero la arrogancia de éstos era altivez presustuosa, mientras que la del ciego parecía emanar de una luz interior muy intensa.
-No estoy loco, Mani. Cuando pasas toda la vida en la mar, llegas a convencerte de que los dioses que sirven en la tierra no valen de nada en medio de un temporal. Algo tiene que haber ahí, en el fondo -indicó el agua-, algo muy poderoso que no conocemos ni sabemos ponerle nombre. Yo le llamo Poseidón, pero lo mismo puede ser Neptuno o la diosa que los negros llaman Iemanjá, da igual. Ahí dentro hay poderes tremendos. Lo comprendí cuando me quedé ciego. Yo vivía en la isla de Congreso, en las Chafarinas; allí nací y crecí, porque mi padre era el farero. Distinguía cada una de las piedras de la isla, había puesto nombre a las olas por las formas que les daba el viento; era amigo del relámpago y el trueno, y en las noches de tormenta, cuando la mar quería tragarse la isla, podía caminar junto a los acantilados sin que las olas embravecidas me rozaran siquiera. Yo amaba aquel lugar y Poseidón o como se llame me otorgó su dominio, pero mi madre tenía miedo; decía que en cualquier momento caerían los franceses de nuevo sobre nosotros y nos aplastarían junto a los soldados de la guarnición, cosa que habían hecho muchas veces. Por eso nos vinimos a Málaga. Yo era todavía un muchacho, pero no me sentía el mismo. Comencé a escuchar la voz de la mar en cuanto me apartaba dos metros de la orilla, como si fuera la de un amante despreciado, y me hice pescador para no convertirme en polvo tierra adentro. Por desgracia, en esta bahía somos demasiados pescadores y la competencia obliga a meterte en caladeros donde no debes y por eso fui pescador pocos años; cuando naufragué diez millas mar adentro, tenía poco más de veinticinco; pude morir, porque mi cabeza golpeó contra la quilla rota de la barca, me puse a sangrar como si se me escapara la vida y no sirvieron de nada mis aullidos invocando la ayuda de Dios y la Virgen del Carmen. Cuando las olas me arrastraron hasta la arena, me había quedado ciego. Permanecí aquí, casi agonizante, porque estaba seguro de que me moriría encerrado en cualquier hospital de Málaga y entonces se me ocurrió hablarle a la mar sin intermediarios vaticanistas, de modo que se curaron mis heridas de repente y noté que corría por mis venas nueva sangre que no era la misma y descubrí que el aire de la mar me convertía en otro y veía las cosas con mayor claridad que antes; soy capaz de ver el viento y los olores y el sabor salado de la mar; veo mucho mejor, porque lo miro todo con los ojos del alma. Ahora llevo cincuenta años agradeciendo el instante en que me quedé ciego, porque quienquiera que mande en las fuerzas de la mar me había abierto las puertas del entendimiento. No imaginas cuánto he aprendido y cuánto veo sentado aquí, sin salir apenas de mi playa.
Mani no sabía qué decir. El viejo hablaba como un torrente, con mayor fluidez que nadie que conociera y le describía cosas prodigiosas. Sentíase incapaz de determinar si era un demente o un sabio... o tal vez uno de esos brujos de los que trataban las leyendas de las tertulias nocturas de su calle, porque veía una aureola en torno a su cabeza que no podía ser fruto de su imaginación, ya que cerraba los ojos para borrar cualquier marca de deslumbramiento y cuando los abría el nimbo seguía allí, envolviendo un rostro capaz de traspasar su mente.
-En mi barrio hay también cosas mu raras -dijo, porque suponía que tenía que decir algo.
-¿Como qué?
-Esta mañana lo sacó el periódico, con fotografía y tó. Mi calle termina en el muro de un convento; dicen que allí enterraron a una monja hace muchísimos años y ahora hay una mancha con forma de mujer que no se quita ni a la de tres. Blanquean y blanquean, y nanay.
-¿La mancha vuelve a salir?
-Sí. Hay noches que no me deja dormir.
-¿Y tú, qué piensas que es?
Mani tardó unos instantes en responder, porque en los ojos estériles del anciano había algo que no era la espera de una respuesta, sino una especie de torbellino de conjeturas que, sin saber por qué, supo que era él quien las originaba. ¿Por qué se mostraba tan absorto en los asuntos de un niño insignificante como él, por qué se le agitaban las aletas de la nariz como si olfatease la llegada de un tropel de fantasmas tan inmateriales e improbables como su Poseidón? Consiguió zafarse de la mirada que no le veía pero le inmovilizaba, y respondió:
-No lo sé. Lo que sí sé es que me da un canguelo...
El anciano asintió a alguna pregunta o propuesta que pasaba por su cabeza, mientras la aureola palpitaba agrandándose y empequeñeciéndose como si estuviese sometida al influjo del corazón, un corazón que latía tan deprisa como si acabase de subir a zancadas una empinada cuesta. Mani presintió que el ánimo del ciego estaba siendo torturado por alguna clase de idea pesimista.
-¿Sabes lo que hay que hacer cuando uno siente miedo por algo que no sabe lo que es? Tú pareces un chico inteligente, y lo que hace la gente inteligente es investigar para entender lo que no comprende. El conocimiento quita muchos miedos, créeme.
-En mi barrio, tó el mundo tiene miedo por algo...
-¿Por ejemplo?
-Por tó. Hay muchas navajás, muchas trifulcas, nos rompemos la cabeza pa encontrar qué comer y tós los días nos acostamos con miedo a morirnos de hambre. Tó el mundo se caga de miedo por algo, por entrar en la carcel, porque el vecino lo denuncie a los guardias... Ayer de madrugá, por poco no le pegan un tiro a mi mejor amigo, a pesar de ser el tío menos desbocao que conozco y por eso le llaman "el Templao".
Mani supuso que, aunque pretencioso, no era del todo mentira afirmar que el Templao era su mejor amigo. Al menos, y aunque no le correspondiese, así lo veía él.
-¿Qué pasó?
Le contó la escena del ataque a las prostitutas de calle Camas y lo que siguió y cuanto había visto antes, en el recorrido desde que abandonara la fiesta del Molinillo.
-Málaga se ha vuelto loca -dijo el viejo-. ¿Sabes lo que pasa? Esta ciudad es marina, nació vivió y pervivió en el tiempo gracias a la mar, pero, desde hace un siglo le ha dado la espalda a su ser natural y la mar le está pasando factura. No quiero ni imaginar lo que pasará cuando Poseidón desate su furia. Málaga morirá en la playa.
Mani consideró que esas afirmaciones eran demasiado estrambóticas. No se parecían lo más mínimo a lo que hablaban sus vecinos, lo que relataban los periódicos ni, sobre todo, a lo que proclamaba Paco, el mejor informado de sus hermanos.
-Ese amigo tuyo, el Templao, es huérfano de padre, ¿verdad?
Mani sintió una convulsión que le agarrotó la garganta por un momento. Examinó con asombro al anciano, que se mostraba muy interesado en conocer la respuesta de esa pregunta en concreto. No recordaba haber mencionado la orfandad del Templao; ¿cómo había adivinado el anciano tal circunstancia? Bueno, llevaba mucho rato hablando con él y no podía recordar todas las cosas que había dicho; a lo mejor le salía lo de que el Templao era huérfano de padre sin meditarlo. Pero no era algo que acostumbrara mencionar. Sentía tanta agitación que se puso a perorar atropelladamente y sin parar, a fin de no meterse en conjeturas, y habló con pasión del joven cuya ayuda trataba de lograr, ya que por tener un trabajo fijo de arrumbador en el puerto y por su carácter, era el adolescente más popular del barrio, cualidad que se enriquecía por el hecho de ser el hermano mayor, y tutor de hecho, de la adolescente más bonita y dulce de unas cuantas leguas a la redonda, Inma.
-Ella te necesita -afirmó el viejo, -debes protegerla.
Mani sonrió con satisfacción, inflado de orgullo, sin preguntar el porqué de una afirmación tan tajante y, sobre todo, tan improbable. El anciano continuaba aparentando alguna lucha interior muy intensa; carraspeó como si quisiera aclararse la aguardientosa voz antes de comentar:
-Creo que te conviene conseguir la intimidad del Templao, porque me parece que va a ser trascendental en tu vida, pero estos amigos tuyos de hoy -el ciego señalaba a Quini y los demás-, ¿te fías de ellos?
-No veo por qué no.
-No se parecen a ti. Tú eres muy superior.
Encajó el comentario con desagrado. Iba a protestar, cuando Quini le gritó:
-¡Rubio!, ven pacá, que son más de las tres.
-Ven a hablar conmigo otro día, Mani -rogó el viejo-; hay muchas cosas que quiero decirte y te hace falta que te las diga, pero antes debo cavilarlas porque necesito encontrar las palabras justas. Ven pronto, pero sin esa pandilla de cafres.
El anciano parecía desear con vehemencia que la visita se produjese; Mani supuso que debía de escasear la gente dispuesta a escucharle. Se despidió de él con un sencillo adiós y corrió hacia el carromato, donde los muchachos comían con limón almejas y coquinas crudas, que rompían chocando unas con otras.
-¿Ya te ha trajinao el loco Chafarino? -bromeó Quini.
-¿Lo conoces?
-¡Claro! Tó el mundo conoce al Chafarino por aquí. Está majara perdío. No le hagas ni puñetero caso.
A pesar de que ya se le estaban cerrando los ojos, amodorrado por el cansancio y los rítmicos ronquidos del Templao, la evocación del anciano pescador ciego hizo que Mani sintiera un retortijón en el corazón, mientras intentaba velar a su amigo. Joaquín roncaba como los atletas, despacio y como degustando el aire. Él lo supervaloraba demasiado, le atribuía méritos que no creía tener, lo que le obligaba a mostrarse entero y dominador; aunque fuese más flaco y joven, estaba obligado a protegerlo. ¿Qué hubiera sido de su vida si no estuviese con él?
Necesitaba contagiarse de su fuerza, igual que se había valido de la sabiduría del redero ciego de la playa; el Chafarino había sido su principal referencia los últimos tres años de su vida. No podía acostumbrarse a la idea de que tendría que estar sin él para siempre.
Si no estuviera con el Templao, habría muerto.
Con voz sonámbula y entre dientes, el Templao murmuró:
-¿Te pasa algo, Mani?
-¡Qué!
-Estás llorando.
-¿No dormías?
-Ojú, tengo un frío… Pégate aquí, a mi vera, pa resguardarme. ¿Por qué llorabas?
-¿Es que no hay motivos?
-Claro que sí. Pero por qué ahora precisamente…
-Estaba pensando en el Chafarino.
-¡Pobrecillo! ¿Estás seguro de que había muerto?
-¡Claro que sí! Lo vi.
-Lo que me contaste que habías visto fue namás que un cuerpo carbonizao…
-¿Y quién iba a ser? Claro que era él, vivía solo.
El Templao rezongó, con voz sonámbula.
-Si no tuviera tanto sueño, te mentaría un montón de posibilidades.
-¿De que no fuera él aquel muerto? ¡Estás chalao!
-Si te cuento… cuando los de la Legión invadimos Cádiz, la cantidad de compañeros del tercio que yo creí que habían muerto de un tiro y que, de pronto, me daban un susto porque volvían a menearse…
Mani estimó que el Templao trataba de consolarlo para que se durmiera de una vez, pero recordaba los volúmenes y la inmovilidad de aquel cuerpo ennegrecido por el fuego, y no le cabía ninguna duda de que se trataba del Chafarino. No le apetecía seguir hablando de esa cuestión y, para evitarlo, se acercó al lado del Templao y fingió que empezaba a dormirse.
El Templao le echó el brazo sobre el pecho al tiempo que murmuraba.
-Desengáñate, Mani. Estamos más solos que la una –se durmió al instante, como si lo hubieran desconectado.
Mani se preguntó que más le estaba pasando al Templao, además del cansancio y el dolor que ambos compartían. Siendo tan fuerte y vital, mostraba un abatimiento que tenía que ayudarle a superar cuanto antes, por el interés de los dos.
No sonaban ladridos en la finca de la Virreina ni cantaban los gallos. No escuchaban los sonidos delatores de la vida del campo, pero aun así sonaban levemente la brisa suave sobre las pitas y las chumberas, el bamboleo de las ramas de una frondosa higuera cercana que estaba cubriéndose de hojas nuevas, las rachas intermitentes de la lluvia fina que llamaban “calaera” y hasta creyó posible Mani escuchar el baile de las olas de la lejanísima playa donde había vivido el Chafarino.
Secó con la palma de la mano la frente del Templao, al tiempo que alzaba la cabeza en busca de algo que pudiera echarle por encima para resguardarle de la lluvia, aunque al fin y al cabo era poco más que rocío.
Durante un instante, añoró no sólo al redero ciego, sino también el sonido de la arena arrastrada por el agua más que ninguna otra cosa; solamente su madre le pesaba más. El chapoteo de la arena, que no se parecía a ninguna música, el reflejo de la luz del Sol y de la Luna, la playa ardiente a causa de que su color oscuro atrapaba el calor, los pies hundidos en el rebalaje procurando que ni Quini ni sus amigos notaran que apenas tenía vello en el pubis, la expectación ante la siguiente prueba de su clarividencia con que el anciano pudiera asombrarle.
Ya nunca volvería a esforzarse por oír la voz cavernosa del anciano por encima del bramido del rompeolas. Ya nunca le obligaría a transitar por mundos legendarios ni le haría soñar.
El viejo redero ciego que poseía más libros que nadie que conociera, había sido el guardián y el instructor de su pase de la niñez a la adolescencia, mucho más que sus propios hermanos. La evocación dibujaba en su memoria imágenes nítidas de lo vivido en la playa de La Isla; los marengos que tiraban del copo al amanecer, los bolicheros que salían con sus jábegas al anochecer, los numerosísimos delincuentes que usaban la playa como guarida, pues no recordaba que jamás la hubiera visitado ni un solo guardia de Asalto.
Recordó que, a pesar de la misantropía que le incitaba a vivir solo en la playa, el Chafarino tenía familia; había mencionado algunas veces a hijos, nueras y nietos. Lo más probable era que tales familiares vivieran en el barrio del Perchel. Si habían sobrevivido a la inundación de muerte qui Málaga padecía.
Todavía le quedaba algo que hacer con respecto al Chafarino. ¿Encontrar un hijo suyo, por si se parecía un poco a él? ¿Hablar con alguien de lo trascendental que el ciego había sido en su vida?
Ahora, sin embargo, su primera preocupación tenía que ser el Templao, cuyo derrumbe tanto le desasosegaba.
III Capítulo
Aunque Mani también sentía un cansancio tan aturdidor como el del Templao, durmió a trompicones, desvelado a veces por el frío o la suave lluvia y otras, por los ronquidos de su amigo. Pero sobre todo, por las imágenes, que su mente se empeñaba en evocar; el Chafarino muerto; su hermano Miguel huyendo con su amada Angustias embarazada, colgada de la espalda; su hermano Antonio arrodillado en la plaza de Torrox, suplicando ayuda ante las inclementes ventanas cerradas...
El amanecer llegó aclarando sólo un poco el manto gris precipitado sobre la ciudad
No encontraron nada para desayunar. La Virreina había sido agostada, como todo el campo de Málaga. Pero en ciertos asuntos el Templao sabía mucho más; era un superviviente. Le enseñó a pelar pencas de nopal sin espinarse las manos, cuya pulpa no consiguió saciarles. Tenían que procurar algo más.
Al disponerse a cruzar el puente de Armiñán, una pareja de soldados italianos parecía guardar el paso en una especie de alcabala del Medievo, como si sirvieran a un cruel señor feudal. Ambos les miraron con una expresión que parecía irónica, como si los dos amigos fuesen los únicos que transitaban por Málaga cubiertos de andrajos. Uno de ellos, guapo y atildado como si jamás hubiera pisado un cuartel, convirtió su ironía en sonrisa.
-¿De qué te ríes, payaso? -preguntó el Templao con rabia.
Mani sintió un retortijón y apretó el brazo su amigo como señal de advertencia.
La respuesta del italiano fue una frase que no entendieron pero el tono hizo obvio el significado. Sin pensarlo, el Templao inició un movimiento de ataque. Mani dio un salto para colgarse de su cuello y musitó:
-Guaqui, espera para morir otro día, porque te necesito.
-Maldito fantoche –masculló el Templao-. Primero tuvimos los témpanos rusos y ahora, las marionetas de Mussolini, que no valen más que pa pintar el aire. Si no me sintiera tan derrotao, le rompería esa cara de muñeco de feria. Otra vez has vuelto a salvarme la vida, como aquel carnaval…
Mani trató de esbozar una sonrisa sobre la expresión descompuesta. La noche que consiguió que el Templao le aceptase como amigo, había evitado que lo tirotearan los falangistas. Pero ni siquiera entonces había sentido tanto miedo como en este momento,
Aquellos carnavales los había vivido con la zozobra de si conseguiría que el Templao le aceptase como amigo y pudiera, por fin, ser novio de la hermana de su amigo, la desgraciada Inma… Evocó los juegos del pilla-pilla por calle Larios y la Acera de la Marina, junto a Quini y los demás camaradas… Los atracones de brevas antes o después de saltar sobre los júas en llamas... El asalto a la mansión de doña Elena, que le había abierto las puertas de un mundo desconcertante… Las desapariciones de sus hermanos Paco y Antonio y la peregrinación en su busca… La guerra contra los principales enemigos de su familia, el barbero y los suyos, que habían acabado convirtiéndose en parientes…
De todos modos, su vida había sido feliz, a pesar de la tragedia permanente de los últimos siete meses y, en realidad, de toda su vida. Como niño despreocupado en sus juegos pero angustiado por la economía familiar… Como miliciano a cargo de un camión de abastecimiento… Como héroe precoz, festejado en toda la ciudad…
El mercado de arquitectura morisca del Molinillo, la casa de aquel bodeguero asaltada a pedradas, el cañizo del Chafarino en la playa de la Isla, donde había disfrutado los mejores momentos del principio de su adolescencia; los bailes de Carnaval junto a su hermano Miguel y Angustias, Inma y el Templao. Cuando las transgresiones más audaces parecían simples travesuras. Cuando los únicos disgustos que había tenido jamás le habían puesto delante la crudeza de la muerte.
Le había resultado extraño y desasosegante el silencio de la finca de la Virreina, ausentes los estruendos de más de doscientos bombardeos totales que había sufrido Málaga. En algunos instantes fugaces, tuvo la sensación de haberse quedado sordo, porque sus sentidos habían llegado a acostumbrarse tanto a las explosiones y derrumbes, que la quietud de esa noche campestre había sido lo más parecido a la muerte que podía imaginar, porque ninguna madre aullaba junto al cadáver ensangrentado de su hijo ni podían escucharse las blasfemias furibundas de muchachos que alzaban airados los puños hacia el cielo.
Sin transición, las preguntas sin respuesta de su mente fueron sustituidas por varias de las escenas que había vivo durante la desbandá.
Sintió erizarse la piel al acordarse de la amanecida de tres días antes, cuando las dos familias, la suya y la del Templao, volvieron de Torrox para sumergirse otra vez en la escabechina de la carretera, en cuyo final procuraban un destino.
El regreso de Torrox fue más fácil cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los vieron alejarse y volver.
-No podemos meternos en la escabechina que estarán haciendo -dijo Mani.
-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-: Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente, entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis visto que namás disparan contra la carretera de la costa.
Los aviones volaban como un enjambre de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.
-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no estimular nuevos llantos de los niños.
El pavimento se iluminaba por el brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo, para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén: entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estrepitosos y gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba, pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunaban sus brazos, un niño de pecho cuyas entrañas colgaban pendulando al andar la madre; apretó los párpados, a ver si conseguía despertar de la monstruosa pesadilla. El sol, ¿dónde estaba el sol? Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera a despertarle.
El mismo silencio ominoso se mantuvo durante toda la siguiente noche, también el la Virreina; el Templao se negaba a estar muicho rato, indefensos, donde pudieran identificarles, sobre todo a Mani, cuyo pelo resplandecía a veces en la oscuridad. Los dos amigos durmieron o fingieron dormir y ningún perro llegó a ladrarles, porque no quedaba ninguno. Aunque se habían amparado junto a dos grandes chumberas de nopal, que abundaban en toda la finca de la Virreina, amanecieron otra vez húmedos de rocío y los ojos cubiertos de legañas. Cuando Mani despertó, el Templao se hallaba sentado a su lado con las rodillas abrazadas, tiritando.
-Ojú, qué frío.
-No seas exagerao, Guaqui. Pa ser febrero, el tiempo no está tan mal.
-¿Que vamos a hacer ahora, Mani?
No tenía la menor idea. Sentía tanta pena que el pecho llegaba a dolerle. Para eludir una respuesta descorazonadora, Mani prenguntó;
-¿Te siguen doliendo los pies?
-Una pechá, pero puedo apañarme.
-Tendríamos que averiguar algo sobre doña Elena, Guaqui, es lo único que podría salvarnos tal como estamos. Debemos averiguar si sigue en la Goleta o qué. Y también tendríamos que darnos una vuelta por el Perchel, a ver si somos capaces de dar con la familia del Chafarino.
-Bueno, Mani. Vamos allá. Cualquier cosa es mejor que quedarnos aquí quietos, sin hacer ná. Vamos a buscar algo de comer. Luego, me encasquetaré una boina y daré una vuelta por nuestro barrio, por si encuentro a algún conocío que pueda ir a la Goleta, a preguntar por ella en nuestro lugar. Tú te quedarás escondío en una iglesia o por ahí.
-¿Estás seguro de que puedes andar?
Con rigidez, el Templao se puso de pie poco a poco. Tanteó antes de dar un paso y miró hacia Mani, asintiendo.
-Po vamos.
Las prodigiosas fuerzas del arrumbador estaban volviendo. Mani sugirió a su amigo caminar arroyo abajo, porque no tenía claro hacia donde encaminarse ni de quién quería averiguar primero, si del Chafarino o Doña Elena. Mani rezó interiormente, para que volviera en todo su esplendor aquella facultad de bromear y la legendaria sangre gorda que había originado el apodo de Templao.
Sorprendentemente, el pedregoso cauce del Guadalmedina, un extraño, repugnante y oscuro páramo desierto en el centro de la ciudad, mostraba señales abundantes y muy claras de las bombas en los pocos claros que dejaba el amontonamiento de fugitivos durmiendo, aunque muchos parecían muertos. Numerosos socavones llegaban a superponerse entre sí, por lo que resultaba obvio que muchos de los bombardeos no habían tenido objetivos claros. Habían sido tan insistentes, masivos y constantes que, aparentemente, los aviadores no ponían demasiado empeño en elegir sus objetivos. Los estragos de doscientos cuatro días de bombardeos continuos, los habían causado bombas a granel, imprecisas, numerosísimas y lanzadas al tuntún, demostrando que las órdenes eran arrasar completamente Málaga y sus habitantes.
-Mejor que mi madre no vea esto –murmuró Mani, señalando las fachadas medio desmoronadas que se asomaban al torrente seco del Guadalmedina..
-Lo han tirao tó –comentó el Templao con rabia.
-Lo poco que quedaba en pie la semana pasá. Ya ves tú…
-Málaga ya no podrá ser nunca igual…
Mani torció levemente el labio superior.
-Bueno, Guaqui, tampoco era gran cosa…
-Esta es la capital mejor del mundo. ¡Tú estás majareta, Mani!
-A lo mejor estoy majara. ¿Quién puede seguir en sus cabales, después de pasar lo que estamos pasando, Guaqui? Pero… ¿te acuerdas de los ratas del puerto, que eran como alimañas rabiosas? ¿O del día que me tuve que tirar al suelo, estropeando un vestío estupendo que mi madre me había mandado entregar, porque me pillaron entre dos fuegos, los policías por un lao y los sindicalistas por el otro? ¿O la violación de tu Inma? ¿O aquel individuo al que fueron asesinando poco a poco hasta la Casa del Pueblo del Psoe, del Perchel? ¿O al que le cortaron el dedo pa robarle el anillo? Y no te olvides que presenciamos cómo le cortaban ese dedo antes de asesinarlo. ¿O lo que les hicieron a mi Antonio y mi Paco? ¿Y lo que me podían haber hecho a mí el último carnaval? ¿Tú crees que valdría la pena que Málaga volviera a ser así, tal como era? Vivíamos en el infierno y ahora, estamos en medio de su espanto.
Con gesto forzadamente cómico, el Templao reprochó:
-¿No estarás volviéndote fascista?
-¡Una mierda! Lo que pasa es que vivir como vivíamos no era vida, Guaqui.
-¿Y ahora, qué?
-No puede ser peor.
-¿No? ¡A ti te ha sentao mal esta caminata y tienes indigestión de las pencas que comimos ayer! ¿Cómo que no va a ser peor? ¿Tú sabes lo que yo presencié en la provincia de Cádiz, con la Legión, cuando me forzaron a venir con aquella caterva de moros?
-Sí, Guaqui. Por mu mal que vaya la cosa ahora, no puede ser igual que en el frente de combate… Ya lo sé.
El ceño del Templao se ensombreció y apartó la mirada de Mani
Como un inesperado manto oscuro de fantasmas y suspicacia, como un presagio de malaventura que no podían prever, el silencio cayó sobre los dos amigos mientras salían del arroyo para dirigírse a la Goleta
IV Capítulo
El retorno de la desbandá no había terminado aún. Todavía llegaban en masa, aunque algo más dispersos que los dos días anteriores, rendidos y vencidos, arrastrando los carromatos, carretillas, bicicletas y niños ensartados por cordeles para que no se despistasen. Los dos amigos los miraban ahora, tras haber descansado un poco, con un inesperado y muy extraño sentimiento de piedad y repulsión. ¿Así parecían ellos dos días antes?
El Templao cabeceó y, apesadumbrado, hundió la barbilla en el pecho al tiempo que resurgía el llanto. Mani volvió a abrazar sus hombros sin encontrar una palabra que pudiera consolarles a los dos.
El cortejo del regreso continuaba gimiendo. Andrajosos, casi todos los pies sangrantes, famélicos y con los ojos desencajados. Como escapados de un campo de concentración, subían por las riberas del Guadalmedina y la calle del Molinillo, arrastrando la desesperación y la desesperanza. ¿Qué venturas podían encontrar en la ciudad asolada de donde habían huido? Ninguna, porque casi no había más que escombros humeantes. Prematuramente, la mudez que les obligarían a guardar durante años les dominaba ya.
Transitaban en silencio de camposanto, presentes pero ausentes, con miradas esquivas y perplejas donde no quedaba ningún camino. En sus ojos se pintaba la incertidumbre y, sobre todo, la negrura de su inmediato porvenir.
Para no tener que continuar viéndolos, el Templao y Mani se desviaron de la ruta que habían previsto recorrer. Permanecieron unos minutos junto a un pequeño huerto de la calle de Salamanca donde salaban boquerones, hasta que el Templao, con su habitual incapacidad de estarse quieto, dijo:
-Bueno, Mani, me las piro; trata de esconderte hasta que yo no vuelva. A ver si encuentro quien me haga el favor de ir a preguntar en la Goleta.
Pasado un rato, Mani descubrió que los dos hombres, que rellenaban un pequeño tonel con boquerones y sal, le señalaban y murmuraban entre sí. Le habían reconocido, estaba en peligro. Corrió calle abajo, por la misma dirección que el Templao tendría que recorrer a su regreso, y se paró junto a un tenderete del mercado a ver pasar el cortejo, que seguía desfilando sus miserias por la Cruz del Molinillo.
Cavilaba sobre dónde ocultarse mientras el Templao trataba de averiguar el paradero de doña Elena, pero la fascinación que le producía el desfile le mantuvo en el mismo sitio, sin notar cuántas vecinas lo miraban de reojo. De hecho, se produjeron incontables codazos de unas vecinas a otras, mientras lo señalaban con disimulo, aunque en ningún momento se dio cuenta porque el dolor del muchacho era tan profundo por la desolación que veía pasar, que no tenía ánimos ni para mantener el alerta.
Por su parte, y al tiempo que corría mirando las caras de sus vecinos, a ver en quién podría confiar, al Templao le pesaba cada vez más el martirio de su hermana Inma, porque todas las piedras de las callejas que recorría se la recordaban. El estremecimiento le hacía trastabillar y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar andando. Los sucesos de aquel día los podía reseñar con todo detalle y cronológicamente.
-Guaqui, la Inma...
-¿Qué pasa, mamá?
-Que la mandé a mediodía a comprar un huevo y no ha vuelto.
-¿No ha venío a comer?
-No. Sal a buscarla, que esto me huele fatal.
Mani sintió que un terremoto agitaba el suelo bajo sus pies. Había aconsejado muchas veces a Inma que no saliera de su casa sola, lo mismo que el Templao. Ahora no era tiempo de reprochar a la madre por no parar de mandarla a la calle, sino de encontrarla cuanto antes. Rastrearon a la carrera zonas cada vez más amplias con el barrio como epicentro. Empezaron en el Molinillo, pero fueron abarcando más y más calles, hacia las zonas céntricas, hacia el barrio de Capuchinos y hacia el río. Preguntaban a los conocidos y a los desconocidos, el Templao sin parar de llorar y Mani con el corazón estrujado por el peor de los presentimientos. Inma no se retrasaba jamás voluntariamente, poseía gran sentido de la responsabilidad que le hacía ayudar a su madre mucho más de lo que ésta le exigía y siempre volvía de los mandados en seguida, porque lo que más le gustaba era bordar. Pasaba horas y horas bordando, incluso mientras hablaba con Mani durante tardes-noches interminables. Parecía indudable de que su tardanza no era por iniciativa propia; alguien estaba reteniéndola. Cada hora, volvían a la calle Rosal Blanco por si había novedades. De tanto indagar, la noticia sobrevoló el barrio, por lo que se fue agrupando gente expectante en torno al corralón de la Torre. Los grupos se multiplicaron y cuando se acercaba la medianoche, eran más de diez. Carmela, en el centro de un círculo formado por sus hijos, permanecía en guardia a la entrada de la calle, como si con ello pudiera acelerar la reaparición de la más bonita, dulce y serena de los doce.
Mani y el Templao recorrieron todas las casas de socorro, los dos hospitales, los asilos de indigentes y cuando acudieron a la comisaría de vigilancia, los guardias se burlaron de su desconsuelo, porque las denuncias por desaparición eran demasiado frecuentes como para abrir diligencias. El Templao estuvo a punto de ganarse la detención, de no ser porque Mani cerró materialmente su boca obligándole a callar cuando ya había empezado a insultar al guardia del mostrador, que sencillamente se encogió de hombros con indiferencia.
Según les dijeron durante un nuevo regreso a calle Rosal Blanco, ya eran casi veinte los grupos que hacían batidas por el río, los huertos, el monte Coronado y las zonas de campo que orillaban los caminos que partían de Málaga. Salían con antorchas y linternas en una multitudinaria movilización del barrio, que era general cuando se aproximaba el alba.
Fue con la primera luz del amanecer cuando llegó uno de los grupos cargando a Inma entre cuatro. Convulsionada y babeante, se debatía como si fuese presa de un ataque epiléptico, pero no emitía sonido alguno.
-Estaba sujeta a la barandilla del puente; parecía que iba a tirarse -informó uno de los que la cargaban.
-No quiere hablar -aclaró otro.
La depositaron de pie ante su madre y Mani sintió que se le partía el corazón. Sobrecogido por el espanto, contempló su melena castaña enredada de rastrojos, sus mejillas tumefactas, sus labios hinchados y cubiertos de heridas y coágulos de sangre, sus ojos ennegrecidos a golpes, su vestido hecho jirones y la sangre seca que dibujaba un reguero en su pierna izquierda. Iba sucia de polvo y fango y de sangre y dolor en las incontables magulladuras y escoriaciones de su piel, visible en la abundante desnudez que su ropa hecha jirones no ocultaba. En una de los guiñapos mayores de la parte delantera de la falda, habían escrito "puta roja" con tinta china. Viendo que iba a caer desmayada al suelo, Mani dio un salto para evitarlo, pero ella rechazó el contacto con brusquedad, como si él quisiera multiplicar su horror.
El Templao apretó los párpados para tratar de borrar el recuerdo, pero no pudo cerrar los ojos del todo por lo copioso de su llanto.
De repente lo vio llegar a través del cristal de sus lágrimas. Dibujó una sonrisa enorme de alivio, mientras se ensanchaba su pecho y su corazón saltaba con júbilo. El que había sido durante seis meses el conductor del camión de abastos comandado por Mani, llegaba desde la dirección opuesta.
Casi desde el levantamiento de los rebeldes, habían compartido todos sus días; buscaron afanosamente comida y útiles que repartir y llevaron el camión sin descanso a los más recónditos lugares, no sólo de la capital, sino de gran parte de la provincia. Juntos, él, el conductor, Mani y el otro miliciano se habían desesperado al unísono cuando no podían satisfacer las peticiones de gente tan miserable como la refugiada en la catedral o cuando faltaba la comida hasta para ellos. Juntos, los cuatro no habían dudado en recolectar amargas naranjas cachorreñas de los parques, y frutas de melonares abandonados a causa de los bombardeos. Habían presenciado juntos el desmoronamiento de algunos frentes, como el de Monda. Habían reído juntos con los chistes y ocurrencias de cada uno.
Más cerca, el Templao reconoció con algo de dificultad al miliciano que había conducido el camión de reparto hasta cuatro días antes, porque se había transfigurado. Se paró a verlo llegar hacia él y el corazón volvió a darle un vuelco. No recordaba su nombre, porque hablaban poco de sí mismos cuando cumplían las órdenes de la Jefatura de Abastos. El antiguo conductor vestía de un modo que tendría que haberle hecho recelar, un traje de aquéllos que la gente de su clase usaba sólo los domingos, pero la alegría de encontrarlo le impulsó a lanzarse hacia él para abrazarlo, al tiempo que maquinaba cómo pedirle el favor de ir a la Goleta.
-¡Qué haces, muchacho! –exclamó con tono muy áspero el antiguo conductor.
Algo se derrumbó en el pecho del Templao.
-Coño, compadre. ¿No ves que soy el Templao?
En los ojos del ex conductor había un fulgor aterrado al decir:
-Yo a ti no te conozco de ná. Déjame tranquilo.
Echó a correr como si alguien acabara de acusarlo de un crimen.
¿Qué había pasado?
El Templao asistió perplejo al desmoronamiento de cuanto quedaba dentro de sí. Su idea del mundo se disolvía como azúcar en el agua, mientras se resistía con denuedo a exterminar su esperanza. Estupefacto y cabizbajo, siguió adelante tratando de superar lo que acababa de suceder, que estaba creciendo en su imaginación como el más negro escollo del mundo. La musculatura desarrollada durante años en el puerto, cargando sacos que pesaban más que él, ahora no le servía de nada, porque sus piernas volvían a flaquearle. Sentía que podía desmayarse. Alzó los hombros en busca de una resolución que ya no sabía en qué parte de su anatomía pudiera estar. Se palpó los testículos, a ver si un demonio disfrazado de italiano se los había extirpado, como él le había hecho a Serafín. Los genitales continuaban en su sitio, pero los sintió languidecientes, como si estuviera siendo víctima de un embrujo.
No podía caberle en la cabeza la conducta del conductor, que siempre le había parecido un muchacho bromista, afable, despreocupado y un poco simplón. ¿Tan pronto se estaba adaptando la gente a la nueva situación? ¿Tan acojonados estaban? ¿Iban a portarse todos así?
Inconscientemente, comenzó a caminar con mayor cautela, mirando adelante y atrás con prevención. Un pálpito impreciso hizo que retrocediera en el laberinto de callejas formado por Curadero, Rosal Blanco, Huerto de Monjas y demás, porque los barrios malagueños de entonces eran como aldeas encerradas en sí mismas. Todos se conocían, al menos de vista, sabiendo vida y milagros y el pie de que cojeaba cada uno, gracias a las murmuraciones y comadreos de las tertulias en los atardeceres.
Ahora temía tanto como necesitaba encontrar a gente conocida.
El Templao se dio cuenta de que se cruzaba con algunos vecinos, matronas y chicos, que evidentemente no habían huido con la desbandá; los reconocía vagamente y en todos los casos notó que viraban bruscamente la cabeza para no mirarlo o para que no se cruzaran sus miradas.
Él, que había sido el joven más popular del barrio, se había convertido de repente en un apestado al que todos eludían ahora. La perplejidad vencía al dolor. Seguramente, el amigo ciego de Mani, el Chafarino, habría sabido explicarle el cambio si permaneciera vivo. Pero también había muerto, qué desperdicio; tanta sabiduría y buen juicio, disipados en un bombardeo. ¿Qué más había muerto? No le quedaba más familia que Mani, le habían arrebatado cuanto amaba y hasta su autoestima, las esperanzas eran ahora escombros de explosiones y comenzaba a sospechar que su corazón se había secado a tal punto, que nunca volvería a amar ni a ser amado.
El conductor no podía haberse convertido en una miserable mala persona en cuatro días, como si lo hubieran fundido en una fragua. Era el miedo. Al Templao, siempre le habían achacado la facultad de no dejarse abatir por el miedo, sino todo lo contrario, pero sabía cuánto pesaba. Lo había visto en muchos rostros acobardados, inclusive en la cara generalmente presuntuosa de Serafín, aquella vez que el hijo del barbero estuvo a punto de dispararle en un oscuro callejón cercano a los Mártires, cuando Mani le salvó la vida. El miedo era el sentimiento más paralizante del que tuviera noticias. El miedo anulaba toda facultad, velaba la inteligencia y ofuscaba el ánimo. Y al parecer, era un demonio al que tendría que encararse a diario en lo sucesivo, porque la realidad era que no sólo lo había detectado en las pupilas de esos vecinos acogotados, sino que velaba como una sombra invisible las expresiones de toda la población, flotaba como una venenosa plaga bíblica encima de la ciudad, más pesadamente que la misma ruina.
Aumentaba su descomposición.
Armado con un residuo de su antigua resolución rabiosa, decidió volver sobre sus pasos y realizar un esfuerzo de audacia para recorrer la calle Curadero. Sólo unos metros más allá dse la esquina, vio llegar al Carbonero. Escarmentado por la actuación del miliciano conductor, el Templao no se lanzó hacia él. Esperó, parado, a que llegara cerca.
Notó que iba a hacer lo mismo que el conductor, rehuirle, y desvió la mirada con expresión de culpabilidad. Pero al llegar al lado del Templao, se agachó como si necesitara atarse el cordón del zapato y, en esa postura, susurró:
-Guaqui, haz como que no estamos hablando, mira pal otro lao. ¿Sabes algo de los Robles del Altozano?
-Han muerto tos, menos el Mani, que está ahí cerca.
-Po dile que se quite de enmedio; a él es a quien más buscan. Llevan dos días viniendo a cada rato al barrio, preguntando por tos ellos, pero por el Mani en particular.
-¿Quiénes vienen?
El Templao fue a mirar a su vecino, pero recordó a tiempo que debía disimular. El vistazo le había bastado para darse cuenta de que el Carbonero iba limpio, repeinado y vestía un traje anticuado.
-¿Quiénes van a ser? El Serafín y los de su maná, disfrazaos de monigotes.
El Templao tragó saliva:
-Necesitaría que alguien entrara en la Goleta por mí.
-¿De qué quieres enterarte?
-El Mani quiere averiguar por la de los barcos…
-Se la llevaron ayer.
-¿Presa?
-¡Qué va! Una ambulancia del hospital con lo menos doscientos médicos.
-¡Ah! ¿Del hospital Civil?
-¡Tú estás majara! A esa tía no van a encamarla ahora en el hospital de nosotros los proletarios. La habrán llevao al Gálvez, al Militar o por ahí. Yo no sé más. Ahora tengo que echar a correr, que por ahí viene gente. Disimula y no se te vaya a ocurrir decirme ni condiós.
El Templao permaneció unos instantes en la misma posición, sin volverse hacia el Carbonero siquiera para verlo correr llamativamente encogido. Volvió a andar pesadamente en la dirección por donde debía encontrar a Mani, arrastrando los pies. ¿Cuántas bofetadas más, cuantas decepciones más iba a tener que encarar. De pronto, el espíritu se le había convertido en una carga insoportable.
Mani lo vio llegar. Ansiaba conocer el resultado de su gestión sobre doña Elena. Fue a saltar en medio de la calle, descubriéndose, pero una mano tiró de su jersey y le susurró al oído:
-Niño, ten cuidaíto, escóndete o echa a correr; vete del barrio y piérdete enseguía. Te quieren siquitrillar.
Mani contuvo el salto, al tiempo que siseaba al Templao.
-No te vas a creer lo que pasa, Mani.
-¿Qué, Guaqui?
-La gente está mu rara.
-Ya me he dao cuenta.
-No. No tienes idea de lo que me ha pasao. He visto al chofer del camión, vestío de señorito de pega, y no ha querío saludarme. Ha echao a correr.
-¿El Lagartija?
-¿Así lo llaman? No lo sabía.
-Le cabrea tanto que le digan el mote, que nunca lo mentábamos. Pero no me acuerdo de cómo se llama. ¿Qué ha pasao?
-Que ha fingío que no me conoce.
Mani agachó la cabeza un momento, cavilando.
-Una vecina, al verme saltar hacia ti, me ha pillao de aquí, y me dicho mu callaíto que me vaya corriendo. Joé, Guaqui. ¿Tanto ha cambiao la gente?
-Parece que tienen miedo.
-¿Parece? Están cagaos. ¿Has averiguao de la de los barcos?
-He visto al Carbonero, que tampoco ha querío saludarme claramente. Ha dicho que se la llevaron ayer en una ambulancia.
-Entonces, no será difícil dar con ella.
-¿Qué no? ¿Qué pretendes hacer, ir preguntando por ahí, mientras te buscan pa fusilarte?
Mani se encogió involuntariamente. Se daba cuenta de que tenía que indicar alguna iniciativa, porque el Templao lo miraba, expectante. Pero tenía la mente completamente en blanco.
La antigua sociedad, roto su cielo,
siente que en sus espaldas se desploma,
y herida pliega el vacilante vuelo.
Salvador Rueda.
PRIMERA PARTE.
Málaga, inglesa y mora
Capítulo I
Volvían como almas en pena recién desenterradas, con un silencio de madrugada en un cementerio. Sus harapos, los ojos desorbitados y el sigilo con que caminaban -a pesar de que ya no sonaban detonaciones ni explosiones-, evocaban los muertos vivientes de las leyendas de terror. Conservaban el miedo a las acechanzas inclementes y todopoderosas, a pesar del silencio de ahora, un miedo que habría de acompañarles para siempre. El terror había quedado impreso en sus corazones como un tatuaje para toda la vida, que ya nunca conseguirían borrar. Formaban un cortejo sin orden ni vigor, exhausto, que se extendía delante y atrás de ellos hasta donde les alcanzaba la vista; como un gigantesco dragón de la antigüedad, cansado, vencido, exánime e incapaz ya de lanzar fogaradas. El paisaje había cambiado tras el paso tumultuoso de la bestia que el éxodo en desbanda había representado, con su rastro perceptible en los huertos y sembrados arrasados por el hambre y la desesperación; el aroma habitual de salitre y yodo combinado con el de limones y limas, se había convertido en pestilencia de incendio no del todo extinguido y hedor de cadáveres descompuestos, cadáveres verdaderos que todavía yacían en muchas cunetas aunque se negaban a mirarlos. Ningún cultivo enarenado había sobrevivido y casi todos los árboles frutales estaban desgarrados y desarticulados por la desesperación. Lo más pesaroso era el silencio, enmudecidos todos como si temieran alertar de nuevo a monstruo. El único rumor audible era el de los gemidos, suspiros y ayes contenidos, porque no había transcurrido suficiente tiempo como para que las entrañas de los fugitivos se librasen del pánico y porque todos ellos llevaban los pies heridos y muchos sangraban por heridas bajo la ropa.
Pero algunos otros no presentaban huellas tan obvias de la intensa y larga caminata; con ropas y zapatos o alpargatas en buenas condiciones, sus rostros no reflejaban los horrores ni el dolor de la multitud, como si volvieran de un paseo dominguero.
-Hay montones que no han resistío el cansancio, Guaqui –dijo Mani. -Y se han dao la vuelta…
-¡Naturaca! Míralos; están más despistaos que un pulpo en un garaje. Por la pinta que llevan algunos, tan repeinaítos, no han andao ni cinco kilómetros. Bueno… Pa ser sinceros, tampoco nosotros hemos resistío el cansancio, y además, ¿qué íbamos a hacer carretera adelante, irnos a Rusia?
Las muchas decenas de miles de personas que habían huido la noche del 7 de febrero, para no ser masacrados por las tropas italianas al servicio de Franco, habían sido masacradas de todas maneras por el bombardeo incesante de los barcos, por los aviones alemanes que experimentaban con los pobres cuerpos de los malagueños la efectividad de sus ametralladoras, por el viento, el frío, la lluvia y el hambre. No volvían todos. Muchos habían seguido huyendo a pesar de la inundación de Motril, encaminándose a Valencia y hasta Francia. Muchos otros, habían muerto. La mayor parte de los peregrinos que rodeaban a los dos amigos mostraban en la ropa rastros de sangre de sus parientes muertos o heridos, cuando no se trataba de su propia sangre todavía manando de heridas mal curadas. .
Los dos amigos renqueaban apoyado cada uno en el otro, procurando fuerzas donde se había extinguido, abatida la gallardía que ambos poseyeran a raudales, desnudos de altivez e incapaces de sentir compasión ni de ellos mismos. El mayor sangraba por los pies y el más joven estaba aprendiendo a odiar. El adulto que ya era el Templao y y el adolescente casi niño que todavía era Mani no podían parar de llorar, pero Mani se empeñaba en sustraer de las miradas de su amigo los ojos hinchados y rojos.
-Son casi los mismos de la otra noche –señaló el Templao, señalando el purgatorio que les envolvía-. Muy pocos habrán llegao al otro lao del frente.
-Seguro que algunos no han andao ni un kilómetro. Han tenío que acojonarse por el montón de muertos podríos que hemos visto hace un rato en aquella curva de allí atrás y por todas partes, Guaqui… me duele el alma.
El Templao rozó con los labios la sien izquierda de Mani.
-Po si vieran lo que hay en Torrox y por Nerja… –comentó el Templao con voz temblorosa y tono rajado-. Voy a tener pesadillas hasta el patio de las malvas, con tantos brazos, cabezas y piernas desparramaos por toas partes. ¿Tú crees que alguien vendrá a enterrarlos?
-Si Málaga está como la dejamos el otro día, no creo…
-Málaga no estará como el otro día, Mani. Estará peor. Como dijo tu Paco, que en paz descanse, está más que visto que salimos casi toa la población. Los fascistas italianos tuvieron que tomar una ciudad fantasma y los que volvemos, venimos como almas en pena. Los muertos de la carretera no los enterrará nadie. Se pudrirán y se convertirán en abono pa los enarenaos y a lo mejor todavía dentro de veinte o treinta años encontrarán los labradores huesos y calaveras.
Mani apretó los labios. Su amigo, el único amor vivo que le quedaba, tenía razón; volvían casi todos; un espanto de ida y vuelta a ninguna parte, un holocausto sin objetivo de millares de personas que ni siquiera podían aspirar al descanso de una sepultura. Aunque trataba de hacerlo, no conseguía apartar la mirada de los cadáveres en los arcenes, que ahora –sin la obligación de desviar los ojos para escapar de los cañones o los aviones a cada paso- resultaban notorios como la lava de un volcán. Trató de imitar la entereza ciega de su madre muerta, y estiró el cuello como Paula hacía cuando se empeñaba en no enterarse de algo, pero él no lo consiguió, a causa de la evocación de los veinte cadáveres tendidos en aquel pedregal de Nerja, personas que había amado tanto y sin las que no concebía la vida. Su entereza se había disuelto como mantequilla en el fuego. Los amados chorros de sangre interrumpidos por la muerte se habían grabado en sus ojos como un tatuaje. Ahora, cuando la espantosa caminata se acercaba al final, los amontonamientos de cuerpos hinchados de los arcenes le obligaban a revivir el rostro lívido de Paula y preguntarse qué bestia inmunda escarbaría para desenterarla y devoraría al ser que más había amado en su vida.
Efectivamente, volvían casi todos los que habían participado en la desbandá, porque los rumores afirmaban que más adelante no había meta ni luz, porque el gobierno de Largo Caballero se había desentendido del éxodo de malagueños y nadie estaba disponiendo consuelo para tanta desesperación. Mani cabeceó, porque no era capaz de hablar, pero el Templao necesitaba explayarse, ya que su garganta era como un tapón de estopa a presión. Siguió la mirada espantada de Mani hacia el cadáver de una muchacha, cuyo rostro cubrían las moscas a pesar del tiempo desapacible que hacía.
-Me dan temblores… –murmuró el Templao- ¡Tantos muertos!
-Menos los heríos que se llevó el médico canadiense –observo Mani.
-Tardarán más de cuarenta años en limpiar este camino de restos podridos. ¿Quién va a tener ánimos pa enterrarlos y…? –el Templao no pudo terminar la frase, porque se echó a llorar con mayor desconsuelo aun.
Por la diferencia de estatura, Mani tuvo que forzar el brazo para echárselo por los hombros. Los hipidos de su fornido amigo tardaron en amainar.
-Y los hijos de puta del gobierno de Largo Caballero no vinieron a auxiliarnos… ¡ni a darnos agua! –continuó el Templao con tono gutural-. Maldita sea su estampa… Ya has visto que a los gobernantes de la república les importamos una mierda. Tu Paco, que en paz descanse, iba diciendo a cada paso que vendrían a socorrernos y ya lo has visto que no tenía ni mijita de razón. Tuvo que venir un médico extranjero, por su cuenta y costeándoselo él, a tratar de aliviar él solito el sufrimiento de más de doscientas mil personas, más de la mitad con herías y to, con más hambre que el gato de doña Lola. Largo Caballero nos entregó gratis a Franco pa achicar doscientos kilómetros el frente, como juraba tu hermano Antonio, que en paz descanse. Y mira lo que ha conseguío ese fantoche de mierda, que los malagueños mueran como chinches y que estemos sufriendo como ánimas del purgatorio.
-Dicen que de no ser por el médico canadiense y su camión -observó Mani-, habrían muerto más todavía. Es la verdad chipén. Como decía mi Antonio, el gobierno de la república ha regalao Málaga a los fascistas.
-Claro que sí –afirmó el Templao-. Nos han entregao gratis pa acortar la línea del frente de guerra. A mí me pareció la mar de raro que los barcos de la armada republicana, que tenían su base nacional en nuestro puerto, no respondieran los ataques de los barcos de Franco. ¿Te acuerdas de la otra tarde, cuando íbamos al cine y cayó aquel obús de Franco sin que ningún barco republicano contraatacara? Está visto que a Largo Caballero, que era un lunático y pudo haber sido condenado a muerte hace ná, le molestábamos los malagueños, con tantos cojones y tantas iniciativas; hizo de verdad lo que le amenazó al diputao Cayetano Bolívar en noviembre; desarmó a Málaga a conciencia, pa que no nos resistiéramos cuando los fascistas llegaran.
Mani dio un salto para socorrer a un anciano herido, al que sujetaba precariamente una muchacha, porque ambos estaban a punto de caerse.
-¿Pa qué pasamos lo que pasamos? –continuó el Templao cuando Mani volvió a su lado-, ¿Pa esto? ¿Pa meternos otra vez en la boca del lobo, con el Serafín, el barbero y sus compinches recochineándose? Ahora nos meterán a tós en campos de concentración y a ti, seguro que te fusilan. Tienes que teñirte estos rizos rubios o conseguir una boina pa disimular.
Mani sonrió levemente. Le enternecía la devota preocupación de su amigo por él, a pesar del dolor por la madre y los once hermanos que habían muerto. Como si adivinara su pensamiento, el Templao dijo con tono aterrado:
-¿Habrían muerto todos de verdad?
Con un sudor frío en frente y manos, evocó la escena entre lágrimas…
Llegaron al fondo de la cuesta. La luz les envolvía por fin, acariciante, pero el runrún se hizo audible de nuevo y los aviones les alcanzaron otra vez como un enardecido enjambre de abejas. Pareció que iban a alejarse hacia el este pero, inesperadamente, giraron y maniobraron en dirección al grupo.
-¡Al suelo! -ordenó Paco.
Pasaron uno tras otro, tan cerca, que Mani creyó que las panzas les rozarían. Daban la impresión de ser centenares, porque el carrusel no paraba: cada avión que les sobrevolaba, volvía al principio tras un salto. Luego de un tiempo que duró un millón de años, los oyó distanciarse y desaparecer más allá del acantilado que habían dejado atrás. Mani se levantó dándose palmadas en las orejas para aliviar el zumbido de sus oídos.
-Mamá, levántate; ya se van.
Ninguno se movía. Les gritó que el peligro había pasado y ya podían seguir el camino, pero nadie intentaba incorporarse. Cogió a Paula por la cintura para ayudarla, mas su cuerpo estaba laxo y sintió húmeda la mano con que la abrazaba. Contempló esa mano como si no fuera suya, esa mano ensangrentada no era la que le había dado su madre y con la que ahora la había tocado; no era capaz de creerlo, a Paula no podía pasarle eso: ella estaba muy por encima de las miserias del mundo. Consiguió que el cuerpo sin fuerzas permaneciera casi sentado y se puso a dar saltos entre todos ellos, vociferando el nombre de Paco, Antonio, Ricardo, Miguel, Rosalía, Ana y Angustias. Esta, boca arriba, tenía los ojos abiertos, fijos en él; Mani sonrió al agacharse a ayudarla a ponerse de pie, pero se detuvo antes de intentarlo: tenía el vientre abierto y el fruto sin madurar palpitaban envuelto por una masa oscura. Desvió los ojos con extravío. Descubrió que el Templao daba señales de vida, pues se había vuelto hacia él y conseguía sentarse, repentinamente convertido en un anciano rodeado por sus once hermanos muertos.
La desbandada avanzaba sobre ellos: todos evitaban pisarles mientras se cubrían la cara con una máscara de conmiseración. Mani sintió rabia; estaban en un error, no les había pasado nada, alcanzarían con ellos los huertos y repondrían fuerzas en el abrigo cálido y perfumado de un pinar. El Templao arrastraba a Carmela fuera del camino. Mani se acercó a pedirle ayuda.
-Guaqui, ven; mi madre no se mueve, tiene que estar herida.
-Todos están muertos, Mani.
-¡Mentira!
-No es mentira, Mani. Tengo mu vista a la muerte.
-¡No puede ser!
-Esta es la guerra, Mani; esta es la hijaputá de esos generales de Marruecos y el gobierno cobarde que nos ha entregao a ellos pa quemarnos como júas.
Sin detener la agónica caminata de vuelta, el Templao insistió:
¿No nos precipitaríamos al dejarlos allí, sin más, y sin embargo alguno podía haber quedado malherido, pero sólo desmayado?
Mani sintió hielo en los huesos y de nuevo tuvo que disimular el llano. Mientras los hombres le temblaban de un modo extraño, alzó la mano con un ademán conminatorio y voz enérgica:
-¡Quítate esa idea de la cabeza, Guaqui! Tú mismo dijiste que tenías mu vista a la muerte. Es una obsesión que namás que puede perjudicarte… a ti y a mí…, sin que les ayude a ellos ni una mijita.
El Templao se detuvo y lanzó una mirada a sus espaldas, como si pretendiera ser capaz de ver a tanta distancia el lugar donde habían muerto, al completo, tanto su familia como la de Mani; mientras crecía el llanto en sus mejillas, se agachó en cuclillas y acabó sentándose en el pedregoso asfalto lleno de baches y guijarros sueltos. Mani se arrodilló frente a él.
-¿Qué te pasa, Guaqui?
Sin responder, el Templao acarició el pelo rubio de Mani, que de nuevo formaba los bucles que el muchacho odiaba tanto.
-Fuiste un héroe popular, Mani. Mataste a aquel comandante en la Cortina del Muelle a la vista de todos, y después, cuando mandabas el camión, en muchos sitios te afeaban tus malas pulgas. Van a llover las denuncias contra ti. Tenemos que buscar algo pa perlarte al rape.
-Es verdad, Guaqui. Me van a siquitrillar.
-Yo no te dejo a ti solo ni muerto –proclamó el Templao-. Venga, vamos por ahí –señaló una transversal a su derecha, hacia arriba-, por los montes. Podríamos ir por el camino de las Pellejeras o el monte Calvario. Por el Camino del Colmenar no bajará nadie y no habrá peligro de que te reconozcan.
Se apartaron un poco del sonámbulo cortejo de zombis que caminaba mucho más lento que cuando huían. Ahora lo hacían sin esperanza ninguna, como si temieran tanto morir como llegar.
-Tenemos que seguir pa entrar lo antes que podamos, Guaqui. Mira, ya empieza a verse el monte Gibralfaro al contraluz del atardecer.
Extrañamente bermejo, el sol estaba ocultándose tras la sierra de Mijas
-No puedo más, Mani. Mira cómo me sangran los pies. Yo lo que querría es morirme de una puñeterísima vez.
Sin decir nada, Mani se abrazó al cuello de su amigo. Tras largos minutos, durante los que cada uno respetó el llanto del otro, Mani insistió:
-Vamos, Guaqui. Tenemos que entrar en Málaga antes de que empiecen a organizar sus inquisiciones. Nuestras posibilidades serán mejores hoy que mañana. Y cada día que pase sería peor.
El Templao miró con deslumbramiento el rostro de Mani. Definitivamente, era un ser superior, un jefe nato, y tendría un futuro de gran líder si no lo fusilaban en la Málaga que ahora dominaban los italianos de Mussolini. Se alzó de nuevo, con mucho esfuerzo, y echó a andar renqueante y callado.
Caminaron todavía algo más de dos kilómetros en silencio. Un mutismo que dominaba la interminable fila, como si todos estuvieran preparándose para el alud que había de caer sobre sus cabezas. La Málaga a la que retornaban se había vuelto taciturna, carente del bullicio de unas pocas semanas atrás, y ningún transeúnte de los que iban encontrando aparentaba menos tribulación que los que volvían. Mani supuso que todos debían de estar calculando las posibilidades que tendrían de sobrevivir en la martirizada ciudad tomada por un ejército extranjero, que había invadido la ciudad en nombre de un ejército del que contaban los fugitivos de Sevilla y Cádiz que no tenía piedad.
Llegaron ante el barranco amarillento de La Araña, donde se había estrellado el camión la noche de la huida de Málaga. La cruel escena de cuando las dos familias, incluyendo a la delicada madre de Mani, se habían vuelto bestias salvajes luchando por la supervivencia.
¿Cuántos pobres desterrados habrían muerto bajo las ruedas de ese camión? Mani se estremeció y apretó los párpados, como si así pudiera borrar el recuerdo, que tan vago parecía a pesar de haber ocurrido sólo cuatro o cinco noches atrás…
El griterío de los hermanos del Templao le sirvió a éste de estímulo, de manera que sus acelerones obligaron al vehículo a emprender una carrera loca, dejando una estela de cadáveres en el pavimento y un pasillo de maldiciones y rencores nuevos. Como si el reflejo de eludirles les precediera, la gente se apartaba ahora mucho antes de ser atropellada, de manera que el camión alcanzó una velocidad considerable durante varios kilómetros, pero en una curva muy cerrada tras la cual se abría una pequeña cala llamada La Araña, el Templao perdió el control al frenar de golpe; el camión derrapó y fue a empotrarse contra una pared vertical de roca.
La evocación les produjo más que temblores de espanto. En la amarga realidad del regreso, resultaba todavía más incongruente la impiedad con que habían actuado durante la inútil escapada con el camión. Con una especie de ácido recorriendo su esófago, Mani suspiró hondo y, sin abrir los ojos, murmuró:
-Ya mismo vamos a llegar al Palo.
-Estás pensando lo mismo que yo –dijo el Templao a su oído, mirando de soslayo la pared vertical amarilla.
-Me dan temblores.
-A mí también. Un no sé qué…
-Murieron una pila debajo del camión.
-No te angusties, Mani. Eran ellos o nosotros. Recuerda lo que mandó tu madre.
-¿Que no habláramos nunca más de eso? Alguien habrá que nos lo haga recordar a la fuerza, cuando nos denuncie.
-¡Que va! Estoy convencío de que nadie se dio cuenta de quiénes éramos.
-No te fíes, Guaqui. Aunque no nos vieran a nosotros, tó el mundo sabía que ése era nuestro camión.
-Bueno… a lo mejor. Pero… ¿no te parece que hay cosas mucho más urgentes que pensar? ¿Dónde vamos a refugiarnos… pa dormir?
-En mi corralón.
-¡Tú estás majareta! –exclamó el Templao con expresión de repugnancia-. Si por un aquel no nos encontramos el sitio ocupao, es exactamente donde no podemos ir.
-Po nos iremos al río.
-Tampoco podemos, Mani; con la caterva que vuelve a Málaga, aquello estará invadío, porque media capital está en ruinas... Mira lo destrozao que está tó esto. Mejor buscaremos un resguardo en el monte Coronao o La Virreina.
Entre las tinieblas en aumento, comenzaron a vislumbrar las precarias casas de los pescadores del Palo. Las viviendas, aunque modestas, habían sufrido tan catastróficamente los bombardeos que ninguna permanecía intacta.
-¿Seguirá viva la de los barcos? –preguntó el Templao señalando adelante, hacia los palacetes de la Caleta y el Limonar.
-Seguramente estará todavía en aquella habitación de la azotea, en la Goleta.
-¿Y si pidiéramos asilo a las monjas?
-¿Te parece?
-Creo que nos lo darían. Pero seguramente el Serafín y los suyos están todavía allí.
-No creas… Habrán vuelto a su casa porque ahora se considerarán los reyes del barrio.
-¡Hijos de puta!
-La de los barcos va a seguir tan rica como siempre –dijo el Templao con aspereza.
-Pero su casa no existe ya –afirmó Mani, que había interpretado la frase de su amigo como la indicación de un camino a seguir.
A continuación, Mani calló de nuevo durante un buen rato. El recuerdo de aquella noche de julio, el sábado infame en que la ciudad había rechazado la sublevación de los militares, combinaba en su mente el olor a humo y el de jazmines, el vocerío de la turba con el crepitar del fuego y el dolor de Miguel, Angustias, y él mismo, con el odio rabioso de aquel criado de culo gordo y el de los asaltantes.
-Ahí no hay nadie -gritó Mani.
-¿Qué dice ese muchacho? -preguntó uno.
-Por el color del pelo, tié que ser de la casa.
-¡Qué va!, ¿no ves su ropa? Será el hijo de una criada.
-Po si es hijo de una criada, será un bastardo del señorito. ¿No ves su cara de rico?
El portón cedió a la marejada humana.
-¡Quedaos quietos! -aulló Mani-. La gente que vive ahí es buena.
-¡Mira el majareta, será cretino...
-¡Como esclavos nos trataba a los marineros el yerno de Elena la de los barcos.
-El rubio ése tiene que ser un cachorro fascista.
-Vamos a caldearle la espalda.
Una mano aferró un tobillo de Mani y éste iba a sacar la pistola cuando sonó el primer disparo. La bala, procedente de la casa, pasó muy cerca de su cabeza; dio un repullo que le hizo perder el equilibro y estuvo a punto de caer, pero se abrazó al ancla y se quedó con los pies colgando en el vacío.
-Suéltalo -oyó Mani que alguien le decía al que le aferraba el tobillo-. Si no me engaña la vista, este chavea es el hermano del Paco que se ha cargao al comandante.
Mani consideró prudente no moverse y en la postura que estaba, colgado del ancla, lo presenció todo. No tardaron en cesar los disparos provenientes de la casa. Los asaltantes se pusieron en seguida a apedrear las ventanas; muchos encendían más antorchas en las que ya ardían, mientras que otros se emplearon concienzudamente en echar abajo el hermoso invernadero del otro extremo del jardín; como si fuera un cañizo aún más precario que el del Chafarino, la construcción acristalada y pintada de blanco se vino abajo y muchos de los hombres, aplastando los arriates en sus carreras, se pusieron a golpear con estrépito a puerta de madera que había sustituído la de cristales emplomados, así como las cristaleras de todas las ventanas. La puerta nueva de la mansión, aún sin lacar, resultó ser muy resistente, por lo que uno sugirió usar como ariete el pilar central del invernadero, un tronco de árbol apenas desbastado. La puerta cayó al fin y entraron en masa. En medio del estruendo de voces, ayes y alaridos, empezaron a caer objetos de todas las ventanas. Volaban las porcelanas, las bandejas de plata y las miniaturas de barcos, los hermosos cuadros en cuyos marcos había chapas de bronce con nombres grabados, los cojines y lámparas, las alfombras, ropas, sombreros y zapatos. Mani no conseguía ver a Elena ni oírla, por más que forzaba la vista y el oído. Sólo consiguió reconocer a Alonso Betancur, que era bajado por la escalera de mármol, debatiéndose mientras anclaba sus manos en el pelo de los que lo arrastraban. Dejó de mirarlo porque escuchó la voz cupletera de Rafael, proveniente del lateral izquierdo de la mansión.
-Coged a esa puta guarra, que es la señoritinga más rica y más abusona de Málaga y se quiere escapar disfrazá de proletaria -el chófer señalaba a Rita, la hija de Elena, que había conseguido cruzar el jardín vestida como una campesina, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza.
Fue rodeada al instante. Ella se hincó de rodillas con las manos juntas, como si rezara. Imploró, gimió, lloró y, finalmente, insultó de modo desencajado aunque Mani no conseguía escuchar sus palabras. Calculó las posibilidades de acudir a rescatarla y, soltando una mano del ancla, fue a acariciar la pistola prendida en su cintura, para toparse con la mano de Miguel, que anticipándose a su gesto, se la estaba arrebatando.
-Mani, baja y vámonos, hombre, no seas niño.
-Migue, parece mentira. No eres mi hermano ni ná de ná. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que esa gente ha hecho por ti?
-Se lo agradeceré toa mi vida, te lo juro por lo más sagrao. Pero es que no podemos hacer ná; Mani, venga ya, vámonos.
-¡Violadla! -gritaba Rafael en ese momento, señalando de nuevo a Rita con el brazo extendido y el índice rígido, como un vengador de teatro-. Es una coneja asquerosa e indecente, que le ha puesto los cuernos al señor más veces que pelos tiene en la cabeza. Abridla en canal y veréis que tiene el coño como un bebedero de patos...
Muchos hombres acarreaban palos del invernado derrumbado y los apilaban bajo las ventanas para alimentar el incendio. Uno de ellos se acercó al grupo que rodeaba a Rita, blandiendo una gruesa tranca que presentaba la punta afilada del engarce con que había estado ensamblada en la viga. El mayordomo-chófer se la arrebató.
-Vamos a ver si también te cabe esto, so putón -dijo-. Seguramente tienes dentro quintales de pus de la gonorrea más podrida y asquerosa del mundo.
Mani tuvo que cerrar los ojos mientras le daba una patada a Miguel, que trataba de obligarle a bajar del monolito. No oyó los alaridos de Rita a causa de sus propios gritos, aunque en aquel momento no supo que estaba gritando. Logró abrir los ojos cuando el tumulto comenzó a abandonar la mansión. La casa ardía completamente. El resplandor iluminaba el cuerpo ensartado de la hija de Elena; la tranca desaparecía entre las piernas y volvía a surgir de su pecho reventado, cerca del cuello.
Aquel chico rubio que los soliviantados asaltantes habían creído rico, vestido ahora con los harapos de su pobre atavío habitual, detuvo por un instante la marcha para examinar el perfil atezado de su amigo. Mani creía que el Templao, que siempre había trabajado en el puerto, donde Elena Viana-Cárdenas James-Grey carecía de simpatías, no sería capaz de sentir compasión por la anciana desvalida que había sido su amiga durante los últimos meses. ¿Qué haría ahora doña Elena? Seguramente, lo primero sería buscar buenos médicos que le curasen la sarna cuanto antes. A continuación, iría a vivir con algún familiar de fortuna, mientras reconstruían su casa, y recuperaría pronto su rota vida de espléndidos boatos.
-Al final–el Templao interrumpió las cavilaciones-, ¿la de los barcos era familia tuya o no?
Mani se encogió de hombros. Jamás le había preguntado su amigo por esa posibilidad y ahora hablaba de ello como si fuese una cuestión muy debatida. La reflexión tenía que deberse a que el Templao había cavilado largamente sobre los porqués de la conducta de doña Elena con su madre y todos sus hermanos y, sobre todo, con él mismo. Tras la revelación que le había hecho su madre, Paula, en Torre del Mar, pocas horas antes de morir, sobre su origen bastardo, ¿podía considerar que doña Elena era familiar suyo? La idea le pareció estrambótica, por lo que sacudió la cabeza. El Templao interpretó el ademán como expresión de agobio; le acarició la nuca.
-Eh… ¿Sabes que me tienes aquí y que no te abandonaré nunca?
Mani giró la cabeza con algo de asombro.
-Tampoco yo te abandonaría nunca. Aunque ya no podremos ser cuñaos, porque la Inma ha muerto, pa mí tú eres más que mi hermano.
El Templao medía más de un metro ochenta, estatura inusual en aquel tiempo. Por su trabajo de arrumbador del puerto, su musculatura era la de un luchador de grecorromana. Sin embargo, tras mencionar a su hermana Inma, Mani advirtió que el abatimiento le hundía los hombros como un tuberculoso, y notó que lloraba copiosamente. Conmovido y con una sonrisa triste, no pudo contenerse y besó la mejilla de su amigo.
Casi sin transición, la carretera se había convertido en una calle larga, flanqueada por pobres edificios en ruinas. El cortejo de huidos que regresaban se dispersaba poco a poco. Algunos tomaban las travesías que conducían a la playa y otros escalaban hacia las lomas cubiertas de barrios distinguidos. Todos, tanto los que llegaban como los pocos viandantes, exhibían un aire taciturno; trataban de no mirarse los unos a los otros, sobre todo los residentes que no se habían atrevido a huir.
-¿Cuántos se habrán puesto ya a piar pa los invasores? –dijo el Templao con tono severo.
-¿Qué quieres decir?
-Joder, Mani. ¿Es que no te das cuenta? La noche que fui con tu hermano Paco a tratar de encontrar a mi Inma, me di cuenta de que, aunque fueran pocos, los traidores eran un puñao de rabiosos enloquecíos. ¿Te acuerdas de la hija del ministro a la que le cosía tu madre, aquella a la que fuimos tú y yo a entregarle un vestío el día que salimos juntos por primera vez? Pues ésa habrá sido la primera en ponerse a largar y acusar como una judas con un cohete metío en el culo. Me dijeron que le habían mandao en un tarro con alcohol las orejas de su padre asesinao. Así que suponte tú…
-¿El ministro? -Mani contuvo un nuevo estremecimiento entre náuseas. Por borrar el pensamiento, propuso: -Tendríamos que subir por la calle donde vivía, a ver…
-¿No dijiste que de la casa de la de los barcos no queda ni una piedra?
-Si. Pero… ¿Quién sabe si vive por allí alguna hermana o prima, que la haya hospedao?
-Yo creo que si tanto te interesa encontrarla, lo primero que tendríamos que hacer es ir a la Goleta.
-Por si las moscas, mejor que no vayamos. Si no es que todavía esté la familia del barbero, acuérdate de que tó el mundo nos conoce por allí.
-Vámonos a dormir, Mani, que no puedo más.
II Capítulo
No se atrevieron a ir al convento de la Goleta. Lo postergaron, en espera de reunir coraje y poder tomar antes el pulso a la población.
Todavía abundaban los incendios humeantes, y algunos hasta cegaban grandes tramos de calles. El camino desde la carretera de Motril hasta el barrio había sido una carrera de obstáculos; el patético desfile de la huída se había visto obligado a dar muchos rodeos. Sobre el sofoco de las humaredas, ahora olía a desesperación por doquier. Era impensable encontrar quien no hubiera perdido nada. Amores o cosas.
Mani sentía curiosidad sobre la auténtica dimensión de los dos bandos que habían dividido la ciudad, ya que jamás confió en las estimaciones de sus hermanos Paco y Antonio ni de los pretenciosos datos que daba por la radio el general borracho de Sevilla. La experiencia de la desbandada y su propio pálpito le decían que habían quedado muy pocos para vitorear a los invasores italianos. Para hacerse una idea de cuánta gente pudiera haber permanecido en Málaga sin huir y esperando a ese ejército desconcertante, le apeteció recorrer algunas calles del barrio donde había nacido. Tuvo que sostener al Templao en muchas ocasiones, casi desfallecido.
Parecía que hubiera pasado no sólo una guerra, sino los peores ciclones de la historia. Los escombros se amontonaban por todas partes, todavía había derrumbes a su paso, porque los muros, exhaustos, mermados y muy debilitados por siete meses de bombardeos diarios, no podían continuar erguidos, sosteniendo las precarias construcciones y caían entre polvo y estreépito.
Contando las ventanas que transparentasen la luz de una vela, Mani esperaba calcular cuántos se habían quedado apoyando la invasión. En calle Ollerías no abundaban esas débiles señales y, por otro lado, se veía obligado casi a sostener el enorme peso del Templao, que daba la impresión de que iba a caer al suelo de un momento a otro; sus ojos desorbitados apenas pestañeaban.
Mani recordó el relato de cuando su amigo escapó del ejército de Franco con el que invadió Cádiz, su travesía a pie de toda la serranía de Ronda, sus peligrosos encuentros y el estado que presentaba su ropa cuando se reencontraron junto al muro de la Goleta. Se preguntó si Joaquín estaría ahora más aterrorizado aun, porque parecía un muñeco roto o un enfermo en coma.
Había gente parada en las esquinas, contemplando el paso del lastimoso cortejo interminable que ascendía por la calle Ollerías, pero Mani dedujo que esos espectadores debían de sentirse tan perplejos como los regresados de la desbandada; la contemplación era anecdótica; se trataba de gente poco activa que nunca había tenido gallardía, ni iniciativas que les pudieran hacer sentir temor, y que por esa razón no se habían visto empujados a escapar; ahora, mirado a los fugitivos sin verlos, simplemente holgaban, fumaban, bebían el vino infame de las tabernas de Huerto de Monjas y charlaban con la habitual sorna y chanzas:
-Dicen que los italianos están dejando a las malagueñas con el chocho como los chorros del oro.
-¡No me digas! Es que esos tíos son tós maricones y lo único que se les pone duro es la lengua.
-¿Y has visto al Roatta?
-No he tenío oportunidad.
-Esta mañana pasaba revista a su ejército en el puerto; una rata parece el tío y no sólo por el nombrecito. Tiene una jeta de mala leche… Como no nos andemos con cuidaíto, habremos salío de Guatemala pa entrar en guatepeor.
El Templao no sonreía ni pronunciaba ninguna de sus divertidas sentencias; mudo para lo que no fuera algún lamento, parecía haber aceptado que todo había acabado para él. Mani se asombraba de que alguien tan vigoroso, de cuya fuerza tantas pruebas tenía, aparentara haber perdido toda la vitalidad. Estimaba que su propio cansancio no podía ser menor que el de su amigo; habían pasado por el mismo drama y recorrido el mismo infierno espantoso, y él era más bajo, mucho más flaco y tenía cinco años menos. No conseguía imaginar qué flecha envenenada había minado el ánimo del Templao a tal extremo. El Templao había perdido a sus once hermanos y su madre, pero la familia Robles del Altozano también había sido exterminada.
Embozados en la oscuridad total que dominaba la ciudad en ruinas, los dos amigos cruzaron el Molinillo y se encaminaron arroyo Guadalmedina arriba, hacia los campos de higueras de La Virreina, en las proximidades de cuya casona principal pensaban dormir. El pedregoso y estéril cauce se había convertido en un campamento con aspecto de ejército derrotado en un campo de batalla.
Bajo el escudo protector de un grupo de pitas, acecharon un rato por si acudían los feroces perros del guardián del esquimo, pero no se escuchaban ladridos ni nada más; ni siquiera se oían los rumores propios del campo. Daba la impresión de que la vida hubiera abandonado la ciudad y sus alrededores; no sólo habían exterminado a los animales a causa del hambre, la vida salvaje debía de haber huido de las interminables explosiones hacia los bosques de los montes. Cerca de la casona, encontraron un claro de tierra llana rodeada casi por completo de macizos de nopales.
El Templao cayó como fulminado, pero Mani veló un buen rato, dominado por un vago sentimiento de alerta. Esa casa, que presentía más que veía a pocos metros de distancia, había sido una de las posibilidades para robar que Quini le había aconsejado hacía tres años. Antes, lo había engañado para ayudarle a asaltar la casa de la Caleta, donde la casualidad había querido que se topase con doña Elena Viana-Cárdenas James-Grey, una de las personas más ricas de la ciudad y que, sorprendentemente, resultó ser la viuda de su propio abuelo, una historia en la que acabó descubriendo que su madre había nacido bastarda. Todo junto, en su memoria, le parecía un melodrama propio de película o de las novelas antiguas.
El Templao no paraba de agitarse. Mani temió que pudiera tener fiebre, pero puso la palma de la mano en su frente, sin sentir que la temperatura fuese demasiado alta. Pretendiendo sedar el sueño inquieto y tembloroso de su amigo, agachó la cabeza y le murmuró muy despacio y quedamente al oído:
-Mi Paco me contó una vez que esta finca fue la hacienda de una malagueña que había sido virreina de México. Era madrastra de otro malagueño que también fue virrey de México, un fulano que los estadounidenses consideran un gran héroe de su independencia; su lema personal, “yo solo”, se cita en muchos sitios por ese país. El Paco me contó algo de una batalla donde ese fulano le echó unos cojones.... Se llamaba Bernardo Gálvez y hay muchos monumentos suyos en el sur de los Estados Unidos. Contaba mi hermano que desde que la madrastra se casó con el padre, había estado enamorada de su hijastro, que tenía casi su misma edad, y no pudo aguantar que él se casara con una mulata de Nueva Orleáns, que entonces era provisionalmente español, de manera que en vez de quedarse la ex virreina en México, ejerciendo de suegra de aquella mulata que tanto odiaba, y viviendo como una reina, se vino a Málaga, compró esta finca y se construyó un palacio en lo alto de aquella loma, una especie de castillo que duró menos que un caramelo a la puerta de un colegio. Por aquellos tiempos, se estaba terminando de construir la catedral de Málaga, namás que faltaba una torre grande, cuatro chicas, las cúpulas de los tejados y casi toas las estatuas, pero la virreina convenció al cabildo de que mandaran fondos a su hijastro pa echar a los ingleses y reforzar así la lucha por la independencia de los Estados Unidos contra Inglaterra, y por eso nunca acabaron la catedral. Y fíjate, un siglo después, ese país que tanto ayudamos a independizarse, nos declaró la guerra a los españoles, una guerra en la que perdimos Filipinas, Cuba y Puerto Rico. Ahora, del palacio de la virreina no quedan más que unos muros en ruinas, que yo los he visto allí arriba y, pa más inri, seguimos con la catedral a medias y cualquier día se nos cae desmoroná.
-¿Eh?…. –murmuró el Templao entre sueños.
-No es ná, Guaqui. Estoy recordando al Quini; si no estuviera preso, es uno de los que mejor podrían ayudarnos ahora.
Lo último que había oído de Quini era que estaba preso; y preso seguiría ahora, porque era la única persona que conocía que los dos bandos tenían razones poderosas para condenar a presidio. Pero en las circunstancias presentes, era también el único a quien sería útil pedir ayuda, por su enorme inmoralidad que le dotaba de recursos para sobrevivir en las situaciones más desfavorables. Si el Chafarino no hubiera muerto no tendría ni que pensar en pedir nada a nadie más… Acomodó la cabeza sxobre la yerba fresc a, aver si conseguía dormir. En un duermevela algo febril, la nostalgia lo arrebató.
Quini urgió a Mani, de lejos, a desnudarse también y seguirles, pero se negó viendo el poblado y oscuro bosque que cubría sus vientres, porque le avergonzaba y le causaba consternación exhibir ante ellos la pelusilla incipiente que apenas ensombrecía sus ingles. Pretextó no saber nadar, lo que era falso; se refugió a la sombra de una choza de cañizo, junto a cuya puerta se hallaba sentado un anciano marengo cosiendo redes.
-¿Quién eres? -preguntó éste sin llegar a mirarle completamente a los ojos, y de ese modo descubrió Mani su ceguera.
-Me llamo Mani.
-¿Eres de por aquí?
-No; vivo en el barrio del Molinillo.
-Eso está muy lejos y tú tendrás unos doce años, ¿verdad?
Evitó responder para no mentir.
-¿Es usted ciego?
-Sí, hijo.
-¿Desde chico?
-No. Mi ceguera se debe a la ira de Poseidón.
A causa del halo mágico de serenidad que envolvía al hombre, cuya prestancia, aun sentado, le hacía pensar en las estatuas de los museos reproducidas en las láminas de los periódicos que vendía, sintió antipatía por quienquiera que fuese tal sujeto.
-Lo meterían en la cárcel -dijo Mani.
-¿A quién?
-A ese Poseidón.
El anciano sonrió.
-No, hijo, ¿cómo van a meterlo en la cárcel? Poseidón es el dueño de la mar.
Mani se encogió de hombros, compasivo. El viejo estaba como una cabra.
-No me compadezcas; no veo, pero puedo sentir todo lo que me rodea. Has venido con otros cinco muchachos. Lo sé por sus voces y el repique de la arena al andar. Y ¿ves ése que grita? -señaló a Quini-, está de espaldas a nosotros, en el rebalaje; hay otro que también está fuera y los otros tres retozan muy cerca de la orilla, en el rompeolas, donde el agua no los cubre; todos son bastante mayores que tú. Aparte de tus amigos, no hay cerca nadie más. Allí, junto al cañizo del Nerjeño, hay otros tres muchachos que no son de por aquí, bañándose también.
Mani forzó la mirada hacia la choza más próxima, situada a unos cien metros. Tragó saliva, porque comprobó la exactitud de lo que el anciano describía.
-En el lado de poniente -prosiguió éste-, hay cinco marineros remendando redes. Creo que el padre, Paco el Perchelero, está de pie junto a proa de la jábega. Los otros cuatro son sus hijos y están sentados en la arena.
Mani tragó saliva y se arrastró para acercarse más al anciano.
-¿Cómo fue la pelea con ese Poseidón?
-¿No sabes quién es?
Mani negó con la cabeza, lo cual pareció bastar.
-Poseidón es un dios que fue el último rey de la Atlántida. Cuando se repartió el mundo con sus dos hermanos, había conquistado ese reino que, para su desgracia, se hundió por un maremoto. Después de la tragedia, Poseidón no quiso correr más aventuras y organizó un reino submarino; engendró tritones y sirenas, que tienen medio cuerpo de pez y medio de persona y éstos, que son millones y millones, son todos sus súbditos, porque de eso hace ya muchísimo siglos.
Mani examinó la cara cubierta de arrugas y atezada por el sol. No estaba burlándose de él, pero sonreía con algo parecido a la ironía. La nobleza de su perfil y la rectitud de su espalda le recordaban a los ancianos altaneros del Circulo Mercantil, precisamente aquél a quien le había encajado hasta las cejas el sombrero jipi-japa, pero la arrogancia de éstos era altivez presustuosa, mientras que la del ciego parecía emanar de una luz interior muy intensa.
-No estoy loco, Mani. Cuando pasas toda la vida en la mar, llegas a convencerte de que los dioses que sirven en la tierra no valen de nada en medio de un temporal. Algo tiene que haber ahí, en el fondo -indicó el agua-, algo muy poderoso que no conocemos ni sabemos ponerle nombre. Yo le llamo Poseidón, pero lo mismo puede ser Neptuno o la diosa que los negros llaman Iemanjá, da igual. Ahí dentro hay poderes tremendos. Lo comprendí cuando me quedé ciego. Yo vivía en la isla de Congreso, en las Chafarinas; allí nací y crecí, porque mi padre era el farero. Distinguía cada una de las piedras de la isla, había puesto nombre a las olas por las formas que les daba el viento; era amigo del relámpago y el trueno, y en las noches de tormenta, cuando la mar quería tragarse la isla, podía caminar junto a los acantilados sin que las olas embravecidas me rozaran siquiera. Yo amaba aquel lugar y Poseidón o como se llame me otorgó su dominio, pero mi madre tenía miedo; decía que en cualquier momento caerían los franceses de nuevo sobre nosotros y nos aplastarían junto a los soldados de la guarnición, cosa que habían hecho muchas veces. Por eso nos vinimos a Málaga. Yo era todavía un muchacho, pero no me sentía el mismo. Comencé a escuchar la voz de la mar en cuanto me apartaba dos metros de la orilla, como si fuera la de un amante despreciado, y me hice pescador para no convertirme en polvo tierra adentro. Por desgracia, en esta bahía somos demasiados pescadores y la competencia obliga a meterte en caladeros donde no debes y por eso fui pescador pocos años; cuando naufragué diez millas mar adentro, tenía poco más de veinticinco; pude morir, porque mi cabeza golpeó contra la quilla rota de la barca, me puse a sangrar como si se me escapara la vida y no sirvieron de nada mis aullidos invocando la ayuda de Dios y la Virgen del Carmen. Cuando las olas me arrastraron hasta la arena, me había quedado ciego. Permanecí aquí, casi agonizante, porque estaba seguro de que me moriría encerrado en cualquier hospital de Málaga y entonces se me ocurrió hablarle a la mar sin intermediarios vaticanistas, de modo que se curaron mis heridas de repente y noté que corría por mis venas nueva sangre que no era la misma y descubrí que el aire de la mar me convertía en otro y veía las cosas con mayor claridad que antes; soy capaz de ver el viento y los olores y el sabor salado de la mar; veo mucho mejor, porque lo miro todo con los ojos del alma. Ahora llevo cincuenta años agradeciendo el instante en que me quedé ciego, porque quienquiera que mande en las fuerzas de la mar me había abierto las puertas del entendimiento. No imaginas cuánto he aprendido y cuánto veo sentado aquí, sin salir apenas de mi playa.
Mani no sabía qué decir. El viejo hablaba como un torrente, con mayor fluidez que nadie que conociera y le describía cosas prodigiosas. Sentíase incapaz de determinar si era un demente o un sabio... o tal vez uno de esos brujos de los que trataban las leyendas de las tertulias nocturas de su calle, porque veía una aureola en torno a su cabeza que no podía ser fruto de su imaginación, ya que cerraba los ojos para borrar cualquier marca de deslumbramiento y cuando los abría el nimbo seguía allí, envolviendo un rostro capaz de traspasar su mente.
-En mi barrio hay también cosas mu raras -dijo, porque suponía que tenía que decir algo.
-¿Como qué?
-Esta mañana lo sacó el periódico, con fotografía y tó. Mi calle termina en el muro de un convento; dicen que allí enterraron a una monja hace muchísimos años y ahora hay una mancha con forma de mujer que no se quita ni a la de tres. Blanquean y blanquean, y nanay.
-¿La mancha vuelve a salir?
-Sí. Hay noches que no me deja dormir.
-¿Y tú, qué piensas que es?
Mani tardó unos instantes en responder, porque en los ojos estériles del anciano había algo que no era la espera de una respuesta, sino una especie de torbellino de conjeturas que, sin saber por qué, supo que era él quien las originaba. ¿Por qué se mostraba tan absorto en los asuntos de un niño insignificante como él, por qué se le agitaban las aletas de la nariz como si olfatease la llegada de un tropel de fantasmas tan inmateriales e improbables como su Poseidón? Consiguió zafarse de la mirada que no le veía pero le inmovilizaba, y respondió:
-No lo sé. Lo que sí sé es que me da un canguelo...
El anciano asintió a alguna pregunta o propuesta que pasaba por su cabeza, mientras la aureola palpitaba agrandándose y empequeñeciéndose como si estuviese sometida al influjo del corazón, un corazón que latía tan deprisa como si acabase de subir a zancadas una empinada cuesta. Mani presintió que el ánimo del ciego estaba siendo torturado por alguna clase de idea pesimista.
-¿Sabes lo que hay que hacer cuando uno siente miedo por algo que no sabe lo que es? Tú pareces un chico inteligente, y lo que hace la gente inteligente es investigar para entender lo que no comprende. El conocimiento quita muchos miedos, créeme.
-En mi barrio, tó el mundo tiene miedo por algo...
-¿Por ejemplo?
-Por tó. Hay muchas navajás, muchas trifulcas, nos rompemos la cabeza pa encontrar qué comer y tós los días nos acostamos con miedo a morirnos de hambre. Tó el mundo se caga de miedo por algo, por entrar en la carcel, porque el vecino lo denuncie a los guardias... Ayer de madrugá, por poco no le pegan un tiro a mi mejor amigo, a pesar de ser el tío menos desbocao que conozco y por eso le llaman "el Templao".
Mani supuso que, aunque pretencioso, no era del todo mentira afirmar que el Templao era su mejor amigo. Al menos, y aunque no le correspondiese, así lo veía él.
-¿Qué pasó?
Le contó la escena del ataque a las prostitutas de calle Camas y lo que siguió y cuanto había visto antes, en el recorrido desde que abandonara la fiesta del Molinillo.
-Málaga se ha vuelto loca -dijo el viejo-. ¿Sabes lo que pasa? Esta ciudad es marina, nació vivió y pervivió en el tiempo gracias a la mar, pero, desde hace un siglo le ha dado la espalda a su ser natural y la mar le está pasando factura. No quiero ni imaginar lo que pasará cuando Poseidón desate su furia. Málaga morirá en la playa.
Mani consideró que esas afirmaciones eran demasiado estrambóticas. No se parecían lo más mínimo a lo que hablaban sus vecinos, lo que relataban los periódicos ni, sobre todo, a lo que proclamaba Paco, el mejor informado de sus hermanos.
-Ese amigo tuyo, el Templao, es huérfano de padre, ¿verdad?
Mani sintió una convulsión que le agarrotó la garganta por un momento. Examinó con asombro al anciano, que se mostraba muy interesado en conocer la respuesta de esa pregunta en concreto. No recordaba haber mencionado la orfandad del Templao; ¿cómo había adivinado el anciano tal circunstancia? Bueno, llevaba mucho rato hablando con él y no podía recordar todas las cosas que había dicho; a lo mejor le salía lo de que el Templao era huérfano de padre sin meditarlo. Pero no era algo que acostumbrara mencionar. Sentía tanta agitación que se puso a perorar atropelladamente y sin parar, a fin de no meterse en conjeturas, y habló con pasión del joven cuya ayuda trataba de lograr, ya que por tener un trabajo fijo de arrumbador en el puerto y por su carácter, era el adolescente más popular del barrio, cualidad que se enriquecía por el hecho de ser el hermano mayor, y tutor de hecho, de la adolescente más bonita y dulce de unas cuantas leguas a la redonda, Inma.
-Ella te necesita -afirmó el viejo, -debes protegerla.
Mani sonrió con satisfacción, inflado de orgullo, sin preguntar el porqué de una afirmación tan tajante y, sobre todo, tan improbable. El anciano continuaba aparentando alguna lucha interior muy intensa; carraspeó como si quisiera aclararse la aguardientosa voz antes de comentar:
-Creo que te conviene conseguir la intimidad del Templao, porque me parece que va a ser trascendental en tu vida, pero estos amigos tuyos de hoy -el ciego señalaba a Quini y los demás-, ¿te fías de ellos?
-No veo por qué no.
-No se parecen a ti. Tú eres muy superior.
Encajó el comentario con desagrado. Iba a protestar, cuando Quini le gritó:
-¡Rubio!, ven pacá, que son más de las tres.
-Ven a hablar conmigo otro día, Mani -rogó el viejo-; hay muchas cosas que quiero decirte y te hace falta que te las diga, pero antes debo cavilarlas porque necesito encontrar las palabras justas. Ven pronto, pero sin esa pandilla de cafres.
El anciano parecía desear con vehemencia que la visita se produjese; Mani supuso que debía de escasear la gente dispuesta a escucharle. Se despidió de él con un sencillo adiós y corrió hacia el carromato, donde los muchachos comían con limón almejas y coquinas crudas, que rompían chocando unas con otras.
-¿Ya te ha trajinao el loco Chafarino? -bromeó Quini.
-¿Lo conoces?
-¡Claro! Tó el mundo conoce al Chafarino por aquí. Está majara perdío. No le hagas ni puñetero caso.
A pesar de que ya se le estaban cerrando los ojos, amodorrado por el cansancio y los rítmicos ronquidos del Templao, la evocación del anciano pescador ciego hizo que Mani sintiera un retortijón en el corazón, mientras intentaba velar a su amigo. Joaquín roncaba como los atletas, despacio y como degustando el aire. Él lo supervaloraba demasiado, le atribuía méritos que no creía tener, lo que le obligaba a mostrarse entero y dominador; aunque fuese más flaco y joven, estaba obligado a protegerlo. ¿Qué hubiera sido de su vida si no estuviese con él?
Necesitaba contagiarse de su fuerza, igual que se había valido de la sabiduría del redero ciego de la playa; el Chafarino había sido su principal referencia los últimos tres años de su vida. No podía acostumbrarse a la idea de que tendría que estar sin él para siempre.
Si no estuviera con el Templao, habría muerto.
Con voz sonámbula y entre dientes, el Templao murmuró:
-¿Te pasa algo, Mani?
-¡Qué!
-Estás llorando.
-¿No dormías?
-Ojú, tengo un frío… Pégate aquí, a mi vera, pa resguardarme. ¿Por qué llorabas?
-¿Es que no hay motivos?
-Claro que sí. Pero por qué ahora precisamente…
-Estaba pensando en el Chafarino.
-¡Pobrecillo! ¿Estás seguro de que había muerto?
-¡Claro que sí! Lo vi.
-Lo que me contaste que habías visto fue namás que un cuerpo carbonizao…
-¿Y quién iba a ser? Claro que era él, vivía solo.
El Templao rezongó, con voz sonámbula.
-Si no tuviera tanto sueño, te mentaría un montón de posibilidades.
-¿De que no fuera él aquel muerto? ¡Estás chalao!
-Si te cuento… cuando los de la Legión invadimos Cádiz, la cantidad de compañeros del tercio que yo creí que habían muerto de un tiro y que, de pronto, me daban un susto porque volvían a menearse…
Mani estimó que el Templao trataba de consolarlo para que se durmiera de una vez, pero recordaba los volúmenes y la inmovilidad de aquel cuerpo ennegrecido por el fuego, y no le cabía ninguna duda de que se trataba del Chafarino. No le apetecía seguir hablando de esa cuestión y, para evitarlo, se acercó al lado del Templao y fingió que empezaba a dormirse.
El Templao le echó el brazo sobre el pecho al tiempo que murmuraba.
-Desengáñate, Mani. Estamos más solos que la una –se durmió al instante, como si lo hubieran desconectado.
Mani se preguntó que más le estaba pasando al Templao, además del cansancio y el dolor que ambos compartían. Siendo tan fuerte y vital, mostraba un abatimiento que tenía que ayudarle a superar cuanto antes, por el interés de los dos.
No sonaban ladridos en la finca de la Virreina ni cantaban los gallos. No escuchaban los sonidos delatores de la vida del campo, pero aun así sonaban levemente la brisa suave sobre las pitas y las chumberas, el bamboleo de las ramas de una frondosa higuera cercana que estaba cubriéndose de hojas nuevas, las rachas intermitentes de la lluvia fina que llamaban “calaera” y hasta creyó posible Mani escuchar el baile de las olas de la lejanísima playa donde había vivido el Chafarino.
Secó con la palma de la mano la frente del Templao, al tiempo que alzaba la cabeza en busca de algo que pudiera echarle por encima para resguardarle de la lluvia, aunque al fin y al cabo era poco más que rocío.
Durante un instante, añoró no sólo al redero ciego, sino también el sonido de la arena arrastrada por el agua más que ninguna otra cosa; solamente su madre le pesaba más. El chapoteo de la arena, que no se parecía a ninguna música, el reflejo de la luz del Sol y de la Luna, la playa ardiente a causa de que su color oscuro atrapaba el calor, los pies hundidos en el rebalaje procurando que ni Quini ni sus amigos notaran que apenas tenía vello en el pubis, la expectación ante la siguiente prueba de su clarividencia con que el anciano pudiera asombrarle.
Ya nunca volvería a esforzarse por oír la voz cavernosa del anciano por encima del bramido del rompeolas. Ya nunca le obligaría a transitar por mundos legendarios ni le haría soñar.
El viejo redero ciego que poseía más libros que nadie que conociera, había sido el guardián y el instructor de su pase de la niñez a la adolescencia, mucho más que sus propios hermanos. La evocación dibujaba en su memoria imágenes nítidas de lo vivido en la playa de La Isla; los marengos que tiraban del copo al amanecer, los bolicheros que salían con sus jábegas al anochecer, los numerosísimos delincuentes que usaban la playa como guarida, pues no recordaba que jamás la hubiera visitado ni un solo guardia de Asalto.
Recordó que, a pesar de la misantropía que le incitaba a vivir solo en la playa, el Chafarino tenía familia; había mencionado algunas veces a hijos, nueras y nietos. Lo más probable era que tales familiares vivieran en el barrio del Perchel. Si habían sobrevivido a la inundación de muerte qui Málaga padecía.
Todavía le quedaba algo que hacer con respecto al Chafarino. ¿Encontrar un hijo suyo, por si se parecía un poco a él? ¿Hablar con alguien de lo trascendental que el ciego había sido en su vida?
Ahora, sin embargo, su primera preocupación tenía que ser el Templao, cuyo derrumbe tanto le desasosegaba.
III Capítulo
Aunque Mani también sentía un cansancio tan aturdidor como el del Templao, durmió a trompicones, desvelado a veces por el frío o la suave lluvia y otras, por los ronquidos de su amigo. Pero sobre todo, por las imágenes, que su mente se empeñaba en evocar; el Chafarino muerto; su hermano Miguel huyendo con su amada Angustias embarazada, colgada de la espalda; su hermano Antonio arrodillado en la plaza de Torrox, suplicando ayuda ante las inclementes ventanas cerradas...
El amanecer llegó aclarando sólo un poco el manto gris precipitado sobre la ciudad
No encontraron nada para desayunar. La Virreina había sido agostada, como todo el campo de Málaga. Pero en ciertos asuntos el Templao sabía mucho más; era un superviviente. Le enseñó a pelar pencas de nopal sin espinarse las manos, cuya pulpa no consiguió saciarles. Tenían que procurar algo más.
Al disponerse a cruzar el puente de Armiñán, una pareja de soldados italianos parecía guardar el paso en una especie de alcabala del Medievo, como si sirvieran a un cruel señor feudal. Ambos les miraron con una expresión que parecía irónica, como si los dos amigos fuesen los únicos que transitaban por Málaga cubiertos de andrajos. Uno de ellos, guapo y atildado como si jamás hubiera pisado un cuartel, convirtió su ironía en sonrisa.
-¿De qué te ríes, payaso? -preguntó el Templao con rabia.
Mani sintió un retortijón y apretó el brazo su amigo como señal de advertencia.
La respuesta del italiano fue una frase que no entendieron pero el tono hizo obvio el significado. Sin pensarlo, el Templao inició un movimiento de ataque. Mani dio un salto para colgarse de su cuello y musitó:
-Guaqui, espera para morir otro día, porque te necesito.
-Maldito fantoche –masculló el Templao-. Primero tuvimos los témpanos rusos y ahora, las marionetas de Mussolini, que no valen más que pa pintar el aire. Si no me sintiera tan derrotao, le rompería esa cara de muñeco de feria. Otra vez has vuelto a salvarme la vida, como aquel carnaval…
Mani trató de esbozar una sonrisa sobre la expresión descompuesta. La noche que consiguió que el Templao le aceptase como amigo, había evitado que lo tirotearan los falangistas. Pero ni siquiera entonces había sentido tanto miedo como en este momento,
Aquellos carnavales los había vivido con la zozobra de si conseguiría que el Templao le aceptase como amigo y pudiera, por fin, ser novio de la hermana de su amigo, la desgraciada Inma… Evocó los juegos del pilla-pilla por calle Larios y la Acera de la Marina, junto a Quini y los demás camaradas… Los atracones de brevas antes o después de saltar sobre los júas en llamas... El asalto a la mansión de doña Elena, que le había abierto las puertas de un mundo desconcertante… Las desapariciones de sus hermanos Paco y Antonio y la peregrinación en su busca… La guerra contra los principales enemigos de su familia, el barbero y los suyos, que habían acabado convirtiéndose en parientes…
De todos modos, su vida había sido feliz, a pesar de la tragedia permanente de los últimos siete meses y, en realidad, de toda su vida. Como niño despreocupado en sus juegos pero angustiado por la economía familiar… Como miliciano a cargo de un camión de abastecimiento… Como héroe precoz, festejado en toda la ciudad…
El mercado de arquitectura morisca del Molinillo, la casa de aquel bodeguero asaltada a pedradas, el cañizo del Chafarino en la playa de la Isla, donde había disfrutado los mejores momentos del principio de su adolescencia; los bailes de Carnaval junto a su hermano Miguel y Angustias, Inma y el Templao. Cuando las transgresiones más audaces parecían simples travesuras. Cuando los únicos disgustos que había tenido jamás le habían puesto delante la crudeza de la muerte.
Le había resultado extraño y desasosegante el silencio de la finca de la Virreina, ausentes los estruendos de más de doscientos bombardeos totales que había sufrido Málaga. En algunos instantes fugaces, tuvo la sensación de haberse quedado sordo, porque sus sentidos habían llegado a acostumbrarse tanto a las explosiones y derrumbes, que la quietud de esa noche campestre había sido lo más parecido a la muerte que podía imaginar, porque ninguna madre aullaba junto al cadáver ensangrentado de su hijo ni podían escucharse las blasfemias furibundas de muchachos que alzaban airados los puños hacia el cielo.
Sin transición, las preguntas sin respuesta de su mente fueron sustituidas por varias de las escenas que había vivo durante la desbandá.
Sintió erizarse la piel al acordarse de la amanecida de tres días antes, cuando las dos familias, la suya y la del Templao, volvieron de Torrox para sumergirse otra vez en la escabechina de la carretera, en cuyo final procuraban un destino.
El regreso de Torrox fue más fácil cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los vieron alejarse y volver.
-No podemos meternos en la escabechina que estarán haciendo -dijo Mani.
-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-: Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente, entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis visto que namás disparan contra la carretera de la costa.
Los aviones volaban como un enjambre de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.
-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no estimular nuevos llantos de los niños.
El pavimento se iluminaba por el brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo, para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén: entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estrepitosos y gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba, pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunaban sus brazos, un niño de pecho cuyas entrañas colgaban pendulando al andar la madre; apretó los párpados, a ver si conseguía despertar de la monstruosa pesadilla. El sol, ¿dónde estaba el sol? Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera a despertarle.
El mismo silencio ominoso se mantuvo durante toda la siguiente noche, también el la Virreina; el Templao se negaba a estar muicho rato, indefensos, donde pudieran identificarles, sobre todo a Mani, cuyo pelo resplandecía a veces en la oscuridad. Los dos amigos durmieron o fingieron dormir y ningún perro llegó a ladrarles, porque no quedaba ninguno. Aunque se habían amparado junto a dos grandes chumberas de nopal, que abundaban en toda la finca de la Virreina, amanecieron otra vez húmedos de rocío y los ojos cubiertos de legañas. Cuando Mani despertó, el Templao se hallaba sentado a su lado con las rodillas abrazadas, tiritando.
-Ojú, qué frío.
-No seas exagerao, Guaqui. Pa ser febrero, el tiempo no está tan mal.
-¿Que vamos a hacer ahora, Mani?
No tenía la menor idea. Sentía tanta pena que el pecho llegaba a dolerle. Para eludir una respuesta descorazonadora, Mani prenguntó;
-¿Te siguen doliendo los pies?
-Una pechá, pero puedo apañarme.
-Tendríamos que averiguar algo sobre doña Elena, Guaqui, es lo único que podría salvarnos tal como estamos. Debemos averiguar si sigue en la Goleta o qué. Y también tendríamos que darnos una vuelta por el Perchel, a ver si somos capaces de dar con la familia del Chafarino.
-Bueno, Mani. Vamos allá. Cualquier cosa es mejor que quedarnos aquí quietos, sin hacer ná. Vamos a buscar algo de comer. Luego, me encasquetaré una boina y daré una vuelta por nuestro barrio, por si encuentro a algún conocío que pueda ir a la Goleta, a preguntar por ella en nuestro lugar. Tú te quedarás escondío en una iglesia o por ahí.
-¿Estás seguro de que puedes andar?
Con rigidez, el Templao se puso de pie poco a poco. Tanteó antes de dar un paso y miró hacia Mani, asintiendo.
-Po vamos.
Las prodigiosas fuerzas del arrumbador estaban volviendo. Mani sugirió a su amigo caminar arroyo abajo, porque no tenía claro hacia donde encaminarse ni de quién quería averiguar primero, si del Chafarino o Doña Elena. Mani rezó interiormente, para que volviera en todo su esplendor aquella facultad de bromear y la legendaria sangre gorda que había originado el apodo de Templao.
Sorprendentemente, el pedregoso cauce del Guadalmedina, un extraño, repugnante y oscuro páramo desierto en el centro de la ciudad, mostraba señales abundantes y muy claras de las bombas en los pocos claros que dejaba el amontonamiento de fugitivos durmiendo, aunque muchos parecían muertos. Numerosos socavones llegaban a superponerse entre sí, por lo que resultaba obvio que muchos de los bombardeos no habían tenido objetivos claros. Habían sido tan insistentes, masivos y constantes que, aparentemente, los aviadores no ponían demasiado empeño en elegir sus objetivos. Los estragos de doscientos cuatro días de bombardeos continuos, los habían causado bombas a granel, imprecisas, numerosísimas y lanzadas al tuntún, demostrando que las órdenes eran arrasar completamente Málaga y sus habitantes.
-Mejor que mi madre no vea esto –murmuró Mani, señalando las fachadas medio desmoronadas que se asomaban al torrente seco del Guadalmedina..
-Lo han tirao tó –comentó el Templao con rabia.
-Lo poco que quedaba en pie la semana pasá. Ya ves tú…
-Málaga ya no podrá ser nunca igual…
Mani torció levemente el labio superior.
-Bueno, Guaqui, tampoco era gran cosa…
-Esta es la capital mejor del mundo. ¡Tú estás majareta, Mani!
-A lo mejor estoy majara. ¿Quién puede seguir en sus cabales, después de pasar lo que estamos pasando, Guaqui? Pero… ¿te acuerdas de los ratas del puerto, que eran como alimañas rabiosas? ¿O del día que me tuve que tirar al suelo, estropeando un vestío estupendo que mi madre me había mandado entregar, porque me pillaron entre dos fuegos, los policías por un lao y los sindicalistas por el otro? ¿O la violación de tu Inma? ¿O aquel individuo al que fueron asesinando poco a poco hasta la Casa del Pueblo del Psoe, del Perchel? ¿O al que le cortaron el dedo pa robarle el anillo? Y no te olvides que presenciamos cómo le cortaban ese dedo antes de asesinarlo. ¿O lo que les hicieron a mi Antonio y mi Paco? ¿Y lo que me podían haber hecho a mí el último carnaval? ¿Tú crees que valdría la pena que Málaga volviera a ser así, tal como era? Vivíamos en el infierno y ahora, estamos en medio de su espanto.
Con gesto forzadamente cómico, el Templao reprochó:
-¿No estarás volviéndote fascista?
-¡Una mierda! Lo que pasa es que vivir como vivíamos no era vida, Guaqui.
-¿Y ahora, qué?
-No puede ser peor.
-¿No? ¡A ti te ha sentao mal esta caminata y tienes indigestión de las pencas que comimos ayer! ¿Cómo que no va a ser peor? ¿Tú sabes lo que yo presencié en la provincia de Cádiz, con la Legión, cuando me forzaron a venir con aquella caterva de moros?
-Sí, Guaqui. Por mu mal que vaya la cosa ahora, no puede ser igual que en el frente de combate… Ya lo sé.
El ceño del Templao se ensombreció y apartó la mirada de Mani
Como un inesperado manto oscuro de fantasmas y suspicacia, como un presagio de malaventura que no podían prever, el silencio cayó sobre los dos amigos mientras salían del arroyo para dirigírse a la Goleta
IV Capítulo
El retorno de la desbandá no había terminado aún. Todavía llegaban en masa, aunque algo más dispersos que los dos días anteriores, rendidos y vencidos, arrastrando los carromatos, carretillas, bicicletas y niños ensartados por cordeles para que no se despistasen. Los dos amigos los miraban ahora, tras haber descansado un poco, con un inesperado y muy extraño sentimiento de piedad y repulsión. ¿Así parecían ellos dos días antes?
El Templao cabeceó y, apesadumbrado, hundió la barbilla en el pecho al tiempo que resurgía el llanto. Mani volvió a abrazar sus hombros sin encontrar una palabra que pudiera consolarles a los dos.
El cortejo del regreso continuaba gimiendo. Andrajosos, casi todos los pies sangrantes, famélicos y con los ojos desencajados. Como escapados de un campo de concentración, subían por las riberas del Guadalmedina y la calle del Molinillo, arrastrando la desesperación y la desesperanza. ¿Qué venturas podían encontrar en la ciudad asolada de donde habían huido? Ninguna, porque casi no había más que escombros humeantes. Prematuramente, la mudez que les obligarían a guardar durante años les dominaba ya.
Transitaban en silencio de camposanto, presentes pero ausentes, con miradas esquivas y perplejas donde no quedaba ningún camino. En sus ojos se pintaba la incertidumbre y, sobre todo, la negrura de su inmediato porvenir.
Para no tener que continuar viéndolos, el Templao y Mani se desviaron de la ruta que habían previsto recorrer. Permanecieron unos minutos junto a un pequeño huerto de la calle de Salamanca donde salaban boquerones, hasta que el Templao, con su habitual incapacidad de estarse quieto, dijo:
-Bueno, Mani, me las piro; trata de esconderte hasta que yo no vuelva. A ver si encuentro quien me haga el favor de ir a preguntar en la Goleta.
Pasado un rato, Mani descubrió que los dos hombres, que rellenaban un pequeño tonel con boquerones y sal, le señalaban y murmuraban entre sí. Le habían reconocido, estaba en peligro. Corrió calle abajo, por la misma dirección que el Templao tendría que recorrer a su regreso, y se paró junto a un tenderete del mercado a ver pasar el cortejo, que seguía desfilando sus miserias por la Cruz del Molinillo.
Cavilaba sobre dónde ocultarse mientras el Templao trataba de averiguar el paradero de doña Elena, pero la fascinación que le producía el desfile le mantuvo en el mismo sitio, sin notar cuántas vecinas lo miraban de reojo. De hecho, se produjeron incontables codazos de unas vecinas a otras, mientras lo señalaban con disimulo, aunque en ningún momento se dio cuenta porque el dolor del muchacho era tan profundo por la desolación que veía pasar, que no tenía ánimos ni para mantener el alerta.
Por su parte, y al tiempo que corría mirando las caras de sus vecinos, a ver en quién podría confiar, al Templao le pesaba cada vez más el martirio de su hermana Inma, porque todas las piedras de las callejas que recorría se la recordaban. El estremecimiento le hacía trastabillar y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar andando. Los sucesos de aquel día los podía reseñar con todo detalle y cronológicamente.
-Guaqui, la Inma...
-¿Qué pasa, mamá?
-Que la mandé a mediodía a comprar un huevo y no ha vuelto.
-¿No ha venío a comer?
-No. Sal a buscarla, que esto me huele fatal.
Mani sintió que un terremoto agitaba el suelo bajo sus pies. Había aconsejado muchas veces a Inma que no saliera de su casa sola, lo mismo que el Templao. Ahora no era tiempo de reprochar a la madre por no parar de mandarla a la calle, sino de encontrarla cuanto antes. Rastrearon a la carrera zonas cada vez más amplias con el barrio como epicentro. Empezaron en el Molinillo, pero fueron abarcando más y más calles, hacia las zonas céntricas, hacia el barrio de Capuchinos y hacia el río. Preguntaban a los conocidos y a los desconocidos, el Templao sin parar de llorar y Mani con el corazón estrujado por el peor de los presentimientos. Inma no se retrasaba jamás voluntariamente, poseía gran sentido de la responsabilidad que le hacía ayudar a su madre mucho más de lo que ésta le exigía y siempre volvía de los mandados en seguida, porque lo que más le gustaba era bordar. Pasaba horas y horas bordando, incluso mientras hablaba con Mani durante tardes-noches interminables. Parecía indudable de que su tardanza no era por iniciativa propia; alguien estaba reteniéndola. Cada hora, volvían a la calle Rosal Blanco por si había novedades. De tanto indagar, la noticia sobrevoló el barrio, por lo que se fue agrupando gente expectante en torno al corralón de la Torre. Los grupos se multiplicaron y cuando se acercaba la medianoche, eran más de diez. Carmela, en el centro de un círculo formado por sus hijos, permanecía en guardia a la entrada de la calle, como si con ello pudiera acelerar la reaparición de la más bonita, dulce y serena de los doce.
Mani y el Templao recorrieron todas las casas de socorro, los dos hospitales, los asilos de indigentes y cuando acudieron a la comisaría de vigilancia, los guardias se burlaron de su desconsuelo, porque las denuncias por desaparición eran demasiado frecuentes como para abrir diligencias. El Templao estuvo a punto de ganarse la detención, de no ser porque Mani cerró materialmente su boca obligándole a callar cuando ya había empezado a insultar al guardia del mostrador, que sencillamente se encogió de hombros con indiferencia.
Según les dijeron durante un nuevo regreso a calle Rosal Blanco, ya eran casi veinte los grupos que hacían batidas por el río, los huertos, el monte Coronado y las zonas de campo que orillaban los caminos que partían de Málaga. Salían con antorchas y linternas en una multitudinaria movilización del barrio, que era general cuando se aproximaba el alba.
Fue con la primera luz del amanecer cuando llegó uno de los grupos cargando a Inma entre cuatro. Convulsionada y babeante, se debatía como si fuese presa de un ataque epiléptico, pero no emitía sonido alguno.
-Estaba sujeta a la barandilla del puente; parecía que iba a tirarse -informó uno de los que la cargaban.
-No quiere hablar -aclaró otro.
La depositaron de pie ante su madre y Mani sintió que se le partía el corazón. Sobrecogido por el espanto, contempló su melena castaña enredada de rastrojos, sus mejillas tumefactas, sus labios hinchados y cubiertos de heridas y coágulos de sangre, sus ojos ennegrecidos a golpes, su vestido hecho jirones y la sangre seca que dibujaba un reguero en su pierna izquierda. Iba sucia de polvo y fango y de sangre y dolor en las incontables magulladuras y escoriaciones de su piel, visible en la abundante desnudez que su ropa hecha jirones no ocultaba. En una de los guiñapos mayores de la parte delantera de la falda, habían escrito "puta roja" con tinta china. Viendo que iba a caer desmayada al suelo, Mani dio un salto para evitarlo, pero ella rechazó el contacto con brusquedad, como si él quisiera multiplicar su horror.
El Templao apretó los párpados para tratar de borrar el recuerdo, pero no pudo cerrar los ojos del todo por lo copioso de su llanto.
De repente lo vio llegar a través del cristal de sus lágrimas. Dibujó una sonrisa enorme de alivio, mientras se ensanchaba su pecho y su corazón saltaba con júbilo. El que había sido durante seis meses el conductor del camión de abastos comandado por Mani, llegaba desde la dirección opuesta.
Casi desde el levantamiento de los rebeldes, habían compartido todos sus días; buscaron afanosamente comida y útiles que repartir y llevaron el camión sin descanso a los más recónditos lugares, no sólo de la capital, sino de gran parte de la provincia. Juntos, él, el conductor, Mani y el otro miliciano se habían desesperado al unísono cuando no podían satisfacer las peticiones de gente tan miserable como la refugiada en la catedral o cuando faltaba la comida hasta para ellos. Juntos, los cuatro no habían dudado en recolectar amargas naranjas cachorreñas de los parques, y frutas de melonares abandonados a causa de los bombardeos. Habían presenciado juntos el desmoronamiento de algunos frentes, como el de Monda. Habían reído juntos con los chistes y ocurrencias de cada uno.
Más cerca, el Templao reconoció con algo de dificultad al miliciano que había conducido el camión de reparto hasta cuatro días antes, porque se había transfigurado. Se paró a verlo llegar hacia él y el corazón volvió a darle un vuelco. No recordaba su nombre, porque hablaban poco de sí mismos cuando cumplían las órdenes de la Jefatura de Abastos. El antiguo conductor vestía de un modo que tendría que haberle hecho recelar, un traje de aquéllos que la gente de su clase usaba sólo los domingos, pero la alegría de encontrarlo le impulsó a lanzarse hacia él para abrazarlo, al tiempo que maquinaba cómo pedirle el favor de ir a la Goleta.
-¡Qué haces, muchacho! –exclamó con tono muy áspero el antiguo conductor.
Algo se derrumbó en el pecho del Templao.
-Coño, compadre. ¿No ves que soy el Templao?
En los ojos del ex conductor había un fulgor aterrado al decir:
-Yo a ti no te conozco de ná. Déjame tranquilo.
Echó a correr como si alguien acabara de acusarlo de un crimen.
¿Qué había pasado?
El Templao asistió perplejo al desmoronamiento de cuanto quedaba dentro de sí. Su idea del mundo se disolvía como azúcar en el agua, mientras se resistía con denuedo a exterminar su esperanza. Estupefacto y cabizbajo, siguió adelante tratando de superar lo que acababa de suceder, que estaba creciendo en su imaginación como el más negro escollo del mundo. La musculatura desarrollada durante años en el puerto, cargando sacos que pesaban más que él, ahora no le servía de nada, porque sus piernas volvían a flaquearle. Sentía que podía desmayarse. Alzó los hombros en busca de una resolución que ya no sabía en qué parte de su anatomía pudiera estar. Se palpó los testículos, a ver si un demonio disfrazado de italiano se los había extirpado, como él le había hecho a Serafín. Los genitales continuaban en su sitio, pero los sintió languidecientes, como si estuviera siendo víctima de un embrujo.
No podía caberle en la cabeza la conducta del conductor, que siempre le había parecido un muchacho bromista, afable, despreocupado y un poco simplón. ¿Tan pronto se estaba adaptando la gente a la nueva situación? ¿Tan acojonados estaban? ¿Iban a portarse todos así?
Inconscientemente, comenzó a caminar con mayor cautela, mirando adelante y atrás con prevención. Un pálpito impreciso hizo que retrocediera en el laberinto de callejas formado por Curadero, Rosal Blanco, Huerto de Monjas y demás, porque los barrios malagueños de entonces eran como aldeas encerradas en sí mismas. Todos se conocían, al menos de vista, sabiendo vida y milagros y el pie de que cojeaba cada uno, gracias a las murmuraciones y comadreos de las tertulias en los atardeceres.
Ahora temía tanto como necesitaba encontrar a gente conocida.
El Templao se dio cuenta de que se cruzaba con algunos vecinos, matronas y chicos, que evidentemente no habían huido con la desbandá; los reconocía vagamente y en todos los casos notó que viraban bruscamente la cabeza para no mirarlo o para que no se cruzaran sus miradas.
Él, que había sido el joven más popular del barrio, se había convertido de repente en un apestado al que todos eludían ahora. La perplejidad vencía al dolor. Seguramente, el amigo ciego de Mani, el Chafarino, habría sabido explicarle el cambio si permaneciera vivo. Pero también había muerto, qué desperdicio; tanta sabiduría y buen juicio, disipados en un bombardeo. ¿Qué más había muerto? No le quedaba más familia que Mani, le habían arrebatado cuanto amaba y hasta su autoestima, las esperanzas eran ahora escombros de explosiones y comenzaba a sospechar que su corazón se había secado a tal punto, que nunca volvería a amar ni a ser amado.
El conductor no podía haberse convertido en una miserable mala persona en cuatro días, como si lo hubieran fundido en una fragua. Era el miedo. Al Templao, siempre le habían achacado la facultad de no dejarse abatir por el miedo, sino todo lo contrario, pero sabía cuánto pesaba. Lo había visto en muchos rostros acobardados, inclusive en la cara generalmente presuntuosa de Serafín, aquella vez que el hijo del barbero estuvo a punto de dispararle en un oscuro callejón cercano a los Mártires, cuando Mani le salvó la vida. El miedo era el sentimiento más paralizante del que tuviera noticias. El miedo anulaba toda facultad, velaba la inteligencia y ofuscaba el ánimo. Y al parecer, era un demonio al que tendría que encararse a diario en lo sucesivo, porque la realidad era que no sólo lo había detectado en las pupilas de esos vecinos acogotados, sino que velaba como una sombra invisible las expresiones de toda la población, flotaba como una venenosa plaga bíblica encima de la ciudad, más pesadamente que la misma ruina.
Aumentaba su descomposición.
Armado con un residuo de su antigua resolución rabiosa, decidió volver sobre sus pasos y realizar un esfuerzo de audacia para recorrer la calle Curadero. Sólo unos metros más allá dse la esquina, vio llegar al Carbonero. Escarmentado por la actuación del miliciano conductor, el Templao no se lanzó hacia él. Esperó, parado, a que llegara cerca.
Notó que iba a hacer lo mismo que el conductor, rehuirle, y desvió la mirada con expresión de culpabilidad. Pero al llegar al lado del Templao, se agachó como si necesitara atarse el cordón del zapato y, en esa postura, susurró:
-Guaqui, haz como que no estamos hablando, mira pal otro lao. ¿Sabes algo de los Robles del Altozano?
-Han muerto tos, menos el Mani, que está ahí cerca.
-Po dile que se quite de enmedio; a él es a quien más buscan. Llevan dos días viniendo a cada rato al barrio, preguntando por tos ellos, pero por el Mani en particular.
-¿Quiénes vienen?
El Templao fue a mirar a su vecino, pero recordó a tiempo que debía disimular. El vistazo le había bastado para darse cuenta de que el Carbonero iba limpio, repeinado y vestía un traje anticuado.
-¿Quiénes van a ser? El Serafín y los de su maná, disfrazaos de monigotes.
El Templao tragó saliva:
-Necesitaría que alguien entrara en la Goleta por mí.
-¿De qué quieres enterarte?
-El Mani quiere averiguar por la de los barcos…
-Se la llevaron ayer.
-¿Presa?
-¡Qué va! Una ambulancia del hospital con lo menos doscientos médicos.
-¡Ah! ¿Del hospital Civil?
-¡Tú estás majara! A esa tía no van a encamarla ahora en el hospital de nosotros los proletarios. La habrán llevao al Gálvez, al Militar o por ahí. Yo no sé más. Ahora tengo que echar a correr, que por ahí viene gente. Disimula y no se te vaya a ocurrir decirme ni condiós.
El Templao permaneció unos instantes en la misma posición, sin volverse hacia el Carbonero siquiera para verlo correr llamativamente encogido. Volvió a andar pesadamente en la dirección por donde debía encontrar a Mani, arrastrando los pies. ¿Cuántas bofetadas más, cuantas decepciones más iba a tener que encarar. De pronto, el espíritu se le había convertido en una carga insoportable.
Mani lo vio llegar. Ansiaba conocer el resultado de su gestión sobre doña Elena. Fue a saltar en medio de la calle, descubriéndose, pero una mano tiró de su jersey y le susurró al oído:
-Niño, ten cuidaíto, escóndete o echa a correr; vete del barrio y piérdete enseguía. Te quieren siquitrillar.
Mani contuvo el salto, al tiempo que siseaba al Templao.
-No te vas a creer lo que pasa, Mani.
-¿Qué, Guaqui?
-La gente está mu rara.
-Ya me he dao cuenta.
-No. No tienes idea de lo que me ha pasao. He visto al chofer del camión, vestío de señorito de pega, y no ha querío saludarme. Ha echao a correr.
-¿El Lagartija?
-¿Así lo llaman? No lo sabía.
-Le cabrea tanto que le digan el mote, que nunca lo mentábamos. Pero no me acuerdo de cómo se llama. ¿Qué ha pasao?
-Que ha fingío que no me conoce.
Mani agachó la cabeza un momento, cavilando.
-Una vecina, al verme saltar hacia ti, me ha pillao de aquí, y me dicho mu callaíto que me vaya corriendo. Joé, Guaqui. ¿Tanto ha cambiao la gente?
-Parece que tienen miedo.
-¿Parece? Están cagaos. ¿Has averiguao de la de los barcos?
-He visto al Carbonero, que tampoco ha querío saludarme claramente. Ha dicho que se la llevaron ayer en una ambulancia.
-Entonces, no será difícil dar con ella.
-¿Qué no? ¿Qué pretendes hacer, ir preguntando por ahí, mientras te buscan pa fusilarte?
Mani se encogió involuntariamente. Se daba cuenta de que tenía que indicar alguna iniciativa, porque el Templao lo miraba, expectante. Pero tenía la mente completamente en blanco.
domingo, 24 de noviembre de 2013
MAÑANA, SUBIRÉ AQUÍ VARIOS CAPÍTULOS YA REVISADOS DE ESTA NOVELA.
Con vistas a la tienda online de lectura que estoy preparando, tengo la producción literaria de toda mi vida en revisión.
El total, compondrán unos 35 volúmenes que irán siendo más conforme el tiempo pase y no me alcance todavía la fea.
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ me está impresionando muchísimo, porque llevaba algún tiempo sin trabajar e ella. Creo que estoy en el quinto o sexto capítulo; hasta ahora, apunta como la novela más "redonda" de mi vida.
MAÑANA SUBIRÉ VARIOS CAPÍTULOS COMPLETOS AQUÍ.
El total, compondrán unos 35 volúmenes que irán siendo más conforme el tiempo pase y no me alcance todavía la fea.
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ me está impresionando muchísimo, porque llevaba algún tiempo sin trabajar e ella. Creo que estoy en el quinto o sexto capítulo; hasta ahora, apunta como la novela más "redonda" de mi vida.
MAÑANA SUBIRÉ VARIOS CAPÍTULOS COMPLETOS AQUÍ.
jueves, 21 de noviembre de 2013
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ primeras diez páginas de esta novela que estoy revisando y acabando
La antigua sociedad, roto su cielo,
siente que en sus espaldas se desploma,
y herida pliega el vacilante vuelo.
Salvador Rueda.
PRIMERA PARTE.
Málaga, inglesa y mora
Capítulo I
Volvían como almas en pena recién desenterradas, con un silencio de madrugada en un cementerio. Sus harapos y el sigilo con que caminaban -a pesar de que ya no sonaban detonaciones ni explosiones-, evocaban los muertos vivientes de las leyendas de terror. El terror había quedado impreso en sus corazones como un tatuaje para toda la vida, que ya nunca conseguirían borrar. Formaban un cortejo sin orden ni vigor, exhausto, que se extendía delante y atrás hasta donde alcanzaba la vista; como un gigantesco dragón de la antigüedad, cansado, vencido, moribundo e incapaz ya de lanzar fogaradas. El paisaje había cambiado tras el paso tumultuoso de la bestia que el éxodo en desbanda había representado, con su rastro perceptible en los huertos y sembrados arrasados por el hambre y la desesperación; el aroma habitual de salitre y yodo combinado con el de limones y limas, se había convertido en pestilencia de incendio no del todo extinguido y hedor de cadáveres descompuestos, cadáveres verdaderos que todavía yacían en muchas cunetas aunque se negaban a mirarlos. El único rumor audible era el de los gemidos, suspiros y ayes contenidos, porque no había transcurrido suficiente tiempo como para que las entrañas de los fugitivos se librasen del pánico y porque todos ellos llevaban los pies heridos y muchos sangraban.
-Hay montones que no han resistío el cansancio, Guaqui –dijo Mani. -Y se han dao la vuelta…
-¡Naturaca! Míralos; están más despistaos que un pulpo en un garaje. Por la pinta que llevan algunos, tan repeinaítos, no han andao ni cinco kilómetros. Bueno… Pa ser sinceros, tampoco nosotros hemos resistío el cansancio, y además, ¿qué íbamos a hacer carretera adelante, irnos a Francia?
Los dos amigos renqueaban apoyado cada uno en el otro, procurando fuerzas donde se había extinguido, abatida la gallardía que ambos poseyeran a raudales, desnudos de altivez e incapaces de sentir compasión ni de ellos mismos. El adulto que ya era el Templao y y el adolescente casi niño que todavía era Mani no podían parar de llorar, pero Mani se empeñaba en sustraer de las miradas de su amigo los ojos hinchados y rojos.
-Son casi los mismos de la otra noche –señaló el Templao, señalando el purgatorio que les envolvía.
-Seguro que algunos no han andao ni un kilómetro. Han tenío que acojonarse por el montón de muertos podríos que hemos visto hace un rato en aquella curva de allí atrás.
-Po si vieran lo que hay en Torrox y por Nerja… –comentó el Templao con voz temblorosa y tono rajado-. Voy a tener pesadillas hasta el patio de las malvas, con tantos brazos, cabezas y piernas desparramaos por toas partes. ¿Tú crees que alguien vendrá a enterrarlos?
-Si Málaga está como la dejamos el otro día, no creo…
-Málaga no estará como el otro día, Mani. Estará peor. Como dijo tu Paco, que en paz descanse, está más que visto que salimos casi toa la población. Los fascistas italianos tuvieron que tomar una ciudad fantasma y los que volvemos, vamos como almas en pena. Los muertos de la carretera no los enterrará nadie. Se pudrirán y se convertirán en abono pa los enarenaos y a lo mejor todavía dentro de veinte o treinta años encontrarán los labradores huesos y calaveras.
Mani apretó los labios. Su amigo, el único amor vivo que le quedaba, tenía razón; volvían casi todos; un espanto de ida y vuelta a ninguna parte, un holocausto sin objetivo de millares de personas que ni siquiera podían aspirar al descanso de una sepultura. Aunque trataba de hacerlo, no conseguía apartar la mirada de los cadáveres en los arcenes, que ahora –sin la obligación de desviar los ojos para escapar de los cañones o los aviones a cada paso- resultaban dramáticamente notorios. Trató de imitar la entereza ciega de su madre muerta, y estiró el cuello como Paula hacía cuando se empeñaba en no enterarse de algo, pero él no lo consiguió, a causa de la evocación de los veinte cadáveres tendidos en aquel pedregal de Nerja, personas que había amado tanto y sin las que no concebía la vida. Los chorros de sangre interrumpidos por la muerte se habían grabado en sus ojos como un tatuaje. Ahora, cuando la horrorosa caminata se acercaba al final, los amontonamientos de cuerpos hinchados de los arcenes le obligaban a revivir el rostro lívido de Paula y preguntarse qué bestia inmunda escarbaría para desenterarla y devoraría al ser que más había amado en su vida.
Efectivamente, volvían casi todos los que habían participado en la desbandá. Mani cabeceó, porque no era capaz de hablar, pero el Templao necesitaba explayarse, ya que su garganta era como un tapón de estopa a presión. Siguió la mirada espantada de Mani hacia el cadáver de una muchacha, cuyo rostro cubrían las moscas a pesar del tiempo desapacible que hacía.
-Me dan temblores… –murmuró el Templao- ¡Tantos muertos!
-Menos los heríos que se llevó el médico canadiense –observo Mani.
-Tardarán más de cuarenta años en limpiar este camino de restos podridos. ¿Quién va a tener ánimos pa enterrarlos y…? –el Templao no pudo terminar la frase, porque se echó a llorar con mayor desconsuelo aun.
Por la diferencia de estatura, Mani tuvo que forzar el brazo para echárselo por los hombros. Los hipidos de su fornido amigo tardaron en amainar.
-Y los hijos de puta del gobierno de Largo Caballero no vinieron a auxiliarnos… ¡ni a darnos agua! –continuó el Templao con tono gutural-. Maldita sea su estampa… Ya has visto que a los gobernantes de la república les importamos una mierda. Tu Paco, que en paz descanse, iba diciendo a cada paso que vendrían a socorrernos y ya lo has visto que no tenía ni mijita de razón. Tuvo que venir un médico extranjero, por su cuenta y costeándoselo él, a tratar de aliviar él solito el sufrimiento de más de doscientas mil personas, más de la mitad con herías y to, con más hambre que el gato de doña Lola. Largo Caballero nos entregó gratis a Franco pa achicar doscientos kilómetros el frente, como juraba tu hermano Antonio, que en paz descanse. Y mira lo que ha conseguío ese fantoche de mierda, que los malagueños mueran como chinches y que estemos sufriendo como ánimas del purgatorio.
-De no ser por el médico canadiense y su camión -observó Mani-, habrían muerto más todavía. Es la verdad chipén. Como decía mi Antonio, el gobierno de la república ha vendío Málaga a los fascistas.
-Claro que sí –afirmó el Templao-. Nos han entregao gratis pa acortar la línea del frente de guerra. A mí me pareció la mar de raro que los barcos de la armada republicana, que tenían su base nacional en nuestro puerto, no respondieran los ataques de los barcos de Franco. Está visto que a Largo Caballero, que era un lunático y pudo haber sido condenado a muerte, le molestábamos los malagueños, con tantos cojones y tantas iniciativas; hizo de verdad lo que le amenazó al diputao Cayetano Bolívar en noviembre; desarmó a Málaga a conciencia, pa que no nos resistiéramos cuando los fascistas llegaran.
Mani dio un salto para socorrer a un anciano herido, al que sujetaba precariamente una muchacha, porque ambos estaban a punto de caerse.
-¿Pa qué pasamos lo que pasamos? –continuó el Templao cuando Mani volvió a su lado-, ¿Pa esto? ¿Pa meternos otra vez en la boca del lobo, con el Serafín, el barbero y sus compinches recochineándose? Ahora nos meterán a tós en campos de concentración y a ti, seguro que te fusilan. Tienes que teñirte estos rizos rubios o conseguir una boina pa disimular.
Mani sonrió levemente. Le enternecía la devota preocupación de su amigo por él, a pesar del dolor por la madre y los once hermanos que habían muerto. Como si adivinara su pensamiento, el Templao dijo con tono aterrado:
-¿Habrían muerto todos de verdad?
Con un sudor frío en frente y manos, evocó la escena entre lágrimas…
Llegaron al fondo de la cuesta. La luz les envolvía por fin, acariciante, pero el runrún se hizo audible de nuevo y los aviones les alcanzaron otra vez como un enardecido enjambre de abejas. Pareció que iban a alejarse hacia el este pero, inesperadamente, giraron y maniobraron en dirección al grupo.
-¡Al suelo! -ordenó Paco.
Pasaron uno tras otro, tan cerca, que Mani creyó que las panzas les rozarían. Daban la impresión de ser centenares, porque el carrusel no paraba: cada avión que les sobrevolaba, volvía al principio tras un salto. Luego de un tiempo que duró un millón de años, los oyó distanciarse y desaparecer más allá del acantilado que habían dejado atrás. Mani se levantó dándose palmadas en las orejas para aliviar el zumbido de sus oídos.
-Mamá, levántate; ya se van.
Ninguno se movía. Les gritó que el peligro había pasado y ya podían seguir el camino, pero nadie intentaba incorporarse. Cogió a Paula por la cintura para ayudarla, mas su cuerpo estaba laxo y sintió húmeda la mano con que la abrazaba. Contempló esa mano como si no fuera suya, esa mano ensangrentada no era la que le había dado su madre y con la que ahora la había tocado; no era capaz de creerlo, a Paula no podía pasarle eso: ella estaba muy por encima de las miserias del mundo. Consiguió que el cuerpo sin fuerzas permaneciera casi sentado y se puso a dar saltos entre todos ellos, vociferando el nombre de Paco, Antonio, Ricardo, Miguel, Rosalía, Ana y Angustias. Esta, boca arriba, tenía los ojos abiertos, fijos en él; Mani sonrió al agacharse a ayudarla a ponerse de pie, pero se detuvo antes de intentarlo: tenía el vientre abierto y el fruto sin madurar palpitaban envuelto por una masa oscura. Desvió los ojos con extravío. Descubrió que el Templao daba señales de vida, pues se había vuelto hacia él y conseguía sentarse, repentinamente convertido en un anciano rodeado por sus once hermanos muertos.
La desbandada avanzaba sobre ellos: todos evitaban pisarles mientras se cubrían la cara con una máscara de conmiseración. Mani sintió rabia; estaban en un error, no les había pasado nada, alcanzarían con ellos los huertos y repondrían fuerzas en el abrigo cálido y perfumado de un pinar. El Templao arrastraba a Carmela fuera del camino. Mani se acercó a pedirle ayuda.
-Guaqui, ven; mi madre no se mueve, tiene que estar herida.
-Todos están muertos, Mani.
-¡Mentira!
-No es mentira, Mani. Tengo mu vista a la muerte.
-¡No puede ser!
-Esta es la guerra, Mani; esta es la hijaputá de esos generales de Marruecos y el gobierno cobarde que nos ha entregao a ellos pa quemarnos como júas.
Sin detener la agónica caminata de vuelta, el Templao insistió:
¿No nos precipitaríamos al dejarlos allí, sin más, y sin embargo alguno podía haber quedado malherido, pero sólo desmayado?
Mani sintió hielo en los huesos y de nuevo tuvo que disimular el llano. Mientras el brazo le temblaba de un modo extraño, alzó la mano con un ademán conminatorio.
-¡Quítate esa idea de la cabeza, Guaqui! Tú mismo dijiste que tenías mu vista a la muerte. Es una obsesión que namás que puede perjudicarte… a ti y a mí…, sin que les ayude a ellos ni una mijita.
El Templao se detuvo y lanzó una mirada a sus espaldas, como si pretendiera ser capaz de ver a tanta distancia el lugar donde habían muerto, al completo, tanto su familia como la de Mani; mientras crecía el llanto en sus mejillas, se agachó en cuclillas y acabó sentándose en el pedregoso asfalto lleno de baches y guijarros sueltos. Mani se arrodilló frente a él.
-¿Qué te pasa, Guaqui?
Sin responder, el Templao acarició el pelo rubio de Mani, que de nuevo formaba los bucles que el muchacho odiaba tanto.
-Fuiste un héroe popular, Mani. Mataste a aquel comandante en la Cortina del Muelle a la vista de todos, y después, cuando mandabas el camión, en muchos sitios te afeaban tus malas pulgas. Van a llover las denuncias contra ti. Tenemos que buscar algo pa perlarte al rape.
-Es verdad, Guaqui. Me van a siquitrillar.
-Yo no te dejo a ti solo ni muerto –proclamó el Templao-. Venga, vamos por ahí –señaló una transversal a su derecha, hacia arriba-, por los montes. Podríamos ir por el camino de las Pellejeras o el monte Calvario. Por el Camino del Colmenar no bajará nadie y no habrá peligro de que te reconozcan.
Se apartaron un poco del sonámbulo cortejo de zombis que caminaba mucho más lento que cuando huían. Ahora lo hacían sin esperanza ninguna, como si temieran tanto morir como llegar.
-Tenemos que seguir pa entrar lo antes que podamos, Guaqui. Mira, ya empieza a verse el monte Gibralfaro al contraluz del atardecer.
Extrañamente bermejo, el sol estaba ocultándose tras la sierra de Mijas
-No puedo más, Mani. Mira cómo me sangran los pies. Yo lo que querría es morirme de una puñeterísima vez.
Sin decir nada, Mani se abrazó al cuello de su amigo. Tras largos minutos, durante los que cada uno respetó el llanto del otro, Mani insistió:
-Vamos, Guaqui. Tenemos que entrar en Málaga antes de que empiecen a organizar sus inquisiciones. Nuestras posibilidades serán mejores hoy que mañana. Y cada día que pase sería peor.
El Templao miró con deslumbramiento el rostro de Mani. Definitivamente, era un ser superior, un jefe nato, y tendría un futuro de gran líder si no lo fusilaban en la Málaga que ahora dominaban los italianos de Mussolini. Se alzó de nuevo, con mucho esfuerzo, y echó a andar renqueante y callado.
Caminaron todavía algo más de dos kilómetros en silencio. Un mutismo que iba extendiéndose por la interminable fila, como si todos estuvieran preparándose para el alud que había de caer sobre sus cabezas. La Málaga a la que retornaban se había vuelto taciturna, carente del bullicio de unas pocas semanas atrás, y nadie aparentaba menos tribulación que los que volvían. Mani supuso que todos debían de encontrarse calculando las posibilidades que tendrían de sobrevivir en la martirizada ciudad tomada por un ejército extranjero, que había invadido la ciudad en nombre de un ejército del que contaban que no tenía piedad.
Llegaron ante el barranco amarillento de La Araña, donde se había estrellado el camión la noche de la huida de Málaga. La cruel escena de cuando las dos familias, incluyendo a su amorosa madre, se habían vuelto bestias salvajes luchando por la supervivencia.
¿Cuántos pobres desterrados habrían muerto bajo las ruedas de ese camión? Se estremeció. Mani apretó los párpados, como si así pudiera borrar el recuerdo, que tan vago parecía a pesar de haber ocurrido sólo cuatro o cinco noches atrás…
El griterío de los hermanos del Templao le sirvió a éste de estímulo, de manera que sus acelerones obligaron al vehículo a emprender una carrera loca, dejando una estela de cadáveres en el pavimento y un pasillo de maldiciones y rencores nuevos. Como si el reflejo de eludirles les precediera, la gente se apartaba ahora mucho antes de ser atropellada, de manera que el camión alcanzó una velocidad considerable durante varios kilómetros, pero en una curva muy cerrada tras la cual se abría una pequeña cala llamada La Araña, el Templao perdió el control al frenar de golpe; el camión derrapó y fue a empotrarse contra una pared vertical de roca.
La evocación les produjo más que temblores de espanto. En la amarga realidad del regreso, resultaba todavía más incongruente la impiedad con que habían actuado durante la escapada con el camión. Con una especie de ácido recorriendo su esófago, Mani suspiró hondo y, sin abrir los ojos, murmuró:
-Ya mismo vamos a llegar al Palo.
-Estás pensando lo mismo que yo –dijo el Templao a su oído, mirando de soslayo la pared vertical amarilla.
-Me dan temblores.
-A mí también. Un no sé qué…
-Murieron una pila.
-No te angusties, Mani. Eran ellos o nosotros. Recuerda lo que mandó tu madre.
-¿Que no habláramos nunca más de eso? Alguien habrá que nos lo haga recordar a la fuerza, cuando nos denuncie.
-¡Que va! Estoy convencío de que nadie se dio cuenta de quiénes éramos.
-No te fíes, Guaqui. Aunque no nos vieran a nosotros, tó el mundo sabía que ése era nuestro camión.
-Bueno… a lo mejor. Pero… ¿no te parece que hay cosas más mucho más urgentes que pensar? ¿Dónde vamos a refugiarnos… pa dormir?
-En mi corralón.
-¡Tú estás majareta! –exclamó el Templao con expresión de repugnancia-. Si por un aquel no nos encontramos el sitio ocupao, es exactamente donde no podemos ir.
-Po nos iremos al río.
-Tampoco podemos, Mani; con la caterva que vuelve a Málaga, aquello estará invadío, porque media capital está en ruinas... Mira lo destrozao que está tó esto. Mejor buscaremos un resguardo en el monte Coronao o La Virreina.
Entre las tinieblas en aumento, comenzaron a vislumbrar las precarias casas de los pescadores del Palo. Las viviendas, aunque modestas, habían sufrido tan catastróficamente los bombardeos que ninguna permanecía intacta.
-¿Seguirá viva la de los barcos? –preguntó el Templao señalando adelante, hacia los palacetes de la Caleta y el Limonar.
-Seguramente estará todavía en aquella habitación de la azotea, en la Goleta.
-¿Y si pidiéramos asilo a las monjas?
-¿Te parece?
-Sí nos lo darían. Pero seguramente el Serafín y los suyos están todavía allí.
-No creas… Habrán vuelto a su casa porque ahora se considerarán los reyes del barrio.
-¡Hijos de puta!
-La de los barcos va a seguir tan rica como siempre –dijo el Templao con aspereza.
-Pero su casa no existe ya –afirmó Mani, que había interpretado la frase de su amigo como la indicación de un camino a seguir.
A continuación, Mani calló de nuevo durante un buen rato. El recuerdo de aquella noche de julio, el sábado infame en que la ciudad había rechazado la sublevación de los militares, combinaba en su mente el olor a humo y el de jazmines, el vocerío de la turba con el crepitar del fuego y el dolor de Miguel, Angustias, y él mismo, con el odio de aquel criado de culo gordo y el de los asaltantes.
-Ahí no hay nadie -gritó Mani.
-¿Qué dice ese muchacho? -preguntó uno.
-Por el color del pelo, tié que ser de la casa.
-¡Qué va!, ¿no ves su ropa? Será el hijo de una criada.
-Po si es hijo de una criada, será un bastardo del señorito. ¿No ves su cara de rico?
El portón cedió a la marejada humana.
-¡Quedaos quietos! -aulló Mani-. La gente que vive ahí es buena.
-¡Mira el majareta, será cretino...
-¡Como esclavos nos trataba a los marineros el yerno de Elena la de los barcos.
-El rubio ése tiene que ser un cachorro fascista.
-Vamos a caldearle la espalda.
Una mano aferró un tobillo de Mani y éste iba a sacar la pistola cuando sonó el primer disparo. La bala, procedente de la casa, pasó muy cerca de su cabeza; dio un repullo que le hizo perder el equilibro y estuvo a punto de caer, pero se abrazó al ancla y se quedó con los pies colgando en el vacío.
-Suéltalo -oyó Mani que alguien le decía al que le aferraba el tobillo-. Si no me engaña la vista, este chavea es el hermano del Paco que se ha cargao al comandante.
Mani consideró prudente no moverse y en la postura que estaba, colgado del ancla, lo presenció todo. No tardaron en cesar los disparos provenientes de la casa. Los asaltantes se pusieron en seguida a apedrear las ventanas; muchos encendían más antorchas en las que ya ardían, mientras que otros se emplearon concienzudamente en echar abajo el hermoso invernadero del otro extremo del jardín; como si fuera un cañizo aún más precario que el del Chafarino, la construcción acristalada y pintada de blanco se vino abajo y muchos de los hombres, aplastando los arriates en sus carreras, se pusieron a golpear con estrépito a puerta de madera que había sustituído la de cristales emplomados, así como las cristaleras de todas las ventanas. La puerta nueva de la mansión, aún sin lacar, resultó ser muy resistente, por lo que uno sugirió usar como ariete el pilar central del invernadero, un tronco de árbol apenas desbastado. La puerta cayó al fin y entraron en masa. En medio del estruendo de voces, ayes y alaridos, empezaron a caer objetos de todas las ventanas. Volaban las porcelanas, las bandejas de plata y las miniaturas de barcos, los hermosos cuadros en cuyos marcos había chapas de bronce con nombres grabados, los cojines y lámparas, las alfombras, ropas, sombreros y zapatos. Mani no conseguía ver a Elena ni oírla, por más que forzaba la vista y el oído. Sólo consiguió reconocer a Alonso Betancur, que era bajado por la escalera de mármol, debatiéndose mientras anclaba sus manos en el pelo de los que lo arrastraban. Dejó de mirarlo porque escuchó la voz cupletera de Rafael, proveniente del lateral izquierdo de la mansión.
-Coged a esa puta guarra, que es la señoritinga más rica y más abusona de Málaga y se quiere escapar disfrazá de proletaria -el chófer señalaba a Rita, la hija de Elena, que había conseguido cruzar el jardín vestida como una campesina, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza.
Fue rodeada al instante. Ella se hincó de rodillas con las manos juntas, como si rezara. Imploró, gimió, lloró y, finalmente, insultó de modo desencajado aunque Mani no conseguía escuchar sus palabras. Calculó las posibilidades de acudir a rescatarla y, soltando una mano del ancla, fue a acariciar la pistola prendida en su cintura, para toparse con la mano de Miguel, que anticipándose a su gesto, se la estaba arrebatando.
-Mani, baja y vámonos, hombre, no seas niño.
-Migue, parece mentira. No eres mi hermano ni ná de ná. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que esa gente ha hecho por ti?
-Se lo agradeceré toa mi vida, te lo juro por lo más sagrao. Pero es que no podemos hacer ná; Mani, venga ya, vámonos.
-¡Violadla! -gritaba Rafael en ese momento, señalando de nuevo a Rita con el brazo extendido y el índice rígido, como un vengador de teatro-. Es una coneja asquerosa e indecente, que le ha puesto los cuernos al señor más veces que pelos tiene en la cabeza. Abridla en canal y veréis que tiene el coño como un bebedero de patos...
Muchos hombres acarreaban palos del invernado derrumbado y los apilaban bajo las ventanas para alimentar el incendio. Uno de ellos se acercó al grupo que rodeaba a Rita, blandiendo una gruesa tranca que presentaba la punta afilada del engarce con que había estado ensamblada en la viga. El mayordomo-chófer se la arrebató.
-Vamos a ver si también te cabe esto, so putón -dijo-. Seguramente tienes dentro quintales de pus de la gonorrea más podrida y asquerosa del mundo.
Mani tuvo que cerrar los ojos mientras le daba una patada a Miguel, que trataba de obligarle a bajar del monolito. No oyó los alaridos de Rita a causa de sus propios gritos, aunque en aquel momento no supo que estaba gritando. Logró abrir los ojos cuando el tumulto comenzó a abandonar la mansión. La casa ardía completamente. El resplandor iluminaba el cuerpo ensartado de la hija de Elena; la tranca desaparecía entre las piernas y volvía a surgir de su pecho reventado, cerca del cuello.
Aquel chico rubio que los soliviantados asaltantes habían creído rico, vestido ahora con los harapos de su pobre atavío habitual, detuvo por un instante la marcha para examinar el perfil atezado de su amigo. Mani creía que el Templao, que siempre había trabajado en el puerto, donde Elena Viana-Cárdenas James-Grey carecía de simpatías, no sería capaz de sentir compasión por la anciana desvalida que había sido su amiga durante los últimos meses. ¿Qué haría ahora doña Elena? Seguramente, lo primero sería buscar buenos médicos que le curasen la sarna cuanto antes. A continuación, iría a vivir con algún familiar de fortuna, mientras reconstruían su casa, y recuperaría pronto su rota vida de espléndidos boatos.
-Al final–el Templao interrumpió las cavilaciones-, ¿la de los barcos era familia tuya o no?
Mani se encogió de hombros. Jamás le había preguntado su amigo por esa posibilidad y ahora hablaba de ello como si fuese una cuestión muy debatida. La reflexión tenía que deberse a que el Templao había cavilado largamente sobre los porqués de la conducta de doña Elena con su madre y todos sus hermanos y, sobre todo, con él mismo. Tras la revelación que le había hecho su madre, Paula, en Torre del Mar, pocas horas antes de morir, sobre su origen bastardo, ¿podía considerar que doña Elena era familiar suyo? La idea le pareció estrambótica, por lo que sacudió la cabeza. El Templao interpretó el ademán como expresión de agobio; le acarició la nuca.
-Eh… ¿Sabes que me tienes aquí y que no te abandonaré nunca?
Mani giró la cabeza con algo de asombro.
-Tampoco yo te abandonaría nunca. Aunque ya no podremos ser cuñaos, porque la Inma ha muerto, pa mí tú eres más que mi hermano.
El Templao medía más de un metro ochenta, estatura muy inusual en aquel tiempo. Por su trabajo de arrumbador del puerto, su musculatura era la de un luchador de grecorromana. Sin embargo, tras mencionar a su hermana Inma, Mani advirtió que el abatimiento le hundía los hombros como un tuberculoso, y notó que lloraba copiosamente. Conmovido y con una sonrisa triste, no pudo contenerse y besó la mejilla de su amigo.
Casi sin transición, la carretera se había convertido en una calle larga, flanqueada por pobres edificios en ruinas. El cortejo de huidos que regresaban se dispersaba poco a poco. Algunos tomaban las travesías que conducían a la playa y otros escalaban hacia las lomas cubiertas de barrios miserables. Todos, tanto los que llegaban como los pocos viandantes, exhibían un aire taciturno; todos traban de no mirarse los unos a los otros, sobre todo los residentes que no se habían atrevido a huir.
-¿Cuántos se habrán puesto ya a piar pa los invasores? –dijo el Templao con tono severo.
-¿Qué quieres decir?
-Joder, Mani. ¿Es que no te das cuenta? La noche que fui con tu hermano Paco a tratar de encontrar a mi Inma, me di cuenta de que, aunque fueran pocos, los traidores eran un puñao de rabiosos enloquecíos. ¿Te acuerdas de la hija del ministro a la que le cosía tu madre, aquella a la que fuimos tú y yo a entregarle un vestío el día que salimos juntos por primera vez? Pues ésa habrá sido la primera en ponerse a largar y acusar como una judas con un cohete metío en el culo. Me dijeron que le habían mandao en un tarro con alcohol las orejas de su padre asesinao. Así que suponte tú…
-¿El ministro? -Mani contuvo un nuevo estremecimiento entre náuseas. Por borrar el pensamiento, propuso: -Tendríamos que subir por la calle donde vivía, a ver…
-¿No dijiste que de la casa de la de los barcos no queda ni una piedra?
-Si. Pero… ¿Quién sabe si vive por allí alguna hermana o prima, que la haya hospedao?
-Yo creo que si tanto te interesa encontrarla, lo primero que tendríamos que hacer es ir a la Goleta.
-Por si las moscas, mejor que no vayamos. Si no es que todavía esté la familia del barbero, acuérdate de que tó el mundo nos conoce por allí.
-Vámonos a dormir, Mani, que no puedo más.
II Capítulo
No se atrevieron a ir al convento de la Goleta. Lo postergaron, en espera de reunir coraje y poder tomar antes el pulso a la población.
Todavía abundaban los incendios humeantes, y algunos hasta cegaban grandes tramos de calles. El camino desde la carretera de Motril hasta el barrio había sido una carrera de obstáculos; el patético desfile de la huída se había visto obligado a dar muchos rodeos. Sobre el sofoco de las humaredas, ahora olía a desesperación por doquier. Era impensable encontrar quien no hubiera perdido nada. Amores o cosas.
Mani sentía curiosidad sobre la auténtica dimensión de los dos bandos que habían dividido la ciudad, ya que jamás confió en las estimaciones de sus hermanos Paco y Antonio ni de los pretenciosos datos que daba por la radio el general borracho de Sevilla. La experiencia de la desbandada y su propio pálpito le decían que habían quedado muy pocos para vitorear a los invasores italianos. Para hacerse una idea de cuánta gente pudiera haber permanecido en Málaga esperando a ese ejército desconcertante, sin huir, le apeteció recorrer algunas calles del barrio. Contando las ventanas que transparentasen la luz de una vela, esperaba poder calcular cuántos se habían quedado apoyando la invasión. En calle Ollerías no abundaban esas débiles señales y, por otro lado, se veía obligado casi a sostener todo el enorme peso del Templao, que daba la impresión de que iba a caer al suelo de un momento a otro. Había gente parada en las esquinas, contemplando el paso del lastimoso cortejo interminable, pero Mani dedujo que esos espectadores debían de sentirse tan perplejos como los regresados de la desbandada; la contemplación era anecdótica; se trataba de gente poco activa que nunca había tenido gallardía, ni iniciativas que les pudieran hacer sentir temor, y que por esa razón no se habían visto empujados a escapar; ahora, mirado a los fugitivos sin verlos, simplemente holgaban, fumaban, bebían el vino infame de las tabernas de Huerto de Monjas y charlaban con la habitual sorna y chanzas:
-Dicen que los italianos están dejando a las malagueñas con el chocho como los chorros del oro.
-¡No me digas! Es que esos tíos son tós maricones y lo único que se les pone duro es la lengua.
-¿Y has visto al Roatta?
-No he tenío oportunidad.
-Esta mañana pasaba revista a su ejército en el puerto; una rata parece el tío y no sólo por el nombrecito. Tiene una jeta de mala leche… Como no nos andemos con cuidaíto, habremos salío de Guatemala pa entrar en guatepeor.
El Templao no sonrió ni pronunció una de sus divertidas sentencias; mudo para lo que no fuera algún lamento, parecía haber decidido que todo había acabado para él. Mani se asombraba de que alguien tan vigoroso, de cuya fuerza tantas pruebas tenía, aparentara haber perdido toda la energía. Estimaba que su propio cansancio no podía ser menor que el de su amigo; habían pasado por el mismo drama y recorrido el mismo infierno espantoso, y él era más bajo, mucho más flaco y tenía cinco años menos. No conseguía imaginar qué flecha envenenada había minado el ánimo del Templao a tal extremo. El Templao había perdido a sus once hermanos y su madre, pero la familia Robles del Altozano también había sido exterminada.
Embozados en la oscuridad total que dominaba la ciudad en ruinas, los dos amigos cruzaron el Molinillo y fueron río arriba, hacia los campos de higueras de La Virreina, en las proximidades de cuya casona principal pensaban dormir. Acecharon un rato por si acudían los feroces perros del guardián del esquimo, pero no se escuchaban ladridos ni nada más; ni siquiera se oían los rumores propios del campo. Encontraron un claro de tierra llana rodeada casi por completo por macizos de nopales.
El Templao cayó como fulminado, pero Mani veló un buen rato, dominado por un vago sentimiento de alerta; esa casa, que presentía más que veía a pocos metros de distancia, era una de las posibilidades para robar que Quini le había aconsejado hacía tres años. Antes, lo había engañado para ayudarle a asaltar la casa de la Caleta, donde la casualidad había querido que se topase con doña Elena Viana-Cárdenas James-Grey, una de las personas más ricas de la ciudad y que, sorprendentemente, resultó ser la viuda de su propio abuelo, una historia en la que acabó descubriendo que su madre
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