¿El Opus Dei decidió convertir a Dan Brown en millonario?
¿Trabajan a destajo los sesudos (y maquiavélicos, según sus detractores) dirigentes de la Obra para que este aspirante a escritor mediocre compita en fortuna con Bill Gates?
Lo hicieron con la novela. Se lanzaron ferozmente contra ella y el resultado fue que alguien destinado a penar en las cloacas editoriales se convirtiera en el máximo vendedor de libros del siglo. Ahora, hacen lo mismo con la película, a pesar del inteligente consejo de Tom Hanks de no tomársela en serio. Y los responsables de marketing de Columbia Tri-Star frotándose las manos, por los millones de euros que les ahorran en anuncios los sesudos (y supuestamente maquiavélicos) dirigentes del Opus.
Pero ¿merece tanto Dan Brown?
¿No deberíamos mirar su creación con desdén militante?
Es un libro solemnemente malo. No cumple reglas esenciales de la ficción literaria, porque no hay verdadero desenlace, como si fuera insuperable la indolencia que Brown muestra en sus manidísimas claves. Lo de los Merovingios no lo ha inventado él; es uno de los desvaríos del chauvinismo francés. Lo del Jesucristo casado y muerto de viejo, lo cuentan de siempre en India y, al menos, en Provenza y Languedoc.
Brown comete apáticamente errores con meridianos y arquitecturas, con escenarios y “tempos”. Cansado de escribir 105 veces el mismo capítulo, no le quedaron fuerzas para imaginar un final resolutivo. Si en todas sus páginas planea una exasperante inverosimilitud, culmina con la “sorpresa” más previsible y traída por los pelos que he leído jamás. Tenía que ser igual de torpe al retratar al Opus. Que invente monjes donde no los hay es lo de menos. Podía retratar la umbrosa médula del franquismo, pero no le apeteció informarse. Podía describir a quienes se vengan con impiedad del numerario que hace treinta sin hacer la treinta y una. Podía delatar el corporativismo que, para ayudar al correligionario, se convierte en vileza contra quienes no comparten lealtad. Podía parodiar la velocidad de un camino que conduce al cinismo. Podía condenar la ingratitud contra Fisac, salvador de su líder. Podía ironizar sobre Morris West, revolviéndose en su tumba ante el escamoteo de un verdadero abogado del diablo en un proceso de beatificación vertiginoso.
Nada de eso hizo Brown, porque al pobre no le dan para más las meninges.
“El código da Vinci” no es blasfemo, como no lo era “Los versos satánicos”, porque es ficción, no texto doctrinal/divulgativo. Sólo es reprobable por chapucero y por el daño irreparable que hace a la literatura contemporánea. No sólo multiplica los lectores con electroencefalograma plano, sino también los editores con igual planicie que desprecian la originalidad. Si de algo debiéramos acusar a Dan Brown es de que haya legiones de editores ansiando emular su éxito, cuya vía más eficaz parece la de encorajinar al Opus para obtener propaganda gratuita.
Con esa manía del Opus de creer que lo que va contra ellos va contra la Iglesia, que presumiblemente somos todos los bautizados, acusan al seudo escritor de ser parte de una conspiración. Pero tras una ojeada a la obra, la única conspiración imaginable es la que el Opus ha orquestado para enriquecerle.