viernes, 3 de diciembre de 2010

RUEGO AYUDA A LOS LECTORES

Cuando mi novela, "Los pergaminos cátaros" alcanzó la tercera edición, sentí ganas de fabular sobre los inicios del catarismo en el Languedoc. Fruto de ese deseo, fue LA NOCHE DEL ALBA, novela en la que no he trabajado los últimos tres años, porque Roca Editorial no me pagó lo pactado en contrato y parece que va a salir de rositas, por lo que me he quedado con pocas ganas de escribir. Tengo muchas novelas inéditas terminadas y unas cinco a medias.

POR UNA CONVERSACIÓN MANTENIDA ESTA MAÑANA, he sentido el impulso de regresar a LA NOCHE DEL ALBA.

Creo que valdría la pena redondear esta ficción y terminarla.
Os ruego que repaséis lo que reproduzco aquí y me comuniquéis vuestra a opinión a
jlmgvc@gmail.com


LA NOCHE DEL ALBA
1145, Año del Señor

Se detuvo ante la puerta mal encajada que su padre había armado con toscas tablas de pino, gavillas de bálago y troncos de sabina, como toda la cabaña, una retorcida construcción tomada por el musgo que apenas era perceptible a cierta distancia, porque se confundía con la niebla y el follaje del bosque. Volvía con el ánimo más sombrío que recordaba, con la piel erizada en su cuerpo enjuto, como si un ángel compasivo intentara dotarlo de armadura para que fuese menos vulnerable. Un lobo había devorado una de las seis cabras que poseía su familia y no se había atrevido a ahuyentarlo, lo que le iba a ocasionar la mayor paliza de su vida. Aunque siempre volvía del pastoreo ávido de engullir un plato de gachas, se paró en vez de irrumpir en la choza a la carrera según su costumbre, porque dentro tenía lugar una charla. Que sus padres conversaran en ese momento le proporcionaba una ventaja inesperada, puesto que descifrando los tonos y gracias al humor que revelasen sus voces, podría anticipar la magnitud del castigo que iban a propinarle.
Pero las palabras se clavaron en su frente como espinas.
Amiel no podía creer lo que escuchaba, aunque los labios que lo pronunciaban perteneciesen sin duda a su padre y a su madre. Su entendimiento era incapaz de asimilarlo, a pesar de saber que la decisión no era insólita. Se trataba de una práctica frecuente en los parajes donde habitaba, el oscuro y agreste bosque de la Cascada Tronante, aislado del cielo por árboles que alcanzaban los doscientos pies de altura y distante más de dos leguas de la civilización que representaba Carcasona. Una ciudad fortificada con torres altas como las nubes, la ruidosa urbe de pétreas callejas, chimeneas humeantes y arcos innumerables que sólo conocía de oídas y que entreveía allí abajo, a lo lejos, difuminada por la niebla que se alzaba del río Aude.
Esos impresionantes edificios de piedra, tan protectores, quedaban demasiado lejos de quienes tenían que estremecerse a diario para sobrevivir a las acechanzas del bosque, mientras trabajaban afanosamente en busca del sustento de sus familias. Y por ello, prácticas como la que sus padres se proponían, y otras igual de crueles, formaban parte natural de la rutina de sus vidas.
Pero aunque le causaba más escalofríos que dolor oírselo resolver a su padre, que su bondadosa madre de los consuelos infantiles se hubiera mostrado de acuerdo, vulneraba y conmocionaba tanto su entendimiento del mundo como las prédicas de los anacoretas del bosque, cuando ensalzaban con vehemencia las virtudes sobrenaturales y la calidad divina del alma humana, para resaltar el horror del pecado.
Nazario, su padre, no era un ser al que amase demasiado porque no había amor al que corresponder, puesto que el granjero de barba hirsuta y brazos como troncos de abedul sólo tenía ojos y pasión para Roger, el primogénito, y para Raimunda, la única hija. No para él, taciturno y desdeñado segundón sin destino ni porvenir. En cambio, los primeros pensamientos que Amiel recordaba cuando su entendimiento se abrió a la vida eran los de la alegría y el éxtasis por las carantoñas y mimos de su madre.
Ahora tenía sólo doce años, o tanto como doce años. Según. Una vida muy larga la suya, si se contaban sus penalidades y el trabajo arduo que ya desempeñaba hacía tiempo, que llegaba a causar la muerte a otros aún más jóvenes; pero a él le parecía corta, porque su curiosidad y el ansia de descubrir qué había más allá del bosque y de Carcasona no se habían satisfecho aún.
¿Por qué Isabela, su madre, se había mostrado de acuerdo? El sí que había pronunciado convulsionaba el universo y volvía el mundo del revés. Era ella la que había asentido aunque gimiese; ella, la que lo había parido y tanto se vanagloriaba de la belleza y donosura de su segundo hijo ante las matronas de las granjas del bosque. Daba igual que su asentimiento pareciera dolerle tanto como podía denotar el tono gutural de su voz y el suspiro quejumbroso que se le había escapado. Había respondido que sí.
Aunque de modo más intuitivo que racional, Amiel comprendió que al desmoronarse el elemento más firme de cuantos componían su universo, había perdido todas las defensas. Carecía de parientes, vecinos o amigos a quienes pedir protección y amparo. Debía huir.

-¿Sabes dónde ha ido tu hermano Amiel? –preguntó el granjero Nazario a su hijo mayor cuando ya anochecía.
A punto de cumplir quince años, Roger se enorgullecía de su primogenitura. Y se jactaba. Quería a sus hermanos, pero de un modo distante, como si Raimunda y Amiel tuvieran que rendirle pleitesía debido a que viviesen tan sólo porque él se lo había permitido y tuvieran que agradecérselo a todas horas, puesto que contando tres años más que el niño y cinco más que la niña podía haberlos matado con facilidad en la cuna. Nadie se lo habría recriminado con mucha severidad, pues así eran las cosas en el bosque. Sabía que algunos de los pocos camaradas que tenía en los alrededores habían matado a uno o varios de sus hermanos en las mismas circunstancias, y sus actos habían causado más alivio que pena a sus familias, al librarse de bocas a las que alimentar. La vida era dura y ardua la lucha por la supervivencia, en competencia permanente con las acechanzas de la espesura de arbustos y maleza, madriguera de seres temibles y amenazadores, y sólo quienes tenían el coraje de actuar donde otros se amilanaban merecían el premio de medrar, crecer, disfrutar la juventud y alcanzar la madurez.
Él había aprendido a sobrevivir, y hallaba que merecía ufanarse.
-No lo he visto, padre, pero las cabras están ahí, en el redil.
-Sólo cinco, Roger. Falta una. ¿No me ocultas algo?
-¡Yo! ¿Cuándo os he mentido para tapar los estropicios de mis hermanos?
Nazario cabeceó. Su memoria no era muy certera, pero, efectivamente, no conseguía recordar alguna mentira protectora o pretextos para favorecer a sus hermanos que hubiera detectado nunca en las palabras ni ademanes de su hijo mayor.
-Escucha. Malicio que Amiel haya huido por haber escuchado un asunto muy importante que hablábamos vuestra madre y yo. Estábamos en plena conversa, cuando escuché balar a las cabras, y aunque salí como el rayo, tu hermano había escapado igual que un gamo, pero noté el movimiento de aquel arbusto, meneado por su paso. Estoy seguro de que se fugaba en aquella dirección. Nuestra familia podría padecer sustos malísimos si Amiel le cuenta a un soldado, un sayón o un ermitaño lo que nos hemos vistos forzados a pensar para él…
Roger asintió, intuyendo al instante qué era lo que su padre temía que hiciera el tonto, huidizo y silencioso Amiel. Podía revelar los propósitos de sus padres a oídos que siempre eran demasiado estrictos con los campesinos, y muy peligrosos por su rigor contra quienes no cabalgaban sobre monturas ni habitaban en casas de piedra.
-No temáis padre –dijo después de una corta reflexión-. Lo encontraré y os lo traeré.

Amiel no se atrevía a abandonar los paisajes de toda su vida. Ignoraba si había algo más allá del bosque que no fuesen las fortificaciones y castillos contemplados a veces, a lo lejos, como objetos de cuya existencia material no tenía seguridad alguna y que le parecían dibujados en una ensoñación o en un mito. Tampoco sabía si en el mundo existía cualquier territorio diferente del suyo, donde no hubiera árboles capaces de ascender hasta las nubes y el vuelo de los pájaros.
En el primer momento de la escapada, temió que Nazario saliera a perseguirle por la ruta que más frecuentaban la suya y las demás familias, las veredas y trochas abiertas entre los matorrales de la jungla por siglos de paso de gente y animales, caminos que descendían hasta los abrevaderos naturales del río Aude. Para eludir la persecución, tomó la dirección opuesta y se adentró hacia espesuras donde jamás habría osado aventurarse en otras circunstancias.
Antes de cerrar la noche del todo, tenía los brazos cubiertos por infinidad de arañazos producidos por las zarzas al abrirse paso hacia las alturas desconocidas. Cuando las brumas y el relente fueron apoderándose del mundo, Amiel sintió el ahogo de la carrera cuesta arriba, sumada al cansancio de la prolongada jornada del pastoreo y el apremio de su estómago vacío. Ansiaba a cada paso rendirse echándose al suelo en busca, precisamente, de lo que estaba huyendo, la muerte. Morir sería la liberación, una manera de descansar de la extenuación que agarrotaba sus brazos ensangrentados por las espinas, y sus piernas laceradas, insensibles de tanto dolerle.
Conforme la vegetación iba siendo más densa y mayor la oscuridad, empezó a sentir también el peso del desasosiego. Se acercaba demasiado a donde no debía. Conocía su existencia por consejas atardecidas de Isabela y alguna vecina, pero nunca había creído que se tratara más que de leyendas o invenciones para asustar a los niños pequeños. Los magos de la Cascada Tronante debían de ser tan inmateriales como el dragón devorador de los niños que se portaban mal y que, según decían, habitaba en la cresta nevada de una montaña que a veces se podía observar desde un claro del bosque, cuando la niebla no era demasiado espesa. Aseguraban que desde aquella altura refulgente de sol, el gran lagarto gigante alado, de cuyas fauces brotaba fuego, podía observar cuanto hacían todos los niños aunque sus padres no los mirasen y, cuando no obedecían los mandatos, el dragón se lanzaba hacia ellos como una centella para dárselos a sus crías como alimento. En algún momento reciente, no recordaba cuándo con exactitud, le había asaltado la idea de que el dragón podía ser un invento para justificar las desapariciones de niños cuyos padres no mostraban dolor por su ausencia ni lloraban su muerte.
Como sospechaba que los magos de la Cascada Tronante eran igual de quiméricos, se dirigió hacia el profundo tajo que señalaba el límite superior del bosque, límite que a nadie le estaba permitido ultrapasar, so pena de calamidades nunca especificadas pero que debían de ser terribles. No se trataba exactamente de una prohibición, sino de un tabú que disuadía a los adultos tanto como a los niños.
Fue acercándose y según aumentaba el fragor del agua que se precipitaba por el profundo tajo, Amiel comenzó a observar algo muy extraño. La vegetación continuaba siendo igual de oscura, densa y neblinosa, pero no parecía tan salvaje ni tan caótica como en los alrededores de su casa; daba impresión de haber sido domesticada y que alguien la cuidase. Había cierto orden en los macizos que creían en torno a los grandes árboles y dejaron de abundar las malas hierbas, aumentando poco a poco las aromáticas y otras cuya utilidad alimenticia conocía bien, hasta llegar a un punto donde todo era semejante a un hermoso huerto. La proximidad de la cascada era notable ya no sólo por el fragor, sino también por la humedad extrema que saturaba el aire hasta mojarle el sayo, aunque aún no pudiera contemplarla. Estuvo a punto de derrumbarse por el terror cuando sintió una mano que le aferraba el hombro.

-¿Cómo te llamas? –preguntó el viejo de larga barba blanca y cejas como los airones de un pájaro.
No guardaba parecido con nadie que conociera. La gente envejecía pronto en el bosque, la piel se volvía cuero curtido y reseco a los veinticinco años y a los cuarenta era como la corteza de las encinas, surcos profundos y ásperos entre escamas de eccemas y mugre. Tan pobladas de vida como cualquier árbol, las cabezas de los seres humanos del bosque eran como copas vegetales llenas de piojos e hirsutas por las liendres. El viejo que le acunaba y parecía tratar de reanimarlo de su momentáneo desmayo, tenía una edad que no podía imaginar, miles de años tal vez, pero su tez, aunque fláccida, no era áspera ni surcada de arrugas como tajos, sino sonrosada y de apariencia suave. Su cabello largo y casi completamente blanco, no era una masa de estopa desordenada y sucia, sino una especie de cascada de agua limpia. Tampoco su boca era la profunda y maloliente caverna desdentada de cuantos conocía; había dientes en esa boca cuya sonrisa no le sosegaba, porque un hombre con esa apariencia no era natural. No podía ser un hombre como los hombres que conocía, a pesar de que los brazos que lo acunaban eran de carne y hueso.
-¿Cómo te llamas?
Amiel quería responder, pero su garganta se hallaba ocluida por el espanto, reseca como la maleza que Isabela usaba para encender el fuego. El terror se había vuelto sólido en su laringe, igual que si se hubiera atragantado con una castaña muy grande y áspera engullida entera.
-No tengas miedo –tranquilizó el anciano, mientras lo arropaba con un suave manto de lana blanca-; dejarás de tiritar en seguida.
Tenía un acento muy extraño, aunque las palabras que usaba eran, o parecían, semejantes a las de todos los habitantes del bosque.
-Me llamo Amiel –consiguió balbucir.
-Toma un poco –ordenó el viejo, al tiempo que acercaba a sus labios una vasija de barro.
Amiel sabía que los magos de la Cascada Tronante se comían a los niños crudos después de envenenarlos. Estaba perdido. La sed que resecaba su boca era muy aguda, y el dulce líquido resultaba demasiado apetitoso como para rechazarlo. Sintió en los labios el licor como un néctar de los dioses y, tras un momento de titubeo, los abrió y dejó que se deslizara por su garganta. Se trataba de algo tan prodigioso, tan maravillosamente exquisito, que se dijo que si había de morir por su causa le estaría bien empleado. Sabía a miel, leche, flores e hinojo, pero al mismo tiempo embriagaba y arrebataba el espíritu. En un estado de placidez y deleite que no podía ser de este mundo, fue cerrando los ojos mientras sentía que sus miembros se aflojaban y todo su cuerpo encontraba la paz. Si eso era la muerte, le gustaba morir.


















II
Atrapado

Cuando Amiel despertó, no le sirvió de nada abrir los ojos. Se encontraba en un lugar tan oscuro, que no consiguió distinguir siquiera la paja ni la manta del jergón sobre el que reposaba.
Primero, se palpó el pecho. Le pareció que su cuerpo continuaba vivo. Después, tanteó alrededor del jergón, descubriendo que se trataba de un suelo de piedra muy irregular, con algo de tierra y guijarros sueltos. Pero no podía estar en el bosque, porque reposaba sobre una superficie seca y cálida y, además, aún en lo más profundo de la noche había conseguido siempre ver o entrever ciertos volúmenes gracias al leve reflejo que derramaban las estrellas sobre la floresta, mientras que ahora, donde quiera que estuviese, no lograba reconocer el menor matiz alrededor de sí. Oscuridad plena, como un pozo profundo. ¿Dónde estaba, en una tumba?
Sintió el impulso de gritar, pero se contuvo porque escuchó un rumor. Pasos sigilosos y dos voces hablando quedo que se aproximaban a él.
-Creo que duerme todavía- murmuró una joven voz femenina.
-Me parece que no, Alía. Siento que sólo finge hacerlo. Trae una tea encendida.
Esta segunda voz era la del anciano que le había obligado a beber el veneno. No, no podía ser veneno puesto que continuaba vivo, o así se lo parecía. La mujer o, más bien, muchacha, volvió en pocos instantes. Traía una antorcha ardiendo, según pudo notar Amiel por la claridad que transparentaban sus párpados cerrados.
-Tienes razón, abuelo –dijo ella-, como con todas las cosas y como siempre. Finge dormir porque tiene miedo de nosotros.
-Amiel, mírame a los ojos –ordenó el anciano.
El muchacho obedeció. Pero tuvo que apretar los párpados de nuevo, deslumbrado no sólo por la luz, sino por el rostro de la muchacha. La fugaz visión le había bastado para comprender dos cosas: había dormido en el interior de una cueva y los magos de la Cascada Tronante no podían ser malvados, puesto que tenían ángeles por nietas.
-Mírame a los ojos –volvió a ordenar el viejo-. No simules un sueño que ya terminó.
Poco a poco, Amiel consintió en contemplar el rostro sonrosado orlado de cabello blanco que tanto temía. En el fondo de la hundida cuenca de sus ojos brillaba una luz muy incisiva, que parecía contener una sonrisa tranquilizadora.
-No tienes que temer nada. ¿Te encuentras mejor que anoche?
Amiel asintió con un movimiento de cabeza. Le parecía que las palabras de abuelo y nieta eran tan diferentes de cuanto había escuchado siempre, que no conseguía imaginar por qué les entendía. Era como si las ideas sonaran directamente dentro de su cabeza. Pero lo más sorprendente fue descubrir que habían desaparecido todos los dolores que la noche anterior le agarrotaban las piernas y los brazos; hasta le dio la impresión de que los arañazos hubieran cicatrizado de repente.
-Claro que se siente mejor, abuelo –dijo Alía-. Tomó un cuenco completo de tu mejor elixir, el de las grandes ocasiones. El de los héroes.
-Déjalo hablar, Alía. No lo apabulles con cuentos de ondinas. ¿Crees que puedes ponerte de pie, muchacho?
Amiel asintió, mientras obedecía. Evidentemente, el viejo tenía prisa por dar el paso siguiente. El veneno de las consejas era, en realidad, un brebaje hipnótico, sugeridor de maravillas y grandes placeres. Pero después de permitírsele disfrutarlo sería sacrificado. Alía debía de tener unos catorce o quince años y era el ser más bello que podía imaginar que existiese en el mundo. Sospechó que le sonreía con algo de ironía, como si estuviese burlándose de él aunque no con excesivo escarnio. Abuelo y nieta emprendieron la marcha hacia un punto donde había algo de claridad diurna, y Amiel fue tras ellos.

No sabía que existiesen lugares como aquél y, deslumbrado por su belleza, volvió a cerrar los ojos al asomarse a la bocana de la cueva. La hondonada, entre el tajo por donde se precipitaba la cascada y un escarpado repecho, la ocupada casi en su totalidad un pequeño lago, más bien una poza tallada por la caída secular del agua. Lo más sorprendente eran las orillas cubiertas de flores con una profusión que no parecía natural. Salvo en la cortina vertiginosa de agua, todas las anfractuosidades del tajo estaban cubiertas de plantas trepadoras, la mayoría pobladas de flores también; azules, violetas, amarillas, rojas y blancas, se trataba de un tapiz multicolor que escalaba rocas arriba, hasta las raíces de los grandes árboles cuyas copas asomaban, remotas, sobre el tajo.
Había muchas personas entre las flores y el follaje, distribuidas alrededor de la laguna y quietas como si esperasen una señal. Todos vestían sayos de lana blanca y se cubrían la cabeza con flores. Más viejos que jóvenes, entre los que abundaban las muchachas. No tan hermosas como Alía, pero también bellas aunque sin punto de comparación. Amiel dedujo que el anciano debía de ser el rey, puesto que todos se pusieron en movimiento cuando alzó ambas manos mostrando las palmas al frente. Formaron una procesión y Amiel observó con pasmo que la fila iba introduciéndose en algún espacio oculto que había tras la cascada.
Sintió que le colocaban algo en la cabeza. Se rebulló movido por sus bien entrenados reflejos, pero no se trataba de un ataque ni una agresión. Alía acababa de coronarlo con una guirnalda de flores blancas, supuso que semejante a la que ella lucía sobre la frente, como todos los demás. A continuación, el anciano colocó ambas manos en su espalda y le empujó hacia la procesión. Comprendió que estaban celebrando un rito y de nuevo se le encogió el corazón de pavor. Sin duda, el objeto principal del rito iba a ser él. Lo sacrificarían y así se confirmarían las consejas que recorrían el bosque.
El fragor no permitía oír nada más bajo la cortina de agua, pero Amiel notó que todos movían los labios como si cantasen. Iluminada por la luz líquida filtrada por la cascada, la estancia que se abría detrás no era propiamente una cueva. Un recoveco, como un nicho, en cuyo lado más alejado del agua habían tallado una grada semicircular. En lo que debía de ser el centro exacto del semicírculo había un monolito cilíndrico, con una base perfectamente redonda también y una cavidad tallada en medio de la parte superior, circular así mismo. Todo era redondo en la estancia; el techo formando una media esfera que aunque fuese natural, parecía retocada por la mano del hombre, lo mismo que la pared, alisada para lograr la misma forma.
Amiel supo ya con toda certeza que el rito se celebraba por él pero no en su honor. Vio una chispa de compasión en los ojos de Alía, que eran como lagos, cuando su abuelo acercó a los labios del muchacho un cuenco de piedra, pulido como media esfera, lleno de un elixir que debía de ser semejante al que había tomado la noche anterior, ya que el sabor era igual de arrebatador. Pero ahora no se lo daban ya para aliviar sus dolores, sino para adormecerlo antes de abrir su pecho.

Escuchaba la salmodia muy remota, desdibujada por el estruendo del agua en su caída, lo que quería decir que el elixir no le había hecho perder del todo la conciencia, al contrario del que tomó la noche anterior. De todos modos, no podía moverse ni abrir los ojos, paralizado completamente aunque sus oídos y su entendimiento continuasen activos. Pensaba con claridad pero, curiosamente, no sentía espanto ante lo que suponía que iban a hacerle.
Cantaban pero no con una melodía, sino con una cadencia extraña y monótona que parecía resultado de la hipnosis colectiva. Pero tanto Alía como su abuelo habían quedado exentos del arrebato, puesto que les escuchaba hablar muy cerca, de nuevo como si las palabras se dibujasen dentro de su mente.
-Su sangre no va a salvarnos, abuelo –el tono de Alía resultaba vagamente lastimero.
-Sí lo hará.
-¿No decías que no celebrabas sacrificios humanos porque habías descubierto que son innecesarios? ¿No me habías prometido que nunca habríamos de repetirlos?
-Estamos muriendo, Alía. Nuestro mundo se acaba. Es indispensable ofrecer su sangre a los dioses, a Dana, a Lug, a Brigit, a Epona, a Goibniu y a Angus. Nuestro pueblo y nuestra civilización desaparecen. Llevamos mil años muriendo y nuestra hora final se acerca. Ya no sé qué más hacer para evitarlo. Soy un druida indigno.
-La gente del bosque se lanzará de nuevo contra nosotros, abuelo. Igual que me contaba mi madre que hicieron cuando mataron a mi padre.
-¡Calla, Alía, por Lug! No te atormentes ni me atormentes a mí. Sabes que los clanes celtas han sido barridos en toda la Galia, en la Helvetia, en la Galatia y en la Germania. Llevan más de mil años arrasándonos, empujándonos a lo más profundo de los bosques, a los pantanos y a las tierras más salvajes, nosotros que poseímos mansamente todo el continente. Apenas quedan en pie unas pocas piedras labradas que hablen del brillo de nuestro pasado de libertad y alianza con la diosa Naturaleza. Fenicios, griegos y romanos han ido exterminándonos y ahora, invasores que adoran sangrientos signos de muerte y crueldad, nos acusan de canibalismo y nos queman en hogueras terribles, tildados de brujos. A nosotros, que, al contrario que ellos, amamos a la gente y a las cosas naturales como el mejor, más apetecible y más maravilloso de los paraísos. Pues démosles razones para esa convicción, al tiempo que satisfacemos y aplacamos a nuestros dioses más temibles, los que están consintiendo que nos extingamos.
La voz de Alía sonó firme y severa al argüir:
-Dicen que en Hispania quedan algunos clanes, junto al mar del Fin de la Tierra. Y también en las grandes islas del norte… Recuerda que no es indispensable matarlo para verter su sangre y ofrecerla.
Se produjo un momento de silencio. Amiel consideró que la hermosa muchacha que abogaba a favor de su vida había sido vencida y llegaba el momento en que el anciano abriría su pecho y le extraería el corazón para ofrecerlo a sus dioses.


III
Reencuentro
Roger tuvo una inspiración.
Había pasado todo el día anterior buscando al gandul e inconsciente de su hermano, pero tal vez no estaba mirando donde debía. Tenía que hacer un esfuerzo mayor de imaginación, porque la peligrosa desaparición de Amiel también podía tener consecuencias muy graves para sus propios intereses. No podía volver junto a Nazario sin haber cumplido el encargo, porque ello le acarrearía no sólo perder su confianza, sino recibir una paliza de muerte y todavía no se sentía lo bastante fuerte como para enfrentarse a los ímpetus desbocados de su padre, cuyos brazos eran como arietes y cuyos puños eran como pedruscos desprendidos de un risco.
De repente, mientras vigilaba las proximidades del río junto a la poza donde más veces habían nadado, recordó que Amiel era a su manera un pillo redomado, como todos los imbéciles que inventan y desarrollan argucias para librarse de los castigos. Viendo el fluir del Aude hacia la parte menos abrupta del valle, se le ocurrió que a pesar de su inexperiencia y su estupidez, el muchacho podía haber tenido la idea de ir bosque arriba, en vez de hacia abajo. El gandul impertinente y perverso de Amiel podía ser lo bastante inconsciente y temerario como para afrontar los espantos de las escarpas cercanas a la Cascada Tronante, con tal de desorientar a su pobre hermano mayor, que tantos sudores y tan malas angustias estaba pasando para encontrarlo.
Por lo tanto, no tenía mucho sentido buscar tan cerca de la casa ni en los lugares que ambos conocían de sobra. Sería mejor investigar en zonas menos obvias. Pendiente arriba, seguramente.
Si no lo encontraba pronto, peligraba no sólo la ambición de heredarlo todo. Peligraría la existencia misma de la herencia, puesto que si Amiel delataba a sus padres llegarían soldados o anacoretas a arrasar la casa y la familia.

Se encontraba a la orilla del río en la parte baja del bosque, muy cerca del puente de los Doce Ojos. Notaba una especie de mareo, una sensación muy extraña de parálisis en la nuca, las manos y los pies.
Pensó en el anciano y su nieta como si acabase de estar a su lado, porque así lo percibían sus sentidos. Hasta persistía la sensación de ensordecimiento que causaba el fragor de la cascada. No recordaba nada más después del extraño diálogo entre Alía y su abuelo, pero ahora la luz le indicaba que habían pasado muchas horas, días tal vez.
¿Lo había soñado todo, el vergel bajo la cascada, la procesión, la cueva, los ritos y la piedra del sacrificio? Si así fuera, ¿cómo estaba en este lugar, entonces?
Estaba convencido de no haber llegado tan cerca de la ciudad por su pie ni por su voluntad. Pasó los siguientes minutos tratando de comprender, mientras la sangre volvía a circular con presteza por sus venas. ¿La sangre? ¿No había dejado claro el viejo, a quien llamaban druida, que su sangre aplacaría a los dioses? Sí, tenía que haberlo soñado, de otro modo estaría muerto.
Cuando le parecía que iba a poder enderezarse, se palpó las piernas y los brazos y entonces, lo descubrió. Tenía el antebrazo izquierdo cubierto por una abultada venda cerca de la articulación, manchada de sangre. ¿Quién le había herido y cuándo? Sentía un ligero dolor justo en el punto que tapaba la venda, que apartó un poco.
El retazo de piel que pudo ver se encontraba amoratado y hacia el centro, justo en el pliegue entre el brazo y el antebrazo, notó que había una herida cubierta de hojas de hierba y una especie de salmuera.
Comprendió a duras penas. Bien por la compasión del druida o por la insistencia de la hermosa Alía, en vez de matarlo se habían limitado a verter, literalmente, su sangre. Lo extraño era que no recordara el dolor de la puñalada ni cualquier otra cosa. Por la dimensión que podía sospechar que la herida tenía, debía de tratarse de un corte bastante grande y, sin embargo, sólo sentía un dolor muy leve y muy localizado, mientras que el resto de su cuerpo recuperaba prontamente el vigor.

Por sus torpes cálculos, supuso que se encontraba en el segundo día de la huida. Tanteó el terreno para ensayar la fuerza de sus piernas, notando con sorpresa que se sentía más vigoroso que nunca. ¿Cómo era ello posible? ¿Qué le habían obligado a tragar? Después de muchas dudas, Amiel se atrevió a llegar caminando cerca de Carcasona, ante cuyas murallas se detuvo con más espanto que esperanza.
Fastuosas murallas de piedra y altivos como gigantes los torreones incontables. Resplandeciente pero disuasoria ciudad. Demasiado arrogante para que un campesino tan joven e ignorante tuviera el coraje de aventurarse entre sus majestuosos edificios.
Y también lo paralizaba la intimidación que le producía todo lo demás. Los carruajes que al circular tronaban como la cascada de Alía y su abuelo. El griterío de juramentos de las mesnadas que vio cruzar el puente de los Doce Ojos. La inconcebible costumbre que le había descrito su padre de cambiar metal por comida o vino.
Y la gente vestida con vaporosos tejidos de colores que había visto recorrer los caminos menos oscuros del bosque; los caballos enjaezados como damas el día de su boda; los caballeros de calzas ajustadas y jubones drapeados y enjoyados; las princesas que dejaban estelas de aroma de flores al pasar en sus monturas. Creía que todos ellos habían sido creados con una carne distinta y otra clase de naturaleza muy diferente de la suya, pues de otro modo sus cuerpos hervirían envueltos en tan aparatosa vestimenta. Nada que ver con el sayo pardo de lana tejida a mano que vestían tanto él como sus familiares y vecinos. Una ciudad, e inclusive una aldea, era un lugar incitante para su curiosidad, pero temible para sus nociones y parámetros.
Carcasona resultaba mucho más temible que los magos de la Cascada Tronante. La espesura verdinegra era su hogar. Estaba entrenado en el arte de nutrirse del bosque y allí debía permanecer hasta que le alcanzase su destino.
El elixir que le había dado el druida hacía latir su corazón con mayor empuje que nunca, pero estimulaba sus jugos gástricos de igual manera. Sentía una necesidad insaciable de comer. Se atiborró de zarzamoras que le dejaron los labios, la mitad del rostro y las manos embadurnadas y teñidas del jugo azucarado. Aunque, según afirmaba su padre, no era conveniente bañarse si no era rigurosamente indispensable, la experiencia le dictaba que menos conveniente aún era merodear por las profundidades del bosque derramando tan apetitosos olores. Acudirían no sólo los insectos, que difícilmente molestarían su piel curtida por la intemperie como cuero viejo, sino también las bestias carniceras. Tenía que zambullirse en las frías aguas del río, en uno de los remansos, aunque sólo a medias para proteger el vendaje del brazo.
Una de las pozas que conocía muy bien no se hallaba demasiado lejos de su casa, pero supuso que, tras dos días de ausencia, todos creerían que había muerto. Dejó, pues, atrás Carcasona y el puente de los Doce ojos, atravesó en línea recta la distancia que le separaba del Aude y caminó por la fangosa ribera hacia arriba, paso a paso más cauteloso porque todo movimiento en esa dirección le acercaba un poco a la casa de sus padres.
Llegado a la extensa poza donde el agua del río era transparente como el aire, colgó el sayo de la rama de un árbol y se zambulló de un salto hasta medio pecho para que el frío no le amilanara, manteniendo los brazos alzados. Permaneció poco, porque comenzaron en seguida los tiritones y muy pronto empezaron a castañetearle los dientes. Volvió lentamente hacia el punto donde había dejado colgado el sayo con los ojos cerrados, para sumergir la cabeza y conseguir así que el agua arrastrase el zumo frutal. Antes de volver a abrirlos, sintió que una mano aferraba dolorosamente su pelo.

-Tus oídos te engañaron, hermano –respondió Roger a las protestas y súplicas de Amiel, mientras lo inmovilizaba con las amarras que había preparado antes de acercarse sigilosamente al remanso donde tantas veces se habían bañado juntos.
-Te juro que no, Roger. Puesto que tenemos tan poco que repartir y les cuesta tanto juntar poco a poco la dote de Raimunda para cuando sea doncella, habían decidido matarme para que no pudiera pensar nunca en disputar tu herencia.
-¡Estás loco!
-Suéltame, te lo ruego. Diles que no me has encontrado y yo desapareceré para siempre, siempre; y no tendrás que temer que pelee por lo tuyo ni ahora ni nunca. Me iré muy lejos. Más allá de aquellas montañas.
Roger sonrió levemente, mirando hacia otro lado con objeto de no ablandarse por el gesto de pavor de su hermano, ni por la grave herida que le había dicho que tenía en el brazo. Amiel merecía lo que el destino le había reservado, por la ingenuidad que tan significativamente demostraban sus inocentes e inútiles ruegos. Apretó un poco más la larga cuerda atada a las manos y la cintura del muchacho, y aceleró la marcha. Aún tenían que recorrer un trecho del camino que se interponía entre el río y la casa de sus padres, y cualquiera de los soldados o viajeros podrían oír los lamentos. No se atrevía a intentar amordazar a Amiel, porque el forcejeo con él mientras lo sacaba del río le había revelado que su hermano estaba haciéndose mayor o había tomado algún brebaje que multiplicaba su vigor. Su fuerza era superior a lo que suponía, y su intento de taparle la boca podía desembocar en una lucha de la que no estaba del todo seguro de salir triunfante.
Pensó en las reglas fundamentales de la caza. El cazador no debía permitir jamás que la pieza creyera que podía escapar a fin de que no se debatiese; era indispensable hacerle sentir la superioridad del cazador, para que ese impulso natural ni siquiera amagara. El cazador debía demostrar su fuerza, su poder, convencer a la pieza de que no le serviría de nada luchar, para conseguir de tal modo su rendición incondicional. La mansedumbre de la derrota.
Lo mismo debía conseguir con Amiel. Necesitaba olvidar que era carne de su carne y pensar en él como un botín de caza, nada más. Ni siquiera debía mirarlo mucho, eludiendo de cualquier modo recordar la venda del brazo, para que no hubiera dentro de sí más sentimiento que el de obediencia a su padre.
De improviso, echó a correr tirando de la cuerda de modo que su hermano perdió el equilibrio y cayó; Roger comprobó de reojo que había ocurrido lo que se proponía y entonces, después de arrastrarlo a lo largo de unos treinta pies, se dirigió a un árbol de tronco grueso, que rodeó para fijar la cuerda y saltar de pronto a espaldas de Amiel. Éste, tomado por sorpresa, no tuvo tiempo reaccionar antes de que Roger le inmovilizase con la amarra tensada contra el tronco.
Puesto que los brazos del hermano mayor eran más robustos que los del menor, fue izado hasta la vertical e inmovilizado contra el roble.
-Nada has de temer –dijo Roger mientras rasgaba un trozo del sayo de Amiel-. Pero tengo que asegurarme de que no vas a negarte más a volver a la casa de tu familia y, sobre todo, de que no vas a gritar más.
Lo amordazó muy fuertemente con el jirón de tejido. Amiel comprendió que le quedaban pocos momentos de vida.

Llevaba casi veinticuatro horas amordazado y atado al olmo que servía de puntal central a la choza. Algo no marchaba como sus padres habían planeado, pues de otro modo ya habría acabado todo. Hablaban en susurros y nunca cerca de él; ni siquiera habían entrado más que para dormir, pues asaron fuera, para la cena, algún animal que habría cazado su padre. Pero no le ofrecieron ni un bocado. Recordaba que el aroma apetitoso de la carne asada había estado a punto de enloquecerlo y hacerle desfallecer, abatiendo su resolución de llegar al sacrificio sin gritos ni llantos, ni mucho menos súplicas. Decidió con rabia que si deseaban su muerte, no merecían siquiera el regalo de que intentase inspirarles compasión.
Nazario, su padre, partió de madrugada con las cabras para el pastoreo, pero antes había discutido muy acaloradamente con su mujer, Isabela, quien daba la impresión de que su resolución pudiera haberse debilitado. La pequeña Raimunda debía de haber recibido advertencias muy graves, pues no solamente no se había acercado a hablar con Amiel en ningún momento durante el día, sino que ni siquiera lo miraba cuando entraba en la cabaña en busca de algo que le hubiera encargado Isabela.
El largo y penoso día pasó con lentitud desesperante, aunque un espíritu compasivo se apiadaba de Amiel a ratos y lo sumía en un duermevela. Pero tampoco en sueños veía imágenes consoladoras. Dormido, las pesadillas eran aún más espantosas que la terrible realidad; el fuego del infierno, pestilentes ríos de mugre y sangre, ojos amenazadores por todas partes en una jungla negra e inabarcable.
Cuando Nazario volvió antes del atardecer, Amiel notó que su expresión era sumamente taciturna, como si se encontrase en un atolladero que no sabía resolver. De nuevo se enzarzó con su mujer en una disputa, por lo que salieron de la cabaña y el muchacho no consiguió siquiera detectar en sus tonos lo que podía estar ocurriendo.
Por fin, cuando ya comenzaba a anochecer, Isabela, su madre, encendió el lar para preparar la cena. Amiel halló sorprendente que para preparar las gachas pusiera en el fuego el caldero más grande, el que sólo se usaba cuando tenían que compartir la comida con familiares de paso.
Notaba las sonrisas sardónicas de Roger mientras Nazario murmuraba algo en su oído, lo que hicieron con mucha frecuencia mientras el agua hervía e Isabela vertía el cereal molido por encima, poco a poco para que no formarse grumos demasiado gordos. Raimunda permanecía sentada de espaldas, como si no viéndolo pudiera resistir mejor la tentación de acercarse a su hermano inmovilizado, si es que había sentido ese impulso en realidad, cosa que Amiel ya no era capaz de colegir, pues habiéndose derrumbado su mundo carecía de convicciones fiables. Sentía mucha sed, pero ni ese agobio insoportable habían querido aliviarle, y se negaba a rogar un sorbo de agua gimiendo para ser oído a través de la mordaza.
Sufría ahogos, pues el aroma del cereal cociéndose volvía a estimular sus jugos gástricos, pero ni siquiera podía debatirse, por lo muy fuertemente que estaba amarrado. Sentía que podía morir unos minutos antes de lo que toda su familia se proponía fulminado por el malestar físico, el hambre y el terror. Pero cuando el caldero humeaba sin que hubieran añadido a las gachas de cereal ni un trozo de tocino, sonó el ruido de un carromato que se paraba en el exterior y vio entre las convulsiones del pánico que Nazario y Roger se dirigían hacia él blandiendo cada uno un cuchillo grande.
Había llegado su hora y el incompleto guiso le descubría, sin necesidad de explicaciones, a dónde iban a parar los numerosos niños que, tal como sabían todos en el bosque, los padres de familia hacían desaparecer.






IV
El monasterio
Inesperadamente, en el momento que Nazario y Roger alzaron los cuchillos contra el aterrorizado niño, la desvencijada puerta de la choza se abrió con brusquedad. Aplastado por el pavor, Amiel creyó que ya había muerto y la figura que se recortaba contra la débil luz crepuscular era una visión irreal, la creación de su mente enloquecida de miedo o quizás un ángel compasivo que acudía a salvarlo. Se trataba de la silueta de un monje muy alto y flaco, a quien la capucha le cubría casi todo el rostro, muy semejante a los espantos de algunas de sus más temidas pesadillas. Pero la gangosa voz que oyó tenía entonación maliciosa y resultaba muy material:
-¿Éste es el muchacho endemoniado?
-Sí, hermano –respondió Nazario al tiempo que, ayudado por Roger, cortaba las numerosas vueltas de cuerda que aprisionaban a Amiel contra el olmo, forzándolo, a continuación, a postrarse ante el recién llegado-, y ya veis con cuánta furia infernal se menea y convulsiona. Mirad su brazo vendado, malherido por los latigazos del demonio que lo domina. Mirad sus labios, llenos de costras y pústulas por los jugos del demonio que salen de su boca. Decid si no hemos de acabar con el monstruo maligno que ha tomado su cuerpo.
-Sin embargo –repuso el monje palpando a Amiel, mientras lo inmovilizaban entre su padre y su hermano-, el rostro conserva gran belleza, y brillo y luminosidad sus ojos. Y los miembros no han sufrido todavía graves deformaciones. Ni sus pies están volviéndose pezuñas todavía. Y… a ver…
El monje se situó a espaldas de Amiel, que sintió que le alzaba el sayo por encima de la cintura. Con un escalofrío, notó que unos dedos nervudos y ásperos hurgaban a fondo y minuciosamente su entrepierna y ascendían luego con gran lentitud entre los glúteos, hasta detenerse para restregar con gran fuerza en su cintura.
-Aún no hay signos de que esté comenzando a aparecer la cola diablesca. Creo que con la ayuda de Dios Nuestro Señor y su Santísima Madre, aún se le podría rescatar de la posesión con sahumerios e hisopos, santidad y muchas horas de oración, y si Nuestro Señor Jesucristo lo permite venceremos sobre el mal expulsando el demonio que trata de dominarlo.
-¿Lo creéis, de verdad? –preguntó Isabela, muy bajo, eludiendo mirar a su esposo.
-Sí, mujer. No temas. No tendréis que destruir a vuestro hijo para acabar con el maligno que lo posee, Dios lo quiera. No será necesario mandarlo al infierno junto con el espíritu maldito que reina en su interior, como le dije a tu marido cuando me habló de ello esta tarde, aunque él se resistió a creerme. Yo me expondré al sacrificio llevándomelo conmigo al monasterio. Pero debéis atarlo entre los tres a los maderos del carromato, pues no me atrevo a viajar con él a solas yendo suelto.
Amiel advirtió que el monje depositaba algo en la mano de su padre antes de encaramarse al pescante del carro. Por el disimulo con que el religioso cadavérico actuó y por la expresión de alegría de Nazario, dedujo que su familia había recibido una recompensa monetaria sumada al premio de librarse de él.

La acémila debía de ser vieja o había sido muy maltratada, pues resultaba muy difícil obligarla a tirar del tosco carromato cargado de voluminosos haces de hierba y sacos de cereal molido. Y peor ahora, con la carga extra del niño que transportaba. Los ejes chirriaban como almas en pena y, aunque inmovilizado y en una postura sumamente incómoda, Amiel notaba que los pájaros y todos los animales huían despavoridos de las cercanías del camino.
El monje murmuraba por lo bajo maldiciones y juramentos nada santos cada vez que alzaba el látigo para arrear al pobre animal, pero el bosque y sus acechanzas dotaban a sus pobladores de un oído extremadamente fino. Amiel lo oía todo con nitidez; más escandalizado que enojado por las graves blasfemias que el monje profería contra el animal, sintió en muchas ocasiones ganas de reír a pesar de su incomodidad. Iba atado de pies y manos a dos de las estacas que sujetaban la carga. Por suerte, sus padres habían consentido en darle un jarro de agua, aunque el monje no le permitió que se lo bebiera completo. “Se ha hecho muy tarde y no puedo parar por el camino para que mees”, había dicho. Ahora, veía su espalda huesuda en una figura un poco desgarbada por la altura y la delgadez esquelética. Todos los anacoretas que había visto en el bosque eran más bien orondos, pues los temerosos campesinos solían acallar sus invectivas y amenazas de condenación eterna depositando cerca de sus oratorios grandes cantidades de alimentos, y en cambio este monje parecía de otra naturaleza. Claro, que nunca había visto a un monje que viviera en un “monasterio”, lo que no sabía qué era.
Tampoco lo supo al llegar, pues avistaron la alta empalizada cuando ya era noche cerrada.

Despertó por el tañido de la campana. Todavía era de noche, pero ahora se sentía un poco menos exhausto. Las fuerzas volvían a sus miembros, casi tanto como por el elixir del druida, por lo que dedujo que debía de haber comido algo, pero Amiel no se acordaba de en qué momento pudo ser ni qué le habían dado. Tampoco recordaba haber visto a más gente tras la llegada junto al monje esquelético. Trató de alzarse del jergón, y no lo consiguió porque se encontraba inmovilizado por nuevas amarras, menos apretadas que las del olmo de su casa, pero igual de firmes.
Al menos, ya no estaba amordazado. Sintió la tentación de gritar con objeto de averiguar cuál podía ser su nueva situación, pero se contuvo a tiempo. Más gritos harían que se reafirmasen en la convicción de que había un demonio dentro de su cuerpo, cuestión que él estaba dispuesto a admitir con toda su buena fe, pero por más que volcaba la atención hacia sus entrañas, no lograba detectar los latidos ni el escozor del ser diabólico que todos afirmaban que le había poseído.
¿Lo creían, de verdad?
Empezaba a intuir que podía tratarse de un engaño. ¿Estarían de acuerdo para fingir que era cierto lo que todos sabían de sobra que era mentira? La idea le estremeció. Los exaltados anacoretas del bosque predicaban que los malos pensamientos eran pecado; no podía pensar tan mal de sus padres ni del hombre santo que trataba de salvarlo de las garras de Satanás.
-¿Duermes? –oyó que preguntaba una voz aflautada muy cerca de su oído.
Se había quedado dormido de nuevo. Abrió los ojos, que sintió cubiertos de legañas, y a través de ellas enfocó la imagen de un hombre muy gordo, vestido igual que el monje cadavérico, pero sin capucha y con la cabeza rapada.
-¿Qué es este sitio? –preguntó Amiel, temiendo que la pregunta le acarrease recibir una bofetada.
Pero no sucedió. El gordo sonrió bonachonamente y mientras le acariciaba la frente con la yema de los dedos, respondió:
-El Monasterio del Divino y Sacratísimo Prepucio de Jesús. No tienes nada que temer, porque tú no llevas demonio ninguno en el cuerpo, ¿verdad?
-No lo sé –respondió Amiel, todavía a la espera de recibir golpes.
-Que dudes en vez de negarlo prueba que estás en posesión plena de tu alma, Dios te bendiga. ¿Tienes hambre?
-Sí.
-Pero no será tan ansiosa como anoche, ¿verdad?
-¿Anoche?
-Comiste como si fueras un lobo devorando un cordero. Eso me convenció de que el demonio te había liberado ya, porque los demonios no comen.
-¿Comí, qué? No me acuerdo.
El gordo sonrió, de nuevo con mucha ternura.
-Dos platos de sopa, uno de gachas y un pedazo grande de tocino. Tuve que dártelo bocado a bocado, porque anoche tú no estabas en ti. Ahora, comienzas a tener color y luz en las pupilas. Además, la herida que tienes en el brazo no está hinchada y cicatriza estupendamente. ¿Qué harías si te suelto?
-Nada. Quiero dormir más, se me cierran los ojos.
-Pero antes, tienes que tomar el cuartillo de leche que te he traído. Te voy a soltar, pero mira la estaca que tengo. Al menor gesto, te arreo.
Lo desató con muchas cautelas, pero sin violencia. Una vez que el muchacho se vio liberado, sintió un bienestar repentino que había llegado a suponer que nunca recuperaría. Sonrió con agradecimiento y el gordo le dio un sonoro beso en la frente.
-Anda, tómate la leche y duerme.
Amiel tragó de un sorbo, ansiosamente, el contenido de una enorme vasija de madera. Conforme llegaba a su estómago, sentía ganas de más y más, como si aún continuase el efecto estimulante del elixir del mago de la cascada. Por fin, cuando bebió las últimas gotas de leche, suspiró y se relamió los labios.
El orondo monje sonreía beatíficamente.
-Ahora, duerme. ¿Cómo te llamas?
-Amiel. Pero ya se me han quitado las ganas de dormir.
-Bien. Yo soy fray Raimon. Te voy a llevar conmigo a la cocina, pero antes debes conocer las normas del monasterio. No hablarás si no se te pregunta. No cantarás ni bailarás, ni alborotarás. Harás cuanto se te ordene con humildad y mansedumbre y nunca discutirás ni negarás lo que te digamos tus mayores. Orarás en todos los toques de campana y asistirás a todos los oficios con recogimiento y devoción. ¿Has comprendido?
Amiel asintió. Pero fray Raimon notó que había una pregunta rabiando por brotar de sus labios.
-¿Qué?
-Su… señoría ha dicho palabras que no sé… ¿Qué es un monasterio?
-No tienes que llamarme “señoría”, sólo fray Raimon o hermano. Un monasterio es una casa entregada por completo al servicio de Dios. Los hermanos ofrecemos nuestra vida para su servicio y para interceder por las almas pecadoras.
-Y…Prepucio de Jesús, ¿qué es, un apóstol?
Fray Raimon rió a carcajadas.
-A la hora de las abluciones, te mostraré materialmente quién es ese apóstol que has imaginado –respondió unos minutos más tarde, ahogado por las risas.

Formaban el monasterio ocho cabañas adosadas a la empalizada y con grandes cobertizos entre ellas, cuatro a cada lado, todas de tamaño parecido aunque muy irregulares y torpes, que rodeaban un gran huerto abierto frente a otra construcción mucho mayor, parecida a un granero comunal y situada en el centro. Junto a la puerta de este edificio, algo más armónico que los demás, habían alzado una especie de torre de unos sesenta pies de alto, con tres grandes troncos sujetos entre sí por ramas menores claveteadas formando aspas; de la parte superior de los troncos pendía una campana. El conjunto era la extensión más grande desprovista de árboles que Amiel había contemplado jamás, descontada Carcasona.
Todas las edificaciones a base de sabina, haya y empinados techos de bálago, se asentaban sobre bases de piedra, que parecían cimientos de muros que se propusieran levantar poco a poco, más adelante. Si algún día lo hicieran, consideró el muchacho que acabaría siendo la casa más grande del mundo.
Había mucho movimiento en el huerto: Amiel contó unos diez o doce monjes que estaban labrando con mucho afán unos, y otros recogiendo frutos y hortalizas; tenían arremangados los hábitos hasta medio muslo para no mancharlos de fango, sujetos a la cintura mediante cíngulos de toscas cuerdas. Sentado en un ampuloso sillón de troncos de pino, ante el edificio de la torre y la campana, se hallaba otro monje muy orondo en una actitud sumamente extraña, pues tenía la cabeza en posición rígida, con el mentón alzado, las manos aferradas a los apoyabrazos y la mirada extraviada. Aún de lejos, a Amiel le pareció que se trataba de un ciego. El fraile esquelético que lo había traído desde casa de sus padres, inclinaba el torso hacia el ciego, hablándole al oído mientras señalaba al niño.
-¿Te asustó mucho fray Benedicto? –preguntó fray Raimon.
-¿Quién?
-El hermano que te trajo anoche –fray Raimon señaló al flaco-, aquél que se inclina para hablar con nuestro Abad, Su Paternidad Hugo. ¿Te sometió fray Benedicto a ritos para librarte de la posesión?
-No. Sólo me trajo aquí. ¿Qué son abluciones, hermano?
Fray Raimon sonrió de nuevo. Tenía risa fácil, que le agitaba la fofa panza.
-¿Te has bañado alguna vez?
-Muchas. Siempre que me tiro al río.
-Pues las abluciones son lo mismo. Pero ya sabrás que no hay que abusar, que es muy malo para la salud. Nosotros sólo las realizamos cuando hemos de celebrar algún rito especial. Esta tarde, todos efectuaremos abluciones, y tú también.
-¿Por qué hermano?
-Porque a medianoche habrás de comprometer tu fidelidad y lealtad al monasterio y la comunidad con el beso santo y la promesa sacratísima. Ya lo verás. Ahora, tienes que ayudarme a preparar la sopa.

Mientras ayudaba a fray Raimon a cocinar, y luego, durante la comida, Amiel notó con inquietud que era el centro de todas las miradas. Con las excepciones de Su Paternidad Hugo, con sus ojos grises aparentemente ciegos perdidos en la lejanía de un horizonte imaginario, y fray Benedicto, que tenía la cabeza vuelta en otra dirección de manera forzada, como si se obligara a sí mismo a no ver lo que todos parecían complacerse en contemplar.
Amiel se sentía no solamente observado, pues le parecía que hubiera una acusación en cada par de ojos, cuyos destellos le hacían sentir que clavaban cuchillos en su rostro. Por ello, sintió gran alivio cuando acabó la comida y fray Raimon le ordenó que retirase las vasijas de donde todos habían sorbido la sopa.
El lavado de los pocos cazos y peroles no fue tan arduo como el del caldero, en cuyo interior le exigió fray Raimon que se introdujese para restregarlo con manojos de hierbas secas, pues se hallaba depositada una capa de grasa de media pulgada de espesor.
-Ya que te veo tan dispuesto –le dijo fray Raimon asomado al borde del caldero, no pares de restregar hasta que yo no vuelva. Será muy pronto, no temas.
Como le causaba angustia perder la protección que la compañía del gordo fraile representaba, Amiel se afanó más aún, concentrado en las grandes lascas de rancia grasa que conseguía desprender del metal.
Pocos momentos más tarde, presintió más que no notó que alguien le observaba asomado al borde del caldero. Era el rostro del monje flaco, fray Benedicto, cuya expresión le estremeció. No era terrorífica ni amenazadora. Se trataba de otra cosa a la que no supo poner nombre.
No pasó demasiado tiempo para el regreso de fray Raimon, que, con sonrisa bonachona, le dijo:
-Hala, ya has limpiado bastante. Es llegada la hora de las abluciones.

Había entre dos de las cabañas un cobertizo bastante mayor que los demás. Al acercarse tras fray Raimon, Amiel descubrió que, bajo el techado de haces de ramas y bálago, la mayor parte del suelo la ocupaba una alberca. Supuso que era el almacén donde guardaban el agua en verano, lo que sin embargo no parecía lógico considerado el uso que en esos momentos estaban dándole. Había dentro del agua cinco monjes desnudos, sumergidos hasta medio muslo, pues tal era la profundidad.
-Como ves –murmuró fray Raimón a su oído-, en el día de hoy, las abluciones son obligación de todo el monasterio.
Ese final de la primavera anunciaba ya la calidez del verano, pero la temperatura del agua era gélida.
-Métete con cuidado de no mojar la venda –le aconsejó fray Raimón mientras le desnudaba.
Amiel notó con cuánto interés examinaban los monjes su desnudez. Excepto fray Raimon, que daba la impresión de obligarse a mirar para otro lado. Como si los cinco monjes desnudos hubieran estado esperando ese momento, dieron en seguida su baño por terminado y se marcharon a medio cubrir por los propios hábitos con que se estaban enjugando.
-Mírate la entrepierna, Amiel –ordenó fray Raimón al tiempo que, ya desnudo, se introducía también en la pileta.
Amiel se ruborizó. Se preguntó qué encontraría de malo el monje en su pubis. Debía de tratarse del tenue vello amarillo que comenzaba a poblarlo, cosa que había descubierto no hacía mucho con enorme conmoción. Aumentó el sonrojo y el desconcierto.
-Observa tu órgano viril, ¿ves? –continuó fray Raimon-. Ese pedazo de pellejo que sobresale en la punta es el prepucio. Nuestro Señor Jesucristo no lo tenía, porque nació judío, y a los judíos les cortan de niños ese aro de piel. Lo hacen los rabinos, que son como sacerdotes de su religión.
Amiel se estremeció. ¿Estaba contándole esa historia para decirle a continuación que iban a cortárselo a él? Fray Raimon detectó su temor y dedujo lo que se lo causaba, por lo que se apresuró a decir.
-Lo hacen los hebreos, pero de ningún modo los cristianos. Nosotros conservamos el nuestro hasta la muerte, y con él subimos al cielo por la gracia de Dios si Él lo permite con su misericordia infinita, pero Él ha permitido que conservemos también el Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús gracias a la santidad y la iluminación de nuestro abad, Su Paternidad Hugo, a quien el Espíritu Santo colma de bendiciones.
-¿Estaba allí cuando se lo cortaron a Jesús?
Fray Raimon estuvo a punto de atragantarse por las carcajadas.
-¡Por los clavos de Cristo, menuda ingenuidad la tuya! Aquello fue hace más de mil años, muchacho.
Amiel encontraba el caso incomprensible.
-A mí se me cayó un cacho de pellejo de una herida en esta pierna, ¿veis?, y en seguida se lo comieron los bichos del bosque. ¿Ese pedazo de Jesús ha aguantado mil años?
Fray Raimon lo miró con gravedad, como si la pregunta fuese maliciosa. Pero notó la inocencia del niño y se dio cuenta de que se trataba sólo de su necesidad de saber, no de escepticismo.
-Que yo sepa, se conservan en Europa cinco Gloriosos y Sacratísimos Prepucios de Jesús. Estoy hablando de milagros, Amiel, ¿comprendes? Hablo de la omnipotencia divina.
-¿Quién se lo dio al abad?
-Un milagro, Amiel; por el poder infinito de Dios Nuestro Señor. Se trató de una revelación prodigiosa. Un día, antes de quedarse ciego, se encontraba en casa del barbero para que le extirpara un divieso monstruoso que le había salido en salva sea la parte, y mientras padecía las cuchilladas de aquel carnicero infame, descubrió la reliquia en un tarro, sumergida en un líquido amarillento. Y la reconoció en seguida, a pesar del dolor que padecía. Supo por inspiración divina que había encontrado por la gracia de Dios Nuestro Señor el Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús. Su Paternidad Hugo perdió la visión en aquel momento exacto, pues después de haber contemplado la carne mortal de Jesucristo, sus ojos se negaron a mirar ninguna otra cosa per secula seculorum.
-¿Y otras personas encontraron cuatro prepucios más? –preguntó Amiel, asombrado.
-Sí, hijo mío. El poder de Dios es infinito y sus designios, inescrutables, por lo que los cinco son el mismo y la misma esencia de Jesús. Es un misterio que nosotros, pobres criaturas mortales, no podemos comprender, y hasta es pecado gravísimo de soberbia tratar de comprenderlo. Acuérdate de la multiplicación de los peces y los panes, ¿sabes de lo que hablo?
Amiel negó con la cabeza.
-Es un prodigio que realizó Jesucristo en persona para que sus discípulos y fieles no muriesen de hambre. De igual modo, el Señor tiene el poder divino de multiplicar las reliquias, para que todos los cristianos podamos disponer de altares ante los que postrarnos. Yo he visto con estos ojos, que ha de comerse la tierra, otro Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús en la ciudad de Hildesheim, en un altar que semejaba la Gloria misma de Nuestro Señor, y que, por lo tanto, también era verdadero. Y me ha sido dado contemplar más de veinte brazos derechos del apóstol San Andrés, todos auténticos como puedes suponer, exhibidos en otros tantos relicarios o enjoyadas lipsanotecas, que han servido para consagrar importantes y muy santas basílicas europeas. También me ha sido dado contemplar, bendito sea el nombre de Jesús, dos penes del apóstol San Bartolomé, asimismo venerados en dos santas basílicas dentro de enjoyadísimas y muy relucientes lipsanotecas. Dios me ha permitido venerar hasta seis cabezas auténticas del apóstol San Felipe, bendito sea el poder infinito del Señor, a quien honramos y adoramos por los siglos de los siglos.
Amiel se hallaba sobrecogido por el asombro. Fray Raimon le sonrió con ternura. Dio gracias a Dios por la fe inmensa que observaba en los ojos inocentes del niño, y preguntó:
-¿Tienes idea de cuántas reliquias de la Vera Cruz conserva la Cristiandad?
-No se qué es eso –respondió Amiel, en cuyos ojos, como en su entendimiento, se amalgamaba el pasmo con el estupor deslumbrado.
-La Cruz Verdadera donde murió Nuestro Señor, muchacho de Dios, que todo hay que explicártelo como se te hubieras caído de una nube. Dios ha permitido que se multipliquen a tal extremo las astillas benditas de la Cruz de Cristo, que muy pocas iglesias, basílicas, catedrales y ermitas de Europa no pueden jactarse de contar con una. Tantas, que con ellas, juntándolas, podríamos levantar un bosque de cruces tan grande como el de la Cascada Tronante y aún sobraría para construir una flota de barcos. Date cuenta de a qué extremos llega el poder de Dios. Un hermano de este monasterio ha contado más de cuatrocientos dientes auténticos de santa Apolonia, que presiden y consagran otras tantas iglesias y ermitas. Y lo más impresionante y conmovedor de todo es que he contemplado yo mismo, con estos ojos mortales e indignos, hasta siete dedos índices de San Juan Bautista. Reza y estremécete, muchacho. ¡El verdadero dedo, ungido por el Espíritu Santo, que señaló a Nuestro Señor Jesucristo para que todos supiesen que era el Mesías verdadero y, para colmo de misericordia de divina, multiplicado por siete!
Amiel sintió, como la revelación de alguien muy poderoso, que acababa de tomar contacto con nociones sobrenaturales, un conocimiento maravilloso y consolador que no podía comprender pero exaltaba su espíritu e inflamaba su pecho, algo que trascendía todas las cosas carentes de valor de la vida miserable de un niño campesino. La realidad cotidiana del bosque era demasiado grosera y vulgar. El poder de Dios era realmente extraordinario. Obnubilado por el pasmo, permitió que fray Raimon le bañara restregándolo con un cepillo de caballo, sin darse cuenta apenas del dolor ni del manoseo escasamente santo que le estaba practicando.





















V
Noche tormentosa
Según fueron pasando las horas, Amiel pensó en muchos instantes que las noches no podían ser siempre iguales en el monasterio. De lo contrario, los monjes morirían de agotamiento si es que no estaban hechos de una carne diferente de la suya y de cuantos conocía. Estaba dispuesto a creerlo, dado el estado de gracia en que se sentía desde que oyera en la pileta revelaciones tan prodigiosas.
La campana había redoblado al oscurecer, lo que marcó el comienzo de la interminable velada. Aún bajo los ecos de los tañidos, Amiel fue empujado por fray Raimon con prisas hacia el galpón grande, que denominó “la basílica”.
Amiel trastabilló al entrar, y pudo caer de no sujetarle el orondo fraile. El interior de la basílica causaba admiración. La precariedad externa de la construcción era sólo aparente, pues dentro tenía un sólido y regular suelo de losas de pizarra, que sustentaban pilares muy gruesos de piedra rematados por troncos de roble, que, a su vez, apuntalaban el techo de ramas y bálago, cuya apariencia provisional y endeble contrastaba con la solidez general del edificio, de puertas adentro. Todo tenía aspecto de obra a medio hacer, como si aún la estuvieran construyendo pero sin disponer de medios suficientes para continuarla. En aquellos momentos debían de encontrarse en un momento de transición, a la espera de donaciones y limosnas.
Era demasiado espaciosa para los quince o veinte frailes del monasterio. Se preguntó Amiel si también les permitirían a los campesinos y pastores visitar la basílica en ocasiones, pues de otro modo no era lógica su amplitud. Pero nunca había escuchado rumorear en el bosque que nadie recibiera invitaciones de monjes para visitar su basílica. Esta idea le turbó unos instantes, inquieto por la posibilidad de haber dormido en el carro del monje esquelético más tiempo del que creía y la basílica no se encontrara en el bosque de la Cascada Tronante, sino en otro lugar mucho más alejado. Tal idea le produjo angustia, porque entonces jamás conseguiría regresar a los lugares que le eran familiares.
Sintió en el costado un leve pellizco que le propinaba fray Raimon.
-Míralo –dijo con voz emocionada-. Allí está.
Siguió la dirección que le indicaba el índice extendido del fraile, y comprendió al momento de lo que se trataba. A esa distancia, no podía distinguir el Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús, pero sí el objeto que lo contenía. Sin abandonar su vida cotidiana, jamás habría podido imaginar que existiesen cosas como aquélla, tan brillantes y hermosas. Se trataba de una especie de tarro sencillo, como una cápsula, cuyo contenido aún no podía distinguir a esa distancia, pero cuanto lo envolvía era maravilloso. El tarro ocupaba el centro de una cruz hecha de metal bruñido con muchas florituras. Partiendo del mismo centro se dibujaba un triple círculo de piedras de colores muy brillantes; y desde el círculo más externo emergía en todas las direcciones una sinfonía de flechas como rayos luminosos, alternados con más piedras de colores. El espléndido conjunto medía unos tres pies de diámetro y era un objeto demasiado espectacular y lujoso en comparación con cuanto había en el templo.
En torno al relicario, el altar estaba decorado con gran profusión de flores y lamparillas de sebo. Embriagado por la contemplación de tanto brillo y arrebatado casi hasta la levitación por los aromas mezclados de las bujías y las flores, Amiel concluyó que no le importaba si lo habían llevado a mil leguas de la casa de sus padres, y decidió permanecer en el monasterio para siempre, porque un lugar que albergase cosas tan maravillosas tenía que ser el mejor de los sitios para vivir.

Sin embargo, los ritos que siguieron le parecieron a Amiel de una morosidad desesperante. Dos horas después de haber sido empujado por el fraile gordo, sentía hambre y lo de permanecer tanto tiempo de rodillas sobre el áspero suelo de pizarra, resultaba algo disuasorio del fervor que inundaba su pecho desde que contemplara el Sacratísimo Prepucio. Los frailes habían realizado muchas veces una serie incomprensible de movimientos, procesiones siguiendo el perímetro interior de la basílica, acercamientos rítmicos, y al unísono, al lugar que ocupaba Su Paternidad Hugo y, una y otra vez, postraciones hasta tenderse boca abajo en el suelo ante el brillante objeto. Las postraciones debían de constituir el elemento central del rito, pues las realizaban con verdadera devoción y recogimiento y hasta observó el muchacho que varios de ellos lloraban al levantarse.
De vez en cuando, sonaban truenos lejanos de una tormenta que iba aproximándose poco a poco.
Sospechó que esa circunstancia resultaba inesperada y agorera para los frailes, pues conforme aumentaba la frecuencia y potencia de los truenos, cuchicheaban entre sí con signos de desconcierto y temor, y acercaban los oídos a los labios de Su Paternidad Hugo para oír lo que debían ser consejos o directrices. Debieron de acordar ciertos cambios del rito, pues cesaron los desfiles y postraciones y se agruparon todos en torno al superior, formando un semicírculo a sus espaldas, y el fraile esquelético se situó frente a ellos, de espaldas al altar, en el centro de la media luna compuesta por sus hermanos. Alzó ambas palmas de las manos con un ademán muy teatral.
Al instante, volvió de nuevo al espíritu de Amiel el sentimiento emocionado de haber cruzado el umbral de un mundo mágico, porque sonó un canto tan armonioso como cien ruiseñores que trinasen dirigidos por los ángeles. Cantaban todos los frailes, a excepción de fray Raimon, que continuaba a su lado como si le hubieran asignado tal misión esa noche y ninguna otra. La música hizo que Amiel sintiera de nuevo que podía levitar, como si un ángel lo hubiera tomado en brazos para llevarlo amorosamente en vuelo.
Pero el canto fue interrumpido por nuevos truenos, ahora mucho más fragorosos. La tormenta se encontraba bastante más cerca y parecía aproximarse con rapidez a la vertical del monasterio.
Siguieron nuevos momentos de desconcierto. Todos los frailes miraban con expresión sombría hacia el endeble techo, por encima del cual comenzaron a brillar los relámpagos. Su frecuencia aumentaba a velocidad sorprendente, según la experiencia de Amiel, que había tenido que aprender a interpretar los meteoros casi antes que a caminar. Al recomenzar la música, parecía que los frailes cantasen para conjurar sus temores, cualesquiera que fuesen, y hasta el inexperto niño tuvo conciencia plena de ese miedo y el intento de librarse de él.
Volvieron a corear las alabanzas a Dios, a su Hijo y al Glorioso y Sacratísimo Prepucio, aunque ahora no resultaban tan armónicas, pues algunas voces desafinaban ostensiblemente cada vez que levantaban los ojos al techo con expresiones que pretendían ser beatíficas, pero que se habían convertido en rictus de terror. La inquietud había sucedido al éxtasis y Amiel creyó comprender el porqué al producirse la primera gotera. La provisionalidad del techo se puso de manifiesto ante el chaparrón, un caso que seguramente no era infrecuente pero que, por alguna razón que el muchacho no podía entender, preocupaba angustiosamente a la comunidad religiosa en esos momentos concretos.

Cuando las goteras se convirtieron en chorros, todos los frailes se arremangaron los hábitos hasta medio muslo, sujetos con los cíngulos de cáñamo. Ocho de ellos formaron dos filas de cuatro, a ambos lados del abad, Su Paternidad Hugo. Fue en ese momento cuando Amiel descubrió que el pesado asiento de troncos de pino estaba asegurado a la tarima situada debajo, formada por dos troncos de abedul articulados por travesaños. Lo alzaron en andas entre los ocho y, con pasos que pretendían ser contenidos y ceremoniosos, pero que no conseguían disimular las prisas, el superior fue alzado y portado en hombros, como si de una imagen santa se tratase, hasta la grada más alta del altar. Ante el precioso objeto de su adoración, el Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús, las andas fueron giradas poco a poco y, finalmente, Su Paternidad Hugo quedó orientado de espaldas al altar y frente al resto de su congregación, donde de nuevo fue depositado en el suelo.
Al muchacho le pareció que no tenía ningún sentido el esfuerzo de situarlo vuelto hacia el espectáculo que siguió. Tratándose de un ciego, la razón le decía que daría lo mismo hacia dónde mirase. Según se multiplicaban los chorros de agua filtrados por el techo y aumentaba su copiosidad, aceleraban los movimientos, oraciones cantadas, balanceos y evoluciones. Tenían prisa, pero resultaba patente que no renunciarían a ejecutar todos los pasos preestablecidos del rito, si bien que a mayor velocidad.
Entonces, empezó la danza y Amiel pudo, por fin, contarlos con seguridad, porque formaron cuatro hileras frente al altar y ante el solio del abad. Una danza que debían de haber ensayado mucho, pues componían las figuras y daban los pasos sin error y al unísono. Se trataba de un baile diferente del único que Amiel había visto antes, el de los magos de la Cascada Tronante, pero ambos poseían una extraña característica común; los cruces y emparejamientos se producían sin expresiones festivas; todo lo contrario, sus gestos y muecas eran solmenes hasta la exageración. La primera hilera de cuatro llegó a pocos centímetros del abad y, entonces, dos se echaron hacia la derecha y dos hacia la izquierda, y corrieron a formar de nuevo su hilera en último lugar, mientras los que habían quedado primeros reproducían exactamente los mismos pasos. Así, sin cesar, y sin perder ningún fraile el cadencioso y severo ritmo que ellos mismos marcaban con la canción.
Había cuatro monjes en cada hilera, lo que totalizaba dieciséis. Sumados el propio abad y fray Raimon, daba un total de dieciocho.
Cuando la fila de fray Benedicto llegó ante el abad por cuarta vez, el monje esquelético se detuvo y dijo volviéndose con ademán ampuloso hacia sus quince hermanos:
-Uno de nosotros ha de dejarnos hoy.
A Amiel le pareció que había hablado con una garganta prestada, pues sonó muy diferente de cuando le escuchara en casa de sus padres y durante el viaje. Ahora se trataba de una voz potente y cavernosa, que le estremeció.
-Llegada la vigorosa e inocente carne fresca del nuevo oblato –proclamó Su Paternidad Hugo- los tres seises se desbaratan y desaparece el milagroso equilibrio de este bendito monasterio santo. Restaurarlo requiere que aquél de vosotros cuya fe sea más frágil y menos fresca su carne, nos abandone.
En ese instante, sonó una serie de truenos cuya violencia traqueteó las paredes del templo. Los chorros de agua, sin embargo, habían disminuido por el momento, como si quisieran ceder espacio a los cegadores relámpagos.
Tras oír la frase del abad, Amiel observó que todos los frailes se miraban entre sí de reojo, con más alarma que ansias de saber. Le pareció que erguían forzadamente sus hombros y encogían los abultados vientres, como si quisieran remedar figuras más juveniles y esbeltas.
-Fray Benedicto será mis ojos y la suya será mi mano al señalar al elegido- dijo Su Paternidad Hugo con tono beatífico y monocorde.
El monje esquelético se situó ante los quince restantes, que ahora interpretaban a voz en cuello una canción de notas muy vivaces y alegres. Pero no lo eran sus voces, que sonaban rasgadas y muy desafinadas, dominadas por el miedo sin duda.
La lluvia arreció de nuevo y los truenos eran ya constantes, entre crujidos de los troncos y enramados que sujetaban el techo. Parecía que el universo pudiera derrumbarse sobre la basílica.
Fray Benedicto pasó lentamente entre las cuatro hileras de monjes, mirándolos uno a uno con fijeza escrutadora. Amiel notó que cada vez que dejaba atrás a uno de ellos, la postura y los ademanes del descartado se volvían más relajados, mostrando un alivio muy obvio. También notó que la mano que fray Raimon posaba en su hombro se tornaba rígida y llegó a sentir dolor, como si se hubiera convertido en la zarpa de una bestia acorralada dispuesta a saltar para defenderse.
Lo que siguió permaneció en la memoria de Amiel más como un sueño que como una experiencia vivida. Cuando, años más tarde, creyó sentirse en situación de saldar cuentas con el pasado, el recuerdo de esta noche le parecía una creación onírica y no algo ocurrido en la realidad.
El índice de fray Benedicto se dirigió hacia fray Raimon con ademán bíblico, como si un ángel exterminador señalase por revelación divina la víctima propiciatoria. Ahora, la mano posada en el hombro del niño era un garfio dolorosamente punzante, de modo que no pudo reprimir un quejido.

La queja de Amiel, que sólo había sido un murmullo contenido, tuvo que resonar en los oídos de los diecisiete frailes con mayor potencia que los truenos que agitaban el maderamen de la basílica y llegaban a estremecer las pesadas losas de pizarra. El débil gemido fue una cruda bofetada en los diecisiete rostros, a juzgar por la condena inclemente que en todos ellos se dibujó. A excepción de Su Paternidad Hugo, los frailes se dirigieron con expresiones muy adustas hacia el aterrorizado fray Raimon, que soltó el hombro del niño y reculó hacia la salida.
No tuvo tiempo de llegar. Tres de los frailes más jóvenes corrieron a situarse entre él y su huida y en seguida fue cercado por todos los demás.
Siguió algo que Amiel no pudo ver, pues se lo ocultaba el amontonamiento de cuerpos de los frailes. Notando que seguramente estaban apaleando al gordo, el único fraile con quien había conversado desde que llegara al monasterio, le extrañó no oír gritos ni lamentos de fray Raimon. Recibía el tormento con mansedumbre, como exigía la fe y el deber de obediencia, pero Amiel no entendía esa conducta. Hallaba que tendría que rebullirse y atacar para defenderse, igual que todo animal acosado.
Al cabo de unos instantes de inmovilidad, se apartaron los quince frailes para formar un gran círculo en torno a fray Raimon, que ahora se encontraba completamente desnudo.
Fray Benedicto se volvió hacia Amiel y le ordenó con un gesto que se acercase. Las piernas del muchacho se estremecían tanto como la madera y las losas agitadas por los truenos, pero obedeció porque comprendió que no podía hacer otra cosa. Fray Benedicto lo forzó a sumarse al círculo y entonces todos se pusieron en marcha hacia la salida.
En el exterior, ante la puerta, los quince frailes formaron una especie de calle incluyendo al muchacho, y éste sintió compasión por las tumefacciones que presentaban el rostro y los brazos de fray Raimon, que circuló torpe y remolonamente entre las dos hileras, cabizbajo y digno a pesar de su grotesca desnudez. La panza caída sobre sus muslos era un amasijo de carne fofa que cubría completamente sus genitales y por detrás, dos bolas de sebo caían de su cintura sobre los grandes glúteos escurrido hacia las piernas.
La calleja formada por las dos hileras desembocaba al pie de los tres grandes troncos que remedaban una torre, de cuyo vértice pendía la campana. Tras un leve ademán de resistencia, fray Raimon pareció aceptar su destino e inició torpemente la escalada por los travesaños cruzados. Fue ascendiendo con enormes dificultades, como si izar su cuerpo por la intrincada construcción de madera le supusiese lo mismo que cargar una res torre arriba, en un agónico ascenso por la resbaladiza humedad y el torrente de lluvia.
Sólo en el último instante comprendió Amiel el significado de todo ello.
El padecimiento de fray Raimon terminó cuando consiguió llegar a la campana. Fue como si todos los elementos se aliasen para ahorrarle más sufrimiento, pero Amiel lo vivió como el mayor espanto que había presenciado jamás. Bastó que la mano del fraile rozara el badajo para que fuese fulminado en seguida por un rayo. Relumbró como una fogarada que salpicó de pequeñas y fugaces llamas los troncos y los travesaños húmedos, y sonó como una estampía de ganado desmandado. La carne fofa de fray Raimon se precipitó por el interior del campanario igual que una pesada bola de nieve.

“Gloria in excelsis Deo” declamó solemnemente Su Paternidad Hugo cuando los frailes volvieron a su lado y le indicaron que todo se había consumado.
A continuación, fueron pasando ante el superior uno a uno con mucha rapidez, sobre cuyas cabeza posaba el superior las manos. El desfile carecía de solemnidad, porque actuaban con celeridad exagerada, lo que les hacía tropezar cómicamente, aunque el muchacho no tenía ganas de reír. Notando su precipitación, comprendió que trataban de abreviar lo que restase de la ceremonia. De nuevo el fraile esquelético le invitó a acercarse, y Amiel acudió hacia él convencido de que iba a ser el próximo en tocar la campana para morir como un rebeco asado.
-Ha llegado la hora de la promesa sacratísima y el beso santo- anunció fray Benedicto en su oído con un susurro.
Casi hipnotizado por cuanto había visto y estremecido por la tormenta, de nuevo recrudecida y ahora más violenta de cuanto había conocido nunca, Amiel trató de no pensar en el olor a carne chamuscada, mientras observaba con desconcierto que todos los frailes se arremangaban los hábitos hasta la cintura, prendidos con los cíngulos, dejando al aire sus órganos. Los dos frailes más jóvenes ayudaron al superior a hacer lo mismo sin que tuviera que alzarse del asiento. Los relámpagos dotaban de un carácter espectral a la desnudez parcial de toda la congregación.
-Póstrate en el suelo –le ordenó fray Benedicto.
Mientras le hablaba, el niño se maravilló por la delgadez de sus piernas. Parecían carecer de carne, pues sólo la fláccida y escamosa piel cubría los huesos, revelando del todo los volúmenes y formas del esqueleto. Obedeció la orden, e imitó lo que ya les había visto hacer a todos menos al pobre fray Raimon. Se tendió bocabajo en el suelo, con los brazos en cruz y la cabeza ligeramente ladeada, cerrados los ojos. Oyó el murmullo de unas oraciones recitadas por todos, cuchicheos ininteligibles, pronunciados también de modo muy precipitado, mientras sentía que echaban algo sobre él. No se atrevió a levantar la cabeza para ver qué era, pero no hubo necesidad, porque uno de los puñados de pétalos de flores cayó junto a su oreja y sintió su fragancia mientras se deslizaba por su mejilla. Estaba siendo cubierto materialmente de flores; supuso que se trataba de las que adornaban el altar, pues no había visto otras en el interior del templo.
-¿Deseas formar parte de nuestra congregación? –preguntó Su Paternidad Hugo desde su asiento.
Amiel supuso que la pregunta se le dirigía a él, pero no hizo nada porque no estaba seguro de si debía hacerlo y temía contrariar a cualquiera de los frailes.
-Veo que no rechazas nuestra verdad ni niegas nuestra fe –prosiguió el prior-. Por ello, invoco a Dios Nuestro Señor para que derrame su gracia sobre ti, te colme de virtudes y, sobre todo, ganes en humildad y obediencia. ¿Aceptas en tu alma la verdad revelada y las gracias que Dios esparce sobre ti?
Amiel notó el roce de unos pasos que se le aproximaban.
-Di que sí –oyó que murmuraba fray Benedicto.
Alzó, pues, ligeramente la cabeza, aunque manteniendo los ojos cerrados, y asintió con una voz algo cascada por la incomodidad de la postura y el miedo que sentía.
-Por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo –oró Su Paternidad Hugo-, te acogemos en la comunidad del Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús. Bienvenido, hermano, y que Dios te colme de bendiciones, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
-¡Amén1 –corearon todos.
-Llegada es la hora del beso sagrado –dijo el prior-. Levántate, hermano Amiel.
Mientras obedecía, fray Benedicto le susurró:
-Antes de cada beso, debes arrodillarte y realizar genuflexión.
No sabía lo que “genuflexión” significaba, pero lo intuyó. Debía inclinar la cabeza hasta el suelo ante cada uno de los frailes alineados a derecha e izquierda del prior.
Habían hablado de “beso sagrado” o “beso santo”. Comprendió que debía besar, pero su estatura era considerablemente menor de la de todos ellos y, además, le habían ordenado arrodillarse. ¿Dónde debía depositar el beso? Lo comprendió cuando fray Benedicto le ordenó comenzar el rito, indicándole con el mentón el primer fraile de la fila situada a la derecha del prior.
Mientras obedecía, ya no le cupieron dudas. Notó que ese primer fraile, un joven que superaría en poco los veinte años, adelantaba las caderas hacia su rostro, y recordó lo que fray Raimon le señalara mientras se bañaban; el trozo de piel que sobresalía en la punta de su órgano sexual.
Debía besar el prepucio de todos ellos. No se trataba de un acto que pudiera discutir, sino de una exigencia que, de no cumplirla, le acarrearía quién sabía cuáles males. Besó y besó. Lo hizo con repugnancia progresiva porque algunos, sobre todo el prior, hedían como caza descompuesta, y tuvo que cerrar los ojos para no verles, lo que le hizo trastabillar. En ese momento, sintió que alguien posaba las manos en sus hombros y le guiaba para continuar el rito. Lo prosiguió como un autómata, permaneciendo en una especie de carrusel hasta darse cuenta, por el hedor y el hecho de estar sentado, de que había besado por segunda vez el prepucio del prior, por lo que comprendió que un beso no les había bastado. Observó algo más; los prepucios se estaban retrayendo, a causa de que el contenido se inflamaba y comenzaba a emerger.
Sintió una arcada y sin poder evitarlo, aunque se moría de miedo, vomitó entre las piernas de uno de ellos.
Sin embargo, no le apalearon como temía. Fue recogido por unos brazos, que comprendió que eran los de fray Benedicto, y atravesó de tal guisa el templo, el huerto bajo la lluvia y el trecho que mediaba hasta una de las cabañas, donde fue depositado delicadamente en un jergón.
La calidez del interior de la cabaña, mejor protegida de la lluvia que la basílica, hizo que se durmiera al instante.

En un duermevela donde le resultaba imposible discernir la realidad del sueño, Amiel oyó durante horas cantos lejanos y oraciones, el ruido de una pala que apartaba tierra en el huerto, como si cavaran una fosa, y luego la llegada de alguien que se recostó cerca. Pero mantuvo los ojos cerrados por si no se trataba de un sueño, puesto que continuaba temiendo que quisieran apalearle.
Todo lo ocurrido hasta el amanecer se convirtió en una pregunta angustiosa que le acompañó el resto de su vida. Una pregunta sin respuesta clara, donde la realidad táctil y la fantasía se confundían en un caldero que rebosase de aguas fecales. Posiblemente se trataba de la ensoñación, pero recordaba las costillas del pecho esquelético de fray Benedicto no con la fría y etérea vaguedad de un sueño, sino como un ardor ácido, lacerante, y, más tarde, el recorrido de una mano que era como sarmientos de viñas silvestres enredados de zarzas, que recorrieran su cuello y se aferrasen a sus hombros para obligarlo a alzar un poco el pecho a fin de ser abrazado desde atrás por dos ramas resecas de acebuche.
También recordaba un rumor, un jadeo contenido que no conseguía reprimir alguien que debía de temer que le oyeran. Le aterrorizó que pudiera tratarse del espectro de fray Raimon que viniera a llevárselo consigo, y quiso gritar, pero la mano sarmentosa tapó su boca y dejó de debatirse convencido de que estaba a punto de morir ahogado, estrangulado.
Casi al instante, había sentido que algo como un hierro candente se abría paso por sus entrañas, pero eso no podía haber ocurrido, pues de otro modo estaría muerto. Era una pesadilla, la peor pesadilla que había tenido nunca.
De igual modo, formaba parte de la pesadilla el pedrusco que, tanteando la tierra junto al jergón, aferró su mano desesperada, como si estuviese dotada de vida independiente, la mano que se alzó violentamente sobre su cabeza y golpeó otra cabeza que estalló como una sandía, derramando al instante toda la pulpa en su cuello, sus hombros y su pecho. Una inundación roja que le cegó momentáneamente.
En ese momento, el sueño se desvanecía.
Estaba en el río, en el remanso donde había nadado desde antes de saber andar. Se miró el brazo donde el mago de la Cascada Tronante practicara la punción tres días antes. Había perdido el vendaje, por lo que pudo examinar la inflamación amoratada, localizada en la articulación. Aunque se trataba de un oscuro y feo verdugón, no era mucho más grave que otras heridas que se había causado con abundancia toda su vida, trabajando o jugando en el bosque.
Cesó la ceguera causada por la pulpa cálida de la sandía reventada, y el agua quieta a su alrededor estaba levemente teñida de rojo. Notó el escozor de las piernas y por ello las alzó por encima del agua. Las tenía cubiertas completamente de arañazos y laceraciones, lo mismo que los pies, cuya plantas se encontraban cubiertas de llagas. Debía de haber corrido durante horas y estaba completamente desnudo. Alzó la cabeza, por si hubiera colgado el sayo de una rama, tal como solía hacer en el pasado. Pero no era así. Sentía ganas de llorar, pero no podía permitírselo, pues debía salir cuanto antes del atolladero.




VI
Remanso
Amiel estaba desnudo y, de nuevo, e incomprensiblemente, demasiado cerca de la casa de sus padres. ¿Cómo había llegado desde el monasterio? Algo prodigioso y, por lo tanto, inexplicable había tenido que ocurrir, porque las profusas heridas de sus pies y piernas no eran aclaración suficiente. Según le parecía recordar, el viaje en la carreta conducida por fray Benedicto había durado varias horas, aunque la incomodidad de ir tan fuertemente amarrado podía haber distorsionado su sentido del paso del tiempo real, prolongándolo. De todos modos, él estaba convencido de que había sido un trayecto largo y en la dirección de la puesta del sol, por tierras que no conocía. ¿Le habría traído de vuelta un fraile compasivo, creyendo que su refugio más seguro sería la vecindad de sus padres? No, después de las escenas presenciadas y las espantosas que él mismo había protagonizado, esa posibilidad no era imaginable.
La baja temperatura del río Aude y el ayuno le hacían tiritar, pero le preocupaba mucho más que discurriese tan cerca del remanso el camino principal del bosque, porque solía estar muy concurrido. Ciertamente, ya había escuchado el paso de dos o tres carretas y varios caballos, en el tiempo que llevaba consciente. Tenía que apoderarse de un sayo con urgencia, para alejarse cuanto pudiera de esos parajes tan peligrosos e inseguros para su vida. Como el cielo estaba muy nublado, no supo calcular la hora que podía ser, pero el espanto no le había quitado el hambre y sentía muchísima, un vacío que le causaba vértigos además de los tiritones. No había comido desde la tarde anterior, si es que sólo había transcurrido una noche desde entonces, lo que tenía la tentación de dudar. Lo poco que quedase en su estómago cuando llegó la hora de aquella asquerosidad que los frailes denominaron “beso santo”, lo había vomitado en su totalidad.
Antes de todo, debía alejarse del lugar donde había tomado cuenta de sí, el remanso que en tantas ocasiones frecuentara con su hermano mayor y donde, tras la huida de los designios paternos, le había atrapado para devolverlo al peligroso refugio de la casa familiar.
La frescura del agua le aliviaba el dolor de las piernas y el escozor de la herida del brazo. Era la única manera de avanzar discretamente y sin sufrir demasiado a causa de las llagas de los pies, y por ello fue un gran trecho río arriba, a ratos nadando en los remansos, cerca de la orilla, y a ratos andando cuando la fuerza de la corriente no le permitía nadar, pero sin salir del agua en ningún momento. Sabía que no era conveniente dejar huellas en un bosque donde todos sabían leerlas.
Tras un rodeo demasiado grande para las condiciones en que se encontraba, para eludir las áreas más expuestas, pudo acercarse a la cabaña de sus padres por la parte alta de un repecho. Recorrió los últimos centenares de pies a rastras y se asomó un poco tras el cobijo de un matorral, a ver si por casualidad su madre había colgado algo a secar en el cobertizo, pero olvidó la ropa y su desnudez. La carreta que lo había llevado al monasterio se encontraba ante la puerta.

Cuando Roger regresaba del pastoreo, fastidiado porque con la ausencia de Amiel se habían multiplicado sus tareas, vio que sus padres tenían visita. Jamás en el bosque hacía nadie visitas de cortesía y las inesperadas siempre eran temibles. La gente vivía aislada dentro de sus míseras chozas, de las que o bien sentían rubor o temían que alguien quisiera apropiárselas, por lo que nunca invitaban a nadie y sólo se mantenían conversaciones vecinales en los cruces de los caminos o, todo lo más, ante los cobertizos. Sólo un familiar cercano o un amigo muy íntimo sería admitido en el interior de la casa, y de cuantos conocía Roger ninguno poseía carruaje.
Había frente a su casa una carreta muy similar a la que se había llevado a su hermano al monasterio. ¿Sería la misma, por Satanás? ¿Qué habría hecho ahora el atolondrado y perverso de Amiel? El imbécil seguía empeñado en no parar de causar quebraderos de cabeza a su pobre hermano, que tan bien lo había tratado siempre.
Cuando entró en la cabaña, notó el aguijón de las miradas de Isabela, Nazario, Raimunda y la pareja de monjes que le aguardaban. El silencio era denso y podía palparse no sólo la tensión de la espera, sino el pavor del matrimonio. Además, había disgusto y contrariedad en los ojos de su madre y algo que parecía una disculpa en los de su padre. En los de los monjes había recuento, como quien contempla un mulo antes de entrar en tratos para comprarlo. Lo miraron de arriba abajo mucho rato, calculadora y apreciativamente, en un examen minucioso que les complació.
-Es un poco mayor que el otro, pero nos sirve –dijo el más viejo de los dos.
Nazario respondió con una expresión de impotencia a la pregunta de la mirada frontal de su primogénito.
-¿Qué pasa aquí, padre? –preguntó con voz rajada Roger, sobreponiéndose a la ira y reprimiendo el deseo de escapar.
No podría hacerlo, porque se encontraba frente a sus padres y ambos religiosos se habían ido acercando a la salida, cuya puerta cerraron además de bloquearla con sus cuerpos.
Ni Isabela ni Nazario se atrevían a responder, por lo que Roger insistió:
-¿Para qué dicen estos frailes que yo sirvo, padre?
-Hijo, debes comprender. Tu infame hermano ha hecho una calamidad anoche en el monasterio. Hirió casi hasta la muerte al fraile que más lo quería y que tanto lo protegía, y luego escapó. Como habíamos recibido… una moneda por la entrega de Amiel y no podemos devolverla, porque luego corrí a Carcasona, a comprar el vestido para tu hermana que viste ayer, debes ingresar en el monasterio en sustitución de tu hermano. Dicen estos buenos frailes de Dios que con su acto y su escapada, tu hermano ha roto no sé qué equilibrio de los tres seis. Si tú no estuvieras, la única alternativa sería que yo ingresara en la comunidad. Imagina, dejar a tu madre y a tu hermana desamparadas. Eso no es posible, ¿verdad? Tú no querrías eso, ¿verdad que no?
Sin replicar, Roger se dijo que sí, que preferiría sin duda que fuese a su padre quien se llevasen los tenebrosos y tétricos monjes. Él tenía edad y vigor suficientes como para amparar a su madre y a su hermana y, a fin de cuentas, Nazario comenzaba a quejarse demasiado de las heridas antiguas.
-No tenemos otra salida, hijo- insistió Nazario, viendo la tormenta que agitaba el pensamiento del muchacho. Sabía que ese pícaro hijo suyo era capaz de todo, hasta de vender a su pobre padre con tal de zafarse de su destino.
-¡Pero yo soy vuestro primogénito y heredero! –gimió Roger.
Nazario carraspeó.
-Bueno, sí. Con la ayuda de Dios, a lo mejor algún día puede arreglarse la cosa.
Roger comprendió que estaba perdido. Miró de reojo hacia atrás, para calcular sus posibilidades de escape. Lo intentó, pero los dos frailes lo habían previsto. Cayeron sobre él como una avalancha de nieve y tras varios puñetazos y puntapiés, lo amarraron con ligaduras mucho más firmes y aparatosas de las que usara el fraile esquelético para inmovilizar y llevarse a Amiel.

Sobrecogido, Amiel presenció la escena sin entenderla en los primeros momentos, porque no le cabía en la cabeza que nadie consiguiera propinar a su hermano esa clase de trato sin recibir una cuchillada antes de que lograran reducirlo. Lo había visto vencer con artimañas, extraños quiebros y sentido de la oportunidad a jóvenes mucho más fuertes que él, en pendencias de las que siempre salía vencedor.
Ahora, Roger se rebullía con tal fuerza, que los frailes no paraban de golpearlo aún resultando claro que no podría soltarse ni enderezarse.
Como los gritos eran tan desaforados que podía causar alguna conmoción en el cercano camino, un fraile lo abofeteó reiteradamente mientras el otro lo sujetaba. Al comprobar que las bofetadas no conseguirían silenciarlo, el más robusto de los dos lanzó un puñetazo contra su boca que hizo brotar la sangre de inmediato. A continuación, lo amordazó con un sucio retazo de basta tela de saco.
Antes de ponerse en marcha la carreta, aseguraron muy fuertemente a las tablas y los varales el fardo formado por Roger y sus amarras. El más joven de los dos frailes se alzó a continuación sobre el pescante y, vuelto hacia el matrimonio, los bendijo con tres señales de la cruz. Pero Amiel notó que a quien de veras miraba con ojos entrecerrados y golosos era a su hermana Raimunda.
-Encontraré al mal nacido de Amiel y lo mataré –juró Nazario cuando la carreta se perdió de vista en el primer recodo del camino.
Consciente de que no bromeaba ni juraba en falso, Amiel permaneció quieto como una piedra hasta que los tres se encerraron en la casa. Podía oír los gritos furiosos de su padre y las quejas de su madre. También consiguió reconocer la voz delgada de Raimunda. Decía una y otra vez:
-No será necesario que lo mates tú, padre. Si por su culpa me quedo sin dote, seré yo quien lo busque y acabe con él.
Amiel se arrastró reculando. No había lugar para él en el mundo, ningún remanso de paz donde lamerse las innumerables heridas. Las del cuerpo y las del alma.

Ocultándose entre la maleza y sin adentrarse en ningún momento en el camino, Amiel llegó medio a rastras lo más cerca de Carcasona que le permitía su desnudez. Agazapado tras un denso matorral, contempló largo rato la ciudad.
¿Qué estaba a su alcance hacer? Nada podía resultar más sospechoso que llegar desnudo y aparecer ante los guardias como un lunático escapado de un asilo. No lograría correr por una de esas sendas entre muros, que decían que siempre estaban tan concurridas, y por consiguiente, no conseguiría pedir auxilio a algún alma caritativa. Los guardias lo encerrarían en una mazmorra.
Había un carro, con una carga muy voluminosa parado junto a la orilla del río, muy cerca del puente de los Doce Ojos. A unos veinte pies de distancia, y con una despreocupación harto temeraria, un hombre se hallaba pescando, dando la espalda al carromato. A su lado, una joven muy hermosa, aunque no tanto como Alía, la nieta del mago de la Cascada Tronante.
Parecían encontrarse en un alto de un viaje, para descansar, y por lo tanto no podían dirigirse a Carcasona, cuyas murallas estaban demasiado cerca, erguidas y desafiantes en el orgulloso promontorio desde el que controlaban el puente, el río y toda la comarca.
A esas alturas, Amiel apenas era capaz de mantenerse de pie. No caviló sobre conveniencia o peligros. Sencillamente, tenía que ocultarse en un lugar cálido y seco donde poder descabezar un poco el sueño. Se acercó con mucho sigilo hasta el carro; tanteó la carga, que estaba formada por fardos de lana sin cardar o algo parecido. Era como si le estuvieran esperando para darle el mejor alojamiento que podía soñar. Se metió entre los bultos y se durmió al instante.

-¿Quién será? –oyó vagamente que preguntaba una voz hermosísima.
Su sueño era tan profundo, que la voz sonó muy lejos de su capacidad de percibir sensaciones. Hasta hacía un instante, había soñado con la cascada florida de Alía y su abuelo el druida, pero en la ensoñación no pretendían robarle sangre, sino que le permitían disfrutar infinidad de placeres. Guisos en abundancia, cuyo sabor no conseguía recordar, pasteles de harina, leche y miel, elixires tan hipnóticos como el primero que bebió, pero que no lo sumergían en la inconsciencia. Las flores eran de por sí un espectáculo tan delicioso, que podría renunciar a los alimentos si le permitían contemplarlas para siempre. Veía la cascada, precipitándose como un soplo de nubes algodonosas, pero, curiosamente, no producía ruido, no era en el sueño una cascada tronante, sino un torrente amable, un simple elemento decorativo más del lago de aguas transparentes. Y sobre todos los placeres, la sonrisa de Alía. Ahora, cuando comenzaba a despertar en un lugar desconocido, recordaba mejor el rostro del sueño que el real; la Alía que abogara por él ante su abuelo empezaba a difuminarse en sus recuerdos, pero la del sueño tenía ojos de cierva con todo el azul del cielo dentro, nariz fina y labios como una sarta de grosellas. Tristemente, la imagen del sueño estaba siendo expulsada de su mente por las voces que sonaban frente a él.
-Por su desnudez, debe de haber huido de una mazmorra –opinó la voz gruesa de un hombre-. No está bien alimentado y tiene más mataduras que el perro de un herrero. Vuélvete de espaldas, Ermesenda, mientras lo cubro.
Amiel mantuvo los ojos cerrados. Si los abría, tendría que hacer frente a su destino, en tanto que fingiéndose dormido podría calibrar su situación y posponer lo que hubiera de ocurrir. Las circunstancias no podían ser demasiado malas, puesto que el hombre había hablado de cubrir su desnudez, en vez de zarandearlo y echarlo a la calle a patadas. ¿Cuánto tiempo había dormido? Tenía que ser mucho, pues se sentía muy descansado y aliviado de las heridas, aunque con un hambre tormentosa, como si un saco de grillos le devorase las entrañas.
¿Dónde podía estar? Desde luego, no al aire libre. El carro había sido introducido en un sitio que no parecía un cobertizo, sino un lugar cerrado, como una especie de bodega. En todo caso, en esos instantes, dondequiera que estuviera constituía para él un remanso de paz.
Aparte de los vellones sobre los que reposaba, sentía que el aire no era el mismo de su bosque de la Cascada Tronante. Detectó un ramalazo de una extraña brisa salobre, que no sabía lo que podía significar.


















VII
Prodigioso azul
Cuando Amiel encontró imposible continuar fingiendo que dormía y sintió que ya no podía permanecer con los párpados cerrados sin mostrarse como un estúpido, tuvo que afrontar las dos miradas.
La llamada Ermesenda le sonrió sólo con los ojos, y resultó evidente que sus labios afectaban una seriedad que no sentía. Era hermosa de un modo diferente al de Alía; la nieta del druida era etérea, nívea, vaporosa como un espíritu; en cambio, Ermesenda resultaba mucho más carnal, con sus brazos fuertes, sus labios gruesos y muy rojos, la piel tostada por el sol y dos rosetones rojos en las mejillas. Sus pechos eran todavía pequeños, pero no tanto como para que la ropa los hiciera desaparecer tras un vestido mucho más rico de los que se usaban en el bosque, un tejido suave y terso, abultado por dos prominencias puntiagudas que le inspiraban impulsos novedosos, desconcertantes pero no por ello incómodos.
El hombre le pareció demasiado viejo para ser el padre de la muchacha. Aunque enérgico, fornido y carente de arrugas su rostro, tenía completamente blancos el cabello y la barba. Vestía una túnica corta de color rojo intenso, bajo la que asomaban calzas azules.
Sorprendentemente, el habitáculo poseía una apariencia sólida y rica, con muros construidos a base de sillares de piedra, tan firmes y regulares como los de las murallas de Carcasona, y un techo formando bóveda, como una iglesia. Además del carromato, había varios artilugios de madera, como ventanas sacadas de las paredes que hubieran colocado de pie sobre unos troncos como soportes. Nunca había visto nada parecido.
-¿Quién eres, muchacho? –preguntó el hombre.
-Me llamo Amiel. Nacido en el bosque de la Cascada Tronante.
-Yo soy Gaucelin y ésta es mi hija Ermesenda. No conozco ese lugar que dices y ni siquiera sé si existe, que lo dudo. ¿Qué te ha pasado?
-Yo…
¿Qué podía contarles sin meterse en nuevos líos? No se creía capaz de urdir historias fantásticas, como las que Roger inventaba para justificar sus errores o la negativa a cumplir órdenes del padre. Hasta ese momento, consideraba imposible contar un caso que no hubiera sucedido, pero, sin embargo, se oyó a sí mismo narrar un asalto a la casa de sus padres, durante el que un grupo de bandidos salvajes habían prendido fuego a todas las pertenencias después de acabar con los suyos y los animales de la granja, y él, que había conseguido esconderse, pudo escapar vivo de milagro.
Miró al hombre y la muchacha, estupefacto. No sólo había sido capaz de contar una mentira tan inmensa, sino que ellos daban muestras de creerle.
-¡Pobrecito! –exclamó Ermesenda –Padre, tenemos que ayudarle.
-La vizcondesa Adelaida necesita el manto antes del sábado –arguyó Gaucelin el tejedor-. No podemos perder tiempo.
-Pero tú no vas a quitarnos tiempo –dijo dulcemente Ermesenda a Amiel-, ¿verdad que no, muchacho?
Amiel negó con la cabeza. No podía hablar, alelado porque alguien se comportase tan afectuosamente con él.
-Padre –rogó Ermesenda- Permítele quedarse, al menos hasta que sanen sus heridas y recupere las fuerzas. Ved cuán exhausto y famélico está. Debemos ayudarle. Mas que estorbo, yo intuyo que puede sernos de gran ayuda. Si hemos de tejer el manto de la vizcondesa antes del sábado, mejor será que nos dediquemos sólo a ello y, por lo tanto, hará falta alguien que se ocupe de lo demás. Sin madre…
Ermesenda dejó la frase sin terminar, tapándola con un suspiro. Amiel notó que había un sollozo en su garganta.

El primer día, después de proporcionarle una especie de calzón y un copioso festín con grandes panes, leche y unos alimentos deliciosos que llamaban “pescado”, pero que no se parecían ni de lejos a los del río Aude, el tejedor y su hija le permitieron permanecer echado en la lana amontonada en un rincón, sobre el suelo de grandes baldosas de cerámica y lejos de las dos grandes ventanas. Casi todo el tiempo adormilado, aunque en los sueños iba esfumándose Alía, sustituida por Ermesenda en los momentos de plenitud y exaltación. En la realidad presente, Ermesenda hilaba lana a pocos pies de distancia, en una rueca que producía mucho ruido, pero le incomodaba más el telar enorme cuyos peines gigantescos no paraba el padre de accionar, arriba y abajo, a izquierda y derecha, como si se complaciera en perturbar su descanso con los rítmicos golpes de la madera, que sonaban como hachazos.
Todo el día fue igual desde el amanecer hasta la noche. Desentendidos de él, a ratos parecía que se hubieran olvidado de su presencia. Padre e hija intuían que necesitaba convalecer de las heridas y, tal vez, de un fuerte apaleamiento, pero en la mente de Amiel no cabía tal idea. En la vida del bosque, no era lógico ni concebible que alguien pudiera holgar un día entero a causa de heridas que no eran mortales. Por ello, a pesar de la falta de costumbre y de una cierta extrañeza no exenta de inquietud, Amiel agradeció en su interior que le permitieran permanecer echado, pues sentía que las fuerzas volvían poco a poco a sus miembros con potencia renovada. No recordaba haber descansado nunca tan placenteramente.
Esa noche llovió, y así pudo comprender por qué toda la lana estaba amontonada en ese rincón, lejos de los grandes ventanales con forma de arco, de manera que ni siquiera la humedad de la brisa salobre pudiera alcanzarla. Se trataba de una tormenta pasajera, con sólo unos pocos truenos lejanos y algún relámpago. Sin embargo, el sueño que siguió lo trasladó de nuevo a la tormenta apocalíptica del monasterio del Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús. La misma escena del interior de la basílica, como si hubieran de reproducirse el espanto, el pavor y el vómito. Hasta creía percibir el hedor indescriptible de la entrepierna de Su Paternidad Hugo. Pero, curiosamente, no era él a quien obligaban a besar el prepucio de los monjes, sino su hermano Roger. Aun viajando en el sueño, le producía tanta extrañeza verlo obedecer mansamente, que se decía a sí mismo “esto tengo que estar soñándolo, no puede ser verdad”, convencido de que en tales circunstancias su hermano habría matado a varios frailes antes de verse reducido y forzado. Arrodillado en el suelo, era aún más sorprendente su conducta. Porque no sólo aceptaba Roger repartir besos en tres o cuatro tandas consecutivas, fingiendo que no se daba cuenta de las repeticiones, sino que parecía hacerlo con complacencia evaluadora, pues tras cada beso levantaba los ojos para examinar el rostro que le miraba desde arriba, y sonreía a continuación con expresión muy enigmática, cuando bajaba la cabeza hacia el siguiente de la fila. A Amiel le parecía que más que sufrimiento por el abuso o humillación, había en sus actitudes un cálculo meticuloso, un inventario de lo que podría obtener a cambio.
El propio sueño le facilitaba la respuesta, aunque él no supiera interpretarla ni elaborar hipótesis. Sin transición, veía a su hermano cubierto de un manto púrpura orlado de pieles blancas, tocado con un extraño sombrero de ala muy ancha y aupado a un caballo que guiaban dos sirvientes. Esta escena iba a soñarla de nuevo muchas veces a lo largo de su vida, siempre con variantes que sumaban mayor boato. Roger cabalgaba orgullosamente una montura que semejaba la de un noble, rodeado de un séquito que, en efecto, parecía formado por los sirvientes y lacayos de un conde. Esta primera vez, cabeceó enérgicamente en el sueño, para negar que tal cosa fuera concebible.
Despertó en ese instante, escocido por el asombro.

-¿Dónde estamos, queda lejos mi bosque?
La pregunta de Amiel sólo tenía un propósito: averiguar si tenía que volver a prepararse para continuar huyendo.
-Narbona está muy cerca, a un cuarto de legua –le informó Ermesenda mientras observaba con una sonrisa comprensiva y benevolente las ansias con que tomaba el desayuno de su segundo amanecer en la casa-, pero nosotros vivimos frente al mar, en la laguna costera más hermosa de la Tierra, porque mi padre fue marino de joven y así lo prefiere. Además, aquí la brisa y la humedad son las ideales para hilar y tejer bien.
Antes de obligarlo a alzarse del lecho de vellón, y vuelta de espaldas a él, Ermesenda le había dado un sayo que, a diferencia del que usaba en el bosque de la Cascada Tronante, no se había vuelto pardo por la acumulación de mugre, sino que conservaba el limpio y confortable color natural de la lana. Ahora, sentado en un taburete junto a la mesa, a la suavidad y sensualidad del vestido se sumaba la alegría por la abundancia de comida que reposaba ante él.
-¿Qué es el mar? –preguntó.
Ermesenda volvió el rostro hacia Amiel con algo de ira en la expresión. Suponía que estaba burlándose, pero se dio cuenta de que no.
-¿Nunca has oído mencionar el mar?
Amiel negó con la cabeza, mientras se limpiaba con el dorso de la mano los labios embadurnados de la gruesa sopa que acababa de engullir. Emersenda lo empujó hacia el exterior de la casa, hasta que el muchacho trastabilló y se detuvo como si lo hubiera fulminado un rayo. Antes, Amiel temía haber dicho algo ofensivo y que, por ello, le expulsaba, pero enmudeció de repente, anonadado por el asombro.
La casa había sido construida en una colina que, aunque no muy alta, dominaba un paisaje de otro mundo, tan diferente del bosque que Amiel consideró que no podía pertenecer al universo de los vivos. La vista se perdía en todas las direcciones, sobre suaves ondulaciones de arena, monte bajo y un lago mayor de lo que nunca había visto. Más allá, a menos de mil pies, una llanura azul sin límites en la que la vista se perdía, enceguecida. Un azul prodigioso donde el sol del amanecer reverberaba como deslumbrantes joyas celestiales. Inmensas constelaciones de astros mucho más luminosos y encandiladores que los entrevistos a través del follaje del bosque. Acababa de descubrir dónde dormía el sol, cuestión que había preguntado muchas veces a Nazario sin recibir respuesta. Tampoco creía que nadie pudiera aclararle satisfactoriamente qué maravilla era aquella superficie cambiante e infinita, de maravilloso y bruñido metal azul, que parecía latir como un ser vivo.
La muchacha, que callaba respetando su asombro, examinaba también el mar con gran concentración. De pronto, Amiel sintió que daba un saltito de júbilo.
-Oh, creo que tendremos visita este día –exclamó Ermesenda a sus espaldas, señalando un punto de la estela plateada que el sol dibujaba sobre el deslumbrador azul.
Amiel se volvió hacia ella con expresión perpleja.
-Creo que nos traen noticias de Niphon –comentó la muchacha-. Mi padre lleva meses aguardándolas. ¿Ves aquel punto oscuro? Tiene que ser el bajel de Andrónico.
Sin añadir más, Ermesenda corrió hacia el taller del telar, donde Gaucelin tejía ya desde el amanecer.
-¡Padre, venid, pues creo que Andrónico llega!
Amiel notó con cuánta precipitación salía el tejedor. Viéndolo, comprendió que la blancura de su barba y su pelo no tenían nada que ver con la edad. Había corrido hacia el mirador con la agilidad y la presteza de un joven de veinte años. Puso las dos manos sobre su frente, para proteger sus ojos del resplandor, y escrutó durante muchos minutos el mar, en busca del punto que Ermesenda decía haber visto. Finalmente, asintió, sonrió con gran complacencia, dio dos palmadas y empujó a su hija y a Amiel hacia el interior del lar.
-Sí, es él –murmuró Gaucelin con emoción muy honda-. Llegará a tiempo para el almuerzo. Hay que prepararlo todo, porque serán muchos lo que acudan. Tú muchacho, tienes que esforzarte mucho hoy en ayudar a mi hija, ¿de acuerdo?
Amiel asintió, percibiendo la orden como un privilegio que le iba a elevar sobre el común de los mortales.

Como el manto de la vizcondesa Adelaida debía ser terminado dentro de tres días, Gaucelin continuó tejiendo mientras los dos muchachos se afanaban con los preparativos del recibimiento.
-¿Por qué a ese Andrónico lo espera con tantas ansias vuestro padre, señora? –preguntó Amiel, mientras ordenaba viandas sobre la mesa.
-¿De ese modo ceremonioso piensas tratarme siempre?
-No sé…
-Creo que tú y yo tenemos la misma edad… Yo tengo catorce, ¿y tú?
-Doce.
-¡Oh! Por los visos de tu cara, me había figurado que podías haber cumplido quince ya. De todos modos, mi familia es modesta. Somos artesanos, no señores. Y tú eres nuestro invitado, no un sirviente, de modo que somos iguales y yo no he de ser “señora” para ti, sino Ermesenda. Mira, ahí llega la señora Marianne, dispuesta a ayudar, porque también ha sabido que se acerca el bajel de Andrónico. Y no será la única; acudirán muchos de nuestros vecinos, los más íntimos.
Efectivamente, a media mañana sumaban trece personas las que se agitaban y hablaban con excitación en el lar de la casa, que ocupaba la habitación principal, algo aislada del taller y de los dos cuartos, situados en un nivel un poco más alto. Ocho mujeres y cinco hombres que habían ido llegando apresuradamente, pero cargando hatos bajo el brazo; frutas, peroles con guisos ya elaborados, panes, pescado salado, carne seca y tinajas de vino y miel.
-Todos adoran a Andrónico –murmuró Ermesenda al oído de Amiel, notando su asombro-, a pesar de que apenas entienden su lengua. Mi padre lo comprende a medias solamente, porque como ya te he dicho, fue marinero, y los marineros se entienden entre sí en todo el mundo.
-¿Por qué es tan importante para vosotros?
-Hace unos cinco años, antes de que mi madre muriese, vivió todo un verano con nosotros un monje santo, venido de un reino muy lejano que se llama Bulgaria. Mi padre y él habían sido íntimos de jóvenes, como hermanos, cuando trabajaban en el mismo barco. Según creo, no habían vuelto a verse desde antes de que yo naciera, y cuando apareció de improviso, era como si lo hubieran fundido de nuevo, según afirmó mi padre.
-¿Y ese monje es Andrónico?
-No. El monje se llama Niphon. Lo recuerdo como si fuese un ángel que yo hubiera soñado o que hubiese bajado del cielo. Es el hombre más bello que logro imaginar que exista. Tiene los ojos azules como el mar, facciones perfectas, hermosa y sana boca, cuerpo de espadachín y pelo amarillo como el oro. Mi padre lo acogió con el cariño lógico de quien reencuentra a un amigo muy querido después de mucho tiempo, pero también con veneración y gran respeto, porque ya no parecía aquel marinero que había tratado de joven y ni siquiera lo veía como un hombre mortal, sino celestial. Hazte una idea: sólo permaneció en nuestra casa un verano, pero todos recordamos aquellos meses como si hubiésemos alojado al arcángel san Gabriel bajado del cielo a transformar nuestras vidas. Y no sólo mi padre, mi madre y yo. Los vecinos de media legua a la redonda también se cautivaron de igual modo. Había llegado en el bajel de Andrónico, que era quien más lo adoraba, y desde entonces el marino no ha dejado de visitarnos todos los años, porque comercia con telas y unos polvos muy apreciados en Carcasona y todo el condado de Tolosa. Aquel día, Andrónico lo contemplaba embobado mientras Niphon hablaba de Jesucristo sin meter miedo ni amenazar con infiernos ni fuegos, ni condenaciones eternas; sólo había amor en sus palabras. En nombre de su maestro, Basilio el Búlgaro, se quejaba de los despilfarros de los clérigos y del sufrimiento de los pobres para que tales clérigos puedan disfrutar sus riquezas. Todo él era sencillo y santo, y por ello…
-¿Qué?
-Fue apresado hace dos años.
-¿Dónde?
-En su patria, que es Bizancio. Todos tememos que pueda haber muerto, porque según nos contó Andrónico el año pasado, lo habían sometido a torturas tremendas para que renegase de su fe.
-No sé lo que es Bizancio –dijo Amiel, sintiéndose miserable e idiota.
-Yo tampoco, pero creo que está muy lejos, en Oriente.
Amiel carraspeó.
-¿Dónde está tu madre, Ermesenda?
-¡Oh! –exclamó la muchacha y se echó a llorar.















VIII
Andrónico
-He venido en cuanto nos hemos enterado, obligado por mi mujer –dijo un sonriente y bromista hombre gordinflón, a modo de saludo, al entrar en el lar donde Ermesenda y Amiel, junto con otras trece personas, terminaban los preparativos de la bienvenida al marino Andrónico, cuyo bajel era ya reconocible del todo en el rectángulo de paisaje que veían por la ventana, y no sólo para la incisiva mirada de antiguo marinero del tejedor Gaucelin.
-Honráis nuestra humilde casa, señor Giraud.
-Hala, Ermesenda, no te andes con tantos cumplidos, que después de esta jornada tu padre y yo seguiremos siendo tan competidores como siempre. Y nos odiaremos tan cordialmente como de costumbre. Me manda mi mujer porque sabemos que tu padre tiene que terminar en seguida un encargo importante, a fin de que yo continúe su trabajo para que él pueda atender a Andrónico, pues sabemos que debe entregar el tejido que está haciendo en una fecha fija, sin aplazamiento posible. Ella vendrá en pocos momentos. La he dejado recogiendo las viandas que se dispone a traer.
Ermesenda no cambió su expresión, pero sonreía por dentro. Aunque ella y su padre viviesen apartados de los barrios de artesanos de Carcasona y Narbona, el mundo de los tejedores era un universo demasiado encerrado en sí mismo, donde todo se sabía. Se preguntó si Gaucelin consentiría en ceder el telar a su principal competidor. Tal vez no iba a fiarse, por el riesgo de que Giraud realizase aposta un trabajo de calidad inferior a lo ya confeccionado, lo que podía desagradar a la vizcondesa Adelaida y ocasionarles graves disgustos, pues dependían de ella y de sus cortesanas para vivir.
-Pues si lo deseáis –dijo Ermesenda con tono deliberadamente neutro-, podéis dirigiros al taller, donde mi señor padre teje en estos momentos.
Giraud salió. Mientras lo hacía, preguntó Amiel en el oído de Ermesenda:
-¿Tantos tejedores hay en el mundo?
La muchacha soltó una risita, por lo inesperado de la pregunta.
-¿Quién tejió la ropa que habías perdido cuando te escondiste en nuestro carro?
-Mi madre, como todos en el bosque. No sabía que nadie lo hiciera para otras personas, y a cambio de paga.
-Pues así es como nos ganamos la vida en esta casa, Amiel. Gracias a que todos en la corte vizcondal consideran las telas de mi padre como las más suaves y finas del Languedoc y la Provenza, podemos disfrutar el privilegio de una casa como ésta y una vida cómoda.
Los dos tejedores debieron de alcanzar prontamente un acuerdo, pues pocos instantes más tarde apareció Gaucelin ante quienes trajinaban entre los fogones.
-He dejado a Giraud tejiendo el festón del manto –informó a Ermesenda, notando la preocupación en su rostro-. Todo va ir bien, no te preocupes. ¿Falta algo por hacer?
-No padre. Estoy segura de que lo único que vos deseáis hacer ahora es enjaezar el caballo y correr a recibir a Andrónico. Id tranquilo, padre, con la ayuda de Dios.
-Gracias, hija –dijo Gaucelin mientras depositaba un beso en su sien-. Y gracias a ti también, Amiel, y a todos nuestros buenos y generosos vecinos.

La entrada de Andrónico en la habitación fue como si vertieran un pomo de perfume exótico. Eran dieciséis quienes esperaban el regreso del tejedor con el marino, pero de pronto, a su llegada, pareció que todos se esfumaran y sólo existiera el bizantino, lustrado y embellecido por el corro de miradas deslumbradas.
Usaba una túnica corta, hasta medio muslo, y no llevaba calzas, mostrando sin rubor la carne de sus piernas, igual que la gente del bosque. La túnica había sido confeccionada con un tejido rojo que Amiel no comprendía de qué podía estar hecho; formaba unos dibujos muy intrincados, pero no de distinto color del fondo, sino sólo mediante el juego de los brillos; un tejido grueso que era lo más lujoso que el muchacho sería nunca capaz de imaginar. Llevaba sujeta al cuello, con un cordón y borlas, una clámide de tejido semejante al de la túnica, de color dorado, tan corta como las romanas antiguas, que más parecía de adorno que para cubrirse o abrigarse. Además de la túnica y la clámide, sólo aparecían a la vista las sandalias finamente elaboradas en cuero, con largas cintas anudadas a lo largo de las piernas. Iba descubierto, como si se enorgulleciera de los rizos dorados de su cabello, una media melena rubia que no llegaba a caerle sobre los hombros pero sí le cubría parte de la frente. Los miembros que el escueto ropaje marinero exhibía tan generosamente, eran robustos y fibrosos, como los de un herrero, aunque carentes de quemaduras o cicatrices. Si no fuera por su abundante desnudez, tan insólita entre la gente de su condición, podría pasar por hidalgo.
Era el hombre más alto que Amiel había conocido. Claro, que jamás había tenido oportunidad de ver a alguien tan aplomado y arrogante en sus movimientos, ni tan erguido, en un bosque donde todos andaban encogidos a todas horas, con cargas al hombro que les hacían renquear. Irradiaba solidez y fuerza, y debía de ser de natural optimista, pero, en el instante de saludar con una inclinación de cabeza a quienes le esperaban en la casa del tejedor, no se mostraba feliz ni sonrió.
Devolvió con expresión taciturna los saludos y abrazos, y pronto tomó asiento junto a la larga mesa que habían improvisado en el exterior de la casa, para dar cabida a tanta gente. Se mostraba muy abstraído, como si le pesara mucho una pena. Aunque se resistió y protestó, Gaucelin lo obligó a aceptar situarse en la cabecera.
Ermesenda observó que a pesar del apetito voraz que Amiel ya había demostrado sobradamente durante tres días, apenas comía ahora. Miraba con fascinación evidente al marino, aunque desviaba frecuentemente los ojos para examinar los de ella. Se preguntó por qué detectaba una nube borrascosa en la mente del muchacho.
A su vez, Amiel se preguntaba si Ermesenda, a tenor de su expresión, sentiría amor por ese hombre, mucho más viejo que ella, diez o doce años tal vez. Estaba dispuesto a creer que sí, porque lo contemplaba con estrellas fugaces en la mirada. Podría comprenderlo, porque aquel hombre era el ser más extraordinario que le había sido dado conocer, pero su corazón no iba a poder soportarlo.
La inapetencia de Amiel no era insólita en la mesa. Todos comían con desgana, pues las preguntas que iban a hacer eran cuanto cabía en sus mentes.

-Tuve que sobornar a un guardia para conseguirlo –relató Andrónico con un acento extrañísimo, usando numerosas palabras desconocidas, y sin embargo Amiel descubrió, estupefacto, que lo entendía todo perfectamente-. Hice llegar a Niphon un mensaje anunciándole mi venida al condado de Tolosa. Me encareció que os transmitiera sus buenos augurios y sus bendiciones. Mandó que se me dijera que se encuentra bien, con buena salud y bajo la protección de Dios Nuestro Señor, pero conozco de sobra las mazmorras de Bizancio. Son un mundo infinito, lleno de galerías y rincones tenebrosos, un tétrico y maloliente universo, profundo como el averno y húmedo como una galera que hace aguas. Temo por su vida y a Dios ruego cada día que lo mantenga un poco más entre nosotros, permitiéndonos beber libremente de su sabiduría.
-¿Cuál es el precio de su libertad? –preguntó Bartolomeu el herrero, uno de los vecinos de aspecto más próspero.
-No existe precio –afirmó Andrónico- ni rescate posible. Lo único que, acaso, le daría la libertad sería renegar de su fe. Quienes lo conocemos, sabemos que tal posibilidad es impensable. No lo hará. Morirá si tal es el costo de sus creencias y, como bien sabéis, para él y sus discípulos la muerte es liberación, el paso indispensable para alcanzar la Luz. Temo que no volveremos a verlo.
Un velo de amargura y silencio se extendió sobre los comensales. Amiel permaneció inmóvil, temeroso de hacer algo que pudieran recriminarle. Sobreponiéndose a su pena, Gaucelin recordó que tenía que ejercer correctamente de anfitrión, de modo que, para romper el silencio, dijo:
-Aquí tampoco van las cosas demasiado bien. Proliferan los clérigos que se apoderan o usurpan los derechos nobiliarios, y la familia Trencavel pasa grandes apuros para conseguir que sus súbditos no suframos excesivamente por los desmanes de los numerosos abades, priores y obispos. Y, como sabes de antiguo, querido Adrónico, hace mucho que el rey de Francia ambiciona apoderarse de estas tierras, lo que es una acechanza más, y de las peores que pudieran sobrevenirnos. Temo que vendrán tiempos difíciles.
-¿Estás convencido de ello? –preguntó Andrónico con cierta alarma-. ¿Crees que mi visita a la vizcondesa Adelaida resultará inútil?
-¡Oh, no! Estoy seguro que le alegrará grandemente comprarte las sedas que le traigas, lo que con seguridad será un consuelo para ella y el vizconde. Precisamente, tengo que terminarle antes del sábado un manto y, cuando me estaba haciendo el encargo hace pocos días, me preguntó si por casualidad conocía la fecha de tu próxima venida. Te aseguro que ansía esas hermosas sedas que traerás y las especias a las que tanto se están aficionando los nobles de toda Europa.

Al amanecer del día siguiente, Andrónico tendría que partir sin demora con dirección al castillo de Carcasona, pues los vigías de la costa ya habrían informado de su arribada y no quería incurrir en desagrado ante la vizcondesa. Antes de dar por terminado el almuerzo y despedir a los vecinos, el tejedor Gaucelin dijo al marino:
-Quizá valdría la pena intentar que la vizcondesa trate de que se ponga en marcha alguna gestión diplomática a favor de nuestro buen Niphon. Para ello, creo que deberías presentarte con mayor boato que de costumbre. Yo puedo prestarte mi carromato, pero…
-¡No!, de ningún modo –atajó Claudia, la mujer del tejedor Giraud, quien continuaba tejiendo el manto que Gaucelin se había comprometido a terminar-. Tu carromato, querido Gaucelin, será muy bueno para llevar la carga que ha de ofrecer a la señora Adelaida, pero sería mejor que Adrónico se presente como pasajero en nuestro carruaje, si de lo que se trata es de llegar al castillo con grandeza de príncipe.
Gaucelin asintió, pero sonriendo levemente aunque conteniendo la ironía. Ciertamente, el carruaje de Giraud y su mujer era más adecuado que su carromato para que viajase alguien con intención de impostar ínfulas de noble, pero no era, ni remotamente, nada parecido a una carroza ducal. La reconocida vanidad de la señora Claudia se ponía de manifiesto, pero de cualquier modo la idea era buena.
-Bien, pues que así sea. Este muchacho que vive con nosotros, Amiel, te acompañará a modo de paje y seguramente algunos de vosotros querréis escoltar a caballo el carruaje, portando oriflamas.
Varios de los vecinos asintieron.

Ya nunca dormía igual que antaño, como si muriera, sumergido en la ausencia total de sensaciones. Ahora vivía siempre nuevas vidas en sueños, y no estaba del todo seguro de que ello le complaciera. Porque esas vidas contenían otras vidas muy extrañas y desconcertantes, que a veces le obligaban a despertar a causa de su deseo de no seguir contemplándolas.
Tras la despedida de Andrónico, que antes del atardecer se marchó hacia bajel en el carromato de Gaucelin, pues tendría que preparar con cuidado la mercancía y su indumentaria para la visita del día siguiente al palacio, Amiel sólo conseguía pensar en el encargo que el tejedor le había atribuido sin ni siquiera dirigirse a él. ¿Iba a ser capaz de desempeñar una misión tan alta y distinguida como hacer de paje de un supuesto noble?
Con tal pensamiento entró esa noche en su universo onírico. Se durmió tan pronto como solía cuando no tenía grandes preocupaciones ni sentía hambre, pero quedando alerta una parte pequeña de su mente, donde la pregunta persistió.
La sala donde la señora Adelaida recibía a Andrónico era casi tan grande como el interior de la basílica del monasterio del Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús; lo menos medía cincuenta pies de largo por unos treinta de ancho. La señora se encontraba sentada sobre una pequeña tarima cubierta de alfombras y bajo un baldaquín orlado de caireles. Había mucha gente presente, que parecía aguardar con expectación el despliegue de brillantes tejidos que el marino iba a realizar. Pero llegaba un momento en que sonaba un clarín y la escena se paralizaba, y todas las personas presentes tenían miedo en los ojos y un rictus de amargura en los labios. Al instante siguiente, entraba un cortejo de clérigos vestidos con gran boato y brillantez, cubiertos sus pechos con muchas más joyas de las que lucía la vizcondesa. Esta irrupción parecía causar impresiones muy desfavorables a todos los cortesanos, pero ninguno se movía ni hablaba, como si estuvieran dominados por el terror. En seguida, los clérigos abrían una especie de pasillo, por el que se veía avanzar solemnemente en andas, llevado a hombros por ocho caballeros, a otro clérigo de jerarquía muy superior.
Al reconocerlo, Amiel sintió vivamente el deseo de despertar, porque el príncipe de la Iglesia de Roma que acababa de entrar en el salón de la vizcondesa Adelaida era su hermano Roger. Aupado en el solio sobre las andas, llevaba su capa púrpura ribeteada de armiño y su sombrero rojo de ala ancha, e iba repartiendo bendiciones a diestro y siniestro.
Despertó cubierto de sudor, agitado por sentimientos indefinibles. Por fortuna, había comenzado el alba. Abrió la puerta del granero con cuidado de no hacer ruido, para no despertar a sus huéspedes, pero notó que ya había un candil encendido en la cocina y otro, en el telar.
Antes de echarse un balde de agua por la cabeza, Amiel contempló la plateada luz que despuntaba en el horizonte del mar y dio gracias porque la escena del castillo hubiese ocurrido solamente en un sueño. Y de nuevo volvió a preguntarse si sabría realizar con fortuna el encargo de su afectuoso patrón Gaucelin, pues satisfacer sus deseos le importaba sobre todas las cosas.

Ermesenda quiso despertar al amanecer a Amiel, a quien había acomodado la tarde anterior en un limpio jergón del granero como señal de que el acogimiento iba a ser prolongado, pero se lo pensó mejor y dejó que continuase durmiendo, porque sabía que iba a tener un día muy agitado.
Cuando lo vio entrar en la cocina fresco y con el cabello húmedo, parodió un reproche amable al decir:
-¿Cómo puedes dormir tanto?
-Disculpa, Ermesenda. Mi sueño es de piedra. Perdóname.
-No te excuses tanto, muchacho, que todo está en orden. Sólo hace unos momentos que comencé a preparar el desayuno. La sopa no tardará. Mira la ropa que dispuso anoche mi padre para ti. Debes ponértela en cuanto termines de comer.
Se trataba de un asunto en el que no se le había ocurrido pensar. Era lógico, pero sólo se lo parecía después de oírselo mencionar a Ermesenda. La indumentaria que el tejedor había extendido sobre un banco la encontró demasiado lujosa para un paje fingido: jubón encarnado con ampulosas mangas acuchilladas en los hombros y ajustada a los antebrazos, calzas blancas que reverberaban de tan limpias, botines negros de piel y un sombrero picudo de paño verde, con una pluma muy airosa.
-¿Así debo vestirme?
-¿No lo deseas?
-¡Si, claro que sí! Pero… ¿y si estropeo esas maravillas? Yo soy muy torpe y basto, y no soy digno de vestirlas.
Ermesenda se echó a reír.
-¿Por qué dices tales cosas, muchacho de Dios? ¿No ves que es ropa vieja y anticuada, de cuando mi padre tenía poco más o menos tu edad?
Amiel bajó los ojos. No se acostumbraba al hecho maravilloso de llevar tres días recibiendo un trato que jamás habría pensado que llegase a merecer. Le proporcionaban comida y techo, le daban afecto respetuoso y nadie lo apaleaba, y a cambio no tenía que hacer ni la cuarta parte de los esfuerzos a que le obligaba su trabajo del bosque. Cada vez que miraba a Ermesenda sentía cosas nuevas para él, pero sobre todo se sentía intimidado, temeroso de incurrir en cualquier falta que le hiciera ser expulsado del paraíso.
Comió con cierta melancolía, pero con la abundancia acostumbrada, ante la mirada complacida de la muchacha, que solamente mordisqueó una manzana. Una vez que terminó, Ermesenda le ayudó a trasladar la ropa al granero, con la orden imperiosa de que se apresurase.
-Andrónico no tardará.
Cuando Amiel entró en la cocina, con cierta torpeza porque jamás había llevado los pies calzados de tal guisa, notó la satisfacción y la aprobación en los ojos de ella. Por consiguiente, se sintió inmensamente feliz.

Llegaron a Carcasona a media mañana, un radiante día primaveral. El cortejo resultaba lo bastante ampuloso y distinguido como para que los guardianes del puente de los Doce Ojos le permitieran pasar sin preguntas.
Abrían la comitiva dos caballistas dignamente vestidos, portando cada uno un estandarte amarillo con un águila bicéfala bordada en rojo, al pie de una extraña cruz azul con dos travesaños. A continuación, el carruaje del tejedor Giraud, con apariencia de que algún criado hubiera pasado toda la noche pulimentándolo, conducido por un marino del bajel bizantino, sentado en el pescante apretadamente con tres compañeros más. Seguían otros dos caballistas, tras los cuales marchaba el carromato de Gaucelin, cargado aparatosamente de bultos hasta unos quince pies por encima de la plataforma. Cerraban el cortejo dos caballistas, también portadores de estandartes.
De modo que cuando se acercaron a la puerta de la ciudad, sonaron trompetas para anunciar la llegada de vissitantes ilustres y cuando, tras recorrer un dédalo de callejas muy concurridas, llegaron al arco de entrada de la muralla del espléndido castillo, había un oficial esperándoles.
Sentado junto a Andrónico dentro del carruaje, Amiel había pasado todo el viaje ensayando la frase que debía pronunciar en ese momento. Pese a ello, sintió alguna vacilación al descender y mientras se acercaba al oficial. Pero recordó a Ermesenda y la necesidad angustiosa de no decepcionarla. Por ello, saludó con el sombrero tal como el marino le había enseñado y dijo con voz firme:
-Mi señor Andrónico, de Bizancio y Tesalónica, solicita audiencia fiado a la bondad y la compasión de la famosa y venerable vizcondesa doña Adelaida.
Tras lo cual, volvió a descubrirse e hizo una reverencia.
El oficial sonrió al tiempo que se echaba a un lado e indicaba a los caballistas que reanudasen la marcha. No era necesario anunciar la visita, pues la vizcondesa esperaba hacía un buen rato.

La sala donde la vizcondesa Adelaida recibió a Andrónico y sus acompañantes era muy grande. No tanto como la basílica del monasterio del Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús, que era la mayor estancia que Amiel había visitado nunca. La sala del castillo ocupaba aproximadamente una cuarta parte de aquella superficie, y mediría unos treinta pies de largo por unos quince o veinte de ancho. La señora aguardaba acomodada en un sillón muy lujoso, situado encima de una tarima pequeña cubierta de alfombras; sobre el conjunto, había un pequeño baldaquín orlado de caireles, cuya utilidad no consiguió imaginar el muchacho, puesto que no entraba sol en la estancia del que tuviera que protegerse la dama. Había mucha gente presente, sobre todo mujeres, aguardando con impaciencia y expectación el despliegue que los cuatro marinos de Andrónico habían comenzado a realizar con destreza de expertos, desliando en el suelo rollos de brillantes telas.
Con el primer rollo, un lustroso tejido de color azul, hubo una exclamación general. Y lo mismo con los siguientes. Pero cuando llegó el turno de una tela roja muy semejante a la túnica que vistiera Andrónico el día anterior, las mujeres se acercaron con presteza y todas querían palpar aquella maravilla. Inclusive la vizcondesa, apeándose de su afectación de reina y señora, se alzó del sillón y se acercó a rozarla con los dedos, como si temiera que sus ojos la engañaran.
En ese momento, sonó lo que a Amiel le pareció una trompeta de caza, y todos los presentes se detuvieron. La escena quedó en suspenso, al parecer porque la corte en pleno sabía quién había sido anunciado. Amiel notó con desasosiego sus expresiones, porque había miedo en todas las miradas, incluida la vizcondesa, aunque no en los ojos de Andrónico, que miró hacia la entrada con evidente contrariedad.
Un instante más tarde, entró un cortejo de clérigos vestidos con mucho boato, con los pechos cubiertos de grandes cadenas de oro y cruces enjoyadas, mucho más pesadas y fulgurantes que la ajustada gargantilla de la vizcondesa. La irrupción había causado impresiones desfavorables y ninguno se movió ni habló, como si les invadiera un grave sentimiento de temor. Los clérigos abrieron una especie de pasillo, por el que avanzó en andas otro que parecía de jerarquía superior, llevado a hombros por seis sacerdotes. Las andas fueron depositadas suavemente en el suelo, mientras Andrónico se apresuraba a apartar la exposición para que no aprisionasen el brocado rojo. El obispo recién llegado se alzó y, en vez de avanzar hacia la vizcondesa, aguardó a que ella acudiese a besar su anillo.
Después de ello, el obispo preguntó a Andrónico:
-¿Has entregado ya el diezmo de la Santa Madre Iglesia?
El marino carraspeó, pero se apresuró a responder:
-Me disponía a dirigirme a la catedral, en cuanto la señora vizcondesa me concediese licencia.
-Bien hecho, hijo mío. ¿A cuánto calculas que ascenderá tu contribución?
-Como bien sabe vuestra ilustrísima, dependerá de las compras de la señora vizcondesa y las damas presentes, pues mi tripulación y yo hemos llegado a puerto repletos de mercancía, pero desprovistos de oro. Con deciros que ayer tuvimos que recurrir a la hospitalidad de la buena gente de la costa, pues no disponíamos siquiera de alimentos.
-¡Exageras, marinero! Es legendaria tu riqueza y prodigalidad en todo el condado de Tolosa. A Dios ruego que no cometas la equivocación de tratar de escabullirte sin cumplir tus preceptos religiosos, pues, como bien sabrás, no saldrías con bien de estas tierras. Y, como anticipo del diezmo, me complace ese tejido rojo, muy adecuado para las dignidades eclesiásticas.
Amiel notó la rabia penosamente reprimida de Andrónico mientras los sacerdotes rebobinaban el brocado rojo y lo situaban bajo el asiento de las andas. A continuación, el obispo fue alzado y, tras dibujar una bendición en el aire, la comitiva religiosa salió de la estancia.

Salieron de Carcasona cuando faltaba muy poco para el anochecer, luego de haber realizado estación en la catedral tras abandonar el castillo.
Amiel sentía preocupación por la expresión adusta de Andrónico, pero era muy agudo su estupor desde que cayera en la cuenta de lo parecida que había sido la escena del castillo con la que había soñado la noche anterior. Se preguntó si, tal como afirmara el fraile esquelético, estaría poseído por un demonio, porque no encontraba explicación a esa rara facultad de anticipar un hecho real muchas horas antes de que ocurriese, y con tal lujo de detalles. Por suerte, en la realidad no había aparecido su hermano Roger vestido de obispo.
-Jesucristo maldeciría a esta iglesia –masculló Andrónico a su lado.
Amiel sintió un sobresalto. Que él supiera, y según las consejas del bosque, esa clase de cosas no se podían decir, so pena de acabar en la horca.
-Hablad más bajo señor. Si algo malo os pasa, moriré.
Andrónico sonrió con ternura mientras acariciaba el mentón del muchacho. Pese a su desparpajo, aceptó el consejo y bajó la voz para decir:
-La iglesia de Roma ha corrompido el mensaje de Jesucristo y sus apóstoles, Amiel. Ni siquiera me he atrevido a hacer lo que me proponía, lo que hubiera justificado todo este dispendio y comedia, pero creo que a la señora vizcondesa le habría aterrorizado que le pidiera una gestión diplomática a favor de Niphon, abrumada por la ambición de esos clérigos blasfemos que has visto. Tanto Jesús como sus discípulos eran gente trabajadora, sencilla, que no sólo no poseían riquezas, sino que las rechazaban, como quedó de manifiesto en aquella frase: “Al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios”. ¿Tú crees que a Dios le complacería esta feria indecente de las vanidades que son las catedrales y los palacios episcopales, donde el oro brilla tan profusamente como en los templos paganos de la antigüedad? Yo te digo que no, Amiel. ¡Jesús, Jesús! Debo conseguir liberar a Niphon, porque a mí me falta elocuencia y alguien debe purificar y reverdecer el mensaje cristiano.



IX
1146, Año del Señor
El tejedor Gaucelin quería a Amiel como el hijo varón que no tenía, posibilidad que se había visto truncada con la temprana muerte de su esposa, a causa de aquellas fiebres malignas que habían diezmado la población europea. Secretamente, esperaba que los signos que observaba confirmasen algún día que el muchacho y su hija se amaban, y acabaran casándose cuando alcanzasen la edad conveniente para ello, cuestión que él no quería forzar ni estorbar. Si se casaban, moriría tranquilo y en paz.
Desde que Amiel desempeñara el año anterior, tan adecuadamente, la función de paje que le había encomendado al servicio del bizantino Andrónico, su progresión había sido meteórica. Aprendía rápido y por ello se fió Gaucelin de permitirle tejer sin vigilancia a los cinco meses de hospedarse en su casa. A los seis, Ermesenda había conseguido enseñarle a leer y escribir las cuentas en pergamino. A los ocho, ya era capaz de regatear con gran desparpajo en las compras de lana, cuando le pedía que lo acompañase. A punto de cumplir un año en la casa, lo enviaba frecuentemente a solas con el carromato, a realizar las gestiones que él no podía cumplir cuando le abrumaban los pedidos de tejidos muy delicados, que ni Ermesenda ni Amiel eran todavía capaces de elaborar. Su conducta era tan dispuesta y tan ávida de conocimientos, que el tejedor no podía evitar pensar en Amiel como un hijo en quien depositar toda su confianza.
También era asombroso el efecto de la buena alimentación, la vida sana, el ejercicio continuado del trabajo, la afición a nadar en el mar y el buen descanso, porque Amiel había crecido más de un palmo durante ese año, mientras que su voz comenzaba a perder la musicalidad infantil.
Esa mañana, sin embargo, observaba cierta desazón en su conducta, un desasosiego que a todas luces pretendía disimular.
-¿Qué te ocurre esta mañana tan hermosa, hijo?
Amiel no alzó en seguida la cabeza del pequeño telar secundario; trató de endulzar el ceño antes de mirar frente a frente a su patrón. Era como un padre para él, en realidad mucho mejor que un padre, y no quería que sufriera con sus desvaríos de soñador visionario.
-¿No dicen que la primavera alborota la sangre?
-Yo creo que tu sangre se alborota todos los días, sea o no primavera.
Amiel sonrió, pero con cierta amargura.
-¿Ha de visitarnos pronto el bizantino?
-¿Andrónico? Supongo que antes de un mes lo hará. ¿Por qué?
-No… por nada. Yo… Os ruego con toda mi alma que no permitáis a Ermesenda salir tan libremente de la casa. Es demasiado hermosa como para mostrarse con tanta prodigalidad.
Gaucelin sonrió. Se confirmaban sus sospechas. En el corazón de Amiel comenzaban a anidar los celos.
-¿A qué viene ahora esa preocupación tuya, Amiel? Conoces bien a mi hija. Dispone de armas suficientes para hacer frente a la vida. Es más adulta que todas las señoras que conocemos, aunque sólo tenga dieciséis años. Y ahora que estás tú…
-Aún así, señor. Os ruego que no salga de la casa durante una temporada.
Gaucelin se echó a reír ruidosamente. ¡Manías de juventud! Los corazones jóvenes eran demasiado posesivos.

Ermesenda compuso un mohín con los labios, dispuesta a mostrarse enfadada aunque carecía de motivos para ello y ni siquiera le apetecía. Pero la languidez de Amiel comenzaba a preocuparle, no porque alguna señal le hubiera revelado que disminuyese el amor de sus miradas, sino porque resultaba patente que algo lo carcomía.
Durante los once meses que llevaba en la casa lo había visto siempre feliz. Sobre todo, desde el día que le preparó en el granero el jergón para alojarlo de manera estable. Lo había visto pasar de la niñez a la juventud, crecer en todos los sentidos de un modo asombroso. Cuando ella y su padre lo descubrieron desnudo, escondido entre la lana del carro, era como un animalillo magullado, flaco, todo piel y huesos, y su altura ni siquiera alcanzaba la de ella. En once meses, había ultrapasado su estatura tal vez en un palmo, y sus hombros se habían ensanchado y robustecido sus brazos y piernas, mientras se le cuadraba la quijada.
Recién llegado, notaba con cuánto azoramiento apartaba él la mirada de ella cuando se sentaban a la mesa frente a frente; ahora, tenía que ser ella quien apartase la mirada con rubor, porque no quería que él descubriese en sus ojos el deseo vehemente de que la besara.
Pocos días antes, había notado que comenzaba a abultar en su garganta la nuez de Adán, lo que muy pronto le haría hablar como un adulto. En cuanto tal cosa ocurriese, sabía Ermesenda que viviría comida por los celos a todas horas, porque inclusive ahora advertía con cuánto apetito lo miraban de reojo las muchachas de los alrededores, algunas de las cuales llegaban a aventajarle en cuatro o cinco años de edad.
Lo había visto alcanzar casi el éxtasis, el día que fue capaz, por primera vez, de dibujar letras y números en un pergamino. Cuando remató por sí solo su primer tejido, no paró de brincar y hacer cabriolas toda la tarde, entre carcajadas y exclamaciones. La primera vez que retornó con el carromato de un viaje de compras efectuado a solas, al recibir la aprobación de Gaucelin y notando su complacencia, pareció a punto de echarse a sus pies para besárselos.
Siempre, durante esos once meses, había en su mirada gratitud, y según pasaron los meses, una confianza progresiva en sí mismo y la alegría casi explosiva de vivir. Una felicidad contagiosa que había ido dotándolo de aplomo, seguridad, simpatía y hasta cierta distinguida arrogancia a la hora de tratar con clientes o proveedores de su padre.
Pero los últimos tres o cuatro días se le notaba reír sin ganas de hacerlo y había sombras muy oscuras en sus ojos.
-¿Qué te preocupa? –le preguntó a la hora de la cena, el atardecer del mismo día que Amiel había solicitado a Gaucelin que la mantuviera encerrada.
-¿Por qué me preguntas eso?
-¿Crees que puedes engañarme a estas alturas, Amiel?
-Ni lo creo ni lo pretendería jamás, Ermesenda. Nunca te mentiría. Debes creerme.
-Está bien, no te afanes tanto, que no hablaba en serio. Pero estoy segura de que algo te inquieta. No puedes negarlo.
-Yo… -Amiel no tenía la menor intención de contarle el sueño-. Si confías en mí, y espero con toda mi alma que sí, quisiera que no salgas nunca sola de la casa.
Ermesenda se echó a reír.
-¡Estás delirando! ¿De qué manera podría yo gobernar esta casa si hubiera de permanecer siempre entre sus muros, como una monja?
-¡Por favor, Ermesenda!
-¿Me crees indefensa y débil? ¿Quieres que luchemos tú y yo, para medir nuestras fuerzas? ¡A lo mejor te llevas una sorpresa, gallito de corral!
-¡Qué dices! Sería una profanación. Jamás haría eso.
Ermesenda calló, reprimiendo la burla que le apetecía, porque notó con cuánta solemnidad había pronunciado él su última frase. Ya no necesitaría confesión alguna, porque el amor había sido confirmado. Adoptó un tono también solemne para decir:
-Si tienes una razón lógica para tu petición, ten la seguridad de que la respetaré, pero me conoces de sobra como para saber que no me bastaría una palabra sin argumentos.
Amiel apretó los labios. No iba a conseguirlo.

Pocos días más tarde, a los tres les abrumaba el trabajo. Con el verano tan cerca, los esquiladores trabajaban a destajo en toda la región y era necesario llegar antes que los demás, para comprar lo más selecto, tal como había hecho Gaucelin habitualmente, a lo largo de su vida de tejedor.
-Escucha, Amiel –dijo Gaucelin una tarde-. He sabido de un rebaño grande que están a punto de esquilar dos leguas al oeste de Carcasona, casi a la vera del camino que lleva a Tolosa. Yo no puedo ir, porque el encargo de la vizcondesa urge, como de costumbre. El herrero Bartolomeu va a prestarnos su carromato, porque habrá carga para dos. Iréis mañana tú y Ermesenda. Te pido que cuides de ella, guíes el carro de Bartolomeu cuidadosamente, siempre detrás del nuestro, que conducirá mi hija, y nunca la pierdas a ella de vista. ¿Lo harás, hijo mío?
-Sí… -Amiel estuvo a punto de pronunciar la palabra “padre” a continuación del sí, impulso que sentía cada vez con mayor frecuencia.
Pero en realidad quería responder que no. No al ruego de que cuidase de Ermesenda, sino al hecho mismo de realizar el viaje. En ese momento, volvió a su memoria, como una tempestad, lo que había soñado dos veces ya, ambas casi calcadas la una de la otra.
Se estremeció. ¿Cómo podía salir del atolladero? Gaucelin no era un hombre cuyas órdenes pudieran discutirse y, además, él no se atrevería jamás a discutirlas. ¿Y si trataba de nuevo de convencer a Ermesenda? No, ella era aún más firme y escéptica que su padre, y se burlaría de él. De todos modos, fue a hablarle.
-Hemos de partir mañana, para un viaje que nos tomará dos días.
-Ya lo sé. ¿O crees que tú eres siempre el primero en enterarte?
El juego de todos los días. Claramente, ella no quería quedarse atrás en la evolución rapidísima que la maduración de Amiel experimentaba.
-Tú serás siempre la primera en la consideración de tu señor padre, como es natural, pero yo… Ermesenda, ¿no tenemos lana de sobra?
-Guardamos mucha, más que otros años, pero también son superiores nuestros pedidos. Además, parece que esa lana es extraordinaria. No podemos perder la ocasión.
Desesperado, Amiel se vio obligado a cabalgar esa misma noche hasta las afueras de Narbona, para retirar el carromato que les prestaba el herrero Bartolomeu. Cuando volvía, el abatimiento estaba a punto de hacerle llorar.

Partieron al amanecer. El más luminoso de esa primavera.
En los primeros tramos del camino hacia el oeste, tanto Ermesenda como Amiel sentían a sus espaldas el calor progresivo del sol, afectuoso y amable. Ya había comenzado el aluvión de bandadas de pájaros que volaban hacia el norte, llenando el aire con sus trinos. Los brotes vestían con profusión las ramas de los árboles y muchos presentaban completo su recién estrenado ropaje verde. El Aude corría caudaloso, pero limpio de limo y ramas, pues habían pasado varios días sin que se produjera ninguna tormenta de aquellas que erosionaban los campos y limpiaban los bosques de broza. Sólo había habido últimamente algunas lluvias amables, suaves como caricias.
Amiel contemplaba a placer la figura de Ermesenda en el pescante del carro, delante del suyo, admirando el garbo extraordinario de su postura. Aunque el animal cuyas bridas gobernaba era de natural algo reacio, llevaba los codos apretados contra los costados con feminidad adorable, y su cuello permanecía erguido a pesar del traqueteo, como el de una distinguidísima dama de la corte. Dentro de dos años, tres a lo sumo, habría torneos de muchachos a su puerta, disputándose su mano.
¿Podía aspirar a ella? ¿Consentiría Gaucelin en otorgársela en matrimonio? No. Tal cosa era impensable. Él era un humilde campesino del bosque, rescatado del infortunio por la amabilidad de su patrón. No podía ofenderlo con la desmesura de esa ambición.
Pero ¿podía imaginar la vida sin ella?
Una vida la mar de extraña la suya. Un año atrás, el hecho de amanecer vivo cada día ya era de por sí solo una proeza y una victoria. Nadie que él conociera en el bosque pensaba en el futuro ni se hacía preguntas sobre el porvenir. Mucho menos, proyectos. No eran capaces de imaginar que la gente hiciera proyectos de futuro.
Había vivido los primeros doce años de su existencia sin ambiciones. Lo más que alcanzaban entonces a representarse sus ansias eran grandes platos de comida, apetitosa e inalcanzable comida. Más allá de eso, ni siquiera el consuelo de contemplar la belleza reconociéndola, recreándose con ella.
Menos de un año en la casa de Gaucelin había bastado para conmocionar los parámetros y toda la arquitectura de su vida. Había aprendido más de lo que podían soñar aprender diez o doce muchachos del bosque, sumando los años que hubieran de vivir entre todos. Había disfrutado su paladar más delicias de las que cien vecinos del bosque pudieran soñar para todas sus vidas, conjuntamente.
Durante el último año, había gozado de las sonrisas de reconocimiento, de la aprobación y del respeto, él a quien, antes, jamás habían sonreído más que entre chanzas, a quien jamás reconocieron los arduos esfuerzos realizados en trabajos impropios de niños y a quien habían maltratado, vejado y apaleado hasta el desmayo en incontables ocasiones. Cada vez que Gaucelin posaba la mano en su hombro mientras le explicaba el modo correcto de hacer un tejido, se le aceleraba el corazón de agradecimiento y ternura, como si fuera a estallar. Cada vez que Ermesenda le sonreía con afabilidad al servirle el desayuno, era como si recibiera sobre su espíritu una catarata de caricias.
¿Cómo iba a ensuciar y malograr todo lo que le habían permitido alcanzar, concediéndose a sí mismo que germinasen en su pecho las mayores ambiciones e insolencias que podía imaginar, aspirar a la mano de Ermesenda y soñar con casarse con ella?





















X
El viaje
Encontraron el puente de los Doce Ojos muy concurrido, así como los senderos que ascendían hasta Carcasona, con el ambiente de grandes solemnidades como las bodas de algún miembro de la familia Trencavel. Pero no podía tratarse de nada de esa naturaleza porque tales fastos eran pregonados con mucha antelación, de manera que todos los súbditos pudieran mostrar su lealtad hacia los vizcondes. Lo que significaba que todos tenían que aportar algo para el festín, aunque no fuese más que una gallina, o de lo contrario quedarían muy mal considerados en la estima del señor, pues sus notarios hacían recuentos meticulosos de las identidades de los donantes.
Lo que estaba ocurriendo en aquellos momentos no había conllevado edictos ni anuncios de pregoneros, ni había originado tediosas filas de campesinos cargados de capazos o jaulas con animales, esperando turno extramuros. Por consiguiente, ocurría algo excepcional.
Los dos muchachos no estaban obligados a cruzar el puente para seguir camino hacia donde les aguardaba la lana, pero el gentío les llamó la atención, produciéndoles extrañeza y cierta inquietud, por si tal agitación pudiera entorpecer el viaje y causarles alguna demora. Amiel notó que Ermesenda frenaba el caballo y le hacía señas de que colocase el carro parejo al suyo.
-¿Qué ocurrirá?
-Nada he oído que explique la llegada de tantos al mismo tiempo, Ermesenda. ¿Quieres que lo averigüe?
-No, Amiel. Es hermoso enterarse de las cosas sin preguntar. Seguro que cuando paremos para que los caballos abreven, algún chismoso deslenguado vendrá a contárnoslo.
Pasada Carcasona, era más numerosa la gente que acudía en dirección a la gran ciudad amurallada y, en mayor cantidad, los criados de baja estofa que sesteaban mientras las comitivas de sus amos visitaban la ciudad. Se alzaban algunos campamentos a ambos lados del camino, y en todos había movimiento. Uno de ellos, se parecía mucho al del sueño, sobre todo por la forma y ornato de la tienda más destacada, por lo que Amiel cerró los ojos con un estremecimiento y arreó de súbito el caballo mientras rogaba a voces a Ermesenda que también se apresurara. Ella volvió la cabeza y alzó los hombros con ademán de extrañeza.
Nada podía contarle Amiel para justificar su aprensión, pero fustigó al caballo con la esperanza de que ella también lo hiciera, como así fue.
Al pasar delante de uno de los grupos acampados, Amiel advirtió con furor la mirada golosa y admirada con que un clérigo de alta jerarquía pareció querer desnudar a Ermesanda. Sintió el impulso de azotar ese rostro, lo que hubiera sido suicida. El clérigo, seguramente un abad muy poderoso, fue alzado en andas por ocho porteadores y junto al cortejo emprendieron el camino en la dirección contraria, hacia la puerta del homenaje de Carcasona.
De reojo, Amiel se dio cuenta de que el abad volvía la cabeza reiteradamente hacia Ermesenda con mirada ávida, y se le erizó todo el vello mientras sentía como si le vertieran un ácido por la nuca.

Una vez que dejaron atrás lo más grueso de la aglomeración, aminoraron la marcha porque se acercaba la hora de comer. Vuelta hacia Amiel, Ermesenda le dijo:
-Creo que deberíamos dar de beber a los caballos y permitirles pastar y descansar un poco, así podríamos atrevernos a regresar esta noche mismo a casa, después de que carguemos la lana, aunque sea muy tarde. ¿No estás de acuerdo?
Amiel asintió y como si en vez de una pregunta hubiera recibido una orden, guió el caballo para sacar el carro del camino hacia un pequeño prado que orillaba un arroyo, mientras la muchacha le imitaba.
Era poco más de mediodía y el sol caía a plomo. Cargar las dos carretas iba a ser un trabajo muy pesado, salvo que sesteasen un poco. Soltaron, pues, los caballos y los llevaron cerca del agua. Una vez satisfechos, les permitieron pastar a sus anchas, mientras Ermesenda extendía sobre una piedra las provisiones del almuerzo. Mas el prado era demasiado feraz como para pasar inadvertido, y pronto tuvieron compañía. Un jinete que, extrañamente, viajaba en la misma dirección que ellos y, por lo tanto, en la contraria del resto de la gente.
Amiel se sintió en guardia desde el primer instante y adoptó frente al recién llegado una expresión adusta y recelosa. Pero Ermesenda interpretó tales gestos como celos, porque se trataba de un hombre muy apuesto de unos veinticinco años, y su incipiente coquetería le inclinó a estimularlos:
-Dios os dé buen día –saludó la muchacha, violentando el convencionalismo de que debían ser los hombres los primeros en cumplimentar.
-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo –respondió el jinete al tiempo que trazaba una cruz en el aire, de lo que dedujeron que debía de ser un religioso, aunque de modesta jerarquía, acaso el secretario de un abad-. Y que Bernardo reciba el amparo y la inspiración celestial.
Ermesenda y Amiel se miraron entre sí. ¿A qué Bernardo podía referirse? Ermesenda recordó haber oído que Eugenio III se llamaba Bernardo antes de ser Papa. Este pensamiento le estremeció.
-¡Ha venido el Papa! –exclamó más que preguntó.
-¿El Papa? –el visitante mostraba asombro-. ¿Qué quieres decir, doncella? ¡Ah! Crees que el Bernardo que he mencionado es Su Santidad. No, mujer, qué insensatez. Quien nos visita no desmerece en santidad del Papa, pero no es más que un sencillo y humilde predicador santo. Hablo de Bernardo de Claraval, ¿es que no sabéis quién es?
Ambos muchachos negaron, con cierta turbación ella, pero con un progresivo sentimiento de recelo él, porque tenía el pálpito inquietante de haber mantenido ya la misma conversación en el pasado.
El visitante adoptó una pose de estilo sacramental para recitar:
-El nuestro es un siglo atormentado por las herejías, muchachos. Inclusive hemos visto, con dolor y pasmo, cómo las altas autoridades de la Iglesia se han enfrentado entre sí por intereses terrenales. Bernardo de Claraval nunca ha querido ser más que un monje humilde, y aunque arrastra hace años una salud nada envidiable, porque desea la paz y la concordia solucionó con sensatez y buen tino la disputa entre su orden del Cister y los Cluniacenses, usando al mismo tiempo firmeza y humildad. Asistió con papel muy destacado al Concilio de Troyes, celebrado para fundar la Orden del Temple. Su intervención contra el cisma que intentó Anacleto II enfrentándose a Inocencio II, fue tan rápida y eficaz, que todos los reyes y príncipes europeos reconocieron a Inocencio como Papa legítimo. El antipapa Anacleto no tuvo más salida que postrarse a los pies del verdadero sucesor de Pedro.
Los dos jóvenes miraban al hombre con fingido interés, pero les resultaba difícil seguir su discurso. Casi no comprendían, sobre todo Amiel, a quien, además, continuaban asaltándole premoniciones agoreras, peores a cada momento.
-Noto vuestro asombro –dijo el hombre-. Pues para que aún os asombréis más, sabed que Bernardo de Caraval se encuentra ya en Carcasona. Por ello, hoy acuden hermanos de todos los conventos y abadías del condado, porque verlo y oír sus prédicas es un privilegio que pocos mortales merecen. Imaginad. Él ha intervenido inclusive en la política pontificia. Fue consejero de Honorio II y también de Eugenio III. Actuó con clarividencia condenando los errores de Abelardo y otros muchos. Su verbo está inspirado por el Espíritu Santo, doy fe de ello. Es capaz de deshacer los errores doctrinales mejor disfrazados por Satanás. Ahora, Su Santidad el Papa le ha pedido, a pesar de sus años, que predique la segunda cruzada que ha de liberar los Santos Lugares, lo que será vital para remover las conciencias de esta tierra y desterrar del Languedoc y de todo el continente los demonios de la herejía. Después de Carcasona, viajará al reino de Francia, al pueblo de Vezelay, para tratar de convencer al rey y a los caballeros de Francia y Alemania de reunir un gran ejército de cruzados procedentes de toda Europa. ¿No tenéis intención de entrar en Carcasona para admirar y venerar tal prodigio santo?
Ermesenda negó con la cabeza. Amiel apretó los labios. Sentía crecer la alarma.
-Entonces, ¿por qué acudís este día?
-Debemos cargar lana en...
-No muy lejos de aquí –atajó Amiel. No le gustaba que Ermesenda revelase el lugar exacto a donde se dirigían.
-Sois muy jóvenes. ¿No queréis mi compañía, por vuestra seguridad? Mi nombre es Genis de Foix. ¿Los vuestros?
Amiel estaba a punto de gritar e hizo oídos sordos a la pregunta. Por suerte, Ermesenda comprendió por fin que no era por celos por lo que él no deseaba que diese alas al desconocido. Dijo:
-Gracias, buen señor de Foix. Mi padre os recompensaría si fuese necesario, pero contamos con la buena voluntad y la protección de quienes nos esperan a muy poca distancia de aquí.

Cuando reemprendieron el camino, Amiel no paraba de mirar atrás, a ver si Genis de Foix les seguía. Presentía que iba a hacerlo, estaba convencido de ello, pero en ningún momento consiguió descubrir si cabalgaba o no, sigilosamente, a cierta distancia del carro, a sus espaldas.
Llegados a donde les esperaban el amo y el tratante, Ermesenda examinó la lana con actitudes de experta. Mientras realizaba el pago, se vio obligada a disimular la expresión de júbilo, porque era la más suave que había palpado en mucho tiempo y el precio, muy razonable. Tanto ella como Amiel rehusaron celebrar el cierre del negocio con unos brindis que les hubiesen obligado a buscar un albergue para esperar el amanecer. Se excusaron con la necesidad de volver cuanto y sus anfitriones entendieron que “con lo que se ha liado hoy en Carcasona”, era natural que deseasen volver cuanto antes a la costa. Los mozos y el dueño del rebaño fueron de gran ayuda para cargar los dos carros, que no bastaron para llevarse toda la lana a pesar de que apilaron las pacas tanto como pareció conveniente, sin que el afán de abarcar demasiado pudiera significar arriesgarse a volcar en un recodo del camino de regreso.
-Ya que no queréis beber para celebrarlo, llevaos esta garrafa de vino y este queso, para que los alegren el camino –les dijo el amo del ganado cuando se marchaban
Al iniciar el viaje de retorno, comenzaba a declinar la tarde. Pero era verano y el anochecer iba a tardar todavía, por lo que decidieron intentar la vuelta a Carbona sin ninguna parada. De cualquier modo, no había albergue donde pudieran guardar dos carros repletos de tan preciosa carga, dado que todos ellos habían sido tomados por los religiosos que, tal vez, aún permanecerían en Carcasona escuchando la predicación de Bernardo de Claraval. La noche les iba a sorprender al menos una legua más allá de Carcasona en dirección a la costa. El resto del camino, los animales se lo sabían de memoria.
Pero a menos de un cuarto de legua encontraron de nuevo a Genis de Foix en una situación muy inquietante, aupado en su caballo pero detenido en un sinuoso tramo del camino oscurecido por la frondosidad del bosque. Aunque Amiel iba tras el cargadísimo carro que conducía Ermesenda, lo vio primero con una convulsión de sus entrañas. El elegante sujeto no estaba en ese lugar por casualidad. Les esperaba. A pesar de la distancia, el muchacho notó que sonreía con más satisfacción que ironía.













XI
Acoso
Había una extraña luminosidad opalescente en esa parte del camino, donde, sin ninguna clase de duda, les acechaba el jinete en su montura. Aún tardaría en caer del todo la noche y no se trataba de luz crepuscular, sino de un halo lechoso como el de una pesadilla que intentara absorberlos. O así se lo pareció a la vigilante y pesimista mirada de Amiel.
-Una carga demasiado voluminosa y pesada para muchachos tan jóvenes –dijo Genis de Foix, con una sonrisa mordaz.
Por sus ademanes y miradas de reojo, Amiel se dio cuenta de que Ermesenda temía que a pesar de su elegancia y finura, se hubieran topado con un vulgar salteador de caminos dispuesto a robarles. Pero él sabía ya con toda certeza que no era lana lo que ese hombre buscaba. Ahora, la realidad imitaba fielmente el sueño, incluido el neblinoso paisaje. Sintió gran descomposición cuando sus sentidos le avisaron, antes que los ojos, de que estaban siendo rodeados por un grupo de seis hombres.
Con agilidad y con intención clara de anticiparse a la menor resistencia, subieron dos al carro de Ermesenda y dos al de Amiel. Vestían con demasiada pompa como para ser simples bandidos del bosque. Sin apearlos del pescante, inmovilizaron a los dos muchachos, arrancándoles las riendas con mucha violencia. Los dos restantes tomaron cada uno, a pie, las bridas de un animal y los condujeron con resolución y prisas hacia la siguiente revuelta del camino.
En un punto muy umbrío, los sacaron hacia un campamento instalado bajo la fronda, en un pequeño claro entre añosos robles. Un campamento mucho menos perceptible desde el camino que los avistados por los dos jóvenes antes de cargar la lana. No resultaría observable para nadie que pasara a escasos pies de distancia, si cabalgaba con el pensamiento en otras cosas y sin buscarlo aposta.
Amiel comprendió que les aguardaban en un escenario que había sido preparado expresamente para ellos, quizás instalado con precipitación hacía poco rato. Notaba la lividez de Ermesenda pero eludía mirar en su dirección, a fin de que el grupo no dedujese que trataban de comunicarse por señas, pero, al mismo tiempo, trató de fingir serenidad con la esperanza de que ella se mantuviese también serena, ya que temía lo que pudiera inspirarle su temperamento, tan fogoso y vehemente.
El abad que, a mediodía, había girado la cabeza de forma tan forzada y reiterada para traspasar a Ermesenda con los ojos, se encontraba sentado en una especie de solio muy ampuloso, formado por ricos tapices. El sillón, rico y sobredorado, era diferente del que lo había llevado en andas hacia Carcasona, y se hallaba instalado encima de una pequeña tarima cubierta de esteras. Le rodeaban otros cuatro hombres con actitudes muy obsequiosas hacia su jefe, pero ostentando expresiones sumamente severas para los dos muchachos.
Doce en total, calculó Amiel, contando al abad y al jinete que, seguramente, en el primer encuentro habría sido enviado por su superior para sonsacarles y planear una estrategia, antes de organizar la comedia que estaban representando ahora tras el regreso del abad de Carcasona. El joven sentía su pensamiento arrebatado por un torbellino, en busca desesperada de una salida que el sueño no le había revelado.

Amiel y Ermesenda fueron obligados a bajar del carro y, en cuanto pusieron pie en tierra, los empujaron con gran brusquedad para que se arrodillasen ante el abad, más adornado de joyas y oro de lo que habían visto nunca en un territorio donde abades y obispos cubiertos de oro eran, tras los bandoleros, quienes más frecuentaban con sus comitivas los caminos del condado de Tolosa, en desplazamientos incesantes. Oficialmente, los motivaban las visitas pastorales y la necesidad permanente de evangelizar de nuevo, un año tras otro, a una población pecaminosamente gozosa de vivir, que se mostraba demasiado díscola frente a la intolerancia de las reglas de la Iglesia de Roma.
Pero todos sabían que los viajes constituían una clase temible de cacería. Siempre, al terminar las giras evangelizadoras, resultaban las haciendas mermadas y algunas saqueadas sin disimulo, y con mucha frecuencia incendiadas, acusados sus dueños de pecadores recalcitrantes e incumplidores de los obligados diezmos para la Iglesia. También resultaban habitualmente muchas honras y virtudes mancilladas, y por esa razón, al retorno de cada uno de tales clérigos a sus abadías o parroquias, seguían tragedias que desgarraban familias y desbarataban hermosos proyectos de vida.
Afectadamente hierático y muy ceremonioso, el abad trazó con prisas el signo de la cruz, componiendo una expresión muy severa para decir:
-Esta mañana, cuando nos cruzamos en el camino con vosotros, he visto con mis propios ojos que evitabais mostrarme el menor signo de devoción, ni siquiera de veneración. Dios sabe que lo que digo es verdad y el mismísimo Espíritu Santo lo corroboraría. Ni una sencilla señal de la cruz ni la debida inclinación respetuosa a mi paso. ¿Acaso sois infieles o debo acusaros de herejes?
-Ninguna de las dos cosas, su paternidad –dijo Ermesenda, mostrando todavía alguna presencia de ánimo.
No así Amiel, a quien, de golpe, aplastaba el desconcierto de comprobar con cuánta fidelidad se reproducía el sueño. Anticipaba, por consiguiente, lo que iba a ocurrir y sólo tenía pensamientos para tratar de imaginar el medio de evitarlo.
-Señor De Foix, ¿tendréis la caridad de informar a estos jóvenes de los cargos que pesan contra ellos, por la justicia de Nuestro Señor?
-Sí, vuestra reverencia, así lo haré en el bendito y dulcísimo nombre de Jesús. ¿Cómo te llamas, muchacha?
-Ermesenda.
-¿Y tú?
-Amiel.
-Pues yo te acuso, Ermesenda, de transitar por el mundo provista y revestida impúdicamente de todas las perversidades de Eva, inspiradora de las horribles culpas por las que nuestros primeros padres fueron expulsados del Edén. Igual que la malvada corruptora de Adán, atraviesas el mundo provocando a los hombres con tu belleza insana e infernal, para tentarles a fin de que incurran en pecado, transgrediendo la misericordia divina y despreciando la gracia de Dios.
Genis de Foix permaneció unos momentos en silencio, mientras miraba a Ermesenda con aterradores alfileres en los ojos. Después, pasó varias veces ante Amiel sin contemplarlo de frente. Daba la impresión de que examinarlo pudiera producirle alguna clase de incomodidad, porque cuando, por fin, se volvió hacia el muchacho, no afrontó sus ojos con resolución, sino con una desvaída expresión de fingimiento. No paraba de acariciar la reluciente cruz que colgaba de su cuello, en busca de entereza quizá. Quería parecer un ángel acusador muy riguroso, pero podía notarse que había algo dentro de sí que le inspiraba otra clase de gestos, y que a duras penas conseguía embozarlos su notable nerviosismo.
-Y a ti, Amiel, te acuso de exhibir generosa e indecorosamente tu donosura, mostrando con descaro infame las gracias con que la Divina Providencia te ha dotado no para que las dilapides ante los ojos del nauseabundo pecado sino para que las guardes en honor y consuelo de la esposa que has de tener algún día con el favor y la misericordia de Dios Nuestro Señor. También tú, como corrupto cómplice de esa pecadora malvada, atraviesas el mundo provocándonos a todos para tentarnos a fin de que incurramos en el execrable vicio nefando.
Se apartó, para volverse con brusquedad hacia el abad, como si estuviera haciendo un esfuerzo muy superior a sus fuerzas. Se inclinó hacia su superior con una devota reverencia muy afectada, y dijo:
-Que Dios me ampare y el Espíritu Santo me guíe. ¿Están claros sus delitos y culpas, vuestra reverencia?
-Sí, señor De Foix, muy claros e innegables a los ojos del Todopoderoso. Son culpables, sin duda, Jesucristo es testigo. En su dulce nombre, ordeno que la joven sea conducida a mi pabellón, a fin de aplicarle la pena, cuya naturaleza y severidad aún debo meditar con la inspiración del Espíritu Santo. En cuanto al joven, en el nombre de Dios mando que sea conducido a tu tienda, donde le aplicarás la condena que luego te diré, también con todo rigor y sin compasión. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Adoremos al Señor.
Mientras lo empujaban hacia una de las tiendas, Amiel no volvió la cabeza para consolar ni contemplar a Ermesenda. No lo necesitaba, porque sabía lo que iban a hacer con ella, arrancarle casi toda la ropa antes de introducirla a empellones en el pabellón abacial.

A Amiel le amarraron las manos a la espalda y los pies entre sí, pero no a algún poste, como si quedase algo pendiente y debieran facilitar el paso siguiente. Lo hicieron dos de los mismos asaltantes, y lo echaron a continuación boca abajo en un jergón dejándolo solo con una advertencia a gritos:
-Estamos de guardia ahí fuera, a un paso. Pero Nuestro Señor Jesucristo es testigo de que si intentas desatarte o te mueves más de la cuenta, lo notaremos y vendremos a darte tu merecido, infame pecador.
Pero Amiel estaba dejando muy atrás la infancia y había tenido que vérselas ya con adversidades incontables. Demasiadas como para conservar la inocencia y la ingenuidad de sólo un año antes. Mientras le amarraban las manos a la espalda, apretó los puños y las muñecas, poniéndolos tan en tensión como fue capaz, de manera que no quedaron las amarras tan apretadas como aparentaban ni como pretendían los guardianes. Aguzó el oído con la concentración de los viejos tiempos, cuando había que recelar de los murmullos del bosque de la Cascada Tronante no sólo para conservar la propia vida, sino también la del rebaño. Ermesenda no había comenzado a gritar todavía, pero sabía que en algún momento muy próximo lo haría. Tenía que actuar deprisa.
En dos ocasiones, y en muy pocos instantes, notó que alguien entraba en la tienda para contemplarlo con irresolución. No tenía necesidad de mirarlo para saber que era Genis de Foix, abrumado y lacerado por su propia indeterminación, que seguramente el abad, mucho más experto y cínico, le había recriminado. Algún escrúpulo quedaba en el pecho de ese hombre, junto con un miedo que debía de resultar paralizador.
Escuchó una parrafada en el idioma ritual de los clérigos, gritada en el exterior de la tienda. La ignoraba, pero fue capaz de reconocer esa lengua y entendió las palabras como si su mente las tradujera al mismo tiempo que eran pronunciadas:
-La confesión te liberará, Genis –decía el abad con impaciencia-. Tu formación religiosa exige fortaleza y, sobre todo, la virtud de la obediencia. Estás demorando demasiado, y retrasando con tus titubeos el castigo que yo debo aplicar a la doncella. Cumple presto con tu deber y castiga al muchacho. En seguida que termines, tendrás que librarte con energía y resolución del recuerdo placentero y confesarás tu infame, vil y repugnante pecado. Con la misma energía y severidad, te daré la absolución en el nombre de Nuestro Señor, ya lo sabes. El perdón de Dios conlleva siempre mayor gloria y lustre de la gracia que recibirás, porque hay más fiesta en el cielo por el pecador que vuelve al redil que por cien puros que perseveran.

Ya había conseguido aflojar las amarras de las manos, aunque las mantenía juntas de manera que pareciera que continuaba firmemente inmovilizado. Pero Amiel temía producir ruido si se contorsionaba para tratar de alcanzar las sogas de los pies. ¿Qué podía hacer? Después del reproche del abad, seguramente Genis de Foix iba a entrar a aplicar un castigo cuya naturaleza sospechaba. Con invencible repugnancia, recordó el manoseo previo de aquel monje esquelético del Monasterio del Glorioso y Sacratísimo Prepucio de Jesús, fray Benedicto, y el instante en que ofendió su cuerpo traspasándolo como un saco de cereal alanceado por un recaudador suspicaz. Apretó los párpados como si con ese gesto pudiera ahuyentar la náusea y la amargura de la ofensa. ¿Tenía otra salida que soportar ser ofendido de nuevo? Si actuaba antes, teniendo los pies atados no conseguiría neutralizar al caballero Genis de Foix con tanta facilidad como se librara de fray Benedicto, porque se trataba de un hombre joven y mucho más fuerte que él. No iba a conseguir nada y tendría que dar su propia vida por perdida y, lo más grave, la vida de Ermesenda.
Además, el tanteo del espacio de alrededor en busca de una piedra no era posible sin variar la postura incómoda en que lo habían dejado; tampoco podría recomponer la ya inútil amarra si se desembarazaba de ella.
Tenía que permitirle pecar. Y aprovechar la anulación de las alertas que conllevaría el éxtasis de De Foix. Con desaliento, notó que el elegante hombre entraba en la tienda, a todas luces superando su propia vacilación, pues comprendió que de nuevo dudaba, sin decidirse a actuar. Fuera, sonaban conversas y risas y, curiosamente, todavía no había escuchado ninguno de los gritos que sabía que iba a dar Ermesenda. Algo inesperado estaba ocurriendo, diferente de lo percibido en sueños.
Con los ojos cerrados como si del tal modo pudiera anular la realidad que tanto le repugnaba, notó que el caballero Genis cortaba las amarras de sus manos y le alzaba el sayo hasta cubrirle con él la cabeza. A continuación, se le echó encima. Un cuerpo joven y pesado que, posado sobre su todavía flaca anatomía adolescente, parecía que iba a aplastarle. ¿Cómo iba a conseguir librarse, aunque esperase a que el aspirante a clérigo ascendiera por el torbellino de su propio delirio?
Lo notó tras escuchar el primer jadeo. Con un suspiro quedo, Genis de Foix se quedó inmóvil y, a continuación, igual que durante la acometida de fray Benedicto, sintió el chorro de sangre que se derramaba sobre su propia cabeza, tiñendo del rojo al instante siguiente la manta que cubría el jergón. Pero Amiel no había tanteado el terreno, como la noche del monasterio, en busca de una piedra ni, por lo tanto, había golpeado la sien del caballero. La extrañeza le mantuvo preso del estupor paralizante durante unos segundos antes de sentir que le cortaban las amarras de los pies y oír la voz de Ermesenda en un susurro:
-Date prisa, antes de que se den cuenta ahí fuera.
La miró sin comprender. Ella tenía las manos y el pecho cubiertos profusamente de sangre, que no podía ser la de Genis. Temió que estuviese herida. Ella insistió:
-Corramos. Hemos de salir a rastras por ahí –señaló la parte trasera de la tienda-, igual que he entrado. La gente de ahí fuera tardará muy poco en ver que algo pasa, cuando noten que se prolonga el silencio.

Una vez fuera, mientras se arrastraba por la tierra hacia un matorral cercano, Amiel descubrió el rastro de sangre que había dejado Ermesenda al acercarse desde el pabellón del abad a la tienda de Genis de Foix. No era la huella desvaída de una mancha, sino el reguero de un chorro intenso.
-Te han herido –murmuró con desconsuelo.
-Sí, en el momento de atravesar al abad con el cuchillo del almuerzo, que guardé con premura y disimuladamente en mi refajo cuando vi que esos hombres nos atacaban. El abad me vio lanzar la mano y también lanzó su daga contra mi pecho. Pero es en el hombro y no tiene importancia, mientras que él murió al instante.
Una muerte que no era el desenlace del problema. Amiel se hallaba sobrecogido, porque estaba seguro de que Ermesenda había de gritar desaforadamente y aún no lo había hecho. Dijo con firmeza:
-¡Sí tiene importancia, sangras mucho!
-No es nada. En seguida parará la sangre. Lo sé por experiencia. Ni te imaginas la de veces que me ha herido la rueca. Pero debemos apresurarnos a volver junto a mi padre. Hemos de llevar la lana y yo necesitaré descanso.
-¿Qué dices, estás loca? Nuestros carros están en medio de las tiendas, rodeado de esos hombres que, como has dicho, no tardarán en descubrir lo que pasa.
-Hemos de evitar que lo descubran y debemos apartarlos de nuestros carros.
-¿Y si han soltado los caballos?
-No creo que lo hayan soltado. Cuando nos trajeron, sus animales estaban uncidos, como si se propusieran abandonar este sitio en seguida después de hacer eso que han intentado hacernos. Déjame reposar un instante aquí, mientras te arrastras hacia allí e incendias el pabellón del abad. Eso los distraerá. A continuación, volverás por mí, me ayudarás a alcanzar el carro, amarrando de prisa al tuyo las riendas de mi animal. Entonces, fustigarás tu caballo sin perder tiempo, antes de que reaccionen.

Moviéndose con un sigilo rodeado de malos presagios, Amiel prendió fuego por la trasera al pabellón abacial, pero comprendió que no sería suficiente y antes de que las llamas resultaran visibles en el centro del campamento, fue deslizándose por todo su perímetro e incendiando una a una las tiendas, incluida la de Genis de Foix, a quien suponía también muerto por el golpe inmisericorde de Emersenda, que tan copiosamente le había hecho sangrar. .
Cuando volvió junto a ella, aún no había comenzado el alboroto que iba a producirse cuando las llamas cobrasen fuerzas y formasen un cerco de fuego. Ermesenda tenía los ojos cerrados y el rostro pálido como la Luna. Si ella moría, también moriría él. ¿Qué ventura iba a poder ofrecerle jamás la vida superior a la de haber conocido y amado a Ermesenda? No podría continuar viviendo para volver a ser como era un año antes, un objeto sin importancia de quien todos se sentían autorizados a abusar. Ni Gaucelin ni su hija habían abusado jamás de él, todo lo contrarío, le habían alentado a tener esperanzas. Por lo tanto, no podría resurgir esperanza alguna en su alma si perdía a Ermesenda.



XII
Huida
Una vez que consiguió arrear el caballo y se puso en marcha, no estaba del todo seguro de estar actuando conscientemente ni en el territorio de la realidad. Se trataba de un sueño, sin ninguna clase de duda, porque de otro modo ¿cómo había conseguido escapar del infierno de aquel campamento?
En su mente cabía tan sólo la desesperación por la vida que veía escaparse del cuerpo de Ermesenda. Todo lo demás no merecía atención, ni la capacidad sobrehumana de haber matado a tres hombres aún no comprendía con qué fuerzas, ni la habilidad y astucia de incendiar todos los carros bloqueándoles a los criados del abad la posibilidad de perseguirles cuando logró, tras varios latigazos, que el caballo echase a andar. De reojo, supo que el fuego de todos los elementos del campamento habían originado un incendio de esa parte del bosque, lo que le obligó a fustigar más y más al pobre animal.
Sabía que no iba a conseguir poner mucha tierra por medio. La persecución había comenzado ya y sería implacable.