lunes, 1 de noviembre de 2010

UN SUGESTIVO FRAGMENTO DE MI PRÓXIMA NOVELA"CIEGO"


Su familia de Brasil, la mujer que lo encandilaba y los amigos habían decidido con empeño que Carlos debía asistir al rito de Umbanda. Entre todos, tejieron una sutil tela de araña de la que el joven español no pudo zafarse, pero su hábito de investigar antes de crear anuncios era ya parte de su naturaleza, por lo que buscó todas las fuentes que pudieran informarle sucintamente de qué iba a encontrarse. El general França fue el más locuaz; le contó que a finales del siglo XIX existían en Río distintas modalidades de cultos africanos, aunque distanciados de las creencias traídas por los esclavos. La magia de los antepasados africanos se había transformado mezclándose con magia originada en Portugal, donde siempre practicaron hechizos y supersticiones. De tal modo, la religiosidad afroblasileña inició un sincretismo, mezcla de catolicismo, animismo africano y creencias nativas que, según el general, los umbandistas poseían pruebas fehacientes de que era la única verdad.
Al atardecer del martes, Machús, la mujer de su primo Manuel, entregó a Carlos un pantalón y una camiseta blancos. Antes de salir con sus primos, llamó a Yolanda:
-Ahora voy a la Umbanda. Siento mucha prevención.
-Sería preferible que no la tuvieras -le aconsejó ella-. ¿Vienes mañana a casa?
Carlos prefería un encuentro menos protocolario, en un bar.
-Tú ven a casa y aquí llegaremos a un acuerdo –dijo ella.
-La señora Stern me ha mandado un anillo.
-Yo la ayudé a elegirlo. Estaba tan reconocida por que te quitaras el tuyo para ofrecérselo, que deseaba darte algo importante. Cuando me consultó, vi que estaba exagerando, porque todas las piedras le parecían pequeñas.
-También es muy exagerado el que me ha enviado. Es un rubí de un kilate.y me apetece devolvérselo.
-Sería una grosería intolerable. Ella quería regalarte un diamante de dos kilates, pero me pareció femenino. Quédate ese anillo, Carlos, porque le va a tu personalidad y será tu primera joya..
El templo de Umbanda había sido una cancha de baloncesto; gradas de ocho peldaños cerraban tres de los lados; el cuarto, lo ocupaba un altar gigantesco lleno de flores e imágenes entre velas encendidas; Carlos reconoció muchos santos católicos: san Jorge, san Pedro, san Juan, la Concepción, santa Bárbara, san Sebastián, san Antonio. Muchas imágenes gente de raza negra. La mujer gorda que le visitó en casa de Manuel estaba sentada delante del altar. Todos vestían de blanco. Machús se había transfigurado; de espaldas, parecía una afrobrasileña; también Manuel resultaba vagamente indígena. Todos miraron a Carlos de un modo extraño, de soslayo, como si le temiesen.
La pista se llenó al comenzar el rito al ritmo vertiginoso y obsesivo de numerosos tambores. Con voz profunda y melodiosa, la mujer gorda entonó una canción que todos corearon a la segunda estrofa. Carlos no entendió la letra; se parecía a un himno religioso católico, con sus jaculatorias, pero contenía demasiadas contracciones portuguesas y nombres que escuchaba por primera vez; Ogum, Oxum, Inhasa, Oxossé; el más repetido era Iemanjá. Tres hombres sentados en el suelo al lado de la mãi de santo acompañaban las canciones con palabras inintilegibles. De repente, la mãi de santo se agitó y hundió la cabeza sobre el pecho. Comenzó a gritar con voz casi masculina en un idioma que Carlos no entendió, pero que sonaba a africano. En ese momento, Manuel lo empujó hacia el centro de la pista. Le habló en portugués:
-Fica aqui quetinho, sem te mexer. Não faças coisa nenhuma, vejas o que vejas.
Tenía que quedarse inmóvil y no hacer nada, cuando todos parecían alcanzados por un terremoto. Se pusieron a bailar de manera espasmódica, hombres y mujeres a la vez, con saltos convulsos y exagerados aspavientos. Algunas mujeres golpeaban el cemento del suelo con la frente, muchos hombres fumaban gigantescos cigarros puros y otros muchos bebían directamente de botellas de cachaça. Manuel agotó una en pocos minutos, se retiró hacia un rincón, cogió otra botella y un grueso collar de semillas que colocó en el cuello de Carlos. A continuación, éste sintió durante un segundo que lo arrebataba un vértigo rojo cegador, y vio al reventado y sangrante policía de la Moncloa entreverado con la multitud enfebrecida. Con escalofríos y temblores, siguió con la mirada los bellos y brillantes ojos verdes del policía, que sobrevolaban el gentío como mariposas de alas metálicas. Se pellizcó a sí mismo muy fuerte, cerca del pubis, para que el dolor hiciera que se esfumaran la sangre y la mirada verde. El estremecimiento también se esfumó, porque la razón insistía en convencerle de que estaba en medio de un arrebato nada sobrenatural; ya que descubrió las codiciosas miradas de reojo que echaba la mãi de santo hacia el cesto donde los fieles iban echando dinero, a pesar de estar supuestamente en trance.
Sin embargo, no conseguía explicarse la frecuencia con que se le nublaban los ojos, como si se interpusiera una densa cortina de humo.
Además de su primo casi velado por la neblina, otras personas le pusieron collares hasta sumar más de diez. Sin parar de bailar, el grupo evolucionaba a su alrededor, y el instante de sobrecogimiento por la visión fugaz del policía fue convirtiéndose en ironía. Unos cojeaban exageradamente, otros avanzaban con ojos cerrados como si fueran ciegos, otros llevaban uno o los dos brazos agarrotados. Gracias a su estatura superior, Carlos gozaba de visión panorámica. Machús, en medio del tumulto; giraba con los ojos vueltos y aspecto de zombi. Carlos comenzó a sentirse mal. Deseaba satisfacer a su primo, permanecer con la mente abierta, entregarse, pero su único pensamiento era que todos se habían vuelto locos. Fuera fingimiento o autosugestión, aquellas personas creían estar poseídas por los espíritus, y su deber era respetarlas. Le costaba comprender cómo había podido beber Manuel un litro de ron crudo en tan escasos minutos, y que no mostrara signos de embriaguez, sólo un estado espeluznante de trance que le hacía saltar como un gimnasta, con la ropa tan empapada de sudor que traslucía hasta los genitales. Todos sudaban copiosamente. Una muchacha arrodillada sangraba por la frente de tanto golpear el suelo con ella, y sin embargo nadie la detenía. Angustiado, desvió la mirada, porque comprendió que alguien se lo impediría si intentaba auxiliarla.
Una mujer cojeaba del pie izquierdo ladeando el cuerpo al balancearse, como si la pierna fuese de madera. Carlos mantuvo la vista fija en ella para no contemplar el resto. Fue la única persona a la que miró durante los siguientes veinte minutos. Los cantos y voces eran un clamor con poder hipnótico, el vapor del alcohol saturaba el aire junto al vaho emocional y el humo de los enormes cigarros que llamaban "charutos". La mujer giraba sin parar de cojear. A los veinte minutos, Carlos cayó en la cuenta de que había dejado de cojear con el pie izquierdo y ahora lo hacía con el derecho. Manuel afirmaba que hacían lo que los espíritus que les tomaban hicieran en vida y, sobre una angustia inmensamente claustrofóbica, consideró que el espíritu que había tomado posesión de aquella mujer era muy indeciso. Primero, cojeaba con la pierna izquierda; llegado el cansancio, lo hacía con la derecha. Se trataba de un espíritu un muy poco serio. Iba a reír. Tenía que contenerse. Debía disimular, no quería que pareciera que se burlaba. Como la risa es tanto más incontenible cuanto más se reprime, a Carlos se le saltaron las lágrimas, la carcajada se le atropellaba en el pecho bajo un nudo que iba a reventarle la garganta. La carcajada iba a estallar, se le escapaba por los ojos, por las comisuras de los labios, por las aletas de la nariz, por la agitación de los hombros. Iba a desparramarse en risas incontenibles cuando Machús saltó hacia él con expresión acerada; agitó el brazo derecho ante su cara a la manera de los hipnotizadores y, tras varias pasadas que no produjeron efecto alguno, hizo restallar el índice sobre el dedo corazón y le dijo con voz que parecía salirle del estómago;
-Fora daqui…e vai com Deus.
Los ojos de Machús querían atravesarlo. Él se mantuvo un momento inmóvil, y la risa rebelde continuaba en su rostro. Todos los que estaban cerca le miraban con la misma hostilidad. Tenía que escapar, porque estaba rodeado de personas fuera de sí con actitudes amenazantes. Luego de un minuto de parálisis, echó a correr. Se abrió paso a través de la multitud como si huyera de una caterva de muertos vivientes en una película de terror. En vez de salir por donde había llegado con sus primos, ocupada por la multitud, subió a zancadas una de las gradas y se lanzó al vacío. Cayó sobre un matorral. Todavía dominado por el miedo, permaneció un rato agazapado, Parecía haberse roto un hueso, porque la pierna le dolía mucho; pero unos diez minutos más tarde, se incorporó y probó si podía andar. Sólo parecía una contusión.
Tomó un taxi que lo llevó a casa de Yolanda. Ella lo rescató del estupor; la posesión que no había sentido en el templo de Umbanda ocurrió en la cama extensa donde entró inmediatamente en trance y donde el territorio de su humanidad fue poseído durante horas por el minúsculo cuerpo femenino. Sumergida la cabeza entre los muslos de alabastro dorado, buscó en la gruta el cobijo donde huir del estremecimiento umbandista.