LA CHASCA
“A quien se mueva de la fila, le voy a dar un chascazo”; es una de las amenazas que más aterrorizaban al niño casi hiperactivo que fui, demasiado impaciente por escapar de aquella triste e inacabable posguerra y demasiado ansioso de crecer como para comportarse con la disciplina y la circunspección que ellas nos exigían.
Eran muchos los terrores oscuros de nuestra niñez, espantosos los fantasmas que acechaban a nuestras familias (“Rojos, que sois unos rojos”, nos gritaban acusadoramente cuando alborotábamos), pero mi principal terror de párvulo era el sonido de las dos hojas de madera, que parecían un pequeño misal repiqueteado como una castañuela monocorde. Tuve muchos sueños oscuros protagonizados por chascas, pero merece la pena relatar el que más vivamente recuerdo: la senda neblinosa que conducía al cielo a través de escalas y pasarelas muy inestables y frágiles, interminables, bamboleantes, terminaba en algo tan grande como el mundo, una especie de escenario monumental visto de lejos a través de la calima lechosa; pero cuando conseguía llegar tras increíbles sufrimientos y el pánico a despeñarme desde aquellas estructuras tan inseguras, esa especie de pórtico-escenario era una chasca gigantesca, coronada por las alas almidonadas de una toca monjil, que nos iba engullendo a los niños que no habíamos sido suficientemente buenos para merecer la gloria.
Aleteando frente a la pizarra, sobre la tarima como un estrado regio, o en sus intentos vanos de poner orden entre niños de estómagos insuficientemente llenos en la fila de la leche en polvo, parecían gaviotas con sus tocas blancas almidonadas de princesas de cuentos de hadas, iguales que damas artúricas empeñadas en redimir a los enanitos del bosque de las diabólicas acechanzas de una Fata Morgana vestida de miliciana, en un Camelot de maquis de la Serranía de Ronda.
Eran innumerables las noches que me dormía con aquel soniquete martillando las sienes inocentes de mis siete años. Contrariamente a la pesadilla donde la chasca representaba el último obstáculo para ganar el Cielo, sus alas blancas aparecían en mis ensueños hambrientos convertidas en los nueve aviones que tanto nombraban nuestros padres y vecinos con terror de condenados a muerte. Nueve aviones sobrevolando Málaga en un pasado que para aquel niño era remotísimo, inmemorial, alojado en la distancia vertiginosa y cósmica de toda una generación, pero se trataba de aviones que estaban tan presentes en los lóbregos terrores de nuestros mayores como para contagiarnos su espanto, de manera que las tocas blancas, con sus picudas alas flotantes, eran en mis sueños destellos del fulgor de bombardeos del que hablaban más las mujeres que los hombres. Fulgor seguido del trueno que anunciaba el Apocalipsis. Alas blancas que en vez de la promesa de buenaventura de aquel Espíritu Santo en el que trataban de hacernos creer, eran agoreras amenazas alzadas sobre el firmamento azul de las cataratas de sus hábitos.
Lejos del ascetismo que nos predicaban, sus hábitos eran ampulosos, llenos de sobrefaldas, plisados, enaguas y mandiles, casi miriñaques de la corte de Isabel II, tan compactos y densos en sus revuelos, que en mis párvulas fantasías me preguntaba si sus cuerpos tendrían la misma forma bajo los faldones, si poseerían piernas rotundas, elefantinas, como menhires que debían cubrir con aquella ingente aparatosidad de gamuza azul.
Yo tenía que haber conocido a cinco, pero sólo estuve bajo los chascazos de tres: la de párvulos (en una grada de teatro dominical), la de la clase tercera y la de la quinta, la imponente y ríspida sor Lucía. Ignoro por qué me hicieron pasar de largo por la segunda y la cuarta, pero recuerdo que el asunto me disgustaba sobremanera, porque me parecía que en tales aulas sucedían cosas mucho más amenas que en las mías, sobre todo en la segunda, una sala con una mesa de billar frente a la entrada, que recuerdo inmensa, comandada por una voluminosa sargenta que era la única maestra no monja. Tenía voz de barítono y pelos tiesos sin recortar en la barbilla, y a todos aterrorizaba, y no me acuerdo de si era porque ella también usaba chasca. A todos aterrorizaba, pero no a mí, por alguna extraña excepción que sólo desentrañé cuando me convertí en adulto y el recuerdo del sonido de chascazos ya no me causaba demasiada inquietud. Supe mucho más tarde por qué aquella maestra de la que todos huían me acariciara el mentón con una sonrisa tierna, si es que en su rostro sargenteril de granito había espacio para la ternura. También algunas monjas me acariciaban las mejillas y se decían las unas a las otras: “Éste es sobrino de aquél…”. Yo sonreía no sé si con una bobalicona sonrisa infantil de alivio, pues la caricia y las enigmáticas frases inconclusas me rescataban de mi terror a la chasca por un instante, sin que se me ocurriera siquiera preguntarme de quién sería yo sobrino para merecer aquella especie de prebenda, un trato obviamente mucho más considerado que a los demás, que, sin embargo, al terror irracional de aquel niño no le servía de consuelo.
Un día, nos llevaron a ritmo de chasca hasta la especie de teatro dominical donde los párvulos comenzaban su ciclo escolar. Pero yo había dejado de ser párvulo, como todos los de mi clase, de manera que no comprendía qué íbamos a hacer allí; traté de escabullirme, pero mi monja de tercero, una hermana que recuerdo particularmente bondadosa y nada temible, me atrapó con garras de acero y me forzó a continuar en la fila tras amagar un chascazo en mi coronilla. Evidentemente, ella entendía, como sus compañeras, que estábamos a punto de recibir una clase magistral de la más alta esencia espiritual. Los antiguos alumnos iban a representar una obra de teatro. Se trataba de un drama algo cainita, “La muralla”, que hoy me parece más bien escabroso, pero que las gaviotas armadas de chascas lo consideraban muy moralizante. Por más que me esfuerzo no consigo comprender por qué me pasé toda la representación soñando que yo cantaba la canción de moda, extraída de “Las danzas guerreras del príncipe Igor”, de Borodin, que titulaban “Extraño en el paraíso”; yo cantaba con voz inmensa junto al proscenio, mientras varias sílfides en mallas blancas y tutúes bailaban en el escenario ocupado por los personajes de “La muralla”.
Seguramente no pasó demasiado tiempo hasta que en el mismo escenario, y creo que con los mismos intérpretes, asistimos al mayor prodigio de mi niñez. Aquellos antiguos alumnos/actores habían creado un musical, cuando ni siquiera los llamábamos así. Era, en puridad, una astracanada en la estela de Pedro Muñoz Seca, pero nuestros predecesores en la escuela, además de ingenio, tenían aficiones musicales, y pergeñaron una especie de ópera/zarzuela/musical a base de retazos de Marina (A beber, a beber y apurar, las copas de licor, que se va a celebrar la gran coronación) y muchas otras piezas líricas y canciones populares. El título, un prodigio surrealista: “El huevo frito y yo”. La trama, un glorioso disparate: un reino donde, para ser coronado, había que comerse cierto huevo frito que todos pretendían robar (Soy el mayordomo siniestro, que a robar el huevo voy…). El huevo que todos querían robar y comérselo, curiosa metáfora de la mayor preocupación de nuestros padres, de nuestros vecinos y de nosotros mismos: llenar la tripa, nutrirnos adecuadamente. Para el niño que yo era, las carcajadas de aquella tarde fueron un bálsamo que disolvió el terror de la chasca, la impaciencia, el hambre, las preguntas que no era capaz de hacerme y las que nadie me respondía.
No creo que le preguntara a ninguno de mis compañeros si ellos compartían mi terror a la chasca. En realidad, no tenía compañeros en el sentido de camaradas. Sufrí un cerco casi perpetuo durante todos los años que permanecí en La Goleta, un cerco que, aún hoy, no sé explicarme del todo, si no es con la mención del favoritismo de las monjas por ser sobrino de aquel misterioso tío que no sabía quién era. No consigo explicarme la crueldad del cerco de antipatía donde se me aisló, de manera que no recuerdo a ningún amigo antes de Antonio Caramé. Sí recuerdo nombres a los que no consigo ponerles rostro, porque he tenido que aprenderme los nombres y rostros de ocho grandes ciudades en seis países distintos, de manera que los disolventes y velos de mi memoria son ocho veces más poderosos que los de cualquiera de mi edad. Como nos llamaban y nos llamábamos por los apellidos, se me fijaron éstos: Ariza, Galeote, Sánchez, Escalona, Ruiz y dos de antiguos alumnos: Béjar e Iturriaga, pero el que más destella en mi mente es el del primero que le brindó incondicionalmente su amistad a aquel niño desamparado y despreciado que yo era, Caramé, Antonio Caramé Barrachina, un gaditano que, recién llegado a Málaga por el traslado de su padre funcionario, fue ingresado en La Goleta a pesar de que su familia residía en unas viviendas militares situadas junto al Puente de las Américas, cuando éste no existía; demasiado lejos del Molinillo para tener que acudir a La Goleta. Aquella casa fue la única de un compañero de La Goleta que yo conocí, la única donde fui recibido con calor, con enorme cariño, de manera que, cuando el padre Caramé fue trasladado a Barcelona, sufrí la peor crisis de mi niñez/adolescencia, una rabieta que me enfermó. Significaba tanto para mí Antonio Caramé, que sucedió lo siguiente: el día que celebraba su cumpleaños, cuando estábamos en la fila para entrar en la capilla de la Milagrosa, ignoro por qué motivo me encontré con que la monja puso la chasca en mis manos. No recuerdo por qué la monja me encargó que hiciera sonar el odiado objeto, pero sí recuerdo la intensidad con que me encontré rogando a Jesucristo que operase un milagro: que la chasca se convirtiera en un regalo que yo, que no había tenido dinero en mis bolsillos jamás, pudiera obsequiar a Caramé por su aniversario.
En cierta ocasión, nos llevaron de excursión a la Finca de San José. No consigo recordar quién era la monja/profesora/guía, pero recuerdo con mucha claridad el paseo, andando a ritmo de chascazos Guadalmedina arriba, y la finca junto al palacio de los Heredia. Ya entonces –hace unos cincuenta años-, me preguntaba cuándo conseguiríamos los malagueños que ahí, en el lugar que ocupa la torrentera seca del trimilenariamente denominado Río de la Ciudad, surgiera el gran paseo/gran vía que Málaga no tenía y sigue sin tener; me representaba una Gran Vía interminable, infinita, con relucientes tranvías y un túnel de Ficus como el de la Alameda, pero diez veces más largo. Nadie, ni la monja ni mis padres, ni mis vecinos, supieron responderme por qué no se convertía ese río en paseo como habían hecho, ya entonces, en casi todas las demás ciudades costeras, como las Ramblas de Barcelona. Hoy, mucho menos sabrían responderme, tras lo operado en los ríos urbanos de Almería y Valencia. Ni comentaban sobre el Palacio de San José, que podría ser acondicionado como la residencia vacacional real que Málaga no tiene para ofrecer al Rey y que en la actualidad está dedicado a sanidad mental, porque los indolentes malagueños no reivindican su uso como equipamiento institucional de la ciudad. Había mandarinos, unos mandarinos que recuerdo con sabor a gloria; se me han quedado fijos, como una fotografía, los detalles de la escena: la monja que nos guiaba preguntó a quienes nos recibieron (tal vez, los guardeses) si podíamos coger unas mandarinas; le respondieron que sí, pero aquellas personas, obviamente, no sabían a quiénes le habían concedido la autorización. Cuando la monja, con su chasca en ristre, nos dio permiso para coger aquel delicioso manjar, los niños de hambre jamás satisfecha del todo que éramos nos lanzamos hacia los arbolitos como una bandada de buitres en el desierto, y conservo fotográficamente la expresión desolada de quien nos había autorizado, una expresión que era el reflejo de la reprimenda que iba a recibir de sus patronos por los destrozos que estábamos causando.
No consigo determinar si hay algún viso de felicidad en mis recuerdos infantiles vinculados a La Goleta. Creo que no. En mi próxima novela en editarse, que saldrá a la venta esta primavera de 2005, titulada “La desbandá”, dedico más de una sexta parte a un episodio sucedido en La Goleta durante la Guerra Civil, el que protagonizó aquel tío mío por el que las monjas me acariciaban el mentón. Escribirlo ha representado para mí una catarsis, una especie de exorcismo, y he podido narrar el episodio sin rencores ni miedos, y me parece que ni menciono la chasca. A las monjas sí, unas monjas que creo que no conocí, anteriores a mi estancia en aquellos patios laberínticos, aunque tal vez eran las mismas en su mayoría, a quienes he conseguido describir con simpatía.
Nos enseñaban más a rezar que a multiplicar. Su sentido de la docencia era la repetición rítmica de soniquetes al ritmo de chascazos, pero aunque éramos pobres y muchos residíamos en viviendas que hoy nos parecerían marginales, casi todos crecimos decentes y honrados y con un profundo sentido del deber, el sacrificio y la disciplina. Algo/mucho tendrá que ver con aquellas monjas como gaviotas.
Luis Melero, febrero de 2005.