Cuentos de mi biografía
15 – MANGLARES
Nunca había visto paisajes más bellos ni más multicolores; muchos
rincones venezolanos me parecían únicos, al menos nunca los había visto
parecidos; algunos de los bosques que ellos llamaban “selva” eran
extraordinarios, con ejemplares increíbles de árboles y plantas; había
numerosas variedades de orquídeas maravillosas; el clima de la costa era
tropical caluroso, pero el de Caracas era como si tuviera aire acondicionado de
hotel de lujo. Todo el país presentaba una gama interminable de colores, pero
al volver para comenzar a vivir permanentemente en Venezuela mi ánimo se volvió
de color petróleo.
Para aquellas personas que tan fastuosamente me habían atendido durante
mi visita “turística”, ahora no se trataba ya de atender a un visitante que
pronto se iría. Yo no constituía una novedad y había dejado de estar revestido
con el halo del exotismo improbable. Me enfrentaba a la vida real, a partir de
ahora no pasaría días tras día y semana tras semana en maravillosas excursiones
en yate ni en travesías en jeep por la selva, amparado por los mimos y la
solicitud de cuatro o cinco personas. Que siempre habían sido hombres. La gelidez
de la nieve negra de Nueva York ya no traspasaba mis mocasines, pero encontraba
una frialdad imprevista en el trato de la gente que pocos días antes me obsequiaba
y halagaba como a un rey.
Fue como caer de una nube. Durante mi mes de turista, me habían impresionado
tanto Chichiriviche y los manglares de Barlovento y Chirimena, que deseaba regresar
cuanto antes a uno de esos sitios. Sentía enormes deseos de volver a navegar en
lancha por los canales, bajo el estrepitoso toldo multicolor de las bandadas de
loros y cotorras. Me habían dicho que pasaban de doscientas las especies de
loros existentes en el país, y yo creía haberlas visto todas durante el
fabuloso mes de visitante. Bandadas que teñían el cielo de rojo; bandadas que
volvían azul metálico el firmamento. Bandadas tan nutridas, que ocultaban el
sol. Esas aves de todos los colores eran las verdaderas amas de extensos
parajes venezolanos.
Ante mi solicitud de una nueva excursión, Pepe me respondió que tendría
que esperar a valerme por mí mismo:
-Cuando trabajes y puedas comprarte un carro o alquilarlo, podrás ir por
tus propios medios.
Habían terminado mis privilegios de visitante provisional. Hasta noté que
modificaban sus expresiones. No percibía curiosidad en sus miradas ni el entusiasta
propósito de complacerme. Mi relación con ellos había dejado de ser
provisional, pues me había convertido en un inmigrante más que, tal vez, podría
ser competidor en algún sentido. La expresión que más había mudado era la del
misterioso Fraga, que se había vuelto elusiva, como si existiera alguna cuenta
pendiente entre los dos que a él le hiciera avergonzarse; tardé en comprender
que él era un intruso en las prerrogativas de los otros tres y me veía como un
competidor que pudiera disputarle el puesto o hacer resaltar demasiado su
intrusión.
Pasé varios días sintiendo una incomodidad que no sabía explicarme.
Aquellas personas que habían sido parte fundamental de mi decisión de abandonar
Nueva York y volver, resultaba ahora que no debía contar con ellas. Que no
podía contar con ellas. Caracas era una ciudad tan difícil como todas las
demás, no era lo que me había parecido durante mis frías dificultades de Nueva
York, la especie de “fuente de la eterna juventud” y “paraíso soñado” en pos de
los cuales había regresado. Había sufrido un espejismo, fruto de mi entonces ignorada
necesidad de tener a quien amar y en quien confiar; yo no era consciente
entonces de lo que me estaba perdiendo: los placeres de juventud, el amor, la
compañía, la solidaridad… Ahora, tantos años después, reconozco que abandoné
Nueva York, donde dispuse del privilegio legal que millones de
hispanoamericanos soñaban, y regresé a Caracas por la belleza de los manglares
pero mucho más por la belleza de compartir mi vida con otra gente.
Pepe y su padre vivían en un piso pequeño para los usos sudamericanos,
donde hallan inconcebibles los espacios donde moramos los europeos. Se trataba
de una vivienda pequeña según los estándares, pero mi habitación era la más
grande que había ocupado en ningún sitio. El dormitorio de Pepe no estaba
demasiado cerca y aun quedaba en el medio una habitación que usaban como
almacén. Debo confesar que sufrí episodios de insomnio la primera noche, alerta
por la expectativa de que Pepe pudiera entrar en mi cuarto en el momento más
inesperado. Pero no ocurrió. El insomnio me martirizó varias noches más, por no
haber esperado lo inesperado en el retorno al paraíso gozado un mes. La mañana
siguiente, me desperté ojeroso; el padre me ofreció un café, al tiempo que me
decía:
-Aunque te parezca mentira, hay una churrería aquí al lado.
No me hacía falta nada más para interpretar que tendría que desayunar por
mis medios. Pero a causa de mi decepcionante impresión de regreso, estaba
desenfocándolo todo, porque al regresar de desayunar unos churros rarísimos,
encontré a Pepe comiendo una arepa; se apresuró a preguntarme:
-¿Dónde habías ido? Te hemos esperado para desayunar, pero ya no podía
demorarme más, porque es la hora de trabajar.
Pepe era barbero. Tenía un local pequeñito, con solo un sillón; sin
embargo, el sofá de la espera estaba siempre ocupado por dos o tres hombres.
Sorprendentemente, Pepe no paraba ni un momento durante todo el día y siempre
tenía que prolongar su jornada por algún rezagado que se lo rogaba. Me pareció
comprender por qué se entrenaba tanto en el gimnasio de pesas; nadie que no
fuera tan fuerte como él podía resistir tantas horas de pie, sin cansarse.
-No me canso en absoluto –respondió cuando le pregunté.
-Claro, tienes muslos de elefante…
Pepe me miró con lo que pareció brevemente enfado. Pero esa noche y los
siguientes dos o tres días me di cuenta de que se exhibía a todas horas en
calzoncillos o bañador, dejando ver sus muslos. No se había enfadado, pero
tardé todavía algunas semanas en comprender lo que significaba en realidad aquella
mirada tan intensa.
Actualmente, me resta muy poco tiempo; no he comprendido hasta ahora
cuánto me he perdido, cuánto he rechazado el amor, cuántas personas me han
amado sin que yo les abriera la puerta. Pepe no encajaba ni de lejos en lo que
yo pudiera considerar adecuado o accesible para mí. De ningún modo podía creer
que alguien de sus características físicas pudiera amarme o, por lo menos, desearme.
Evitaba mirarlo de modo contemplativo; en realidad, lo miraba muy poco, sobre
todo cuando iba del baño a su dormitorio sin cubrirse, sin ninguna clase de
pudor. Pero lo que había visto ya era suficiente para considerar que su cuerpo
era lo más cercano a la perfección de las estatuas que estudié en Italia. Y su
cara era también hermosa, a su manera intensamente viril. Nadie con tales
características podía estar al alcance de mis deseos. Nadie así podía amarme.
Toda mi vida he creído que no merecía recibir regalos, ni elogios ni
concesiones. Mis padres se empeñaron de niño en hacerme creer que sólo pagando
conseguiría placeres y gestos de amor. Enseñanza que he seguido fielmente
durante toda mi vida. Nunca he consentido que me amen. Nunca.
Siempre he rechazado, a causa de creerme siempre tan rechazado. No tenía
nada que esperar en Venezuela, tampoco en Venezuela. ¿Me había equivocado en
Brasil con Xico, exagerando el miedo a la Umbanda? ¿Había cometido un acto de
inconsciencia absurdo, apartando a Xico de mí?
Era demasiado improbable que pudiera dar de nuevo con alguien como Xico.
Desde los enfoques de mis prejuicios, la sospechada devoción de Pepe tenía algo
de ilegítimo, como si al intenta seducirme, procurase una relación pedófila; lo
cual era un disparate, puesto que yo tenía veintiocho años y aunque él me
pareciera mayor, no pasaba de los treinta y cinco.
Pero tuve que aplazar tales ideas y temores, porque mi única preocupación
debía consistir en conseguir un empleo.
Sólo cinco semanas antes, había rechazado el empleo que me ofreciera el
director creativo de J. Walter Thompson, porque por aquellos días no tenía el
menor propósito de permanecer en Venezuela. Ahora, ¿podía ir a pedirle que me
ofreciera de nuevo trabajo? ¿No había detectado en aquel hombre la evidencia de
un deseo ilícito, como el que yo le atribuía a Pepe sin razones consistentes?
Sabía ya que nadie en otros países se carga de tantas culpas como nos
cargamos los españoles, por la influencia atroz de enseñanzas religiosas muy
ignorantes. En los trópicos, y en general en toda Hispanoamérica, los hombres
no tienen reparos en proporcionar placer a algún amigo que se lo solicite, y
nadie elude con firmeza tales ocasiones. Yo, sin embargo, no había conseguido
desatar las ligaduras mentales que me habían impuesto en España, aunque llevaba
más de cinco años viviendo en otros lugares. Mi vida ha sido así siempre, hasta
ahora: una incansable negación de mí mismo; una renuncia masoquista y obcecada
a cuanto me pueda complacer.
En Río de Janeiro, y también en Buenos Aires, había experimentado muchas
veces la sorpresa de que, al cruzar brevemente la mirada con un hombre que
estaba acompañado de su mujer o su novia, viniera un poco después tal hombre a
proponerme una cita. A pesar de ello, persistía en el empeño de reprenderme y
hasta martirizarme a mí mismo. ¿Podría rendirme al deseo alguna vez? ¿Podía sugerir
al director creativo de J. Walter Thompson que iba a corresponderle, a fin de
conseguir el empleo?
No, no podía. Todos los rincones de mi conciencia y todas las moléculas
de mi cuerpo me lo impedirían.
Decidí dejar para más adelante la posibilidad de volver a J. Walter
Thompson y me afané presentándome en todas las agencias publicitarias
caraqueñas que tuvieran alguna importancia. A despecho de mis angustias, noté en
seguida que un par de agencias iban a llamarme para contratarme. No afirmaron
nada, pero al reflexionar al fin del día, saqué esa conclusión, que no me
produjo júbilo.
Porque durante ese día había visto y presentido lo suficiente como para
que el alerta molecular de mi cuerpo se pusiera al rojo vivo. Las personas que
me habían entrevistado, las que había visto en los cafés, dos tipos que había a
mi lado ante el mostrador de una arepera, Pepe durante el almuerzo… Con tanto
como necesitaba un empleo con urgencia, los arneses paralizantes que me había
puesto mi “educación” española comenzaron a ahogarme en cuanto me acosté. Entre
duermevelas y pesadillas, y a despecho de llevar ya casi siete años considerándome
ateo, un río de culpa como lava se deslizaba abrasadoramente por mi pecho.
No iba a ser capaz de vivir en Venezuela bajo esa tortura. Pero después
del mes turístico, el intento en Nueva York y los tres pasajes de avión, no me
quedaba apenas dinero. Creo que conservaba sólo unos ochenta dólares.
Estaba obligado a romper mis ataduras o, por lo menos, librarme
brevemente de ellas a fin de echar a andar en Caracas.
¿Conseguiría trabajar antes de verme obligado a confesar mi ruina a Pepe
y su padre?