lunes, 9 de septiembre de 2013

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA

Subo la segunda entrega de esta divertida y "atrevida" novela.
La tercera entrega y última, próximamente


TERCIO DE DESPERTARES

En el hotel de Palencia, por primera vez desde que Omar empezara a visitar hoteles por el toreo, los recibieron con reverencias el viernes por la tarde. No era demasiado frecuente que lidiaran toros en la ciudad, y tener a tres novilleros hospedados a la vez representaba, al parecer, un inmenso honor para el establecimiento.
-¿Ha hablao usted con ellas? -preguntó Omar a su apoderado, cuando terminó de ducharse y comenzaba a vestirse.
-Sí. Parece que la niña sí que tiene interés. Su tía me dice que ha suspendío una excusión que tenía mañana, pa visitar las cuevas de Altamira, sólo por verte torear.
-¿Vendrán temprano?
-No. Me ha dicho Isabel que ella trabaja por la mañana y que sólo podrán coger el autobús después del almuerzo. Llegarán justo a la hora de la novillá. Ya he pedío que les reserven las entradas.
-Me hubiera gustao dar un paseo con ella...
-A mí también... con la tía -el Cañita carraspeó-. Pero creo que habrá ocasión después de la corría, no te preocupes. Ahora, hay que organizar las cosas pa que te acuestes temprano. He han dicho que hay un horno-asador aquí cerca, y que es mu bueno. ¿Tienes hambre ya?
-¡Una pechá! A ver.
Cuando descendían, el ascensor paró en el piso situado una planta más abajo y se abrió la puerta para dar paso a un matrimonio en la treintena, ambos muy elegantes. Él tenía aspecto algo fofo, con un cuerpo cilíndrico al que el magnífico traje de Armani no conseguía dar forma, un papafrita total a pesar del dinero que gastaba en vestirse, a juicio del novillero. Ella... Omarito no consiguió reprimir la mirada con que la desnudaba. En su figura de sofisticada modelo de pasarela pero con curvas, los pechos, ni demasiado grandes ni exiguos, apuntaban casi al techo; las caderas incitaban irresistiblemente a envolverlas entre los muslos; cintura breve para su edad aparente. Y la cara... ¡Joé! Unos ojos negros como carbones capaces de incendiar un témpano; la nariz fina y recta como para acariciarla a perpetuidad; los labios estaban pidiendo mordiscos a gritos y las fresas que escondía su boca más allá del rosario de perlas refulgientes exigían ser degustadas de inmediato. Ella leyó irremediablamente lo que la mirada del joven estaba transmitiéndole. Sonrió girando un poco la cabeza hacia el muchacho, como si tratara de que su acompañante no pudiera sosprender el gesto; se encendió en sus ojos lo que parecía una pista de aterrizaje para los deseos evanescentes que volaban por la mirada de Omar y frunció un poco los labios como si quisiera contener una frase inconveniente.
-¿Eres uno de los toreros? -preguntó al fin.
-S...sí.
-Mañana pensamos ir a la corrida -informó el marido.
-¿Qué hay que hacer -preguntó la mujer- para que a una le brinden un toro?
-A usted le brindaría yo media docena sin necesidad de que haga ná.
Ambos sonrieron, pero ella acompañó la sonrisa con una mirada escrutadora y un coqueto alzamiento de hombros. Estaba realizando alguna clase de inventario que el joven no fue capaz de determinar.
La pareja se despidió al salir a recepción.
Pero volvieron a verlos en el restaurán. Omar se situó en el asiento orientado hacia ellos, porque notó al vuelo que la mujer le miraba muy fijamente, tanto, que a veces se veía obligado a desviar los ojos, porque llegaba a sentir apuro, convencido de que el hombre no tenía más remedio que darse cuenta. El sujeto tenía una pinta repulsiva, porque su carne parecía blanda y traslúcida.
De espaldas a ellos, el Cañita comentó:
-No veo el hambre canina que decías que tenías; cómete esa carne de una vez, niño. ¿Qué miras tanto?
-A la gachí del ascensor. Me parece que quiere algo.
-Déjate de líos, niño, que mañana toreas... y ya sabes.
-Es simple curiosidad.
A la mitad de la cena, cuando tenían la mujer y Omar la mirada fija uno en el otro, ella hizo con los ojos una levísima señal en dirección al rincón donde estaban los aseos; una señal casi imperceptible, pero el novillero la interpretó con tanta claridad como si fuera un anuncio de neón. Un instante después, la mujer se alzó y se dirigió hacia los aseos con un contoneo que puso a hervir todos los fluídos del joven.
-Voy a mear -informó precipitadamente al Cañita, y trató de no correr mientras se lanzaba en la misma dirección.
Una sola puerta separaba de la sala el pequeño vestíbulo de los baños. Más allá de la puerta, el espacio medía sólo dos metros por uno y medio, con un espejo a un lado y, enfrente, las puertas de los reservados de caballeros y de señoras. La mujer estaba encerrada dentro de este último. Omar, que no tenía ganas de orinar, permaneció en el vestíbulo. Ella tardó un par de minutos en salir.
-Oh, qué casualidad -exclamó con un cinismo innegablemente gracioso-. De nuevo nos encontramos.
Omar no se anduvo por las ramas:
-¿Qué posibilidades hay de que la vea a usted a solas?
-Muchas. ¿Qué vas a hacer esta noche?
-¿Yo? Lo que usted quiera. A ver.
-Bien. Pues verás; ahora, después de la cena, tenemos mi marido y yo una partida de póker en casa de unos amigos. Pero me va a dar una jaqueca insoportable y mi marido no abandona una partida ni por un terremoto, así que voy a volver sola al hotel, digamos que... -miró el reloj de diamantes- ¿dentro de hora y media?
Omar asintió.
-Espera en el hall. Cuando me veas entrar, aguarda unos cinco minutos y, entonces, sube a mi habitación. Es la trescientos dieciocho.
Comió con la avidez de siempre, pero sin darse cuenta de lo que engullía ni saborearlo. Notaba la mirada alerta y suspicaz de su apoderado, por lo que evitó tanto como pudo dirigir la mirada hacia el matrimonio. El camino de regreso y el acto de desnudarse los realizó sintiéndose escrutado por Manolo el Cañita, de quien comenzaba a sospechar que tenía el don de la clarividencia.
Había pasado ya la hora y media, y el Cañita no acababa de dormirse. Sabía por experiencia que el apoderado tenía leve el sueño, por lo que había organizado, con muchísimo disimulo, la ropa y los zapatos de manera que pudiera deslizarse fuera de la habitación sin armar barullo. Pero no se dormía y ya la gachí habría pasado por el vestíbulo; bueno, de todas maneras, podía ir a llamar directamente a la habitación, pero... ¿y si ella se desengañaba al no verlo y daba la media vuelta? No, no lo haría, no tendría justificación volver junto a su marido tras haber pretextado un malestar tan fuerte, porque eso de una "jaqueca" tenía que ser una efermedad tremenda. Vaya, el Cañita comenzaba a roncar. Sacó las piernas de bajo la cubierta y puso los pies en el suelo; acechó a ver si el viejo lo había notado. Continuaba roncando. Se alzó muy suavemente, tratando de que no sonara el somier; antes de dar un paso y agacharse para coger los zapatos a tientas, volvió a aguardar. El sueño se estaba profundizando. Se movió con levedad, recogió los zapatos y la ropa; abrir la puerta le tomó más de dos minutos, pero consiguió que no crujiese el resbalón; cerrar le costó otro tanto. Se vistió precipitadamente en el pasillo y echó a correr. Permanecería unos minutos en el vestíbulo, por si ella se había retrasado y, si no aparecía, iría directamente a la habitación trescientos dieciocho.
El conserje le sonrió con untuosidad.
-Buenas noches. ¿Necesita usted algo?
-Yo...
La llave de la trescientos dieciocho estaba en el casillero. No había llegado todavía.
-... me apetece una cerveza.
-El bar está abierto todavía, no cierran hasta las tres. Por ahí, al fondo a la derecha -señaló el conserje.
Omar simuló seguir la indicación, observó de reojo que el hombre no le miraba y volvió sobre sus pasos. Se situó en un asiento que quedaba fuera de su campo visual.
Mientras acechaba la llegada, meditó: Éstas sí eran cosas como las de don Juan Tenorio, una aventura con todos los ingredientes de la función, mujer de alta alcurnia, marido burlado y encuentro en circunstancias arriesgadas. Ahora no se trataba de dos tías cachondas que lo únco que pretendían era medirle el pene para dilucidar una apuesta, sino de una gachí muy elegante, el equivalente de una duquesa en los tiempos de don Juan, una gachí que iba a entregársele en el mismo cuarto donde dormiría su marido más tarde. Estaba arrebatado de expectación; sólo un instante pensando nada más que en el cuarto, y ya tenía el arsenal preparado. Ahora sí que podía sentirse en camino de ser como el personaje del teatro.Veinticinco minutos más tarde, cuando ya desesperaba que ella pudiera librarse del compromiso, la vio llegar.
Entró precipitadamente, pidió la llave mirando con nerviosismo alrededor, él adelantó la cabeza para que constatase que aún la esperaba. Notó que sonreía sin apenas tensar los labios y se dirigía con prisas al ascensor. Los minutos eran eternos. Sólo aguardó tres más.
Le abrió inmediatamente.
-Disponemos de poco tiempo. No las tengo todas conmigo, porque no había apuestas fuertes en la partida y, a lo mejor, se aburre mi marido y le da por volver. Ni siquiera me atrevo a pedir champán, por si no nos da tiempo a quitarlo todo de enmedio.
-¿Champán? ¿Quién puede pensar en champán ahora?
Ella sonrió.
-Tienes razón. Me llamo Silvia. ¿Cómo te llamas tú?
-Omar.
-Pues a ver si le haces honor al nombre y te portas como el dueño de un harén.
Comenzó a quitarse los zarcillos al tiempo que encendía el hilo musical y movía el mando en busca de la música apropiada. Encontró una suave, cadenciosa, algo así como aquello que llamaban "jazz". Terminó de desprenderse de las joyas y, mirándolo fijamente, fue tirando la ropa entre contoneos, escenificando un strip tease con mucho arte. Omar tardó sólo unos segundos en quedar completamente desnudo.
-Vaya, Omar, eso es lo que se dice mérito.
-¿Mérito?
-Te sobra. Como para un trío de toreros.
-Pues lo suyo no se queda atrás.
-Oye, con lo que vamos a hacer, todavía me hablas de usted. ¿Tan vieja me encuentras?
-¿Vieja? Eres un caramelo de nata.
-Pues apresúrate a dar unos cuantos lamentones al caramelo.
No se hizo de rogar. Todavía de pie, la tomó por la cintura y bajó la boca en busca de los pechos. No tan grandes como los de la noruega, pero eran azuquita en rama. Los dos. Mordió los pezones conteniendo las ganas de devorarlos. Ella gimió.
-¿Te hago daño?
-Sigue, sigue...
Ella tanteaba con la mano, en busca del pene. El se retiró para evitar que lo agarrase, porque iba a funcionar el surtidor al primer toque.
-¿Has traído preservativo? -preguntó Silvia- Mi marido no usa.
-Sí... -murmuró Omar sin soltar el pezón del todo.
Tenía el condón apretado en la mano izquierda. Sin deshacer el abrazo, rasgó a tientas el plástico, tratando de enfundárselo a continuación con sólo la derecha. Nunca lo hiciera. El estallido se produjo antes de que el látex le cubriera siquiera el glande.
-¿Tan pronto? -lamentó Silvia con decepción.
-No te preocupes. Esto es namás que el trailer de la película. Échate en la cama, que va a empezar la función.
Ella adoptó una hermosa pose insinuante, los hombros en la almohada, el tronco de frente y los bajos casi de perfil, el brazo izquierdo extendido en la colcha y la mano derecha apoyada en la cadera. El joven comprendió, por sus maneras, que era una mujer de clase especial, muy por encima de todas las que había tenido antes entre sus brazos. Era incapaz de imaginar cuántos años tendría, porque vestida, en el ascensor, le había parecido que podía andar algo por encima de los treinta, pero, ahora, desnuda, la firmeza del vientre y el dibujo perfecto de las caderas parecían los de una joven de poco más de veinte.
-Pareces... -Omar titubeó.
-¿Qué?
-Una... estatua.
Silvia soltó una risita.
-Hay estatuas espantosas.
-Sí, pero tú eres de las más bonitas.
-¿Crees que... podrás?
-Espera sólo unos minutillos, y verás.
El novillero sacó del bolsillo del pantalón el segundo preservativo, abrió el envase y desenrolló los primeros tres centímetros. Miró con intensidad a la maravilla que le esperaba en la cama y trató de anticipar el terciopelo caliente que sería el interior de su vagina, una gruta con tesoros más fabulosos que el de Alí Babá, dentro tendrían que estar bailando las hadas de todos los cuentos. Ya se alzaba; un minuto más, y estaría dispuesto. Giró la cintura a un lado y otro, para agitar el pene, que saltó pesadamente dibujando un gran círculo.
-Ahora -dijo Omar, sonriente-, allá voy.
Se colocó a horcajadas sobre Silvia, entregándole el condón.
-Pónmelo.
-Chico, esto es un salchichón y no lo que ponen en los bocadillos.
-¿Quieres comer un poco?
-No tenemos mucho tiempo, Omar. Me temo que hemos de darnos algo de prisa.
Sin más preámbulo, entró en ella. Tras unas pocas sacudidas, notó que le cogía la mano derecha y la conducía hacia su vulva, bajo la presión de los dos cuerpos.
-Acaríciame aquí.
-¿No te basta con lo que te he metido?
-¿Te han explicado lo que es un clítoris y su función?
Él no respondió. Nunca había oído esa palabra.
-Este botoncito, ¿lo notas?, es el equivalente femenino del pene. Es lo que nos hace gozar a las mujeres. Si me lo acaricias mientras me penetras, tardaré mucho menos.
-¿No podríamos vernos otro día con más tiempo?
-Ya veremos. Acaríciamelo, así, así...
La respiración anhelante le anunció al joven que ella estaba cerca del clímax, por lo que aceleró las arremetidas.
-¡Qué fuerte eres, muchacho!
-No sabes tú cuánto. ¿Te gusta?
-Me vuelve loca, sigue, no pares, más fuerte, ¡sí!, así... sí.
Se agitó aunque sin excesivas alharacas, sin los aspavientos de la Nancy ni la locura de la noruega, pero, en efecto, estaba gozando repetidamente. Omar apretó un poco más, movió las caderas a izquierda y derecha y, en una última sacudida, encontró su propio placer.
Tras inspirar con fuerza y soltar un suspiro, dijo Silvia:
-No quiero ni soñar lo que sería pasar toda una noche contigo.
-Pues no te lo imagines. Vamos a otra habitación y amanecemos juntos.
Ella sonrió.
-Es imposible, muchacho. ¿Sabes con quién estoy casada?
-Con un tipo medio calvo que debe de ser impotente.
-¡Qué perspicacia! Sí, es verdad que le queda poco fuelle, pero es el marqués de Benaljarafe y no puedo...
-¿Qué?
-Yo era modelo cuando lo conocí, y procedo de una familia de clase media, con unas posibilidades que distan de mucho de la clase de vida que mi marido representa. Salvo que yo tuviera motivos muy claros para demandarlo, o se divorciara por su propia iniciativa, no puedo arriesgar mi matrimonio, ¿sabes?, para encontrarme en la calle, sin nada. Sin embargo, me complacería mucho volver a verte.
-¿Quiere decir eso que tengo que irme ya?
-Lo siento, pero sí.
-Déjame un poquillo más.
-No, de veras que no. Esto es muy arriesgado.
Había tenido ya su ración -pensó el novillero-, lo que esperaba, y se daba por satisfecha. Él necesitaba mucho más. Sin decir nada, fingió que iba a alzarse de la cama, pero volvió a caer sobre ella y la abrazó fuertemente.
-Quita, Omar, por favor. Tienes que darte prisa en irte.
-Sólo es un minuto. ¿Ves? Ya está a punto.
Volvió a penetrarla, pero, ella, inmovilizada por su peso, se estaba resistiendo.
-Por favor, chico. No me hagas enfadar.
-Falta un segundo -aseguró él sin parar de bombear y con los brazos fuertemente apretados en torno de su cuerpo.
En ese momento, sonaron golpes en la puerta.
-¿Ves? -dijo Silvia-. La hemos fastidiado. Coge tu ropa y sal deprisa al balcón.
Súbitamente angustiado, Omar hizo lo que le indicaba. Se precipitó de un salto sobre la ropa, la cogió en un gurruño, aferró los zapatos y salió al balcón. Mientras empezaba a vestirse, escuchó:
-¿Por qué has tardado tanto en abrir?
-Estaba dormida, Alberto. He tomado un calmante para la neuralgia, y ya sabes el efecto que me hace.
-¿Con la música encendida?
-Me he dormido sin darme cuenta.
-¿Ahora duermes desnuda?
-¿No te gusta?
-No. Es indecente. Ponte el camisón.
A través del visillo, Omar vio que el marido se acercaba a los postigos. Sólo había conseguido enfundarse la camisa y el calzoncillo. Se calzó precipitadamente los zapatos, sin atárselos, y, con el pantalón en la mano, se izó encima de la baranda y saltó hacia el balcón vecino. Resbaló a punto de precipitarse en el vacío y sólo por sus excelentes reflejos consiguió aferrar ambas manos en los barrotes de hierro. Cuando se alzaba, cayó en la cuenta de que había soltado el pantalón. Con un estremecimiento, oyó que alguien decía en la calle:
-¡Un pantalón! ¡Mira allí arriba, uno que escapa de un cornudo!
-¡Sí, coño! Un donjuán en apuros.
-¡Chisss! -trató Omar de acallar a los chistosos.
En vez de dos, ahora eran ya seis o siete los que se habían agrupado con la cabeza levantada en su dirección, señalando escandolasamente hacia arriba. Omar empujó los postigos, a ver si cedían. Estaba echado el cierre. Golpeó, a ver si tenía la suerte de que fuese un hombre el huésped y le ayudaba. Nadie acudió a la llamada. ¿Qué podía hacer? Sin pensarlo más, repitió el salto, esta vez con mayor fortuna, yendo a caer en un balcón que tenía los postigos sólo entornados. A esas alturas, ya eran lo menos veinte los que formaban el auditorio que contemplaba el espectáculo, el conserje del hotel entre ellos.
-Es el torero malagueño -oyó que decía éste.
Empujó los postigos de golpe y, al instante, se encendió la luz.
-¿Qué...? -gritó el hombre joven en cuya habitación había irrumpido.
-Perdone, siga durmiendo. Salgo ya.
El hombre sonrió, deslumbrado por las fortísimas piernas desnudas que asomaban bajo la camisa y la prominencia morcillona del slip.
-No tengas prisa. Ven aquí... ¿no te gustaría acabar la faena?
¡Un maricón! Omar se precipitó hacia la puerta y echó a correr pasillo adelante. Cuando subía de tres en tres los peldaños de la escalera, recordó que la llave de la habitación estaba en el bolsillo del pantalón. Y ahora, ¿qué? No podía llamar a la puerta y despertar al Cañita; le echaría una bronca de mil demonios y, después de lo ocurrido el último martes, a ver si no le daba por romper definitivamente la asociación. Anheló que el conserje, al ver de quién se trataba, hubiera recogido el pantalón y subiera a dárselo. Esperaría un poco, antes de despertar al Cañita, a ver si el sujeto tenía tal ocurrencia. Pero al iniciar el recorrido del pasillo, vio que el conserje estaba ya golpeando la puerta. No había nada que hacer. Se escondió. Escuchó al Cañita refunfuñar:
-¿Qué pasa?
-A su matador se le han caído los pantalones por el balcón. Tómelos.
-¡Qué dice!
-Creo que quienquiera que fuera con quien estaba, el marido en cuestión lo habrá sorprendido. Debe de andar por ahí, de balcón a balcón, buscando por donde entrar de vuelta al hotel.
-Está bien. Recuérdeme mañana que le dé una propina.
El novillero notó que su apoderado adelantaba la cabeza fuera del dintel, escrutando pasillo adelante en ambas direcciones; identificó en su expresión los amargos reproches que preparaba. Escondido en el recodo, esperó a que el conserje tomara el ascensor. Cuando lo hizo, llamó a la puerta. El Cañita alzó la mano, dispuesto a darle una bofetada.
-Está bien, don Manuel, me lo he ganao. Adelante. Deme tós los guantazos que quiera.
-Niño, ¿no sabes lo que te puede pasar mañana, cuando el toro huela a coño? ¡Ere un inconsciente! Venga, métete en la bañera dos horas por lo menos, con tó el gel que haya en la botella, y echa este tarro de colonia en el agua, no sea que el domingo tenga que llevarte a Málaga en ambulancia. Venga ya, que necesitas descansar.
-Perdóneme, don Manuel.
-¿Perdonarte? Cuanto acabe la novillá mañana, te voy a poner un ojo a la virulé. ¡Por éstas!

Espantá
El Cañita había tenido el buen sentido de elegir el vestido de color tabaco, menos mal. El negro, el tabaco y el burdeos eran los que menos dejaban notar la trempera, y eso le venía de perlas, porque Marisa estaba con su tía en la barrera del dos y, sólo diez personas más hacia la izquierda, Silvia, con el bizcocho mojado y rancio de su marido, ocultos los hermosos ojos por grandes gafas de sol, a pesar de lo cual, notaba que lo miraba por la sonrisa casi indetectable.
Otra vez en el foco de atención por ser debutante en la plaza. Menos mal que la gente de Castilla no era tan chillona y bromista como la de Andalucía, porque de frente no se notaba nada, pero sabía que de perfil tenían que verse a mil leguas los Picos de Europa, porque no había acabado tampoco la faena con la marquesa y estaba igual que cuando la noruega lo dejó a medio satisfacer. Tenía que habérsela cascado antes del paseíllo, pero comenzaba a darle apuro seguir comportándose como un niño delante del Cañita. Por esa razón, estuvo deslucido con el capote, no les disputó el quite a los compañeros y no se decidió a clavar banderillas. Se sintió en un compromiso a la hora de brindar la lidia del toro; tenía que ofrecérselo al público y lo hizo, era lo más comercial, pero, por un lado, sabía que no estaba inspirado y, por el otro, intuía que Marisa esperaba que se lo brindase a ella, lo que también crearía un conflicto con la marquesa. El conjunto de tensiones interrelacionadas estuvo a punto de ocasionar que de nuevo le devolvieran el toro a los corrales. Por suerte, atinó al sexto intento con una media lagartijera cuando iba a sonar el tercer aviso, y el animal rodó, aunque necesitó puntilla.
Siguió el resto de la lidia con escasa concentración, pensando que necesitaba pedirle al Cañita que lo embozara para aliviarse, pero sin decidirse.
En la barrera del tendido dos, conversaban Isabel y Marisa:
-No te preocupes -dijo la tía-, también en Vélez falló con el primero.
-Parece estar muy preocupado -comentó Marisa.
-Los toreros tienen mucho amor propio. Además, me huelo que desea deslumbrarnos, así que ahora, el pobre, tiene que estar hecho polvo.
-Le estará bien empleado, por chulo. No puedo soportar esos desplantes que hace, abierto de piernas y metiendo el culo para dentro, para que todos comprueben lo bien que le ha dotado la naturaleza.
-Que no es eso, chica. Todos los toreros hacen lo mismo.
Detrás de ellas, dos aficionados charlaban:
-¿Has escuchado el chisme?
-¿A qué te refieres?
-A lo de Omar Candela.
Marisa prestó atención al oír el nombre. Continuaron a sus espaldas:
-No me ha parecido gran cosa.
-En la plaza, no, pero cuentan que es un calentorro de cuidado. Ahoche, andaba descolgándose por los balcones del hotel, huyendo de un marido cornudo que quería matarlo y le amenazaba con un revólver.
-¡No me digas!.
-Creételo. Parece que el cornudo lo sorprendió el plena faena. Tuvo que escapar en pelotas y media Palencia le ha visto los huevos. Cuentan y no acaban. Dicen que se las gasta del calibre cincuenta.
El otro soltó una carcajada.
-Me voy -dijo Marisa.
-¿Estás segura? -preguntó Isabel.
-Sí. Me repugna ese tipejo. No tendríamos que haber venido.
-Por lo menos, vamos a verlo torear.
-No. Quédate tú si quieres, pero yo me voy.
-Caramba, Marisa, no exageres. Cualquiera diría que el chico te hace tilín y te ha puesto celosa el comentario de ésos que están ahí detrás.
-Lo que me da son arcadas. Me voy.
-Bueno, vámonos.
Omar vio que las dos mujeres se levantaban y salían del tendido. Supuso que irían a los aseos, y acechó el regreso con ansiedad, pero no volvieron. Cuando el clarín anunció su toro, el sexto, estaba de tan mal humor, que llevaba más de media hora sin pensar siquiera en las solicitudes de la entrepierna.
Recibió mecánicamente al novillo, pero como sonaron varios olés, se vino arriba. Bordó la faena con el capote, puso entre clamores los tres pares de banderillas y, sintiéndose seguro, brindó el toro a Silvia, que cogió al vuelo la montera sin advertir el gesto de desagrado que dibujaba su esposo, el marqués. A continuación, realizó la mejor faena de su corta vida y mató de una estocada al volapié. Cuando el toro cayó bocarriba, la plaza era un clamor. Dio dos vueltas al ruedo y, cuando llegó ante la marquesa para que le devolviera la montera, notó que ella introducía en la copa un papelito doblado.
Aguardó a estar de nuevo en el callejón para leerlo. "Cuando pases por Madrid, llámame, pero sólo de cuatro a siete de la tarde los días laborables". Al pie, un número de teléfono y una silueta de sus labios marcada con carmín.
-Niño -dijo el Cañita abrazándolo por los hombros-, vamos directos a la gloria.
-¿Ya no me va a poner el ojo a la virulé?
-Tendría que hacerlo, pero me aguantaré.
-Gracias, don Manuel. ¿Se le ha pasao el cabreo conmigo?
El Cañita sonrió con ternura. Amagó un golpe en la barbilla del joven.
-Vamos a hacer un convenio. Tú te resistes cuarenta y ocho horas antes de cada corrida y, a cambio, te llevaré con la Nancy todas las demás noches, si te apetece.

Aliño
A causa de la excitación, por revivir su memoria una y otra vez los detalles de la lidia de su segundo, y recreándose con los ecos de los vítores de la plaza de Palencia, el domingo por la noche no conseguía Omar dormir a pesar del cansancio del viaje.
Fiel a las instrucciones del Cañita, y porque tendría que despertarlo a las siete de la mañana, Carmen, su madre, le obligó a acostarse a las once, cuando todavía estaban las tabernas a tope, con los amigos y el primo Tomás de cachondeo quién sabía hasta qué hora y, en Torremolinos, un motón de guiris que ni habrían comenzado aún la noche de marcha, cuando emprenderían los habituales tiras y aflojas, comunicándose con señas y balbuceos, hasta elegir entre la legión de hortelanos de toda la Hoya, que hallaban con las turistas el alivio que resultaba tan complicado conseguir en sus pueblos, por la supervivencia de las convenciones que obligaban a trámites, súplicas y disimulos inacabables antes de que alguna vecinita se alzara la falda.
Y él, con la perinola a reventar porque, tras el viaje, y aunque el Cañita se lo había ofrecido, creyó por una vez preferible correr a descansar en vez de ir donde la Nancy. Aunque se adormiló al caer en la cama, despertó arrepentido a los pocos minutos, a causa de los apremios de la trempera.
Tras cuatro o cinco vueltas sobre el colchón y varias docenas de suspiros de envidia por la libertad descomprometida de los muchachos de su generación, consiguió dormirse y, otra vez, volvió a despertar en plena primera descarga de la noche, con el estoque todavía sacudido por el remate de la faena. Luego de limpiarse con la toallita que solía poner en la cabecera para tratar, casi siempre sin fortuna, de que no quedasen huellas en la sábana, miró el reloj; sólo eran las doce menos veinte. Acechó a ver si su madre estaba despierta y al liquindoy; sí, miraba en la televisión una película de ésas que ella tenía que ver con el pañuelo en la mano; tal vez podía escapar sin que se diera cuenta. Se enfundó el vaquero y una camiseta y, sin calzarse, con los tenis en la mano, encajó con sigilo la puerta del dormitorio y salió al pasillo pero no se dirigió a la sala, sino hacia el patinillo lleno de macetas, donde la escalera que subía a la azotea le conduciría a la libertad mediante el trámite de descolgarse por la reja de la ventana de su propia habitación.
-¡Omar! -le saludó Tomás-. Me ha dicho mi madre que estuviste fetén ayer en Palencia. ¿Ya eres rico?
-No digas chalaúras. Me parece que todavía le debo a mi apoderao como pa comprar diez camiones de langostinos.
-Entonces, te invito. ¿Qué quieres beber?
-Un Trina de naranja.
-¡Serás mariquita! Bébete un lingotazo, majara, que pago yo.
-No. Tengo tentaero mañana a las ocho y media. Oye, primo, ¿tú con quién follas?
-¿A qué viene eso?
Uno de los amigos, que les daba la espalda apoyado en el mostrador, giró la cabeza y dijo:
-¿Tú no sabes, Omar, que tu primo está siempre con la alemanita?
-¿Con la alemanita? ¿Has ligao en Torremolinos, primo?
-¡Qué va! -exclamó el amigo-. Tomás se pasa todas las noches diciendo: "¡Hale, manita!"
-Joé -masculló Omar-. No sé cómo coño he caío en un chiste que es más viejo que andar palante.
-¿Por qué quieres saber eso, primo? -preguntó Tomás.
-Bueno... ¿Te arreglas con tu novia?
-¡Tú estás pirao! ¿Es que no la conoces?
-¿La Marieva quiere llegar virgen a la iglesia?
-Tampoco hay que exagerar. Es que no tiene ni diecisiete años y ya sabes cómo se las gastan su padre y sus hermanos. ¿No te acuerdas de la que le dieron al Curro el de la pizarreña cuando dejó preñá a la hermana mayor?
-¿El que tuvo que casarse con la escopeta encajá en las paletillas?
-El mismo. Pues con la Marieva, igual pero peor, porque como es la más chica...
-Entonces, ¿dónde metes el queso?
-Bueno... pues, con lo que cae.
-O sea -ironizó Omar-, que te comes menos roscas que un pescao, y tuviste la poca vergüenza de chismearle al Cañita que yo no... ¡A que va a resultar que tú todavía no la has metido en caliente!
-¡Serás majara! ¡Qué más quisieras tú!
-Pues mira, primo, que me creo yo que puedo darte lecciones... Si el viernes, en Palencia, tuve que escapar por los balcones del hotel, huyendo de un marido que me pilló en plena faena con su mujer...
-¡Serás embustero...!
-¡Como te lo digo!
-¿Y estaba buena?
-¡Jamón! Una marquesa que fue modelo antes de casarse. Tiene unas tetas... y unas gambas...
-Oye, primo... ¿Y no podría yo acompañarte a alguna de esas corridas?
-¡Tú has perdido el sentido! Yo me basto solo.
-No, Omar, coño, que no me comprendes. Quiero decir si no podría ir contigo a la plaza de toros cuando torees por aquí cerca...
-Déjame de líos. Si quieres ir, pregúntale al Cañita tú mismo, que tiene mu malas pulgas y bastante tengo yo con lo mío. ¿Has encerrao la motillo o está todavía en la calle?
-Está ahí al lao, pero seca de gasolina.
-¿Y si nos fuéramos a Torremolinos, a ver si pillamos algo?
-Después de pagar la invitación, no me queda ni un real pa carburante -se lamentó Tomás-. ¿Tú tienes dinero?
-He salío con lo puesto y sin pedirle a la vieja, porque me he escaqueao de matute. Y como vuelva pa pedirle a mi madre y se dé cuenta de que me he escapao, me partiría la cara a guantazos.
El amigo que les había gastado la broma de la alemanita, se volvió hacia ellos con un billete de dos mil pesetas en la mano, que entregó a Omar.
-Toma un préstamo, figura. Ya me lo devolverás cuando seas famoso.
Tras cargar quinientas pesetas de gasolina, emprendieron viaje hacia el barrio de Churriana, que era un atajo para llegar a Torremolinos en sólo veinticinco minutos con el renqueante vehículo de cuarenta y nueve centímetros cúbicos.
-Nos quedan mil quinientas púas -dijo Tomás-. ¿A dónde vamos a ir con esta porquería?
-Tú déjame a mí, primo. A ver.
Había mucha gente en la calle, pero casi todos en edad de jubilación. Los viajes del Inserso se hacían presentes por doquier, en todas las esquinas; riadas de alegres abueletes soñando con la adolescencia.
-Que me parece a mí que, en vez de meterla en caliente -comentó Tomás-, podríamos poner un anticuario.
-Vamos a la puerta del striptease de tíos en Montemar -dijo Omar.
-¿Ahora te gustan los gachós? -bromeó Tomás.
-Vas a ver. ¿Los domingos no hacen pases temprano?
-Me parece que sí -respondió Tomás-. El guiri aquel que quería contratarme pa que me despelotara, me llevó un domingo y que, si no recuerdo mal, serían como las ocho y media de la tarde.
-Ahora es la una menos cuarto. Seguro que estará a punto de terminar uno de los pases de los sinvergüenzas ésos que se quedan en cueros.
-¿Y qué, primo?
-Joé, Tomás -se impacientó Omar-.¿No te das cuenta de que, después de ver a los tíos en pelotas, las gachís salen del espectáculo a punto?
-Coño, primo. ¡La tunantería que da torear...!
Permanecieron casi un cuarto de hora a la puerta del local, tiempo durante el cual iban saliendo mujeres de dos en dos o en pequeños grupos, pero no en desbandada, como si el espectáculo continuase. Todas las que vieron durante ese tiempo superaban los cuarenta años.
-¿Ninguna de ésas te va, primo? -preguntó Tomás.
-A mí, la edad no creo que me importe, que ya me han camelao un montón de cuarentonas y un día de éstos empezaré a hacerles creer que han rejuvenecío, pero ¿no ves que son casi toas españolas? Si queremos follar sin más pejigueras, hay que encontrar guiris.
En ese momento, salieron tres que parecían extranjeras y que no podían tener más de treinta años. Omar le dio a su primo un codazo y ambos se volveron de frente hacia ellas, con las manos en los bolsillos, los glúteos remetidos y tensando la bragueta hacia fuera. El contenido debió de parecer interesante a las tres, puesto que se pararon ante ellos, los miraron de arriba abajo, más abajo, y sonrieron.
-¿Parle vous français?
La que preguntaba era, precisamente, la que los dos estaban mirando como alucinados, pelo rubio aclarado, anchas caderas, buena delantera y cara de estar de vuelta. Cuando los jóvenes respondieron que no con la cabeza, una de las otras, que no era tan atractiva, trató de hablar en español:
-Nous ir comer mariscos. ¿Vous convidar nous?
-¡Que te follen! -murmuró Tomás por lo bajini.
Omar se ahuecó la bragueta con ambas manos para recalcar el contenido, en ademán de invitarlas a comer salchichón. La que presumía hablar español, dijo:
-Très cojonudo.
Las tres se alejaron riendo a carcajadas. También los dos jóvenes rieron, pero ya con cierta decepción. Cuando Omar, recordando que tenía tentadero a las ocho y media, se disponía a proponer a su primo regresar, salió una joven sola, hermosísima, de nacionalidad indefinible. El pelo moreno y algo rizado caía en cascadas sobre la cara exquisitamente maquillada, donde los ojos verde claro refulgían como aguamarinas, la nariz era un primor de pintor y la boca, perfilada con carmín muy oscuro, dibujaba una sonrisa seductora enmarcando su luminosa dentadura criolla. Omar y Tomás repitieron la escenificación de resaltar sus atributos, ella sonrió y, con desenvoltura desinhibida, les dijo en español:
-¿Están buscando empatar?
-¡Digo! -exclamó Tomás, sin haber entendido la pregunta.
Omar no podía hablar. Descontando el aspecto de la vallisoletana Marisa, el atractivo portentoso de esta mujer colmaba todas sus fantasías.
-¿Quieren venir conmigo a una fiesta privada?
-¿Dónde? -preguntó Tomás, puesto que Omar continuaba enmudecido.
-En casa de un... amigo. Ése de ahí, ¿lo ven?
Señaló el retrato impreso en el cartel expuesto en la puerta, el del stripper estelar del espectáculo.
-Un cachas -comentó Tomás-. ¿No le cabreará que nosotros vayamos?
-¡Qué va! Le encantará. Me llamo Maira. ¿Y ustedes?
-Yo me llamo Tomás y mi primo, Omar, y es torero.
-¿De veras? ¡Fantástico! Mi carro está aquí al lado.
Les abrió la puerta de un Honda deportivo color burdeos. Tomás, notando la hipnosis de su primo, le dejó entrar hacia el asiento trasero y él se sentó en el del copiloto.
-No eres española, ¿verdad? -consiguió murmurar Omar cuando el coche emprendió la marcha.
-Soy venezolana, ¿no recuerdan ustedes mi cara?
Ambos negaron.
-Entonces, mejor.
La conductora no volvió a comentar nada ni intervino en la tímida conversación en susurros que mantenían los jóvenes, hasta que paró el coche en una zona de bungalows, cuando le preguntó Omar:
-Esto queda un poquillo retirao. ¿Nos llevarás de vuelta después?
-¡Cierto! Será chévere llevales por la mañana.
-¿Por la mañana? -se alarmó Omar, anticipando la bronca por partida doble que le caería, tanto de su madre como del Cañita.
-¡Vaya vaina! ¿Resultará que eres un huevón? -ironizó Maira.
Omar no respondió, por si la pregunta no significaba exactamente lo que había entendido. El acento de la mujer era muy sugestivo, pero usaba palabras extrañas. Ella abrió con su propia llave la puerta del bungalow, que se componía sólo de una gran habitación, más una kichinette y un baño. La luz estaba encendida; en la cama de dimensiones descomunales había dos hombres y Omar estuvo a punto de soltar una exclamación desencajada. Salvo por la foto del cartel que había señalado Marina, al joven atleta rubio no lo conocía ni de vista, pero el moreno... Sentía apasionada inclinación por el flamenco, se le removían las entrañas cuando escuchaba una guitarra o alguien entonaba una malagueña o unos abandolaos, pero carecía de erudición, puesto que no sabía reconocer los palos por su nombre... ni a los artistas, aunque sabía que el moreno de pelo largo y ojos como luminarias que yacía con expresión deslumbrada en la cama era famosísimo. Salía mucho en televisión, bailando flamenco en sus recitales por todo el mundo o en entrevistas; una presencia abrumadora, puesto que se trataba de un hombre muy atractivo y todavía joven, que gozaba de celebridad internacional. El rubio presentaba expresión de contrariedad, como si no le hubiera agradado en exceso la irrupción, pero el bailaor sonreía esplendorosamente al examinarlos con detenimiento.
-Siéntense -invitó Maira, señalando una de las doce o catorce sillas que había en torno a la cama, disposición que Omar halló sorprendente.
Viendo que dudaban, el famoso bailaor repitió la invitación:
-Venga, chiquillos, no seáis esaboríos. Sentaros.
Mientras hablaba, el bailaor alzó la cubierta y se sentó en el borde del colchón. Estaba desnudo; su pene, minúsculo en comparación con los pocos que Omar había visto en su vida, estaba rígidamente erecto, como si fuera un clavo. Cogió un pequeño frasco de color caramelo que había en la mesilla de noche, extrajo con una cucharilla un polvo blanco y lo absorbió por la nariz.
-¿No queréis un poquillo? -preguntó ofreciéndoles el frasco.
-No -respondió  Omar, adelantándose a Tomás por si acaso.
-Ya me lo pediréis dentro de un rato -advirtió el bailaor, cuyo pene se mantenía exactamente igual, para sorpresa del novillero.
Mientras, Maira se estaba desnudando. Lo hacía como si fuese una profesional de striptease, de manera acompasada y con contoneos muy artísticos y, ahora sí, Omar la identificó. Tampoco recordaba su nombre, porque le parecían insoportables los culebrones que veía su madre todos los días después del almuerzo, pero recordó que Maira era actriz y había salido en uno de ellos, al reconocer no precisamente su cara, sino un lunar muy grande con forma de guinda que tenía en el hombro izquierdo.
-¿Quieren tomar algo? -preguntó Maira, ya completamente desnuda.
Antes de responder, Omar se preguntó por qué no sentía aún la trempera de costumbre. La escena era demasiado insólita, se dijo.
-¿Tienes refresco de naraja?
-¿Nada más? -preguntó Maira, con expresión sarcástica- ¿Y tú? -ahora preguntaba a Tomás.
-Whisky.
-Menos mal que tú sí estás en onda -comentó la actriz.
Sonó el timbre de la puerta. Como Maira se dirigía hacia la cocina a preparar las bebidas y el bailaor continuaba con el frasquito en la mano, se alzó el atleta rubio. También estaba completamente desnudo, presentando una media erección, sin empinar, su pene de dimensiones colosales, algo retorcido y lleno de protuberancias, que lo hacían parecer una batata de las que asaba la madre de Omar en otoño. Franqueó la puerta a cinco personas, dos hombres y tres mujeres. Éstas eran algo vulgares y mayores, con aspecto de vacacionistas de excursión parroquial, pero ellos, con sus músculos, su bronceado y su ropa de marca, debían de ser artistas del espectáculo a cuya puerta habían conocido a Maira, u otros semejantes o, acaso, gigolós. Tras muchos besos y exclamaciones intercambiados con ellos y no con ellas, también fueron invitados por el rubio a sentarse en las sillas dispuestas en torno a la cama. Omar trataba de imaginar lo que estaba a punto de ocurrir. A su lado, Tomás, parecía encantado con la situación, sin extrañeza.
Llegado el rubio a la cama, todavía de pie junto al bailaor, éste le acarició el pene con la misma expresión que usaría para acariciar la cabeza de un bebé.
-Pídele que aguante, corazón -dijo.
El rubio sonrió. Salvo para sus saludos a los recién llegados, que habían consistido en varios "oh", "hey" y palabras así, no había hablado todavía lo suficiente para que el novillero dedujese cuál podía ser su origen. Maira volvió con las copas, que entregó a los dos primos. Saludó a los recién llegados y también les preguntó qué querían beber. Las tres mujeres estaban tan aleledas, que apenas murmuraron sus respuestas en susurros ininteligibles. Cuando volvió portando la bandeja con los cinco vasos, Maira preguntó a los dos de la cama:
-¿Empezamos?
-No -respondió el bailaor-. Todavía hay siete sillas vacías. Se llenarán pronto.
Durante los cinco minutos siguientes, el rubio tomó dos cucharaditas del polvo blanco y bebió un vaso que parecía de agua, pero Omar supuso que podía contener vodka o ginebra; el bailaor sorbió una nueva cucharadita de polvo y obligó al rubio a verterse un poco del contenido del vaso en el ombligo, que el flamenco lamió; Maira preparó una raya del polvo sobre un platillo de plata, que sorbió con un billete de mil pesetas enrollado. Las mujeres con aire de catequistas tenían las mejillas rojas de rubor, pero no desviaban las miradas de los tres de la cama. Éstos comenzaron a reír incesantemente, de modo extraviado. A la cuarta o quinta oleada de risas, sonó de nuevo el timbre. El rubio con la batata entre las piernas volvió a abrir. Eran doce personas, seis parejas, todas compuestas por un joven y una mayor o por una joven y un mayor. En su totalidad, los chicos y chicas tenían aspecto de faranduleros o profesionales con teléfono en las páginas de relax de los periódicos; en todos los casos, los mayores se mostraban perplejos y fascinados al tiempo. Las siete sillas libres fueron ocupadas y varias de las mujeres se sentaron sobre sus acompañantes.
-¿Empezamos? -volvió a preguntar Maira.
-Vamos allá -respondió el bailaor.
Maira se tendió sobre la cama, componiendo figuras de postal pornográfica; se relamía la boca, entornaba los ojos y situaba sus dedos índice y corazón junto a su vulva para abrir los labios de modo que la vagina resultara visible para todos los espectadores. Omar supuso que era el coño más dilatado que había visto jamás, aunque nunca hubiera contemplado ninguno tan pormenorizadamente. Luego de unos cinco minutos de poses de la venezolana, el rubio se arrodilló sobre la cama ante sus muslos y comenzó a animarse la batata, que el novillero consideró que, más que animación, necesitaría un gato hidráulico. Sin alzarse la desproporcionada masa del pene, el rubio debió de suponer que ya estaba en situación de uso, puesto que inició la penetración. El bailaor, sentado sobre los pies de la cama, los miraba con intensidad mientras su pajarito, siempre volandero, continuaba deseando piar.
El rubio permaneció bombeando unos diez minutos, adoptando poses que parecían ensayadas, puesto que, con las manos y los pies apoyados sobre el colchón, alzaba el culo de manera que resultara visible la batata encajada en la arepa venezolana. Lo hacía echando unas veces los pies hacia la derecha de la cama y, otras, hacia la izquierda, de modo que los espectadores pudieran ver cómodamente al ermitraño en la ermita.
-¡Agora estou disposto! -gritó el rubio con acento que a Omar le pareció portugués.
El bailaor se puso de pie sobre el colchón y clavó su puntilla en el ano del rubio de una sola estacada. Prisionero entre Maira y el flamenco, el portugués pareció ser arrebatado por una posesión demoníaca, puesto que comenzó a saltar convulsionándose, dando botes que le alzaban más de un palmo sobre el cuerpo de Maira con el otro encaramado a su espalda, mientras gritaba roncamente palabras que Omar no consiguió entender ni una.
Ahora, sí. La trempera del novillero había recuperado los parámetros de costumbre. Tenía necesidad perentoria de participar en lo que, según todas las trazas, era un espectáculo aunque no pudiera deducir quiénes pagaban y quiénes cobraban, pero el único coño disponible estaba ocupado de sobra. Miró a un lado y otro, a ver si alguna de las mujeres vestidas estaría dispuesta a desnudarse, pero lo que observó en todas las caras le quitó la idea de la cabeza. Aquellas personas estaban mirando con fascinación, principalmente las mayores, pero sin ningún otro interés que una observación que parecía concertada.
El bailaor volvió la cabeza hacia los dos primos con ojos vidriosos y  sonrisa que trataba de ser cómplice, diciéndoles:
-Esto no es gratis. ¿Por qué no os desnudáis y os ponéis a tiro?
Con algo que no era capaz de calificar en el pecho y el estómago, Omar empujó a Tomás rumbo a la puerta.
-Vámonos, primo -dijo.
Siguiéndolos con la mirada, dijo el bailaor:
-Oid, no se os vaya ocurrir contar por ahí lo que habéis visto.
-No te preocupes, tío -tranquilizó Omar-. El domingo que viene, te traigo un regimiento, pa que puedas demostrarles que eres tú quien te follas a los tíos y no ellos a ti, como chismean en la tele.
Los dos primos rieron nerviosamente sin parar durante todo el viaje de vuelta. Ninguno de los dos había comprendido del todo la naturaleza de la escena. Cuando cayó en su cama, Omar temió que los bostezos le revelasen al Cañita por la mañana que había trasnochado. A pesar del temor, y a pesar también de llegar con las mismas reservas energéticas con que había salido, se durmió inmediatamente.

Larga cambiá
-Nos ha salío una novillá en Ibiza pa el sábado de la semana que viene -dijo el Cañita-. Nos viene de dulce, porque toreamos el domingo siguiente en Játiva, así que la combinación es chachi.
Omar continuó los ejercicios con escaso interés debido a que sentía sueño, abulia que intuyó el peón que accionaba la carretilla donde estaba montado el toro de mimbre, y no realizó ninguna aproximación imprevista ni peligrosa. Mayo avanzaba entre calores y, tal como olía el aire, Omar sólo podía pensar en el sexo, adobado con la frustración que le causaba recordar a la muchacha de Valladolid y la fallida excusión a Torremolinos. El aire estaba lleno de sonidos, en contraste con el silencio campero de sólo un mes atrás; cantaban toda clase de pájaros y había rumores de vida por doquier entre el perfume almibarado de las flores. Todo invitaba a abandonarse a la sensualidad.
-¿La ha llamao usted, don Manuel?
-Sí. Anoche hablé con Isabel casi una hora.
-¿Le dijo algo de la sobrina?
-Está cabreá. Alguien le contó tu aventura por los balcones de Palencia.
-¡Coño!
-Sí, ése es tu problema, los coños. Pero date cuenta de una cosa, niño; si Marisa se puso de mal humor, será porque se había hecho ilusiones.
-¿Usted cree eso de verdad?
-Claro que sí, hombre. Cuando toreemos en Colmenar Viejo, las voy a convencer pa que vayan a verte.
-¿Y si la llamara yo?
-El teléfono que tengo es el de la tía y, de cualquier modo, ¿tú crees que con el jarabe de pico que te gastas ibas a convencerla?
-¿No iba a llevarme más veces al teatro, pa que hable mejor?
-¿Cuándo te voy a llevar al teatro, niño, si todas las noches no quieres otra cosa que a la Nancy?
-Lo cortés no quita lo valiente.
-¿Ves?, eso está pero que mu requetebién, que tengas agilidad mental pa decir cosas como ésas. Pa avanzar en ese camino, tendrías que leer tó lo que puedas, ya sabes, periódicos y demás, ya que no soy capaz de imaginarte leyendo a Ortega y Gasset. Mira, creo que hay una compañía de teatro en el Alameda, que no queda lejos de la barra donde trabaja la Nancy. ¿Quieres que vayamos hoy?
Mientras miraban los carteles tras comprar las entradas, Manuel Rodríguez se arrepintió de haber hecho la propuesta. Se trataba de una de esas funciones de teatro modernas, donde la gente se desnudaba y pasaba todo el rato dando gritos y otras cosas raras. Bueno se iba a poner el niño en cuanto viera a una mujer desnuda en el escenario.
-No creo que esta función te sirva pa aprender a expresarte, Omar. Si quieres, lo dejamos.
-Ya ha comprao usted las entradas. ¿Va a perder el dinero?
-No tiene importancia.
De todos modos, entraron en el teatro y fueron luego a la barra americana. Nancy no trabajaba ya allí y, al informarle, la encargada miró fijamente a Omar:
-Comentan las chicas que se había colado por un cliente y ha preferido quitarse de enmedio. Nosotras no podemos permitirnos que nos pasen esas cosas. Creo que se ha ido a Barcelona. Pero mira la búlgara que tenemos nueva... ¿no te apetece?
-Me había hecho a la idea... -repuso el novillero.
-¿Quieres, o no? -se impacientó el Cañita.
-No, don Manuel. Venía pensando en la Nancy. Ahora ya no tengo ganas y, sin en cambio, estoy que me mareo de hambre.
-¿Qué quieres comer?
-No sé...
Manolo Rodríguez sonrió con indulgencia. Creía que al niño le daba igual una mujer que otra, con tal de que se abriera de piernas, y resultaba que era capaz de encapricharse. En cuanto a la comida, tragaba glotonamente cantidades increíbles de carne y, ahora, esa indiferencia. Nancy había llegado a hacerle cosquillas en el corazón... Claro, había estado encamándose con ella casi seis meses. No debería haberlo tolerado.
-Te diré lo que vamos a hacer. Hay en la parte antigua de Málaga tres rutas del tapeo a cual mejor. Desde ternera con almendras a conejo al ajillo, y desde gambas y navajas a la plancha, hasta rape con alioli. ¡Y no se digan las conchafinas, los búzanos y las coquinas! Vamos a recorrer las tres rutas completas. ¿Vale?
-Lo que usted quiera, don Manuel.
Vaya con el niño. Estaba de verdad afectado.
Durate dos horas, engulleron una abundante y variada cantidad de tapas y medias raciones. Emprendían el recorrido por la tercera ruta cuando entraron en una pequeña tasca en cuya barra se apelotonaba la gente. El mostrador presentaba un increíble surtido de tapas de caza y embutidos típicos camperos de las comarcas que rodeaban la ciudad. Colgaban de un tubo de hierro, sujeto en el techo sobre el mostrador, ristras de ñoras y de ajos, jamones y salchichón fresco de la Hoya, morcillas de Ronda y mojama de pintarroja.
-Tendríamos que haber empezao aquí -murmuró el Cañita.
-Ya no me queda hambre, don Manuel.
-Bueno, da igual. Tomemos el último trago de Cartojal y te llevo a Cártama.
-Puedo coger el autobús.
-¿Para que llegues a tu casa a las mil y quinientas? No, niño, tienes que descansar, porque mañana te quiero fresco como una rosa a las ocho y media en el tentadero. Vamos a tomar esa copa.
Cuando Omar fue a coger el catavinos para el segundo sorbo, empujó sin querer a una mujer que estaba de espaldas a él, vuelta hacia el hombre con el que conversaba.
-Perdone usted -se disculpó el novillero.
Ella giró la cabeza para sonreirle. ¡En su vida había visto una mujer más guapa! Pelo castaño claro recogido en un moño bajo como los de las mujeres ricas que salían en las revistas, ojos verdes que parecían lagos de tan grandes, nariz recta y una boca... Esa sonrisa era una provocación que tendría que estar prohibida por la ley. Omarito la miraba alelado, incapaz de pronunciar palabra.
-¿Tú no eres el torero?
Había debido de verlo torear en Vélez o en Nerja.
-Sí -respondió el Cañita, observando la parálisis del niño.
-Estuviste muy bien -dijo ella.
-¿Dónde lo vio usted?
-En Vélez. Yo vivo allí, esta noche he venido al teatro.
-¿Al Alameda?
-Sí, ¿por qué?
-Pues porque da la casualidad de que nosotros también hemos estao  viendo la función.
-¡Vaya, tiene guasa la cosa! ¿Su hijo es mudo?
-¿Mi hijo?, ¡ah!. Niño, ¿te ha comido la lengua el gato?
-Yo...
Ella se desentendió del hombre con el que había estado hablando. No debía de ser ni siquiera amigo, solamente alguien con quien había entablado conversación de manera casual, en la propia taberna.
-Me llamo Lola. ¿Cuándo torearás de nuevo por aquí cerca?
-El niño se llama Omar, como ya sabrás, y yo me llamo Manolo. De momento, no tenemos ná por estos andurriales -respondió el Cañita-, pero si nos das tu dirección, podemos mandarte una entrá en cuanto toreemos por aquí.
-Vaya, ¡qué generoso! No es necesario y, además, yo suelo ir a los toros con mi marido.
-¿Este señor es tu marido?
-No, es un amigo que acabo de conocer. Oye, ¿cómo te llamas tú? -Lola tocó el hombro del desconocido-, para que te pueda presentar.
-Sebastián.
-Bueno, pues ya están hechas las presentaciones.
El Cañita escrutó a su pupilo. Llevaba cinco minutos sin despegar la mirada del rostro de la mujer. Decidió ayudarle.
-¿Podemos invitarte a una copa en un sitio más tranquilo?
-¡Digo!, ¿por qué no? Con que llegue a Vélez antes de las siete de la mañana, no hay problema. Mi marido trabaja en el materno y tiene guardia esta noche. ¿Tú vienes, Sebastián?
-Imposible. Me esperan en casa.
-Bueno, pues ya lo tenemos todo organizado -dijo alegremente Lola-. Vamos a tomar esa copa por ahí, que será bueno para la digestión.
Fueron en el coche del Cañita, con la promesa de llevarla luego hasta donde ella tenía aparcado el suyo. El local que eligió Manuel Rodríguez era un pub que conocía por encontrarse a una manzana de su casa, un lugar muy elegante que sólo había visto desde fuera, porque se suponía demasiado mayor para entrar solo en esa clase de sitios.
-¡Huy! -exclamó Lola- Ustedes tenéis malas intenciones.
El Cañita sonrió. En efecto, el local, con profusión de espejos y puntos luminosos, daba sin embargo la impresión de estar completamente a oscuras. Estaba casi lleno de personas mucho mayores que Omar y mucho más jóvenes que él. Eligió una mesa adosada a la pared entre dos butacones enfrentados. Obligó a los dos jóvenes a sentarse juntos y él se situó enfrente, maquinando cómo dejarlos solos. Al día siguiente no habría entrenamiento. En el momento que Omar sintió la presión de la rodilla de Lola contra la suya, tuvo que acomodarse el pene, porque le había pillado la trempera en posición incómoda.
-Oye -bromeó Lola-, ¿estás insinuándote?
Omar bajó la cabeza, encendido.
-Voy un momento a la barra -se disculpó el Cañita-. He visto a un amigo y voy a saludarlo.
Cuando se quedaron solos, Lola preguntó:
-¿Eres siempre tan tímido?
-Yo... nunca he visto una mujer más guapa que tú.
-¡Osú, qué niño tan simpático!
No le gustaba que siguera llamándole "niño", a ver. Tenía que advertirle al Cañita que dejara de llamarlo así, al menos delante de extraños.
-De niño, no me queda ni el traje de primera comunión.
-Así que eres un hombre.
-Yo creo que sí.
-¿Estás dispuesto a demostrarlo?
-¿Ahora?
-Pa mañana es tarde.
-¿Cómo quieres que te lo demuestre?
-Dile a tu padre que vamos a dar una vuelta. La playa está ahí mismo.
El Cañita notó que su estrategia había dado resultado antes de lo previsto. La pareja se había alzado de los asientos y se acercaba.
-Escuche, don Manuel; que... vamos a pasear un poco. ¿Va a esperarnos usted aquí?
-¡Natural!
-Es sólo un momento -se disculpó Lola-. Me apetece escuchar el rumor del mar.
"Yo te voy a dar rumor", pensó Omar.
La playa estaba excesivamente iluminada por grandes focos halógeos. Omar se preguntó hasta dónde estaría dispuesta Lola a llegar, en todos los sentidos.
-¿Has estado en el morro de la Farola alguna vez? -preguntó Lola.
-No.
-Tenemos que andar un poco, pero hay unas vistas preciosas.
En efecto, el dique que cerraba el puerto, un largo malecón curvado, permitía contemplar un paisaje completo de toda la fachada marítima de la ciudad, fuertemente iluminada, destacando la torre de la catedral y la fortaleza mora, reflejado todo el conjunto en el espejo del agua quieta de la dársena. El laberinto de grúas y barcos del puerto componía una tarjeta postal que olía a salitre y sonaba con ritmo de tangos de la calle de los Negros mecidos por las olas. Por el lado que daba al mar, había gran número de rocas un par de metros más abajo, que protegían el malecón contra la marejada; cada cierto número de metros, había algún pescador de caña ensimismado en su paciente espera.
-¿Por dónde bajarán ésos? -murmuró Lola.
-¿Quieres bajar ahí?
-¿Tú no?
-Pos al avío.
Sin más comentario, Omar no se tomó el trabajo de buscar una escalera, si la había. Se sentó en la orilla del malecón y se deslizó hasta las rocas; desde abajo, tendió los brazos a Lola.
-Es peligroso. ¿Estás seguro de que podrás sujetarme?
-Tú, siéntate, y luego te echas contra mí. No tengas miedo.
Lola actuó tal como el novillero le indicaba. En el momento de sentirse aferrada por los brazos del joven, admiró su fuerza prodigiosa. Ni siquiera se había movido un centímetro al caerle encima. Omar sabía que, tal como estaban rodando las cosas, no necesitaba preámbulos; hizo que Lola apoyara la espalda contra el malecón e, inmediatamente, la abrazó.
-Iba a reventar si no haciámos esto en seguida -confesó ella.
Omar no esperó más. Alzó con presteza la falda y bajó las bragas, tratando de no parecer demasiado ansioso pero sin perder tiempo. Entró en ella con la misma celeridad.
-¡Estaba segura! -exclamó Lola.
-¿De qué?
-Te vi torear, ¿te acuerdas? ¿Qué crees tú que me llamó la atención, los pases que dabas, las banderillas, tu forma de matar? ¡De eso nada! Tu paquete era lo que me tenía hipnotizada. Ahora veo que no era algodón, como dicen que se meten tantos toreros.
Mientras bombeaba, Omar observó que Lola se mordía los labios para contener los gemidos. La verdad era que, sólo un poco por encima de sus cabezas, había una especie de paseo con cierta iluminación, por donde andaba mucha gente. Ella no quería incitar a los mirones. A pesar de su contención, dijo sin embargo al oído del novillero:
-Hay alguien mirando ahí arriba.
-¿Cómo lo sabes?
-Por la sombra, ¿ves? Como siga asomándose así, se va a caer.
-Le voy a partir la cara de un puñetazo -aseguró Omar.
-Sigamos a lo nuestro. A mí no me importa.
-Entonces, a mí tampoco.
Omar aceleró las embestidas. Ahora ya no era Lola capaz de mantenerse callada; aunque contenidos, sus gemidos tenían que resultar audibles a la distancia de dos metros donde estaba el mirón. Omar aguantó dificultosamente, pero pudo resistir a causa de saberse observado. En cuanto notó que ella se convulsionaba, dio el golpe de gracia y gruñó. Apenas habían podido recuperar el resuello, todavía abrazados, cuando escucharon un grito y un golpe. El mirón había caído de bruces contra las rocas.
Omar se abrochó prestamente el pantalón y acudió a auxiliarle, lo mismo que un pescador que había unos veinte metros más allá, en la dirección del mar. Arriba, también comenzaba a apelotonarse la gente. Cuando el novillero alzó al hombre y le dio la vuelta, quedó horrorizado. El pobre, tenía la nariz completamente hundida, presentando la cara  una máscara cóncava como una barca. A despecho de la compasión, sentía ganas de reír; le estaba muy bien empleado.

Arrastre
Al regreso de Cártama, tras dejar a Omarito ante su casa, Manuel Rodríguez sentía la tentación de telefonear a Valladolid. Pero tenía que echar cuentas porque los entrenamientos y lo que el niño acaparaba del resto de su tiempo por las calenturas, le impedía calcular si no estaría pillándose los dedos con la inversión, a punto de quedarse manco.
Omar necesitaba otro vestido, lo que a lo mejor le obligaba a vender más bonos del estado. Lo precisaba de veras, porque el primero que le compró de segunda mano, el negro, ya no podía usarlo a pesar de los añadidos, porque seguía creciendo y madurando. A ver si no tendría que emborracharlo unas cuantas veces para que no creciera más, que iba a acabar compitiendo con Terminator y hasta dejaría de tener figura torera. Por otro lado, era una pejiguera llevarlo a la sastra, con tantas chalaúras con el asunto del paquete, como si no hubiera cientos de toreros dispuestos a cambiárselo. Porque había visto cada cosa cuando otros apoderados lo invitaban a ver vestirse a sus pupilos, privilegio concedido a muy pocos. Por las fotografías que luego salían en la prensa, deducía que recorrían las plazas de toros calcetines colocados en lugares que no eran los pies.
¿Sería verdad lo que le habían contado en Palencia? El tal estaba casado y tenía tres hijos y dos nietas, por lo que al Cañita le resultaba muy difícil de creer que el torero del que era apoderado lo obligara, para aliviarse, a arrodillarse ante él en la limusina para saborear lo que sólo resultaba notable cuando lo envolvía en calcetines deportivos. ¿Y lo del torero que cultivaba fama de macho erotómano, hasta el punto de que salían decenas de famosillas en la prensa disputando por él, y sin embargo estaba, en realidad, liado con un francés que le exigía constantemente lo que su nacionalidad sugería, antes de ponerlo mirando al tendido para entrarle por derecho? ¿Y lo del escritor norteamericano que tenía una colección impresionante de fotografías en primeros planos de los objetos de su adoración, sin calcetines, fotos para las que algunos posaban con gran complacencia en las habitaciones de los hoteles un par de horas antes de las corridas, para lo que tenían que adelantar alguna que otra?
Tales casos eran, por lo que sabía, excepciones insólitas, aunque era innegable que el vestido torero constituía una tentación irresistible para todos los sexos, incluído el equidistante. Reconocía que ese bulto llevaba a mucha gente a las plazas, incluyendo a algunos con el talonario en la mano. Sin embargo, sabía vidas y milagros de casi todas las figuras, y en su mayoría eran buenos y decentes padres de familia, porque, eso sí, alguna clase de determinismo profesional les inspiraba a casi todos la idea de casarse muy jóvenes. En muchos casos, y a pesar de la abrumadora cantidad de oportunidades que tenían, sobre todo a causa del abultamiento de la taleguilla, resultaban ser aburridísimos monógamos.
Sumó los gastos del último mes y puso al lado la columna escuálida de los ingresos. Miró hacia el retrato de la parienta difunta como pidiéndole perdón, y anotó los valores de los que era indispensable desprenderse.
Lo de la Nacy representaba un pellizco considerable de los gastos, y menos mal que a Omarito, vistas las ocasiones, le daría pronto por aliviarse sin pagar. Pronto pagaría... a guardaespaldas para quitarse de encima a las que querrían, incluso, pagarle.
Arrastró los totales. Frunció los labios. Empezaba a necesitar el triunfo de Omarito casi más que él mismo, o acabaría a la puerta de la catedral con una gorra en el suelo y un cartelito.

Mano a mano
Cuando el avión tomó tierra en el aeropuerto de Ibiza a primera hora de la mañana del viernes, porque la superstición del Cañita le hacía negarse a volar el mismo día que toreaba si podía evitarlo, Omar Candela volvió a preguntar por Marisa.
-No, niño, ¿no te lo he contao ya dos millones de veces? Dice Isabel que no quiere ni que te mienten.
-¿Cuándo es la novillá de Colmenar Viejo?
-Dentro de dos semanas.
-¿Irán ellas?
-Isabel cree que ni siquiera ella puede. Le pilla demasiao a trasmano.
-¡Joé!
-Olvídate de esa niña, Omarito. Con ella, tó te vino atravesao desde el principio.
-¡No puedo, don Manuel! Yo quiero no acordarme de ella, pero estoy cabreao, tengo que vengarme por la hijaputá que me hizo.
El apoderado observó a su pupilo con preocupación e ironía a un tiempo. Necesitaba hacerle pensar en otras cosas.
-Mira, Omarito; nuestro vuelo pa Valencia no sale hasta el domigo a mediodía, así que mañana noche nos hartaremos de reír con la vida nocturna de Ibiza, que dicen que es una pasá. Pero ná de folleteo, ¿eh?, que toreas el domingo en Játiva. El lunes, en vez de volver directamente a Málaga, nos quedamos un par de diítas en Madrid. Te voy a llevar a unos cuantos sitios donde hay unas gachís que vas a alucinar.
-Sí, don Manuel, tó eso está mu bien. Pero yo quiero una niña de mi edad y que no cobre. Ya me jartan las prostitutas.
-Pues no te quejarás, hijo; donde llegas, pones la pica. Anda que no te salen tías que quieren hacerlo contigo gratis.
-Pero no son muchachas, don Manuel.
-No te comprendo, Omar. ¿No habías dicho que querías ser como don Juan Tenorio?
-Sí. Pero también él acabó embobao con una chiquilla decente, ¿no?
El Cañita reflexionó. El chico estaba madurando. Pasado el primer deslumbramiento, el lógico de todo muchacho tan joven que se encontrara repentinamente admirado por multitudes, comenzaba a descubrir que junto a la pasión estaban también los sentimientos, como correspondía a un joven de su edad. ¿Qué podía hacer para ayudarle? Ciertamente, era una cuestión que no estaba en su mano resolver.
La habitación del hotel disponía de una pintoresca vista sobre el pequeño puerto y la ciudadela. Omar permaneció más de una hora apoyado en el alféizar de la ventana, con aire melancólico.
-¡Vaya novedad! -bromeó el Cañita-. ¿No te apetece salir?
-¿Pa qué? Si en cuanto viera alguna que me hiciera cosquillas en la vista, tendría ganas de llevármela al catre, y usted me lo ha prohibío.
-Mira, Omarito. Mentalízate. Has echao esta semana, que yo sepa, lo menos diez polvos. ¿Es que no puedes darte un respiro?
-Yo sí, pero ésta no -respondió Omar señalando su bragueta- No lo puedo evitar, don Manuel. Ésta es una rebelde.
El apoderado sonrió.
-Pero no puedes quedarte tó el santo día encerrao en la habitación, niño. Por lo menos, vamos a conocer un poco tó esto, que dicen que es mu bonito, por eso vienen tantos turistas. Si quieres, te llevo en un taxi a la playa y nadas un poco.
-¿No estará el agua fría?
-No, hombre, estamos a primeros de junio. De tós modos, por lo menos tomarías un poquillo de sol.
-¿Más? Me paso tó el día al sol en el tentaero.
-No es lo mismo, Omarito. Sienta muy bien a la salud y a los nervios el sol con el salitre. Hala. Vamos a la playa.
Cuando bajaban el terraplén que conducía a la hermosa y recoleta playa, el Cañita se dijo que el taxista era un cachondo de cuidado. ¡Los había llevado a una playa nudista!, y según lo acordado, el taxi no volvería hasta dentro de tres horas. La mayoría eran hombres, pero había las suficientes mujeres en pelotas como para que el niño se pusiera a cien.
-Lo he pensao mejor, Omarito.Vamos dando un paseíto hasta ese hotel que hemos visto al pasar, tomamos algo y llamamos a un taxi.
-No, don Manuel. Esta playa me mola una pechá.
-No me extraña, pero mira que no hay ni siquiera un chiringuito. Yo tengo mis años, y no me voy a quedar tres horas al sol a pique de que me dé un síncope.
-Mire, don Manuel, allí hay un montón de pinos. Vaya usted a echarse bajo un árbol y espere a que me dé un bañito, uno namás, ¿eh? Le sentará mu bien un descansillo con la brisa del mar.
Estaba en plan lisonjero, lo cual revelaba con claridad lo que se le pasaba por la cabeza, pero el apoderado vio que se iba a poner de morros si también le privaba del caramelo visual. Total, en una playa, con toda aquella gente, no había peligro de que el niño metiera lo que no se puede meter antes de torear. Las pocas veces que Omar había estado en la playa desde que tenía hechuras de adulto, usaba el mismo bañador: una holgada bermuda bajo la que se ponía un calzón muy apretado, para no sentirse en evidencia cuando tenía erecciones, que era siempre. Con tal indumentaria, notó que le miraban con hostilidad, puesto que no había nadie a la vista con siquiera un bikini. Comprendió lo que las expresiones significaban; creían que iba de mirón. Notó que las personas que había más cerca de donde extendió la toalla se alejaban como si fuera un apestado. Dudó unos minutos, porque le ruborizaba la idea de exhibirse desnudo, pero, al fin, se quitó el bañador.
Fue como un toque a rebato. De repente, todo el mundo parecía tener algo que hacer en sus proximidades, principalmente los hombres. Pasaban por delante y por detrás de él, hacían como que buscaban algo, se detenían a pocos pasos y lo contemplaban unos con más descaro que otros. En cuando fue una mujer quien lo hizo, ocurrió lo que era inevitable que ocurriera; se había parado entre su toalla y el rebalaje, mirándolo con franqueza, al principio con una sonrisa simpática en los ojos que se trocó en una chispa de admiración cuando advirtió que la mirada ejercía alguna clase de poder telekinésico, porque el pene se alzó pesadamente hasta la vertical en un recorrido que pareció una secuencia animada de cine en cámara rápida. Quedó erguido, sacudido por las vibraciones del torrente de sangre que lo iba rellenando más y más y, en vez de tratar de esconderlo, como solía, Omar extendió y abrió un poco más las piernas para que el obelisco pudiera ser contemplado sin trabas. Ella sonrió gozosamente, como si acabase de descubrir un tesoro insólito en aquel lugar, un tesoro que llevase millares de años buscando, un diamante emergido de la arena donde sólo hubiera guijarros. Omar examinó el moñito rubio del pubis, las kilométricas piernas, la cintura juvenil y el ombligo como una rosa de pitiminí que pedía urgentemente un beso, y devolvió la sonris. La muchacha no necesitó más. Se sentó a su lado.
-¡Hello! -dijo.
Tenía, como la noruega de Torre del Mar, aspecto de nórdica, pero su cuerpo era mucho más estilizado aunque poseía unos pechos redondos como pelotas que parecían haber encolado sobre la piel. No era muy guapa, sus labios eran vulgares y su nariz demasiado porruda, pero el conjunto resultaba atractivo, gracias, sobre todo, a la melena de color de oro que le cubría media espalda.
-No eres española, ¿verdad? -preguntó Omar, como si la respuesta no fuese obvia.
-I don't understand.
Lo que faltaba. Bueno, a fin de cuentas, ¿quién necesitaba hablar?
-Me, Greta.
-Mucho gusto. Yo me llamo Omar. O...mar -repitió, golpeándose el pecho.
-¿Creme? -preguntó Greta, agitando la mano en su hombro.
-¿Bronceador? No, no tengo.
-I have. Wait.
La muchacha se alzó y corrió hacia un grupo de toallas extedidas a unos veinte metros de distancia, ocupadas por tres hombres y una mujer. Greta volvió con el tubo de crema y con la otra única muchacha del grupo, ambas muy alborotadas y con sus bolsos y toallas en las manos, que extendieron a ambos lados de la de Omar.
Les dedicó sonrisas a las dos, pero no sabía qué más hacer. Escrutó a la recién llegada. La cara también era un poco basta, como una sana campesina vikinga, pero el cuerpo parecía clonado del de Greta, salvo por el hecho de que la pelambrera del pubis era más oscura.
-Me, Kristy -dijo la nueva amiga.
-¿You massage we? -preguntó Greta señalando el tubo de bronceador, su espalda y la de Kristy.
Omar asintió y se dio inmediata y gozosamente a la tarea de untar la crema a ambas. Lo hizo a dos manos y simultáneamente a las dos. Le hervía hasta el pensamiento, de modo que, sin aviso, comezaron las convulsiones de su pelvis, gruñó sonoramente y cayó de bruces entre ellas, rendido. Las muchachas soltaron la carcajada al unísono. Cruzaron varias frases entre sí de las que el novillero no entendió ni una palabra y, sin duda puestas de acuerdo, se alzaron y comenzaron las dos a embadunarle al joven todo el cuerpo de bronceador. Tenía el vello de la entrepierna empegostado de semen, por lo que le daba vergüenza volverse boca arriba, pero ellas lo forzaron a girarse sin mediar su voluntad. Seguían riendo, al parecer sumamente divertidas, mientras señalaban los grumos blancos del abundante vello del vientre.
Kristy se dedicó al pecho y Greta a las piernas, extendiendo cantidades exageradas de crema por la piel del joven, la una de arriba abajo y la otra de abajo arriba, por lo que las cuatro manos se encontraron a la altura del vientre. Entre el embadurnamiento de bronceador y semen, las cuatro manos jugaron con el pene, fingiendo casualidad, como si fuera una peonza, lo que volvió a provocar la trampera, efecto que, al parecer, ellas no esperaban ya. Con notable sorpresa en sus ojos, volvieron a reír, pero ahora nerviosamente.
-Wonderful! -exclamó Kristy.
-Bath? -preguntó Greta
-¿Qué? -Omar no comprendía.
Las dos muchachas movieron los brazos, en indicación de que querían nadar. Él asintió.
Cada una lo tomó de una mano y corrieron hacia el agua a saltitos, mientras los cuatro pechos, en vez de a saltitos, penduleaban como cocos en un cocotal agitado por la brisa del Caribe.
Omar se zambulló, convencido de que lo que ellas trataban era de que se le bajara la erección, pero cuando emergió en un punto donde el agua le llegaba hasta medio pecho, las dos nórdicas acudieron prestamente hacia él y lo abrazaron con fuerza, Greta delante y Kristy por detrás. El joven giró la cabeza hacia la playa, pero nadie parecía interesarse por ellos; buscó con los ojos el punto donde el Cañita se había recostado bajo un pino, observando que no tenía la cara vuelta hacia la playa. Tenía vía libre. Tras un leve y momentáneo desfallecimiento por el agua fría, el pene volvía a animarse por el contacto de la carne de Greta y la penetró sin más. Ella dio un salto; quizá le dolía y, al parecer, no esperaba tanta vehemencia, pero en seguida alzó los brazos hacia su cuello, que abrazó, lo mismo que las piernas, con las que envolvió la cintura. Kristy bajó la mano hasta el escroto, notoriamente juguetona. Greta puso los ojos en blanco. A Omar le parecía que nunca había tenido el pene tan profundamente abrigado y que la excitación causada por ese estímulo, sumado al de la mano de Kristy, era la mayor que hubiera sentido jamás. Estar en un lugar público, expuesto a los ojos de tanta gente, y la frialdad del agua, resultó un freno muy útil, porque demoró todo lo que Greta necesitó, que fueron más de doce minutos, pero en cuanto ella se convulsionó y dio enérgicas sacudidas con la pelvis contra la pelvis de Omar, éste gozó de un modo tan intenso que se dijo que tenía que repetirlo cuanto antes. Nunca hubiera imaginado que follar en el agua, mecido por el suave bamboleo de las olas, fuera tan placentero. Besó a Greta y, sin tomarse una pausa, se volvió hacia Kristy, que imitó en todos los detalles la actuación de su amiga. Esta vez, en vez de una mano, fue una boca lo que sintió acariciándole el escroto, porque Greta se había sumergido, agachada. Sentía que iba a volverse loco de placer, cuando escuchó la voz desencajada del Cañita:
-¡Niño, serás desgraciao...! Te voy a romper la cara a guantazos. ¡Ven acá pacá!
Estaba a medio camino entre el rebalaje y el punto donde se encontraban, con el pantalón arremangado hasta medio muslo.
-¡Omar, coño!, ¿cómo tengo que decírtelo? Suelta ahora mismo a esas putas y ven pacá.
El novillero deshizo el abrazo de Kristy, apartó a Greta y, cabizbajo, se dirigió hacia su apoderado. Escuchó que una exclamaba:
-You are a gay's gigoló!
Por suerte para ellas, no comprendió lo que la frase significaba ni tenía imaginación para preguntarlo; ahora debía emplearse a fondo en la tarea de aplacar al Cañita.

Enfermería
Había estado muy bien en la novillada de Ibiza y razonablemente bien en Játiva, pero el Cañita continuaba enojado. No había querido, como le prometiera, permanecer un par de días en Madrid ni tampoco lo llevó el lunes a la barra americana y llevaba desde el sábado con expresión severa bajo la que el novillero notaba que contenía las ganas de estallar con reproches cada vez que Omar cometía algún fallo en el tentadero. Había terminado el entrenamiento del miércoles y el novillero se sentía miserable, porque el enfado era el más prolongado que recordaba, y el desdén y el tono cortante con que Manolo lo trataba le hacían sentir inseguro.
Luego de ducharse, salió cabizbajo en busca de su apoderado, suponiendo que no le habría esperado, como hiciera el lunes, obligándole a volver a su casa andando. Pero el Cañita se encontraba semi sentado en el capó del coche y su expresión no era ya tan hosca como el resto de la tarde, seguramente a causa de que había rematado los ejercicios con dos bonitos afarolaos sobre el toro de mimbre, pases que había celebrado con dos olés involuntarios. Ello le dio valor para preguntarle:
-¿Por qué será que me escuece al orinar, don Manuel?
-¡Coño! ¡Así que ni siquiera tuviste el cuidao de ponerte un condón! Te voy a partir la cabeza.
-¡Qué he hecho ahora, joé!
-¡Tienes gonorrea, leche! Vamos ahora mismo a Málaga.
Pasó todo el viaje refunfuñando, con el enfado reverdecido.
-Te está bien empleao, pa que aprendas. Ahora, a ver si te quitan pronto esa porquería y no tenemos que suspender la novillá de Colmenar Viejo. Te partiría la cara, si no fuera porque ya me has costao demasiao caro y no quiero cargar con los trastos rotos.
-¡Joé, don Manuel, yo no tengo la culpa!
-¡Que no tienes la culpa! -bramó el apoderado-. ¿Es que no te lo tengo advertido? Nunca folles sin condón, ¡mierda!, y nunca lo hagas menos de cuarenta y ocho horas antes de una corría. ¿Sabes lo que te digo, niño? Me parece que voy a mandarte a tomar por culo. ¡Ya me tienes harto!
-¡Don Manuel...! -gimió Omar.
-¡El sida es lo que acabarás cogiendo, con esa picha loca que tienes!
El diagnóstico del médico contribuyó a rebajar la tensión. Tenía unas décimas de fiebre, que Omar no había advertido a causa de su preocupación por el malhumor del Cañita, pero habían abortado el mal a tiempo y bastarían tres inyecciones para dejarlo nuevo. Tras el pinchazo, ante el que el novillero se comportó con las quejas y el miedo propio de un niño, Manolo Rodríguez lo precedió hasta una cafetería. Sin hablar, le señaló una silla con expresión altanera. Una vez que ordenaron sus pedidos al camarero, el Cañita apretó los labios y dijo con tono muy seco:
-Mira, Omar, hasta aquí hemos llegao. Yo ya estoy mu mayor pa aguantar tus cosas.
El joven bajó la cabeza. Sentía ganas de llorar, pero trató de que no se le notasen. Murmuró:
-¿Y qué hacemos con las novillás que están en firme?
-Haz lo que te dé la gana. A mí no me necesitas pa ir a esos sitios. Es poco lo que pagan, pero puedes salir ras con ras.
-Pero sin usted...
-¡Eso es lo que hay! No quiero morir de un infarto.
-Sin usted... -insistió.
En el fondo del pecho, el Cañita sentía piedad por el joven, pero verdaderamente había agotado su paciencia. Trataba de no recordar el miedo que pasó durante la faena de Ibiza, con el corazón encogido por la convicción de que el novillo percibiría el olor de las vaginas nórdicas. Luego, en Játiva, había tenido palpitaciones toda la tarde, y hubo un momento en que, al recibir Omar un achuchón del bicho durante la faena de muleta, sintió que iba a darle un infarto. Sí, había pasado el sábado y el domingo con los síntomás que precedían los infartos, según lo que le contaban sus amigos del Club Taurino; adormecimiento de la mano, dolor en el hombro, calambres en la pierna izquierda. Al niño empezaban a crecerle las alas y, con suerte, podría volar solo y él no tenía ninguna obligación de exponerse a morir. Pagó las consumiciones y abandonó la cafetería sin despedirse del muchacho, arrastrando los pies y, de nuevo, con el hombro aguijoneado por el dolor. Omar lo observó a través de la cristalera mientras se alejaba; caminaba con los hombros abatidos, la cabeza gacha y andares vacilantes; ignoraba por qué, pero comprendió que la ruptura era definitiva y no tenía arreglo. No podría disuadirlo robándole un abrazo. Todo había terminado.
Los ocho días que siguieron fueron el mayor tormento que Omar había conocido en su vida. A diario le decía su madre que fuera a pedirle perdón a Manuel Rodríguez, aunque no le había contado el motivo del disgusto, pero siempre se negó, porque las cosas habían quedado más claras que nunca. De repente, la compulsión erótica presentaba tanto decaimiento como su humor. Le asombraba inventariar los días que llevaba sin encuentros sexuales, admirado de poder resistirlo y de no sentir ganas de masturbarse, ni siquiera con las telarañas del sueño al amanecer. El dueño del cortijo le permitía entrar en el tentadero, pero ya no había quien pagase al peón, así que no podía entrenar con el toro de mimbre y sólo trataba desmañadamente de dibujar posturas con el capote y la muleta.
Los síntomas de la gonorrea habían desaparecido. Dispuesto a no volver a cogerla jamás, puso condones en todos los bolsillos de sus pantalones y camisas.

Montera.
Manuel Rodríguez miró al médico con aprensión. Sobre la bata verde, cuyo reflejo reforzaba su cutis cetrino, la expresión del facultativo Gilberto Estrada pretendía ser insondable, pero el Cañita supo reconocer la preocupación que subyacía bajo su impenetrabilidad.
-¿Es grave? -preguntó.
-Mira, Manolo, ya te he advertido un pilón de veces que no estás pa esos trotes, que los dos sabemos que el mundo del toro es una guerra sin cuartel. Como no me haces ni puto caso, ¿qué más quieres que te diga?
-¿Voy a morirme?
-Joé, no exageres, hombre. Tienes que dejar la historia esa del torero imposible de Cártama, que me han dicho que es un completo soplapollas y un cobarde que no consigue más que hacerte perder la paciencia. Con el corazón no se juega, Manolo. Desde la muerte de tu mujer, has hecho tó lo contrario de lo que debe hacer un hombre que enviuda a tu edad. En vez de dedicarte a poner remedio a la soledad y a vivir tranquilo, te metes en maratones que sólo puede correr gente más joven que tú. Si quieres que te sea sincero, y perdóname si soy un poco bruto, lo que tienes es que gastar toda esa energía en follar más y preocuparte menos. O sea, búscate una buena mujer que te mime y te ponga la casa y la vida de punto en blanco, y déjate de esas majaretás de los toros, que sólo te da disgustos.
-Estás eludiendo responderme, Gilberto.
-No es tan grave, Manolo, pero puede serlo si sigues como hasta ahora. Sólo tienes una ligera obstrucción de válvulas, pero la cosa puede ir a más. No se te ocurra fumar ni un cigarrillo y deja a... ¿cómo se llama?
-Omar Candela.
-Pues eso. Deja a Omar Candela que se las componga por su cuenta y tú, al avío. El sexo da muchas más energías de las que hay que gastar pa practicarlo. Dale de lado a ese mundo de Vitos Corleones que es el toreo, y ponte el mundo por montera. O sea, a disfrutar.
-Ya no lo apodero.
-¿Has dejao al cartameño? Estupendo. Entonces, ya estás en el buen camino.
-Álvaro García me aconsejó hace poco que hiciera un crucero.
-¡Esa es muy buena idea! Un crucero por el Mediterráneo es el mejor medicamento. Pero no vayas solo. Si no tienes a quien invitar, mira si una... en fin, una prostituta que pudieras convencer de ir contigo...
-También me dijo Álvaro eso mismo.
-Es que, como es boticario, sabe mucho de medicina. Haznos caso, Manolo, y gasta los cuartos en lo que te conviene, no en esa tontería asesina de los toros.
-¿Seguro que no va a darme un infarto?
-Todavía no. Pero te falta el canto de un duro.
Tras abandonar la clínica, El Cañita vagó durante horas por la ciudad. ¡Qué complicado era el corazón! Por un lado, tenía ganas de correr al tentadero, porque sabía que, a esas horas, estaba Omar entrenando sin el toro de mimbre; pero, por otro lado, reconocía que sería una insensatez. Se paró ante el escaparate de una agencia de viajes. Un hermoso cartel anunciaba un crucero por el Mediterráneo Oriental; Dubrovnik, las islas griegas, Tierra Santa, Alejandría... Sí, sería muy feliz en tales lugares, y más si le acompañaba alguna gachí de esas que todavía conseguían exaltarle la líbido, aunque no tanto como la sargenta de Valladolid. Llenarse los ojos de los hermosos panoramas de los lugares más míticos de la Historia aliviaría su corazón.

Bronca.
Dos días antes de la novillada de Colmenar Viejo, Omar decidió ir a la playa, a ver si la brisa del mar y el calor le reanimaban, porque anticipaba que el fracaso de esa lidia iba a ser sonado, dado que había perdido no sólo el impulso sexual, sino las ganas de comer, que ya era decir.
Eligió la playa que había ante el edificio donde vivía el Cañita, a ver si tenía la buena fortuna de que le viera y se compadecía de él. Tomó un par de baños, retozando sólo un poco, porque nunca se había atrevido a nadar mucho rato donde no se hacía pie. Permaneció la mayor parte del día echado en la toalla boca abajo, acechando la puerta de Manolo Rodríguez. En ningún momento lo vio salir ni entrar. Al anochecer, cayó en la cuenta de que no había comido a lo largo del día y, lo más grave, continuaba sin sentir hambre. Y más grave aún, en todo el día no había tenido una sola erección a pesar de las numerosas muchachas que tomaban el sol en topless. Estaba perdido. El sueño del toreo había terminado.
 Cansinamente y cabizbajo, tomó el autobús de vuelta a Cártama.
-¿Has ido a verlo? -preguntó su madre.
-No. Bueno, sí, pero creo que no estaba.
-¿Lo llamo yo?
-Ha terminao, mamá. No quiere ni verme.
-¿Cuándo vas a contarme lo que le hiciste?
-Yo no hice ná. Es que...
-¡Que no hiciste ná!. ¡¡Que no hiciste ná!!. Como si yo no te conociera. Don Manuel ha sido un santo pa ti, y ahora me dices que, por las buenas, se ha convertido en un demonio. ¿Qué le habrás hecho?
-Ná, mamá. Sólo que yo...
Sin añadir nada, la madre marcó el número de teléfono del Cañita. No obtuvo contestación.
-¿No tiene móvil don Manuel?
-Sí, pero casi siempre lo lleva apagao.
-Dame el número.
Lo marcó y tampoco hubo respuesta. Dejó un mensaje:
-Don Manuel, soy Carmen, la madre de Omar. Que, mire usted, yo estoy la mar de preocupá, porque el niño no me come, casi ni habla y está de un enmorecío que da pena verlo. Yo no sé qué estropicio le habrá hecho a usted, pero sea lo que sea, estoy segura de que ya está arrepentido. Se lo juro por la Virgen de los Remedios. Hombre, haga el favor de hablar por lo menos conmigo. El niño está más triste que un entierro y yo, ¿qué quiere usted que le diga?; sé que se habrá ganao esto, porque hay que ver lo sieso que es mi niño a veces, pero, mire, don Manuel...
Se echó a llorar y cortó la comunicación.
El padre, ocupado en la finquita que tenía a medias con su hermano, no podía acompañarlo a Colmenar Viejo y fue la madre la que decidió que viajaría con él. Cuando Omar se sentó en el Talgo 200 tras colocar la bolsa con el vestido y los trastes en el portamaletas, sabía que la novillada de Colmenar Viejo sería la última. Otra vez devolverían vivos los toros al corral y jamás querría nadie del toreo tener nada que ver con él.
-¿Qué le hiciste? -preguntó Carmen por enésima vez en los últimos nueve días.
-Namás que...
-¿Qué?
-Ná.
-Si no eres lo bastante hombre pa decir las cosas claras, no sé cómo tienes el valor de creerte que puedes ponerte delante de un toro.
-Es que...
-Mira, niño, dímelo de una vez, o...
-Cogí una enfermedad de ésas...
-¡Te voy a matar! ¿Quién te la pegó?
-Unas guiris, en la playa de Ibiza.
-¿Más de una? ¡Niño!, pero tú qué te has creído...
-No me puse eso... y...
Sin mediar palabra. Omar recibió cuatro bofetadas. Encendido, agachó la cabeza.
-¿Todavía lo tienes?
-No; ya se me ha pasao. El Cañita me llevó al médico y las inyecciones que me dio me lo quitaron en dos o tres días.
-¡Con razón! Todavía, encima se gastó el dinero en llevarte a un médico... y seguro que era de los caros. Lo que tenía que haber hecho don Manuel es dejar que te pudrieras vivo. ¡Eres un mamarracho, niño! ¡Ya verás la que te va a dar cuando se lo cuente a tu padre...!
-No, mamá, por favor...
Llegados al modesto hotel situado frente a la estación, la madre se sentó junto al teléfono. Estuvo marcando el número del Cañita durante cinco horas, cada diez o quince minutos, y nunca respondió.
-Hay que ver la negación que eres, niño. Ese hombre debe de estar pasándolo fatal, y a ver si no le habrá dado algo. Capaz que está en el hospital, y sería por culpa de los disgustos que tú le das.
Omar hizo un puchero y, sin poder aguantarlo más, se echó boca abajo en la cama, llorando entre hipidos, tan desconsolado y agitado como cuando era niño.
-Eso, ahora, llora. Está visto que no tienes... ¡eso!
-Yo... no creía que... se iba a dar cuenta...
-Pero, majareta de mierda, ¿no has pensao que no se trata de que no se dé cuenta?, que la cosa es que no hagas lo que no tienes que hacer. Ese hombre te ha tratao mejor... que tu propio padre. Tó un año aguantándote, tó un año consintiéndote... ¿A que no te ha puesto la mano encima?
-¿Pegarme? ¡Qué va! A ver.
-Pues que sepas que yo le he dicho un montón de veces que, de vez en cuando, te diera un guantazo, porque sé de más lo vaina que tú eres, que no sé cómo puede caber tanta chalaúra en un corpachón tan grande. Y el hombre, ha tenío la prudencia de no pegarte. Yo en su lugar...
-Mamá -suplicó Omar llorando a lágrima viva-, yo no quiero torear mañana...
-¿Ahora vienes con ésas? ¿Qué quieres, que encima tengamos que pagar la multa? Aunque tenga que llevarte a punta de pistola, tú toreas mañana, ¡como que me llamo Carmen!
Omar se giró en la cama, quedando el posición fetal; fingió que dormía para que su madre no continuara mortificándolo. Todavía escuchó muchas veces cómo, en susurros, continuaba ella intentando localizar al Cañita por teléfono. Poco a poco, insensiblemente, y agotado por el llanto silencioso, fue quedándose dormido.
El Cañita estaba allí, en la orilla de la playa que había bajo su casa, con los pantalones arremangados para que no se le mojaran en el rebalaje. Vaya, menos mal; le sonreía.
-Soy un sieso, don Manuel.
-No lo sabes tú bien.
-Tengo tan mala pipa, que no sé cómo me aguanta usted.
-Pues mira, ya que lo dices, sí que eres un poquillo malapipa. Pero, ¿qué quieres que te diga?; te he cogío voluntad.
-Me gustaría que mi padre fuera como usted.
-Si yo fuera tu padre, ya te habría vuelto la cara del revés a bofetás.
Aunque el viejo forzaba una expresión severa, sabía el muchacho que era fingida y que, en el fondo, sonreía. También sonreía el sol, que caía sobre sus hombros como un manto de tisú dorado, porque la confianza incondicional del Cañita le ungía como soberano de los ruedos, un número uno como Dominguín en sus buenos tiempos. En una punta de la bahía, allá por El Palo, las colinas se difuminaban por la calima húmeda como un espejismo y, en la otra, la blanca Farola parecía a punto de marcarse unos pasos de verdiales. Todo en el panorama sugería la placidez que estaba inoculándose en su espíritu, una placidez nacida de la seguridad de que ese hombre todopoderoso sería perpetuamente su amparo. Podía confiar en él, jamás le abandonaría. Gracias a él, ascendería la escalera por la que se alcanzaba el paraíso donde vivían los hombres que escapaban de la mediocridad. Sin él, si don Manuel no hubiera tenido la ocurrencia de asistir a aquella boda celebrada con una capea donde tuvo la fortuna de conocerlo, su destino hubiera sido el de un campesino torpe, sin ambiciones ni consciencia de sus posibilidades.
-¿De verdad cree usted que voy a ser figura?
-Pudiera ser, pero no quiero que sueñes imposibles, porque luego llega el tercio de despertares y puedes encontrar inesperadamente cerrada la puerta de los chiqueros y quedarte sin dientes del topetazo.
-No me gustaría que se llevara usted una decepción conmigo.
-De ti depende.
-Es que... si usted me echara, estaría más perdío que el virgo de la Bernarda.
El Cañita sonrió.
-Mira, Omarito, ya eres casi un hombre, y de aquí a un cuarto de hora ya no vas a necesitar a un viejo como yo para nada.
-¡Qué va, don Manuel! Siempre me hará falta su sabiduría.
Cuando Omar descubrió que no estaba en la playa, sino en la modesta cama del hotel, suspiró sonoramente y volvió a llorar. Contuvo los gemidos y giró el cuello para contemplar a su madre en la cama vecina. Dormía con los labios fruncidos. ¿Qué iba a hacer esa tarde, en Colmenar Viejo, sin el blindaje que representaban las palabras que le gritaba el Cañita desde el burladero?

Oropel
Era un manojo de nervios lo que ocupaba el traje de luces tabaco y oro. Todavía en el patio, antes del paseíllo, Omar Candela no paraba de rezar avemarías y santiguarse. No sólo devolverían el novillo vivo a los corrales, sino que él iba a salir de la plaza con los pies por delante. ¿Cómo podía torear con el ánimo más negro que un grajo? Si no fuera porque saldría de la plaza entre entre dos policías, se negaría a hacer el paseíllo.
Cuando dieron la señal de que el alguacil estaba preparado, formó con los otros dos novilleros a la cabeza de las cuadrillas con temblores en las piernas y andares vacilantes. Tras el primer paso sobre el albero, le pareció que la plaza era tan grande como el mundo. Había media entrada, pero para sus sentidos era como si los ojos de toda la Humanidad estuvieran observándolo, severos e inquisidores. Sentía el impulso de bajarse la montera, de manera que le embozara el llanto. Entonces, cuatro brazos femeninos alzados, agitándose con vigorosos aspavientos, llamaron su atención. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, se sorbió los mocos y trató de enfocar la vista distorsionada por las gotas saladas. ¡Eran Marisa y su tía! ¡¡Y al lado, el Cañita!! Recrudeció el llanto, pero el negro de su ánimo se había vuelto luz.
Esa mañana, durante el sorteo, había tenido suerte. El novillo que le tocaba en primer lugar era noblote y podía tener buena lidia si no lo malograba con su falta de experiencia. Mientras lo miraba siete horas antes, pensaba sólo en la pena que iba a ser que se desaprovechara. Ahora, decidió empeñar los cinco sentidos en que fuese el mejor toro de su vida. Lo recibió a porta gayola con una larga cambiada de rodillas que puso inmediatamente a la plaza en pie, con un alarido más angustiado que apreciativo. Los tres capotazos que dio a continuación bastaron para que las aclamaciones se escucharan en Cártama. Permitió que sus compañeros disfrutaran sus quites, porque el toro era una perita en dulce, pero clavó en el mismísimo centro del cerviguillo los tres pares de banderillas.
Cuando sonó el clarín, se quitó la montera. Sabía que la tradición obligaba a un debutante a brindar al público, pero eso podía hacerlo también en el segundo. Montera en mano y con la cabeza gacha, se acercó al tendido donde el Cañita acompañaba a las vallisoletanas. Se subió al estribo y adoptó una postura muy humilde para decir en dirección a Manuel Rodríguez:
-Yo era un niño, y llegó usted pa convertirme en hombre. Yo era una mierda, y llegó usted pa que sirviera pa algo. Yo no sabía ni donde tenía la jeta, y llegó usted y tuvo la paciencia de bregar con el pedazo de penco que yo soy. Le juro por mi sangre que usted es mi padre y mi dios. Va por usted, don Manuel.
Cuando el Cañita recogió la montera al vuelo, la besó.
Dos orejas y rabo, el primero de su vida. Y tres vueltas al ruedo. Ensordecedores aplausos y, de nuevo, un empinamiento mientras corría ante los tendidos. Y el Cañita que bajó al callejón a abrazarle sin para de exclamar elogios, aunque le dijo sin soltar el abrazo:
-Te cortaré la polla si lo vuelves a hacer.
-Le juro...
-No jures, chiquillo; tú haz las cosas como un hombre. Y ahora, tienes que componer el patinazo que acabas de cometer.
-¿Qué quiere usted decir?
-Esas dos mujeres han venido de Valladolid expresamente a verte, y ni las has mirado.
-¡Coño! No me acordaba. Ni las vi.
El Cañita sonrió. Sabía cuál había sido la razón de la ceguera.
-Pues bríndales tu segundo.
-¿No tengo que brindarlo al público?
-Sí. Pero, primero, vas y se lo brindas a las dos sin darles la montera y, luego, lo brindas al público en el centro de la plaza, y ten cuidado de que la montera caiga bien, pa abajo, que no puedes meterle el malbajío a la tarde que has empezao tan bien. ¿Has estao en ayunas de coño las últimas cuarenta y ocho horas?
-¿Cuarenta y ocho horas? ¡Desde el lunes de la semana pasá, doce días! Y, sabe usted, tenía tanto cabreo, que ni me he acordao.
El Cañita reprimió su impulso de entrar también en confidencias; no podía corresponder el relato con el de su visita a la clínica y los consejos del médico. Sonrió, amagando un puñetazo en la barbilla del joven.
-Pues acuérdate de agradecer a esas muchachas el esfuerzo -tras una pausa, añadió: -¿Sabes una cosa, niño? Venir aquí ha sido una prueba. Si llegas a rajarte y no apareces, jamás en la vida habrías vuelto a verme el poquillo de pelo que me queda.

Pasodobles
-Esa niña me gusta pa ti -dijo la madre cuando volvían al hotel, en el coche del Cañita.
-A mí también, mamá.
-¡Qué pena que vivan tan lejos! -lamentó el apoderado.
-¿No decía usted que los toreros no tenemos casa?
-¡Niño! -protestó la madre.
-Voy a procurar conseguir muchas novillás en los alrededores de Valladolid. A mí también me vendrá muy requetebién.
-Sí -afirmó la madre-, ya he notao que Isabel le da picores.
-¡Urticaria! -bromeó el Cañita- ¿Sabe usted, doña Carmen?, la soledad es mu mala.
-¡Po anímese!
-Tengo quince años más que ella, doña Carmen.
-¿Y eso qué es? Échele valor, don Manuel, que las mujeres entedemos de mujeres. Usted le interesa.
-¿Usted cree?
-¡Digo!
Manuel Rodríguez sonrió ante el gesto de la madre de Omar, un mohín de convicción senequista e inapelable, sabio como la experiencia del tiempo. Carmen estaba dotada del tinte matriarcal que adoptaban muchas mujeres andaluzas que, por el trabajo de sus maridos, se veían aupadas a la dirección efectiva de la hacienda y vida de sus hogares, y por ello, y sin más nociones que las proporcionadas por las visicitudes cotidianas, se conducían con sabiduría. ¿Tenía razón? ¿Podía Isabel sentir alguna clase de inclinación por él? De ser así, sería un regalo inesperado para una vida que, desde que enviudara, había considerado extinguida.
Dada la modestia de donde habían dormido la noche anterior, el apoderado les obligó a cambiarse a un hotel más cómodo. En el que eligieron, no disponían de habitaciones dobles. Ocuparon tres individuales.
Cuando se quedó a solas, habiendo recuperado el ánimo, Omar sintió el peso de los doce días de ayuno. Bastó pensar en ello para que rebrotara la erección, casi dolorosa de tan rígida, que no había tenido durante los últimos días, al menos en estado de vigilia. La dureza palpitante y apremiante que emergía del calzoncillo lustrosa y agitada por la urgencia, le desvelería. ¿Qué podía hacer? No conseguía dormir; era demasiada excitación, y no sólo sexual. Todo se había solucionado cuando creía que estaba acabado: Carmen le había prometido, con una sonrisa de comprensión, no hablarle al padre de la gonorrea, el Cañita volvía a estar de buenas y se mostraba mucho más confiado que nunca en relación con su porvenir taurino, había tenido el mayor triunfo de su carrera, tres orejas y un rabo, y de nuevo era un hombre con lo que tenían que tener los hombres. Dio vueltas y más vueltas sobre la cama, lanzando patadas a la sábana porque de repente sentía mucho calor. ¡Es que hacía mucho calor! ¿No estaría la calefacción encendida? Alzó la cabeza para mirar hacia el radiador y en ese momento se abrió la puerta. No recordaba haber encendido la luz, pero la habitación se encontraba fuertemente iluminada.
Muy sonriente, entró una mujer con el índice sobre los labios, indicándole que callase. Tenía los ojos azules, muy claros, animados por una risa maliciosa y cómplice; el pelo era negro como el carbón; la boca, con su permanente sonrisa, igual que un pastel de fresas; un cuello longuíneo y alabastrino como el de una diosa, servía de basa al óvalo estatuario de su cara. Lo más sorprendente era su ropa: Una especie de túnica de tisú plateado de seda, larga hasta los pies y cegadora de tan resplandeciente, muy escotada, dejando apreciar buena parte de los pechos y dibujando con nitidez los relieves y profundidades del vientre y el arranque de los muslos, sensuales y provocativos. No usaba zapatos. Bastó un suave tironcito de algo como un cordón que tenía en el hombro, y el vestido cayó al suelo, revelando una desnudez carente de ropa interior propia de la estatua más idealizada. Sin dejar de sonreir de aquella manera, que era como si ambos participasen en un delito y hubieran sellado un pacto, entró en la cama y se puso a horcajadas sobre sus caderas. Omar observó que no tenía el slip, pero no recordaba cuándo se lo había quitado, tan grande era su sopresa y tan intensa su anticipación. La penetración fue instantánea, muy profunda, y lo que aquella mujer tenía en la vagina no se parecía a todas las que había conocido hasta entonces. Había dentro algo como dulce de algodón, cuyos hilos cosquilleaban cada uno de los poros del pene enhiesto; se trataba de un placer enloquecedor, más allá de todo lo imaginable, pero contrariamente a su costumbre y a pesar de los doce días de ayuno, no se produjo el primer estallido, el aperitivo con que empezaban todas sus relacione sexuales, y consiguió resistir. El placer era absoluto, como si tuviera consciencia de todas las moléculas del pene por separado y todas ellas se agitasen en un océano de felicidad.
Ella se movía con extrema lentitud, como si no pesara y flotase en el aire. Bombeaba, se retorcía, agitaba la vulva para hacerla chocar una y otra vez contra su pubis, pero lo hacía muy parsimoniosamente, arriba y abajo, izquierda y derecha, círculo, y sus movimientos se parecían a los de Greta cuando flotaba en el agua, con la misma cadencia ondulante a causa del movimiento de las olas, pero más lentos. Parecía que la brisa fuese la que regía y originaba sus movimientos.
La penetración se prolongó un tiempo increíble; le parecieron horas y más horas, y cuando el orgasmo alcanzó a Omar, lo hizo sin violencia, sin sudor, sin ruído, un orgasmo que descendió en seísmos por la nuca, estremeció sus vértebras y repercutió en sus caderas como el movimiento telúrico que acompaña el estallido de un volcán. Mientras saltaba el río de lava, supo que que sus muslos, glúteos y vientre eran tranqueteados por las convulsiones, pero ni siquiera esto modificó la postura ni el plácido gesto de la mujer. Acabadas las sacudidas, ella lo contempló con la misma mirada de comunión, de intimidad solidaria, como si pudiera comprender cómo era cada una de sus sensaciones y las compartiese. Sacudió un poco más la pelvis y estrujó la vulva, para extraerle las últimas gotas, y con la misma suavidad, se retiró de él.
No las había escuchado entrar, ni siquiera las había visto, pero ahora había otras dos mujeres muy semejantes a la primera, aunque su ropa no era de tisú de plata sino de gasa transparente muy vaporosa, la de la izquierda, azul y la de la derecha, celeste. Ésta con el mismo dorado color de pelo que Marisa y la otra, morena como el azabache de los alamares del vestido goyesco que el Cañita le señaló una vez en el museo taurino, prometiéndole que antes de los veinte años vestiría un traje igual en la corrida goyesca de Ronda. Con idéntica suavidad y con sonrisas como las de la primera mujer, que ahora no sabía dónde se encontraba, se acercaron a la cama y se soltaron los vestidos, también mediante el cordoncito del hombro; tampoco usaban ropa interior. Salvo por el hecho de que sus caras eran diferentes, sus cuerpos parecían gemelos: Enormes pechos erguidos, como si tuvieran éter en el interior que los hiciera levitar; caderas redondas, piernas tersas como el cristal, cinturas breves, hombros y brazos sinuosos. Giraron al unísono, con acompasamiento de ballet, para que pudiera recrearse en la contemplación, y avanzaron de nuevo hacia la cama. En vez de situarse encima, se arrodillaron en el suelo y, una a cada lado, se pusieron a chuparle los pies. Vio que el pene comenzaba a recuperar la rigidez, todavía morcillón pero moviéndose visiblemente hacia la plenitud. Cuando las dos mujeres llegaron con sus labios a las caderas, la erección era de nuevo completa y en unos instantes llegó a ser aún más vigorosa que la de antes, más férrea; ellas siguieron avanzando hacia arriba sin tocar ni prestar atención al pene, y ahora, además de lamer, le daban suaves mordisquitos por el pecho, los costados, las axilas y el cuello. La de la izquierda le mordió los labios y lo besó de tal manera, que intuyó que podía absorber todo su interior, mientras la de la derecha le mordía un pezoncillo y le apretaba el otro delicadamente con la mano. Abandonado al delirio de tales caricias, no advirtió que la primera había vuelto a subirse a la cama y de nuevo se produjo la penetración; en vez del dulce de algodón de la primera vez, lo que sentía ahora se parecía más a pulpa de fruta, cálida pero exquisitamente blanda y acariciadora. Sentía la presión, pero no opresión. Sentía placer, pero no apremio. Se movía con la misma lentitud y levedad, pero cada una de las acometidas de su vulva se extendía en oleadas electrizantes que le alcanzaban hasta las uñas de los pies y el pelo. Curiosamente, sentía por separado los tres placeres: El que le proporcionaba la que estaba penetrando, el del beso y el del mordisco en el pecho. Sintió algo más; una lengua le lamía el cuello y la nuca, pero no tenía ni idea de en qué momento habría entrado la cuarta mujer, ni siquiera sabía qué ropa llevaba, el color de su cabellera ni su aspecto.
El placer alzanzaba todos y cada uno de los rincones de su cuerpo, los hombros, las yemas de los dedos, la punta de la nariz, las rodillas, los tobillos y la planta de los pies; un placer tan definitivo, que no sólo no le urgía alcanzar el orgasmo sino que ansiaba que pudiera retardarse eternamente.
Comprendió que tal cosa era imposible cuando empezó a sonar en su cabeza una especia de melodía escuchada en un prado, lejana, interpretada por un caramillo. La intensidad del sonido fue aumentando y se convirtió primero en música de violines, a los que después se sumó un piano y, más tarde, era un enorme órgano de catedral que hacía vibrar las paredes y, al añadirse las campanas que tocaban a gloria, volvió a funcionar el surtidor, un géiser tan impetuoso, que tenía, por fuerza, que haber llegado a lo más profundo de las entrañas femeninas. El semen se mezcló con la pulpa de fruta, componiendo una masa gelatinosa y cálida que al deslizarse y caer por toda la longitud del pene era como si lo acariciaran millones de suavísimas plumas.
Ahora se habían puesto las cuatro de pie, dos a cada lado de la cama. Sonreían con la misma placidez que la primera tras el orgasmo anterior, y todas parecían comprender e interpretar sin ningún género de dudas el alboroto de las moléculas de su sangre. Notó que entraban más personas y, por un momento, sintió angustia. Tres nuevas mujeres, cubiertas de túnicas de satén blanco, y dos hombres, éstos completamente desnudos. No deseaba que hubiera hombres en la habitación, mas ello ignoraron su presencia en la cama. Se parecían a los actores de las películas de romanos, no tenían vello en el cuerpo, ninguno, ni en el pecho ni en los brazos, ni en las piernas, y su pelo colgaba en guedejas amarillas onduladas. Tomaron a dos de las nuevas mujeres, les arrancaron a jirones las túnicas y las penetraron de pie, instantáneamente, obligándolas a apoyarse contra la pared. La tercera de las recién llegadas, se aproximó hasta él, se izó en la cama, le forzó a alzar los hombros casi hasta quedar sentado y se introdujo en el espacio resultante, obligándolo a echarse de nuevo, ahora sobre su regazo. Inclinó el torso hacia su cara, ofreciéndole los pechos para que él los lamiera.
Los dos hombres comprimían con demasiada violencia sus glúteos, el movimiento de sus caderas era casi brutal, de manera que las dos mujeres levitaban entre ellos y la pared, elevándose a cada acometida, pero sin quejarse. Todo ocurría en un silencio extraño. Los pechos llegaron a presionar sobre su rostro y dejó de ver tanto a las dos parejas como a las cuatro mujeres que continuaban de pie a ambos lados de la cama. Cegado por la extraordinariamente cálida masa de carne, ahora ya no era capaz de entender lo que ocurría. Sentía bocas múltiples sobre el escroto, sobre el pene, que, increíblemente, estaba aún más rígido que las otras dos veces; sobre el vientre, entre las piernas, en el ombligo. Parecían cientos de bocas las que besaban, chupaban y mordían las piernas, los muslos, los brazos, los músculos dorsales, el pecho. Las lenguas que se agitaban dentro de sus orejas podían hacerle perder la razón; ambas bocas abandonaron las orejas para lamerle el cuello y morderle, mientras otra boca lo besaba introduciendo la lengua casi hasta la garganta. Sentía ahogo sin ahogarse. Sus estertores no eran de sufrimiento, sino de arrebato intergaláctico. Perdió la noción de lo que estaba arriba y abajo, ni siquiera sentía la presión de su cuerpo contra la sábana, porque le parecía estar suspendido en el espacio, y la fuerza que le hacía levitar era la succión de las bocas, una de las cuales se tragó el pene. La inmersión fue tan repentina y tan profunda, que sintió los labios de esa boca jugar y aprisionar el vello púbico.
Sí, de alguna manera, las cinco mujeres le sostenían en el aire, aunque no fuera capaz de sentir las manos que sujetaban y alzaban sus miembros, porque su atención estaba completamente obnubilada por la caricia profusa y múltiple de los labios. Ahora ya sentía las bocas incluso en los glúteos y en la espalda, sin dejar de sentirlas en la cara, el cuello, el pecho, el escroto y el pene. Tras los párpados cerrados, vio una luz que fulguraba lejana y que se iba aproximando muy lentamente. El resplandor no cegaba, pero la luz era la más intensa que había contemplado jamás, como si fuese capaz de mirar cara a cara al sol. Sabía que esa luz iba a acompañar el estallido de semen, que sentía avanzar a través de todas las terminales nerviosas, y sabía también que el surtidor alcanzaría tal fuerza, que podía llegar al techo. Pero se retardaba, iba a demorar minutos, tal vez horas, un tiempo sublime transcurrido el cual se desintegraría su cuerpo, porque era imposible que nadie pudiera sobrevivir a tanto placer.
Avanzaba la luz y, ahora, sentía juguetear una lengua en su ano, como hiciera aquel travesti con el cual le gastó el Cañita la peor broma que recordaba. Simultáneamente, dos bocas degustaban cada uno de sus testículos y otra succionaba el bálano como si se tratara de un tornado. Quiso gritar, rogarles que le permitieran llegar al estallido de la luz, pero tenía la boca ocluída por otra lengua y otras dos bocas mordíam con fuerza sus tetillas mientras otra más le mordía el ombligo.
"Parad, por favor, o llevadme a la gloria de una vez"
Entonces, ocurrió. Primero fue un remolino de estrellas de colores sobre la luz que avanzaba. A continuación, cada una de las estrellas estalló en puntos pirotécnicos. Siguió la explosión de una supernova que lo cegó completamente, aunque estuviera con los ojos cerrados.
En ese instante, comprendió que se encontraba suspendido en el aire sin la ayuda de las cinco mujeres. Efectivamente, flotaba, con los pies y la cabeza un poco caídos y las caderas emergidas, alzadas hacia un punto del infinito donde alguna fuerza sobrenatural había concentrado todo el placer del universo. El estallido de la supernova resultó insignificante, comparado con la prodigiosa cascada de semen que flotó en el vacío y se alzó como si no existiera gravedad.
No se agotaba. Fluí a y fluía, el surtidor blanco se elevaba hacia alturas incomprensibles y volvía a caer sobre su vientre con abandono ingrávido. Era tan definitivo el placer, que ahora rugió. Fue un bramido mucho más intenso que el de un toro, como el de cien toros, que resonó en ecos pasillo adelante, más allá de la puerta.
Fue su propia voz lo que le hizo despertar. Repentinamente a oscuras, no comprendió lo que sucedía, pero las convulsiones que todavían agitaban su vientre le hicieron volver a la realidad. Pulsó el interruptor de la luz. El semen de doce días de ayuno empegostaba la sábana, las piernas, las manos y formaba una especie de laguna en su ombligo que abarcaba buena parte del vientre.
Sin poderlo evitar, soltó una carcajada.
Se escucharon carreras en el pasillo y, a continuación, sonaron golpes apremiantes en la puerta y la voz del Cañita:
-Niño, abre, ¿qué te pasa?
Omar asomó únicamente la cabeza para asegurarse de que el apoderado estaba solo, ya que le parecía haber escuchado las carreras de varias personas en dirección a su habitación.
-¿Qué te ha pasao, por qué has gritao de esa manera?
-Un sueño namás, don Manuel. Y dése usted cuenta si no era verdad lo que le había dicho del ayuno de doce días. Mire.
Señaló su vientre y sus mulos bañados de semen, descolgándose en gotas copiosas que caían sobre la moqueta.
-¡Osú, niño! Tú no eres un hombre, eres el milagro del maná en el Sinaí.

Natural
A causa de la fatiga del viaje de ida y vuelta a Madrid, por la alegría del triunfo y comprensivo con las tensiones que el muchacho había pasado estando disgustados, Manuel Rodríguez permitió a Omar descansar el lunes siguiente y, como los martes no tenían jamás entrenamiento ni había otras cosas que hacer, no se volvieron a ver hasta el miércoles.
-Nos han salío otras cinco novillás, niño. ¡Esto marcha!
-¿Superaré este verano el récord de Jesulín?
-¡Tú estás loco! Ni este verano, ni nunca. Es una locura torear tanto. Las cosas hay que hacerlas con tino. Lo que sí es que, si redondeas en junio dos tardes más como la de Colmenar Viejo, trataría de organizarte la alternativa pa la feria de Málaga.
-¿Cree usted? -esa posibilidad le maravillaba y horrorizaba a la vez.
-Sí, niño. Los novillos son poca cosa si tenemos en cuenta tu fuerza y tu tamaño. Necesitas jugártelas con toros de verdad. ¿No ves que, si no se te mira esa cara de mocoso, tu cuerpo es el de un tiarrón hecho y derecho? Desde los tendíos no se aprecian las caras, sino las hechuras, y el grosor de tus piernas, tus hombros y... lo que tú ya sabes, hace creer de lejos que eres un tío de treinta años. De aquí a ná, la gente va a empezar a decir que eres mu viejo pa seguir de novillero.
-¡Don Manuel, que todavía no he cumplío los dieciocho! Me faltan cuatro meses y medio.
-¿Qué le vamos a hacer? Lo que importa es lo que parece, y tú pareces ya el padre del Juli. Hala, a entrenar, que tienes que mejorar las chicuelinas y las manoletinas. Arza. Trabaja también un poco los afarolaos, que bajas la mano mu pronto. Mañana dedicaremos tó el día a las estocás.
-Yo... quería preguntarle una cosa.
-Larga.
Omar titubeó, carraspeó, cargó el peso sobre una pierna y, luego, sobre la otra. Finalmente, se decidió:
-Que yo quiera ser como don Juan no estorba a los toros, ¿verdad?, siempre que no folle dos días antes de las corrías, ¿no?
-Más o menos.
-Es que ya no tengo ganas de putas, don Manuel. Preferiría saber que las trajino por las buenas, ¿sabe usted? Que no sea por dinero.
-¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
-Pues... que si puede usted adelantarme algo. No se cabree. Reconozco que todavía no ha recuperao usted la inversión, pero si pudiera... en fin.
El Cañita mantuvo la expresión adusta, pero estaba sonriendo por dentro. Concedió con benevolencia:
-Veinte mil pesetas a la semana. Ahora y siempre... hasta que pase un tiempo... Quiero decir que, hasta que no tengas veintidós o veintitrés años, el dinero se lo daré íntegro a tu padre. ¿Tienes algo que oponer?
-No, don Manuel; lo que usted diga.
-Pero nunca te acostarás más tarde de las doce y media de la noche. Mira que tu madre está compinchá conmigo, y te voy a controlar. Y otra cosa, niño: que no necesitas demostrarte que puedes conquistarlas sin dinero; ¿es que no está colaíta por ti la muchacha de Valladolid?

Toreaba el domingo en Lucena y, antes, tenía que pasar cuarenta y ocho horas de cuarentena. Sólo disponía de las noches del miércoles y el jueves para el sexo, de manera que no podía dejarlo para mañana. El apoderado lo llevó en el coche hasta las proximidades del paseo marítimo, donde le dio un último consejo:
-Mira, Omarito; ten una mijilla de tiento, que ni toas las mujeres son putas ni se acuestan por las buenas con el primer semental que se les cruza en el camino. Trata de ser fino, no insistas cuando veas que no te dicen que sí a la primera de cambio, ten cuidao de que no se te noten las ansias. A las muchachas decentes hay que cortejarlas, decirles cosas bonitas y no puedes tocarles las tetas si antes no has notado por mil detalles que ellas quieren que se las toques. ¿Vas comprendiendo?
-Sí, don Manuel. Pero... ¿y si no me salen esas palabras bonitas?
-Las mujeres consideran que son bonitos todos los elogios y lisonjas que puedas inventar: Que es la más guapa que has visto, que hay que ver cómo sonríe, que sus pestañas son como cañas de pescar... Pero no vayas a decir "¡vaya par de tetas que tienes!" o "el olor de tu coño me vuelve loco". ¿Lo coges?
-Creo que sí. Condiós don Manuel... y muchas gracias.
Guardó diez de las veinte mil pesetas que le había dado el Cañita en uno de los pliegues ocultos de la cartera y las otras diez, en el bolsillo del pantalón. El pub donde había estado con el Cañita y Lola, aquella belleza de Vélez, le parecía territorio conocido y, por ello, fue el que eligió. Mientras entraba con no demasiada confianza, se preguntó cómo habría quedado de desfigurado el mirón del malecón, el que había perdido la nariz de tanto asomarse para satirearles a Lola y a él. Sonrió.
Unas quince personas ocupaban las mesas y todas iban en parejas o en grupos, ninguna chica sola, pero intentar atreverse a entrar en un local donde nunca hubiera estado quedaba descartado. Esperaría. ¿Qué podía pedir en la barra?
-Un Trina de naranja.
¡Digo! ¡Quinientas pesetas un Trina! Tenía que andar con cuidado para no quedarse parruli en una noche, y estirar el dinero todo lo que pudiese, por si acaso las cosas rodaban mal y tenía que ir al puticlub. Sentía hambre, pero si pedía un bocadillo en ese sitio tendría que solicitar una subvención al gobierno. Engulló afanosamente el platillo de frutos secos, que supuso que sería gratis.
-Hola, oye, tenemos una discusión mis amigos y yo. ¿Tú no eres mataó?
La que se lo preguntaba era una muchacha de cara algo sosa, con sus pecas y sus ojos de catequista, pero lo que abultaba su camiseta era muy prometedor, un par de cosas como las de Magrit aunque a tono con su menor altura. Llevaba el pelo muy corto, estilo que no le parecía atractivo, pero sonreía con dulzura. La había mirado de pasada al entrar, sin prestarle demasiada atención porque se encontraba sentada con otra muchacha y un muchacho. Consideró que no era un buen comienzo que conociera su profesión de antemano, pero tampoco quería mentir.
-Novillero.
-¡Lo sabía! Toreaste en Nerja, ¿no?
-S...sí -sentíase más cortado que nunca frente a cualquier mujer. Claro, que no se trataba de una mujer experta, como todas las que había tenido entre sus brazos, sino de una muchacha decente, alguien a quien, de acuerdo con las indicaciones del Cañita, debía respetar antes que desear.
-He ganao la apuesta -anunció ella, triunfal- ¿Quieres sentarte con nosotros?
-Allá voy.
-Perdona, no me acuerdo de cómo te llamas.
-Omar, ¿y tú?
-Viky -ya habían llegado junto a los otros dos-. Escuchad, yo tenía razón. Es torero y se llama Omar. Te presento a Toñy y Juan Carlos.
-Mucho gusto -dijeron los dos al únisono.
-Bueno -dijo Viky-. Ahora, tenéis que pagar la apuesta.
-Está bien, tía -dijo Juan Carlos-. ¿Qué queréis tomar?
-Un cubata de Larios -dijo Viky.
-¿Y tú? -preguntó el muchacho a Omar.
-Tengo todavía el refresco por la mitad.
-¿Un refresco? -ironizó Juan Carlos-. ¿Tú qué eres, un seminarista? Tómate un pelotazo, tío; pago yo.
-Otro día. Mañana tengo que entrenar en el tentaero.
-¿Así de controlada es la vida de un novillero? -se interesó Viky.
-¿Controlada? Pues, no sé -en realidad, Omar no entendía lo que significaba la pregunta-. Lo único que sé es que me tengo que levantar a las siete pa poder llegar a las ocho y media, andando, al tentaero, que está a cuatro kilómetros de mi casa, y me gusta estar fresco.
-Yo creía que los toreros estabais tós podríos de pasta -dijo Juan Carlos- ¡Andando pa el tentadero! ¿No has ganao pa un coche?
-No lo sé. Pero, igual, no puedo sacar el carné. Tengo diecisiete años.
-¡Diecisiete! -exclamó Toñy- ¡Venga ya!
-¿Seguro que tienes diecisiete? -se admiró Viky.
-¡Claro!
-Vaya un caramelito -afirmó Toñy.
Juan Carlos sonrió con picardía. Le hizo a Viky una señal que Omar no supo interpretar, pero, a continuación, ella se arrimó en el asiento un poco más, hasta que las piernas de los dos dos quedaron muy juntas. Omar tuvo un sobresalto; el pene se le había disparado en el pantalón hasta la rigidez instantánea. No quiso ni mirarse, temiendo que se dieran cuenta, aunque la escasa iluminación ayudaba a embozar la prominencia.
-¡Qué penita! -bromeó Viky, pasándole los dedos por la barbilla-... tener que estar como los futbolistas, sin beber ni trasnochar, tan sacrificao por los toros. ¿Te controlas tanto con todas las demás cosas?
Omar supuso que podía referirse al sexo, pero recordó el consejo del Cañita y prefirió ignorar la alusión, no fuera a meter la pata. Dijo:
-Hay que estar en buena forma. Los toros son una cosa mu seria.
-Yo creía que tenías lo menos veintidós o veintitrés años -aseguró Toñy-. Siendo tan joven, estarás casi empezando, ¿no? -Omar asintió-. Entonces, a lo mejor llegas a ser mu famoso.
-Lo voy a intentar. Me están saliendo muchas novillás... ¡y pagás! El año pasao, mi apoderado tenía que pagar pa que me dejaran torear.
Durante la hora siguiente, Omar, deslumbrado porque aquellas tres personas se interesaran tanto por sus cosas, les contó todo lo que sabía de su profesión y los avatares de su corta biografía taurina, omitiedo cualquier referencia a las experiencias sexuales. Cuando tenían los vasos vacíos y Omar había consumido todos los platillos de patatas, aceitunas y frutos secos que el camarero les había llevado, dijo Juan Carlos:
-Nosotros -señaló a Toñy y a él mismo- pensamos dar una vuelta. ¿Queréis venir?
-¿Tú qué dices? -preguntó Viky-. Como llevas esa vida de cura...
-¿Es mu lejos? -preguntó Omar.
-No -respondió Juan Carlos-. Vamos a subir a Gibralfaro, que está ahí mismo. Arriba, hay unas vistas acojonantes.
-Entonces, voy con vosotros.
El monte, coronado por una fortaleza morisca, se encontraba tan sólo a unos cuatrocientos metros del pub. Durante la escalada por senderos empedrados entre jardines y pinos, Omar se adelantaba a los tres a cada paso. Al darse cuenta, contenía las zancadas y trataba de acomodarse al  ritmo del grupo, comprendiendo que ellos no estaban tan bien entrenados como él, pero en seguida volvía a acelerar. Presentía que en la cima le aguardaba algo más interesante que los panoramas. Igual que había hecho don Juan Tenorio, ahora subía a un castillo donde dejar a alguien un recuerdo; si no se equivocaba, Viky ansiaba tanto como él llegar a la cima y conservar el recuerdo. Reconocía no poseer perspicacia suficiente para apreciar matices sutiles, pero las alusiones, los gestos y la conducta de la muchacha no le hacían sentirse culpable por sus intenciones, pues no parecía una doncella tan recatada como para sufrir al sentirse burlada. Porque este aspecto de las hazañas de don Juan le causaba desazón; el gachó se vanagloriaba de haber metido la ruína en un montón de familias. Claro, que se trataba de otra época; en los tiempos presentes, don Juan lo habría tenido más fácil, puesto que la idea que tenía la gente de la decencia no era tan estúpida como la de entonces; lo que, tal vez, habría disminuído el interés de quel tipo vestido con bombachos, puesto que, por sus palabras, daba la impresión de follarse a las tías sólo para poder jactarse después de la "memoria amarga" que dejaba. De todos modos, no deseaba en modo alguno perjudicar a nadie. A él, que le dieran un par de buenos polvos, y tan a gusto. 
-Mira, ¿no te parece cojonudo? -le preguntó Juan Carlos, señalando el paisaje, para lo cual había dejado sólo un segundo de besar a Toñy.
Se encontraban en un mirador, cercano a la fortaleza. Abajo, casi toda la ciudad, las arboledas, las dársenas del puerto, las playas de La Caleta, La Malagueta y San Andrés, y la plaza de toros. ¿Cuándo podría torear ahí? La contemplación del paisaje le emocionaba, pero no sabía cómo calificarlo. ¿Valdría usar la misma palabra que Juan Carlos, "cojonudo"? El Cañita le había aconsejado que no dijera palabrotas.
-¡Es casi tan bonito como la finca donde entreno! -fue el único superlativo que se le ocurrió.
Los otros tres se echaron a reír. Se preguntó dónde estaría la gracia. Viky le agarró la mano y jaló hacia la milenaria muralla, adelantándose a los otros dos, que se rezagaron. La cima estaba próxima... y en la cima se aproximaría también la ocasión de dejar recuerdo de él.
-¿Te gusto? -preguntó Viky.
-Eres mu graciosa.
-¿Sólo eso? -ella pareció decepcionada.
-¡Tienes...! -Omar se contuvo, pero la mirada se le deslizó hacia las incitadoras prominencias de la camiseta.
Ella notó la mirada, lo que alarmó al novillero. Pero Viky sonrió.
-¡Osú, tós los tíos pensáis en lo mismo! -refunfuñó con humor.
-Estás mu bien. Yo...
-¿Quieres besarme?
En vez de responder, lo hizo.
-¡Estás de un buenorro que crujes! -alabó Viky.
-Tú estás mejor.
-¿De verdad?
-¡Claro!
Y, sintiéndose alentado, la envolvió en un abrazo. Como no podía ser de otro modo, ella sintió al instante lo que el pantalón contenía.
-¿Tienes?
-¿El qué?
-Goma.
-¡Claro! A ver.
-Vamos al otro lado del castillo -sugirió Viky-. Allí hay menos luz.
Siguieron la línea de la muralla, rodeándola hasta un punto donde los pinos eran más abundantes y frondosos, y el paisaje vislumbrado a través de las ramas era la zona opuesta al puerto, el norte de la ciudad. Cuando ella se detuvo, casi recostándose contra la ciclópea pared de piedra, Omar dudó. ¿Podía bajarle los pantalones vaqueros y hurgar en sus bragas, o tenía que esperar a que ella comenzara a desnudarse? De repente, comprendió que el brillo fulgurante de las oportunidades que el toreo le otorgara durante el último año, al mismo tiempo le había cegado para las experiencias propias de su edad. No sabía cómo tenía que comportarse con una muchacha que no fuera una prostituta o una casada insatisfecha. Antes de que surgiera una novillada cerca de Valladolid y, con ella, la ocasión de intimar con Marisa, debía recuperar el tiempo perdido. Intuyó que Viky notaba su indecisión, porque, tras un paréntesis durante el que lo escrutó sonriente, comenzó a aflojarle el cinturón. Fue la señal de partida. Al instante siguiente, Omar desabrochó el pantalón femenino y lo bajó hasta medio muslo.
Lo que siguió era completamente diferente de lo experimentado hasta entonces. La Nancy, Lola, la marquesa de Benaljarafe, eran incendios poderosos desde el principio, una hoguera ya encendida antes de abrazarlas. Con Viky no era así. Ella actuaba con la misma timidez que él, poco a poco, tanteando, sin desbocarse en busca del pene erecto. Curiosamente, esta actitud tenía un efecto sedativo, pues vio, con sorpresa, que no iba a estallar en cuanto la penetrara; sabía que aguantaría hasta que ella comenzara a convulsionarse. Esta constatación le hizo sentir confiado de un modo desconocido; de repente, se sentía experto, capaz, controlaba con autoridad y no con abandono lo que habría de suceder, cuya secuencia se le iba revelando en la mente como los fotogramas de una película.
Besó primero los labios, beso en el que ella le correspondió de manera gradual; sólo después de unos minutos abrió los labios para permitirle hurgar dentro con la lengua. A continuación, besó los ojos y, recordando la recomendación del Cañita, dijo:
-Tienes las pestañas como cañas de pescar...
Ella sonrió con gran intensidad.
-Gracias -murmuró.
Ahora podía llegar más allá. Bajó la boca hacia el cuello, mordió con suavidad y siguió hacia la nuca, humedeciéndole la piel. Notó que ella inspiraba hondo, con un suspiro, y que los pezones presionados contra su pecho se endurecían. Ahora podía presionar a su vez el vientre, para que ella se preparase. Recorrió la espalda con las manos, con calidez pero sin violencia, y las bajó hacia los glúteos, al tiempo que adelantaba sus caderas. Ella alzó la barbilla, echando la cabeza hacia atrás.
-Te... quiero -dijo con tono ronco.
Esta declaración alarmó a Omar. ¿Podía ser verdad que le quisiera tan pronto?, ¿iba a hacerle daño no correspondiéndole? No, debía de ser sólo su modo de decir que estaba pasándolo bien. Desde la posición en que las mantenía, aferradas a los glúteos, metió las manos bajo la camiseta y la arrolló hacia arriba. No tenía sostén. Los pechos se desbocaron generosos contra su pecho al quedar libres. Se quitó precipitadamente la camisa con objeto de poder abrazarla de nuevo en seguida, porque ella comenzaba a aflojar las piernas y podía caer. Echó la camisa al suelo, procurando que cayera extendida sobre la yerba para que no se arrugase; un reflejo condicionado por un año de experiencia torera. Al rodearla otra vez con los brazos, Viky murmuró:
-No me hagas daño. Es demasiao...
Comprendió. Tenía que prepararla un poco más. Bajó la cabeza hacia los pechos y los estuvo lamiendo largos minutos, mientras acariciaba la vulva con la mano. Recordó el botón aquél, ¿cómo había dicho Silvia, la marquesa de Benaljarafe, que se llamaba?, ah, sí, clítoris. Abrió cuidadosamente el pliegue y dio con él. En cuanto comenzó a acariciarlo con la yema del dedo corazón, Viky salió del abandono. Las manos provistas de uñas no muy largas, estaban apretándole la espalda y arañándole la piel de un modo apremiante, mientras las caderas batían contra su mano y su vientre. Había llegado la hora. Entraba en un terreno conocido. Se embutió el condón con pericia, con la misma mano que había estado acariciando el clítoris, y acercó el glande a la entrada de la vagina, sin presionar, esperando a ver lo que ella hacía. Viky se apretó un poco más y alzó los talones, para enfilar mejor su ángulo. Omar prosiguió la invasión.
-Despacio -rogó ella-. Es demasiado...
Otra que mencionaba las dimensiones como si fueran algo de otro mundo. No creía que el tamaño de su pene fuera tan insólito. Su primo Tomás lo tenía más grande, lo menos tres centímetros más que el suyo cuando estaba flojo, lo había visto muchas veces mientras se bañaban desnudos en el río, y los cuatro o cinco vecinos más íntimos disponían de volúmenes muy parecidos, todos entre la dotación de su primo y la suya. ¿Sería verdad, como había dicho aquella valenciana, Quimeta, en Nerja, que los hombres de Cártama eran superdotados? Eso era un estupidez, habría grandes y chicas, como en todas partes, a pesar de que Viky parecía no estar acostumbrada a esa dimensión. De cualquier manera, era mejor tener cuidado, no fuera a salir huyendo monte abajo.
Tal como ella le pedía, fue profundizando poco a poco. Era muy estrecha, ahí estaba el problema. Le iba a causar daño. ¿Qué podía hacer? Ah, el clítoris. Bajó de nuevo la mano derecha para acariciarlo. Por los gemidos de Viky, entendió que quería más y, sintiendo que ya no podría aguantar mucho, empujó hasta el fondo. Ella dio un alarido.
-Perdona, perdona -suplicó Omar.
-Perdona tú -rogó Viky-. ¿Me habrá oído alguien?
-No creo. No ha sío pa tanto, y hay mucho bosque. ¿Te la saco?
Por toda respuesta, ella se apretó contra él con más fuerza y aceleró las embestidas.
-¿Ya? -preguntó Omar.
-Casi.
Un nuevo acelerón de ella. Él no se atrevía a empujar, por temor a que gritara otra vez. Estaba mirándola a la cara, a ver si por fin comenzaba, porque ya no podía aguantar más. Vio que se mordía los labios, seguramente para impedirse a sí misma gritar, y las ventanas de su nariz aleteaban como golondrinas, las pupilas giraban en los ojos y había dejado de sostenerse en sus propias piernas. Entonces, le bastó un movimiento de caderas para sentirlo él. Como era tan estrecho el cobijo, el orgasmo masculino duró un tiempo increíble, en una sarta de sacudidas que se produjeron como a cámara lenta. No recordaba otro tan satisfactorio, a excepción de aquel sueño raro que tuvo en el hotel de Madrid. Ahora, arrebatado, mordió y besó los labios de Viky ya sin pensamiento, sólo instinto.
-Te... quiero -volvió a decir la muchacha.
Omar apretó la boca para no decirlo también. Una cosa era aliviarse y otra muy distinta hacer promesas falsas. Total, llegar hasta donde había llegado con ella no había sido difícil, así que no se trataba de una romántica melindrosa como la monjita aquella de don Juan, doña Inés, pero no alentantaría ilusiones que no podía corresponder.
-¿Ha estado bien? -preguntó ella cuando vio que él no estaba dispuesto a hacer la misma declaración.
-Fantástico, a ver. ¿Y pa ti?
-Maravilloso. Ahora ya no querrás volver a verme.
-Sí, si querré. Pero... ya sabes. El toreo es mu esclavo.
-Te voy a dar mi teléfono.
-Yo no tengo -mintió Omar.
-¿Me llamarás?
-Seguro.
Volvieron en busca de la otra pareja. Omar presumía que Juan Carlos y Toñy habían tenido tiempo de sobra para hacer lo mismo, de modo que se dirigió decididamente hacia el mirador donde los habían visto por última vez y, en efecto, ya estaban esperándolos.
-¿Por qué tienes tanta prisa? -le preguntó el muchacho cuando bajaron del monte, al notar que Omar miraba constantemente el reloj.
-Mi autobús sale dentro de veinte minutos.
-No te preocupes, yo te llevaré; a Cártama no se tarda ni un cuarto de hora. Vente con nosotros a la discoteca.
Viky le suplicaba con los ojos.
-¿Hasta qué hora? -preguntó.
-¡Quién sabe! La noche es joven.
-Tengo que levantarme a las siete.
-Qúedate un poco más -rogó Viky-. Te llevaremos cuando quieras.
-Imposible. Cogeré el autobús y mañana te llamo.
Cuando el vehículo emprendió la marcha, se ufanó de haber resistido la tentación, ya que presentía que, de disponer de más tiempo, a lo largo de la noche hubiera podido repetir.