domingo, 8 de septiembre de 2013

DIVERTIDA NOVELA DE UN MALETILLA COBERDE Y RIJOSO

Subo a continuación las primeras 90 páginas de mi novela 
LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA
Una anécdota "casi veridica" de un maletilla que sólo quería ser torero por lo que pudiera ligar.
No la subo entera porque esta página no lo permite.
Las páginas restantes las públicarépróximamente en dos entregas 


Los Tercios de Omar Candela

Luis Melero



TERCIO DE SUEÑOS


I – CAPEA

Don Juan Tenorio, ¡ése sí que se comía todas las roscas que le daba la gana! A su lado, lo de Jesulín parecía cosa de niños de colegio de curas, por mucho que el Cañita se lo propusiera como ejemplo de fortuna con las mujeres, pintándole el paraíso que conquistaría si se arrimaba un poquitillo más a los bureles.
Omar Candela tenía diecisiete añitos cabales, floridos en el porte sandunguero de quien se siente arropado e impulsado por el clamor de su pueblo, con el alcalde a la cabeza, capaces munícipes y vecinos de perdonar a la gloria local los dos novillos que habían sido devueltos vivos al corral la semana anterior y los muchos más que habían escuchado los tres avisos meses atrás. Nadie en Cártama le acusaba de cobarde por  perder el resuello en los ruedos huyendo de los toros, ya que el brillo del traje de luces les cegaba y sólo conseguían ver el resplandor que el chiquillo podría, algún día, proyectar sobre su paisanaje. Ahora, sentado por primera vez en su vida en la butaca de un teatro, Omar tenía las cosas más claras. Lo de Jesulín resultaba brumoso por muchas bragas que le tiraran en las plazas, porque no era capaz de imaginarse a sí mismo reinando en un cortijo que valía una pechá de millones y emulando a Tarzán, rodeado de bichos todavía más peligrosos que los toros. En cambio, lo de don Juan sí tenía color, porque el gachó no necesitaba jugarse la vida para que las titis se abrieran de piernas con entusiasmo y sin más pretensión que el placer. Sin pejigueras.
Esa tarde, Manolo el Cañita había llegado a Cártama con una de sus frecuentes rarezas:
-Escucha, niño, necesitas una mijilla de pulimento, porque la última vez que te entrevistaron por la radio, en vez de un mataó de novillos parecías un asesino del idioma. Mira, he comprao dos entrás pa "Don Juan Tenorio", que lo dan esta noche en el Cervantes. A ver si te fijas en cómo habla la gente.
Y, sin permitirle protestar, le había empujado dentro del Clío echando a correr hacia Málaga, porque sólo faltaban noventa minutos para la función y a esa hora el tráfico tenía mandanga.
Aunque ir a un teatro le parecía propio de maricones, ahora se alegraba de no haber podido escaparse del Cañita, cosa que intentó cuando esperaban entre el mogollón de gente que había a la puerta del teatro, sin conseguirlo porque el apoderado le sujetaba el brazo como quien se protege en un burladero de un morlaco de quinientos kilos resabiado. No era capaz de captar lo que había de diferente entre como hablaban los actores del escenario y su modo de expresarse, salvo esa majaretá de dialogar en verso, pero sentíase fascinado por el protagonista, al que le daba igual follarse a una duquesa que a una mendiga y que era capaz de convencerlas a todas, lo mismo a putones que a novicias de conventos, sin arriesgarse más que a ser perseguido por cornudos metafóricos en vez de por verdaderos astifinos. Desde que el actor comenzara a jactarse de sus proezas de alcoba, tenía la bragueta inflamada imaginándose a sí mismo en las situaciones descritas, sorprendido entre los brazos de cientos de mujeres por los maridos, padres y hermanos burlados, y sacando con valentía el estoque de matar para defenderse de los que tenían cuernos pero no eran ni la mitad de fieros que los toros. 
A su lado, el Cañita notó que Omarito se rebullía en el asiento y, de reojo, percibió en el pantalón el relieve del pitón corniveleto que ya conocía de largo, de tanto ayudar al niño a enfundarse la taleguilla. Manolo Rodríguez el Cañita, sexagenario con unos duros ahorrados, que no tenía empacho en "invertir" apoderando a Omar Candela, llevaba ya tres o cuatro meses al borde del arrepentimiento por haber creído en un muchacho que, aunque poseía las condiciones de un estilista, estaba demostrando ser un gallina que, tal como iban las cosas, no iba a escuchar en las plazas más que carcajadas y pitos. Para más inri, cargaba en las entretelas el miedo a que la inversión se pudiera malograr con las calenturas del niño, que a veces no eran calenturas sino volcanes en erupción, erupción que, según la experiencia, iba a producirse en seguida con la consiguiente descarga de lava, porque Omarito no paraba de jadear por lo bajini y movía acompasadamente las caderas como debería hacer pero no hacía en la plaza, en una tanda de naturales rematados con el pase de pecho que todavía no había sido capaz de dibujar en siete meses de carrera, carrera en el sentido literal, ya que, perseguido por los toros, el aspirante a matador daba la impresión de estar preparándose para batir el récord mundial de los cien metros lisos. Dentro de unos minutos, tendría que aguantar las mojigangas del niño, que se resistiría a ponerse de pie para que nadie descubriera la mancha, y él, a sus años, obligado a hacerle de biombo pasillo adelante. Apretó los labios con algo de ira, preguntándose quién le mandaba meterse en esos berenjenales, con lo tranquilo que vivía, ocioso y disfrutando de la pensión y las rentas, antes de "descubrir" a Omar aquel aciago día en una capea donde sólo había esbozado un par de bonitos capotazos.
-Don Manuel, éste don Juan sí que comía buenos jamones -comentó el novillero cuando se dirigían en busca del coche, con los folletos de mano de la función sujetos de modo que ocultaran la humedad del pantalón.
-Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Arrimarte.
-¿A las tías?
-¡A los toros! Si quieres mojar tanto como don Juan, lo que tienes es que tomarte el toreo a pecho, que me tienes de un harto... Llevo la tira de días pensando que debería dejarte en la cortijá donde te conocí capeando malamente, y que vuelvas a apencar con el azaón. Mira, Omarito, tienes un estilo con el capote que me recuerda a Ordóñez de joven y, cuando el bicho no anda cerca, compones con la muleta figuritas la mar de postineras. Pero, hijo, es que te cagas patas abajo cuando lo ves llegar. Arrímate una mijilla, joé, y en dos años confirmarías la alternativa en Las Ventas. Te lo juro por éstas. Entonces sí que podrías meterla en caliente tó lo que te salga del forro.
-¿Y ahora, no podría meterla un poquillo?
-¿Qué quieres decir?
-Que si me adelanta usted unos duros pa ir a un puticlub.
-¿Adelantarte? ¿Tú sabes lo que me debes ya, los tres vestíos, los tentaeros y lo que me cobran por dejarte torear?
-¡Es que me dan unos meneos!
El Cañita observó a su pupilo. Llamaba "meneos" a los nervios y eran los síntomas de lo que iba a ocurrir la próxima semana si no le ponía remedio. Volvería a estar en trance hormonal y de nuevo iba a pasar unos cuantos días sin conseguir concentrarse en la placita cortijera donde lo obligaba a entrenar con el toro de mimbre, recibiendo las falsas cornadas en cadena y enrojeciendo y tirando los trastes cada vez que alguno de los presentes comentara con sorna lo del abultamiento infatigable del pantalón. Cuando le entraban los temblores en una novillada, con el traje de luces luciendo tienda de campaña porque alguna serrana, sentada en la barrera, le dedicaba un piropo, siempre tenía que mandarlo a esconderse para aliviarse, porque, si no, perdía la cabeza y no sólo no se acercaba al toro, sino que dejaba de saber dónde estaba por grande y negro que fuera. En tales ocasiones, y en un tiempo sorprendentemente corto, Omarito volvía al burladero limpiándose la mano en el capote de paseo, a pesar de lo mucho que le advertía de que el capote acabaría pareciendo el manto de un nazareno con la cera de catorce semanas santas. Ahora, en mitad de la calle, no había callejón ni recovecos donde decirle que se escondiera, así que a encontrar una solución. 
-¿No te he dicho una y mil veces que tienes que cuidar tu salud? Ya sabes lo que te puede pasar con una puta.
-Siempre llevo dos condones en la cartera. ¡A ver!
-Los condones no te protegen de las ladillas, los hongos, el herpes, la hepatitis y un montón de cosas más.
-¡Don Manuel, por favor...! -suplicó Omar.
Todavía se hizo de rogar un poco, pero al final transigió:
-Está bien, pero iré contigo y te diré con la que puedes apalabrar una corrida de orejas y rabo.
Condujo el coche hasta la vera del puerto y aparcó junto a un sector de calles cuadriculadas donde sabía, por sus propias necesidades, que había tres o cuatro barras americanas. Optó por una que habían abierto no hacía mucho y que, por lo tanto, debía de tener un elenco poco sobado, y empujó puertas adentro a Omarito, que de repente parecía tan asustado como si un morlaco cinqueño corriera a su encuentro.
-¿Me vas a decir, ahora, que estás acojonao?
-Yo... don Manuel...
El Cañita sonrió con sorna, observando el rubor que ascendía en oleadas por las mejillas de Omar.
-Así que es verdad lo que me chismeó tu primo Tomás el otro día. ¡Todavía no te han dao la alternativa!
-Yo...
-¡Con razón...! Mira, visto lo visto, esto no va a ser un adelanto, sino un regalo. ¿Ves aquélla, la que tiene pinta de inglesa, la rubita?
-¡Está jamón!
-¡A ti te parecería jamón hasta la mojama de pintarroja! Creo que esa muchacha está sana, pero de todos modos enfúndate el condón hasta los huevos y no la besuquees demasiao. Voy a ajustar con ella que se quede hora y media contigo, ¿vale?
Omar asintió, todavía con la cara encendida y la mirada baja, lo que no atemperaba sus jadeos de anticipación. Con cierta ternura, el Cañita lo vio retirarse hacia el reservado empujado por la chica de alterne que iba a darle la alternativa. Ojalá que eso mejorara su disposición para la otra alternativa, la que de veras importaba, porque si Omarito no cambiaba de manera significativa, iba a tener que hacer de tripas corazón y reconocer de una vez por todas que se había equivocado. Omar no constituía una rareza, porque todos los que se enfrentaban a un toro tenían miedo; el secreto era solaparlo con resolución, cosa de la que el muchacho parecía incapaz, porque donde debía haber arrojo sólo exhibía pusilanimidad.
-¿Es hijo tuyo? -le preguntó la camarera, para huir del aburrimiento, puesto que todavía no había sonado la medianoche, hora a la que acudían los fugitivos de las sacrosantas alcobas del tedio.
-No -respondió el Cañita-. Le apodero.
-¡Vaya! ¿Qué es, boxeador?
-¿Lo dices por lo fuerte que es? Mejor sería que pensara en dedicarse a dar hostias, porque, por como van las cosas, tiene menos porvenir con los toros que la baca de un coche.
La camarera sonrió.
-O sea, que no tiene cojones...
-Si te refieres a los de carne, está bien despachao; pero si hablas de los metafóricos...
-Sin embargo, tiene una pinta...
Sí, se dijo el Cañita; lo de la pinta no se podía negar. Sería una pena tener que abandonarlo a su suerte de hortelano, porque desde Ordóñez y Paquirri no había visto nunca a nadie con mejor planta torera. Se preguntó si, a la hora de la verdad, no le paralizaría el miedo también al encontrarse a solas con la prostituta.  
Tras encerrarse en el cuarto, la muchacha sintió algo de temor. El joven, casi un niño, guapo como un figurín, parecía trastornado. Notaba el temblor de sus hombros y manos, el aleteo de su nariz, sus jadeos y el brillo febril de sus ojos. Una de dos; o se trataba de un loco a punto de darle un ataque epiléptico o era un debutante. Se decidió por esta última posibilidad, confiando que el abuelo que la había contratado le habría advertido si tenía que vérselas con una cosa rara. Tras bajarse la minifalda elástica y los pantys, todavía con una ligera inquietud que la obligaba a permanecer en guardia, se acercó al muchacho y fue a desabrocharle la camisa, pero cuando le puso la mano en el pecho, él soltó un bufido, se le doblaron las piernas, jadeó entre juramentos y se le pusieron los ojos en blanco.
-Joder, niño, ¿eres Johnie el rápido? -preguntó, sonriente, mientras le ayudaba a quitarse el slip enfangado.
-No, soy Omar, el lechero. Túmbate ahí... ¡a ver!
-Pues si tú eres lechero, yo soy la vaca que ríe. Ven aquí, mi amor; me llamo Nancy...  vamos a ordeñarnos mutuamente.
Efectivamente, sus temblores y convulsiones eran los de un debutante, el chico no era peligroso. Recuperado el dominio y ya tranquila, Nancy se recostó con la pose ensayada, en imitación de una foto de Marilyn Monroe que llevaba siempre en el bolso; la pierna izquierda flexionada de modo que resaltase la curva de la cadera, que sabía que podía presumir de ella; el hombro derecho alzado y la mano izquierda tras la nuca, con el brazo doblado; era la pose que mejor resaltaba los pechos, todavía turgentes pero un poco demasiado voluminosos como para que permanecieran erguidos en otra postura; apretando las nalgas, el volumen de la sedosa vulva emergía incitador. Vio que, tras un sorprendentemente corto desfallecimiento, el chico volvía a estar dispuesto.
-Oye -bromeó la muchacha-, se ve que todavía no has empezado a desgastarlo. ¡Vaya herramienta!
-¡A ver! ¿Quieres que te apriete el tornillo?
-Pon la directa. Demuestra lo que sabes hacer con la palanca de cambio.
Omar Candela saltó hacia ella y, tras obligarle la rubia a enfundarse el preservativo, en el momento que comenzaba a invadirla, de nuevo se convulsionó.
-¡Niño, pareces una traca valenciana!
-Pero todavía me quedan cohetes -se jactó Omar.
Mas no hay petulancia que pueda violentar la Naturaleza. Nancy miró con preocupación el reloj, habían pasado veintitrés minutos y, a pesar de que el padre o abuelo del muchacho la había contratado para hora y media, había entrado en la habitación convencida de poder saciar al chico del todo en media hora, porque transcurrido ese tiempo esperaba la visita de un cliente muy generoso que la madrugada anterior le había prometido volver esta noche al bar. Ahora, el desfallecimiento parecía definitivo, sin posibilidad de reanimación, aunque no paraba de acariciarle el interior de los muslos, el pecho y el escroto. Trocada en ternura la suspicacia de los primeros mometos, Nancy contempló a Omar. Era demasiado joven, su cuerpo mantenía la suavidad casi femenina de la niñez, pero comenzaba a emerger en su piel el vigor de una masculinidad pletórica que en muy pocos años, quizá sólo meses, sería arrolladora; hombros anchos aunque poco angulosos todavía, pectorales y abdominales marcados sin exageración, brazos torneados en los que comenzaban a aflorar venas robustas, enjutas caderas de atleta y piernas potentes, aún desprovistas de vello. Le alegraba tener el privilegio de ser su pedagoga y, por ello, olvidó el reloj.
-Arrodíllate -pidió.
Omar obedeció. Se alzó sobre la cama para quedar de rodillas, con los muslos algo abiertos a fin de mantener el equilibrio. La tal Nancy, que a ver cómo se llamaría en realidad, era una hembra casi como las de las revistas que usaba para encerrarse en el baño. Bueno, tal vez un poco más pechugona, pero eso no le molestaba, sino todo lo contrario. Vistos desde arriba, cuando ella se flexionó para acercar la cabeza a su ombligo, los pechos parecían enormes y los pezones daban la impresión de estar a punto de reventar; marrones, puntiagudos, duros como bellotas. Sentía ganas de morderlos, pero ella no le permitió intentarlo. Nancy estaba recorriéndole con la lengua todo el vientre, desde el ombligo hasta las ingles, dejando un reguero de saliva en el vello púbico. Lo que parecía haber muerto, comenzó a revivir. "Caramba -se dijo Nancy-, visto tan de cerca, esto no es una palanca de cambio, sino un tubo de escape". Retrajo el prepucio para facilitar la caricia, endureció y aguzó la lengua para recorrerle el canal del bálano y trató de penetrar la uretra, mientras aferraba con la mano derecha toda la bolsa escrotal y acariciaba con la izquierda el prominente monte del perineo. Para entonces, la sangre volvía a fluir a borbotones, flujo que se aceleró definitivamente cuando Nancy hizo como que saboreaba un polo de vainilla. Tras unos pocos segundos, lo que emergió de su boca, al soltarlo los labios, dio un brinco y batió de manera audible contra el vientre de Omar.
-¿Podrás aguantar un poco ahora? -preguntó Nancy con arrebato.
-Estoy a punto -respondió Omar.
-Resiste -pidió ella y le dio una palmada en el glande para contener y retrasar el estallido-. Ven aquí y no te muevas. Déjame hacer a mí.
Abandonado, Omar se tendió sobre ella, que, inmóvil, comenzó a morderle el cuello. Él amagó una sacudida, pero Nancy lo inmovilizó con las piernas en torno a su cintura, alzando la pelvis hacia él. Por fin conseguía dar una estocada hasta la bola, una estocada por la que podría salir a hombros. Sintió la suavidad del interior de la rubia, una textura de terciopelo ardiente que quemaba sin abrasar. Tenía que descargar, no podía esperar más, pero ella le dio una tarascada en la cintura por detrás, y de nuevo halló que podía aguantar un poco.
-Despacio, despacio -murmuró Nancy-, sin violencia. No golpees con las caderas, múevete sólo un poco a un lado y otro. Así... eso es. Sin prisas. Así, poco a poco. Un poco más fuerte... ¡Ahora! ¡Atraviésame! ¡Métemela hasta el pecho! Así. ¡Ah!
Omar sintió que el cuerpo de Nancy perdía momentáneamente fuerza, laxo, como si estuviera a punto de desmayarse, mientras veía con claridad cómo temblaba su pecho con la piel erizada. Entonces escuchó el grito, o los gritos. Igual que si hubiera enloquecido, la muchacha, sin parar de gritar, gemir y gritar de nuevo, fue agitada por espasmos en cascadas, espasmos que le hicieron mover las caderas y golpearle impacientemente con la vulva que encerraba su miembro.
En tal momento, tuvo la cuarta eyaculación de esa noche, aunque le pareció que era la primera vez que lo hacía en sus diecisiete años. Era como si una potente bomba de succión absorbiera sus fluídos, como si algo poderosísimo tratara de vaciar todo su interior y volverlo del revés igual que un calcetín. Ajena a su voluntad, su garganta emitió un ronco rugido que se acompasó con los gritos que ella continuaba dando.
Tras lo que parecía haber durado horas y horas por su intensidad, el chico se abandonó, relajado. Esto sí era placer. Jamás volvería a encerrarse en el baño con una revista ni lo otro en la mano. Se lo repitió a Manolo el Cañita cuando iniciaban en el coche el regreso a Cártama:
-Ya no volveré a pajearme en mi vida. Esto sí que...
-Bueno, chiquillo, espero que la experiencia te sirva de algo y te hayas convertido en un hombre de una vez. Hoy te he ayudado a que tengas una alegría. Ayúdame a que yo también tenga una alegría pronto. A ver si la primavera que viene, en Alcázar de San Juan, te arrimas un poquillo y rematas la faena.
-La historia ésa del teatro, ¿era verdad?
-¿Lo de don Juan Tenorio? No creo. Bueno, a lo mejor... Zorrilla se basó en otro drama teatral más antiguo, "El burlador de Sevilla", escrito en el siglo XVI por un cura que se llamaba Tirso de Molina, que creo que se inspiró en una leyenda que contaban en la corte, un tío capaz de llevarse a la cama a media humanidad, basada en un personje real, un tal Villamediana, que daba a entender que se había acostao con la reina.
-¿Puede ser que un tío folle de verdad tanto como él?
-No sé qué decirte, niño. De toas maneras, hay quien dice que un hombre que cambia tanto de mujer, es porque no es de verdad capaz de amar a ninguna. Vamos, que pudiera ser un poquillo mariposa. Lo dijo Gregorio Marañón.
-¿Un tío como ese, maricón? ¡A ver! No me lo creo.
-No lo crees porque tienes diecisiete años y te empalmas con una mirada. Lo grave sería que a los treinta siguieras igual, follando cá noche con una diferente.
-O con dos.
-¡Niño!
-Yo no sé lo que pensaré a los treinta, pero ahora lo que quiero es repetir lo de esta noche cuantas más veces, mejor.
-Tú, encuentra tu sitio en los ruedos, échale cojones, y vas a ver que tienes más oportunidades que Jesulín.
-Lo que yo quiero es imitar a ese don Juan. ¡A ver!
-Pues a ver si te arrimas.














II- Burladero

Volvían de Alcázar de San Juan con mucha pena y ninguna gloria. La pena de los pitos y los seis avisos, reforzada por el dolor del puntazo que el bicho le había endiñado en la cadera, y la gloria de cuatro meses de anhelos, preparativos y esperas, junto con otros siete meses de novilladas donde no cobraba, desvanecida por el atronador vendaval de los abucheos y la lluvia de almohadillas.
Embrujado por el sueño ansioso de emular a su dios, que ya no era Jesulín sino don Juan, toda su pasión eran las mujeres. Como el dolor agudo de la cadera y las magulladuras de su orgullo no le nublaban la vista, en cuando se acomodó en el departamento del tren, Omar se enamoró con la misma fuerza que se enamoraba dos o tres veces por semana desde lo de la Nancy. La adolescente sentada frente a él, al lado de quien no podía ser más que una tía soltera, brillaba como una ondina del Pisuerga, con su melena castaño claro de colegiala y un nosequé en la mirada que puso a hervir la sangre del novillero.
-Contente, niño -le dijo al oído el Cañita.
-Es que ya ve usted cómo está la niña, don Manuel.
-Sí, Omarito, que sí, que no soy miope. Pero tú, al toro, que es lo tuyo, porque ya ves la cara de la sargenta.
La sargenta era la supuesta tía solterona, que lo era en efecto. Soltera por propia voluntad, ya que había descubierto las ventajas de su estado antes de pillarse los dedos de la frustración con un casamiento vallisoletano destinado a consagrar el dicho de "la mujer en casa y con la pata quebrada". Había disfrutado la vida con inteligencia y sin complejos y ello le había dotado de un humor en estado de gracia permanente, que escondía tras la dureza de su expresión de funcionaria del grado veintisiete.
-A ese chico está a punto de darle un patatús por ti, Marisa -susurró al oído de su sobrina.
-¡Pues qué bien! -exclamó ésta con desdén.
-No está nada mal.
-¡Es un crío!
-Y tú... ¿qué eres?
Emprendieron la travesía de La Mancha, dibujándose en las ventanillas el paisaje plano circunstancialmente verde de viñedos y aulagas, que cuando llegase el verano se convertiría en el océano de cuero descrito por Neruda. En cualquier tiempo, era un ondulado y grandioso mar mesetario que metía en los sentidos remembranzas quijotescas. Cuando el tren hubo alcanzado la velocidad de crucero, Manolo el Cañita observó el hervor de la dura carne adolescente de su pupilo, llegando a la conclusión de que Omarito tenía que desahogarse o le iba a costar el asunto otra semana de pataletas y caras largas, y más duros de los que le habían costado durante el invierno las repeticiones de la "noche con la Nancy", como la denominaba el novillero. De modo que urdió:
-Mira, niño; hazte el simpático con la chiquilla, que yo distraeré a la sargenta. A ver si puedo llevármela al vagón restaurante pa entretenerla  con la conversación... y tú, ya sabes, al toro...
Entre tanto, viéndolos venir, la tía murmuró a su sobrina:
-El viejo va a tratar de engatusarme para que te deje sola con el chico.
-¡Ni hablar! Yo no me quedaría a solas con él ni amarrada. ¿No ves sus ojos y el aleteo de su nariz? Es un psicópata.
-No es peligroso, te lo aseguro. Se trata de locura hormonal transitoria, pero todavía es locura infantil y no tiene experiencia de forzar el arrebato. Míralo, está tan perdido, que bastaría un empujoncito para que se echara a llorar, pero el abuelo está maquinando la manera de que os quedéis solos. Escúchame con atención...
Empleó varios minutos en detallar el plan.
El Cañita, dotado de una verborrea fácil, entabló conversación con las dos, dando al novillero todas las ocasiones de meter baza que podía, aunque la facilidad de palabra no fuese la principal virtud del futuro matador por mucho que deseara emular a don Juan. Resaltó el apoderado con dramatismo el revolcón que Omar había sufrido y exageró hasta lo inverosímil los dolores que padecía. Tras casi una hora de charla, dijo:
-Que me parece a mí que me tomaría un cafecito. Como el niño no puede ni moverse, tendría que ir yo a traerle su vaso de leche calentita. ¿Puedo invitarla?
Lógicamente, la invitación iba dirigida sólo a la tía. Con inesperada prontitud, ésta respondió que sí y salieron los dos mayores rumbo al coche restaurante. A solas con Marisa, Omar perdió la escasa elocuencia que le quedaba, puesto que no sabía qué decir a una mujer con la que no hubiera por medio un trato monetario, y menos si era una muchacha "decente". Aventajada alumna de su tía, la chica inició la conversación:
-¿Es verdad que te duele tanto?
-Bueno...
-Pobrecito. ¡Qué pena! ¿Has tomado algún calmante?
-Bueno... las pastillas no me molan. Lo único que me aliviaría es un buen masaje. Si tú...
-¿Qué?
-Es que me duele mucho, de verdad.
Marisa sonrió con beatitud. ¿Cómo podían ser los chicos tan transparentes? Este andaluz, el primero con quien tenía oportunidad de hablar, antes, incluso, de las anheladas vacaciones de Semana Santa en Málaga, era bastante atractivo, muy sensual, pero su tía tenía razón: a pesar de que era un verdadero tarugo, parecía un tarugo arrastrado sin voluntad por la corriente de un río. El chico le gustaba físicamente, pero intuía que no sería capaz de mantener una conversación de más de dos minutos. ¡Qué aburrimiento! Recordó el plan.
-Tú quieres que te dé un masaje...
-Si tú...
-Sí, hombre, ¿por qué no? El año pasado estuve de voluntaria en la Cruz Roja y algo aprendí. ¿Dónde quieres que te lo dé?
-Aquí, en el costado y la cadera.
-Bájate los pantalones.
-¿Seguro?
-¿Tienes miedo?
-¿Miedo, yo? ¡A ver!
Dicho y hecho. Omar Candela, con la sangre haciéndole honor al apellido, comenzó a aflojarse el cinturón. Aseguran los muy viajados que el vaivén del tren es un afrodisíaco extraordinario, así que como llevaba más de una hora mecido por el vaivén, Omarito iba más preparado para la faena que cuando hizo el paseíllo en Alcázar de San Juan, lo que dificultaba el acto de bajarse el pantalón. Habían pasado cuatro meses desde la "noche de la Nancy" y ya sabía retardar todo lo que era conveniente retardar, pero lo que no tenía remedio era la alzada instantánea de la bandera cuando tenía enfrente a quien rendirle honores.
-Venga, chico -alentó Marisa-. ¿O es que te da vergüenza?
-¿Vergüenza, yo? ¡A ver!
El novillero encogió las piernas, empujó las nalgas hacia atrás y trató de no sentirse en evidencia embozando todo lo posible la rebeldía metálica de su órgano, mientras deslizaba hasta el suelo el ajustado vaquero. Al quedar en calzoncillos ante la muchacha, sabía por el ardor que tenía rojas las mejillas.
-Échate boca abajo -ordenó Marisa, muy en su papel de terapeuta.
Omar acató la orden, tendiéndose a lo largo del asiento. Se sentía muy indefenso, sometido por completo a la voluntad de la muchacha. Calculó lo que iba a hacer: en cuanto se le pasara el sofoco, una vez que consiguiera recobrarse, cuando la chica estuviera tocándolo daría media vuelta, exhibiría el esplendor de su joya y devolvería masaje por masaje, que bueno era él, a ver. Aunque soñaba arrebatado por la inminencia del comienzo de su carrera de donjuán capaz de conquistar a una mujer que no le pidiera dinero, lo que acabaría con el insatisfactorio rosario de polvos mercantilistas del invierno pasado, estaba dispuesto a tratar a Marisa con una gentileza semejante a la de don Juan, que aún no sabía como se ejercía. En todo caso, la vallisoletana iba a asombrarse de lo que era capaz un digno émulo de Tenorio.
-Oye, así no valdría de nada el masaje -dijo Marisa, todavía de pie y sin haberle tocado aún-. Sería mejor que te quitaras los zapatos y que te bajaras también el calzoncillo.
-¿Tú crees? -preguntó Omar, sin acabar de tenerlas todas consigo-. ¿Y si pasara alguien por el corredor?
-No te preocupes, hombre, ya he echado las cortinas. No tengas miedo.
-¿Miedo, yo? ¡ A ver!.
 Sin abandonar la posición boca abajo, Omar se aflojó los cordones de los tenis, quitóse los calcetines preguntándose con angustia si no olerían mal y se bajó el calzoncillo hasta las pantorrillas. Mientras, Marisa trasteaba en el bolso de su tía. Una vez que el cuerpo del muchacho se le ofreció en su completa desnudez, ella acarició su cintura levemente, apenas con las uñas de la mano izquierda, lo justo para que Omar se abandonara al placer y no advirtiera lo que estaba haciendo con la derecha. Cuando hubo terminado, y con el pantalón vaquero sujeto bajo la axila izquierda, Marisa aferró con decisión el calzoncillo situado en las pantorillas y acabó de bajarlos, apoderándose de él. Con pantalón y calzoncillo en sus manos, descorrió la cortina, abrió la puerta a tope y salió al pasillo. Como Omarito era incapaz de enderezarse para mostrarse desnudo, y mucho menos en su estado, permaneció exhibiendo los cuartos traseros hasta que, quince minutos después, oyó las carcajadas del Cañita y la tía solterona.
-¿De veras quieres que te follen? -preguntó el apoderado ahogado por las risas.
-¿Qué dice usted, don Manuel?
-Eso es lo que está escrito en tu culo con carmín: "Folladme".
Tras las risas de la pareja, sonaron también las de Marisa. Manolo el Cañita ayudó a su pupilo, sin cambiar de postura, a ponerse los calzoncillos y los pantalones. Cuando pudo sentarse, mientras se calzaba los tenis, Omar se sentía tan humillado que no era capaz de mirar a la cara a las dos mujeres. Sabía que tenía las mejillas encendidas y notaba acuosos los ojos, capaces, los muy puñeteros, de ponerse a soltar lágrimas. El apoderado comprendió que tenía que acudir en su auxilio, tratando de hacerle olvidar el incidente.
-¿Van ustedes a Málaga? -preguntó.
-Sí. Pasaremos allí la Semana Santa -informó la tía.
-Yo soy cofrade de la Zamarrilla. Tienen que venir a verme en la procesión.
-¿A verlo? -ironizó Marisa-. ¿No llevará usted un capirote?
-Sí, pero yo las veré a ustedes y llamaré su atención. Me sobran dos abonos de la tribuna de la Alameda, que les puedo regalar los días que quieran.
-Hombre, eso nos vendría de perlas -afirmó la tía-. Y tú -dirigíase a Omar-, ¿no sales de procesión?
-¡Que va! -fue lo único que el novillero encontró ánimos para decir.
-Debe recuperarse del puntazo y entrenar un poco -comentó el Cañita-. Tenemos una novillá en Vélez el domingo de Resurrección. ¿Estarán todavía en Málaga?
-Pudiera ser.
Omar consiguió reunir coraje para mirar a Marisa, porque sabía que ella tenía los ojos vueltos hacia el paisaje. Vaya con la niña. Le había hecho pasar un sofocón mayor que el de Alcázar de San Juan, pero eso no podía quedar así. Menudo era él. El puntazo le dolía de verdad, pero todavía le dolía más la herida de su orgullo. Marisa era guapa como para volverse majara por ella; nariz breve pero no respingona, ojos de color caramelo, melena lisa casi rubia, un talle de pasarela y una boca que decía "muérdeme". Esa niña que hablaba tan finolis iba a ver.
En cuanto se detuvo el tren y se despidieron de las dos mujeres, Omar urgió a su apoderado:
-Don Manuel, si no descargo el queso, esta noche me da un patatús.
-Pues allá vamos. ¿La Nancy?
Omar asintió.

-¡Qué risa! -exclamó Isabel Gámez, una vez que se acomodó en el taxi al lado de su sobrina.
-Ha sido divertido.
-¿A dónde queréis ustedes ir? -preguntó el taxista.
-Al hotel Las Vegas -respondió Isabel.
-Al final, el chico me ha dado un poco de pena -confesó Marisa.
-Sí. Le has deshecho el orgullo para una temporada.
-¿Tú crees? ¿No le afectará eso cuando tenga que torear el domingo?
-¿Te preocupa? ¡No me digas que te gusta, a pesar de todo!
-No, qué va. Sólo me preocupa que tenga un percance por mi culpa.
-Pero te gusta.
-No -el tono de Marisa era cortante.
-Yo creo que está muy bien. Es guapísimo.
-Pues si vieras...
-Lo he visto -confirmó la tía.
-Pues ya ves.
-No es que yo haya estado con muchos hombres desnudos, pero alguno que otro, sí. Te digo que lo de ese muchacho no es normal.
-¿Te refieres a....?
-Sí, pero no sólo a eso. Es difícil que haya un cuerpo de hombre más sensual.
-Los toreros... ya se sabe.
-Sí, pero los hay patizambos, cargados de espaldas, con piernas canijas, cuellicortos... Lo que pasa es que el traje de luces favorece muchísimo y convierte en figurines a los patanes más desgarbados. Y acuérdate, Marisa, de que a Omar no lo hemos visto con el traje de luces, sino a pelo. Puedes tener la seguridad de que se sale de lo corriente.
-Es una lástima que sea tan tarugo.
-Sí. Pero habrá que ver cómo sería si llegara a triunfar en el toreo. ¿No has escuchado nunca entrevistar a un torero en la radio? Todos se expresan estupendamente, sea cual sea su acento. Yo creo que también los entrenan en eso, en desenvoltura. Si este Omarito triunfara, llegaría a ser un bombón. Creo que no nos conviene perderlo de vista. Iremos a ver la procesión de la Zamarrilla.















III- Altar de estampas

Varios de los cofrades de la Hermandad de Zamarrilla eran grandes aficionados a los toros. Gracias a ellos había nacido la devoción procesional de Manuel Rodríguez el Cañita.
-¿Cómo va ese pupilo tuyo, Manolo? -le preguntó, mientras se apretaba el cíngulo de la túnica de nazareno, Álvaro García, un boticario que aspiraba a convertirse en hermano mayor de la hermandad.
-No sé qué pensar -respondió el Cañita, con ganas, aunque todavía no estaba vestido del todo, de encajarse el capirote con objeto de que su amigo no advirtiera su expresión de cabreo.
-Te vas a quedar sin un duro con ese cagueta, Manolo. Yo que tú, lo mandaba a la gran puñeta, porque es imposible sacar de donde no hay.
-Eres un exagerao, Álvaro. Omarito todavía es un niño y es natural que tenga un poquitillo de miedo...
-¿Un poquitillo? Tós los amigos de la peña hacen apuestas, a ver cuánto vamos a tardar en verlo cagarse, literalmente, en la taleguilla, en medio de la plaza de toros. Mira, Manolo, por tu santa que está en la gloria, que te vas a ver pidiendo limosna como sigas persiguiendo el imposible de convertir a ese manúo en torero.
El Cañita recordó con ternura a su mujer, muerta nueve años atrás. Ella había sido una muralla insuperable contra su afición taurina, una muralla de cordura que se había opuesto a todos sus intentos de patrocinar a los mocitos en quienes creía descubrir facultades toreras. Muerta Carmela, y conseguida a continuación la jubilación, la afición se había transformado en una obsesión de la que creyó liberarse cuando conoció a Omar Candela. Aquel día, hacía un año, le pareció estar ante alguien que podía convertirse en una leyenda si se le ayudaba. ¿Habría sufrido un espejismo? ¿Estaba a punto de arruinarse por una quimera?
 Dio la espalda a Álvaro y se encajó el capirote, como si con ello contrarrestara la tentación de rendirse ante Álvaro, lo que demostraría mucho más sentido común que continuar esperando que Omar actuase algún día con un valor del que carecía. A través de los agujeros del terciopelo rojo, alzó la mirada hacia la imagen de la Virgen de la Amargura-Zamarrilla. Tenía que acordarse de llevar una estampa y obligar al novillero a encomendarse a Ella antes de todos los paseíllos.




























IV - Clamores

-Las vallisoletanas vendrán a Vélez -anunció el Cañita a su pupilo al emprender el viaje.
-¿A verme torear?
-Torear o... lo que vayas a hacer. Porque, mira, Omarito, ya empiezas a salirme más caro que un hijo poeta. Tienes hechuras de torero, sabes mover con gracia el capote y la muleta, pero, niño, es que se te huele el pánico desde las andanadas de gallinero. Esfuérzate un poco, chiquillo, que esto no es toreo de salón sino una pelea a muerte.
-¿Marisa va a verme torear?
-Si no se pierden ella y su tía por el camino...
No consiguió localizarlas durante el paseíllo, aunque el Cañita le había dicho que estaban en la contrabarrera del tendido cinco. Como era nuevo en la plaza, estarían los aficionados examinándolo con rayos X y, para colmo, había una guiri en la barrera del tendido uno, una nórdica despampanante con unas tetas que ni las campanas de la ermita de los Remedios, que se relamió los labios con la mirada fija en su paquete, lo que impulsó instantáneamente el contenido hasta la vertical. Y el Cañita no había tenido otra ocurrencia que elegir el terno blanco, que marcaba hasta los granos. La había armado. Y ahora, ¿qué? No tenía ánimos para esconderse a descargar; los nervios por la erección evidentísima se sumarían a los causados por aquel marrajo de mirada aviesa. Escuchó algunas risitas; sabía a qué se debían.
-¡Viva el salchichón de la Hoya! -aclamó un bromista.
-¿Salchichón de la Hoya? -ironizó otro-. ¡Eso es mortadela italiana!
Sonaron carcajadas. Si fallaba también hoy, no iba a volver a vestir una taleguilla en su vida. Aferró el capote bajo la barbilla y, con más rabia de la que nuca había sentido, salió en busca del toro con determinación pero con pasos poco seguros. Le temblaban las piernas, el sudor bajaba en torrentes por sus ingles volviendo transparente el blanco del vestido, sentía una punzada en la nuca, algo como una pinza le quitaba el aliento y el corazón le latía a doscientos. Pero todo ello lo causaba algo distinto de lo de otras tardes. No era sólo el miedo, ahora sentía rabia, furor, frustración, ira, ganas de matar a alguien. Como un sonámbulo, extendió el capote y el toro pasó bajo una revolera. Algo que no eran risas sonó ahora en los tendidos. No lo podía creer. ¡Eran olés! Se ajustó la montera, que el vuelo del capote le había ladeado, y echó a correr tras el cornúpeta para tratar de reproducir todas las fotografías de Ordóñez que había visto en el Museo Taurino de Málaga. Cuando los clarines anunciaron el cambio de tercio, la plaza era un clamor. Aplaudieron mucho al compañero que entró al quite en el tercio de varas, pero no se podía comparar con las aclamaciones que le habían dedicado a él. Tenía que banderillear. Todavía no había localizado a las vallisoletanas, para ofrecerle a Marisa un par de banderillas, puesto que el primer toro no se lo podía brindar, ya que, al ser debutante, lo usual era que se lo brindara al respetable, y la guiri tetuda continuaba con el juego de relamerse cada vez que sus ojos se cruzaban con los de ella, de modo que toda la plaza conocía ya al detalle el calibre que se gastaba.
Trató de recordar lo que había ensayado en imitación de Víctor Mendes. Aferró las dos banderillas con ambas manos y fue despacio al encuentro del toro, contoneándose, casi girando el torso a izquierda y derecha. Vio de reojo que el burel arrancaba la carrera en su dirección, pero todavía mantuvo el mismo ritmo, fingiendo ignorar la montaña que se le venía encima. La plaza, que tenía fama de bullanguera, había quedado en silencio total, un silencio tan completo, que las pisadas del mastodonte zaíno retumbaban como las de King Kong. Entonces, echó a correr al encuentro del bicho. A punto de caer avasallado bajo la mole, dio un quiebro de caderas y clavó las dos banderillas en pleno centro del cerviguillo. Las aclamaciones y los olés fueron ensordecedores.
Había llegado la hora de la verdad. El tercio de muleta. Cuando se acercó a la talanquera a por los trastes, dijo el Cañita:
-¡Yo lo sabía! Antes de agosto, serás figura.
Sonaba un pasodoble, pero no tenía claro el muchacho que fuese la banda municipal la que lo interpretaba, puesto que las notas incluían el nombre de Omar Candela; sin duda, era música celestial que tocaban clarines de gloria dentro de su cabeza. Aturdido, sin tener muy claro quién era ni qué hacía él allí, Omarito mojó el pico de la muleta para que pesara más y no la agitara la brisa, ajustó el estoque simulado y salió en busca de la fiera, dibujando dos tandas de naturales para rematar con un pase de pecho que puso la plaza en pie. ¡Lo había conseguido! Vio la expresión de arrobamiento del Cañita y, un poco más arriba, la guiri se estaba apretando las tetas como diciéndole "después de la corrida, te espero para otra". Ignoraba si la erección había decaído en algún momento, pero ahora fue consciente de nuevo de la rigidez que abultaba su taleguilla sobre el muslo izquierdo. Trató de forzar el paquete hacia abajo, para que no le estorbase, pero o se había quedado sin fuerzas en las manos o había demasiada fuerza en el aguijón, de modo que cuando cambió el estoque simulado por el acero, tenía la atención dividida entre la necesidad de rematar la faena y la de proteger la acerada posesión de su hombría.
Entró a matar y resultó un metisaca que al toro debió de parecerle la picadura de una avispa. Volvió a intentar acomodarse el pene hacia abajo, pero era imposible; la tela elástica cedía dibujando un relieve con el que media plaza pensaba en el Mulhacén. Esperó para asegurarse de que el toro estaba cuadrado, y volvió a intentarlo. Hueso.
Fueron ocho los intentos. El clamor se había convertido en rechifla y, ahora sí, maldita sea, se encontró con la mirada desolada de Marisa cuando sonó el último aviso. En vez de la burla del tren, y en lugar de consternación, había un pozo de dudas en los ojos, a punto de convertirse en desdén. Salieron los cabestros y de nuevo fue devuelto al corral vivo un toro lidiado por él. Los pitos debieron de oírse en Valladolid.
Cuando se acercó al Cañita, éste miró para otro lado. El apoderado sentía de nuevo el impulso de salir de una vez de la vida del joven que no podía superar su cobardía. No tenía pundonor; ni siquiera tenía vergüenza. Pasaba ya de cinco millones lo que se había gastado en él y no parecía recordar su parte de responsabilidad. ¿Permanecía en la plaza o cogía el coche y echaba a correr, para no tener que avergonzarse de su pupilo entre los compañeros ni maldecir el día que lo conoció? Mientras el Cañita luchaba consigo mismo, Omar lloraba.
Tras el velo de llanto, asistió a la lidia de los toros que siguieron como si todo hubiera terminado para él. No es que los otros dos novilleros alcanzaran un éxito apoteósico, pero el más veterano cortó una oreja. Faltaba ya muy poco para su segundo, que sería el último de la tarde. Como tuviera la ocurrencia de la mirar a la guiri, y ésta se tocase las tetas, iba a verse en la misma situación, de modo que se escondió tras la antebarrera del callejón destinada a las autoridades, le pidió al Cañita que se pusiera a su lado sin mirarle, se aflojó el cinto y metió la mano taleguilla abajo. Bastaron cuatro pases y un afarolao para sacar la mano empringada, humedad que enjugó con el capote de paseo, añadiendo más cera a la que ya estaba dispuesta a arder, y se volvió a ajustar el cinto.
-Ahora va a ver usted, don Manuel, por mi madre.
 Decidido a no mirar a la guiri ni para pedirle árnica, se echó agua por la cabeza, se ajustó la chaquetilla, encajóse la montera, apretó los labios, pisó firme y salió dispuesto a comerse crudos a diez miuras de cinco años si fuera el caso, aunque el canguelo continuaba cosquilleándole y agarrotándole los muslos.
Recibió con una larga cambiada de rodillas y el clamor solidificó el aire  en una refulgiente granizada de oro. Siguieron las revoleras, que encendieron sobre su piel la épica de cien héroes mitológicos, épica que arrinconó circunstancialmente al miedo. Enrabietado, casi ciego todavía por los rastros secos de lágrimas en sus pestañas, entró al quite negándoselo al compañero a pesar de las señas frenéticas que el Cañita estaba haciéndole para recordárselo. Mecido por las aclamaciones, clavó dos pares de banderillas sin caer en la cuenta de que reproducía con fidelidad fotográfica los contoneos de Mendes y la majeza chulesca de Rivera. Llegada la hora de la verdad, la granizada de oro se había convertido en manantial estelar; el albero ascendía como un torbellino de purpurina que le encerraba en una burbuja de fuerza primordial que le hizo creer imbatible, rescatado de sus propios temores; ebrio de sangre y música coral, remató tres veces con el pase de pecho igual número de afiligranadas tandas de naturales, dibujó luminosos pases inventados y, cuando se dispuso a matar, tenía aún tanta hiel en el pecho, que no pudieron endulzarla los vítores que llevaban diez minutos atronando sin parar. Ya no había miedo, el miedo era una sombra tan vaga en el esplendor de la tarde veleña, que nadie podía recordarla; en su lugar, rabia, tenacidad, éxtasis, mientras una lucidez desconocida le susurraba al oído cada uno de los gestos que tenía que componer para lograr que la fiera cuadrase como sólo sabían conseguir los grandes maestros. El toro rodó patas arribas a la primera estocada.
El clamor parecía capaz de hundir los tendidos bajo el mar de pañuelos blancos. Junto a su tía, de los ojos de Marisa se había desterrado hacía mucho rato aquella chispa de ironía que los encendiera en el compartimento del tren. Ya había recibido su lección, pensó Omar. Ahora, le tiraría una de las dos orejas, para que viera, a ver. Después, arrieritos somos y en el camino del cuarto nos encontraremos. Esta noche, iba a ver. Pero al darse de nuevo la vuelta hacia las dos mujeres ya no estaban en su grada de la contrabarrera del cinco.
-Se han tenido que ir deprisa -le informó el Cañita-. Su tren sale dentro de tres cuartos de hora y son treinta kilómetros de carretera. Tenían que haberse ido anoche, porque la tía entra a trabajar mañana temprano en Valladolid, y sólo se han quedao un día más por verte torear. Pero no te preocupes, niño; me han dejao la dirección y el teléfono. Dicen que no dejemos de avisarlas si toreas por aquellos andurriales. Ten por seguro que eso será muy pronto. Con la que has armado esta tarde, nos van a llover los contratos.
-Yo esperaba...
Le interrumpió la mano que se posó en su hombro, alcanzándolo a través de la barrera. La tetuda no hablaba una palabra de español, ni falta que le hacía. Más ducho en tales menesteres, el Cañita la convenció de que aceptase una cita para más tarde, le pidió por señas que escribiera su dirección y, también por señas e indicando el reloj, le aseguró que Omarito iría a visitarla una hora y media después.
-Se hospeda en un apartamento de Torre del Mar -dijo el Cañita cuando puso el coche en marcha-. ¿Quieres ir?
-Tendría que esperarme para llevarme a Cártama. ¿No le importa?
-¿Que si me importa? Mira, niño, si hoy no hubiera otras razones, la idea de ahorrarme las diez mil pesetas que le das a la Nancy ca vez que vas a que disfrute ella más que tú, bastaría para convencerme. De toas maneras, hoy soy capaz de complacerte aunque me pidas la Luna. Vamos a Torre del Mar.
La guiri no se andaba por las ramas. Cuando le abrió la puerta, sólo vestía unas minúsculas bragas de encaje.
-Tú, Omar Sharif; yo, Magrit.
-¿Omar Sharif? No, tía. Me llamo Omar Candela.
-¿Omar Candila? ¡Fantastic! Come.
Magrit, llegada directamente de un fiordo del que se había apartado por primera vez en su vida, acababa de descubrir que el ardor de las playas mediterráneas no era un cuento de viejas junto a una lumbre del Ártico. Tenía treinta y dos años y una salud rebosante de fósforo de salmón, que ella se había afanado por resaltar cociéndose al sol meridional en top-less, del alba al anochecer, sin perder ni un minuto de cochura en los cuatro días que llevaba en Torre del Mar. Los pechos enrojecidos como gambas cocidas parecían tan duros como bueyes de mar, cosa que Omarito se dispuso a comprobar sin demora.
-Ayayay...-murmuró Magrit, arrebatada por la mezcla de dolor y placer que las manos producían a sus pechos inflamados por el sol.
Omar no necesitaba más. Sin dejar de acariciar la profusión de carme con una y otra mano alternativamente, se quitó la camisa, se aflojó el cinturón, dejó caer el pantalón y deslizó hacia abajo el calzoncillo con dificultad, porque permanecía enganchado en el homenaje que su fogosidad ofrecía a la escandinava.
- Omar, ayayay..
Magrit parecía dispuesta a reinventar la ranchera mexicana, porque los ayayays se fueron multiplicando conforme Omarito aumentaba su inspiración. Mordió los pezones como si acabase de nacer y estuviera desfallecido de hambre, empujó hacia atrás a la mujer, que rebasaba su estatura en cuatro dedos, en dirección a la cama-sofá que esperaba incitadora al fondo de la salita, la hizo caer sobre la colcha de cretona y antes de que Magrit, sin dejar de entonar rancheras, llegara a enfundarle el condón, ya había saltado el géiser, que fue a depositarse entre la sien derecha y la quijada nórdica. Ella pareció a punto de caer en la decepción, pero Omarito, que ya comenzaba a creer que estaba en vías de superar a don Juan, se arrodilló a horcajadas sobre su cintura y movió la pelvis adelante y atrás, a izquierda y derecha, de modo que antes de que la decepción emergiera con palabras ininteligibles en la boca de Magrit, ya tenía dispuestas las reservas.
El preservativo había estallado, pero en la mesilla de estilo que imitaba burdamente el castellano había otros cinco. No permitió que abrieran el envase las manos de ella, provistas de largas uñas duras y cortantes como pedernal, y fue él quien rasgó el plástico e inició el enfundamiento con cuidado, porque la experiencia recientemente adquirida le había revelado que la lentitud de tales operaciones le ayudaba a espaciar la serie de orgasmos. Como el éxito de esa tarde le había dotado de nuevos bríos, la férrea rigidez del miembro aceptaba difícilmente la estrechez de la vaina de látex, lo que contribuyó aún más a facilitarle la espera. Las respectivas posiciones, él erguido y ella tendida, proporcionaba a la mujer una perspectiva magnificadora de la herramienta, lo que se evidenciaba en la mirada apreciativa de sus ojos asombrados. Cuando Omarito comenzó a penetrarla, habiendo profundizado menos de la cuarta parte, ella rebotó en el colchón, se le pusieron los ojos en blanco como a la niña de "El exorcista" y, como ésta, levitó y gritó en un idioma que seguramente acababa de inventar, para rematar con una cadena interminable de ayayays.    
-¡Ayayay, ayayay...! ¡¡¡Ayayay!!!
Omar paró un momento, preguntándose si estaría haciéndole demasiado daño, pero, en el mismo instante que ella notó que se detenía, alzó las caderas con violencia y el novillero repitió de súbito e inesperadamente la estocada en todo lo alto que le había otorgado el triunfo esa tarde. Una vez sepultado el arma hasta la empuñadura en la suave carne enrojecida, Magrit se convirtió en una verdadera posesa. Sus pechos se agitaban como medusas entre dos aguas, la piel que jamás conseguiría broncearse parecía cáscara de naranja erizada de púas, sus manos golpeaban el colchón con impaciencia furiosa, sus pupilas bizquearon y la boca se abrió desmesuradamente para gritar:
-More!!!, more!!!. Ayayayayayayy....
Impresionado por el espectáculo, la erupción de Omarito se estaba retardando más que de costumbre. Con certeza, lo de Magrit no eran dolores, sino la más intensa y prolongada cadena de orgasmos múltiples que había presenciado jamás. Tenía que acabar en seguida si no quería malograr el suyo. Empujó las caderas adelante con furia, en imitación de la violencia desaforada de la mujer, lo que hizo traquetear la cama de manera que el somier batía con golpes fuertes y acompasados contra la pared. Primero sonaron puñetazos en la misma pared dados por el lado del apartamento vecino, luego fueron llamadas alarmadas a la puerta y, por fin, gritos procedentes del descansillo, en el exterior del piso:
-¿Qué pasa ahí dentro? ¡Abran, o llamamos a la policía!.
Omar se quedó paralizado, pero Magrit no estaba dispuesta a consentirlo ni dejarse impresionar por las voces que no comprendía. Viendo que él estaba inmóvil, ella flexionó las piernas y apoyó los pies en el colchón para forzar y profundizar más aún la penetración. Pero no paraba de gritar, gritos que el novillero estaba seguro de que serían oídos por el Cañita desde el coche aparcado en la calle. Los golpes de la puerta aumentaron su intensidad e impaciencia y presintiendo que la llamada a la policía o a los bomberos iba a producirse de veras y de que la puerta podía ser abatida en cualquier momento, Omar se liberó de la presa, cogió el pantalón del suelo, se cubrió con él la entrepierna y fue a abrir:
-¡Coño, que no pasa ná! -les dijo a las ocho personas de expresiones desencajadas que esperaban encontrarse con un asesinato- ¿Queréis dejarnos tranquilos?
-¿Qué estáis haciendo? -preguntó una vecina cuarentona-. ¿Qué clase de pervertidos sois?
-Eso a usted no le importa...
-Pero a la policía sí le va importar. Ya viene de camino.
Indiferente a lo que sucedía, Magrit continuaba gimiendo y llamándolo por su nombre para que volviera a la cama, pero Omar comprendió que podía no ser conveniente tener que vérselas con la policía en ese momento de su carrera. Sin importarle las miradas entre escandilazadas e interesadas que las ocho personas dirigieron a su desnudez, se puso precipitadamente la ropa y echó a correr escaleras abajo. Cuando se acomodaba en el asiento del Clío del Cañita, vio llegar el coche policial.
-Vámonos, don Manuel.
-¿Qué coño ha pasado?
-Esa tía es la hostia.
-Fíjate en el follón que se ha armado -señaló el apoderado mientras se alejaban en el coche-. Está todo el vecindario en las terrazas. ¿No le habrás hecho nada raro a la guiri?
-¡Qué va, don Manuel? Se lo ha pasao demasiao bien, pero es que me parece que quiere ser cantante de ópera.
-¿Una chillona berrenda? Bueno, me alegro de que hayas tenido el buen tino de salir echando leches antes de que llegara la autoridad.
-¡Eso, sí! Leches he echao una pechá.
El Cañita sonrió. El niño necesitaba una mijilla de pulimento, pero comenzaba a mostrar destellos de buen juicio. Murmuró:
-¡Eres muy listo! Por ahora, no nos convienen los escándalos. Más adelante, ya veremos...
























V- Alamares

Sentíase rendido esa noche cuando cayó en la cama, más por la tensión que por cansancio verdadero, y pasó un buen rato dando vueltas sobre sí mismo, desvelado. Primero, creyó que eran todavía las ondas replicantes del seismo de emoción que le había conmocionado al oír, por primera vez en su carrera, cómo sonaba un coso enardecido a causa de su arte, pero conforme pasaban minutos y más minutos sin conseguir dormirse, con la sábana formando cabaña india, se dio cuenta de que prevalecía la frustración de no haber rematado la faena con la noruega. La gritona lo había dejado a medias... y ahora, ¿qué? ¿Meterse otra vez en el cuarto de baño con la revista de tetas de papel, a machacarse a pajas?
Carmen, su madre, asomó la cabeza y un brazo por la puerta entreabierta. Su expresión era conmovida y risueña, tal como había sido desde que el Cañita lo dejó ante la casa, escandalosamente emocionada por el éxito del niño, que durante dos horas no paró de contar por teléfono, con pelos y señales e infinidad de superlativos, a todas las comadres del pueblo y a los familiares residentes en las poblaciones de los alrededores. Pero, se dijo Omar, de las expresiones de una persona como su madre no podía uno fiarse, porque era capaz de pasar sin transición de la inundación a la sequía en un segundo, sin que fuera posible verla venir ni dilucidar si había o no que tomarse en serio y literalmente sus expresiones, porque lo que parecía un cabreo podía ser en realidad el preparativo de una broma y lo que parecía una sonrisa de bienvenida podía resultar ser el preámbulo de una bofetada.
-¿No tienes sueño, con el trajín que llevas?
-Es que...
-¡Osú, niño!, ¿por qué estás sujetando un poste de teléfono debajo de la sábana?
Su boca contenía el gesto, pero en el brillo de sus ojos había una carcajada. Omar se ruborizó, encendido hasta las orejas. Alzó las rodillas para que el pene enhiesto no resaltara.
-Voy a tener que ponerte pañales todas las noches antes de acostarte, porque tus sábanas están hechas cachos de tanto lavarlas. ..
-¡Mamá! -Omar esbozó un puchero.
Nunca le había hablado de esas cosas con tanta franqueza.
-... y, además -continuó Carmen, como si no hubiera oído la queja-, que te vas a quedar tísico, con los conciertos que organizas en el baño.
Encima, eso. Así que no bastaban las precauciones que tomaba.
-¿Por qué no vas buscándote una novia, ahora que parece que eso de los toros te va a servir de algo? Porque, por lo que veo, tu patrón no te deja que vayas tanto a Torremolinos...
Insistía en llamar "patrón" al Cañita, por la fuerza de las costumbres campesinas. Deducía que su madre se había olido lo que buscaba sin encontrarlo, cuando, hacía de eso ya un montón de meses, se escapaba con el primo Tomás y los amigos a Málaga y Torremolinos. El rubor se le volvió rojo púrpura. Ella pareció compadecerse.
-¿Quieres que te traiga un vasillo de leche? Te dará sueño.
-No... mamá, déjame dormir.
-No, claro, ¿cómo vas a necesitar más leche todavía? -comentó Carmen con picardía, mientras apagaba la luz y cerraba la puerta.
El sonrojo por el descubrimiento de que su madre podía tener ojos repartidos por toda la casa, se sumó a las demás emociones, y el pene sin parar de dar brincos de aviso y los testículos, a punto de reventar. Ahora no iba a ser capaz de masturbarse, convencido de que el más leve rumor sería detectado por Carmen.
¿Y si se levantaba y salía a dar una vuelta o se machacaba un poco, retando a una carrera a los amigos que quedaran en la taberna? Qué va, tenía que levantarse a las siete, porque el Cañita le daba una bronca cada vez que llegaba al tentadero aunque fuera un minuto más tarde de las ocho y media, y la caminata hasta la cortijá era de cuatro kilómetros.
Siguió dando vueltas sobre el colchón un buen rato, con cuidado de no hacer ruído para que su madre no sacase conclusiones equivocadas, sin parar de maldecir a la noruega y sus alaridos. Cuando despertó por la mañana, se dijo que Carmen iba a pensar de nuevo en ponerle pañales, ya que las sábanas presentaban grandes huellas del sueño.
¡Qué extraño había sido! ¿Cómo era posible soñar tales cosas?
Estaba en el centro de la plaza, pero, en vez de albero, pisaba una extensión inmensa de grandes baldosas blancas y negras, en damero, sobre la que todo se reflejaba, de tan pulimentada. Mirábase a sí mismo con extrañeza, porque lo que vestía no era un traje de luces, sino unas ajustadas calzas de color azul sobre la que brillaban los bombachos de tiras bordadas que iban de la cintura hasta medio muslo. En vez de llevar el capote en las manos, se encontraba sujeto a su espalda mediante un tirante de pedrería que le abrazaba el cuello. Contemplándose hacia abajo, vio en el reflejo que no llevaba montera sino un ancho sombrero adornado con plumas.
Volvía a sentir tanto miedo como durante las novilladas que había toreado el año anterior, cuando el burel corría más detrás de él que él detrás del toro... pero qué raro era ese toro. Sus cuernos refulgían como si estuviesen cubiertos de plata bruñida y pendía de cada punta un velo de tul que llegaba a arrastrarse por el suelo, y no bramaba ni corría en su dirección, sino que se movía ceremoniosa y pausadamente entre contoneos, arrastrando la cola de seda bordada. ¿Qué cola de seda bordada? El toro no era un toro, joé, sino Magrit vestida de princesa. Bueno, vestida era un decir, porque el traje de damasco recamado tenía un escote que descubría totalmente sus pechos y, a partir de la cintura, se encontraba abierto, mostrando el pubis y los muslos, abertura que, al desplazarse, se hacía mayor ya que el tejido barroco de la ampulosa falda se refrenaba al deslizarse sobre el pulido suelo.
¿Qué quería Magrit? ¿Qué significaban su expresión y sus gestos?
¿Decirle a don Luis Mejías que viniera a compartir la lida con él?, ¿quién era don Luis Mejías? Ningún torero compartía la lidia con nadie, salvo durante los quites del tercio de varilargueros. Él se bastaba.
¿Que no se bastaba, que un sujeto al que llamaba "comendador" era su enemigo y lo estaba acechando? ¿Por qué tenía que temerle? El único enemigo de un lidiador era el toro y el público cuando se cabreaba. Él no necesitaba a nadie más.
¿Que podían matarlo? Bueno, y qué. Ése era un riesgo asumido por todos los toreros.
¿Que, si ganaba en el trance, obtendría un premio mucho mejor que las orejas? ¿Un rabo? Entonces, ¿qué? ¡El éxtasis!, qué coño significaba esa palabra.
¿De qué tenía que convencer a Brígida?, ¿y quién era Brígida?
¿A un mausoleo? ¿Quién iba a mandarlo para un mausoleo si no se guardaba del comendador y dónde estaba ese sitio con un nombre tan estrambótico?
¿Que en vez de engañarla en el sofá la pidiera en matrimonio? No le faltaba más, casarse con una gachí que no hablaba español y que era una pila de años más vieja que él. ¡Vamos, anda!
Si quería, como sugería la guarrada de su vestido, que se la follara, que lo dijera claro, joé, pero eso de casarse eran palabras mayores. ¡Pues no le daría guantazos su madre si llegaba por las buenas y le decía que iba a obligarla a tener una nuera con la que no podría pasar horas y horas en la cocina, contando chismes, porque no entendería ni un pimiento!
¿Otra vez con eso del "éxtasis"? Tenía que dejar de usar palabras noruegas, coño, que él era un chiquillo de pueblo y no había estudiado idiomas.
¿Llevarla al delirio, como el viejo sacristán, que decían que se bebía a diario el vino de consagrar y contaban que había acabado en el manicomio de Málaga con "delirium tremens"? Ahora, qué pretendía, ¿que la emborrachara? Si él tenía prohibido por el Cañita beber alcohol y, en cualquier caso, lo más que había conseguido tomar una vez fueron dos cubatas y pasó luego una semana con resaca. Joé, que se dejara de tanto rollo y se abriera el toro de patas de una vez, o sea, que Magrit se abriera de piernas, porque los bombachos tan bonitos y tan historiados se iban a romper por la presión y no quería mancharlos por si era eso lo que quería el comendador o la Brígida, quitarle esa ropa que debía de valer un dineral y que seguramente le había prestado esa gente de nombres tan raros.
Con desolación, notó que la pedrería de los bombachos salía disparada igual que metralla, como si hubiera estallado una granada, y que el pene emergía de la tela igual que un ariete de las películas de romanos. ¡Estaba listo! Ahora iba a llegar el tal comendador a darle de hostias, al ver que no sólo rompía el traje, sino que lo dejaba asqueroso, de tan embadurnado  de semen de arriba abajo.
Volvió a preguntarse por qué había soñado eso.
Observando la sábana manchada, maldijo por enésima vez a la noruega, sus gritos y los vecinos entrometidos. Bueno, ya que la cosa no tenía remedio y su madre iba a ver el rosetón, volvería a aliviarse otra mijilla; necesitaba tener una chiquilla cerca, parecida a la vallisoletana pero que no tuviera tan malas intenciones. Sudó para obtener el orgasmo, lo cual no estaba mal. Llegaría al tentadero sin necesitar los ejercicios de precalentamiento que le ordenaba el Cañita.
 Mientras comía un pan de medio kilo tostado, con aceite de oliva virgen y restregado con ajo, vio que su madre cruzaba por el pasillo con las sábanas hechas un gurruño en la mano, dirigiéndose a donde estaba la lavadora. De nuevo se ruborizó. Bebió aprisa, atragantándose, el vaso de cacao con leche y salió para no tener que afrontar la mirada irónica de Carmen y sus bromas.
Bajó la cuesta hacia el río. El sol, no muy alto todavía, tenía ya pretensiones veraniegas aunque sólo empezaba la primavera en el calendario. Subía una tenue calima húmeda del estrecho riachuelo, cuyo caudal se encontraba retenido en la parte más alta de la Hoya por un montón de presas. La brisa movía indolentemente los cañaverales, los dardos de los cipreses apenas se balanceaban al otro lado del río y los matorrales nevados de margaritas permanecían quietos, como en una postal. Las densas formaciones de adelfas aparecían minadas de capullos que no tardarían en comenzar a abrirse, vistiendo a esas plantas venenosas de un inocente, sugestivo y engañador aspecto de jardín del paraíso. Junto a las cercas y en las quebradas, las chumberas tenían también sus pencas circundadas de botoncitos que serían higos chumbos cuando llegase el verano, unos frutos de los que, espinándose las manos, se había atiborrado con sus amigos y el primo Tomás desde que tenía memoria.
No había desayunado lo suficiente, el temor a darse de cara con su madre tras lo de la sábana le había impedido quedar satisfecho, porque habría tostado otro pan si no hubiera tenido que echar a correr. ¿Qué podía echarse al coleto?, ¿chupar una cañaduz?, ¿quedarían cañaduces por los alrededores? No, todas estaban más abajo, donde su padre y su tío cuidaban con mimo la finquilla que cultivaban a medias. Hambre y ganas de meterse tras un seto a cascársela. ¡Joé, cómo olían ya los naranjos! Ese olor le hacía hervir la sangre más todavía. Mierda con la noruega. Mierda con la vallisoletana. Como el Cañita le pusiera alguna pega para no llevarlo a follar con la Nancy esa noche, iba a rabiar.


VI – Pinchazo

-Tenemos una novillá en Nerja el sábado que viene -dijo el Cañita sin permitir a su pupilo interrumpir el entrenamiento en el tentadero.
-¿Y cuándo en Valladolid, don Manuel?
El apoderado sonrió.
-Así que estás enchochao con aquella muchacha...
-Me tocó el amor propio.
-Todavía no nos han llamado de por aquella parte. Cualquier día lo harán, no te preocupes. Según hablan los periódicos de lo que hiciste en Vélez, va a llegarnos tal aluvión, que ya estoy pensando en organizarte la alternativa esta misma temporada.
Habían pasado tres días desde el suceso con la noruega, tres días con sus noches correspondientes. La alternativa y el ascenso a matador parecían cuestiones demasiado lejanas y brumosas como para distraer a Omar de otro problema más acuciante. No rematar la lidia con Magrit le había dejado un sentimiento de inconclusión que no sabía cómo resolver, porque hacía ya varios meses que el manoseo había dejado de ser satisfactorio.
En el tentadero, situado en un cortijo de la parte naranjera de la Hoya malagueña, olía a azahar, un intenso aroma que se mezclaba con el de eucalipto y pino, llenando el aire caliente de vitalidad renacida, que se aliñaba también con el olor penetrante de los junquillos silvestres y los hinojos recién brotados. El conjunto aromático causaba cierta perezosa embriaguez que invitaba a abondonarse a los sentidos. Las grandes zancudas refugiadas en la laguna de Fuente Piedra sobrevolaban la Hoya en busca de alimento; cerca de la placita, en la rama más baja de una araucaria, cantaba un jilguero; los geranios de las ventanas de la casa reventaban en rosas y carmines, las paredes de cal viva reverberaban bajo la inundación de sol, todo el entorno iniciaba el esplendorosamente colorido progreso de la primavera que la sangre altera, y la sangre del novillero llevaba alterada más de setenta y dos horas.
-Voy a estallar y me dará un síncope. Tengo que ir esta noche en busca de la Nancy, don Manuel.
-Imposible, Omarito. Mañana salimos a las seis de la mañana pa Alcalá de los Gazules. Matarás una vaquilla, a ver si le coges el tranquillo del tó.
-Peor será si no duermo...
-¿Qué estás diciendo?
-Llevo tres noches sin pegar ojo y pajeándome como un loco. La guiri del otro día me dejó con la miel en los labios...
-¿Que no duermes bien?
-Creo que no.
-Será que no te das cuenta de que te quedas dormido... sí, eso tiene que ser. Mira, Omarito, tú sabes de sobra que no puedes tener sexo pocas horas antes de vértelas con un toro. Después, es otra cuestión.
-Ésas son cosas de viejas, don Manuel.
-¿Cosas de vieja? ¿Quién te ha metío esa idea en la cabeza, niño? Entérate, el toro huele que has tenío ración de coño y eso le hace ir directo a por ti. ¿Es que no has hablado de esto con tus compañeros?
-¡Qué va!
-Pues no encontrarás un torero que no pase un par de días de ayuno sexual antes de la corría. Convéncete, no puedes follar por lo menos cuarenta y ocho horas antes de enfrentarte a un toro.
-No puedo resistirlo.
Manuel Rodríguez el Cañita observó a su pupilo con preocupación. Sabía que esa clase de tensiones desconcentraban al novillero y que ello podía significar una vuelta atrás del paso de gigante que había dado el domingo anterior en Vélez, pero estaba dispuesto a mantenerse en sus trece, porque el toreo tenía sus ritos y sus claves sagradas que nadie podía transgredir.
-No puedes tener coño hoy, Omarito. Mira, te diré lo que vamos a hacer. ¿Tiene vídeo tu madre?
-No.
-Entonces, cuando termines voy a llevarte a mi casa. Por el camino, alquilaré dos películas pornográficas y te dejaré allí, solo. ¿Sabes manejar un vídeo? -el joven negó-. Yo te enseñaré.
-Pero eso es más de lo mismo. Ya le he dicho que las pajas no me molan ni mijita.
-Será distinto con una película pornográfica, ya verás. La imaginación cuenta mucho en el sexo.
-¡Que no, don Manuel! Que ya no tengo más ganas de "amor propio", joé, que me hierven hasta las túrdigas. Me cago en...
-Cuida tu lenguaje, Omarito, que mañana por la noche van a entrevistarte en la radio. Vamos a ver... ¿serías capaz de permitir que una tía te manipule sin correr como un loco a metérsela?
-Yo...
-Ya lo veo que no.
-No aguanto más.
-Creo que lo que te hizo la vallisoletana en el tren te lo tenías merecío. Eres un salío sin clase ni categoria.
-Marisa es cosa aparte.
-¡Vaya! Así que no te has olvidao del nombre. Que me huelo yo...
-Don Manuel, por favor. Voy a reventar; tengo una cojonera que va a dejarme inútil.
El Cañita meditó unos minutos. Se sentía cercado por la vehemencia del muchacho, pero era imposible renunciar a los principios. Adoptó un tono didáctico para decir:
-Mira, Omarito. Una mujer puede hacerte disfrutar de muchas maneras, sin necesidad de penetración. Hay muchas cosas que te faltan aprender en el sexo y hoy es un buen día para que empieces un cursillo acelerao. Te buscaré una que te deje seco, pero yo voy a tener que hacer de eunuco y estaré presente pa que no se la metas. ¿Me prometes dejarlo de mi cuenta y que no vas a hacer lo que no debes hacer, o sea, que no llegarás a Alcalá de los Gazules con olor a coño?
-Yo...
-¿Lo prometes, o no?
-Sí, don Manuel. A ver.
-Pues al avío. Ve a darte una ducha fría de media hora. Corre.
Mientras el niño obedecía, el Cañita consultó atentamente la guía de relax del periódico. No podía correr riesgos, de modo que tomó una decisión inspirada por uno de los anuncios. Marcó el número de teléfono y habló durante doce minutos largos.
Manuel Rodríguez el Cañita contaba nueve años de viudez y aburrimiento rentista. Su piso, en el paseo marítimo de Picasso, pese a conservar muchos de los objetos de la mujer ausente, mantenía escaso estilo femenino. Con todo y que la asistenta acudía a limpiar y poner orden tres veces por semanas, era una vivienda típica de hombre solitario, llena de cimeros de revistas por todos los rincones, objetos heterogéneos de carácter taurino recolectados en corridas y encuentros con empresarios, calendarios de mujeres desnudas obsequiados por talleres mecánicos, ceniceros robados en los hoteles y restaurantes y vídeos de toros amontonados tanto junto al televisor como en el aparador y la mesa del comedor. En paredes opuestas, las más extremas, dos cabezas de toro que a Omarito le parecieron de tiranosauros. El apoderado encendió el televisor y el vídeo, señaló al joven el sofá más cómodo, le indicó cómo hacer funcionar el telemando, desenfundó una de las dos películas pornográficas que había alquilado, la metió en el vídeo, lo puso en play y dijo al novillero:
-Bueno, niño, ve caldeándote, que en pocos minutos viene la gachí. Ábrele tú la puerta pa que no piense cosas raras; se llama Jenny, pero recuerda que voy a estar ahí al lado, tras la puerta del comedor, pendiente de lo que haces. Cómo me dé cuenta de que tratas de tirártela, salgo y te parto la jeta.
Sonó el timbre diez minutos más tarde. Sólo un par de segundos de pitido, porque, de un salto, Omarito se había plantado en la puerta como una exhalación. Abrió y se dio de cara con la mujer más exuberante que había visto jamás. Aupada en unos tacones vertiginosos de charol escarlata, le sacaba al novillero una cuarta, ojos verdes casi líquidos, labios bembones como los de una africana cubiertos de carmín rojo fuego, pómulos de eslava, quijada de vampiresa, todo bajo una melena estilo Tina Turner de color panocha con reflejos rojizos. Lo miró un instante a los ojos, pero en seguida se deslizaron los suyos hacia la prometedora trempera que abultaba el pantalón. Adelantó la mano hacia la cima y murmuró con gran delicadeza:
-¡Vida mía!, esto es un pollón y no lo que venden en los sex shops.
Su voz tenía un matiz extraño, curioso pero sugestivo. Uno tono ronco, contenido, como el de algunas actrices de cine. Confirmó a continuación  su elegante estilo:
-Te voy a arrancar los vaqueros a bocaos y te voy a hacer una mamada que te va a dejar sin una gota de leche.
Bueno, no era una mala promesa. Todavía en el mismo lenguaje cortesano, añadió Jenny:
-Demuéstrame que no eres una maricón hijo de puta. Échate ahí y ábrete de piernas, que te vea las pelotas a gusto. Joder, mamonazo, vaya par de balones.
Mientras Omar se quitaba el pantalón, la camisa y los calzoncillos, ella se había desabrochado la blusa, soltándose el sostén. Echó los hombros hacia atrás para mostrar en todo su esplendor unos pechos pequeños, puntiagudos y muy duros. Omar fue a aferrarlos para comprobar la incitadora firmeza, pero ella reculó un poco y se los cubrió con las manos. Continuó con sus áulicas expresiones:
-¡Vaya pelambrera que tienes en los cojones, cariño! Después del trabajito que voy a hacerte, acabarás con la permanente. A ver si tienes este pollón tan limpio como los calzoncillos -retiró el prepucio de un jalón-. ¡Coño!, vaya cabezón. Joder, me vas a atragantar. Pero si muero ahogada por esta trompa, la diñaré a gusto.
No se había quitado las bragas, el liguero ni las medias negras. Tampoco los tacones ni la media docena de collares que le cubrían el cuello casi completamente. Tenía brazos y piernas muy largos, caderas estrechas y hombros huesudos. Cuando se arrodilló ante el muchacho, éste trato de acariciarla.
-Se mira pero no se toca. Estate quieto.
Evidentemente, el Cañita la había aleccionado al detalle y no le parecía a Omarito que fuese posible convencerla por señas de que se dejara penetrar, sin tener que discutirlo de manera que el apoderado no escuchara nada. El viejo debía de haber cerrado un acuerdo muy riguroso, que la fulana no estaba dispuesta a contradecir.
Ésta engulló el pene, trabajándolo con la lengua con innegable talento. Debía de estar atragantada, porque los labios abarcaban la base del órgano y una parte del escroto, pero no parecía incomodarse por ello. Daba fuertes bufidos por la nariz y, cuando Omar estalló, notó que ella seguía absorbiendo; parecía poder tragarse hasta la próstata, porque los cosquilleos recorrían en oleadas todo el interior del novillero hasta notarlos nalgas arriba, casi en la cintura. La tía lo estaba devorando.
-Esto no es más que el principio -dijo Jenny con su ya acreditado estilo y todavía con el glande a flor de labios-. Necesito más leche, mamón, que estoy muy débil. Dámela toda, necesito un litro para quedarme satisfecha.
Retiró la cara del pene, lo sujetó con la mano izquierda, agachó la cabeza y se puso a morderle el pie izquierdo. En la pantalla del televisor, aunque sin sonido, continuaba la versión resumida de "Las mil y una noches" o sea, una especie de tienda de campaña con el suelo lleno de arena, ocho o diez cojines, dos rubias, una morena, dos moros con el pelo teñido y los ojos azules y un enano mulato con una especie de apagafuegos entre las piernas. Mientras el enano tenía la boca sumergida en la vulva de una de las rubias, que estaba de pie y de espaldas a la cámara, la otra rubia y la morena competían por la manguera al tiempo que eran penetradas por detrás por los dos moros fingidos que, aunque desnudos, conservaban los turbantes con sus plumas y sus perlas falsas.
Delante de la pantalla, el novillero tenía los ojos fijos en la grupa de Jenny mientras ella le mordía la pantorrilla sin soltar el pene. El escaso recorrido de la mirada desde la película a las nalgas, bastó para que volviera a empinarse, cimbreante como una viga metálica.
-Joder, macho -dijo Jenny-, voy a tener que recomendarte a seis amigas, porque tú no eres un tío, sino un caballo cimarrón.
Ahora no volvió a engullir el órgano, sino que, apretándose los pechos, lo encerró entre ellos, emprendiendo un masaje que a Omarito le supo a vagina, mientras Jenny le mordía por todo el pecho, jugueteando con sus pezoncillos con la lengua endurecida. El espejismo táctil funcionó con mayor eficacia que la boca y el surtidor alcanzó la melena leonina. Ella sacudió las gotas como si se peinara con la mano abierta, y dijo:
-Ven aquí, míster polla, que ahora te vas a enterar.
Lo forzó a arrodillarse sobre la alfombra abierto de piernas, de cara al sofá, con los codos apoyados en el asiento y el culo levantado.
-¿Qué haces? -protestó Omarito al sentir que ella tensaba con las manos cada una de sus nalgas hacia afuera.
-Quédate quiero, cariño, que voy a lavarte para un mes. ¿Has oído hablar del beso negro?
Sintió su lengua en el esfínter y dio un empujón para impedirlo. Pero la enorme mujer era tan fuerte como parecía, por lo que consiguió inmovilizarlo y mantuvo la lengua en el mismo lugar, sin penetrarlo pero jugueteando por todo el aro. Sorprendentemente, Omar descubrió que tal invasión del último de sus santuarios era muy placentera. Bueno, mientras no metiera la lengua en honduras, que hiciera lo que quisiera. Ella jugueteó con esa prenda unos veinte minutos y, contra lo que el novillero esperaba, volvió a trempar. Una vez que Jenny lo notó, lo aferró con la derecha y deslizó la lengua en dirección a la bolsa escrotal, tragándosela entera. Todo eso era nuevo para él, demasiado extraordinario, pero le estaba permitiendo descubrir inesperadas dimensiones del placer y, en efecto, como ella había prometido, era capaz de dejarlo sin una gota, aunque sentía que ya habían vuelto a llenársele, todavía dentro de la boca femenina.
Esta vez tenía que descargar dentro de ella. Tanteó con su mano derecha hacia atrás a ver si conseguía agarrarla y obligarla a tenderse en el suelo para echarse encima antes de que pudiera reaccionar, pero Jenny le dio una fortísima palmada en la mano y una tarascada en la nalga.
-¡Mira que te capo! -exclamó, soltando por un instante lo que estaba a punto de reventar en su boca, y engulléndolo de nuevo en seguida.
Omarito temió que pudiera cumplir su amenaza de un mordisco y la dejó hacer, porque si alguna joya de su cuerpo tenía que ser preservada, ésa era la principal. Manteniendo todo el escroto dentro de la boca, ella tomó con una mano el pene, colocando la otra, cerrada, casi en el ano, que presionó. El novillero sintió que la cosa no tenía ya remedio. El Cañita iba a tener que mandar los cojines del sofá a la tintorería. Antes de acabar la erupción, Jenny sorbió las últimas gotas y volvió a tragarse todo el pene como la primera vez. Ahora, ya estaba desfallecido. Omar se dejó caer sobre la alfombra, rodó para situarse boca arriba y cerró los ojos. Era suficiente, ya no iba a sufrir trempera en una semana pero, sin embargo, aún le quedaba la frustración de no haberla penetrado. Con la fuerza que tenía la tía, debía de tener un coño soberbio, duro, palpitante, capaz de ordeñarlo en busca de lo poco que le quedara dentro.  
Ella se había alzado y lo contemplaba desde su altura de torre parroquial, sonriente.
-¿Quieres más?
-Tengo que metértela, a ver -murmuró Omar, confiando que el Cañita no pudiera oírle.
-Eso sí que no, cariño. El lunes, después de que torees, te lo haré gratis. Tiemblo con sólo pensar que me metas ese pollón.
-Yo quiero ahora...
-No, cariño.
El joven fue a alzarse, con la mano extendida hacia la entrepierna femenina. Ella le empujó, poniéndole el enorme zapato derecho sobre el pecho.
-Quédate quieto, o se lo digo a papaíto. ¿Quieres correrte otra vez?
-Sí, pero dentro.
-¡Que no, joder! El lunes.
-Déjame -gimió, ya descontrolado y sin recordar que el Cañita podía escucharle.
Jenny volvió a empujarle, pero él era un torero, ágil como un atleta de diecisiete años. Fingió unos segundos estar relajado en el suelo para que ella se confiase; cuando notó que dejaba de estar alerta, se alzó como un gato y buscó con la mano la gruta de la perdición.
-¡Qué mierda es esto! -exclamó el novillero.
En vez del hueco, había palpado un relieve.
-¡Maricón, hijo de puta! -insultó.
En ese momento, el Cañita irrumpió en la sala.
-¡Quieto, Omarito! Ya te dije que hoy no podías tener coño. Ya has disfrutao lo tuyo, ¿no? Pues deja a la chica tranquila.
-¡Chica!, joé, me ha traído usted a un travesti.
-Pero es el mejor travesti en doscientos kilómetros a la redonda. ¿No es eso lo que me dijiste, Jenny? -ella asintió-. Tranquilízate, niño, que esto no se contagia. Toma, Jenny, aquí tienes las quince mil. Coge tu ropa y sal echando leches.
-Eso, desde luego. Llevo dentro lo menos medio litro de leche de este semental -se dirigió hacia la puerta mientras se ajustaba el sostén-. Y lo dicho, mister pollón, el lunes te lo hago gratis.
-¡Maricón de mierda!
-Pero has disfrutado como un guarro, ¿no? -ironizó Jenny cerrando la puerta tras ella.
-Joé, don Manuel. No me esperaba esto de usted.
El apoderado no podía contener las risas.
-Ella tiene razón. ¿No has disfrutao? Pues a otra cosa.
A pesar del enfado, esa noche durmió Omarito como el adolescente sin culpas que era. No necesitó manoseo.





















VII – Revolera

-¿Quién es? -preguntó Isabel Gámez al responder el teléfono.
-Manolo Rodríguez, ¿cómo está usted?
-¿Manolo Rodríguez? ¡Ah, el nazareno!
-¿Le gustó la procesión?
-Mucho. ¿Es verdad esa leyenda que cuentan del bandido?
-Creo que sí; por lo menos, los malagueños creemos a pies juntillas que el bandolero Zamarrilla existió de verdad y que los migueletes no lo pudieron descubrir cuando se refugió en la ermita del Perchel, bajo el manto de la Virgen. La imagen es pequeña y el manto era muy chiquitillo y, aunque no lo escondía del todo, los migueletes no lo vieron, como si la Virgen hubiera decidido protegerlo. En agradecimiento, él le tiró desde abajo una rosa blanca atravesada con su puñal, que fue a clavarse en el pecho de la imagen; al instante, esa rosa blanca se volvió roja. Fue un milagro... pero yo la llamaba pa otra cosa. Dentro de dos sábados toreamos en Palencia... ¿Eso no está cerca de ustedes?
-Pues sí, a cuarenta y siete kilómetros. ¿En Palencia capital?
-Allí mismito.
-No creo que podamos, don Manuel. Vamos a ver... El sábado de la semana que viene, mi sobrina va de excursión a las cuevas de Altamira.
-¡Qué lástima! Al niño le hace una ilusión...
-Me extraña. Yo creía que, después de la broma que le gastó Marisa en el tren, no iba a tener más ganas de vernos en toda su vida. Es una pena que no podamos ir, don Manuel...
-Osú, déjese de tantos dones. Tráteme de Manolo.
Isabel calló un instante. En las apreturas, durante el multitudinario encierro de la procesión, había notado las miradas golosas que el apoderado le dedicaba, y no acababa de decidir si el interés que tales miradas revelaban le halagaba o no. Se aclaró la voz para cambiar de tema:
-¿Cómo va el muchacho? Lo del domingo fue estupendo. Después de una tarde como la de Vélez, ¿sigue usted con tanto escepticismo sobre sus condiciones toreras, como me dijo el día de la procesión?
-De momento, estoy a liquindoy, porque con este chiquillo no sabe uno a qué carta quedar. A las primeras de cambios podría dar la espantá. Pa enfrentarse a los toros hay que tener mucho valor, ¿sabe usted?, y por ahora el niño ha dao menos pruebas de valentía que una liebre en un canódromo. Mañana tenemos una novillá en Nerja; ojalá que repita el faenón y lo del domingo pasao no haya sido un pronto.
A pesar de sus dudas, Isabel sentía deseos de encontrarse de nuevo con Manolo el Cañita. Suponía que por lo divertida que resultaba su charla. Otra vez se aclaró la voz.
-Escuche, Manolo, la verdad es que a mí me gustaría mucho volver a verlo. Así que, aunque mi sobrina no pueda, creo que iré a Palencia.
-Eso está muy requetebién. Tengo yo ganas de contarle esa leyenda del Zamarrilla con más detalle.
-Pues allí estaré.
-Le dejaré una barrera a su nombre en la taquilla.
-No tiene que molestarse...
-Claro que sí. ¿Qué menos puedo hacer, ya que se tomará usted la molestia del viaje?
-Magnífico. Pues nos veremos el sábado.
-¿Podremos invitarla a cenar?
-Ya veremos.
 Era por el niño, se dijo el Cañita cuando colgó el auricular, por el enchochamiento que parecía tener Omarito con Marisa. Pero, si sólo era por eso, ¿por qué se sentía tan contento de que la sargenta estuviera dispuesta a encontrarse con él dentro de ocho días?
Bueno, ahora, lo importante era ocuparse del trabajo. Además de la plaza de Palencia, habían requerido la presencia de Omar Candela en Colmenar Viejo, Játiva, Albacete y Fernán Núñez. Más novilladas pagadas de las que había tenido Omarito toda la temporada anterior. Las cosas empezaban a funcionar, pronto podría recuperarse de la inversión, pero... ¿y si el niño daba otro gatillazo mañana en Nerja? Mejor no pensarlo.




































VII – Rejón de castigo

El asunto ése de no poder estar con una mujer cuarenta y ocho horas antes de una corrida era un rollo moruno; en la próxima novillada, iba a preguntarle a un compañero si era verdad. Sabía que esa noche tenía que dormir bien, pero ¿quién podía dormir a pierna suelta con una tercera pierna, nada suelta, sino muy firme, estorbando enmedio? Iba a tener que masturbarse o tendría sueños raros otra vez.
-Niño -le dijo su madre-, que ya sabes tú que don Manuel mandó que te acostaras temprano.
-No tengo sueño.
-Son las once y cuarto. Ya es hora de que te acuestes.
-Un ratillo más, mamá. Cuando acabe la película.
-Bueno, un ratillo, pero ni un minuto más... o llamo a tu padre.
-Deja a mi padre tranquilo, que bastante tiene con vigilar la cañaduz de noche, pa que andes llamando al móvil por chuminás.
Libre de la conversación materna, Omar volvió a sus cavilaciones. ¿Cómo sería acostarse con una muchacha de su edad, sin tener que pagarle? Porque sí, porque ella quisiera, con los tiras y aflojas propios de las adolescentes. Desde que la metiera por primera vez en caliente, sólo había estado con la Nancy y otras tías pagadas, además de la guiri de Torre del Mar... sin contar la broma asquerosa que le había gastado el Cañita tres días antes. Joder, ¡un travesti! Escupió involuntariamente y, al darse cuenta, fue al baño en busca de un poco de papel higiénico para limpiar el escupitajo, que la vieja tenía muy malas pulgas y todavía venía de vez en cuando a sacudirle con la esportilla.
Marisa sí que tenía un buen polvo. Bueno, muchos más de uno y otras muchas cosas. Una niña así era lo que necesitaba. El Cañita había conseguido una novillada en Palencia, a menos de cincuenta kilómetros de Valladolid. Ojalá viniera Marisa. Le iba a dar unos cuantos "folladme" escritos con carmín. A ver.




IX – Tanteo

-Mira quién está allí -indicó el Cañita.
-¿Quién?
-La noruega de Vélez, allí, en medio de sol, en el cinco, ¿la ves?
-No. ¡Joé, sí!
-Ésa ha venido por ti.
-Antes, soy capaz de enrollarme con la travesti. ¿Usted sabe, don Manuel, cómo jode esa tía?
-Puedo imaginármelo por la que se armó. Bueno, ¿cómo te sientes hoy?
-Regular, don Manuel. ¡Tengo un queso!
-¿Por qué no descargas un poco, antes del paseíllo?
-Ya no me van esas cosas, don Manuel. De pronto, no comprendo cómo he podido meneármela tanto los últimos cuatro años.
-¿Podrás aguantar hasta el final de la novillá, con todas esas tías gritándote piropos?
-¡Qué remedio!
-¿Seguro?
-¡Que sí!, que ya no soy un niño, joé.
"Los toreros están obligados a madurar pronto", pensó el Cañita. Pero Omar Candela era un niño todavía, con los emperramientos propios de la infancia. Emperramiento que su libidinosidad tan desmesurada convertía en inaguantable. Lo de la tradición de que los toreros no tuvieran sexo antes de las corridas había dado resultado; el chico parecía haberlo asimilado. Tenía que inventarse otras tradiciones semejantes, falsas, por supuesto, pero que produjeran el mismo efecto, porque el chiquillo tenía magníficas hechuras y podía malograr el futuro con los ardores de su entrepierna, que le quitaban concentración la mitad de los días de entrenamiento. Era natural que hubiera tantos toreros que se casaban jóvenes. Antes de ser mentalmente hombres del todo, se encontraban en el centro de una corte de aduladoras, que lo primero que ensalzaban eran sus atributos, tan notorios por lo ajustado de los trajes de luces, dispuestas a comérselos vivos y eso no hay cuerpo que lo resista. Claro que Omarito no podía casarse todavía, no antes de, por lo menos, dos o tres años más. Si aquella muchacha de Valladolid se pusiera a tiro... Y si también se pusiera a tiro la tía...
El alguacilillo estaba preparado. Había llegado la hora.
Salvo por el hecho de que las miradas, los guiños y los apretamientos de tetas de Magrit ocasionaron de nuevo que gritaran bromas en los tendidos sobre los embutidos que Omar guardaba en la taleguilla, la tarde nerjeña fue distinta de la de Vélez, ya que no tuvo que padecer el tormento de que le devolvieran un novillo a los corrales. Tampoco cortó dos orejas, sólo una en el primero, pero dio la vuelta al ruedo en los dos. El triunfador de la tarde fue uno de Estepona, que salió a hombros.
-Van a dar una fiesta en el ayuntamiento, niño, y no podemos faltar -dijo el Cañita.
-Pero ¿no quería usted que me encamara con la guiri?
-Lo dije sólo para que te serenaras, a ver si no pensando tanto en el sexo al dejarlo para más tarde, conseguías dejar de estar empalmado todo el rato y no te estorbaba el bulto a la hora de matar. A esa tía no puedes volver a follártela, a pique de que te meta otra vez en un escándalo. Mira, Omarito, iremos a la fiesta municipal, porque a partir de ahora tendremos que hacer muchas relaciones públicas, y luego, cuando la fiesta termine, te llevaré donde la Nancy. Has estado muy bien esta tarde.
-¿Ahora está más convencío de que llegaré a figura?
-Sí, hombre.
Era la primera vez que el Cañita usaba esta expresión al hablarle, le había llamado "hombre" y hasta ayer mismo sólo le llamaba "niño". Estaba progresando. Omar Candela sonrió, tratando de escamotear el gesto a la mirada de su apoderado para que no le preguntara el motivo de la risa. En cuanto empezara a salir regularmente en los periódicos y en la televisión, llegaría la hora de darle a la niña de Valladolid la lección que merecía. No conseguía comprender por qué necesitaba tanto tomarse la revancha por lo ocurrido en el tren, por qué se acordaba todos los días de Marisa. Encontraría la manera de vengarse.
Aunque iba con ropa de calle, la gente lo reconoció en el recorrido entre la plaza y el ayuntamiento. Ésta sí que era una novedad, más todavía que el hecho de que el Cañita le hubiera llamado "hombre". A pesar de que predominaban las muchachas jóvenes que le gritaban "¡guapo!", muchos hombres lo jalearon y varios llegaron a exclamar algún "¡Olé, maestro!"
En el ayuntamiento siguieron aclamándolo, aunque no tanto como al esteponero, que era el centro de la fiesta.
-¿Tú también eres malagueño? -le preguntó una señora que podía tener unos treinta y tantos, o cuarenta, muy bien vestida y perfumada, que no hablaba andaluz.
-Sí, de Cártama.
-¡De Cártama! -exclamó la mujer, como si el dato tuviese especial significación.
-¿Conoce usted gente de allí?
-Oye, no me hables de usted, que no soy tan carroza. Sí, conocí una vez a un cartameño donde vivo, en Valencia, hace muchos años. Trabajaba en nuestro hotel. Pero también me han hablado de los hombres cartameños algunas amigas.
-¿Sobre qué?
-Uniendo lo que mis amigas me contaron y mi propia experiencia con aquel muchacho, una llega a la conclusión de sois un tanto especiales.
-No comprendo.
La dama no aclaró más. Presentaba una expresión curiosa mientras miraba distraídamente el gentío que llenaba el patio de estilo andaluz, tratando todos de llenar las copas de vino de Cómpeta; una expresión que parecía revivir un recuerdo muy placentero, acaso muy feliz, que chisporroteaba en el brillo de sus ojos. El novillero buscaba desesperadamente algo que decir, porque le agradaba estar conversando con aquella señora tan elegante, pero no se le ocurría nada
-Ven un momento, Omar -le dijo el Cañita-, que el alcalde quiere decirte una cosa.
Volvió la cabeza hacia la valenciana, tratando de que entendiera que debía esperarle porque deseaba continuar hablando con ella o, más exactamente, escuchándola.
-Tienes muy buenas hechuras -elogió el alcalde-. Viéndote torear esta tarde, no he parado de acordarme de Antonio Ordóñez. Te felicito. Me parece que vamos a tener pronto una figura malagueña en las plazas de toda España.
-Gr... gracias -murmuró Omarito, casi atragantado por su propio pavoneo.
-Voy a tratar -dijo el alcalde-, de que te metan en el cartel de este año de la feria de Nerja.
-¡Muchas gracias! -exclamó el Cañita, viendo que a su pupilo no le salían las palabras.
Cuando se apartaron del alcalde, el Cañita preguntó:
-¿Sabes con quién estabas hablando?
-¡El alcalde! A ver.
-No, niño. Me refiero a la gachí, aquélla tan elegante que está allí, en el rincón, con la mujer del consejero.
-Me ha dicho que es de Valencia.
-Su marido tiene un montón de hoteles. El mejor hotel de por aquí es suyo también. Veo que empiezas a tener buen olfato a la hora de hacer amistades.
-Yo... no...
 -Me vas a decir que ha sido ella la que ha empezado la charla. ¡Me lo figuro!, porque tú no vas pa Castelar. Lo que trato de decirte es que me parece muy bien que le des conversación a esa clase de personas.
Omar notó que la valenciana le estaba mirando y, más por lo bien que le hacía sentir que por los consejos del Cañita, fue hacia ella.
-¿Conoces a mi amiga? -preguntó la dama.
-No... tengo... el gusto.
-Es la esposa del consejero -Omar inclinó la cabeza a modo de saludo-, pero también es valenciana como yo. Llevamos diez minutos discutiendo a propósito de ti.
-Y... ¿cuál es el motivo de la discusión?
-Ya te lo diremos. Ven con nosotras arriba, que te vamos a enseñar el despacho del alcalde. Es muy bonito, ya verás -Omar notó que guiñaba el ojo izquierdo, disimuladamente, en dirección a la otra mujer y como si quisiera que él no lo adviertiera-. Mi amiga se llama Pilar y yo, Quimeta.
 Hablaba y gesticulaba muy suavemente, con desenvoltura mundana pero sin agresividad; al novillero le seguía pareciendo que el brillo de sus ojos reflejaba recuerdos añorados, ironía, picardía y muchas cosas que no sabía explicarse. Las dos mujeres subieron la escalera por delante de él y ya no pudo remediar lo de siempre; el bamboleo de los dos pares de nalgas a la altura de sus ojos, unido a la estela de perfume caro que iban dejando, tuvo el efecto que era previsible y ello lo sumergió en el sonrojo de costumbre; ellas iban a notar el abultamiento del pantalón y él no sabría dónde meterse.
-¿Qué te parece, Omar? -preguntó Quimeta señalando con la mano el perímetro del despacho.
-Mu bonito.
En realidad, el joven no estaba en condiciones de apreciar la calidad de la decoración.
-Hemos hecho una apuesta Quimeta y yo -dijo Pilar-. ¿Querrás ayudarnos a descubrir cuál de las dos gana?
-¿Qué tengo que hacer?
-Bajarte los pantalones.
Omar sonrió jubilosamente. En ese terreno se sentiría más confiado.
-¡Eso está hecho!, a ver -declaró, haciendo lo que se le pedía.
-¡Caramba! -exclamó Pilar-. El chico no necesita estímulo.
-¿Qué te decía yo?
-Pero, ¿tú crees?
-Te digo que sí.
Omar no comprendía de qué iba el juego. Quimeta estaba rebuscando entre los objetos colocados en el escritorio del alcalde y en los cajones de una mesa axuliar. Sintió que Pilar situaba la mano encima de la protuberancia del calzoncillo.
-¿Qué tendría que hacer para que esto alcance todo su esplendor?
-Como no quite usted la mano, va a ver usted esplendor y fuegos artificiales.
-¿Como en las fallas?
-¡Y con surtidores luminosos! A ver.
-Pues entonces, no la quitaré -dijo Pilar entre carcajadas, mientras apretaba y acariciaba el bulto.
-No siga usted, si no quiere tener que llevar ese vestido tan bonito a la tintorería.
-¡Es verdad! Ya está, Quimeta, mira.
-Aguanta un poco, que no la encuentro -pidio la hostelera-. No vaya a explotar el muchacho y se le afloje.
-Tiene que haber una por ahí -afirmó Pilar.
Quimeta se mostraba impaciente, pero parecía ser por la necesidad de volver en seguida a la fiesta, para que la ausencia no fuese advertida. Por más que rebuscaba, no aparecía lo que estuviera buscando, y Omarito conservaba en el vientre la calentura de las dos horas de corrida con las tetas estrujadas y los lameteos de los labios de Magrit y las apreturas de la taleguilla. En el momento que Pilar bajó la mano un poco hacia el escroto cubierto por el calzoncillo, le flaquearon las piernas y contuvo el rugido, pero no pudo contener el manantial que se derramó por las perneras del calzoncillo muslos abajo.
-¡Ay, qué pena! -murmuró Pilar, con decepción-. Ya no hay nada que hacer, Quimeta, déjalo, no busques más. Mira el niño.
Quimeta observó los grumos blanquecinos que se deslizaban por las piernas y sonrió.
-¡Eso es una erupción, y no la del Vesubio! -alabó.
-La apuesta se ha quedado sin ganadora -se lamentó Pilar.
-¿Qué le vamos a hacer? Otra vez será.
-¿Qué pasa? -preguntó Omar.
-Que al correrte -informó Pilar-, no podemos comprobar lo que habíamos apostado.
-¿Ne... necesitan ustedes que me... empalme otra vez?
-No te esfuerces, muchacho -dijo Quimeta con dulzura-. Ahora ya será imposible.
-¿Imposible? A ver.
Sintiéndose más seguro y ya definitivamente en su terreno. Omarito se quitó los calzoncillos, los hizo un gurruño, enjugó la chorrera de semen y se puso en jarras.
-¿Podría levantarse la falda una de ustedes? -preguntó.
-¿Cuál de las dos prefieres? -preguntó Quimeta.
-Usted. Siéntese en esa butaca y súbase el vestido, que yo la vea.
-Está bien, de acuerdo -aceptó Quimeta-. Pilar, búscala tú, que conoces mejor que yo este despacho.
-Debe estar por aquí -dijo Pilar señalando los estantes y las puertas correderas del mueble que había tras el escritorio, puertas que abrió, poniéndose a rebuscar dentro.
Quimeta se acomodó en la butaca frente a Omar y levantó despacio la falda del vestido. Tenía muslos un poco gruesos, pero firmes y bien formados, enfundados en medias oscuras, que emergían provocativos e incitadores de unas bragas de satén de color salmón con mucho encaje y puntillas, sobre una vulva voluminosa que el brillo del tejido marcaba reveladoramente. Omar no tuvo apenas que acariciarse. Siete minutos después del orgasmo, volvía a presentar una erección tan firme como de costumbre.
-¡Mira, Pilar! -alertó Quimeta- ¡Lo que yo te decía! ¿Has encontrado la regla milimetrada?
-Sí, aquí está -respondió Pilar-. Pero ese aparato no puede medir más de veinte centímetros. No hay penes de más de veinte centímetros.
-¡En Cártama, sí! -afirmó Quimeta con mucha convicción, mientras se arrodilladaba al lado de Omar-. Ven a medirlo.
Mientras Pilar se acercaba con la regla de plástico, Quimeta despegó el pene que estaba rígidamente adosado al vientre y lo situó con la palma de su mano en una posición cómoda para ser medido. Pilar puso la regla a lo largo del falo y exclamó:
-¡No lo puedo creer, veintitrés efe!
-¿Veintitrés efe?, ¿qué quieres decir?
-Efe de falo y veintitrés de cifra para la historia. ¡Has ganado!
En ese instante, se abrió de par en par la puerta y entró distraídamente el alcalde mirando hacia alguien que venía detrás. Al ir a indicar algo a su compañante, volvió la cabeza y se encontró con el cuadro. Omar de pie, en jarras, presentando armas, Quimeta, arrodillada, sosteniendo el arma y Pilar, en cuchillas, calibrando el arma. Tras la expresión de sorpresa y un instante de vacilación, el alcalde soltó una carcajada y dijo:
-Ya veo que queréis regalarle un traje de luces a Omar Candela y estáis tomando medidas.
El que llegaba detrás del alcalde, un gaditano que era compañero del marido de Pilar, comentó:
-Pues si el sastre tiene en cuenta esa medida concreta, quedará la mar de lucido y las mujeres no van a dejarnos a los hombres entrar en las plazas de toros.





























X-Capitalista

-Me ha dao un número de teléfono pa que la llame dentro de un mes -dijo Omar poco después de que el Cañita pusiera el coche en marcha.
-¿Con el prefijo de Málaga?
-Sí.
-Será que espera venir a pasar unos días a solas por aquí, sin el marido. Voy a anotarlo en la agenda pa recordarte la cita, porque a esa gachí sí conviene que te la cameles. Nos puede ayudar una pechá con tu carrera. ¿Te has aliviao, o quieres que te lleve con la Nancy?
-¿Aliviao? Sólo me han medío la polla. Yo hubiera podío echarle un polvo a cá una si no llega a venir el alcalde.
-Oye, por curiosidad... ¿te dijeron cuánto medía?
-Sí. Veintitrés centímetros.
El Cañita sonrió con picardía.
-Pues ya sabes; si no llegas a figura del toreo, tendrías un medio para ganarte la vida: hacer películas porno.
-¿Duda usted que pueda llegar a mataó? -preguntó Omar, alarmado.
El Cañita se compadeció de la ansiedad de su mirada.
-No, qué va. Era una broma.
El joven inspiró hondo.
Nancy volvió, como otras muchas veces, a pagar los trastos rotos, cosa que le tomaba el doble o el triple de tiempo que con cualquier otro cliente, pero lo hacía con gusto; era el único con quien aceptaba gozar, gozo que aumentaba la contemplación del vigor vehemente e incansable del muchacho debutante. Mas comenzaba a estar precupada, ya que cuando Omar Candela dejaba de visitarla más de dos semanas seguidas, se pasaba el día preguntándose qué le pasaría o si se habría quedado a disgusto la última vez. Una mujer de su clase no podía pensar en tales cosas ni permitir que el corazón corriera como un potro desbocado cuando el niño aparecía en el bar con la expresión de impaciencia de costumbre.
Era sábado, el mejor día, el que le permitía afrontar la crisis de los desanimados lunes, martes y miércoles de todas las semanas. Decidió que tenía que abreviar para no perder dos o tres de los seis trabajos mínimos que tenía que hacer esa noche. Empleó todos los recursos, incluso algunos que sólo conocía de oídas, para lograr que el novillero alcanzara los tres orgasmos en menos de una hora y librarse de él y del desconcertante sentimiento que no podía controlar. Esta vez, se castigó a sí misma por permitirse tener sentimientos, y se negó a gozar.































XI – Coraje

El martes, día que el Cañita no programaba que su pupilo entrenase por aquello de que "en martes, ni te cases ni te embarques", tuvieron novillero y apoderado una crisis a cuenta de los vestidos. Quería Omar que la sastra encontrara algún medio que impidiera que las taleguillas señalasen tan notablemente los empinamientos casi permanentes que tenía durante las corridas.
Manolo el Cañita dijo con tono doctoral:
-Niño, ¿no sabes de sobra que la taleguilla tiene que quedar tan apretá como una segunda piel, pa que los cuernos resbalen y no peligren las joyas de la corona? ¿Qué quieres, que te pongan cualquier cosa que haga que los pitones se enganchen?
-Pero es que paso mucha vergüenza, don Manuel.
-¿Vergüenza, tú? ¡Si tú no tienes vergüenza!
-Don Manuel, no diga usted eso...
-No me interpretes mal, Omarito. No he querido decir que no tengas educación, pero, niño, es que en lo relativo al sexo, no te cortas ni mijita. ¡Si estoy harto de tener que hacerte de biombo cá vez que, para aflojártela, te haces una paja en el callejón, delante de miles de personas! Yo no veo qué tiene de particular a estas alturas que la gente se dé cuenta de cómo te las gastas; eso no tiene importancia. Acuérdate de Ordóñez, que yo creo que te ganaba. Y el hijo del Litri, que por ahí anda.
-Pero es que el sábado toreo en Palencia...
El Cañita cayó en la cuenta de lo que inquietaba al novillero.
-¡Ah, claro está! Te preocupa que la vallisoletana vea cubierto de tela lo que de todas maneras ya vio al natural en el tren. Pues no te preocupes, porque la niña no va a estar en la plaza, sólo la tía. Hay días, Omar, que no te comprendo.
-¡Me ha llamao usted sinvergüenza!
-¡Que no, niño, que yo no he querido decir eso! Tienes menos luces que un camino forestal.
-¡Ahora me llama usted tonto!
-Me cago en la leche, Omarito. ¿Qué coño te pasa hoy?
-Que usted me está hartando.
 El Cañita se mordió los labios. Omar Candela era como todos los mocitos de su edad. En cuanto tenían dos aciertos seguidos, ya se creían el ombligo del mundo y se convencían de que no necesitaban a nadie. Sólo dos novilladas consecutivas con triunfos razonables, y empezaban a subírsele al niño los humos a la cabeza, con tantos bureles suyos que habían devuelto a los corrales.
-Escucha, Omar, no permito que me digas que te estoy hartando. ¿Tú sabes lo que me has costao hasta ahora?
-Ajuste usted las cuentas y en dos meses se lo pago.
-¡Vete a que te den por el culo!
Furioso, Manuel Rodríguez el Cañita se apresuró hacia el coche. Vio que el muchacho corría en su busca, pero metió la primera y aceleró.
Sentado ante el televisor en el salón de su piso del paseo marítimo, el Cañita no conseguía prestar atención a lo que sucedía en la pantalla, donde un fulano señalaba a una cursi el color de las flores en una película en blanco y negro. Era demasiado mayor para aguantarle esos desplantes a un mocoso, que en lo único que tenía arte verdadero era en el afán de emular a don Juan Tenorio, porque dudaba que poseyera mucho más que cierta elegancia para mover los trastes.
Pero, dejando de llevar a Omar Candela ¿qué haría a partir de ahora? Apoderar al muchacho le había dado nuevos bríos el último año, había reencontrado una razón para vivir tras el tedio que arrastrara durante ocho años de viudez. Hasta comenzaba a sentir de nuevo atracción por las mujeres, gracias a esa solterona vallisoletana tan cachonda; desde la muerte de la parienta, y salvo la obsesión que le hacía gastar a manos llenas su dinero en busca de una figura torera, no había tenido ganas de nada, y ahora volvía a tenerlas. La ruptura con Omarito iba a sumirle de nuevo en el pozo. Pero, naturalmente, quedaba completamente descartado tolerarle esas cosas al novillero, un cagón que había corrido más delante de los toros que en su busca.
Trató de enterarse de lo que decía el actor, pero no lo consiguió. Inquieto, decepcionado e inesperadamente triste, salió a la terraza, a ver si la brisa del mar lo despejaba.
Comenzaba a oler a un anticipo de verano. A la orilla del mar de Alborán, la primavera comenzaba en realidad a finales de enero, cuando los almendros fingían estar cubiertos de nieve, en una floración que era la primera de toda Europa. Ahora, aunque todavía no arrancaba mayo y ya habían dado las diez de la noche, había gente paseando por la vera de la playa, junto al arco arenoso de tres kilómetros y medio que se extendía desde la Farola hasta más allá del Limonar. La brisa salobre era tonificante; a Isabel Gámez, enclaustrada en medio de la solemne y amarronada Castilla, tendría que gustarle este paisaje, estos colores, este olor, este bamboleo del aire como si se meciera con las notas del piano de Albéniz.
 Estaba sonando el teléfono. ¿Lo atendía? No, no tenía ganas de hablar con nadie, quienquiera que fuese iba a notarle en el tono la amargura que sentía.
¡Digo, si hasta le había hecho de alcahuete al niño, a sus años! Por supuesto que los apoderados de toreros en sus comienzos tenían que pasar por eso a la fuerza, pero nunca se había quejado, nunca se negaba cuando el niño parecía que le iba a dar una alferecía, cuando parecía que se lanzaría a violar a la primera que tuviera delante. Nunca había tenido con él un mal tono, jamás le había reprochado nada, había tenido paciencia y lo consolaba cuando le devolvían los toros al corral a pesar del dinero que esas historias le costaban. Que, total, no era un potentado, sólo un modesto rentista con unos cuartos en el banco, cuartos que estaba a punto de quedarse a cero a causa del empeño de meter a Omarito en los carteles. Era un desagradecido.
Inhaló de nuevo la brisa yodada. Y ahora, ¿qué? ¿Cómo afrontar un día tras otro, todos igual de aburridos, sin nada que hacer, más que ir a hablar con los amigos de la peña taurina?
Volvía a sonar el teléfono. Lo atendería, pero si se trataba de Omarito, cortaría la comunicación.
-¿Don Manuel?
La madre de Omar Candela. Hablaba muy bajo y muy cerca del auricular, como si no quisiera que la oyesen las demás personas que hubiera en la casa.
-Oiga usted, don Manuel ¿ha tenío un disgusto mi niño?
-¿Por qué lo pregunta usted?
-Es que desde que llegó, está de un mal genio...
-Hemos discutido y ya no lo apodero.
-¿Le ha hecho a usted alguna cosa mala?
El Cañita tardó en responder. ¿Era verdaderamente tan malo lo ocurrido?
-No, no mucho, doña Carmen. Es que su hijo ha tenido dos buenas tardes y se cree que con eso toca ya la gloria. No tiene idea de lo que le falta penar si de verdad quiere llegar a mataó. ¡Lo que tendrá que aguantar!
-Ahora mismo le doy un sermón.
-No, doña Carmen. Sería peor. Déjelo que se tranquilice.
-Pero... ¿de verdad va a dejar usted de apoderarlo?
-Ahora, lo que tengo ganas es de darle un par de guantazos.
-Pues déselos usted. Le vendrá bien que alguien le baje los humos, porque el padre, como casi nunca pasa la noche en casa, ni se da cuenta de que el niño necesita autoridad.
-No, doña Carmen. ¿Cómo voy a ponerle la mano encima a su hijo?
-Po ¿sabe usted lo que le digo, don Manuel? Que si lo hiciera usted, a mí me daría una alegría, porque cuando a mí me parecía que mi niño se iba a malear, llegó usted y lo metió en esto de los toros y que me parece a mí que usted lo libró de cosas mu malas, don Manuel. Y que como lo deje usted suelto, pues eso, que volverá al vagabudeo de Torremolinos y esas porquerías. Sea usted bueno, hombre, y mire a ver si la cosa tiene arreglo.
Tras colgar el teléfono, el Cañito halló que no valía la pena intentar dormir tan temprano, con la punzada en el corazón y el calor de la primera noche casi veraniega del año. Recompuso su aspecto y salió a ver si todavía quedaban tertulianos en el Club Taurino.




XII- Aplauso

Había pocos tertulianos en el Club Taurino. El local, en los bajos de La Malagueta, no era precisamente el más fresco de la ciudad.
-Hombre, Manolo -exclamó el boticario Álvaro García-, me alegra que se te haya ocurrido venir a estas horas, porque con la calor que hace, no tengo ganas de irme a mi casa. ¿Cómo va lo de Omarito?
-Ya no lo apodero.
-¡Hombre, por fin! Menos mal que te ha dao un ataque de cordura.
-Pero se me ha quedao un mal cuerpo...
-Es natural. Uno se acostumbra hasta a lo malo, y llevas un año aguantándole a ese manúo carretas y carretones. Pero en cuando pase una semana, te alegrará un pechá haberte librao de él. ¿Por qué ha sido la ruptura?
-Ná, que el niño se ha creído que, con dos tardes regulares y sin que le devuelvan el novillo a los corrales, ya es Pedro Romero. Y bien sabes tú que también en las plazas de toros suena a veces la flauta por casualidad. Omarito ha tenido suerte con dos toros de dulce, a los que otro con mejores condiciones y más experiencia que él les habría cortao el rabo y, en cambio, él, total, no ha hecho más que cuatro monerías, con las que se ha convencío que ya ha llegao a la meta, cuando todavía le falta recorrer dieciocho tours de Francia. No tengo edad pa aguantarle más insolencias a un mocoso.
-Por supuesto que no, Manolo -aprobó Álvaro-. Durante el último año, has vivido tu particular tercio de sueños, un sueño que no era más que un desvarío. Ese pedazo de tarugo con ojos no vale la pena porque tiene las bolas de adorlo como los árboles de navidad. Lo que debes hacer es mirar pa otro lao si vuelve a intentar acercarte a ti.
-Pero es que, en medio de tó, creo que le he cogío cariño...
El boticario escrutó a su amigo durante una larga pausa.
-Oye, Manolo, tú sabes que te tengo mucho aprecio, ¿verdad? Mira, eres un hombre culto, te jubilaste cuando estabas a punto de alcanzar lo más alto del escalafón de funcionario... y, sin embargo, has venido comportándote como un incauto. No tenemos edad pa esta clase de aventuras, Manolo. Sacar una figura del toreo sólo lo consiguen familias con mucha tradición taurina, con muchísimos millones y hasta con ganadería propia. Lo del Cordobés, Palomo y otros como ellos, son rayas en el agua. Lo normal es que salga gente como Rivera, que viene de tres dinastías toreras, o como el Litri, que de casta le viene al galgo. Este berenjenal en el que te has metío con Omar Candela, estoy seguro de que tiene que estar costándote un pastón y, total, pa ná, porque un cagueta como ése no tiene posibilidad ninguna, salvo que se folle a una millonaria vieja que le costee el capricho, como también han hecho algunas figurillas que los dos conocemos. Te alabo la decisión que has tomao. Ahora, y para evitarte la tentación de volver con él, yo en tu lugar, me quitaría de enmedio y dedicaría un mes a darme gusto. ¿Por qué no te vas de crucero por el Mediterráneo? Contrata a una prosti que esté buena, invítala al crucero, y a disfrutar, que son dos días.
El Cañita observó a su amigo mientras tomaba un sorbo del catavinos. Tenía razón. Eso era lo que tenía que hacer; despojarse del inexplicable malhumor echando una cana al aire.
















XIII Salto de talanquera

Omar Candela se levantó con el alba. No sabía poner nombre a lo que sentía; ¿qué palabras se usaban para describir una espinosa penca de higos chumbos que se deslizara por el corazón desollándole el alma?
Ni siquiera dedicó un pensamiento a la férrea erección que sólo se aflojaría con diez minutos de ducha fría, porque únicamente tenía imaginación para recriminarse una y otra vez su estupidez.
Don Manuel había hecho bien en apartarse de un pedazo de mierda pinchá en un palo como él, porque debiéndole lo que le debía, se había portado como un completo desagradecido. ¿Tenía alguna posibilidad de hacerle cambiar de idea? ¡Qué va! Le había insultado y eso un hombre como don Manuel no podía tolerarlo. Pero de todos modos, algo tenía que hacer, porque, si no, qué iba a pasar a partir de hoy, en qué iba a trabajar. ¿Recoger cañaduz?, ¿caer, como alguno de sus conocidos, en la tentación de convertirse en gigoló de fin de semana en Torremolinos?, ¿dejarse seducir por el matuteo de la droga en Marbella? Debía reaccionar antes de que fuera tarde. Si tenía que arrodillarse ante don Manuel y besar el suelo que pisaba, lo haría.
Impaciente, empleó sólo seis minutos en las ceremonias matinales del baño y se vistió en la mitad del tiempo acostumbrado. Quería abandonar la casa con sigilo, pero su madre salió presurosa en su busca hacia la cocina y lo encontró bebiendo un litro de leche directamente de la botella.
-¿Vas al cortijo?
-No. El Cañita habrá llamao anoche anulando el entrenamiento.
-No lo creo. ¿Por qué no lo llamas por teléfono?
-Me va a colgar.
-¿Y qué pasa con la novillá del sábado?
-No lo sé.
-Toma.
-¿Qué es esto?
-Tres mil pesetas, pa que cojas un taxi y vayas de bulla a casa de don Manuel. Y, como me digas que no, te voy a partir la cara.
Tomó el único taxi que había en la plaza del pueblo, cuyo conductor lo recibió con palmadas, como hacían todos los vecinos, y se puso muy contento por la estupenda carrera con que comenzaba el día.
-¿A qué parte de Málaga?
-El paseo marítimo Picasso.
-¿A casa de tu patrón? Vamos pallá.
Era inútil. El Cañita no querría escucharle, con razón. ¿Por qué había tenido que ser tan majareta? La verdad era que se le había calentado la boca, y dijo cosas que ni siquiera había pensado nunca. ¿Por qué se puso tan insolente? No lo comprendía, no quería reconocer ni siquiera para sus adentros que el posible reencuentro del sábado en Palencia le ponía nervioso.
Eran las ocho menos cuarto de la mañana cuando llegó a la puerta del edificio. ¿Podía llamar a esas horas al portero electrónico? ¿Le colgaría el telefonillo y lo mandaría a la mierda, con razón? ¿No sería mejor esperar en la puerta hasta que el Cañita saliera, y abordarlo entonces?
Sin él, estaba perdido. Era él quien le había convencido de que tenía hechuras de torero, aquella tarde que fue como invitado a una boda que celebraron con una capea. Después de estar un año a su lado, no tenía ni idea de si podía continuar en los toros por su cuenta, dónde se entraba en contacto con la gente que sabía ni a quién pedirle su mediación. Pero no se trataba sólo de la imposibilidad de seguir. Era que se había acostumbrado a estar a todas horas con el Cañita y no podía imaginar las cosas de otro modo. El vejete era un tío legal, demasiado bueno había sido con él, dándole tantos caprichos, que a ver cuántos miles de duros le debería ya a cuenta de los toros y de la Nancy.
Y luego estaba ese otro asunto. Se había vuelto sexualmente un hombre gracias al Cañita. A partir de ahora, no tenía ni maldita idea de cómo resolvería esa cuestión, puesto que la masturbación le parecía a estas alturas lo más soso del mundo. Antes de que pasaran dos semanas, se habría vuelto completamente loco sin poder desahogarse.
Y, a fin de cuentas, la verdad era que quería muchísimo al viejo, de lo que no le hablaba a su madre para que su padre no se encelara.
Vio que un vecino estaba a punto de abrir la puerta para salir. Se situó junto a la cristalera de un salto y aprovechó la oportunidad para colarse en el portal. En el ascensor, todavía dudó un poco más; pero no tenía más salida que pedirle perdón.
Volvió a dudar ante la puerta del piso. Eran las ocho y cinco, seguramente estaría despierto ya, porque los días que tenía entrenamiento solía llegar al cortijo a las ocho y media. ¿Y si se negaba a abrirle la puerta? Ya sabía lo que tenía que hacer: tocaría el timbre, pero se agacharía para que no viera por el visor que era él.
Así lo hizo. En cuclillas, pulsó el llamador. Oyó los pasos del Cañita, que se aproximaban a la puerta, y el roce del obturador de la mirilla. No abrió y volvieron a oírse sus pasos hacia el interior de la vivienda. Pulsó el timbre otra vez. Los pasos regresaron hacia la puerta y, ahora sí, notó que se descorría el resbalón. En cuanto vio la rendija, empujó la puerta y, de un salto, se abrazó al cuello de su apoderado.
-Quita, niño, que estoy en calzoncillos y los vecinos van a pensar mal.
Omar Candela no consiguió decir nada de lo que le había costado toda la noche cavilar. Estaba llorando.
-Sécate ese llanto, niño y, a partir de ahora, demuestra que eres un hombre.



















TERCIO DE DESPERTARES



XIV – Dehesas y cuernos

En el hotel de Palencia, por primera vez desde que Omar empezara a visitar hoteles por el toreo, los recibieron con reverencias el viernes por la tarde. No era demasiado frecuente que lidiaran toros en la ciudad, y tener a tres novilleros hospedados a la vez representaba, al parecer, un inmenso honor para el establecimiento.
-¿Ha hablao usted con ellas? -preguntó Omar a su apoderado, cuando terminó de ducharse y comenzaba a vestirse.
-Sí. Parece que la niña sí que tiene interés. Su tía me dice que ha suspendío una excusión que tenía mañana, pa visitar las cuevas de Altamira, sólo por verte torear.
-¿Vendrán temprano?
-No. Me ha dicho Isabel que ella trabaja por la mañana y que sólo podrán coger el autobús después del almuerzo. Llegarán justo a la hora de la novillá. Ya he pedío que les reserven las entradas.
-Me hubiera gustao dar un paseo con ella...
-A mí también... con la tía -el Cañita carraspeó-. Pero creo que habrá ocasión después de la corría, no te preocupes. Ahora, hay que organizar las cosas pa que te acuestes temprano. He han dicho que hay un horno-asador aquí cerca, y que es mu bueno. ¿Tienes hambre ya?
-¡Una pechá! A ver.
Cuando descendían, el ascensor paró en el piso situado una planta más abajo y se abrió la puerta para dar paso a un matrimonio en la treintena, ambos muy elegantes. Él tenía aspecto algo fofo, con un cuerpo cilíndrico al que el magnífico traje de Armani no conseguía dar forma, un papafrita total a pesar del dinero que gastaba en vestirse, a juicio del novillero. Ella... Omarito no consiguió reprimir la mirada con que la desnudaba. En su figura de sofisticada modelo de pasarela pero con curvas, los pechos, ni demasiado grandes ni exiguos, apuntaban casi al techo; las caderas incitaban irresistiblemente a envolverlas entre los muslos; cintura breve para su edad aparente. Y la cara... ¡Joé! Unos ojos negros como carbones capaces de incendiar un témpano; la nariz fina y recta como para acariciarla a perpetuidad; los labios estaban pidiendo mordiscos a gritos y las fresas que escondía su boca más allá del rosario de perlas refulgientes exigían ser degustadas de inmediato. Ella leyó irremediablamente lo que la mirada del joven estaba transmitiéndole. Sonrió girando un poco la cabeza hacia el muchacho, como si tratara de que su acompañante no pudiera sosprender el gesto; se encendió en sus ojos lo que parecía una pista de aterrizaje para los deseos evanescentes que volaban por la mirada de Omar y frunció un poco los labios como si quisiera contener una frase inconveniente.
-¿Eres uno de los toreros? -preguntó al fin.
-S...sí.
-Mañana pensamos ir a la corrida -informó el marido.
-¿Qué hay que hacer -preguntó la mujer- para que a una le brinden un toro?
-A usted le brindaría yo media docena sin necesidad de que haga ná.
Ambos sonrieron, pero ella acompañó la sonrisa con una mirada escrutadora y un coqueto alzamiento de hombros. Estaba realizando alguna clase de inventario que el joven no fue capaz de determinar.
La pareja se despidió al salir a recepción.
Pero volvieron a verlos en el restaurán. Omar se situó en el asiento orientado hacia ellos, porque notó al vuelo que la mujer le miraba muy fijamente, tanto, que a veces se veía obligado a desviar los ojos, porque llegaba a sentir apuro, convencido de que el hombre no tenía más remedio que darse cuenta. El sujeto tenía una pinta repulsiva, porque su carne parecía blanda y traslúcida.
De espaldas a ellos, el Cañita comentó:
-No veo el hambre canina que decías que tenías; cómete esa carne de una vez, niño. ¿Qué miras tanto?
-A la gachí del ascensor. Me parece que quiere algo.
-Déjate de líos, niño, que mañana toreas... y ya sabes.
-Es simple curiosidad.
A la mitad de la cena, cuando tenían la mujer y Omar la mirada fija uno en el otro, ella hizo con los ojos una levísima señal en dirección al rincón donde estaban los aseos; una señal casi imperceptible, pero el novillero la interpretó con tanta claridad como si fuera un anuncio de neón. Un instante después, la mujer se alzó y se dirigió hacia los aseos con un contoneo que puso a hervir todos los fluídos del joven.
-Voy a mear -informó precipitadamente al Cañita, y trató de no correr mientras se lanzaba en la misma dirección.
Una sola puerta separaba de la sala el pequeño vestíbulo de los baños. Más allá de la puerta, el espacio medía sólo dos metros por uno y medio, con un espejo a un lado y, enfrente, las puertas de los reservados de caballeros y de señoras. La mujer estaba encerrada dentro de este último. Omar, que no tenía ganas de orinar, permaneció en el vestíbulo. Ella tardó un par de minutos en salir.
-Oh, qué casualidad -exclamó con un cinismo innegablemente gracioso-. De nuevo nos encontramos.
Omar no se anduvo por las ramas:
-¿Qué posibilidades hay de que la vea a usted a solas?
-Muchas. ¿Qué vas a hacer esta noche?
-¿Yo? Lo que usted quiera. A ver.
-Bien. Pues verás; ahora, después de la cena, tenemos mi marido y yo una partida de póker en casa de unos amigos. Pero me va a dar una jaqueca insoportable y mi marido no abandona una partida ni por un terremoto, así que voy a volver sola al hotel, digamos que... -miró el reloj de diamantes- ¿dentro de hora y media?
Omar asintió.
-Espera en el hall. Cuando me veas entrar, aguarda unos cinco minutos y, entonces, sube a mi habitación. Es la trescientos dieciocho.
Comió con la avidez de siempre, pero sin darse cuenta de lo que engullía ni saborearlo. Notaba la mirada alerta y suspicaz de su apoderado, por lo que evitó tanto como pudo dirigir la mirada hacia el matrimonio. El camino de regreso y el acto de desnudarse los realizó sintiéndose escrutado por Manolo el Cañita, de quien comenzaba a sospechar que tenía el don de la clarividencia.
Había pasado ya la hora y media, y el Cañita no acababa de dormirse. Sabía por experiencia que el apoderado tenía leve el sueño, por lo que había organizado, con muchísimo disimulo, la ropa y los zapatos de manera que pudiera deslizarse fuera de la habitación sin armar barullo. Pero no se dormía y ya la gachí habría pasado por el vestíbulo; bueno, de todas maneras, podía ir a llamar directamente a la habitación, pero... ¿y si ella se desengañaba al no verlo y daba la media vuelta? No, no lo haría, no tendría justificación volver junto a su marido tras haber pretextado un malestar tan fuerte, porque eso de una "jaqueca" tenía que ser una efermedad tremenda. Vaya, el Cañita comenzaba a roncar. Sacó las piernas de bajo la cubierta y puso los pies en el suelo; acechó a ver si el viejo lo había notado. Continuaba roncando. Se alzó muy suavemente, tratando de que no sonara el somier; antes de dar un paso y agacharse para coger los zapatos a tientas, volvió a aguardar. El sueño se estaba profundizando. Se movió con levedad, recogió los zapatos y la ropa; abrir la puerta le tomó más de dos minutos, pero consiguió que no crujiese el resbalón; cerrar le costó otro tanto. Se vistió precipitadamente en el pasillo y echó a correr. Permanecería unos minutos en el vestíbulo, por si ella se había retrasado y, si no aparecía, iría directamente a la habitación trescientos dieciocho.
El conserje le sonrió con untuosidad.
-Buenas noches. ¿Necesita usted algo?
-Yo...
La llave de la trescientos dieciocho estaba en el casillero. No había llegado todavía.
-... me apetece una cerveza.
-El bar está abierto todavía, no cierran hasta las tres. Por ahí, al fondo a la derecha -señaló el conserje.
Omar simuló seguir la indicación, observó de reojo que el hombre no le miraba y volvió sobre sus pasos. Se situó en un asiento que quedaba fuera de su campo visual.
Mientras acechaba la llegada, meditó: Éstas sí eran cosas como las de don Juan Tenorio, una aventura con todos los ingredientes de la función, mujer de alta alcurnia, marido burlado y encuentro en circunstancias arriesgadas. Ahora no se trataba de dos tías cachondas que lo único que pretendían era medirle el pene para dilucidar una apuesta, sino de una gachí muy elegante, el equivalente de una duquesa en los tiempos de don Juan, una gachí que iba a entregársele en el mismo cuarto donde dormiría su marido más tarde. Estaba arrebatado de expectación; sólo un instante pensando nada más que en el cuarto, y ya tenía el arsenal preparado. Ahora sí que podía sentirse en camino de ser como el personaje del teatro. Veinticinco minutos más tarde, cuando ya desesperaba que ella pudiera librarse del compromiso, le pareció que llegaba.






















XV – Manso y corniveleto

La dama entró precipitadamente en la recepción del hotel, pidió la llave mirando con nerviosismo alrededor, y Omar adelantó la cabeza para que constatase que aún la esperaba. Notó que sonreía sin apenas tensar los labios y se dirigía con prisas al ascensor. Los minutos eran eternos. Sólo aguardó tres más.
Le abrió inmediatamente.
-Disponemos de poco tiempo. No las tengo todas conmigo, porque no había apuestas fuertes en la partida y, a lo mejor, se aburre mi marido y le da por volver. Ni siquiera me atrevo a pedir champán, por si no nos da tiempo a quitarlo todo de enmedio.
-¿Champán? ¿Quién puede pensar en champán ahora?
Ella sonrió.
-Tienes razón. Me llamo Silvia. ¿Cómo te llamas tú?
-Omar.
-Pues a ver si le haces honor al nombre y te portas como el dueño de un harén.
Comenzó a quitarse los zarcillos al tiempo que encendía el hilo musical y movía el mando en busca de la música apropiada. Encontró una suave, cadenciosa, algo así como aquello que llamaban "jazz". Terminó de desprenderse de las joyas y, mirándolo fijamente, fue tirando la ropa entre contoneos, escenificando un strip tease con mucho arte. Omar tardó sólo unos segundos en quedar completamente desnudo.
-Vaya, Omar, eso es lo que se dice mérito.
-¿Mérito?
-Te sobra. Como para un trío de toreros.
-Pues lo suyo no se queda atrás.
-Oye, con lo que vamos a hacer, todavía me hablas de usted. ¿Tan vieja me encuentras?
-¿Vieja? Eres un caramelo de nata.
-Pues apresúrate a dar unos cuantos lamentones al caramelo.
No se hizo de rogar. Todavía de pie, la tomó por la cintura y bajó la boca en busca de los pechos. No tan grandes como los de la noruega, pero eran azuquita en rama. Los dos. Mordió los pezones conteniendo las ganas de devorarlos. Ella gimió.
-¿Te hago daño?
-Sigue, sigue...
Ella tanteaba con la mano, en busca del pene. El se retiró para evitar que lo agarrase, porque iba a funcionar el surtidor al primer toque.
-¿Has traído preservativo? -preguntó Silvia- Mi marido no usa.
-Sí... -murmuró Omar sin soltar el pezón del todo.
Tenía el condón apretado en la mano izquierda. Sin deshacer el abrazo, rasgó a tientas el plástico, tratando de enfundárselo a continuación con sólo la derecha. Nunca lo hiciera. El estallido se produjo antes de que el látex le cubriera siquiera el glande.
-¿Tan pronto? -lamentó Silvia con decepción.
-No te preocupes. Esto es namás que el trailer de la película. Échate en la cama, que va a empezar la función.
Ella adoptó una hermosa pose insinuante, los hombros en la almohada, el tronco de frente y los bajos casi de perfil, el brazo izquierdo extendido en la colcha y la mano derecha apoyada en la cadera. El joven comprendió, por sus maneras, que era una mujer de clase especial, muy por encima de todas las que había tenido antes entre sus brazos. Era incapaz de imaginar cuántos años tendría, porque vestida, en el ascensor, le había parecido que podía andar algo por encima de los treinta, pero, ahora, desnuda, la firmeza del vientre y el dibujo perfecto de las caderas parecían los de una joven de poco más de veinte.
-Pareces... -Omar titubeó.
-¿Qué?
-Una... estatua.
Silvia soltó una risita.
-Hay estatuas espantosas.
-Sí, pero tú eres de las más bonitas.
-¿Crees que... podrás?
-Espera sólo unos minutillos, y verás.
El novillero sacó del bolsillo del pantalón el segundo preservativo, abrió el envase y desenrolló los primeros tres centímetros. Miró con intensidad a la maravilla que le esperaba en la cama y trató de anticipar el terciopelo caliente que sería el interior de su vagina, una gruta con tesoros más fabulosos que el de Alí Babá, dentro tendrían que estar bailando las hadas de todos los cuentos. Ya se alzaba; un minuto más, y estaría dispuesto. Giró la cintura a un lado y otro, para agitar el pene, que saltó pesadamente dibujando un gran círculo.
-Ahora -dijo Omar, sonriente-, allá voy.
Se colocó a horcajadas sobre Silvia, entregándole el condón.
-Pónmelo.
-Chico, esto es un salchichón y no lo que ponen en los bocadillos.
-¿Quieres comer un poco?
-No tenemos mucho tiempo, Omar. Me temo que hemos de darnos algo de prisa.
Sin más preámbulo, entró en ella. Tras unas pocas sacudidas, notó que le cogía la mano derecha y la conducía hacia su vulva, bajo la presión de los dos cuerpos.
-Acaríciame aquí.
-¿No te basta con lo que te he metido?
-¿Te han explicado lo que es un clítoris y su función?
Él no respondió. Nunca había oído esa palabra.
-Este botoncito, ¿lo notas?, es el equivalente femenino del pene. Es lo que nos hace gozar a las mujeres. Si me lo acaricias mientras me penetras, tardaré mucho menos.
-¿No podríamos vernos otro día con más tiempo?
-Ya veremos. Acaríciamelo, así, así...
La respiración anhelante le anunció al joven que ella estaba cerca del clímax, por lo que aceleró las arremetidas.
-¡Qué fuerte eres, muchacho!
-No sabes tú cuánto. ¿Te gusta?
-Me vuelve loca, sigue, no pares, más fuerte, ¡sí!, así... sí.
Se agitó aunque sin excesivas alharacas, sin los aspavientos de la Nancy ni la locura de la noruega, pero, en efecto, estaba gozando repetidamente. Omar apretó un poco más, movió las caderas a izquierda y derecha y, en una última sacudida, encontró su propio placer.
Tras inspirar con fuerza y soltar un suspiro, dijo Silvia:
-No quiero ni soñar lo que sería pasar toda una noche contigo.
-Pues no te lo imagines. Vamos a otra habitación y amanecemos juntos.
Ella sonrió.
-Es imposible, muchacho. ¿Sabes con quién estoy casada?
-Con un tipo medio calvo que debe de ser impotente.
-¡Qué perspicacia! Sí, es verdad que le queda poco fuelle, pero es el marqués de Benaljarafe y no puedo...
-¿Qué?
-Yo era modelo cuando lo conocí, y procedo de una familia de clase media, con unas posibilidades que distan de mucho de la clase de vida que mi marido representa. Salvo que yo tuviera motivos muy claros para demandarlo, o se divorciara por su propia iniciativa, no puedo arriesgar mi matrimonio, ¿sabes?, para encontrarme en la calle, sin nada. Sin embargo, me complacería mucho volver a verte.
-¿Quiere decir eso que tengo que irme ya?
-Lo siento, pero sí.
-Déjame un poquillo más.
-No, de veras que no. Esto es muy arriesgado.
Había tenido ya su ración -pensó el novillero-, lo que esperaba, y se daba por satisfecha. Él necesitaba mucho más. Sin decir nada, fingió que iba a alzarse de la cama, pero volvió a caer sobre ella y la abrazó fuertemente.
-Quita, Omar, por favor. Tienes que darte prisa en irte.
-Sólo es un minuto. ¿Ves? Ya está a punto.
Volvió a penetrarla, pero, ella, inmovilizada por su peso, se estaba resistiendo.
-Por favor, chico. No me hagas enfadar.
-Falta un segundo -aseguró él sin parar de bombear y con los brazos fuertemente apretados en torno de su cuerpo.
En ese momento, sonaron golpes en la puerta.
-¿Ves? -dijo Silvia-. La hemos fastidiado. Coge tu ropa y sal deprisa al balcón.
Súbitamente angustiado, Omar hizo lo que le indicaba. Se precipitó de un salto sobre la ropa, la cogió en un gurruño, aferró los zapatos y salió al balcón. Mientras empezaba a vestirse, escuchó:
-¿Por qué has tardado tanto en abrir?
-Estaba dormida, Alberto. He tomado un calmante para la neuralgia, y ya sabes el efecto que me hace.
-¿Con la música encendida?
-Me he dormido sin darme cuenta.
-¿Ahora duermes desnuda?
-¿No te gusta?
-No. Es indecente. Ponte el camisón.
A través del visillo, Omar vio que el marido se acercaba a los postigos. Sólo había conseguido enfundarse la camisa y el calzoncillo. Se calzó precipitadamente los zapatos, sin atárselos, y, con el pantalón en la mano, se izó encima de la baranda y saltó hacia el balcón vecino. Resbaló a punto de precipitarse en el vacío y sólo por sus excelentes reflejos consiguió aferrar ambas manos en los barrotes de hierro. Cuando se alzaba, cayó en la cuenta de que había soltado el pantalón. Con un estremecimiento, oyó que alguien decía en la calle:
-¡Un pantalón! ¡Mira allí arriba, uno que escapa de un cornudo!
-¡Sí, coño! Un donjuán en apuros.
-¡Chisss! -trató Omar de acallar a los chistosos.
En vez de dos, ahora eran ya seis o siete los que se habían agrupado con la cabeza levantada en su dirección, señalando escandolasamente hacia arriba. Omar empujó los postigos, a ver si cedían. Estaba echado el cierre. Golpeó, a ver si tenía la suerte de que fuese un hombre el huésped y le ayudaba. Nadie acudió a la llamada. ¿Qué podía hacer? Sin pensarlo más, repitió el salto, esta vez con mayor fortuna, yendo a caer en un balcón que tenía los postigos sólo entornados. A esas alturas, ya eran lo menos veinte los que formaban el auditorio que contemplaba el espectáculo, el conserje del hotel entre ellos.
-Es el torero malagueño -oyó que decía éste.
Empujó los postigos de golpe y, al instante, se encendió la luz.
-¿Qué...? -gritó el hombre joven en cuya habitación había irrumpido.
-Perdone, siga durmiendo. Salgo ya.
El hombre sonrió, deslumbrado por las fortísimas piernas desnudas que asomaban bajo la camisa y la prominencia morcillona del slip.
-No tengas prisa. Ven aquí... ¿no te gustaría acabar la faena?
¡Un maricón! Omar se precipitó hacia la puerta y echó a correr pasillo adelante. Cuando subía de tres en tres los peldaños de la escalera, recordó que la llave de la habitación estaba en el bolsillo del pantalón. Y ahora, ¿qué? No podía llamar a la puerta y despertar al Cañita; le echaría una bronca de mil demonios y, después de lo ocurrido el último martes, a ver si no le daba por romper definitivamente la asociación. Anheló que el conserje, al ver de quién se trataba, hubiera recogido el pantalón y subiera a dárselo. Esperaría un poco, antes de despertar al Cañita, a ver si el sujeto tenía tal ocurrencia. Pero al iniciar el recorrido del pasillo, vio que el conserje estaba ya golpeando la puerta. No había nada que hacer. Se escondió. Escuchó al Cañita refunfuñar:
-¿Qué pasa?
-A su matador se le han caído los pantalones por el balcón. Tómelos.
-¡Qué dice!
-Creo que quienquiera que fuera con quien estaba, el marido en cuestión lo habrá sorprendido. Debe de andar por ahí, de balcón a balcón, buscando por donde entrar de vuelta al hotel.
-Está bien. Recuérdeme mañana que le dé una propina.
El novillero notó que su apoderado adelantaba la cabeza fuera del dintel, escrutando pasillo adelante en ambas direcciones; identificó en su expresión los amargos reproches que preparaba. Escondido en el recodo, esperó a que el conserje tomara el ascensor. Cuando lo hizo, llamó a la puerta. El Cañita alzó la mano, dispuesto a darle una bofetada.
-Está bien, don Manuel, me lo he ganao. Adelante. Deme tós los guantazos que quiera.
-Niño, ¿no sabes lo que te puede pasar mañana, cuando el toro huela a coño? ¡Ere un inconsciente! Venga, métete en la bañera dos horas por lo menos, con tó el gel que haya en la botella, y echa este tarro de colonia en el agua, no sea que el domingo tenga que llevarte a Málaga en ambulancia. Venga ya, que necesitas descansar.
-Perdóneme, don Manuel.
-¿Perdonarte? Cuanto acabe la novillá mañana, te voy a poner un ojo a la virulé. ¡Por éstas!
























XVI – Espantá

El Cañita había tenido el buen sentido de elegir el vestido de color tabaco, menos mal. El negro, el tabaco y el burdeos eran los que menos dejaban notar la trempera, y eso le venía de perlas, porque Marisa estaba con su tía en la barrera del dos y, sólo diez personas más hacia la izquierda, Silvia, con el bizcocho mojado y rancio de su marido, ocultos los hermosos ojos por grandes gafas de sol, a pesar de lo cual, notaba que lo miraba por la sonrisa casi indetectable.
Otra vez en el foco de atención por ser debutante en la plaza. Menos mal que la gente de Castilla no era tan chillona y bromista como la de Andalucía, porque de frente no se notaba nada, pero sabía que de perfil tenían que verse a mil leguas los Picos de Europa, porque no había acabado tampoco la faena con la marquesa y estaba igual que cuando la noruega lo dejó a medio satisfacer. Tenía que habérsela cascado antes del paseíllo, pero comenzaba a darle apuro seguir comportándose como un niño delante del Cañita. Por esa razón, estuvo deslucido con el capote, no les disputó el quite a los compañeros y no se decidió a clavar banderillas. Se sintió en un compromiso a la hora de brindar la lidia del toro; tenía que ofrecérselo al público y lo hizo, era lo más comercial, pero, por un lado, sabía que no estaba inspirado y, por el otro, intuía que Marisa esperaba que se lo brindase a ella, lo que también crearía un conflicto con la marquesa. El conjunto de tensiones interrelacionadas estuvo a punto de ocasionar que de nuevo le devolvieran el toro a los corrales. Por suerte, atinó al sexto intento con una media lagartijera cuando iba a sonar el tercer aviso, y el animal rodó, aunque necesitó puntilla.
Siguió el resto de la lidia con escasa concentración, pensando que necesitaba pedirle al Cañita que lo embozara para aliviarse, pero sin decidirse.
En la barrera del tendido dos, conversaban Isabel y Marisa:
-No te preocupes -dijo la tía-, también en Vélez falló con el primero.
-Parece estar muy preocupado -comentó Marisa.
-Los toreros tienen mucho amor propio. Además, me huelo que desea deslumbrarnos, así que ahora, el pobre, tiene que estar hecho polvo.
-Le estará bien empleado, por chulo. No puedo soportar esos desplantes que hace, abierto de piernas y metiendo el culo para dentro, para que todos comprueben lo bien que le ha dotado la naturaleza.
-Que no es eso, chica. Todos los toreros hacen lo mismo.
Detrás de ellas, dos aficionados charlaban:
-¿Has escuchado el chisme?
-¿A qué te refieres?
-A lo de Omar Candela.
Marisa prestó atención al oír el nombre. Continuaron a sus espaldas:
-No me ha parecido gran cosa.
-En la plaza, no, pero cuentan que es un calentorro de cuidado. Ahoche, andaba descolgándose por los balcones del hotel, huyendo de un marido cornudo que quería matarlo y le amenazaba con un revólver.
-¡No me digas!.
-Creételo. Parece que el cornudo lo sorprendió el plena faena. Tuvo que escapar en pelotas y media Palencia le ha visto los huevos. Cuentan y no acaban. Dicen que se las gasta del calibre cincuenta.
El otro soltó una carcajada.
-Me voy -dijo Marisa.
-¿Estás segura? -preguntó Isabel.
-Sí. Me repugna ese tipejo. No tendríamos que haber venido.
-Por lo menos, vamos a verlo torear.
-No. Quédate tú si quieres, pero yo me voy.
-Caramba, Marisa, no exageres. Cualquiera diría que el chico te hace tilín y te ha puesto celosa el comentario de ésos que están ahí detrás.
-Lo que me da son arcadas. Me voy.
-Bueno, vámonos.
Omar vio que las dos mujeres se levantaban y salían del tendido. Supuso que irían a los aseos, y acechó el regreso con ansiedad, pero no volvieron. Cuando el clarín anunció su toro, el sexto, estaba de tan mal humor, que llevaba más de media hora sin pensar siquiera en las solicitudes de la entrepierna.
Recibió mecánicamente al novillo, pero como sonaron varios olés, se vino arriba. Bordó la faena con el capote, puso entre clamores los tres pares de banderillas y, sintiéndose seguro, brindó el toro a Silvia, que cogió al vuelo la montera sin advertir el gesto de desagrado que dibujaba su esposo, el marqués. A continuación, realizó la mejor faena de su corta vida y mató de una estocada al volapié. Cuando el toro cayó bocarriba, la plaza era un clamor. Dio dos vueltas al ruedo y, cuando llegó ante la marquesa para que le devolviera la montera, notó que ella introducía en la copa un papelito doblado.
Aguardó a estar de nuevo en el callejón para leerlo. "Cuando pases por Madrid, llámame, pero sólo de cuatro a siete de la tarde los días laborables". Al pie, un número de teléfono y una silueta de sus labios marcada con carmín.
-Niño -dijo el Cañita abrazándolo por los hombros-, vamos directos a la gloria.
-¿Ya no me va a poner el ojo a la virulé?
-Tendría que hacerlo, pero me aguantaré.
-Gracias, don Manuel. ¿Se le ha pasao el cabreo conmigo?
El Cañita sonrió con ternura. Amagó un golpe en la barbilla del joven.
-Vamos a hacer un convenio. Tú te resistes cuarenta y ocho horas antes de cada corrida y, a cambio, te llevaré con la Nancy todas las demás noches, si te apetece.













XVII – Aliño

A causa de la excitación, por revivir su memoria una y otra vez los detalles de la lidia de su segundo, y recreándose con los ecos de los vítores de la plaza de Palencia, el domingo por la noche no conseguía Omar dormir a pesar del cansancio del viaje.
Fiel a las instrucciones del Cañita, y porque tendría que despertarlo a las siete de la mañana, Carmen, su madre, le obligó a acostarse a las once, cuando todavía estaban las tabernas a tope, con los amigos y el primo Tomás de cachondeo quién sabía hasta qué hora y, en Torremolinos, un motón de guiris que ni habrían comenzado aún la noche de marcha, cuando emprenderían los habituales tiras y aflojas, comunicándose con señas y balbuceos, hasta elegir entre la legión de hortelanos de toda la Hoya, que hallaban con las turistas el alivio que resultaba tan complicado conseguir en sus pueblos, por la supervivencia de las convenciones que obligaban a trámites, súplicas y disimulos inacabables antes de que alguna vecinita se alzara la falda.
Y él, con la perinola a reventar porque, tras el viaje, y aunque el Cañita se lo había ofrecido, creyó por una vez preferible correr a descansar en vez de ir donde la Nancy. Aunque se adormiló al caer en la cama, despertó arrepentido a los pocos minutos, a causa de los apremios de la trempera.
Tras cuatro o cinco vueltas sobre el colchón y varias docenas de suspiros de envidia por la libertad descomprometida de los muchachos de su generación, consiguió dormirse y, otra vez, volvió a despertar en plena primera descarga de la noche, con el estoque todavía sacudido por el remate de la faena. Luego de limpiarse con la toallita que solía poner en la cabecera para tratar, casi siempre sin fortuna, de que no quedasen huellas en la sábana, miró el reloj; sólo eran las doce menos veinte. Acechó a ver si su madre estaba despierta y al liquindoy; sí, miraba en la televisión una película de ésas que ella tenía que ver con el pañuelo en la mano; tal vez podía escapar sin que se diera cuenta. Se enfundó el vaquero y una camiseta y, sin calzarse, con los tenis en la mano, encajó con sigilo la puerta del dormitorio y salió al pasillo pero no se dirigió a la sala, sino hacia el patinillo lleno de macetas, donde la escalera que subía a la azotea le conduciría a la libertad mediante el trámite de descolgarse por la reja de la ventana de su propia habitación.
-¡Omar! -le saludó Tomás-. Me ha dicho mi madre que estuviste fetén ayer en Palencia. ¿Ya eres rico?
-No digas chalaúras. Me parece que todavía le debo a mi apoderao como pa comprar diez camiones de langostinos.
-Entonces, te invito. ¿Qué quieres beber?
-Un Trina de naranja.
-¡Serás mariquita! Bébete un lingotazo, majara, que pago yo.
-No. Tengo tentaero mañana a las ocho y media. Oye, primo, ¿tú con quién follas?
-¿A qué viene eso?
Uno de los amigos, que les daba la espalda apoyado en el mostrador, giró la cabeza y dijo:
-¿Tú no sabes, Omar, que tu primo está siempre con la alemanita?
-¿Con la alemanita? ¿Has ligao en Torremolinos, primo?
-¡Qué va! -exclamó el amigo-. Tomás se pasa todas las noches diciendo: "¡Hale, manita!"
-Joé -masculló Omar-. No sé cómo coño he caío en un chiste que es más viejo que andar palante.
-¿Por qué quieres saber eso, primo? -preguntó Tomás.
-Bueno... ¿Te arreglas con tu novia?
-¡Tú estás pirao! ¿Es que no la conoces?
-¿La Marieva quiere llegar virgen a la iglesia?
-Tampoco hay que exagerar. Es que no tiene ni diecisiete años y ya sabes cómo se las gastan su padre y sus hermanos. ¿No te acuerdas de la que le dieron al Curro el de la pizarreña cuando dejó preñá a la hermana mayor?
-¿El que tuvo que casarse con la escopeta encajá en las paletillas?
-El mismo. Pues con la Marieva, igual pero peor, porque como es la más chica...
-Entonces, ¿dónde metes el queso?
-Bueno... pues, con lo que cae.
-O sea -ironizó Omar-, que te comes menos roscas que un pescao, y tuviste la poca vergüenza de chismearle al Cañita que yo no... ¡A que va a resultar que tú todavía no la has metido en caliente!
-¡Serás majara! ¡Qué más quisieras tú!
-Pues mira, primo, que me creo yo que puedo darte lecciones... Si el viernes, en Palencia, tuve que escapar por los balcones del hotel, huyendo de un marido que me pilló en plena faena con su mujer...
-¡Serás embustero...!
-¡Como te lo digo!
-¿Y estaba buena?
-¡Jamón! Una marquesa que fue modelo antes de casarse. Tiene unas tetas... y unas gambas...
-Oye, primo... ¿Y no podría yo acompañarte a alguna de esas corridas?
-¡Tú has perdido el sentido! Yo me basto solo.
-No, Omar, coño, que no me comprendes. Quiero decir si no podría ir contigo a la plaza de toros cuando torees por aquí cerca...
-Déjame de líos. Si quieres ir, pregúntale al Cañita tú mismo, que tiene mu malas pulgas y bastante tengo yo con lo mío. ¿Has encerrao la motillo o está todavía en la calle?
-Está ahí al lao, pero seca de gasolina.
-¿Y si nos fuéramos a Torremolinos, a ver si pillamos algo?
-Después de pagar la invitación, no me queda ni un real pa carburante -se lamentó Tomás-. ¿Tú tienes dinero?
-He salío con lo puesto y sin pedirle a la vieja, porque me he escaqueao de matute. Y como vuelva pa pedirle a mi madre y se dé cuenta de que me he escapao, me partiría la cara a guantazos.
El amigo que les había gastado la broma de la alemanita, se volvió hacia ellos con un billete de dos mil pesetas en la mano, que entregó a Omar.
-Toma un préstamo, figura. Ya me lo devolverás cuando seas famoso.
Tras cargar quinientas pesetas de gasolina, emprendieron viaje hacia el barrio de Churriana, que era un atajo para llegar a Torremolinos en sólo veinticinco minutos con el renqueante vehículo de cuarenta y nueve centímetros cúbicos.
-Nos quedan mil quinientas púas -dijo Tomás-. ¿A dónde vamos a ir con esta porquería?
-Tú déjame a mí, primo. A ver.
Había mucha gente en la calle, pero casi todos en edad de jubilación. Los viajes del Inserso se hacían presentes por doquier, en todas las esquinas; riadas de alegres abueletes soñando con la adolescencia.
-Que me parece a mí que, en vez de meterla en caliente -comentó Tomás-, podríamos poner un anticuario.
-Vamos a la puerta del striptease de tíos en Montemar -dijo Omar.
-¿Ahora te gustan los gachós? -bromeó Tomás.
-Vas a ver. ¿Los domingos no hacen pases temprano?
-Me parece que sí -respondió Tomás-. El guiri aquel que quería contratarme pa que me despelotara, me llevó un domingo y que, si no recuerdo mal, serían como las ocho y media de la tarde.
-Ahora es la una menos cuarto. Seguro que estará a punto de terminar uno de los pases de los sinvergüenzas ésos que se quedan en cueros.
-¿Y qué, primo?
-Joé, Tomás -se impacientó Omar-.¿No te das cuenta de que, después de ver a los tíos en pelotas, las gachís salen del espectáculo a punto?
-Coño, primo. ¡La tunantería que da torear...!
Permanecieron casi un cuarto de hora a la puerta del local, tiempo durante el cual iban saliendo mujeres de dos en dos o en pequeños grupos, pero no en desbandada, como si el espectáculo continuase. Todas las que vieron durante ese tiempo superaban los cuarenta años.
-¿Ninguna de ésas te va, primo? -preguntó Tomás.
-A mí, la edad no creo que me importe, que ya me han camelao un montón de cuarentonas y un día de éstos empezaré a hacerles creer que han rejuvenecío, pero ¿no ves que son casi toas españolas? Si queremos follar sin más pejigueras, hay que encontrar guiris.
En ese momento, salieron tres que parecían extranjeras y que no podían tener más de treinta años. Omar le dio a su primo un codazo y ambos se volveron de frente hacia ellas, con las manos en los bolsillos, los glúteos remetidos y tensando la bragueta hacia fuera. El contenido debió de parecer interesante a las tres, puesto que se pararon ante ellos, los miraron de arriba abajo, más abajo, y sonrieron.
-¿Parle vous français?
La que preguntaba era, precisamente, la que los dos estaban mirando como alucinados, pelo rubio aclarado, anchas caderas, buena delantera y cara de estar de vuelta. Cuando los jóvenes respondieron que no con la cabeza, una de las otras, que no era tan atractiva, trató de hablar en español:
-Nous ir comer mariscos. ¿Vous convidar nous?
-¡Que te follen! -murmuró Tomás por lo bajini.
Omar se ahuecó la bragueta con ambas manos para recalcar el contenido, en ademán de invitarlas a comer salchichón. La que presumía hablar español, dijo:
-Très cojonudo.
Las tres se alejaron riendo a carcajadas. También los dos jóvenes rieron, pero ya con cierta decepción. Cuando Omar, recordando que tenía tentadero a las ocho y media, se disponía a proponer a su primo regresar, salió una joven sola, hermosísima, de nacionalidad indefinible. El pelo moreno y algo rizado caía en cascadas sobre la cara exquisitamente maquillada, donde los ojos verde claro refulgían como aguamarinas, la nariz era un primor de pintor y la boca, perfilada con carmín muy oscuro, dibujaba una sonrisa seductora enmarcando su luminosa dentadura criolla. Omar y Tomás repitieron la escenificación de resaltar sus atributos, ella sonrió y, con desenvoltura desinhibida, les dijo en español:
-¿Están buscando empatar?
-¡Digo! -exclamó Tomás, sin haber entendido la pregunta.
Omar no podía hablar. Descontando el aspecto de la vallisoletana Marisa, el atractivo portentoso de esta mujer colmaba todas sus fantasías.
-¿Quieren venir conmigo a una fiesta privada?
-¿Dónde? -preguntó Tomás, puesto que Omar continuaba enmudecido.
-En casa de un... amigo. Ése de ahí, ¿lo ven?
Señaló el retrato impreso en el cartel expuesto en la puerta, el del stripper estelar del espectáculo.
-Un cachas -comentó Tomás-. ¿No le cabreará que nosotros vayamos?
-¡Qué va! Le encantará. Me llamo Maira. ¿Y ustedes?
-Yo me llamo Tomás y mi primo, Omar, y es torero.
-¿De veras? ¡Fantástico! Mi carro está aquí al lado.
Les abrió la puerta de un Honda deportivo color burdeos. Tomás, notando la hipnosis de su primo, le dejó entrar hacia el asiento trasero y él se sentó en el del copiloto.
-No eres española, ¿verdad? -consiguió murmurar Omar cuando el coche emprendió la marcha.
-Soy venezolana, ¿no recuerdan ustedes mi cara?
Ambos negaron.
-Entonces, mejor.
La conductora no volvió a comentar nada ni intervino en la tímida conversación en susurros que mantenían los jóvenes, hasta que paró el coche en una zona de bungalows, cuando le preguntó Omar:
-Esto queda un poquillo retirao. ¿Nos llevarás de vuelta después?
-¡Cierto! Será chévere llevales por la mañana.
-¿Por la mañana? -se alarmó Omar, anticipando la bronca por partida doble que le caería, tanto de su madre como del Cañita.
-¡Vaya vaina! ¿Resultará que eres un huevón? -ironizó Maira.
Omar no respondió, por si la pregunta no significaba exactamente lo que había entendido. El acento de la mujer era muy sugestivo, pero usaba palabras extrañas. Ella abrió con su propia llave la puerta del bungalow, que se componía sólo de una gran habitación, más una kichinette y un baño. La luz estaba encendida; en la cama de dimensiones descomunales había dos hombres y Omar estuvo a punto de soltar una exclamación desencajada. Salvo por la foto del cartel que había señalado Marina, al joven atleta rubio no lo conocía ni de vista, pero el moreno... Sentía apasionada inclinación por el flamenco, se le removían las entrañas cuando escuchaba una guitarra o alguien entonaba una malagueña o unos abandolaos, pero carecía de erudición, puesto que no sabía reconocer los palos por su nombre... ni a los artistas, aunque sabía que el moreno de pelo largo y ojos como luminarias que yacía con expresión deslumbrada en la cama era famosísimo. Salía mucho en televisión, bailando flamenco en sus recitales por todo el mundo o en entrevistas; una presencia abrumadora, puesto que se trataba de un hombre muy atractivo y todavía joven, que gozaba de celebridad internacional. El rubio presentaba expresión de contrariedad, como si no le hubiera agradado en exceso la irrupción, pero el bailaor sonreía esplendorosamente al examinarlos con detenimiento.
-Siéntense -invitó Maira, señalando una de las doce o catorce sillas que había en torno a la cama, disposición que Omar halló sorprendente.
Viendo que dudaban, el famoso bailaor repitió la invitación:
-Venga, chiquillos, no seáis esaboríos. Sentaros.
Mientras hablaba, el bailaor alzó la cubierta y se sentó en el borde del colchón. Estaba desnudo; su pene, minúsculo en comparación con los pocos que Omar había visto en su vida, estaba rígidamente erecto, como si fuera un clavo. Cogió un pequeño frasco de color caramelo que había en la mesilla de noche, extrajo con una cucharilla un polvo blanco y lo absorbió por la nariz.
-¿No queréis un poquillo? -preguntó ofreciéndoles el frasco.
-No -respondió  Omar, adelantándose a Tomás por si acaso.
-Ya me lo pediréis dentro de un rato -advirtió el bailaor, cuyo pene se mantenía exactamente igual, para sorpresa del novillero.
Mientras, Maira se estaba desnudando. Lo hacía como si fuese una profesional de striptease, de manera acompasada y con contoneos muy artísticos y, ahora sí, Omar la identificó. Tampoco recordaba su nombre, porque le parecían insoportables los culebrones que veía su madre todos los días después del almuerzo, pero recordó que Maira era actriz y había salido en uno de ellos, al reconocer no precisamente su cara, sino un lunar muy grande con forma de guinda que tenía en el hombro izquierdo.
-¿Quieren tomar algo? -preguntó Maira, ya completamente desnuda.
Antes de responder, Omar se preguntó por qué no sentía aún la trempera de costumbre. La escena era demasiado insólita, se dijo.
-¿Tienes refresco de naraja?
-¿Nada más? -preguntó Maira, con expresión sarcástica- ¿Y tú? -ahora preguntaba a Tomás.
-Whisky.
-Menos mal que tú sí estás en onda -comentó la actriz.
Sonó el timbre de la puerta. Como Maira se dirigía hacia la cocina a preparar las bebidas y el bailaor continuaba con el frasquito en la mano, se alzó el atleta rubio. También estaba completamente desnudo, presentando una media erección, sin empinar, su pene de dimensiones colosales, algo retorcido y lleno de protuberancias, que lo hacían parecer una batata de las que asaba la madre de Omar en otoño. Franqueó la puerta a cinco personas, dos hombres y tres mujeres. Éstas eran algo vulgares y mayores, con aspecto de vacacionistas de excursión parroquial, pero ellos, con sus músculos, su bronceado y su ropa de marca, debían de ser artistas del espectáculo a cuya puerta habían conocido a Maira, u otros semejantes o, acaso, gigolós. Tras muchos besos y exclamaciones intercambiados con ellos y no con ellas, también fueron invitados por el rubio a sentarse en las sillas dispuestas en torno a la cama. Omar trataba de imaginar lo que estaba a punto de ocurrir. A su lado, Tomás, parecía encantado con la situación, sin extrañeza.
Llegado el rubio a la cama, todavía de pie junto al bailaor, éste le acarició el pene con la misma expresión que usaría para acariciar la cabeza de un bebé.
-Pídele que aguante, corazón -dijo.
El rubio sonrió. Salvo para sus saludos a los recién llegados, que habían consistido en varios "oh", "hey" y palabras así, no había hablado todavía lo suficiente para que el novillero dedujese cuál podía ser su origen. Maira volvió con las copas, que entregó a los dos primos. Saludó a los recién llegados y también les preguntó qué querían beber. Las tres mujeres estaban tan aleledas, que apenas murmuraron sus respuestas en susurros ininteligibles. Cuando volvió portando la bandeja con los cinco vasos, Maira preguntó a los dos de la cama:
-¿Empezamos?
-No -respondió el bailaor-. Todavía hay siete sillas vacías. Se llenarán pronto.
Durante los cinco minutos siguientes, el rubio tomó dos cucharaditas del polvo blanco y bebió un vaso que parecía de agua, pero Omar supuso que podía contener vodka o ginebra; el bailaor sorbió una nueva cucharadita de polvo y obligó al rubio a verterse un poco del contenido del vaso en el ombligo, que el flamenco lamió; Maira preparó una raya del polvo sobre un platillo de plata, que sorbió con un billete de mil pesetas enrollado. Las mujeres con aire de catequistas tenían las mejillas rojas de rubor, pero no desviaban las miradas de los tres de la cama. Éstos comenzaron a reír incesantemente, de modo extraviado. A la cuarta o quinta oleada de risas, sonó de nuevo el timbre. El rubio con la batata entre las piernas volvió a abrir. Eran doce personas, seis parejas, todas compuestas por un joven y una mayor o por una joven y un mayor. En su totalidad, los chicos y chicas tenían aspecto de faranduleros o profesionales con teléfono en las páginas de relax de los periódicos; en todos los casos, los mayores se mostraban perplejos y fascinados al tiempo. Las siete sillas libres fueron ocupadas y varias de las mujeres se sentaron sobre sus acompañantes.
-¿Empezamos? -volvió a preguntar Maira.
-Vamos allá -respondió el bailaor.
Maira se tendió sobre la cama, componiendo figuras de postal pornográfica; se relamía la boca, entornaba los ojos y situaba sus dedos índice y corazón junto a su vulva para abrir los labios de modo que la vagina resultara visible para todos los espectadores. Omar supuso que era el coño más dilatado que había visto jamás, aunque nunca hubiera contemplado ninguno tan pormenorizadamente. Luego de unos cinco minutos de poses de la venezolana, el rubio se arrodilló sobre la cama ante sus muslos y comenzó a animarse la batata, que el novillero consideró que, más que animación, necesitaría un gato hidráulico. Sin alzarse la desproporcionada masa del pene, el rubio debió de suponer que ya estaba en situación de uso, puesto que inició la penetración. El bailaor, sentado sobre los pies de la cama, los miraba con intensidad mientras su pajarito, siempre volandero, continuaba deseando piar.
El rubio permaneció bombeando unos diez minutos, adoptando poses que parecían ensayadas, puesto que, con las manos y los pies apoyados sobre el colchón, alzaba el culo de manera que resultara visible la batata encajada en la arepa venezolana. Lo hacía echando unas veces los pies hacia la derecha de la cama y, otras, hacia la izquierda, de modo que los espectadores pudieran ver cómodamente al ermitraño en la ermita.
-¡Agora estou disposto! -gritó el rubio con acento que a Omar le pareció portugués.
El bailaor se puso de pie sobre el colchón y clavó su puntilla en el ano del rubio de una sola estacada. Prisionero entre Maira y el flamenco, el portugués pareció ser arrebatado por una posesión demoníaca, puesto que comenzó a saltar convulsionándose, dando botes que le alzaban más de un palmo sobre el cuerpo de Maira con el otro encaramado a su espalda, mientras gritaba roncamente palabras que Omar no consiguió entender ni una.
Ahora, sí. La trempera del novillero había recuperado los parámetros de costumbre. Tenía necesidad perentoria de participar en lo que, según todas las trazas, era un espectáculo aunque no pudiera deducir quiénes pagaban y quiénes cobraban, pero el único coño disponible estaba ocupado de sobra. Miró a un lado y otro, a ver si alguna de las mujeres vestidas estaría dispuesta a desnudarse, pero lo que observó en todas las caras le quitó la idea de la cabeza. Aquellas personas estaban mirando con fascinación, principalmente las mayores, pero sin ningún otro interés que una observación que parecía concertada.
El bailaor volvió la cabeza hacia los dos primos con ojos vidriosos y  sonrisa que trataba de ser cómplice, diciéndoles:
-Esto no es gratis. ¿Por qué no os desnudáis y os ponéis a tiro?
Con algo que no era capaz de calificar en el pecho y el estómago, Omar empujó a Tomás rumbo a la puerta.
-Vámonos, primo -dijo.
Siguiéndolos con la mirada, dijo el bailaor:
-Oid, no se os vaya ocurrir contar por ahí lo que habéis visto.
-No te preocupes, tío -tranquilizó Omar-. El domingo que viene, te traigo un regimiento, pa que puedas demostrarles que eres tú quien te follas a los tíos y no ellos a ti, como chismean en la tele.
Los dos primos rieron nerviosamente sin parar durante todo el viaje de vuelta. Ninguno de los dos había comprendido del todo la naturaleza de la escena. Cuando cayó en su cama, Omar temió que los bostezos le revelasen al Cañita por la mañana que había trasnochado. A pesar del temor, y a pesar también de llegar con las mismas reservas energéticas con que había salido, se durmió inmediatamente.




























XVIII - Larga cambiá

-Nos ha salío una novillá en Ibiza pa el sábado de la semana que viene -dijo el Cañita-. Nos viene de dulce, porque toreamos el domingo siguiente en Játiva, así que la combinación es chachi.
Omar continuó los ejercicios con escaso interés debido a que sentía sueño, abulia que intuyó el peón que accionaba la carretilla donde estaba montado el toro de mimbre, y no realizó ninguna aproximación imprevista ni peligrosa. Mayo avanzaba entre calores y, tal como olía el aire, Omar sólo podía pensar en el sexo, adobado con la frustración que le causaba recordar a la muchacha de Valladolid y la fallida excusión a Torremolinos. El aire estaba lleno de sonidos, en contraste con el silencio campero de sólo un mes atrás; cantaban toda clase de pájaros y había rumores de vida por doquier entre el perfume almibarado de las flores. Todo invitaba a abandonarse a la sensualidad.
-¿La ha llamao usted, don Manuel?
-Sí. Anoche hablé con Isabel casi una hora.
-¿Le dijo algo de la sobrina?
-Está cabreá. Alguien le contó tu aventura por los balcones de Palencia.
-¡Coño!
-Sí, ése es tu problema, los coños. Pero date cuenta de una cosa, niño; si Marisa se puso de mal humor, será porque se había hecho ilusiones.
-¿Usted cree eso de verdad?
-Claro que sí, hombre. Cuando toreemos en Colmenar Viejo, las voy a convencer pa que vayan a verte.
-¿Y si la llamara yo?
-El teléfono que tengo es el de la tía y, de cualquier modo, ¿tú crees que con el jarabe de pico que te gastas ibas a convencerla?
-¿No iba a llevarme más veces al teatro, pa que hable mejor?
-¿Cuándo te voy a llevar al teatro, niño, si todas las noches no quieres otra cosa que a la Nancy?
-Lo cortés no quita lo valiente.
-¿Ves?, eso está pero que mu requetebién, que tengas agilidad mental pa decir cosas como ésas. Pa avanzar en ese camino, tendrías que leer tó lo que puedas, ya sabes, periódicos y demás, ya que no soy capaz de imaginarte leyendo a Ortega y Gasset. Mira, creo que hay una compañía de teatro en el Alameda, que no queda lejos de la barra donde trabaja la Nancy. ¿Quieres que vayamos hoy?
Mientras miraban los carteles tras comprar las entradas, Manuel Rodríguez se arrepintió de haber hecho la propuesta. Se trataba de una de esas funciones de teatro modernas, donde la gente se desnudaba y pasaba todo el rato dando gritos y otras cosas raras. Bueno se iba a poner el niño en cuanto viera a una mujer desnuda en el escenario.
-No creo que esta función te sirva pa aprender a expresarte, Omar. Si quieres, lo dejamos.
-Ya ha comprao usted las entradas. ¿Va a perder el dinero?
-No tiene importancia.
De todos modos, entraron en el teatro y fueron luego a la barra americana. Nancy no trabajaba ya allí y, al informarle, la encargada miró fijamente a Omar:
-Comentan las chicas que se había colado por un cliente y ha preferido quitarse de enmedio. Nosotras no podemos permitirnos que nos pasen esas cosas. Creo que se ha ido a Barcelona. Pero mira la búlgara que tenemos nueva... ¿no te apetece?
-Me había hecho a la idea... -repuso el novillero.
-¿Quieres, o no? -se impacientó el Cañita.
-No, don Manuel. Venía pensando en la Nancy. Ahora ya no tengo ganas y, sin en cambio, estoy que me mareo de hambre.
-¿Qué quieres comer?
-No sé...
Manolo Rodríguez sonrió con indulgencia. Creía que al niño le daba igual una mujer que otra, con tal de que se abriera de piernas, y resultaba que era capaz de encapricharse. En cuanto a la comida, tragaba glotonamente cantidades increíbles de carne y, ahora, esa indiferencia. Nancy había llegado a hacerle cosquillas en el corazón... Claro, había estado encamándose con ella casi seis meses. No debería haberlo tolerado.
-Te diré lo que vamos a hacer. Hay en la parte antigua de Málaga tres rutas del tapeo a cual mejor. Desde ternera con almendras a conejo al ajillo, y desde gambas y navajas a la plancha, hasta rape con alioli. ¡Y no se digan las conchafinas, los búzanos y las coquinas! Vamos a recorrer las tres rutas completas. ¿Vale?
-Lo que usted quiera, don Manuel.
Vaya con el niño. Estaba de verdad afectado.
Durate dos horas, engulleron una abundante y variada cantidad de tapas y medias raciones. Emprendían el recorrido por la tercera ruta cuando entraron en una pequeña tasca en cuya barra se apelotonaba la gente. El mostrador presentaba un increíble surtido de tapas de caza y embutidos típicos camperos de las comarcas que rodeaban la ciudad. Colgaban de un tubo de hierro, sujeto en el techo sobre el mostrador, ristras de ñoras y de ajos, jamones y salchichón fresco de la Hoya, morcillas de Ronda y mojama de pintarroja.
-Tendríamos que haber empezao aquí -murmuró el Cañita.
-Ya no me queda hambre, don Manuel.
-Bueno, da igual. Tomemos el último trago de Cartojal y te llevo a Cártama.
-Puedo coger el autobús.
-¿Para que llegues a tu casa a las mil y quinientas? No, niño, tienes que descansar, porque mañana te quiero fresco como una rosa a las ocho y media en el tentadero. Vamos a tomar esa copa.
Cuando Omar fue a coger el catavinos para el segundo sorbo, empujó sin querer a una mujer que estaba de espaldas a él, vuelta hacia el hombre con el que conversaba.
-Perdone usted -se disculpó el novillero.
Ella giró la cabeza para sonreirle. ¡En su vida había visto una mujer más guapa! Pelo castaño claro recogido en un moño bajo como los de las mujeres ricas que salían en las revistas, ojos verdes que parecían lagos de tan grandes, nariz recta y una boca... Esa sonrisa era una provocación que tendría que estar prohibida por la ley. Omarito la miraba alelado, incapaz de pronunciar palabra.
-¿Tú no eres el torero?
Había debido de verlo torear en Vélez o en Nerja.
-Sí -respondió el Cañita, observando la parálisis del niño.
-Estuviste muy bien -dijo ella.
-¿Dónde lo vio usted?
-En Vélez. Yo vivo allí, esta noche he venido al teatro.
-¿Al Alameda?
-Sí, ¿por qué?
-Pues porque da la casualidad de que nosotros también hemos estao  viendo la función.
-¡Vaya, tiene guasa la cosa! ¿Su hijo es mudo?
-¿Mi hijo?, ¡ah! Niño, ¿te ha comido la lengua el gato?
-Yo...
Ella se desentendió del hombre con el que había estado hablando. No debía de ser ni siquiera amigo, solamente alguien con quien había entablado conversación de manera casual, en la propia taberna.
-Me llamo Lola. ¿Cuándo torearás de nuevo por aquí cerca?
-El niño se llama Omar, como ya sabrás, y yo me llamo Manolo. De momento, no tenemos ná por estos andurriales -respondió el Cañita-, pero si nos das tu dirección, podemos mandarte una entrá en cuanto toreemos por aquí.
-Vaya, ¡qué generoso! No es necesario y, además, yo suelo ir a los toros con mi marido.
-¿Este señor es tu marido?
-No, es un amigo que acabo de conocer. Oye, ¿cómo te llamas tú? -Lola tocó el hombro del desconocido-, para que te pueda presentar.
-Sebastián.
-Bueno, pues ya están hechas las presentaciones.
El Cañita escrutó a su pupilo. Llevaba cinco minutos sin despegar la mirada del rostro de la mujer. Decidió ayudarle.
-¿Podemos invitarte a una copa en un sitio más tranquilo?
-¡Digo!, ¿por qué no? Con que llegue a Vélez antes de las siete de la mañana, no hay problema. Mi marido trabaja en el materno y tiene guardia esta noche. ¿Tú vienes, Sebastián?
-Imposible. Me esperan en casa.
-Bueno, pues ya lo tenemos todo organizado -dijo alegremente Lola-. Vamos a tomar esa copa por ahí, que será bueno para la digestión.
Fueron en el coche del Cañita, con la promesa de llevarla luego hasta donde ella tenía aparcado el suyo. El local que eligió Manuel Rodríguez era un pub que conocía por encontrarse a una manzana de su casa, un lugar muy elegante que sólo había visto desde fuera, porque se suponía demasiado mayor para entrar solo en esa clase de sitios.
-¡Huy! -exclamó Lola- Ustedes tenéis malas intenciones.
El Cañita sonrió. En efecto, el local, con profusión de espejos y puntos luminosos, daba sin embargo la impresión de estar completamente a oscuras. Estaba casi lleno de personas mucho mayores que Omar y mucho más jóvenes que él. Eligió una mesa adosada a la pared entre dos butacones enfrentados. Obligó a los dos jóvenes a sentarse juntos y él se situó enfrente, maquinando cómo dejarlos solos. Al día siguiente no habría entrenamiento. En el momento que Omar sintió la presión de la rodilla de Lola contra la suya, tuvo que acomodarse el pene, porque le había pillado la trempera en posición incómoda.
-Oye -bromeó Lola-, ¿estás insinuándote?
Omar bajó la cabeza, encendido.
-Voy un momento a la barra -se disculpó el Cañita-. He visto a un amigo y voy a saludarlo.
Cuando se quedaron solos, Lola preguntó:
-¿Eres siempre tan tímido?
-Yo... nunca he visto una mujer más guapa que tú.
-¡Osú, qué niño tan simpático!
No le gustaba que siguera llamándole "niño", a ver. Tenía que advertirle al Cañita que dejara de llamarlo así, al menos delante de extraños.
-De niño, no me queda ni el traje de primera comunión.
-Así que eres un hombre.
-Yo creo que sí.
-¿Estás dispuesto a demostrarlo?
-¿Ahora?
-Pa mañana es tarde.
-¿Cómo quieres que te lo demuestre?
-Dile a tu padre que vamos a dar una vuelta. La playa está ahí mismo.
El Cañita notó que su estrategia había dado resultado antes de lo previsto. La pareja se había alzado de los asientos y se acercaba.
-Escuche, don Manuel; que... vamos a pasear un poco. ¿Va a esperarnos usted aquí?
-¡Natural!
-Es sólo un momento -se disculpó Lola-. Me apetece escuchar el rumor del mar.
"Yo te voy a dar rumor", pensó Omar.
La playa estaba excesivamente iluminada por grandes focos halógeos. Omar se preguntó hasta dónde estaría dispuesta Lola a llegar, en todos los sentidos.
-¿Has estado en el morro de la Farola alguna vez? -preguntó Lola.
-No.
-Tenemos que andar un poco, pero hay unas vistas preciosas.
En efecto, el dique que cerraba el puerto, un largo malecón curvado, permitía contemplar un paisaje completo de toda la fachada marítima de la ciudad, fuertemente iluminada, destacando la torre de la catedral y la fortaleza mora, reflejado todo el conjunto en el espejo del agua quieta de la dársena. El laberinto de grúas y barcos del puerto componía una tarjeta postal que olía a salitre y sonaba con ritmo de tangos de la calle de los Negros mecidos por las olas. Por el lado que daba al mar, había gran número de rocas un par de metros más abajo, que protegían el malecón contra la marejada; cada cierto número de metros, había algún pescador de caña ensimismado en su paciente espera.
-¿Por dónde bajarán ésos? -murmuró Lola.
-¿Quieres bajar ahí?
-¿Tú no?
-Pos al avío.
Sin más comentario, Omar no se tomó el trabajo de buscar una escalera, si la había. Se sentó en la orilla del malecón y se deslizó hasta las rocas; desde abajo, tendió los brazos a Lola.
-Es peligroso. ¿Estás seguro de que podrás sujetarme?
-Tú, siéntate, y luego te echas contra mí. No tengas miedo.
Lola actuó tal como el novillero le indicaba. En el momento de sentirse aferrada por los brazos del joven, admiró su fuerza prodigiosa. Ni siquiera se había movido un centímetro al caerle encima. Omar sabía que, tal como estaban rodando las cosas, no necesitaba preámbulos; hizo que Lola apoyara la espalda contra el malecón e, inmediatamente, la abrazó.
-Iba a reventar si no haciámos esto en seguida -confesó ella.
Omar no esperó más. Alzó con presteza la falda y bajó las bragas, tratando de no parecer demasiado ansioso pero sin perder tiempo. Entró en ella con la misma celeridad.
-¡Estaba segura! -exclamó Lola.
-¿De qué?
-Te vi torear, ¿te acuerdas? ¿Qué crees tú que me llamó la atención, los pases que dabas, las banderillas, tu forma de matar? ¡De eso nada! Tu paquete era lo que me tenía hipnotizada. Ahora veo que no era algodón, como dicen que se meten tantos toreros.
Mientras bombeaba, Omar observó que Lola se mordía los labios para contener los gemidos. La verdad era que, sólo un poco por encima de sus cabezas, había una especie de paseo con cierta iluminación, por donde andaba mucha gente. Ella no quería incitar a los mirones. A pesar de su contención, dijo sin embargo al oído del novillero:
-Hay alguien mirando ahí arriba.
-¿Cómo lo sabes?
-Por la sombra, ¿ves? Como siga asomándose así, se va a caer.
-Le voy a partir la cara de un puñetazo -aseguró Omar.
-Sigamos a lo nuestro. A mí no me importa.
-Entonces, a mí tampoco.
Omar aceleró las embestidas. Ahora ya no era Lola capaz de mantenerse callada; aunque contenidos, sus gemidos tenían que resultar audibles a la distancia de dos metros donde estaba el mirón. Omar aguantó dificultosamente, pero pudo resistir a causa de saberse observado. En cuanto notó que ella se convulsionaba, dio el golpe de gracia y gruñó. Apenas habían podido recuperar el resuello, todavía abrazados, cuando escucharon un grito y un golpe. El mirón había caído de bruces contra las rocas.
Omar se abrochó prestamente el pantalón y acudió a auxiliarle, lo mismo que un pescador que había unos veinte metros más allá, en la dirección del mar. Arriba, también comenzaba a apelotonarse la gente. Cuando el novillero alzó al hombre y le dio la vuelta, quedó horrorizado. El pobre, tenía la nariz completamente hundida, presentando la cara  una máscara cóncava como una barca. A despecho de la compasión, sentía ganas de reír; le estaba muy bien empleado.



















XIX – Arrastre

Al regreso de Cártama, tras dejar a Omarito ante su casa, Manuel Rodríguez sentía la tentación de telefonear a Valladolid. Pero tenía que echar cuentas porque los entrenamientos y lo que el niño acaparaba del resto de su tiempo por las calenturas, le impedía calcular si no estaría pillándose los dedos con la inversión, a punto de quedarse manco.
Omar necesitaba otro vestido, lo que a lo mejor le obligaba a vender más bonos del estado. Lo precisaba de veras, porque el primero que le compró de segunda mano, el negro, ya no podía usarlo a pesar de los añadidos, porque seguía creciendo y madurando. A ver si no tendría que emborracharlo unas cuantas veces para que no creciera más, que iba a acabar compitiendo con Terminator y hasta dejaría de tener figura torera. Por otro lado, era una pejiguera llevarlo a la sastra, con tantas chalaúras con el asunto del paquete, como si no hubiera cientos de toreros dispuestos a cambiárselo. Porque había visto cada cosa cuando otros apoderados lo invitaban a ver vestirse a sus pupilos, privilegio concedido a muy pocos. Por las fotografías que luego salían en la prensa, deducía que recorrían las plazas de toros centenares de calcetines colocados en lugares que no eran los pies.
¿Sería verdad lo que le habían contado en Palencia? El tal estaba casado y tenía tres hijos y dos nietas, por lo que al Cañita le resultaba muy difícil de creer que el torero del que era apoderado lo obligara, para aliviarse, a arrodillarse ante él en la limusina para saborear lo que sólo resultaba notable cuando lo envolvía en calcetines deportivos. ¿Y lo del torero que cultivaba fama de macho erotómano, hasta el punto de que salían decenas de famosillas en la prensa disputando por él, y sin embargo estaba, en realidad, liado con un francés que le exigía constantemente lo que su nacionalidad sugería, antes de ponerlo mirando al tendido para entrarle por derecho? ¿Y lo del escritor norteamericano que tenía una colección impresionante de fotografías en primeros planos de los objetos de su adoración, sin calcetines, fotos para las que algunos posaban con gran complacencia en las habitaciones de los hoteles un par de horas antes de las corridas, para lo que tenían que adelantar alguna que otra?
Tales casos eran, por lo que sabía, excepciones insólitas, aunque era innegable que el vestido torero constituía una tentación irresistible para todos los sexos, sobre todo el equidistante. Reconocía que ese bulto llevaba a mucha gente a las plazas, incluyendo a algunos con el talonario en la mano. Sin embargo, sabía vidas y milagros de casi todas las figuras, y en su mayoría eran buenos y decentes padres de familia, porque, eso sí, alguna clase de determinismo profesional les inspiraba a casi todos la idea de casarse muy jóvenes. En muchos casos, y a pesar de la abrumadora cantidad de oportunidades que tenían, sobre todo a causa del abultamiento de la taleguilla, resultaban ser aburridísimos monógamos.
Sumó los gastos del último mes y puso al lado la columna escuálida de los ingresos. Miró hacia el retrato de la parienta difunta como pidiéndole perdón, y anotó los valores de los que era indispensable desprenderse.
Lo de la Nacy representaba un pellizco considerable de los gastos, y menos mal que a Omarito, vistas las ocasiones, le daría pronto por aliviarse sin pagar. Pronto pagaría... a guardaespaldas para quitarse de encima a las que querrían, incluso, pagarle.
Arrastró los totales. Frunció los labios. Empezaba a necesitar el triunfo de Omarito casi más que él mismo, o acabaría a la puerta de la catedral con una gorra en el suelo y un cartelito.