LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA
Una anécdota "casi veridica" de un maletilla que sólo quería ser torero por lo que pudiera ligar.
No la subo entera porque esta página no lo permite.
Las páginas restantes las públicarépróximamente en dos entregas
Los Tercios de Omar Candela
Luis Melero
TERCIO
DE SUEÑOS
I – CAPEA
Don
Juan Tenorio, ¡ése sí que se comía todas las roscas que le daba la gana! A su
lado, lo de Jesulín parecía cosa de niños de colegio de curas, por mucho que el
Cañita se lo propusiera como ejemplo de fortuna con las mujeres, pintándole el
paraíso que conquistaría si se arrimaba un poquitillo más a los bureles.
Omar
Candela tenía diecisiete añitos cabales, floridos en el porte sandunguero de
quien se siente arropado e impulsado por el clamor de su pueblo, con el alcalde
a la cabeza, capaces munícipes y vecinos de perdonar a la gloria local los dos
novillos que habían sido devueltos vivos al corral la semana anterior y los
muchos más que habían escuchado los tres avisos meses atrás. Nadie en Cártama
le acusaba de cobarde por perder el
resuello en los ruedos huyendo de los toros, ya que el brillo del traje de
luces les cegaba y sólo conseguían ver el resplandor que el chiquillo podría,
algún día, proyectar sobre su paisanaje. Ahora, sentado por primera vez en su
vida en la butaca de un teatro, Omar tenía las cosas más claras. Lo de Jesulín
resultaba brumoso por muchas bragas que le tiraran en las plazas, porque no era
capaz de imaginarse a sí mismo reinando en un cortijo que valía una pechá de
millones y emulando a Tarzán, rodeado de bichos todavía más peligrosos que los
toros. En cambio, lo de don Juan sí tenía color, porque el gachó no necesitaba
jugarse la vida para que las titis se abrieran de piernas con entusiasmo y sin
más pretensión que el placer. Sin pejigueras.
Esa
tarde, Manolo el Cañita había llegado a Cártama con una de sus frecuentes
rarezas:
-Escucha,
niño, necesitas una mijilla de pulimento, porque la última vez que te
entrevistaron por la radio, en vez de un mataó de novillos parecías un asesino
del idioma. Mira, he comprao dos entrás pa "Don Juan Tenorio", que lo
dan esta noche en el Cervantes. A ver si te fijas en cómo habla la gente.
Y,
sin permitirle protestar, le había empujado dentro del Clío echando a correr
hacia Málaga, porque sólo faltaban noventa minutos para la función y a esa hora
el tráfico tenía mandanga.
Aunque
ir a un teatro le parecía propio de maricones, ahora se alegraba de no haber
podido escaparse del Cañita, cosa que intentó cuando esperaban entre el mogollón
de gente que había a la puerta del teatro, sin conseguirlo porque el apoderado
le sujetaba el brazo como quien se protege en un burladero de un morlaco de
quinientos kilos resabiado. No era capaz de captar lo que había de diferente
entre como hablaban los actores del escenario y su modo de expresarse, salvo
esa majaretá de dialogar en verso, pero sentíase fascinado por el protagonista,
al que le daba igual follarse a una duquesa que a una mendiga y que era capaz
de convencerlas a todas, lo mismo a putones que a novicias de conventos, sin
arriesgarse más que a ser perseguido por cornudos metafóricos en vez de por
verdaderos astifinos. Desde que el actor comenzara a jactarse de sus proezas de
alcoba, tenía la bragueta inflamada imaginándose a sí mismo en las situaciones
descritas, sorprendido entre los brazos de cientos de mujeres por los maridos,
padres y hermanos burlados, y sacando con valentía el estoque de matar para
defenderse de los que tenían cuernos pero no eran ni la mitad de fieros que los
toros.
A
su lado, el Cañita notó que Omarito se rebullía en el asiento y, de reojo,
percibió en el pantalón el relieve del pitón corniveleto que ya conocía de
largo, de tanto ayudar al niño a enfundarse la taleguilla. Manolo Rodríguez el
Cañita, sexagenario con unos duros ahorrados, que no tenía empacho en
"invertir" apoderando a Omar Candela, llevaba ya tres o cuatro meses
al borde del arrepentimiento por haber creído en un muchacho que, aunque poseía
las condiciones de un estilista, estaba demostrando ser un gallina que, tal
como iban las cosas, no iba a escuchar en las plazas más que carcajadas y
pitos. Para más inri, cargaba en las entretelas el miedo a que la inversión se
pudiera malograr con las calenturas del niño, que a veces no eran calenturas sino
volcanes en erupción, erupción que, según la experiencia, iba a producirse en
seguida con la consiguiente descarga de lava, porque Omarito no paraba de
jadear por lo bajini y movía acompasadamente las caderas como debería hacer
pero no hacía en la plaza, en una tanda de naturales rematados con el pase de
pecho que todavía no había sido capaz de dibujar en siete meses de carrera,
carrera en el sentido literal, ya que, perseguido por los toros, el aspirante a
matador daba la impresión de estar preparándose para batir el récord mundial de
los cien metros lisos. Dentro de unos minutos, tendría que aguantar las
mojigangas del niño, que se resistiría a ponerse de pie para que nadie
descubriera la mancha, y él, a sus años, obligado a hacerle de biombo pasillo
adelante. Apretó los labios con algo de ira, preguntándose quién le mandaba
meterse en esos berenjenales, con lo tranquilo que vivía, ocioso y disfrutando
de la pensión y las rentas, antes de "descubrir" a Omar aquel aciago
día en una capea donde sólo había esbozado un par de bonitos capotazos.
-Don
Manuel, éste don Juan sí que comía buenos jamones -comentó el novillero cuando
se dirigían en busca del coche, con los folletos de mano de la función sujetos
de modo que ocultaran la humedad del pantalón.
-Pues
ya sabes lo que tienes que hacer. Arrimarte.
-¿A
las tías?
-¡A
los toros! Si quieres mojar tanto como don Juan, lo que tienes es que tomarte
el toreo a pecho, que me tienes de un harto... Llevo la tira de días pensando
que debería dejarte en la cortijá donde te conocí capeando malamente, y que
vuelvas a apencar con el azaón. Mira, Omarito, tienes un estilo con el capote
que me recuerda a Ordóñez de joven y, cuando el bicho no anda cerca, compones
con la muleta figuritas la mar de postineras. Pero, hijo, es que te cagas patas
abajo cuando lo ves llegar. Arrímate una mijilla, joé, y en dos años
confirmarías la alternativa en Las Ventas. Te lo juro por éstas. Entonces sí
que podrías meterla en caliente tó lo que te salga del forro.
-¿Y
ahora, no podría meterla un poquillo?
-¿Qué
quieres decir?
-Que
si me adelanta usted unos duros pa ir a un puticlub.
-¿Adelantarte?
¿Tú sabes lo que me debes ya, los tres vestíos, los tentaeros y lo que me
cobran por dejarte torear?
-¡Es
que me dan unos meneos!
El
Cañita observó a su pupilo. Llamaba "meneos" a los nervios y eran los
síntomas de lo que iba a ocurrir la próxima semana si no le ponía remedio.
Volvería a estar en trance hormonal y de nuevo iba a pasar unos cuantos días
sin conseguir concentrarse en la placita cortijera donde lo obligaba a entrenar
con el toro de mimbre, recibiendo las falsas cornadas en cadena y enrojeciendo
y tirando los trastes cada vez que alguno de los presentes comentara con sorna
lo del abultamiento infatigable del pantalón. Cuando le entraban los temblores
en una novillada, con el traje de luces luciendo tienda de campaña porque
alguna serrana, sentada en la barrera, le dedicaba un piropo, siempre tenía que
mandarlo a esconderse para aliviarse, porque, si no, perdía la cabeza y no sólo
no se acercaba al toro, sino que dejaba de saber dónde estaba por grande y
negro que fuera. En tales ocasiones, y en un tiempo sorprendentemente corto,
Omarito volvía al burladero limpiándose la mano en el capote de paseo, a pesar
de lo mucho que le advertía de que el capote acabaría pareciendo el manto de un
nazareno con la cera de catorce semanas santas. Ahora, en mitad de la calle, no
había callejón ni recovecos donde decirle que se escondiera, así que a
encontrar una solución.
-¿No
te he dicho una y mil veces que tienes que cuidar tu salud? Ya sabes lo que te
puede pasar con una puta.
-Siempre
llevo dos condones en la cartera. ¡A ver!
-Los
condones no te protegen de las ladillas, los hongos, el herpes, la hepatitis y
un montón de cosas más.
-¡Don
Manuel, por favor...! -suplicó Omar.
Todavía
se hizo de rogar un poco, pero al final transigió:
-Está
bien, pero iré contigo y te diré con la que puedes apalabrar una corrida de
orejas y rabo.
Condujo
el coche hasta la vera del puerto y aparcó junto a un sector de calles cuadriculadas
donde sabía, por sus propias necesidades, que había tres o cuatro barras
americanas. Optó por una que habían abierto no hacía mucho y que, por lo tanto,
debía de tener un elenco poco sobado, y empujó puertas adentro a Omarito, que
de repente parecía tan asustado como si un morlaco cinqueño corriera a su
encuentro.
-¿Me
vas a decir, ahora, que estás acojonao?
-Yo...
don Manuel...
El
Cañita sonrió con sorna, observando el rubor que ascendía en oleadas por las
mejillas de Omar.
-Así
que es verdad lo que me chismeó tu primo Tomás el otro día. ¡Todavía no te han
dao la alternativa!
-Yo...
-¡Con
razón...! Mira, visto lo visto, esto no va a ser un adelanto, sino un regalo.
¿Ves aquélla, la que tiene pinta de inglesa, la rubita?
-¡Está
jamón!
-¡A
ti te parecería jamón hasta la mojama de pintarroja! Creo que esa muchacha está
sana, pero de todos modos enfúndate el condón hasta los huevos y no la
besuquees demasiao. Voy a ajustar con ella que se quede hora y media contigo,
¿vale?
Omar
asintió, todavía con la cara encendida y la mirada baja, lo que no atemperaba
sus jadeos de anticipación. Con cierta ternura, el Cañita lo vio retirarse
hacia el reservado empujado por la chica de alterne que iba a darle la
alternativa. Ojalá que eso mejorara su disposición para la otra alternativa, la
que de veras importaba, porque si Omarito no cambiaba de manera significativa,
iba a tener que hacer de tripas corazón y reconocer de una vez por todas que se
había equivocado. Omar no constituía una rareza, porque todos los que se
enfrentaban a un toro tenían miedo; el secreto era solaparlo con resolución,
cosa de la que el muchacho parecía incapaz, porque donde debía haber arrojo
sólo exhibía pusilanimidad.
-¿Es
hijo tuyo? -le preguntó la camarera, para huir del aburrimiento, puesto que
todavía no había sonado la medianoche, hora a la que acudían los fugitivos de
las sacrosantas alcobas del tedio.
-No
-respondió el Cañita-. Le apodero.
-¡Vaya!
¿Qué es, boxeador?
-¿Lo
dices por lo fuerte que es? Mejor sería que pensara en dedicarse a dar hostias,
porque, por como van las cosas, tiene menos porvenir con los toros que la baca
de un coche.
La
camarera sonrió.
-O
sea, que no tiene cojones...
-Si
te refieres a los de carne, está bien despachao; pero si hablas de los
metafóricos...
-Sin
embargo, tiene una pinta...
Sí,
se dijo el Cañita; lo de la pinta no se podía negar. Sería una pena tener que
abandonarlo a su suerte de hortelano, porque desde Ordóñez y Paquirri no había
visto nunca a nadie con mejor planta torera. Se preguntó si, a la hora de la
verdad, no le paralizaría el miedo también al encontrarse a solas con la
prostituta.
Tras
encerrarse en el cuarto, la muchacha sintió algo de temor. El joven, casi un
niño, guapo como un figurín, parecía trastornado. Notaba el temblor de sus hombros
y manos, el aleteo de su nariz, sus jadeos y el brillo febril de sus ojos. Una
de dos; o se trataba de un loco a punto de darle un ataque epiléptico o era un
debutante. Se decidió por esta última posibilidad, confiando que el abuelo que
la había contratado le habría advertido si tenía que vérselas con una cosa
rara. Tras bajarse la minifalda elástica y los pantys, todavía con una ligera
inquietud que la obligaba a permanecer en guardia, se acercó al muchacho y fue
a desabrocharle la camisa, pero cuando le puso la mano en el pecho, él soltó un
bufido, se le doblaron las piernas, jadeó entre juramentos y se le pusieron los
ojos en blanco.
-Joder,
niño, ¿eres Johnie el rápido? -preguntó, sonriente, mientras le ayudaba a
quitarse el slip enfangado.
-No,
soy Omar, el lechero. Túmbate ahí... ¡a ver!
-Pues
si tú eres lechero, yo soy la vaca que ríe. Ven aquí, mi amor; me llamo
Nancy... vamos a ordeñarnos mutuamente.
Efectivamente,
sus temblores y convulsiones eran los de un debutante, el chico no era peligroso.
Recuperado el dominio y ya tranquila, Nancy se recostó con la pose ensayada, en
imitación de una foto de Marilyn Monroe que llevaba siempre en el bolso; la
pierna izquierda flexionada de modo que resaltase la curva de la cadera, que
sabía que podía presumir de ella; el hombro derecho alzado y la mano izquierda
tras la nuca, con el brazo doblado; era la pose que mejor resaltaba los pechos,
todavía turgentes pero un poco demasiado voluminosos como para que
permanecieran erguidos en otra postura; apretando las nalgas, el volumen de la
sedosa vulva emergía incitador. Vio que, tras un sorprendentemente corto
desfallecimiento, el chico volvía a estar dispuesto.
-Oye
-bromeó la muchacha-, se ve que todavía no has empezado a desgastarlo. ¡Vaya
herramienta!
-¡A
ver! ¿Quieres que te apriete el tornillo?
-Pon
la directa. Demuestra lo que sabes hacer con la palanca de cambio.
Omar
Candela saltó hacia ella y, tras obligarle la rubia a enfundarse el
preservativo, en el momento que comenzaba a invadirla, de nuevo se convulsionó.
-¡Niño,
pareces una traca valenciana!
-Pero
todavía me quedan cohetes -se jactó Omar.
Mas
no hay petulancia que pueda violentar la Naturaleza. Nancy miró con
preocupación el reloj, habían pasado veintitrés minutos y, a pesar de que el
padre o abuelo del muchacho la había contratado para hora y media, había
entrado en la habitación convencida de poder saciar al chico del todo en media
hora, porque transcurrido ese tiempo esperaba la visita de un cliente muy
generoso que la madrugada anterior le había prometido volver esta noche al bar.
Ahora, el desfallecimiento parecía definitivo, sin posibilidad de reanimación,
aunque no paraba de acariciarle el interior de los muslos, el pecho y el
escroto. Trocada en ternura la suspicacia de los primeros mometos, Nancy
contempló a Omar. Era demasiado joven, su cuerpo mantenía la suavidad casi
femenina de la niñez, pero comenzaba a emerger en su piel el vigor de una
masculinidad pletórica que en muy pocos años, quizá sólo meses, sería
arrolladora; hombros anchos aunque poco angulosos todavía, pectorales y
abdominales marcados sin exageración, brazos torneados en los que comenzaban a
aflorar venas robustas, enjutas caderas de atleta y piernas potentes, aún
desprovistas de vello. Le alegraba tener el privilegio de ser su pedagoga y,
por ello, olvidó el reloj.
-Arrodíllate
-pidió.
Omar
obedeció. Se alzó sobre la cama para quedar de rodillas, con los muslos algo
abiertos a fin de mantener el equilibrio. La tal Nancy, que a ver cómo se
llamaría en realidad, era una hembra casi como las de las revistas que usaba
para encerrarse en el baño. Bueno, tal vez un poco más pechugona, pero eso no
le molestaba, sino todo lo contrario. Vistos desde arriba, cuando ella se
flexionó para acercar la cabeza a su ombligo, los pechos parecían enormes y los
pezones daban la impresión de estar a punto de reventar; marrones, puntiagudos,
duros como bellotas. Sentía ganas de morderlos, pero ella no le permitió
intentarlo. Nancy estaba recorriéndole con la lengua todo el vientre, desde el
ombligo hasta las ingles, dejando un reguero de saliva en el vello púbico. Lo
que parecía haber muerto, comenzó a revivir. "Caramba -se dijo Nancy-,
visto tan de cerca, esto no es una palanca de cambio, sino un tubo de
escape". Retrajo el prepucio para facilitar la caricia, endureció y aguzó
la lengua para recorrerle el canal del bálano y trató de penetrar la uretra,
mientras aferraba con la mano derecha toda la bolsa escrotal y acariciaba con
la izquierda el prominente monte del perineo. Para entonces, la sangre volvía a
fluir a borbotones, flujo que se aceleró definitivamente cuando Nancy hizo como
que saboreaba un polo de vainilla. Tras unos pocos segundos, lo que emergió de
su boca, al soltarlo los labios, dio un brinco y batió de manera audible contra
el vientre de Omar.
-¿Podrás
aguantar un poco ahora? -preguntó Nancy con arrebato.
-Estoy
a punto -respondió Omar.
-Resiste
-pidió ella y le dio una palmada en el glande para contener y retrasar el
estallido-. Ven aquí y no te muevas. Déjame hacer a mí.
Abandonado,
Omar se tendió sobre ella, que, inmóvil, comenzó a morderle el cuello. Él amagó
una sacudida, pero Nancy lo inmovilizó con las piernas en torno a su cintura,
alzando la pelvis hacia él. Por fin conseguía dar una estocada hasta la bola,
una estocada por la que podría salir a hombros. Sintió la suavidad del interior
de la rubia, una textura de terciopelo ardiente que quemaba sin abrasar. Tenía
que descargar, no podía esperar más, pero ella le dio una tarascada en la
cintura por detrás, y de nuevo halló que podía aguantar un poco.
-Despacio,
despacio -murmuró Nancy-, sin violencia. No golpees con las caderas, múevete
sólo un poco a un lado y otro. Así... eso es. Sin prisas. Así, poco a poco. Un
poco más fuerte... ¡Ahora! ¡Atraviésame! ¡Métemela hasta el pecho! Así. ¡Ah!
Omar
sintió que el cuerpo de Nancy perdía momentáneamente fuerza, laxo, como si
estuviera a punto de desmayarse, mientras veía con claridad cómo temblaba su
pecho con la piel erizada. Entonces escuchó el grito, o los gritos. Igual que
si hubiera enloquecido, la muchacha, sin parar de gritar, gemir y gritar de
nuevo, fue agitada por espasmos en cascadas, espasmos que le hicieron mover las
caderas y golpearle impacientemente con la vulva que encerraba su miembro.
En
tal momento, tuvo la cuarta eyaculación de esa noche, aunque le pareció que era
la primera vez que lo hacía en sus diecisiete años. Era como si una potente
bomba de succión absorbiera sus fluídos, como si algo poderosísimo tratara de
vaciar todo su interior y volverlo del revés igual que un calcetín. Ajena a su
voluntad, su garganta emitió un ronco rugido que se acompasó con los gritos que
ella continuaba dando.
Tras
lo que parecía haber durado horas y horas por su intensidad, el chico se
abandonó, relajado. Esto sí era placer. Jamás volvería a encerrarse en el baño
con una revista ni lo otro en la mano. Se lo repitió a Manolo el Cañita cuando
iniciaban en el coche el regreso a Cártama:
-Ya
no volveré a pajearme en mi vida. Esto sí que...
-Bueno,
chiquillo, espero que la experiencia te sirva de algo y te hayas convertido en
un hombre de una vez. Hoy te he ayudado a que tengas una alegría. Ayúdame a que
yo también tenga una alegría pronto. A ver si la primavera que viene, en
Alcázar de San Juan, te arrimas un poquillo y rematas la faena.
-La
historia ésa del teatro, ¿era verdad?
-¿Lo
de don Juan Tenorio? No creo. Bueno, a lo mejor... Zorrilla se basó en otro
drama teatral más antiguo, "El burlador de Sevilla", escrito en el
siglo XVI por un cura que se llamaba Tirso de Molina, que creo que se inspiró
en una leyenda que contaban en la corte, un tío capaz de llevarse a la cama a
media humanidad, basada en un personje real, un tal Villamediana, que daba a
entender que se había acostao con la reina.
-¿Puede
ser que un tío folle de verdad tanto como él?
-No
sé qué decirte, niño. De toas maneras, hay quien dice que un hombre que cambia
tanto de mujer, es porque no es de verdad capaz de amar a ninguna. Vamos, que
pudiera ser un poquillo mariposa. Lo dijo Gregorio Marañón.
-¿Un
tío como ese, maricón? ¡A ver! No me lo creo.
-No
lo crees porque tienes diecisiete años y te empalmas con una mirada. Lo grave
sería que a los treinta siguieras igual, follando cá noche con una diferente.
-O
con dos.
-¡Niño!
-Yo
no sé lo que pensaré a los treinta, pero ahora lo que quiero es repetir lo de
esta noche cuantas más veces, mejor.
-Tú,
encuentra tu sitio en los ruedos, échale cojones, y vas a ver que tienes más
oportunidades que Jesulín.
-Lo
que yo quiero es imitar a ese don Juan. ¡A ver!
-Pues
a ver si te arrimas.
II- Burladero
Volvían
de Alcázar de San Juan con mucha pena y ninguna gloria. La pena de los pitos y
los seis avisos, reforzada por el dolor del puntazo que el bicho le había
endiñado en la cadera, y la gloria de cuatro meses de anhelos, preparativos y
esperas, junto con otros siete meses de novilladas donde no cobraba,
desvanecida por el atronador vendaval de los abucheos y la lluvia de
almohadillas.
Embrujado
por el sueño ansioso de emular a su dios, que ya no era Jesulín sino don Juan,
toda su pasión eran las mujeres. Como el dolor agudo de la cadera y las
magulladuras de su orgullo no le nublaban la vista, en cuando se acomodó en el
departamento del tren, Omar se enamoró con la misma fuerza que se enamoraba dos
o tres veces por semana desde lo de la Nancy. La adolescente sentada frente a
él, al lado de quien no podía ser más que una tía soltera, brillaba como una
ondina del Pisuerga, con su melena castaño claro de colegiala y un nosequé en
la mirada que puso a hervir la sangre del novillero.
-Contente,
niño -le dijo al oído el Cañita.
-Es
que ya ve usted cómo está la niña, don Manuel.
-Sí,
Omarito, que sí, que no soy miope. Pero tú, al toro, que es lo tuyo, porque ya
ves la cara de la sargenta.
La
sargenta era la supuesta tía solterona, que lo era en efecto. Soltera por
propia voluntad, ya que había descubierto las ventajas de su estado antes de
pillarse los dedos de la frustración con un casamiento vallisoletano destinado
a consagrar el dicho de "la mujer en casa y con la pata quebrada".
Había disfrutado la vida con inteligencia y sin complejos y ello le había
dotado de un humor en estado de gracia permanente, que escondía tras la dureza
de su expresión de funcionaria del grado veintisiete.
-A
ese chico está a punto de darle un patatús por ti, Marisa -susurró al oído de
su sobrina.
-¡Pues
qué bien! -exclamó ésta con desdén.
-No
está nada mal.
-¡Es
un crío!
-Y
tú... ¿qué eres?
Emprendieron
la travesía de La Mancha, dibujándose en las ventanillas el paisaje plano
circunstancialmente verde de viñedos y aulagas, que cuando llegase el verano se
convertiría en el océano de cuero descrito por Neruda. En cualquier tiempo, era
un ondulado y grandioso mar mesetario que metía en los sentidos remembranzas
quijotescas. Cuando el tren hubo alcanzado la velocidad de crucero, Manolo el
Cañita observó el hervor de la dura carne adolescente de su pupilo, llegando a
la conclusión de que Omarito tenía que desahogarse o le iba a costar el asunto
otra semana de pataletas y caras largas, y más duros de los que le habían
costado durante el invierno las repeticiones de la "noche con la
Nancy", como la denominaba el novillero. De modo que urdió:
-Mira,
niño; hazte el simpático con la chiquilla, que yo distraeré a la sargenta. A
ver si puedo llevármela al vagón restaurante pa entretenerla con la conversación... y tú, ya sabes, al
toro...
Entre
tanto, viéndolos venir, la tía murmuró a su sobrina:
-El
viejo va a tratar de engatusarme para que te deje sola con el chico.
-¡Ni
hablar! Yo no me quedaría a solas con él ni amarrada. ¿No ves sus ojos y el
aleteo de su nariz? Es un psicópata.
-No
es peligroso, te lo aseguro. Se trata de locura hormonal transitoria, pero
todavía es locura infantil y no tiene experiencia de forzar el arrebato.
Míralo, está tan perdido, que bastaría un empujoncito para que se echara a
llorar, pero el abuelo está maquinando la manera de que os quedéis solos.
Escúchame con atención...
Empleó
varios minutos en detallar el plan.
El
Cañita, dotado de una verborrea fácil, entabló conversación con las dos, dando
al novillero todas las ocasiones de meter baza que podía, aunque la facilidad
de palabra no fuese la principal virtud del futuro matador por mucho que
deseara emular a don Juan. Resaltó el apoderado con dramatismo el revolcón que
Omar había sufrido y exageró hasta lo inverosímil los dolores que padecía. Tras
casi una hora de charla, dijo:
-Que
me parece a mí que me tomaría un cafecito. Como el niño no puede ni moverse,
tendría que ir yo a traerle su vaso de leche calentita. ¿Puedo invitarla?
Lógicamente,
la invitación iba dirigida sólo a la tía. Con inesperada prontitud, ésta
respondió que sí y salieron los dos mayores rumbo al coche restaurante. A solas
con Marisa, Omar perdió la escasa elocuencia que le quedaba, puesto que no
sabía qué decir a una mujer con la que no hubiera por medio un trato monetario,
y menos si era una muchacha "decente". Aventajada alumna de su tía,
la chica inició la conversación:
-¿Es
verdad que te duele tanto?
-Bueno...
-Pobrecito.
¡Qué pena! ¿Has tomado algún calmante?
-Bueno...
las pastillas no me molan. Lo único que me aliviaría es un buen masaje. Si
tú...
-¿Qué?
-Es
que me duele mucho, de verdad.
Marisa
sonrió con beatitud. ¿Cómo podían ser los chicos tan transparentes? Este
andaluz, el primero con quien tenía oportunidad de hablar, antes, incluso, de
las anheladas vacaciones de Semana Santa en Málaga, era bastante atractivo, muy
sensual, pero su tía tenía razón: a pesar de que era un verdadero tarugo,
parecía un tarugo arrastrado sin voluntad por la corriente de un río. El chico
le gustaba físicamente, pero intuía que no sería capaz de mantener una
conversación de más de dos minutos. ¡Qué aburrimiento! Recordó el plan.
-Tú
quieres que te dé un masaje...
-Si
tú...
-Sí,
hombre, ¿por qué no? El año pasado estuve de voluntaria en la Cruz Roja y algo
aprendí. ¿Dónde quieres que te lo dé?
-Aquí,
en el costado y la cadera.
-Bájate
los pantalones.
-¿Seguro?
-¿Tienes
miedo?
-¿Miedo,
yo? ¡A ver!
Dicho
y hecho. Omar Candela, con la sangre haciéndole honor al apellido, comenzó a
aflojarse el cinturón. Aseguran los muy viajados que el vaivén del tren es un
afrodisíaco extraordinario, así que como llevaba más de una hora mecido por el
vaivén, Omarito iba más preparado para la faena que cuando hizo el paseíllo en
Alcázar de San Juan, lo que dificultaba el acto de bajarse el pantalón. Habían
pasado cuatro meses desde la "noche de la Nancy" y ya sabía retardar
todo lo que era conveniente retardar, pero lo que no tenía remedio era la
alzada instantánea de la bandera cuando tenía enfrente a quien rendirle
honores.
-Venga,
chico -alentó Marisa-. ¿O es que te da vergüenza?
-¿Vergüenza,
yo? ¡A ver!
El
novillero encogió las piernas, empujó las nalgas hacia atrás y trató de no
sentirse en evidencia embozando todo lo posible la rebeldía metálica de su
órgano, mientras deslizaba hasta el suelo el ajustado vaquero. Al quedar en
calzoncillos ante la muchacha, sabía por el ardor que tenía rojas las mejillas.
-Échate
boca abajo -ordenó Marisa, muy en su papel de terapeuta.
Omar
acató la orden, tendiéndose a lo largo del asiento. Se sentía muy indefenso,
sometido por completo a la voluntad de la muchacha. Calculó lo que iba a hacer:
en cuanto se le pasara el sofoco, una vez que consiguiera recobrarse, cuando la
chica estuviera tocándolo daría media vuelta, exhibiría el esplendor de su joya
y devolvería masaje por masaje, que bueno era él, a ver. Aunque soñaba
arrebatado por la inminencia del comienzo de su carrera de donjuán capaz de
conquistar a una mujer que no le pidiera dinero, lo que acabaría con el insatisfactorio
rosario de polvos mercantilistas del invierno pasado, estaba dispuesto a tratar
a Marisa con una gentileza semejante a la de don Juan, que aún no sabía como se
ejercía. En todo caso, la vallisoletana iba a asombrarse de lo que era capaz un
digno émulo de Tenorio.
-Oye,
así no valdría de nada el masaje -dijo Marisa, todavía de pie y sin haberle
tocado aún-. Sería mejor que te quitaras los zapatos y que te bajaras también
el calzoncillo.
-¿Tú
crees? -preguntó Omar, sin acabar de tenerlas todas consigo-. ¿Y si pasara
alguien por el corredor?
-No
te preocupes, hombre, ya he echado las cortinas. No tengas miedo.
-¿Miedo,
yo? ¡ A ver!.
Sin abandonar la posición boca abajo, Omar se
aflojó los cordones de los tenis, quitóse los calcetines preguntándose con
angustia si no olerían mal y se bajó el calzoncillo hasta las pantorrillas.
Mientras, Marisa trasteaba en el bolso de su tía. Una vez que el cuerpo del
muchacho se le ofreció en su completa desnudez, ella acarició su cintura
levemente, apenas con las uñas de la mano izquierda, lo justo para que Omar se
abandonara al placer y no advirtiera lo que estaba haciendo con la derecha.
Cuando hubo terminado, y con el pantalón vaquero sujeto bajo la axila
izquierda, Marisa aferró con decisión el calzoncillo situado en las pantorillas
y acabó de bajarlos, apoderándose de él. Con pantalón y calzoncillo en sus
manos, descorrió la cortina, abrió la puerta a tope y salió al pasillo. Como
Omarito era incapaz de enderezarse para mostrarse desnudo, y mucho menos en su
estado, permaneció exhibiendo los cuartos traseros hasta que, quince minutos
después, oyó las carcajadas del Cañita y la tía solterona.
-¿De
veras quieres que te follen? -preguntó el apoderado ahogado por las risas.
-¿Qué
dice usted, don Manuel?
-Eso
es lo que está escrito en tu culo con carmín: "Folladme".
Tras
las risas de la pareja, sonaron también las de Marisa. Manolo el Cañita ayudó a
su pupilo, sin cambiar de postura, a ponerse los calzoncillos y los pantalones.
Cuando pudo sentarse, mientras se calzaba los tenis, Omar se sentía tan
humillado que no era capaz de mirar a la cara a las dos mujeres. Sabía que
tenía las mejillas encendidas y notaba acuosos los ojos, capaces, los muy
puñeteros, de ponerse a soltar lágrimas. El apoderado comprendió que tenía que
acudir en su auxilio, tratando de hacerle olvidar el incidente.
-¿Van
ustedes a Málaga? -preguntó.
-Sí.
Pasaremos allí la Semana Santa -informó la tía.
-Yo
soy cofrade de la Zamarrilla. Tienen que venir a verme en la procesión.
-¿A
verlo? -ironizó Marisa-. ¿No llevará usted un capirote?
-Sí,
pero yo las veré a ustedes y llamaré su atención. Me sobran dos abonos de la
tribuna de la Alameda, que les puedo regalar los días que quieran.
-Hombre,
eso nos vendría de perlas -afirmó la tía-. Y tú -dirigíase a Omar-, ¿no sales
de procesión?
-¡Que
va! -fue lo único que el novillero encontró ánimos para decir.
-Debe
recuperarse del puntazo y entrenar un poco -comentó el Cañita-. Tenemos una
novillá en Vélez el domingo de Resurrección. ¿Estarán todavía en Málaga?
-Pudiera
ser.
Omar
consiguió reunir coraje para mirar a Marisa, porque sabía que ella tenía los
ojos vueltos hacia el paisaje. Vaya con la niña. Le había hecho pasar un
sofocón mayor que el de Alcázar de San Juan, pero eso no podía quedar así.
Menudo era él. El puntazo le dolía de verdad, pero todavía le dolía más la
herida de su orgullo. Marisa era guapa como para volverse majara por ella;
nariz breve pero no respingona, ojos de color caramelo, melena lisa casi rubia,
un talle de pasarela y una boca que decía "muérdeme". Esa niña que
hablaba tan finolis iba a ver.
En
cuanto se detuvo el tren y se despidieron de las dos mujeres, Omar urgió a su
apoderado:
-Don
Manuel, si no descargo el queso, esta noche me da un patatús.
-Pues
allá vamos. ¿La Nancy?
Omar
asintió.
-¡Qué
risa! -exclamó Isabel Gámez, una vez que se acomodó en el taxi al lado de su
sobrina.
-Ha
sido divertido.
-¿A
dónde queréis ustedes ir? -preguntó el taxista.
-Al
hotel Las Vegas -respondió Isabel.
-Al
final, el chico me ha dado un poco de pena -confesó Marisa.
-Sí.
Le has deshecho el orgullo para una temporada.
-¿Tú
crees? ¿No le afectará eso cuando tenga que torear el domingo?
-¿Te
preocupa? ¡No me digas que te gusta, a pesar de todo!
-No,
qué va. Sólo me preocupa que tenga un percance por mi culpa.
-Pero
te gusta.
-No
-el tono de Marisa era cortante.
-Yo
creo que está muy bien. Es guapísimo.
-Pues
si vieras...
-Lo
he visto -confirmó la tía.
-Pues
ya ves.
-No
es que yo haya estado con muchos hombres desnudos, pero alguno que otro, sí. Te
digo que lo de ese muchacho no es normal.
-¿Te
refieres a....?
-Sí,
pero no sólo a eso. Es difícil que haya un cuerpo de hombre más sensual.
-Los
toreros... ya se sabe.
-Sí,
pero los hay patizambos, cargados de espaldas, con piernas canijas,
cuellicortos... Lo que pasa es que el traje de luces favorece muchísimo y
convierte en figurines a los patanes más desgarbados. Y acuérdate, Marisa, de
que a Omar no lo hemos visto con el traje de luces, sino a pelo. Puedes tener
la seguridad de que se sale de lo corriente.
-Es
una lástima que sea tan tarugo.
-Sí.
Pero habrá que ver cómo sería si llegara a triunfar en el toreo. ¿No has
escuchado nunca entrevistar a un torero en la radio? Todos se expresan
estupendamente, sea cual sea su acento. Yo creo que también los entrenan en eso,
en desenvoltura. Si este Omarito triunfara, llegaría a ser un bombón. Creo que
no nos conviene perderlo de vista. Iremos a ver la procesión de la Zamarrilla.
III- Altar de estampas
Varios
de los cofrades de la Hermandad de Zamarrilla eran grandes aficionados a los
toros. Gracias a ellos había nacido la devoción procesional de Manuel Rodríguez
el Cañita.
-¿Cómo
va ese pupilo tuyo, Manolo? -le preguntó, mientras se apretaba el cíngulo de la
túnica de nazareno, Álvaro García, un boticario que aspiraba a convertirse en
hermano mayor de la hermandad.
-No
sé qué pensar -respondió el Cañita, con ganas, aunque todavía no estaba vestido
del todo, de encajarse el capirote con objeto de que su amigo no advirtiera su
expresión de cabreo.
-Te
vas a quedar sin un duro con ese cagueta, Manolo. Yo que tú, lo mandaba a la
gran puñeta, porque es imposible sacar de donde no hay.
-Eres
un exagerao, Álvaro. Omarito todavía es un niño y es natural que tenga un
poquitillo de miedo...
-¿Un
poquitillo? Tós los amigos de la peña hacen apuestas, a ver cuánto vamos a
tardar en verlo cagarse, literalmente, en la taleguilla, en medio de la plaza
de toros. Mira, Manolo, por tu santa que está en la gloria, que te vas a ver
pidiendo limosna como sigas persiguiendo el imposible de convertir a ese manúo
en torero.
El
Cañita recordó con ternura a su mujer, muerta nueve años atrás. Ella había sido
una muralla insuperable contra su afición taurina, una muralla de cordura que
se había opuesto a todos sus intentos de patrocinar a los mocitos en quienes
creía descubrir facultades toreras. Muerta Carmela, y conseguida a continuación
la jubilación, la afición se había transformado en una obsesión de la que creyó
liberarse cuando conoció a Omar Candela. Aquel día, hacía un año, le pareció
estar ante alguien que podía convertirse en una leyenda si se le ayudaba.
¿Habría sufrido un espejismo? ¿Estaba a punto de arruinarse por una quimera?
Dio la espalda a Álvaro y se encajó el
capirote, como si con ello contrarrestara la tentación de rendirse ante Álvaro,
lo que demostraría mucho más sentido común que continuar esperando que Omar
actuase algún día con un valor del que carecía. A través de los agujeros del
terciopelo rojo, alzó la mirada hacia la imagen de la Virgen de la
Amargura-Zamarrilla. Tenía que acordarse de llevar una estampa y obligar al
novillero a encomendarse a Ella antes de todos los paseíllos.
IV
- Clamores
-Las vallisoletanas vendrán a Vélez
-anunció el Cañita a su pupilo al emprender el viaje.
-¿A verme torear?
-Torear o... lo que vayas a hacer.
Porque, mira, Omarito, ya empiezas a salirme más caro que un hijo poeta. Tienes
hechuras de torero, sabes mover con gracia el capote y la muleta, pero, niño,
es que se te huele el pánico desde las andanadas de gallinero. Esfuérzate un
poco, chiquillo, que esto no es toreo de salón sino una pelea a muerte.
-¿Marisa va a verme torear?
-Si no se pierden ella y su tía por
el camino...
No consiguió localizarlas durante
el paseíllo, aunque el Cañita le había dicho que estaban en la contrabarrera
del tendido cinco. Como era nuevo en la plaza, estarían los aficionados
examinándolo con rayos X y, para colmo, había una guiri en la barrera del
tendido uno, una nórdica despampanante con unas tetas que ni las campanas de la
ermita de los Remedios, que se relamió los labios con la mirada fija en su
paquete, lo que impulsó instantáneamente el contenido hasta la vertical. Y el
Cañita no había tenido otra ocurrencia que elegir el terno blanco, que marcaba
hasta los granos. La había armado. Y ahora, ¿qué? No tenía ánimos para
esconderse a descargar; los nervios por la erección evidentísima se sumarían a
los causados por aquel marrajo de mirada aviesa. Escuchó algunas risitas; sabía
a qué se debían.
-¡Viva el salchichón de la Hoya!
-aclamó un bromista.
-¿Salchichón de la Hoya? -ironizó
otro-. ¡Eso es mortadela italiana!
Sonaron carcajadas. Si fallaba
también hoy, no iba a volver a vestir una taleguilla en su vida. Aferró el
capote bajo la barbilla y, con más rabia de la que nuca había sentido, salió en
busca del toro con determinación pero con pasos poco seguros. Le temblaban las
piernas, el sudor bajaba en torrentes por sus ingles volviendo transparente el
blanco del vestido, sentía una punzada en la nuca, algo como una pinza le
quitaba el aliento y el corazón le latía a doscientos. Pero todo ello lo
causaba algo distinto de lo de otras tardes. No era sólo el miedo, ahora sentía
rabia, furor, frustración, ira, ganas de matar a alguien. Como un sonámbulo,
extendió el capote y el toro pasó bajo una revolera. Algo que no eran risas
sonó ahora en los tendidos. No lo podía creer. ¡Eran olés! Se ajustó la
montera, que el vuelo del capote le había ladeado, y echó a correr tras el
cornúpeta para tratar de reproducir todas las fotografías de Ordóñez que había
visto en el Museo Taurino de Málaga. Cuando los clarines anunciaron el cambio
de tercio, la plaza era un clamor. Aplaudieron mucho al compañero que entró al
quite en el tercio de varas, pero no se podía comparar con las aclamaciones que
le habían dedicado a él. Tenía que banderillear. Todavía no había localizado a
las vallisoletanas, para ofrecerle a Marisa un par de banderillas, puesto que
el primer toro no se lo podía brindar, ya que, al ser debutante, lo usual era
que se lo brindara al respetable, y la guiri tetuda continuaba con el juego de
relamerse cada vez que sus ojos se cruzaban con los de ella, de modo que toda
la plaza conocía ya al detalle el calibre que se gastaba.
Trató de recordar lo que había
ensayado en imitación de Víctor Mendes. Aferró las dos banderillas con ambas
manos y fue despacio al encuentro del toro, contoneándose, casi girando el
torso a izquierda y derecha. Vio de reojo que el burel arrancaba la carrera en
su dirección, pero todavía mantuvo el mismo ritmo, fingiendo ignorar la montaña
que se le venía encima. La plaza, que tenía fama de bullanguera, había quedado
en silencio total, un silencio tan completo, que las pisadas del mastodonte
zaíno retumbaban como las de King Kong. Entonces, echó a correr al encuentro
del bicho. A punto de caer avasallado bajo la mole, dio un quiebro de caderas y
clavó las dos banderillas en pleno centro del cerviguillo. Las aclamaciones y
los olés fueron ensordecedores.
Había llegado la hora de la verdad.
El tercio de muleta. Cuando se acercó a la talanquera a por los trastes, dijo
el Cañita:
-¡Yo lo sabía! Antes de agosto,
serás figura.
Sonaba un pasodoble, pero no tenía
claro el muchacho que fuese la banda municipal la que lo interpretaba, puesto
que las notas incluían el nombre de Omar Candela; sin duda, era música
celestial que tocaban clarines de gloria dentro de su cabeza. Aturdido, sin
tener muy claro quién era ni qué hacía él allí, Omarito mojó el pico de la
muleta para que pesara más y no la agitara la brisa, ajustó el estoque simulado
y salió en busca de la fiera, dibujando dos tandas de naturales para rematar
con un pase de pecho que puso la plaza en pie. ¡Lo había conseguido! Vio la
expresión de arrobamiento del Cañita y, un poco más arriba, la guiri se estaba
apretando las tetas como diciéndole "después de la corrida, te espero para
otra". Ignoraba si la erección había decaído en algún momento, pero ahora
fue consciente de nuevo de la rigidez que abultaba su taleguilla sobre el muslo
izquierdo. Trató de forzar el paquete hacia abajo, para que no le estorbase,
pero o se había quedado sin fuerzas en las manos o había demasiada fuerza en el
aguijón, de modo que cuando cambió el estoque simulado por el acero, tenía la
atención dividida entre la necesidad de rematar la faena y la de proteger la
acerada posesión de su hombría.
Entró a matar y resultó un metisaca
que al toro debió de parecerle la picadura de una avispa. Volvió a intentar
acomodarse el pene hacia abajo, pero era imposible; la tela elástica cedía
dibujando un relieve con el que media plaza pensaba en el Mulhacén. Esperó para
asegurarse de que el toro estaba cuadrado, y volvió a intentarlo. Hueso.
Fueron ocho los intentos. El clamor
se había convertido en rechifla y, ahora sí, maldita sea, se encontró con la
mirada desolada de Marisa cuando sonó el último aviso. En vez de la burla del
tren, y en lugar de consternación, había un pozo de dudas en los ojos, a punto
de convertirse en desdén. Salieron los cabestros y de nuevo fue devuelto al
corral vivo un toro lidiado por él. Los pitos debieron de oírse en Valladolid.
Cuando se acercó al Cañita, éste
miró para otro lado. El apoderado sentía de nuevo el impulso de salir de una
vez de la vida del joven que no podía superar su cobardía. No tenía pundonor;
ni siquiera tenía vergüenza. Pasaba ya de cinco millones lo que se había
gastado en él y no parecía recordar su parte de responsabilidad. ¿Permanecía en
la plaza o cogía el coche y echaba a correr, para no tener que avergonzarse de
su pupilo entre los compañeros ni maldecir el día que lo conoció? Mientras el
Cañita luchaba consigo mismo, Omar lloraba.
Tras el velo de llanto, asistió a
la lidia de los toros que siguieron como si todo hubiera terminado para él. No
es que los otros dos novilleros alcanzaran un éxito apoteósico, pero el más
veterano cortó una oreja. Faltaba ya muy poco para su segundo, que sería el
último de la tarde. Como tuviera la ocurrencia de la mirar a la guiri, y ésta
se tocase las tetas, iba a verse en la misma situación, de modo que se escondió
tras la antebarrera del callejón destinada a las autoridades, le pidió al
Cañita que se pusiera a su lado sin mirarle, se aflojó el cinto y metió la mano
taleguilla abajo. Bastaron cuatro pases y un afarolao para sacar la mano
empringada, humedad que enjugó con el capote de paseo, añadiendo más cera a la
que ya estaba dispuesta a arder, y se volvió a ajustar el cinto.
-Ahora va a ver usted, don Manuel,
por mi madre.
Decidido a no mirar a la guiri ni para pedirle
árnica, se echó agua por la cabeza, se ajustó la chaquetilla, encajóse la
montera, apretó los labios, pisó firme y salió dispuesto a comerse crudos a
diez miuras de cinco años si fuera el caso, aunque el canguelo continuaba
cosquilleándole y agarrotándole los muslos.
Recibió con una larga cambiada de
rodillas y el clamor solidificó el aire
en una refulgiente granizada de oro. Siguieron las revoleras, que
encendieron sobre su piel la épica de cien héroes mitológicos, épica que
arrinconó circunstancialmente al miedo. Enrabietado, casi ciego todavía por los
rastros secos de lágrimas en sus pestañas, entró al quite negándoselo al
compañero a pesar de las señas frenéticas que el Cañita estaba haciéndole para
recordárselo. Mecido por las aclamaciones, clavó dos pares de banderillas sin
caer en la cuenta de que reproducía con fidelidad fotográfica los contoneos de
Mendes y la majeza chulesca de Rivera. Llegada la hora de la verdad, la
granizada de oro se había convertido en manantial estelar; el albero ascendía
como un torbellino de purpurina que le encerraba en una burbuja de fuerza
primordial que le hizo creer imbatible, rescatado de sus propios temores; ebrio
de sangre y música coral, remató tres veces con el pase de pecho igual número
de afiligranadas tandas de naturales, dibujó luminosos pases inventados y,
cuando se dispuso a matar, tenía aún tanta hiel en el pecho, que no pudieron
endulzarla los vítores que llevaban diez minutos atronando sin parar. Ya no
había miedo, el miedo era una sombra tan vaga en el esplendor de la tarde
veleña, que nadie podía recordarla; en su lugar, rabia, tenacidad, éxtasis,
mientras una lucidez desconocida le susurraba al oído cada uno de los gestos
que tenía que componer para lograr que la fiera cuadrase como sólo sabían
conseguir los grandes maestros. El toro rodó patas arribas a la primera
estocada.
El clamor parecía capaz de hundir
los tendidos bajo el mar de pañuelos blancos. Junto a su tía, de los ojos de
Marisa se había desterrado hacía mucho rato aquella chispa de ironía que los
encendiera en el compartimento del tren. Ya había recibido su lección, pensó
Omar. Ahora, le tiraría una de las dos orejas, para que viera, a ver. Después,
arrieritos somos y en el camino del cuarto nos encontraremos. Esta noche, iba a
ver. Pero al darse de nuevo la vuelta hacia las dos mujeres ya no estaban en su
grada de la contrabarrera del cinco.
-Se han tenido que ir deprisa -le
informó el Cañita-. Su tren sale dentro de tres cuartos de hora y son treinta
kilómetros de carretera. Tenían que haberse ido anoche, porque la tía entra a
trabajar mañana temprano en Valladolid, y sólo se han quedao un día más por
verte torear. Pero no te preocupes, niño; me han dejao la dirección y el
teléfono. Dicen que no dejemos de avisarlas si toreas por aquellos andurriales.
Ten por seguro que eso será muy pronto. Con la que has armado esta tarde, nos
van a llover los contratos.
-Yo esperaba...
Le interrumpió la mano que se posó
en su hombro, alcanzándolo a través de la barrera. La tetuda no hablaba una
palabra de español, ni falta que le hacía. Más ducho en tales menesteres, el
Cañita la convenció de que aceptase una cita para más tarde, le pidió por señas
que escribiera su dirección y, también por señas e indicando el reloj, le
aseguró que Omarito iría a visitarla una hora y media después.
-Se hospeda en un apartamento de
Torre del Mar -dijo el Cañita cuando puso el coche en marcha-. ¿Quieres ir?
-Tendría que esperarme para
llevarme a Cártama. ¿No le importa?
-¿Que si me importa? Mira, niño, si
hoy no hubiera otras razones, la idea de ahorrarme las diez mil pesetas que le das
a la Nancy ca vez que vas a que disfrute ella más que tú, bastaría para
convencerme. De toas maneras, hoy soy capaz de complacerte aunque me pidas la
Luna. Vamos a Torre del Mar.
La guiri no se andaba por las
ramas. Cuando le abrió la puerta, sólo vestía unas minúsculas bragas de encaje.
-Tú, Omar Sharif; yo, Magrit.
-¿Omar Sharif? No, tía. Me llamo
Omar Candela.
-¿Omar
Candila? ¡Fantastic! Come.
Magrit, llegada directamente de un
fiordo del que se había apartado por primera vez en su vida, acababa de descubrir
que el ardor de las playas mediterráneas no era un cuento de viejas junto a una
lumbre del Ártico. Tenía treinta y dos años y una salud rebosante de fósforo de
salmón, que ella se había afanado por resaltar cociéndose al sol meridional en top-less, del alba al anochecer, sin
perder ni un minuto de cochura en los cuatro días que llevaba en Torre del Mar.
Los pechos enrojecidos como gambas cocidas parecían tan duros como bueyes de
mar, cosa que Omarito se dispuso a comprobar sin demora.
-Ayayay...-murmuró Magrit,
arrebatada por la mezcla de dolor y placer que las manos producían a sus pechos
inflamados por el sol.
Omar no necesitaba más. Sin dejar
de acariciar la profusión de carme con una y otra mano alternativamente, se
quitó la camisa, se aflojó el cinturón, dejó caer el pantalón y deslizó hacia
abajo el calzoncillo con dificultad, porque permanecía enganchado en el
homenaje que su fogosidad ofrecía a la escandinava.
- Omar, ayayay..
Magrit parecía dispuesta a
reinventar la ranchera mexicana, porque los ayayays se fueron multiplicando
conforme Omarito aumentaba su inspiración. Mordió los pezones como si acabase
de nacer y estuviera desfallecido de hambre, empujó hacia atrás a la mujer, que
rebasaba su estatura en cuatro dedos, en dirección a la cama-sofá que esperaba
incitadora al fondo de la salita, la hizo caer sobre la colcha de cretona y
antes de que Magrit, sin dejar de entonar rancheras, llegara a enfundarle el
condón, ya había saltado el géiser, que fue a depositarse entre la sien derecha
y la quijada nórdica. Ella pareció a punto de caer en la decepción, pero
Omarito, que ya comenzaba a creer que estaba en vías de superar a don Juan, se
arrodilló a horcajadas sobre su cintura y movió la pelvis adelante y atrás, a
izquierda y derecha, de modo que antes de que la decepción emergiera con
palabras ininteligibles en la boca de Magrit, ya tenía dispuestas las reservas.
El preservativo había estallado,
pero en la mesilla de estilo que imitaba burdamente el castellano había otros
cinco. No permitió que abrieran el envase las manos de ella, provistas de
largas uñas duras y cortantes como pedernal, y fue él quien rasgó el plástico e
inició el enfundamiento con cuidado, porque la experiencia recientemente
adquirida le había revelado que la lentitud de tales operaciones le ayudaba a
espaciar la serie de orgasmos. Como el éxito de esa tarde le había dotado de
nuevos bríos, la férrea rigidez del miembro aceptaba difícilmente la estrechez
de la vaina de látex, lo que contribuyó aún más a facilitarle la espera. Las
respectivas posiciones, él erguido y ella tendida, proporcionaba a la mujer una
perspectiva magnificadora de la herramienta, lo que se evidenciaba en la mirada
apreciativa de sus ojos asombrados. Cuando Omarito comenzó a penetrarla,
habiendo profundizado menos de la cuarta parte, ella rebotó en el colchón, se
le pusieron los ojos en blanco como a la niña de "El exorcista" y,
como ésta, levitó y gritó en un idioma que seguramente acababa de inventar,
para rematar con una cadena interminable de ayayays.
-¡Ayayay, ayayay...! ¡¡¡Ayayay!!!
Omar paró un momento, preguntándose
si estaría haciéndole demasiado daño, pero, en el mismo instante que ella notó
que se detenía, alzó las caderas con violencia y el novillero repitió de súbito
e inesperadamente la estocada en todo lo alto que le había otorgado el triunfo
esa tarde. Una vez sepultado el arma hasta la empuñadura en la suave carne
enrojecida, Magrit se convirtió en una verdadera posesa. Sus pechos se agitaban
como medusas entre dos aguas, la piel que jamás conseguiría broncearse parecía
cáscara de naranja erizada de púas, sus manos golpeaban el colchón con
impaciencia furiosa, sus pupilas bizquearon y la boca se abrió desmesuradamente
para gritar:
-More!!!, more!!!.
Ayayayayayayy....
Impresionado por el espectáculo, la
erupción de Omarito se estaba retardando más que de costumbre. Con certeza, lo
de Magrit no eran dolores, sino la más intensa y prolongada cadena de orgasmos
múltiples que había presenciado jamás. Tenía que acabar en seguida si no quería
malograr el suyo. Empujó las caderas adelante con furia, en imitación de la
violencia desaforada de la mujer, lo que hizo traquetear la cama de manera que
el somier batía con golpes fuertes y acompasados contra la pared. Primero
sonaron puñetazos en la misma pared dados por el lado del apartamento vecino,
luego fueron llamadas alarmadas a la puerta y, por fin, gritos procedentes del
descansillo, en el exterior del piso:
-¿Qué pasa ahí dentro? ¡Abran, o
llamamos a la policía!.
Omar se quedó paralizado, pero Magrit
no estaba dispuesta a consentirlo ni dejarse impresionar por las voces que no
comprendía. Viendo que él estaba inmóvil, ella flexionó las piernas y apoyó los
pies en el colchón para forzar y profundizar más aún la penetración. Pero no
paraba de gritar, gritos que el novillero estaba seguro de que serían oídos por
el Cañita desde el coche aparcado en la calle. Los golpes de la puerta
aumentaron su intensidad e impaciencia y presintiendo que la llamada a la
policía o a los bomberos iba a producirse de veras y de que la puerta podía ser
abatida en cualquier momento, Omar se liberó de la presa, cogió el pantalón del
suelo, se cubrió con él la entrepierna y fue a abrir:
-¡Coño, que no pasa ná! -les dijo a
las ocho personas de expresiones desencajadas que esperaban encontrarse con un
asesinato- ¿Queréis dejarnos tranquilos?
-¿Qué estáis haciendo? -preguntó
una vecina cuarentona-. ¿Qué clase de pervertidos sois?
-Eso a usted no le importa...
-Pero a la policía sí le va
importar. Ya viene de camino.
Indiferente a lo que sucedía,
Magrit continuaba gimiendo y llamándolo por su nombre para que volviera a la
cama, pero Omar comprendió que podía no ser conveniente tener que vérselas con
la policía en ese momento de su carrera. Sin importarle las miradas entre
escandilazadas e interesadas que las ocho personas dirigieron a su desnudez, se
puso precipitadamente la ropa y echó a correr escaleras abajo. Cuando se
acomodaba en el asiento del Clío del Cañita, vio llegar el coche policial.
-Vámonos, don Manuel.
-¿Qué coño ha pasado?
-Esa tía es la hostia.
-Fíjate en el follón que se ha
armado -señaló el apoderado mientras se alejaban en el coche-. Está todo el
vecindario en las terrazas. ¿No le habrás hecho nada raro a la guiri?
-¡Qué va, don Manuel? Se lo ha
pasao demasiao bien, pero es que me parece que quiere ser cantante de ópera.
-¿Una chillona berrenda? Bueno, me
alegro de que hayas tenido el buen tino de salir echando leches antes de que
llegara la autoridad.
-¡Eso, sí! Leches he echao una
pechá.
El Cañita sonrió. El niño
necesitaba una mijilla de pulimento, pero comenzaba a mostrar destellos de buen
juicio. Murmuró:
-¡Eres muy listo! Por ahora, no nos
convienen los escándalos. Más adelante, ya veremos...
V-
Alamares
Sentíase rendido esa noche cuando
cayó en la cama, más por la tensión que por cansancio verdadero, y pasó un buen
rato dando vueltas sobre sí mismo, desvelado. Primero, creyó que eran todavía
las ondas replicantes del seismo de emoción que le había conmocionado al oír,
por primera vez en su carrera, cómo sonaba un coso enardecido a causa de su
arte, pero conforme pasaban minutos y más minutos sin conseguir dormirse, con
la sábana formando cabaña india, se dio cuenta de que prevalecía la frustración
de no haber rematado la faena con la noruega. La gritona lo había dejado a
medias... y ahora, ¿qué? ¿Meterse otra vez en el cuarto de baño con la revista
de tetas de papel, a machacarse a pajas?
Carmen, su madre, asomó la cabeza y
un brazo por la puerta entreabierta. Su expresión era conmovida y risueña, tal
como había sido desde que el Cañita lo dejó ante la casa, escandalosamente
emocionada por el éxito del niño, que durante dos horas no paró de contar por
teléfono, con pelos y señales e infinidad de superlativos, a todas las comadres
del pueblo y a los familiares residentes en las poblaciones de los alrededores.
Pero, se dijo Omar, de las expresiones de una persona como su madre no podía
uno fiarse, porque era capaz de pasar sin transición de la inundación a la
sequía en un segundo, sin que fuera posible verla venir ni dilucidar si había o
no que tomarse en serio y literalmente sus expresiones, porque lo que parecía
un cabreo podía ser en realidad el preparativo de una broma y lo que parecía
una sonrisa de bienvenida podía resultar ser el preámbulo de una bofetada.
-¿No tienes sueño, con el trajín
que llevas?
-Es que...
-¡Osú, niño!, ¿por qué estás
sujetando un poste de teléfono debajo de la sábana?
Su boca contenía el gesto, pero en
el brillo de sus ojos había una carcajada. Omar se ruborizó, encendido hasta
las orejas. Alzó las rodillas para que el pene enhiesto no resaltara.
-Voy a tener que ponerte pañales
todas las noches antes de acostarte, porque tus sábanas están hechas cachos de
tanto lavarlas. ..
-¡Mamá! -Omar esbozó un puchero.
Nunca le había hablado de esas
cosas con tanta franqueza.
-... y, además -continuó Carmen,
como si no hubiera oído la queja-, que te vas a quedar tísico, con los
conciertos que organizas en el baño.
Encima, eso. Así que no bastaban
las precauciones que tomaba.
-¿Por qué no vas buscándote una
novia, ahora que parece que eso de los toros te va a servir de algo? Porque,
por lo que veo, tu patrón no te deja que vayas tanto a Torremolinos...
Insistía en llamar
"patrón" al Cañita, por la fuerza de las costumbres campesinas.
Deducía que su madre se había olido lo que buscaba sin encontrarlo, cuando,
hacía de eso ya un montón de meses, se escapaba con el primo Tomás y los amigos
a Málaga y Torremolinos. El rubor se le volvió rojo púrpura. Ella pareció
compadecerse.
-¿Quieres que te traiga un vasillo
de leche? Te dará sueño.
-No... mamá, déjame dormir.
-No, claro, ¿cómo vas a necesitar
más leche todavía? -comentó Carmen con picardía, mientras apagaba la luz y
cerraba la puerta.
El sonrojo por el descubrimiento de
que su madre podía tener ojos repartidos por toda la casa, se sumó a las demás
emociones, y el pene sin parar de dar brincos de aviso y los testículos, a
punto de reventar. Ahora no iba a ser capaz de masturbarse, convencido de que
el más leve rumor sería detectado por Carmen.
¿Y si se levantaba y salía a dar
una vuelta o se machacaba un poco, retando a una carrera a los amigos que
quedaran en la taberna? Qué va, tenía que levantarse a las siete, porque el
Cañita le daba una bronca cada vez que llegaba al tentadero aunque fuera un
minuto más tarde de las ocho y media, y la caminata hasta la cortijá era de
cuatro kilómetros.
Siguió dando vueltas sobre el
colchón un buen rato, con cuidado de no hacer ruído para que su madre no sacase
conclusiones equivocadas, sin parar de maldecir a la noruega y sus alaridos.
Cuando despertó por la mañana, se dijo que Carmen iba a pensar de nuevo en
ponerle pañales, ya que las sábanas presentaban grandes huellas del sueño.
¡Qué extraño había sido! ¿Cómo era
posible soñar tales cosas?
Estaba en el centro de la plaza,
pero, en vez de albero, pisaba una extensión inmensa de grandes baldosas
blancas y negras, en damero, sobre la que todo se reflejaba, de tan
pulimentada. Mirábase a sí mismo con extrañeza, porque lo que vestía no era un
traje de luces, sino unas ajustadas calzas de color azul sobre la que brillaban
los bombachos de tiras bordadas que iban de la cintura hasta medio muslo. En
vez de llevar el capote en las manos, se encontraba sujeto a su espalda
mediante un tirante de pedrería que le abrazaba el cuello. Contemplándose hacia
abajo, vio en el reflejo que no llevaba montera sino un ancho sombrero adornado
con plumas.
Volvía a sentir tanto miedo como
durante las novilladas que había toreado el año anterior, cuando el burel corría
más detrás de él que él detrás del toro... pero qué raro era ese toro. Sus
cuernos refulgían como si estuviesen cubiertos de plata bruñida y pendía de
cada punta un velo de tul que llegaba a arrastrarse por el suelo, y no bramaba
ni corría en su dirección, sino que se movía ceremoniosa y pausadamente entre
contoneos, arrastrando la cola de seda bordada. ¿Qué cola de seda bordada? El
toro no era un toro, joé, sino Magrit vestida de princesa. Bueno, vestida era
un decir, porque el traje de damasco recamado tenía un escote que descubría
totalmente sus pechos y, a partir de la cintura, se encontraba abierto,
mostrando el pubis y los muslos, abertura que, al desplazarse, se hacía mayor
ya que el tejido barroco de la ampulosa falda se refrenaba al deslizarse sobre
el pulido suelo.
¿Qué quería Magrit? ¿Qué
significaban su expresión y sus gestos?
¿Decirle a don Luis Mejías que
viniera a compartir la lida con él?, ¿quién era don Luis Mejías? Ningún torero
compartía la lidia con nadie, salvo durante los quites del tercio de
varilargueros. Él se bastaba.
¿Que no se bastaba, que un sujeto
al que llamaba "comendador" era su enemigo y lo estaba acechando?
¿Por qué tenía que temerle? El único enemigo de un lidiador era el toro y el
público cuando se cabreaba. Él no necesitaba a nadie más.
¿Que podían matarlo? Bueno, y qué.
Ése era un riesgo asumido por todos los toreros.
¿Que, si ganaba en el trance,
obtendría un premio mucho mejor que las orejas? ¿Un rabo? Entonces, ¿qué? ¡El
éxtasis!, qué coño significaba esa palabra.
¿De qué tenía que convencer a
Brígida?, ¿y quién era Brígida?
¿A un mausoleo? ¿Quién iba a
mandarlo para un mausoleo si no se guardaba del comendador y dónde estaba ese
sitio con un nombre tan estrambótico?
¿Que en vez de engañarla en el sofá
la pidiera en matrimonio? No le faltaba más, casarse con una gachí que no
hablaba español y que era una pila de años más vieja que él. ¡Vamos, anda!
Si quería, como sugería la guarrada
de su vestido, que se la follara, que lo dijera claro, joé, pero eso de casarse
eran palabras mayores. ¡Pues no le daría guantazos su madre si llegaba por las
buenas y le decía que iba a obligarla a tener una nuera con la que no podría
pasar horas y horas en la cocina, contando chismes, porque no entendería ni un
pimiento!
¿Otra vez con eso del
"éxtasis"? Tenía que dejar de usar palabras noruegas, coño, que él
era un chiquillo de pueblo y no había estudiado idiomas.
¿Llevarla al delirio, como el viejo
sacristán, que decían que se bebía a diario el vino de consagrar y contaban que
había acabado en el manicomio de Málaga con "delirium tremens"?
Ahora, qué pretendía, ¿que la emborrachara? Si él tenía prohibido por el Cañita
beber alcohol y, en cualquier caso, lo más que había conseguido tomar una vez
fueron dos cubatas y pasó luego una semana con resaca. Joé, que se dejara de
tanto rollo y se abriera el toro de patas de una vez, o sea, que Magrit se
abriera de piernas, porque los bombachos tan bonitos y tan historiados se iban
a romper por la presión y no quería mancharlos por si era eso lo que quería el
comendador o la Brígida, quitarle esa ropa que debía de valer un dineral y que
seguramente le había prestado esa gente de nombres tan raros.
Con desolación, notó que la
pedrería de los bombachos salía disparada igual que metralla, como si hubiera
estallado una granada, y que el pene emergía de la tela igual que un ariete de
las películas de romanos. ¡Estaba listo! Ahora iba a llegar el tal comendador a
darle de hostias, al ver que no sólo rompía el traje, sino que lo dejaba
asqueroso, de tan embadurnado de semen
de arriba abajo.
Volvió a preguntarse por qué había
soñado eso.
Observando la sábana manchada,
maldijo por enésima vez a la noruega, sus gritos y los vecinos entrometidos.
Bueno, ya que la cosa no tenía remedio y su madre iba a ver el rosetón,
volvería a aliviarse otra mijilla; necesitaba tener una chiquilla cerca,
parecida a la vallisoletana pero que no tuviera tan malas intenciones. Sudó
para obtener el orgasmo, lo cual no estaba mal. Llegaría al tentadero sin
necesitar los ejercicios de precalentamiento que le ordenaba el Cañita.
Mientras comía un pan de medio kilo tostado,
con aceite de oliva virgen y restregado con ajo, vio que su madre cruzaba por
el pasillo con las sábanas hechas un gurruño en la mano, dirigiéndose a donde
estaba la lavadora. De nuevo se ruborizó. Bebió aprisa, atragantándose, el vaso
de cacao con leche y salió para no tener que afrontar la mirada irónica de
Carmen y sus bromas.
Bajó la cuesta hacia el río. El
sol, no muy alto todavía, tenía ya pretensiones veraniegas aunque sólo empezaba
la primavera en el calendario. Subía una tenue calima húmeda del estrecho
riachuelo, cuyo caudal se encontraba retenido en la parte más alta de la Hoya
por un montón de presas. La brisa movía indolentemente los cañaverales, los dardos
de los cipreses apenas se balanceaban al otro lado del río y los matorrales
nevados de margaritas permanecían quietos, como en una postal. Las densas
formaciones de adelfas aparecían minadas de capullos que no tardarían en
comenzar a abrirse, vistiendo a esas plantas venenosas de un inocente,
sugestivo y engañador aspecto de jardín del paraíso. Junto a las cercas y en
las quebradas, las chumberas tenían también sus pencas circundadas de
botoncitos que serían higos chumbos cuando llegase el verano, unos frutos de
los que, espinándose las manos, se había atiborrado con sus amigos y el primo
Tomás desde que tenía memoria.
No había desayunado lo suficiente,
el temor a darse de cara con su madre tras lo de la sábana le había impedido
quedar satisfecho, porque habría tostado otro pan si no hubiera tenido que
echar a correr. ¿Qué podía echarse al coleto?, ¿chupar una cañaduz?, ¿quedarían
cañaduces por los alrededores? No, todas estaban más abajo, donde su padre y su
tío cuidaban con mimo la finquilla que cultivaban a medias. Hambre y ganas de
meterse tras un seto a cascársela. ¡Joé, cómo olían ya los naranjos! Ese olor
le hacía hervir la sangre más todavía. Mierda con la noruega. Mierda con la
vallisoletana. Como el Cañita le pusiera alguna pega para no llevarlo a follar
con la Nancy esa noche, iba a rabiar.
VI
– Pinchazo
-Tenemos una novillá en Nerja el
sábado que viene -dijo el Cañita sin permitir a su pupilo interrumpir el
entrenamiento en el tentadero.
-¿Y cuándo en Valladolid, don
Manuel?
El apoderado sonrió.
-Así que estás enchochao con
aquella muchacha...
-Me tocó el amor propio.
-Todavía no nos han llamado de por
aquella parte. Cualquier día lo harán, no te preocupes. Según hablan los
periódicos de lo que hiciste en Vélez, va a llegarnos tal aluvión, que ya estoy
pensando en organizarte la alternativa esta misma temporada.
Habían pasado tres días desde el
suceso con la noruega, tres días con sus noches correspondientes. La
alternativa y el ascenso a matador parecían cuestiones demasiado lejanas y brumosas
como para distraer a Omar de otro problema más acuciante. No rematar la lidia
con Magrit le había dejado un sentimiento de inconclusión que no sabía cómo
resolver, porque hacía ya varios meses que el manoseo había dejado de ser
satisfactorio.
En el tentadero, situado en un
cortijo de la parte naranjera de la Hoya malagueña, olía a azahar, un intenso
aroma que se mezclaba con el de eucalipto y pino, llenando el aire caliente de
vitalidad renacida, que se aliñaba también con el olor penetrante de los junquillos
silvestres y los hinojos recién brotados. El conjunto aromático causaba cierta
perezosa embriaguez que invitaba a abondonarse a los sentidos. Las grandes
zancudas refugiadas en la laguna de Fuente Piedra sobrevolaban la Hoya en busca
de alimento; cerca de la placita, en la rama más baja de una araucaria, cantaba
un jilguero; los geranios de las ventanas de la casa reventaban en rosas y
carmines, las paredes de cal viva reverberaban bajo la inundación de sol, todo
el entorno iniciaba el esplendorosamente colorido progreso de la primavera que
la sangre altera, y la sangre del novillero llevaba alterada más de setenta y
dos horas.
-Voy a estallar y me dará un
síncope. Tengo que ir esta noche en busca de la Nancy, don Manuel.
-Imposible, Omarito. Mañana salimos
a las seis de la mañana pa Alcalá de los Gazules. Matarás una vaquilla, a ver
si le coges el tranquillo del tó.
-Peor será si no duermo...
-¿Qué estás diciendo?
-Llevo tres noches sin pegar ojo y
pajeándome como un loco. La guiri del otro día me dejó con la miel en los
labios...
-¿Que no duermes bien?
-Creo que no.
-Será que no te das cuenta de que
te quedas dormido... sí, eso tiene que ser. Mira, Omarito, tú sabes de sobra
que no puedes tener sexo pocas horas antes de vértelas con un toro. Después, es
otra cuestión.
-Ésas son cosas de viejas, don
Manuel.
-¿Cosas de vieja? ¿Quién te ha
metío esa idea en la cabeza, niño? Entérate, el toro huele que has tenío ración
de coño y eso le hace ir directo a por ti. ¿Es que no has hablado de esto con
tus compañeros?
-¡Qué va!
-Pues no encontrarás un torero que
no pase un par de días de ayuno sexual antes de la corría. Convéncete, no
puedes follar por lo menos cuarenta y ocho horas antes de enfrentarte a un
toro.
-No puedo resistirlo.
Manuel Rodríguez el Cañita observó
a su pupilo con preocupación. Sabía que esa clase de tensiones desconcentraban
al novillero y que ello podía significar una vuelta atrás del paso de gigante
que había dado el domingo anterior en Vélez, pero estaba dispuesto a mantenerse
en sus trece, porque el toreo tenía sus ritos y sus claves sagradas que nadie
podía transgredir.
-No puedes tener coño hoy, Omarito.
Mira, te diré lo que vamos a hacer. ¿Tiene vídeo tu madre?
-No.
-Entonces, cuando termines voy a
llevarte a mi casa. Por el camino, alquilaré dos películas pornográficas y te
dejaré allí, solo. ¿Sabes manejar un vídeo? -el joven negó-. Yo te enseñaré.
-Pero eso es más de lo mismo. Ya le
he dicho que las pajas no me molan ni mijita.
-Será distinto con una película
pornográfica, ya verás. La imaginación cuenta mucho en el sexo.
-¡Que no, don Manuel! Que ya no
tengo más ganas de "amor propio", joé, que me hierven hasta las
túrdigas. Me cago en...
-Cuida tu lenguaje, Omarito, que
mañana por la noche van a entrevistarte en la radio. Vamos a ver... ¿serías
capaz de permitir que una tía te manipule sin correr como un loco a metérsela?
-Yo...
-Ya lo veo que no.
-No aguanto más.
-Creo que lo que te hizo la
vallisoletana en el tren te lo tenías merecío. Eres un salío sin clase ni
categoria.
-Marisa es cosa aparte.
-¡Vaya! Así que no te has olvidao
del nombre. Que me huelo yo...
-Don Manuel, por favor. Voy a
reventar; tengo una cojonera que va a dejarme inútil.
El Cañita meditó unos minutos. Se
sentía cercado por la vehemencia del muchacho, pero era imposible renunciar a
los principios. Adoptó un tono didáctico para decir:
-Mira, Omarito. Una mujer puede
hacerte disfrutar de muchas maneras, sin necesidad de penetración. Hay muchas
cosas que te faltan aprender en el sexo y hoy es un buen día para que empieces
un cursillo acelerao. Te buscaré una que te deje seco, pero yo voy a tener que
hacer de eunuco y estaré presente pa que no se la metas. ¿Me prometes dejarlo
de mi cuenta y que no vas a hacer lo que no debes hacer, o sea, que no llegarás
a Alcalá de los Gazules con olor a coño?
-Yo...
-¿Lo prometes, o no?
-Sí, don Manuel. A ver.
-Pues al avío. Ve a darte una ducha
fría de media hora. Corre.
Mientras el niño obedecía, el
Cañita consultó atentamente la guía de relax del periódico. No podía correr
riesgos, de modo que tomó una decisión inspirada por uno de los anuncios. Marcó
el número de teléfono y habló durante doce minutos largos.
Manuel Rodríguez el Cañita contaba
nueve años de viudez y aburrimiento rentista. Su piso, en el paseo marítimo de
Picasso, pese a conservar muchos de los objetos de la mujer ausente, mantenía
escaso estilo femenino. Con todo y que la asistenta acudía a limpiar y poner
orden tres veces por semanas, era una vivienda típica de hombre solitario,
llena de cimeros de revistas por todos los rincones, objetos heterogéneos de
carácter taurino recolectados en corridas y encuentros con empresarios,
calendarios de mujeres desnudas obsequiados por talleres mecánicos, ceniceros
robados en los hoteles y restaurantes y vídeos de toros amontonados tanto junto
al televisor como en el aparador y la mesa del comedor. En paredes opuestas,
las más extremas, dos cabezas de toro que a Omarito le parecieron de
tiranosauros. El apoderado encendió el televisor y el vídeo, señaló al joven el
sofá más cómodo, le indicó cómo hacer funcionar el telemando, desenfundó una de
las dos películas pornográficas que había alquilado, la metió en el vídeo, lo
puso en play y dijo al novillero:
-Bueno, niño, ve caldeándote, que
en pocos minutos viene la gachí. Ábrele tú la puerta pa que no piense cosas
raras; se llama Jenny, pero recuerda que voy a estar ahí al lado, tras la
puerta del comedor, pendiente de lo que haces. Cómo me dé cuenta de que tratas
de tirártela, salgo y te parto la jeta.
Sonó el timbre diez minutos más
tarde. Sólo un par de segundos de pitido, porque, de un salto, Omarito se había
plantado en la puerta como una exhalación. Abrió y se dio de cara con la mujer
más exuberante que había visto jamás. Aupada en unos tacones vertiginosos de
charol escarlata, le sacaba al novillero una cuarta, ojos verdes casi líquidos,
labios bembones como los de una africana cubiertos de carmín rojo fuego,
pómulos de eslava, quijada de vampiresa, todo bajo una melena estilo Tina
Turner de color panocha con reflejos rojizos. Lo miró un instante a los ojos,
pero en seguida se deslizaron los suyos hacia la prometedora trempera que
abultaba el pantalón. Adelantó la mano hacia la cima y murmuró con gran
delicadeza:
-¡Vida mía!, esto es un pollón y no
lo que venden en los sex shops.
Su voz tenía un matiz extraño,
curioso pero sugestivo. Uno tono ronco, contenido, como el de algunas actrices
de cine. Confirmó a continuación su
elegante estilo:
-Te voy a arrancar los vaqueros a
bocaos y te voy a hacer una mamada que te va a dejar sin una gota de leche.
Bueno, no era una mala promesa.
Todavía en el mismo lenguaje cortesano, añadió Jenny:
-Demuéstrame que no eres una
maricón hijo de puta. Échate ahí y ábrete de piernas, que te vea las pelotas a
gusto. Joder, mamonazo, vaya par de balones.
Mientras Omar se quitaba el
pantalón, la camisa y los calzoncillos, ella se había desabrochado la blusa,
soltándose el sostén. Echó los hombros hacia atrás para mostrar en todo su
esplendor unos pechos pequeños, puntiagudos y muy duros. Omar fue a aferrarlos
para comprobar la incitadora firmeza, pero ella reculó un poco y se los cubrió
con las manos. Continuó con sus áulicas expresiones:
-¡Vaya pelambrera que tienes en los
cojones, cariño! Después del trabajito que voy a hacerte, acabarás con la
permanente. A ver si tienes este pollón tan limpio como los calzoncillos
-retiró el prepucio de un jalón-. ¡Coño!, vaya cabezón. Joder, me vas a
atragantar. Pero si muero ahogada por esta trompa, la diñaré a gusto.
No se había quitado las bragas, el
liguero ni las medias negras. Tampoco los tacones ni la media docena de
collares que le cubrían el cuello casi completamente. Tenía brazos y piernas
muy largos, caderas estrechas y hombros huesudos. Cuando se arrodilló ante el
muchacho, éste trato de acariciarla.
-Se mira pero no se toca. Estate
quieto.
Evidentemente, el Cañita la había
aleccionado al detalle y no le parecía a Omarito que fuese posible convencerla
por señas de que se dejara penetrar, sin tener que discutirlo de manera que el
apoderado no escuchara nada. El viejo debía de haber cerrado un acuerdo muy
riguroso, que la fulana no estaba dispuesta a contradecir.
Ésta engulló el pene, trabajándolo
con la lengua con innegable talento. Debía de estar atragantada, porque los
labios abarcaban la base del órgano y una parte del escroto, pero no parecía
incomodarse por ello. Daba fuertes bufidos por la nariz y, cuando Omar estalló,
notó que ella seguía absorbiendo; parecía poder tragarse hasta la próstata,
porque los cosquilleos recorrían en oleadas todo el interior del novillero
hasta notarlos nalgas arriba, casi en la cintura. La tía lo estaba devorando.
-Esto no es más que el principio
-dijo Jenny con su ya acreditado estilo y todavía con el glande a flor de
labios-. Necesito más leche, mamón, que estoy muy débil. Dámela toda, necesito
un litro para quedarme satisfecha.
Retiró la cara del pene, lo sujetó
con la mano izquierda, agachó la cabeza y se puso a morderle el pie izquierdo.
En la pantalla del televisor, aunque sin sonido, continuaba la versión resumida
de "Las mil y una noches" o sea, una especie de tienda de campaña con
el suelo lleno de arena, ocho o diez cojines, dos rubias, una morena, dos moros
con el pelo teñido y los ojos azules y un enano mulato con una especie de
apagafuegos entre las piernas. Mientras el enano tenía la boca sumergida en la
vulva de una de las rubias, que estaba de pie y de espaldas a la cámara, la
otra rubia y la morena competían por la manguera al tiempo que eran penetradas
por detrás por los dos moros fingidos que, aunque desnudos, conservaban los
turbantes con sus plumas y sus perlas falsas.
Delante de la pantalla, el
novillero tenía los ojos fijos en la grupa de Jenny mientras ella le mordía la
pantorrilla sin soltar el pene. El escaso recorrido de la mirada desde la
película a las nalgas, bastó para que volviera a empinarse, cimbreante como una
viga metálica.
-Joder, macho -dijo Jenny-, voy a
tener que recomendarte a seis amigas, porque tú no eres un tío, sino un caballo
cimarrón.
Ahora no volvió a engullir el
órgano, sino que, apretándose los pechos, lo encerró entre ellos, emprendiendo
un masaje que a Omarito le supo a vagina, mientras Jenny le mordía por todo el
pecho, jugueteando con sus pezoncillos con la lengua endurecida. El espejismo
táctil funcionó con mayor eficacia que la boca y el surtidor alcanzó la melena
leonina. Ella sacudió las gotas como si se peinara con la mano abierta, y dijo:
-Ven aquí, míster polla, que ahora
te vas a enterar.
Lo forzó a arrodillarse sobre la
alfombra abierto de piernas, de cara al sofá, con los codos apoyados en el
asiento y el culo levantado.
-¿Qué haces? -protestó Omarito al
sentir que ella tensaba con las manos cada una de sus nalgas hacia afuera.
-Quédate quiero, cariño, que voy a
lavarte para un mes. ¿Has oído hablar del beso negro?
Sintió su lengua en el esfínter y
dio un empujón para impedirlo. Pero la enorme mujer era tan fuerte como
parecía, por lo que consiguió inmovilizarlo y mantuvo la lengua en el mismo
lugar, sin penetrarlo pero jugueteando por todo el aro. Sorprendentemente, Omar
descubrió que tal invasión del último de sus santuarios era muy placentera.
Bueno, mientras no metiera la lengua en honduras, que hiciera lo que quisiera.
Ella jugueteó con esa prenda unos veinte minutos y, contra lo que el novillero
esperaba, volvió a trempar. Una vez que Jenny lo notó, lo aferró con la derecha
y deslizó la lengua en dirección a la bolsa escrotal, tragándosela entera. Todo
eso era nuevo para él, demasiado extraordinario, pero le estaba permitiendo
descubrir inesperadas dimensiones del placer y, en efecto, como ella había
prometido, era capaz de dejarlo sin una gota, aunque sentía que ya habían
vuelto a llenársele, todavía dentro de la boca femenina.
Esta vez tenía que descargar dentro
de ella. Tanteó con su mano derecha hacia atrás a ver si conseguía agarrarla y
obligarla a tenderse en el suelo para echarse encima antes de que pudiera
reaccionar, pero Jenny le dio una fortísima palmada en la mano y una tarascada
en la nalga.
-¡Mira que te capo! -exclamó,
soltando por un instante lo que estaba a punto de reventar en su boca, y
engulléndolo de nuevo en seguida.
Omarito temió que pudiera cumplir
su amenaza de un mordisco y la dejó hacer, porque si alguna joya de su cuerpo
tenía que ser preservada, ésa era la principal. Manteniendo todo el escroto
dentro de la boca, ella tomó con una mano el pene, colocando la otra, cerrada,
casi en el ano, que presionó. El novillero sintió que la cosa no tenía ya
remedio. El Cañita iba a tener que mandar los cojines del sofá a la tintorería.
Antes de acabar la erupción, Jenny sorbió las últimas gotas y volvió a tragarse
todo el pene como la primera vez. Ahora, ya estaba desfallecido. Omar se dejó
caer sobre la alfombra, rodó para situarse boca arriba y cerró los ojos. Era
suficiente, ya no iba a sufrir trempera en una semana pero, sin embargo, aún le
quedaba la frustración de no haberla penetrado. Con la fuerza que tenía la tía,
debía de tener un coño soberbio, duro, palpitante, capaz de ordeñarlo en busca
de lo poco que le quedara dentro.
Ella se había alzado y lo
contemplaba desde su altura de torre parroquial, sonriente.
-¿Quieres más?
-Tengo que metértela, a ver
-murmuró Omar, confiando que el Cañita no pudiera oírle.
-Eso sí que no, cariño. El lunes,
después de que torees, te lo haré gratis. Tiemblo con sólo pensar que me metas
ese pollón.
-Yo quiero ahora...
-No, cariño.
El joven fue a alzarse, con la mano
extendida hacia la entrepierna femenina. Ella le empujó, poniéndole el enorme
zapato derecho sobre el pecho.
-Quédate quieto, o se lo digo a
papaíto. ¿Quieres correrte otra vez?
-Sí, pero dentro.
-¡Que no, joder! El lunes.
-Déjame -gimió, ya descontrolado y
sin recordar que el Cañita podía escucharle.
Jenny volvió a empujarle, pero él
era un torero, ágil como un atleta de diecisiete años. Fingió unos segundos
estar relajado en el suelo para que ella se confiase; cuando notó que dejaba de
estar alerta, se alzó como un gato y buscó con la mano la gruta de la
perdición.
-¡Qué mierda es esto! -exclamó el
novillero.
En vez del hueco, había palpado un
relieve.
-¡Maricón, hijo de puta! -insultó.
En ese momento, el Cañita irrumpió
en la sala.
-¡Quieto, Omarito! Ya te dije que
hoy no podías tener coño. Ya has disfrutao lo tuyo, ¿no? Pues deja a la chica
tranquila.
-¡Chica!, joé, me ha traído usted a
un travesti.
-Pero es el mejor travesti en
doscientos kilómetros a la redonda. ¿No es eso lo que me dijiste, Jenny? -ella
asintió-. Tranquilízate, niño, que esto no se contagia. Toma, Jenny, aquí
tienes las quince mil. Coge tu ropa y sal echando leches.
-Eso, desde luego. Llevo dentro lo
menos medio litro de leche de este semental -se dirigió hacia la puerta
mientras se ajustaba el sostén-. Y lo dicho, mister pollón, el lunes te lo hago
gratis.
-¡Maricón de mierda!
-Pero has disfrutado como un
guarro, ¿no? -ironizó Jenny cerrando la puerta tras ella.
-Joé, don Manuel. No me esperaba
esto de usted.
El apoderado no podía contener las
risas.
-Ella tiene razón. ¿No has
disfrutao? Pues a otra cosa.
A pesar del enfado, esa noche
durmió Omarito como el adolescente sin culpas que era. No necesitó manoseo.
VII
– Revolera
-¿Quién es? -preguntó Isabel Gámez
al responder el teléfono.
-Manolo Rodríguez, ¿cómo está
usted?
-¿Manolo Rodríguez? ¡Ah, el
nazareno!
-¿Le gustó la procesión?
-Mucho. ¿Es verdad esa leyenda que
cuentan del bandido?
-Creo que sí; por lo menos, los
malagueños creemos a pies juntillas que el bandolero Zamarrilla existió de
verdad y que los migueletes no lo pudieron descubrir cuando se refugió en la
ermita del Perchel, bajo el manto de la Virgen. La imagen es pequeña y el manto
era muy chiquitillo y, aunque no lo escondía del todo, los migueletes no lo
vieron, como si la Virgen hubiera decidido protegerlo. En agradecimiento, él le
tiró desde abajo una rosa blanca atravesada con su puñal, que fue a clavarse en
el pecho de la imagen; al instante, esa rosa blanca se volvió roja. Fue un
milagro... pero yo la llamaba pa otra cosa. Dentro de dos sábados toreamos en
Palencia... ¿Eso no está cerca de ustedes?
-Pues sí, a cuarenta y siete
kilómetros. ¿En Palencia capital?
-Allí mismito.
-No creo que podamos, don Manuel.
Vamos a ver... El sábado de la semana que viene, mi sobrina va de excursión a
las cuevas de Altamira.
-¡Qué lástima! Al niño le hace una
ilusión...
-Me extraña. Yo creía que, después
de la broma que le gastó Marisa en el tren, no iba a tener más ganas de vernos
en toda su vida. Es una pena que no podamos ir, don Manuel...
-Osú, déjese de tantos dones.
Tráteme de Manolo.
Isabel calló un instante. En las
apreturas, durante el multitudinario encierro de la procesión, había notado las
miradas golosas que el apoderado le dedicaba, y no acababa de decidir si el
interés que tales miradas revelaban le halagaba o no. Se aclaró la voz para
cambiar de tema:
-¿Cómo va el muchacho? Lo del
domingo fue estupendo. Después de una tarde como la de Vélez, ¿sigue usted con
tanto escepticismo sobre sus condiciones toreras, como me dijo el día de la
procesión?
-De momento, estoy a liquindoy,
porque con este chiquillo no sabe uno a qué carta quedar. A las primeras de
cambios podría dar la espantá. Pa enfrentarse a los toros hay que tener mucho
valor, ¿sabe usted?, y por ahora el niño ha dao menos pruebas de valentía que
una liebre en un canódromo. Mañana tenemos una novillá en Nerja; ojalá que
repita el faenón y lo del domingo pasao no haya sido un pronto.
A pesar de sus dudas, Isabel sentía
deseos de encontrarse de nuevo con Manolo el Cañita. Suponía que por lo
divertida que resultaba su charla. Otra vez se aclaró la voz.
-Escuche, Manolo, la verdad es que
a mí me gustaría mucho volver a verlo. Así que, aunque mi sobrina no pueda,
creo que iré a Palencia.
-Eso está muy requetebién. Tengo yo
ganas de contarle esa leyenda del Zamarrilla con más detalle.
-Pues allí estaré.
-Le dejaré una barrera a su nombre
en la taquilla.
-No tiene que molestarse...
-Claro que sí. ¿Qué menos puedo
hacer, ya que se tomará usted la molestia del viaje?
-Magnífico. Pues nos veremos el
sábado.
-¿Podremos invitarla a cenar?
-Ya veremos.
Era por el niño, se dijo el Cañita cuando
colgó el auricular, por el enchochamiento que parecía tener Omarito con Marisa.
Pero, si sólo era por eso, ¿por qué se sentía tan contento de que la sargenta
estuviera dispuesta a encontrarse con él dentro de ocho días?
Bueno, ahora, lo importante era
ocuparse del trabajo. Además de la plaza de Palencia, habían requerido la
presencia de Omar Candela en Colmenar Viejo, Játiva, Albacete y Fernán Núñez.
Más novilladas pagadas de las que había tenido Omarito toda la temporada
anterior. Las cosas empezaban a funcionar, pronto podría recuperarse de la
inversión, pero... ¿y si el niño daba otro gatillazo mañana en Nerja? Mejor no
pensarlo.
VII – Rejón de castigo
El
asunto ése de no poder estar con una mujer cuarenta y ocho horas antes de una corrida
era un rollo moruno; en la próxima novillada, iba a preguntarle a un compañero
si era verdad. Sabía que esa noche tenía que dormir bien, pero ¿quién podía
dormir a pierna suelta con una tercera pierna, nada suelta, sino muy firme,
estorbando enmedio? Iba a tener que masturbarse o tendría sueños raros otra
vez.
-Niño
-le dijo su madre-, que ya sabes tú que don Manuel mandó que te acostaras
temprano.
-No
tengo sueño.
-Son
las once y cuarto. Ya es hora de que te acuestes.
-Un
ratillo más, mamá. Cuando acabe la película.
-Bueno,
un ratillo, pero ni un minuto más... o llamo a tu padre.
-Deja
a mi padre tranquilo, que bastante tiene con vigilar la cañaduz de noche, pa
que andes llamando al móvil por chuminás.
Libre
de la conversación materna, Omar volvió a sus cavilaciones. ¿Cómo sería
acostarse con una muchacha de su edad, sin tener que pagarle? Porque sí, porque
ella quisiera, con los tiras y aflojas propios de las adolescentes. Desde que
la metiera por primera vez en caliente, sólo había estado con la Nancy y otras
tías pagadas, además de la guiri de Torre del Mar... sin contar la broma
asquerosa que le había gastado el Cañita tres días antes. Joder, ¡un travesti!
Escupió involuntariamente y, al darse cuenta, fue al baño en busca de un poco
de papel higiénico para limpiar el escupitajo, que la vieja tenía muy malas
pulgas y todavía venía de vez en cuando a sacudirle con la esportilla.
Marisa
sí que tenía un buen polvo. Bueno, muchos más de uno y otras muchas cosas. Una
niña así era lo que necesitaba. El Cañita había conseguido una novillada en
Palencia, a menos de cincuenta kilómetros de Valladolid. Ojalá viniera Marisa.
Le iba a dar unos cuantos "folladme" escritos con carmín. A ver.
IX
– Tanteo
-Mira quién está allí -indicó el
Cañita.
-¿Quién?
-La noruega de Vélez, allí, en
medio de sol, en el cinco, ¿la ves?
-No. ¡Joé, sí!
-Ésa ha venido por ti.
-Antes, soy capaz de enrollarme con
la travesti. ¿Usted sabe, don Manuel, cómo jode esa tía?
-Puedo imaginármelo por la que se
armó. Bueno, ¿cómo te sientes hoy?
-Regular, don Manuel. ¡Tengo un
queso!
-¿Por qué no descargas un poco,
antes del paseíllo?
-Ya no me van esas cosas, don
Manuel. De pronto, no comprendo cómo he podido meneármela tanto los últimos
cuatro años.
-¿Podrás aguantar hasta el final de
la novillá, con todas esas tías gritándote piropos?
-¡Qué remedio!
-¿Seguro?
-¡Que sí!, que ya no soy un niño,
joé.
"Los toreros están obligados a
madurar pronto", pensó el Cañita. Pero Omar Candela era un niño todavía,
con los emperramientos propios de la infancia. Emperramiento que su
libidinosidad tan desmesurada convertía en inaguantable. Lo de la tradición de
que los toreros no tuvieran sexo antes de las corridas había dado resultado; el
chico parecía haberlo asimilado. Tenía que inventarse otras tradiciones
semejantes, falsas, por supuesto, pero que produjeran el mismo efecto, porque
el chiquillo tenía magníficas hechuras y podía malograr el futuro con los
ardores de su entrepierna, que le quitaban concentración la mitad de los días
de entrenamiento. Era natural que hubiera tantos toreros que se casaban
jóvenes. Antes de ser mentalmente hombres del todo, se encontraban en el centro
de una corte de aduladoras, que lo primero que ensalzaban eran sus atributos,
tan notorios por lo ajustado de los trajes de luces, dispuestas a comérselos
vivos y eso no hay cuerpo que lo resista. Claro que Omarito no podía casarse
todavía, no antes de, por lo menos, dos o tres años más. Si aquella muchacha de
Valladolid se pusiera a tiro... Y si también se pusiera a tiro la tía...
El alguacilillo estaba preparado.
Había llegado la hora.
Salvo por el hecho de que las
miradas, los guiños y los apretamientos de tetas de Magrit ocasionaron de nuevo
que gritaran bromas en los tendidos sobre los embutidos que Omar guardaba en la
taleguilla, la tarde nerjeña fue distinta de la de Vélez, ya que no tuvo que
padecer el tormento de que le devolvieran un novillo a los corrales. Tampoco
cortó dos orejas, sólo una en el primero, pero dio la vuelta al ruedo en los
dos. El triunfador de la tarde fue uno de Estepona, que salió a hombros.
-Van a dar una fiesta en el
ayuntamiento, niño, y no podemos faltar -dijo el Cañita.
-Pero ¿no quería usted que me
encamara con la guiri?
-Lo dije sólo para que te
serenaras, a ver si no pensando tanto en el sexo al dejarlo para más tarde,
conseguías dejar de estar empalmado todo el rato y no te estorbaba el bulto a
la hora de matar. A esa tía no puedes volver a follártela, a pique de que te
meta otra vez en un escándalo. Mira, Omarito, iremos a la fiesta municipal,
porque a partir de ahora tendremos que hacer muchas relaciones públicas, y
luego, cuando la fiesta termine, te llevaré donde la Nancy. Has estado muy bien
esta tarde.
-¿Ahora está más convencío de que
llegaré a figura?
-Sí, hombre.
Era la primera vez que el Cañita
usaba esta expresión al hablarle, le había llamado "hombre" y hasta
ayer mismo sólo le llamaba "niño". Estaba progresando. Omar Candela
sonrió, tratando de escamotear el gesto a la mirada de su apoderado para que no
le preguntara el motivo de la risa. En cuanto empezara a salir regularmente en
los periódicos y en la televisión, llegaría la hora de darle a la niña de
Valladolid la lección que merecía. No conseguía comprender por qué necesitaba
tanto tomarse la revancha por lo ocurrido en el tren, por qué se acordaba todos
los días de Marisa. Encontraría la manera de vengarse.
Aunque iba con ropa de calle, la
gente lo reconoció en el recorrido entre la plaza y el ayuntamiento. Ésta sí
que era una novedad, más todavía que el hecho de que el Cañita le hubiera
llamado "hombre". A pesar de que predominaban las muchachas jóvenes
que le gritaban "¡guapo!", muchos hombres lo jalearon y varios
llegaron a exclamar algún "¡Olé, maestro!"
En el ayuntamiento siguieron
aclamándolo, aunque no tanto como al esteponero, que era el centro de la
fiesta.
-¿Tú también eres malagueño? -le
preguntó una señora que podía tener unos treinta y tantos, o cuarenta, muy bien
vestida y perfumada, que no hablaba andaluz.
-Sí, de Cártama.
-¡De Cártama! -exclamó la mujer,
como si el dato tuviese especial significación.
-¿Conoce usted gente de allí?
-Oye, no me hables de usted, que no
soy tan carroza. Sí, conocí una vez a un cartameño donde vivo, en Valencia,
hace muchos años. Trabajaba en nuestro hotel. Pero también me han hablado de los
hombres cartameños algunas amigas.
-¿Sobre qué?
-Uniendo lo que mis amigas me
contaron y mi propia experiencia con aquel muchacho, una llega a la conclusión
de sois un tanto especiales.
-No comprendo.
La dama no aclaró más. Presentaba
una expresión curiosa mientras miraba distraídamente el gentío que llenaba el
patio de estilo andaluz, tratando todos de llenar las copas de vino de Cómpeta;
una expresión que parecía revivir un recuerdo muy placentero, acaso muy feliz,
que chisporroteaba en el brillo de sus ojos. El novillero buscaba
desesperadamente algo que decir, porque le agradaba estar conversando con
aquella señora tan elegante, pero no se le ocurría nada
-Ven un momento, Omar -le dijo el
Cañita-, que el alcalde quiere decirte una cosa.
Volvió la cabeza hacia la
valenciana, tratando de que entendiera que debía esperarle porque deseaba
continuar hablando con ella o, más exactamente, escuchándola.
-Tienes muy buenas hechuras -elogió
el alcalde-. Viéndote torear esta tarde, no he parado de acordarme de Antonio
Ordóñez. Te felicito. Me parece que vamos a tener pronto una figura malagueña
en las plazas de toda España.
-Gr... gracias -murmuró Omarito,
casi atragantado por su propio pavoneo.
-Voy a tratar -dijo el alcalde-, de
que te metan en el cartel de este año de la feria de Nerja.
-¡Muchas gracias! -exclamó el
Cañita, viendo que a su pupilo no le salían las palabras.
Cuando se apartaron del alcalde, el
Cañita preguntó:
-¿Sabes con quién estabas hablando?
-¡El alcalde! A ver.
-No, niño. Me refiero a la gachí,
aquélla tan elegante que está allí, en el rincón, con la mujer del consejero.
-Me ha dicho que es de Valencia.
-Su marido tiene un montón de
hoteles. El mejor hotel de por aquí es suyo también. Veo que empiezas a tener
buen olfato a la hora de hacer amistades.
-Yo... no...
-Me vas a decir que ha sido ella la que ha
empezado la charla. ¡Me lo figuro!, porque tú no vas pa Castelar. Lo que trato
de decirte es que me parece muy bien que le des conversación a esa clase de
personas.
Omar notó que la valenciana le
estaba mirando y, más por lo bien que le hacía sentir que por los consejos del
Cañita, fue hacia ella.
-¿Conoces a mi amiga? -preguntó la
dama.
-No... tengo... el gusto.
-Es la esposa del consejero -Omar
inclinó la cabeza a modo de saludo-, pero también es valenciana como yo.
Llevamos diez minutos discutiendo a propósito de ti.
-Y... ¿cuál es el motivo de la
discusión?
-Ya te lo diremos. Ven con nosotras
arriba, que te vamos a enseñar el despacho del alcalde. Es muy bonito, ya verás
-Omar notó que guiñaba el ojo izquierdo, disimuladamente, en dirección a la
otra mujer y como si quisiera que él no lo adviertiera-. Mi amiga se llama
Pilar y yo, Quimeta.
Hablaba y gesticulaba muy suavemente, con
desenvoltura mundana pero sin agresividad; al novillero le seguía pareciendo
que el brillo de sus ojos reflejaba recuerdos añorados, ironía, picardía y
muchas cosas que no sabía explicarse. Las dos mujeres subieron la escalera por
delante de él y ya no pudo remediar lo de siempre; el bamboleo de los dos pares
de nalgas a la altura de sus ojos, unido a la estela de perfume caro que iban
dejando, tuvo el efecto que era previsible y ello lo sumergió en el sonrojo de
costumbre; ellas iban a notar el abultamiento del pantalón y él no sabría dónde
meterse.
-¿Qué te parece, Omar? -preguntó
Quimeta señalando con la mano el perímetro del despacho.
-Mu bonito.
En realidad, el joven no estaba en
condiciones de apreciar la calidad de la decoración.
-Hemos hecho una apuesta Quimeta y
yo -dijo Pilar-. ¿Querrás ayudarnos a descubrir cuál de las dos gana?
-¿Qué tengo que hacer?
-Bajarte los pantalones.
Omar sonrió jubilosamente. En ese
terreno se sentiría más confiado.
-¡Eso está hecho!, a ver -declaró,
haciendo lo que se le pedía.
-¡Caramba! -exclamó Pilar-. El
chico no necesita estímulo.
-¿Qué te decía yo?
-Pero, ¿tú crees?
-Te digo que sí.
Omar no comprendía de qué iba el
juego. Quimeta estaba rebuscando entre los objetos colocados en el escritorio
del alcalde y en los cajones de una mesa axuliar. Sintió que Pilar situaba la
mano encima de la protuberancia del calzoncillo.
-¿Qué tendría que hacer para que
esto alcance todo su esplendor?
-Como no quite usted la mano, va a
ver usted esplendor y fuegos artificiales.
-¿Como en las fallas?
-¡Y con surtidores luminosos! A
ver.
-Pues entonces, no la quitaré -dijo
Pilar entre carcajadas, mientras apretaba y acariciaba el bulto.
-No siga usted, si no quiere tener
que llevar ese vestido tan bonito a la tintorería.
-¡Es verdad! Ya está, Quimeta,
mira.
-Aguanta un poco, que no la
encuentro -pidio la hostelera-. No vaya a explotar el muchacho y se le afloje.
-Tiene que haber una por ahí
-afirmó Pilar.
Quimeta se mostraba impaciente,
pero parecía ser por la necesidad de volver en seguida a la fiesta, para que la
ausencia no fuese advertida. Por más que rebuscaba, no aparecía lo que
estuviera buscando, y Omarito conservaba en el vientre la calentura de las dos
horas de corrida con las tetas estrujadas y los lameteos de los labios de
Magrit y las apreturas de la taleguilla. En el momento que Pilar bajó la mano
un poco hacia el escroto cubierto por el calzoncillo, le flaquearon las piernas
y contuvo el rugido, pero no pudo contener el manantial que se derramó por las
perneras del calzoncillo muslos abajo.
-¡Ay, qué pena! -murmuró Pilar, con
decepción-. Ya no hay nada que hacer, Quimeta, déjalo, no busques más. Mira el
niño.
Quimeta observó los grumos
blanquecinos que se deslizaban por las piernas y sonrió.
-¡Eso es una erupción, y no la del
Vesubio! -alabó.
-La apuesta se ha quedado sin
ganadora -se lamentó Pilar.
-¿Qué le vamos a hacer? Otra vez
será.
-¿Qué pasa? -preguntó Omar.
-Que al correrte -informó Pilar-,
no podemos comprobar lo que habíamos apostado.
-¿Ne... necesitan ustedes que me...
empalme otra vez?
-No te esfuerces, muchacho -dijo
Quimeta con dulzura-. Ahora ya será imposible.
-¿Imposible? A ver.
Sintiéndose más seguro y ya
definitivamente en su terreno. Omarito se quitó los calzoncillos, los hizo un
gurruño, enjugó la chorrera de semen y se puso en jarras.
-¿Podría levantarse la falda una de
ustedes? -preguntó.
-¿Cuál de las dos prefieres?
-preguntó Quimeta.
-Usted. Siéntese en esa butaca y
súbase el vestido, que yo la vea.
-Está bien, de acuerdo -aceptó
Quimeta-. Pilar, búscala tú, que conoces mejor que yo este despacho.
-Debe estar por aquí -dijo Pilar
señalando los estantes y las puertas correderas del mueble que había tras el
escritorio, puertas que abrió, poniéndose a rebuscar dentro.
Quimeta se acomodó en la butaca
frente a Omar y levantó despacio la falda del vestido. Tenía muslos un poco
gruesos, pero firmes y bien formados, enfundados en medias oscuras, que
emergían provocativos e incitadores de unas bragas de satén de color salmón con
mucho encaje y puntillas, sobre una vulva voluminosa que el brillo del tejido
marcaba reveladoramente. Omar no tuvo apenas que acariciarse. Siete minutos
después del orgasmo, volvía a presentar una erección tan firme como de
costumbre.
-¡Mira, Pilar! -alertó Quimeta- ¡Lo
que yo te decía! ¿Has encontrado la regla milimetrada?
-Sí, aquí está -respondió Pilar-.
Pero ese aparato no puede medir más de veinte centímetros. No hay penes de más
de veinte centímetros.
-¡En Cártama, sí! -afirmó Quimeta
con mucha convicción, mientras se arrodilladaba al lado de Omar-. Ven a
medirlo.
Mientras Pilar se acercaba con la regla
de plástico, Quimeta despegó el pene que estaba rígidamente adosado al vientre
y lo situó con la palma de su mano en una posición cómoda para ser medido.
Pilar puso la regla a lo largo del falo y exclamó:
-¡No lo puedo creer, veintitrés
efe!
-¿Veintitrés efe?, ¿qué quieres
decir?
-Efe de falo y veintitrés de cifra
para la historia. ¡Has ganado!
En ese instante, se abrió de par en
par la puerta y entró distraídamente el alcalde mirando hacia alguien que venía
detrás. Al ir a indicar algo a su compañante, volvió la cabeza y se encontró
con el cuadro. Omar de pie, en jarras, presentando armas, Quimeta, arrodillada,
sosteniendo el arma y Pilar, en cuchillas, calibrando el arma. Tras la
expresión de sorpresa y un instante de vacilación, el alcalde soltó una
carcajada y dijo:
-Ya veo que queréis regalarle un
traje de luces a Omar Candela y estáis tomando medidas.
El que llegaba detrás del alcalde,
un gaditano que era compañero del marido de Pilar, comentó:
-Pues si el sastre tiene en cuenta
esa medida concreta, quedará la mar de lucido y las mujeres no van a dejarnos a
los hombres entrar en las plazas de toros.
X-Capitalista
-Me ha dao un número de teléfono pa
que la llame dentro de un mes -dijo Omar poco después de que el Cañita pusiera
el coche en marcha.
-¿Con el prefijo de Málaga?
-Sí.
-Será que espera venir a pasar unos
días a solas por aquí, sin el marido. Voy a anotarlo en la agenda pa recordarte
la cita, porque a esa gachí sí conviene que te la cameles. Nos puede ayudar una
pechá con tu carrera. ¿Te has aliviao, o quieres que te lleve con la Nancy?
-¿Aliviao? Sólo me han medío la
polla. Yo hubiera podío echarle un polvo a cá una si no llega a venir el
alcalde.
-Oye, por curiosidad... ¿te dijeron
cuánto medía?
-Sí. Veintitrés centímetros.
El Cañita sonrió con picardía.
-Pues ya sabes; si no llegas a
figura del toreo, tendrías un medio para ganarte la vida: hacer películas
porno.
-¿Duda usted que pueda llegar a
mataó? -preguntó Omar, alarmado.
El Cañita se compadeció de la ansiedad
de su mirada.
-No, qué va. Era una broma.
El joven inspiró hondo.
Nancy volvió, como otras muchas
veces, a pagar los trastos rotos, cosa que le tomaba el doble o el triple de
tiempo que con cualquier otro cliente, pero lo hacía con gusto; era el único
con quien aceptaba gozar, gozo que aumentaba la contemplación del vigor
vehemente e incansable del muchacho debutante. Mas comenzaba a estar precupada,
ya que cuando Omar Candela dejaba de visitarla más de dos semanas seguidas, se
pasaba el día preguntándose qué le pasaría o si se habría quedado a disgusto la
última vez. Una mujer de su clase no podía pensar en tales cosas ni permitir
que el corazón corriera como un potro desbocado cuando el niño aparecía en el
bar con la expresión de impaciencia de costumbre.
Era sábado, el mejor día, el que le
permitía afrontar la crisis de los desanimados lunes, martes y miércoles de
todas las semanas. Decidió que tenía que abreviar para no perder dos o tres de
los seis trabajos mínimos que tenía que hacer esa noche. Empleó todos los
recursos, incluso algunos que sólo conocía de oídas, para lograr que el
novillero alcanzara los tres orgasmos en menos de una hora y librarse de él y
del desconcertante sentimiento que no podía controlar. Esta vez, se castigó a
sí misma por permitirse tener sentimientos, y se negó a gozar.
XI
– Coraje
El martes, día que el Cañita no
programaba que su pupilo entrenase por aquello de que "en martes, ni te
cases ni te embarques", tuvieron novillero y apoderado una crisis a cuenta
de los vestidos. Quería Omar que la sastra encontrara algún medio que impidiera
que las taleguillas señalasen tan notablemente los empinamientos casi
permanentes que tenía durante las corridas.
Manolo el Cañita dijo con tono
doctoral:
-Niño, ¿no sabes de sobra que la
taleguilla tiene que quedar tan apretá como una segunda piel, pa que los
cuernos resbalen y no peligren las joyas de la corona? ¿Qué quieres, que te
pongan cualquier cosa que haga que los pitones se enganchen?
-Pero es que paso mucha vergüenza,
don Manuel.
-¿Vergüenza, tú? ¡Si tú no tienes
vergüenza!
-Don Manuel, no diga usted eso...
-No me interpretes mal, Omarito. No
he querido decir que no tengas educación, pero, niño, es que en lo relativo al
sexo, no te cortas ni mijita. ¡Si estoy harto de tener que hacerte de biombo cá
vez que, para aflojártela, te haces una paja en el callejón, delante de miles
de personas! Yo no veo qué tiene de particular a estas alturas que la gente se
dé cuenta de cómo te las gastas; eso no tiene importancia. Acuérdate de
Ordóñez, que yo creo que te ganaba. Y el hijo del Litri, que por ahí anda.
-Pero es que el sábado toreo en
Palencia...
El Cañita cayó en la cuenta de lo
que inquietaba al novillero.
-¡Ah, claro está! Te preocupa que
la vallisoletana vea cubierto de tela lo que de todas maneras ya vio al natural
en el tren. Pues no te preocupes, porque la niña no va a estar en la plaza,
sólo la tía. Hay días, Omar, que no te comprendo.
-¡Me ha llamao usted sinvergüenza!
-¡Que no, niño, que yo no he querido
decir eso! Tienes menos luces que un camino forestal.
-¡Ahora me llama usted tonto!
-Me cago en la leche, Omarito. ¿Qué
coño te pasa hoy?
-Que usted me está hartando.
El Cañita se mordió los labios. Omar Candela
era como todos los mocitos de su edad. En cuanto tenían dos aciertos seguidos,
ya se creían el ombligo del mundo y se convencían de que no necesitaban a
nadie. Sólo dos novilladas consecutivas con triunfos razonables, y empezaban a
subírsele al niño los humos a la cabeza, con tantos bureles suyos que habían
devuelto a los corrales.
-Escucha, Omar, no permito que me
digas que te estoy hartando. ¿Tú sabes lo que me has costao hasta ahora?
-Ajuste usted las cuentas y en dos
meses se lo pago.
-¡Vete a que te den por el culo!
Furioso, Manuel Rodríguez el Cañita
se apresuró hacia el coche. Vio que el muchacho corría en su busca, pero metió
la primera y aceleró.
Sentado ante el televisor en el
salón de su piso del paseo marítimo, el Cañita no conseguía prestar atención a
lo que sucedía en la pantalla, donde un fulano señalaba a una cursi el color de
las flores en una película en blanco y negro. Era demasiado mayor para
aguantarle esos desplantes a un mocoso, que en lo único que tenía arte
verdadero era en el afán de emular a don Juan Tenorio, porque dudaba que
poseyera mucho más que cierta elegancia para mover los trastes.
Pero, dejando de llevar a Omar
Candela ¿qué haría a partir de ahora? Apoderar al muchacho le había dado nuevos
bríos el último año, había reencontrado una razón para vivir tras el tedio que
arrastrara durante ocho años de viudez. Hasta comenzaba a sentir de nuevo
atracción por las mujeres, gracias a esa solterona vallisoletana tan cachonda;
desde la muerte de la parienta, y salvo la obsesión que le hacía gastar a manos
llenas su dinero en busca de una figura torera, no había tenido ganas de nada,
y ahora volvía a tenerlas. La ruptura con Omarito iba a sumirle de nuevo en el
pozo. Pero, naturalmente, quedaba completamente descartado tolerarle esas cosas
al novillero, un cagón que había corrido más delante de los toros que en su
busca.
Trató de enterarse de lo que decía
el actor, pero no lo consiguió. Inquieto, decepcionado e inesperadamente
triste, salió a la terraza, a ver si la brisa del mar lo despejaba.
Comenzaba a oler a un anticipo de
verano. A la orilla del mar de Alborán, la primavera comenzaba en realidad a
finales de enero, cuando los almendros fingían estar cubiertos de nieve, en una
floración que era la primera de toda Europa. Ahora, aunque todavía no arrancaba
mayo y ya habían dado las diez de la noche, había gente paseando por la vera de
la playa, junto al arco arenoso de tres kilómetros y medio que se extendía
desde la Farola hasta más allá del Limonar. La brisa salobre era tonificante; a
Isabel Gámez, enclaustrada en medio de la solemne y amarronada Castilla,
tendría que gustarle este paisaje, estos colores, este olor, este bamboleo del
aire como si se meciera con las notas del piano de Albéniz.
Estaba sonando el teléfono. ¿Lo atendía? No,
no tenía ganas de hablar con nadie, quienquiera que fuese iba a notarle en el
tono la amargura que sentía.
¡Digo, si hasta le había hecho de
alcahuete al niño, a sus años! Por supuesto que los apoderados de toreros en
sus comienzos tenían que pasar por eso a la fuerza, pero nunca se había
quejado, nunca se negaba cuando el niño parecía que le iba a dar una alferecía,
cuando parecía que se lanzaría a violar a la primera que tuviera delante. Nunca
había tenido con él un mal tono, jamás le había reprochado nada, había tenido
paciencia y lo consolaba cuando le devolvían los toros al corral a pesar del
dinero que esas historias le costaban. Que, total, no era un potentado, sólo un
modesto rentista con unos cuartos en el banco, cuartos que estaba a punto de
quedarse a cero a causa del empeño de meter a Omarito en los carteles. Era un
desagradecido.
Inhaló de nuevo la brisa yodada. Y
ahora, ¿qué? ¿Cómo afrontar un día tras otro, todos igual de aburridos, sin
nada que hacer, más que ir a hablar con los amigos de la peña taurina?
Volvía a sonar el teléfono. Lo
atendería, pero si se trataba de Omarito, cortaría la comunicación.
-¿Don Manuel?
La madre de Omar Candela. Hablaba
muy bajo y muy cerca del auricular, como si no quisiera que la oyesen las demás
personas que hubiera en la casa.
-Oiga usted, don Manuel ¿ha tenío
un disgusto mi niño?
-¿Por qué lo pregunta usted?
-Es que desde que llegó, está de un
mal genio...
-Hemos discutido y ya no lo
apodero.
-¿Le ha hecho a usted alguna cosa
mala?
El Cañita tardó en responder. ¿Era
verdaderamente tan malo lo ocurrido?
-No, no mucho, doña Carmen. Es que
su hijo ha tenido dos buenas tardes y se cree que con eso toca ya la gloria. No
tiene idea de lo que le falta penar si de verdad quiere llegar a mataó. ¡Lo que
tendrá que aguantar!
-Ahora mismo le doy un sermón.
-No, doña Carmen. Sería peor.
Déjelo que se tranquilice.
-Pero... ¿de verdad va a dejar
usted de apoderarlo?
-Ahora, lo que tengo ganas es de
darle un par de guantazos.
-Pues déselos usted. Le vendrá bien
que alguien le baje los humos, porque el padre, como casi nunca pasa la noche
en casa, ni se da cuenta de que el niño necesita autoridad.
-No, doña Carmen. ¿Cómo voy a
ponerle la mano encima a su hijo?
-Po ¿sabe usted lo que le digo, don
Manuel? Que si lo hiciera usted, a mí me daría una alegría, porque cuando a mí
me parecía que mi niño se iba a malear, llegó usted y lo metió en esto de los
toros y que me parece a mí que usted lo libró de cosas mu malas, don Manuel. Y
que como lo deje usted suelto, pues eso, que volverá al vagabudeo de
Torremolinos y esas porquerías. Sea usted bueno, hombre, y mire a ver si la
cosa tiene arreglo.
Tras colgar el teléfono, el Cañito
halló que no valía la pena intentar dormir tan temprano, con la punzada en el
corazón y el calor de la primera noche casi veraniega del año. Recompuso su
aspecto y salió a ver si todavía quedaban tertulianos en el Club Taurino.
XII-
Aplauso
Había pocos tertulianos en el Club
Taurino. El local, en los bajos de La Malagueta, no era precisamente el más
fresco de la ciudad.
-Hombre, Manolo -exclamó el
boticario Álvaro García-, me alegra que se te haya ocurrido venir a estas
horas, porque con la calor que hace, no tengo ganas de irme a mi casa. ¿Cómo va
lo de Omarito?
-Ya no lo apodero.
-¡Hombre, por fin! Menos mal que te
ha dao un ataque de cordura.
-Pero se me ha quedao un mal
cuerpo...
-Es natural. Uno se acostumbra
hasta a lo malo, y llevas un año aguantándole a ese manúo carretas y
carretones. Pero en cuando pase una semana, te alegrará un pechá haberte librao
de él. ¿Por qué ha sido la ruptura?
-Ná, que el niño se ha creído que,
con dos tardes regulares y sin que le devuelvan el novillo a los corrales, ya
es Pedro Romero. Y bien sabes tú que también en las plazas de toros suena a
veces la flauta por casualidad. Omarito ha tenido suerte con dos toros de
dulce, a los que otro con mejores condiciones y más experiencia que él les
habría cortao el rabo y, en cambio, él, total, no ha hecho más que cuatro
monerías, con las que se ha convencío que ya ha llegao a la meta, cuando
todavía le falta recorrer dieciocho tours de Francia. No tengo edad pa
aguantarle más insolencias a un mocoso.
-Por supuesto que no, Manolo
-aprobó Álvaro-. Durante el último año, has vivido tu particular tercio de
sueños, un sueño que no era más que un desvarío. Ese pedazo de tarugo con ojos
no vale la pena porque tiene las bolas de adorlo como los árboles de navidad.
Lo que debes hacer es mirar pa otro lao si vuelve a intentar acercarte a ti.
-Pero es que, en medio de tó, creo
que le he cogío cariño...
El boticario escrutó a su amigo
durante una larga pausa.
-Oye, Manolo, tú sabes que te tengo
mucho aprecio, ¿verdad? Mira, eres un hombre culto, te jubilaste cuando estabas
a punto de alcanzar lo más alto del escalafón de funcionario... y, sin embargo,
has venido comportándote como un incauto. No tenemos edad pa esta clase de
aventuras, Manolo. Sacar una figura del toreo sólo lo consiguen familias con
mucha tradición taurina, con muchísimos millones y hasta con ganadería propia.
Lo del Cordobés, Palomo y otros como ellos, son rayas en el agua. Lo normal es
que salga gente como Rivera, que viene de tres dinastías toreras, o como el
Litri, que de casta le viene al galgo. Este berenjenal en el que te has metío
con Omar Candela, estoy seguro de que tiene que estar costándote un pastón y,
total, pa ná, porque un cagueta como ése no tiene posibilidad ninguna, salvo
que se folle a una millonaria vieja que le costee el capricho, como también han
hecho algunas figurillas que los dos conocemos. Te alabo la decisión que has
tomao. Ahora, y para evitarte la tentación de volver con él, yo en tu lugar, me
quitaría de enmedio y dedicaría un mes a darme gusto. ¿Por qué no te vas de
crucero por el Mediterráneo? Contrata a una prosti que esté buena, invítala al
crucero, y a disfrutar, que son dos días.
El Cañita observó a su amigo
mientras tomaba un sorbo del catavinos. Tenía razón. Eso era lo que tenía que
hacer; despojarse del inexplicable malhumor echando una cana al aire.
XIII Salto de talanquera
Omar
Candela se levantó con el alba. No sabía poner nombre a lo que sentía; ¿qué
palabras se usaban para describir una espinosa penca de higos chumbos que se
deslizara por el corazón desollándole el alma?
Ni
siquiera dedicó un pensamiento a la férrea erección que sólo se aflojaría con
diez minutos de ducha fría, porque únicamente tenía imaginación para
recriminarse una y otra vez su estupidez.
Don
Manuel había hecho bien en apartarse de un pedazo de mierda pinchá en un palo
como él, porque debiéndole lo que le debía, se había portado como un completo
desagradecido. ¿Tenía alguna posibilidad de hacerle cambiar de idea? ¡Qué va!
Le había insultado y eso un hombre como don Manuel no podía tolerarlo. Pero de
todos modos, algo tenía que hacer, porque, si no, qué iba a pasar a partir de
hoy, en qué iba a trabajar. ¿Recoger cañaduz?, ¿caer, como alguno de sus
conocidos, en la tentación de convertirse en gigoló de fin de semana en
Torremolinos?, ¿dejarse seducir por el matuteo de la droga en Marbella? Debía
reaccionar antes de que fuera tarde. Si tenía que arrodillarse ante don Manuel
y besar el suelo que pisaba, lo haría.
Impaciente,
empleó sólo seis minutos en las ceremonias matinales del baño y se vistió en la
mitad del tiempo acostumbrado. Quería abandonar la casa con sigilo, pero su
madre salió presurosa en su busca hacia la cocina y lo encontró bebiendo un
litro de leche directamente de la botella.
-¿Vas
al cortijo?
-No.
El Cañita habrá llamao anoche anulando el entrenamiento.
-No
lo creo. ¿Por qué no lo llamas por teléfono?
-Me
va a colgar.
-¿Y
qué pasa con la novillá del sábado?
-No
lo sé.
-Toma.
-¿Qué
es esto?
-Tres
mil pesetas, pa que cojas un taxi y vayas de bulla a casa de don Manuel. Y,
como me digas que no, te voy a partir la cara.
Tomó
el único taxi que había en la plaza del pueblo, cuyo conductor lo recibió con
palmadas, como hacían todos los vecinos, y se puso muy contento por la
estupenda carrera con que comenzaba el día.
-¿A
qué parte de Málaga?
-El
paseo marítimo Picasso.
-¿A
casa de tu patrón? Vamos pallá.
Era
inútil. El Cañita no querría escucharle, con razón. ¿Por qué había tenido que
ser tan majareta? La verdad era que se le había calentado la boca, y dijo cosas
que ni siquiera había pensado nunca. ¿Por qué se puso tan insolente? No lo
comprendía, no quería reconocer ni siquiera para sus adentros que el posible
reencuentro del sábado en Palencia le ponía nervioso.
Eran
las ocho menos cuarto de la mañana cuando llegó a la puerta del edificio.
¿Podía llamar a esas horas al portero electrónico? ¿Le colgaría el telefonillo
y lo mandaría a la mierda, con razón? ¿No sería mejor esperar en la puerta
hasta que el Cañita saliera, y abordarlo entonces?
Sin
él, estaba perdido. Era él quien le había convencido de que tenía hechuras de
torero, aquella tarde que fue como invitado a una boda que celebraron con una
capea. Después de estar un año a su lado, no tenía ni idea de si podía
continuar en los toros por su cuenta, dónde se entraba en contacto con la gente
que sabía ni a quién pedirle su mediación. Pero no se trataba sólo de la
imposibilidad de seguir. Era que se había acostumbrado a estar a todas horas
con el Cañita y no podía imaginar las cosas de otro modo. El vejete era un tío
legal, demasiado bueno había sido con él, dándole tantos caprichos, que a ver
cuántos miles de duros le debería ya a cuenta de los toros y de la Nancy.
Y
luego estaba ese otro asunto. Se había vuelto sexualmente un hombre gracias al
Cañita. A partir de ahora, no tenía ni maldita idea de cómo resolvería esa
cuestión, puesto que la masturbación le parecía a estas alturas lo más soso del
mundo. Antes de que pasaran dos semanas, se habría vuelto completamente loco
sin poder desahogarse.
Y,
a fin de cuentas, la verdad era que quería muchísimo al viejo, de lo que no le
hablaba a su madre para que su padre no se encelara.
Vio
que un vecino estaba a punto de abrir la puerta para salir. Se situó junto a la
cristalera de un salto y aprovechó la oportunidad para colarse en el portal. En
el ascensor, todavía dudó un poco más; pero no tenía más salida que pedirle
perdón.
Volvió
a dudar ante la puerta del piso. Eran las ocho y cinco, seguramente estaría
despierto ya, porque los días que tenía entrenamiento solía llegar al cortijo a
las ocho y media. ¿Y si se negaba a abrirle la puerta? Ya sabía lo que tenía
que hacer: tocaría el timbre, pero se agacharía para que no viera por el visor
que era él.
Así
lo hizo. En cuclillas, pulsó el llamador. Oyó los pasos del Cañita, que se
aproximaban a la puerta, y el roce del obturador de la mirilla. No abrió y
volvieron a oírse sus pasos hacia el interior de la vivienda. Pulsó el timbre
otra vez. Los pasos regresaron hacia la puerta y, ahora sí, notó que se
descorría el resbalón. En cuanto vio la rendija, empujó la puerta y, de un
salto, se abrazó al cuello de su apoderado.
-Quita,
niño, que estoy en calzoncillos y los vecinos van a pensar mal.
Omar
Candela no consiguió decir nada de lo que le había costado toda la noche
cavilar. Estaba llorando.
-Sécate
ese llanto, niño y, a partir de ahora, demuestra que eres un hombre.
TERCIO DE DESPERTARES
XIV – Dehesas y cuernos
En
el hotel de Palencia, por primera vez desde que Omar empezara a visitar hoteles
por el toreo, los recibieron con reverencias el viernes por la tarde. No era
demasiado frecuente que lidiaran toros en la ciudad, y tener a tres novilleros
hospedados a la vez representaba, al parecer, un inmenso honor para el
establecimiento.
-¿Ha
hablao usted con ellas? -preguntó Omar a su apoderado, cuando terminó de
ducharse y comenzaba a vestirse.
-Sí.
Parece que la niña sí que tiene interés. Su tía me dice que ha suspendío una
excusión que tenía mañana, pa visitar las cuevas de Altamira, sólo por verte
torear.
-¿Vendrán
temprano?
-No.
Me ha dicho Isabel que ella trabaja por la mañana y que sólo podrán coger el
autobús después del almuerzo. Llegarán justo a la hora de la novillá. Ya he
pedío que les reserven las entradas.
-Me
hubiera gustao dar un paseo con ella...
-A
mí también... con la tía -el Cañita carraspeó-. Pero creo que habrá ocasión
después de la corría, no te preocupes. Ahora, hay que organizar las cosas pa
que te acuestes temprano. He han dicho que hay un horno-asador aquí cerca, y
que es mu bueno. ¿Tienes hambre ya?
-¡Una
pechá! A ver.
Cuando
descendían, el ascensor paró en el piso situado una planta más abajo y se abrió
la puerta para dar paso a un matrimonio en la treintena, ambos muy elegantes.
Él tenía aspecto algo fofo, con un cuerpo cilíndrico al que el magnífico traje
de Armani no conseguía dar forma, un papafrita total a pesar del dinero que
gastaba en vestirse, a juicio del novillero. Ella... Omarito no consiguió
reprimir la mirada con que la desnudaba. En su figura de sofisticada modelo de
pasarela pero con curvas, los pechos, ni demasiado grandes ni exiguos,
apuntaban casi al techo; las caderas incitaban irresistiblemente a envolverlas
entre los muslos; cintura breve para su edad aparente. Y la cara... ¡Joé! Unos
ojos negros como carbones capaces de incendiar un témpano; la nariz fina y
recta como para acariciarla a perpetuidad; los labios estaban pidiendo mordiscos
a gritos y las fresas que escondía su boca más allá del rosario de perlas
refulgientes exigían ser degustadas de inmediato. Ella leyó irremediablamente
lo que la mirada del joven estaba transmitiéndole. Sonrió girando un poco la
cabeza hacia el muchacho, como si tratara de que su acompañante no pudiera
sosprender el gesto; se encendió en sus ojos lo que parecía una pista de
aterrizaje para los deseos evanescentes que volaban por la mirada de Omar y
frunció un poco los labios como si quisiera contener una frase inconveniente.
-¿Eres
uno de los toreros? -preguntó al fin.
-S...sí.
-Mañana
pensamos ir a la corrida -informó el marido.
-¿Qué
hay que hacer -preguntó la mujer- para que a una le brinden un toro?
-A
usted le brindaría yo media docena sin necesidad de que haga ná.
Ambos
sonrieron, pero ella acompañó la sonrisa con una mirada escrutadora y un
coqueto alzamiento de hombros. Estaba realizando alguna clase de inventario que
el joven no fue capaz de determinar.
La
pareja se despidió al salir a recepción.
Pero
volvieron a verlos en el restaurán. Omar se situó en el asiento orientado hacia
ellos, porque notó al vuelo que la mujer le miraba muy fijamente, tanto, que a
veces se veía obligado a desviar los ojos, porque llegaba a sentir apuro,
convencido de que el hombre no tenía más remedio que darse cuenta. El sujeto
tenía una pinta repulsiva, porque su carne parecía blanda y traslúcida.
De
espaldas a ellos, el Cañita comentó:
-No
veo el hambre canina que decías que tenías; cómete esa carne de una vez, niño.
¿Qué miras tanto?
-A
la gachí del ascensor. Me parece que quiere algo.
-Déjate
de líos, niño, que mañana toreas... y ya sabes.
-Es
simple curiosidad.
A
la mitad de la cena, cuando tenían la mujer y Omar la mirada fija uno en el
otro, ella hizo con los ojos una levísima señal en dirección al rincón donde
estaban los aseos; una señal casi imperceptible, pero el novillero la
interpretó con tanta claridad como si fuera un anuncio de neón. Un instante
después, la mujer se alzó y se dirigió hacia los aseos con un contoneo que puso
a hervir todos los fluídos del joven.
-Voy
a mear -informó precipitadamente al Cañita, y trató de no correr mientras se
lanzaba en la misma dirección.
Una
sola puerta separaba de la sala el pequeño vestíbulo de los baños. Más allá de
la puerta, el espacio medía sólo dos metros por uno y medio, con un espejo a un
lado y, enfrente, las puertas de los reservados de caballeros y de señoras. La
mujer estaba encerrada dentro de este último. Omar, que no tenía ganas de
orinar, permaneció en el vestíbulo. Ella tardó un par de minutos en salir.
-Oh,
qué casualidad -exclamó con un cinismo innegablemente gracioso-. De nuevo nos
encontramos.
Omar
no se anduvo por las ramas:
-¿Qué
posibilidades hay de que la vea a usted a solas?
-Muchas.
¿Qué vas a hacer esta noche?
-¿Yo?
Lo que usted quiera. A ver.
-Bien.
Pues verás; ahora, después de la cena, tenemos mi marido y yo una partida de
póker en casa de unos amigos. Pero me va a dar una jaqueca insoportable y mi
marido no abandona una partida ni por un terremoto, así que voy a volver sola
al hotel, digamos que... -miró el reloj de diamantes- ¿dentro de hora y media?
Omar
asintió.
-Espera
en el hall. Cuando me veas entrar,
aguarda unos cinco minutos y, entonces, sube a mi habitación. Es la trescientos
dieciocho.
Comió
con la avidez de siempre, pero sin darse cuenta de lo que engullía ni
saborearlo. Notaba la mirada alerta y suspicaz de su apoderado, por lo que
evitó tanto como pudo dirigir la mirada hacia el matrimonio. El camino de
regreso y el acto de desnudarse los realizó sintiéndose escrutado por Manolo el
Cañita, de quien comenzaba a sospechar que tenía el don de la clarividencia.
Había
pasado ya la hora y media, y el Cañita no acababa de dormirse. Sabía por
experiencia que el apoderado tenía leve el sueño, por lo que había organizado,
con muchísimo disimulo, la ropa y los zapatos de manera que pudiera deslizarse
fuera de la habitación sin armar barullo. Pero no se dormía y ya la gachí
habría pasado por el vestíbulo; bueno, de todas maneras, podía ir a llamar
directamente a la habitación, pero... ¿y si ella se desengañaba al no verlo y
daba la media vuelta? No, no lo haría, no tendría justificación volver junto a
su marido tras haber pretextado un malestar tan fuerte, porque eso de una
"jaqueca" tenía que ser una efermedad tremenda. Vaya, el Cañita
comenzaba a roncar. Sacó las piernas de bajo la cubierta y puso los pies en el
suelo; acechó a ver si el viejo lo había notado. Continuaba roncando. Se alzó
muy suavemente, tratando de que no sonara el somier; antes de dar un paso y
agacharse para coger los zapatos a tientas, volvió a aguardar. El sueño se
estaba profundizando. Se movió con levedad, recogió los zapatos y la ropa;
abrir la puerta le tomó más de dos minutos, pero consiguió que no crujiese el
resbalón; cerrar le costó otro tanto. Se vistió precipitadamente en el pasillo
y echó a correr. Permanecería unos minutos en el vestíbulo, por si ella se
había retrasado y, si no aparecía, iría directamente a la habitación
trescientos dieciocho.
El
conserje le sonrió con untuosidad.
-Buenas
noches. ¿Necesita usted algo?
-Yo...
La
llave de la trescientos dieciocho estaba en el casillero. No había llegado
todavía.
-...
me apetece una cerveza.
-El
bar está abierto todavía, no cierran hasta las tres. Por ahí, al fondo a la
derecha -señaló el conserje.
Omar
simuló seguir la indicación, observó de reojo que el hombre no le miraba y
volvió sobre sus pasos. Se situó en un asiento que quedaba fuera de su campo
visual.
Mientras
acechaba la llegada, meditó: Éstas sí eran cosas como las de don Juan Tenorio,
una aventura con todos los ingredientes de la función, mujer de alta alcurnia,
marido burlado y encuentro en circunstancias arriesgadas. Ahora no se trataba
de dos tías cachondas que lo único que pretendían era medirle el pene para
dilucidar una apuesta, sino de una gachí muy elegante, el equivalente de una
duquesa en los tiempos de don Juan, una gachí que iba a entregársele en el
mismo cuarto donde dormiría su marido más tarde. Estaba arrebatado de
expectación; sólo un instante pensando nada más que en el cuarto, y ya tenía el
arsenal preparado. Ahora sí que podía sentirse en camino de ser como el
personaje del teatro. Veinticinco minutos más tarde, cuando ya desesperaba que
ella pudiera librarse del compromiso, le pareció que llegaba.
XV – Manso y corniveleto
La
dama entró precipitadamente en la recepción del hotel, pidió la llave mirando
con nerviosismo alrededor, y Omar adelantó la cabeza para que constatase que
aún la esperaba. Notó que sonreía sin apenas tensar los labios y se dirigía con
prisas al ascensor. Los minutos eran eternos. Sólo aguardó tres más.
Le
abrió inmediatamente.
-Disponemos
de poco tiempo. No las tengo todas conmigo, porque no había apuestas fuertes en
la partida y, a lo mejor, se aburre mi marido y le da por volver. Ni siquiera
me atrevo a pedir champán, por si no nos da tiempo a quitarlo todo de enmedio.
-¿Champán?
¿Quién puede pensar en champán ahora?
Ella
sonrió.
-Tienes
razón. Me llamo Silvia. ¿Cómo te llamas tú?
-Omar.
-Pues
a ver si le haces honor al nombre y te portas como el dueño de un harén.
Comenzó
a quitarse los zarcillos al tiempo que encendía el hilo musical y movía el
mando en busca de la música apropiada. Encontró una suave, cadenciosa, algo así
como aquello que llamaban "jazz". Terminó de desprenderse de las
joyas y, mirándolo fijamente, fue tirando la ropa entre contoneos,
escenificando un strip tease con
mucho arte. Omar tardó sólo unos segundos en quedar completamente desnudo.
-Vaya,
Omar, eso es lo que se dice mérito.
-¿Mérito?
-Te
sobra. Como para un trío de toreros.
-Pues
lo suyo no se queda atrás.
-Oye,
con lo que vamos a hacer, todavía me hablas de usted. ¿Tan vieja me encuentras?
-¿Vieja?
Eres un caramelo de nata.
-Pues
apresúrate a dar unos cuantos lamentones al caramelo.
No
se hizo de rogar. Todavía de pie, la tomó por la cintura y bajó la boca en
busca de los pechos. No tan grandes como los de la noruega, pero eran azuquita
en rama. Los dos. Mordió los pezones conteniendo las ganas de devorarlos. Ella
gimió.
-¿Te
hago daño?
-Sigue,
sigue...
Ella
tanteaba con la mano, en busca del pene. El se retiró para evitar que lo
agarrase, porque iba a funcionar el surtidor al primer toque.
-¿Has
traído preservativo? -preguntó Silvia- Mi marido no usa.
-Sí...
-murmuró Omar sin soltar el pezón del todo.
Tenía
el condón apretado en la mano izquierda. Sin deshacer el abrazo, rasgó a
tientas el plástico, tratando de enfundárselo a continuación con sólo la
derecha. Nunca lo hiciera. El estallido se produjo antes de que el látex le
cubriera siquiera el glande.
-¿Tan
pronto? -lamentó Silvia con decepción.
-No
te preocupes. Esto es namás que el trailer de la película. Échate en la cama,
que va a empezar la función.
Ella
adoptó una hermosa pose insinuante, los hombros en la almohada, el tronco de
frente y los bajos casi de perfil, el brazo izquierdo extendido en la colcha y
la mano derecha apoyada en la cadera. El joven comprendió, por sus maneras, que
era una mujer de clase especial, muy por encima de todas las que había tenido antes
entre sus brazos. Era incapaz de imaginar cuántos años tendría, porque vestida,
en el ascensor, le había parecido que podía andar algo por encima de los
treinta, pero, ahora, desnuda, la firmeza del vientre y el dibujo perfecto de
las caderas parecían los de una joven de poco más de veinte.
-Pareces...
-Omar titubeó.
-¿Qué?
-Una...
estatua.
Silvia
soltó una risita.
-Hay
estatuas espantosas.
-Sí,
pero tú eres de las más bonitas.
-¿Crees
que... podrás?
-Espera
sólo unos minutillos, y verás.
El
novillero sacó del bolsillo del pantalón el segundo preservativo, abrió el
envase y desenrolló los primeros tres centímetros. Miró con intensidad a la
maravilla que le esperaba en la cama y trató de anticipar el terciopelo
caliente que sería el interior de su vagina, una gruta con tesoros más
fabulosos que el de Alí Babá, dentro tendrían que estar bailando las hadas de
todos los cuentos. Ya se alzaba; un minuto más, y estaría dispuesto. Giró la
cintura a un lado y otro, para agitar el pene, que saltó pesadamente dibujando
un gran círculo.
-Ahora
-dijo Omar, sonriente-, allá voy.
Se
colocó a horcajadas sobre Silvia, entregándole el condón.
-Pónmelo.
-Chico,
esto es un salchichón y no lo que ponen en los bocadillos.
-¿Quieres
comer un poco?
-No
tenemos mucho tiempo, Omar. Me temo que hemos de darnos algo de prisa.
Sin
más preámbulo, entró en ella. Tras unas pocas sacudidas, notó que le cogía la
mano derecha y la conducía hacia su vulva, bajo la presión de los dos cuerpos.
-Acaríciame
aquí.
-¿No
te basta con lo que te he metido?
-¿Te
han explicado lo que es un clítoris y su función?
Él
no respondió. Nunca había oído esa palabra.
-Este
botoncito, ¿lo notas?, es el equivalente femenino del pene. Es lo que nos hace
gozar a las mujeres. Si me lo acaricias mientras me penetras, tardaré mucho
menos.
-¿No
podríamos vernos otro día con más tiempo?
-Ya
veremos. Acaríciamelo, así, así...
La
respiración anhelante le anunció al joven que ella estaba cerca del clímax, por
lo que aceleró las arremetidas.
-¡Qué
fuerte eres, muchacho!
-No
sabes tú cuánto. ¿Te gusta?
-Me
vuelve loca, sigue, no pares, más fuerte, ¡sí!, así... sí.
Se
agitó aunque sin excesivas alharacas, sin los aspavientos de la Nancy ni la
locura de la noruega, pero, en efecto, estaba gozando repetidamente. Omar
apretó un poco más, movió las caderas a izquierda y derecha y, en una última
sacudida, encontró su propio placer.
Tras
inspirar con fuerza y soltar un suspiro, dijo Silvia:
-No
quiero ni soñar lo que sería pasar toda una noche contigo.
-Pues
no te lo imagines. Vamos a otra habitación y amanecemos juntos.
Ella
sonrió.
-Es
imposible, muchacho. ¿Sabes con quién estoy casada?
-Con
un tipo medio calvo que debe de ser impotente.
-¡Qué
perspicacia! Sí, es verdad que le queda poco fuelle, pero es el marqués de
Benaljarafe y no puedo...
-¿Qué?
-Yo
era modelo cuando lo conocí, y procedo de una familia de clase media, con unas
posibilidades que distan de mucho de la clase de vida que mi marido representa.
Salvo que yo tuviera motivos muy claros para demandarlo, o se divorciara por su
propia iniciativa, no puedo arriesgar mi matrimonio, ¿sabes?, para encontrarme
en la calle, sin nada. Sin embargo, me complacería mucho volver a verte.
-¿Quiere
decir eso que tengo que irme ya?
-Lo
siento, pero sí.
-Déjame
un poquillo más.
-No,
de veras que no. Esto es muy arriesgado.
Había
tenido ya su ración -pensó el novillero-, lo que esperaba, y se daba por
satisfecha. Él necesitaba mucho más. Sin decir nada, fingió que iba a alzarse
de la cama, pero volvió a caer sobre ella y la abrazó fuertemente.
-Quita,
Omar, por favor. Tienes que darte prisa en irte.
-Sólo
es un minuto. ¿Ves? Ya está a punto.
Volvió
a penetrarla, pero, ella, inmovilizada por su peso, se estaba resistiendo.
-Por
favor, chico. No me hagas enfadar.
-Falta
un segundo -aseguró él sin parar de bombear y con los brazos fuertemente
apretados en torno de su cuerpo.
En
ese momento, sonaron golpes en la puerta.
-¿Ves?
-dijo Silvia-. La hemos fastidiado. Coge tu ropa y sal deprisa al balcón.
Súbitamente
angustiado, Omar hizo lo que le indicaba. Se precipitó de un salto sobre la
ropa, la cogió en un gurruño, aferró los zapatos y salió al balcón. Mientras
empezaba a vestirse, escuchó:
-¿Por
qué has tardado tanto en abrir?
-Estaba
dormida, Alberto. He tomado un calmante para la neuralgia, y ya sabes el efecto
que me hace.
-¿Con
la música encendida?
-Me
he dormido sin darme cuenta.
-¿Ahora
duermes desnuda?
-¿No
te gusta?
-No.
Es indecente. Ponte el camisón.
A
través del visillo, Omar vio que el marido se acercaba a los postigos. Sólo
había conseguido enfundarse la camisa y el calzoncillo. Se calzó
precipitadamente los zapatos, sin atárselos, y, con el pantalón en la mano, se
izó encima de la baranda y saltó hacia el balcón vecino. Resbaló a punto de
precipitarse en el vacío y sólo por sus excelentes reflejos consiguió aferrar
ambas manos en los barrotes de hierro. Cuando se alzaba, cayó en la cuenta de
que había soltado el pantalón. Con un estremecimiento, oyó que alguien decía en
la calle:
-¡Un
pantalón! ¡Mira allí arriba, uno que escapa de un cornudo!
-¡Sí,
coño! Un donjuán en apuros.
-¡Chisss!
-trató Omar de acallar a los chistosos.
En
vez de dos, ahora eran ya seis o siete los que se habían agrupado con la cabeza
levantada en su dirección, señalando escandolasamente hacia arriba. Omar empujó
los postigos, a ver si cedían. Estaba echado el cierre. Golpeó, a ver si tenía
la suerte de que fuese un hombre el huésped y le ayudaba. Nadie acudió a la
llamada. ¿Qué podía hacer? Sin pensarlo más, repitió el salto, esta vez con
mayor fortuna, yendo a caer en un balcón que tenía los postigos sólo
entornados. A esas alturas, ya eran lo menos veinte los que formaban el
auditorio que contemplaba el espectáculo, el conserje del hotel entre ellos.
-Es
el torero malagueño -oyó que decía éste.
Empujó
los postigos de golpe y, al instante, se encendió la luz.
-¿Qué...?
-gritó el hombre joven en cuya habitación había irrumpido.
-Perdone,
siga durmiendo. Salgo ya.
El
hombre sonrió, deslumbrado por las fortísimas piernas desnudas que asomaban
bajo la camisa y la prominencia morcillona del slip.
-No
tengas prisa. Ven aquí... ¿no te gustaría acabar la faena?
¡Un
maricón! Omar se precipitó hacia la puerta y echó a correr pasillo adelante.
Cuando subía de tres en tres los peldaños de la escalera, recordó que la llave
de la habitación estaba en el bolsillo del pantalón. Y ahora, ¿qué? No podía
llamar a la puerta y despertar al Cañita; le echaría una bronca de mil demonios
y, después de lo ocurrido el último martes, a ver si no le daba por romper
definitivamente la asociación. Anheló que el conserje, al ver de quién se
trataba, hubiera recogido el pantalón y subiera a dárselo. Esperaría un poco,
antes de despertar al Cañita, a ver si el sujeto tenía tal ocurrencia. Pero al
iniciar el recorrido del pasillo, vio que el conserje estaba ya golpeando la
puerta. No había nada que hacer. Se escondió. Escuchó al Cañita refunfuñar:
-¿Qué
pasa?
-A
su matador se le han caído los pantalones por el balcón. Tómelos.
-¡Qué
dice!
-Creo
que quienquiera que fuera con quien estaba, el marido en cuestión lo habrá
sorprendido. Debe de andar por ahí, de balcón a balcón, buscando por donde
entrar de vuelta al hotel.
-Está
bien. Recuérdeme mañana que le dé una propina.
El
novillero notó que su apoderado adelantaba la cabeza fuera del dintel,
escrutando pasillo adelante en ambas direcciones; identificó en su expresión
los amargos reproches que preparaba. Escondido en el recodo, esperó a que el
conserje tomara el ascensor. Cuando lo hizo, llamó a la puerta. El Cañita alzó
la mano, dispuesto a darle una bofetada.
-Está
bien, don Manuel, me lo he ganao. Adelante. Deme tós los guantazos que quiera.
-Niño,
¿no sabes lo que te puede pasar mañana, cuando el toro huela a coño? ¡Ere un
inconsciente! Venga, métete en la bañera dos horas por lo menos, con tó el gel
que haya en la botella, y echa este tarro de colonia en el agua, no sea que el
domingo tenga que llevarte a Málaga en ambulancia. Venga ya, que necesitas
descansar.
-Perdóneme,
don Manuel.
-¿Perdonarte?
Cuanto acabe la novillá mañana, te voy a poner un ojo a la virulé. ¡Por éstas!
XVI – Espantá
El
Cañita había tenido el buen sentido de elegir el vestido de color tabaco, menos
mal. El negro, el tabaco y el burdeos eran los que menos dejaban notar la
trempera, y eso le venía de perlas, porque Marisa estaba con su tía en la
barrera del dos y, sólo diez personas más hacia la izquierda, Silvia, con el
bizcocho mojado y rancio de su marido, ocultos los hermosos ojos por grandes
gafas de sol, a pesar de lo cual, notaba que lo miraba por la sonrisa casi
indetectable.
Otra
vez en el foco de atención por ser debutante en la plaza. Menos mal que la
gente de Castilla no era tan chillona y bromista como la de Andalucía, porque
de frente no se notaba nada, pero sabía que de perfil tenían que verse a mil
leguas los Picos de Europa, porque no había acabado tampoco la faena con la
marquesa y estaba igual que cuando la noruega lo dejó a medio satisfacer. Tenía
que habérsela cascado antes del paseíllo, pero comenzaba a darle apuro seguir
comportándose como un niño delante del Cañita. Por esa razón, estuvo deslucido
con el capote, no les disputó el quite a los compañeros y no se decidió a
clavar banderillas. Se sintió en un compromiso a la hora de brindar la lidia
del toro; tenía que ofrecérselo al público y lo hizo, era lo más comercial,
pero, por un lado, sabía que no estaba inspirado y, por el otro, intuía que
Marisa esperaba que se lo brindase a ella, lo que también crearía un conflicto
con la marquesa. El conjunto de tensiones interrelacionadas estuvo a punto de
ocasionar que de nuevo le devolvieran el toro a los corrales. Por suerte, atinó
al sexto intento con una media lagartijera cuando iba a sonar el tercer aviso,
y el animal rodó, aunque necesitó puntilla.
Siguió
el resto de la lidia con escasa concentración, pensando que necesitaba pedirle
al Cañita que lo embozara para aliviarse, pero sin decidirse.
En
la barrera del tendido dos, conversaban Isabel y Marisa:
-No
te preocupes -dijo la tía-, también en Vélez falló con el primero.
-Parece
estar muy preocupado -comentó Marisa.
-Los
toreros tienen mucho amor propio. Además, me huelo que desea deslumbrarnos, así
que ahora, el pobre, tiene que estar hecho polvo.
-Le
estará bien empleado, por chulo. No puedo soportar esos desplantes que hace,
abierto de piernas y metiendo el culo para dentro, para que todos comprueben lo
bien que le ha dotado la naturaleza.
-Que
no es eso, chica. Todos los toreros hacen lo mismo.
Detrás
de ellas, dos aficionados charlaban:
-¿Has
escuchado el chisme?
-¿A
qué te refieres?
-A
lo de Omar Candela.
Marisa
prestó atención al oír el nombre. Continuaron a sus espaldas:
-No
me ha parecido gran cosa.
-En
la plaza, no, pero cuentan que es un calentorro de cuidado. Ahoche, andaba
descolgándose por los balcones del hotel, huyendo de un marido cornudo que
quería matarlo y le amenazaba con un revólver.
-¡No
me digas!.
-Creételo.
Parece que el cornudo lo sorprendió el plena faena. Tuvo que escapar en pelotas
y media Palencia le ha visto los huevos. Cuentan y no acaban. Dicen que se las
gasta del calibre cincuenta.
El
otro soltó una carcajada.
-Me
voy -dijo Marisa.
-¿Estás
segura? -preguntó Isabel.
-Sí.
Me repugna ese tipejo. No tendríamos que haber venido.
-Por
lo menos, vamos a verlo torear.
-No.
Quédate tú si quieres, pero yo me voy.
-Caramba,
Marisa, no exageres. Cualquiera diría que el chico te hace tilín y te ha puesto
celosa el comentario de ésos que están ahí detrás.
-Lo
que me da son arcadas. Me voy.
-Bueno,
vámonos.
Omar
vio que las dos mujeres se levantaban y salían del tendido. Supuso que irían a
los aseos, y acechó el regreso con ansiedad, pero no volvieron. Cuando el
clarín anunció su toro, el sexto, estaba de tan mal humor, que llevaba más de
media hora sin pensar siquiera en las solicitudes de la entrepierna.
Recibió
mecánicamente al novillo, pero como sonaron varios olés, se vino arriba. Bordó
la faena con el capote, puso entre clamores los tres pares de banderillas y,
sintiéndose seguro, brindó el toro a Silvia, que cogió al vuelo la montera sin
advertir el gesto de desagrado que dibujaba su esposo, el marqués. A
continuación, realizó la mejor faena de su corta vida y mató de una estocada al
volapié. Cuando el toro cayó bocarriba, la plaza era un clamor. Dio dos vueltas
al ruedo y, cuando llegó ante la marquesa para que le devolviera la montera,
notó que ella introducía en la copa un papelito doblado.
Aguardó
a estar de nuevo en el callejón para leerlo. "Cuando pases por Madrid,
llámame, pero sólo de cuatro a siete de la tarde los días laborables". Al
pie, un número de teléfono y una silueta de sus labios marcada con carmín.
-Niño
-dijo el Cañita abrazándolo por los hombros-, vamos directos a la gloria.
-¿Ya
no me va a poner el ojo a la virulé?
-Tendría
que hacerlo, pero me aguantaré.
-Gracias,
don Manuel. ¿Se le ha pasao el cabreo conmigo?
El
Cañita sonrió con ternura. Amagó un golpe en la barbilla del joven.
-Vamos
a hacer un convenio. Tú te resistes cuarenta y ocho horas antes de cada corrida
y, a cambio, te llevaré con la Nancy todas las demás noches, si te apetece.
XVII – Aliño
A
causa de la excitación, por revivir su memoria una y otra vez los detalles de
la lidia de su segundo, y recreándose con los ecos de los vítores de la plaza
de Palencia, el domingo por la noche no conseguía Omar dormir a pesar del
cansancio del viaje.
Fiel
a las instrucciones del Cañita, y porque tendría que despertarlo a las siete de
la mañana, Carmen, su madre, le obligó a acostarse a las once, cuando todavía
estaban las tabernas a tope, con los amigos y el primo Tomás de cachondeo quién
sabía hasta qué hora y, en Torremolinos, un motón de guiris que ni habrían
comenzado aún la noche de marcha, cuando emprenderían los habituales tiras y
aflojas, comunicándose con señas y balbuceos, hasta elegir entre la legión de
hortelanos de toda la Hoya, que hallaban con las turistas el alivio que
resultaba tan complicado conseguir en sus pueblos, por la supervivencia de las
convenciones que obligaban a trámites, súplicas y disimulos inacabables antes
de que alguna vecinita se alzara la falda.
Y
él, con la perinola a reventar porque, tras el viaje, y aunque el Cañita se lo
había ofrecido, creyó por una vez preferible correr a descansar en vez de ir
donde la Nancy. Aunque se adormiló al caer en la cama, despertó arrepentido a
los pocos minutos, a causa de los apremios de la trempera.
Tras
cuatro o cinco vueltas sobre el colchón y varias docenas de suspiros de envidia
por la libertad descomprometida de los muchachos de su generación, consiguió
dormirse y, otra vez, volvió a despertar en plena primera descarga de la noche,
con el estoque todavía sacudido por el remate de la faena. Luego de limpiarse
con la toallita que solía poner en la cabecera para tratar, casi siempre sin
fortuna, de que no quedasen huellas en la sábana, miró el reloj; sólo eran las
doce menos veinte. Acechó a ver si su madre estaba despierta y al liquindoy;
sí, miraba en la televisión una película de ésas que ella tenía que ver con el
pañuelo en la mano; tal vez podía escapar sin que se diera cuenta. Se enfundó
el vaquero y una camiseta y, sin calzarse, con los tenis en la mano, encajó con
sigilo la puerta del dormitorio y salió al pasillo pero no se dirigió a la
sala, sino hacia el patinillo lleno de macetas, donde la escalera que subía a
la azotea le conduciría a la libertad mediante el trámite de descolgarse por la
reja de la ventana de su propia habitación.
-¡Omar!
-le saludó Tomás-. Me ha dicho mi madre que estuviste fetén ayer en Palencia.
¿Ya eres rico?
-No
digas chalaúras. Me parece que todavía le debo a mi apoderao como pa comprar
diez camiones de langostinos.
-Entonces,
te invito. ¿Qué quieres beber?
-Un
Trina de naranja.
-¡Serás
mariquita! Bébete un lingotazo, majara, que pago yo.
-No.
Tengo tentaero mañana a las ocho y media. Oye, primo, ¿tú con quién follas?
-¿A
qué viene eso?
Uno
de los amigos, que les daba la espalda apoyado en el mostrador, giró la cabeza
y dijo:
-¿Tú
no sabes, Omar, que tu primo está siempre con la alemanita?
-¿Con
la alemanita? ¿Has ligao en Torremolinos, primo?
-¡Qué
va! -exclamó el amigo-. Tomás se pasa todas las noches diciendo: "¡Hale,
manita!"
-Joé
-masculló Omar-. No sé cómo coño he caío en un chiste que es más viejo que
andar palante.
-¿Por
qué quieres saber eso, primo? -preguntó Tomás.
-Bueno...
¿Te arreglas con tu novia?
-¡Tú
estás pirao! ¿Es que no la conoces?
-¿La
Marieva quiere llegar virgen a la iglesia?
-Tampoco
hay que exagerar. Es que no tiene ni diecisiete años y ya sabes cómo se las
gastan su padre y sus hermanos. ¿No te acuerdas de la que le dieron al Curro el
de la pizarreña cuando dejó preñá a la hermana mayor?
-¿El
que tuvo que casarse con la escopeta encajá en las paletillas?
-El
mismo. Pues con la Marieva, igual pero peor, porque como es la más chica...
-Entonces,
¿dónde metes el queso?
-Bueno...
pues, con lo que cae.
-O
sea -ironizó Omar-, que te comes menos roscas que un pescao, y tuviste la poca
vergüenza de chismearle al Cañita que yo no... ¡A que va a resultar que tú
todavía no la has metido en caliente!
-¡Serás
majara! ¡Qué más quisieras tú!
-Pues
mira, primo, que me creo yo que puedo darte lecciones... Si el viernes, en
Palencia, tuve que escapar por los balcones del hotel, huyendo de un marido que
me pilló en plena faena con su mujer...
-¡Serás
embustero...!
-¡Como
te lo digo!
-¿Y
estaba buena?
-¡Jamón!
Una marquesa que fue modelo antes de casarse. Tiene unas tetas... y unas
gambas...
-Oye,
primo... ¿Y no podría yo acompañarte a alguna de esas corridas?
-¡Tú
has perdido el sentido! Yo me basto solo.
-No,
Omar, coño, que no me comprendes. Quiero decir si no podría ir contigo a la
plaza de toros cuando torees por aquí cerca...
-Déjame
de líos. Si quieres ir, pregúntale al Cañita tú mismo, que tiene mu malas
pulgas y bastante tengo yo con lo mío. ¿Has encerrao la motillo o está todavía
en la calle?
-Está
ahí al lao, pero seca de gasolina.
-¿Y
si nos fuéramos a Torremolinos, a ver si pillamos algo?
-Después
de pagar la invitación, no me queda ni un real pa carburante -se lamentó
Tomás-. ¿Tú tienes dinero?
-He
salío con lo puesto y sin pedirle a la vieja, porque me he escaqueao de matute.
Y como vuelva pa pedirle a mi madre y se dé cuenta de que me he escapao, me
partiría la cara a guantazos.
El
amigo que les había gastado la broma de la alemanita, se volvió hacia ellos con
un billete de dos mil pesetas en la mano, que entregó a Omar.
-Toma
un préstamo, figura. Ya me lo devolverás cuando seas famoso.
Tras
cargar quinientas pesetas de gasolina, emprendieron viaje hacia el barrio de
Churriana, que era un atajo para llegar a Torremolinos en sólo veinticinco
minutos con el renqueante vehículo de cuarenta y nueve centímetros cúbicos.
-Nos
quedan mil quinientas púas -dijo Tomás-. ¿A dónde vamos a ir con esta
porquería?
-Tú
déjame a mí, primo. A ver.
Había
mucha gente en la calle, pero casi todos en edad de jubilación. Los viajes del
Inserso se hacían presentes por doquier, en todas las esquinas; riadas de
alegres abueletes soñando con la adolescencia.
-Que
me parece a mí que, en vez de meterla en caliente -comentó Tomás-, podríamos
poner un anticuario.
-Vamos
a la puerta del striptease de tíos en
Montemar -dijo Omar.
-¿Ahora
te gustan los gachós? -bromeó Tomás.
-Vas
a ver. ¿Los domingos no hacen pases temprano?
-Me
parece que sí -respondió Tomás-. El guiri aquel que quería contratarme pa que
me despelotara, me llevó un domingo y que, si no recuerdo mal, serían como las
ocho y media de la tarde.
-Ahora
es la una menos cuarto. Seguro que estará a punto de terminar uno de los pases
de los sinvergüenzas ésos que se quedan en cueros.
-¿Y
qué, primo?
-Joé,
Tomás -se impacientó Omar-.¿No te das cuenta de que, después de ver a los tíos
en pelotas, las gachís salen del espectáculo a punto?
-Coño,
primo. ¡La tunantería que da torear...!
Permanecieron
casi un cuarto de hora a la puerta del local, tiempo durante el cual iban
saliendo mujeres de dos en dos o en pequeños grupos, pero no en desbandada,
como si el espectáculo continuase. Todas las que vieron durante ese tiempo
superaban los cuarenta años.
-¿Ninguna
de ésas te va, primo? -preguntó Tomás.
-A
mí, la edad no creo que me importe, que ya me han camelao un montón de
cuarentonas y un día de éstos empezaré a hacerles creer que han rejuvenecío,
pero ¿no ves que son casi toas españolas? Si queremos follar sin más
pejigueras, hay que encontrar guiris.
En
ese momento, salieron tres que parecían extranjeras y que no podían tener más
de treinta años. Omar le dio a su primo un codazo y ambos se volveron de frente
hacia ellas, con las manos en los bolsillos, los glúteos remetidos y tensando
la bragueta hacia fuera. El contenido debió de parecer interesante a las tres,
puesto que se pararon ante ellos, los miraron de arriba abajo, más abajo, y
sonrieron.
-¿Parle vous français?
La
que preguntaba era, precisamente, la que los dos estaban mirando como
alucinados, pelo rubio aclarado, anchas caderas, buena delantera y cara de estar
de vuelta. Cuando los jóvenes respondieron que no con la cabeza, una de las
otras, que no era tan atractiva, trató de hablar en español:
-Nous
ir comer mariscos. ¿Vous convidar nous?
-¡Que
te follen! -murmuró Tomás por lo bajini.
Omar
se ahuecó la bragueta con ambas manos para recalcar el contenido, en ademán de
invitarlas a comer salchichón. La que presumía hablar español, dijo:
-Très
cojonudo.
Las
tres se alejaron riendo a carcajadas. También los dos jóvenes rieron, pero ya
con cierta decepción. Cuando Omar, recordando que tenía tentadero a las ocho y
media, se disponía a proponer a su primo regresar, salió una joven sola,
hermosísima, de nacionalidad indefinible. El pelo moreno y algo rizado caía en
cascadas sobre la cara exquisitamente maquillada, donde los ojos verde claro
refulgían como aguamarinas, la nariz era un primor de pintor y la boca,
perfilada con carmín muy oscuro, dibujaba una sonrisa seductora enmarcando su
luminosa dentadura criolla. Omar y Tomás repitieron la escenificación de
resaltar sus atributos, ella sonrió y, con desenvoltura desinhibida, les dijo
en español:
-¿Están
buscando empatar?
-¡Digo!
-exclamó Tomás, sin haber entendido la pregunta.
Omar
no podía hablar. Descontando el aspecto de la vallisoletana Marisa, el
atractivo portentoso de esta mujer colmaba todas sus fantasías.
-¿Quieren
venir conmigo a una fiesta privada?
-¿Dónde?
-preguntó Tomás, puesto que Omar continuaba enmudecido.
-En
casa de un... amigo. Ése de ahí, ¿lo ven?
Señaló
el retrato impreso en el cartel expuesto en la puerta, el del stripper estelar del espectáculo.
-Un
cachas -comentó Tomás-. ¿No le cabreará que nosotros vayamos?
-¡Qué
va! Le encantará. Me llamo Maira. ¿Y ustedes?
-Yo
me llamo Tomás y mi primo, Omar, y es torero.
-¿De
veras? ¡Fantástico! Mi carro está aquí al lado.
Les
abrió la puerta de un Honda deportivo color burdeos. Tomás, notando la hipnosis
de su primo, le dejó entrar hacia el asiento trasero y él se sentó en el del
copiloto.
-No
eres española, ¿verdad? -consiguió murmurar Omar cuando el coche emprendió la
marcha.
-Soy
venezolana, ¿no recuerdan ustedes mi cara?
Ambos
negaron.
-Entonces,
mejor.
La
conductora no volvió a comentar nada ni intervino en la tímida conversación en
susurros que mantenían los jóvenes, hasta que paró el coche en una zona de bungalows, cuando le preguntó Omar:
-Esto
queda un poquillo retirao. ¿Nos llevarás de vuelta después?
-¡Cierto!
Será chévere llevales por la mañana.
-¿Por
la mañana? -se alarmó Omar, anticipando la bronca por partida doble que le
caería, tanto de su madre como del Cañita.
-¡Vaya
vaina! ¿Resultará que eres un huevón? -ironizó Maira.
Omar
no respondió, por si la pregunta no significaba exactamente lo que había
entendido. El acento de la mujer era muy sugestivo, pero usaba palabras
extrañas. Ella abrió con su propia llave la puerta del bungalow, que se componía sólo de una gran habitación, más una kichinette y un baño. La luz estaba
encendida; en la cama de dimensiones descomunales había dos hombres y Omar
estuvo a punto de soltar una exclamación desencajada. Salvo por la foto del
cartel que había señalado Marina, al joven atleta rubio no lo conocía ni de
vista, pero el moreno... Sentía apasionada inclinación por el flamenco, se le
removían las entrañas cuando escuchaba una guitarra o alguien entonaba una malagueña
o unos abandolaos, pero carecía de erudición, puesto que no sabía reconocer los
palos por su nombre... ni a los artistas, aunque sabía que el moreno de pelo
largo y ojos como luminarias que yacía con expresión deslumbrada en la cama era
famosísimo. Salía mucho en televisión, bailando flamenco en sus recitales por
todo el mundo o en entrevistas; una presencia abrumadora, puesto que se trataba
de un hombre muy atractivo y todavía joven, que gozaba de celebridad
internacional. El rubio presentaba expresión de contrariedad, como si no le
hubiera agradado en exceso la irrupción, pero el bailaor sonreía
esplendorosamente al examinarlos con detenimiento.
-Siéntense
-invitó Maira, señalando una de las doce o catorce sillas que había en torno a
la cama, disposición que Omar halló sorprendente.
Viendo
que dudaban, el famoso bailaor repitió la invitación:
-Venga,
chiquillos, no seáis esaboríos. Sentaros.
Mientras
hablaba, el bailaor alzó la cubierta y se sentó en el borde del colchón. Estaba
desnudo; su pene, minúsculo en comparación con los pocos que Omar había visto
en su vida, estaba rígidamente erecto, como si fuera un clavo. Cogió un pequeño
frasco de color caramelo que había en la mesilla de noche, extrajo con una
cucharilla un polvo blanco y lo absorbió por la nariz.
-¿No
queréis un poquillo? -preguntó ofreciéndoles el frasco.
-No
-respondió Omar, adelantándose a Tomás
por si acaso.
-Ya
me lo pediréis dentro de un rato -advirtió el bailaor, cuyo pene se mantenía
exactamente igual, para sorpresa del novillero.
Mientras,
Maira se estaba desnudando. Lo hacía como si fuese una profesional de striptease, de manera acompasada y con
contoneos muy artísticos y, ahora sí, Omar la identificó. Tampoco recordaba su
nombre, porque le parecían insoportables los culebrones que veía su madre todos
los días después del almuerzo, pero recordó que Maira era actriz y había salido
en uno de ellos, al reconocer no precisamente su cara, sino un lunar muy grande
con forma de guinda que tenía en el hombro izquierdo.
-¿Quieren
tomar algo? -preguntó Maira, ya completamente desnuda.
Antes
de responder, Omar se preguntó por qué no sentía aún la trempera de costumbre.
La escena era demasiado insólita, se dijo.
-¿Tienes
refresco de naraja?
-¿Nada
más? -preguntó Maira, con expresión sarcástica- ¿Y tú? -ahora preguntaba a
Tomás.
-Whisky.
-Menos
mal que tú sí estás en onda -comentó la actriz.
Sonó
el timbre de la puerta. Como Maira se dirigía hacia la cocina a preparar las
bebidas y el bailaor continuaba con el frasquito en la mano, se alzó el atleta
rubio. También estaba completamente desnudo, presentando una media erección,
sin empinar, su pene de dimensiones colosales, algo retorcido y lleno de
protuberancias, que lo hacían parecer una batata de las que asaba la madre de
Omar en otoño. Franqueó la puerta a cinco personas, dos hombres y tres mujeres.
Éstas eran algo vulgares y mayores, con aspecto de vacacionistas de excursión
parroquial, pero ellos, con sus músculos, su bronceado y su ropa de marca,
debían de ser artistas del espectáculo a cuya puerta habían conocido a Maira, u
otros semejantes o, acaso, gigolós. Tras muchos besos y exclamaciones
intercambiados con ellos y no con ellas, también fueron invitados por el rubio
a sentarse en las sillas dispuestas en torno a la cama. Omar trataba de
imaginar lo que estaba a punto de ocurrir. A su lado, Tomás, parecía encantado
con la situación, sin extrañeza.
Llegado
el rubio a la cama, todavía de pie junto al bailaor, éste le acarició el pene
con la misma expresión que usaría para acariciar la cabeza de un bebé.
-Pídele
que aguante, corazón -dijo.
El
rubio sonrió. Salvo para sus saludos a los recién llegados, que habían
consistido en varios "oh", "hey" y palabras así, no había
hablado todavía lo suficiente para que el novillero dedujese cuál podía ser su
origen. Maira volvió con las copas, que entregó a los dos primos. Saludó a los
recién llegados y también les preguntó qué querían beber. Las tres mujeres
estaban tan aleledas, que apenas murmuraron sus respuestas en susurros
ininteligibles. Cuando volvió portando la bandeja con los cinco vasos, Maira
preguntó a los dos de la cama:
-¿Empezamos?
-No
-respondió el bailaor-. Todavía hay siete sillas vacías. Se llenarán pronto.
Durante
los cinco minutos siguientes, el rubio tomó dos cucharaditas del polvo blanco y
bebió un vaso que parecía de agua, pero Omar supuso que podía contener vodka o
ginebra; el bailaor sorbió una nueva cucharadita de polvo y obligó al rubio a
verterse un poco del contenido del vaso en el ombligo, que el flamenco lamió;
Maira preparó una raya del polvo sobre un platillo de plata, que sorbió con un
billete de mil pesetas enrollado. Las mujeres con aire de catequistas tenían
las mejillas rojas de rubor, pero no desviaban las miradas de los tres de la
cama. Éstos comenzaron a reír incesantemente, de modo extraviado. A la cuarta o
quinta oleada de risas, sonó de nuevo el timbre. El rubio con la batata entre
las piernas volvió a abrir. Eran doce personas, seis parejas, todas compuestas
por un joven y una mayor o por una joven y un mayor. En su totalidad, los
chicos y chicas tenían aspecto de faranduleros o profesionales con teléfono en
las páginas de relax de los periódicos; en todos los casos, los mayores se
mostraban perplejos y fascinados al tiempo. Las siete sillas libres fueron ocupadas
y varias de las mujeres se sentaron sobre sus acompañantes.
-¿Empezamos?
-volvió a preguntar Maira.
-Vamos
allá -respondió el bailaor.
Maira
se tendió sobre la cama, componiendo figuras de postal pornográfica; se relamía
la boca, entornaba los ojos y situaba sus dedos índice y corazón junto a su
vulva para abrir los labios de modo que la vagina resultara visible para todos
los espectadores. Omar supuso que era el coño más dilatado que había visto
jamás, aunque nunca hubiera contemplado ninguno tan pormenorizadamente. Luego
de unos cinco minutos de poses de la venezolana, el rubio se arrodilló sobre la
cama ante sus muslos y comenzó a animarse la batata, que el novillero consideró
que, más que animación, necesitaría un gato hidráulico. Sin alzarse la desproporcionada
masa del pene, el rubio debió de suponer que ya estaba en situación de uso,
puesto que inició la penetración. El bailaor, sentado sobre los pies de la
cama, los miraba con intensidad mientras su pajarito, siempre volandero,
continuaba deseando piar.
El
rubio permaneció bombeando unos diez minutos, adoptando poses que parecían
ensayadas, puesto que, con las manos y los pies apoyados sobre el colchón,
alzaba el culo de manera que resultara visible la batata encajada en la arepa
venezolana. Lo hacía echando unas veces los pies hacia la derecha de la cama y,
otras, hacia la izquierda, de modo que los espectadores pudieran ver
cómodamente al ermitraño en la ermita.
-¡Agora estou disposto! -gritó el rubio
con acento que a Omar le pareció portugués.
El
bailaor se puso de pie sobre el colchón y clavó su puntilla en el ano del rubio
de una sola estacada. Prisionero entre Maira y el flamenco, el portugués
pareció ser arrebatado por una posesión demoníaca, puesto que comenzó a saltar
convulsionándose, dando botes que le alzaban más de un palmo sobre el cuerpo de
Maira con el otro encaramado a su espalda, mientras gritaba roncamente palabras
que Omar no consiguió entender ni una.
Ahora,
sí. La trempera del novillero había recuperado los parámetros de costumbre.
Tenía necesidad perentoria de participar en lo que, según todas las trazas, era
un espectáculo aunque no pudiera deducir quiénes pagaban y quiénes cobraban,
pero el único coño disponible estaba ocupado de sobra. Miró a un lado y otro, a
ver si alguna de las mujeres vestidas estaría dispuesta a desnudarse, pero lo
que observó en todas las caras le quitó la idea de la cabeza. Aquellas personas
estaban mirando con fascinación, principalmente las mayores, pero sin ningún
otro interés que una observación que parecía concertada.
El
bailaor volvió la cabeza hacia los dos primos con ojos vidriosos y sonrisa que trataba de ser cómplice,
diciéndoles:
-Esto
no es gratis. ¿Por qué no os desnudáis y os ponéis a tiro?
Con
algo que no era capaz de calificar en el pecho y el estómago, Omar empujó a
Tomás rumbo a la puerta.
-Vámonos,
primo -dijo.
Siguiéndolos
con la mirada, dijo el bailaor:
-Oid,
no se os vaya ocurrir contar por ahí lo que habéis visto.
-No
te preocupes, tío -tranquilizó Omar-. El domingo que viene, te traigo un
regimiento, pa que puedas demostrarles que eres tú quien te follas a los tíos y
no ellos a ti, como chismean en la tele.
Los
dos primos rieron nerviosamente sin parar durante todo el viaje de vuelta.
Ninguno de los dos había comprendido del todo la naturaleza de la escena.
Cuando cayó en su cama, Omar temió que los bostezos le revelasen al Cañita por
la mañana que había trasnochado. A pesar del temor, y a pesar también de llegar
con las mismas reservas energéticas con que había salido, se durmió inmediatamente.
XVIII - Larga cambiá
-Nos
ha salío una novillá en Ibiza pa el sábado de la semana que viene -dijo el
Cañita-. Nos viene de dulce, porque toreamos el domingo siguiente en Játiva,
así que la combinación es chachi.
Omar
continuó los ejercicios con escaso interés debido a que sentía sueño, abulia
que intuyó el peón que accionaba la carretilla donde estaba montado el toro de
mimbre, y no realizó ninguna aproximación imprevista ni peligrosa. Mayo
avanzaba entre calores y, tal como olía el aire, Omar sólo podía pensar en el
sexo, adobado con la frustración que le causaba recordar a la muchacha de
Valladolid y la fallida excusión a Torremolinos. El aire estaba lleno de
sonidos, en contraste con el silencio campero de sólo un mes atrás; cantaban
toda clase de pájaros y había rumores de vida por doquier entre el perfume
almibarado de las flores. Todo invitaba a abandonarse a la sensualidad.
-¿La
ha llamao usted, don Manuel?
-Sí.
Anoche hablé con Isabel casi una hora.
-¿Le
dijo algo de la sobrina?
-Está
cabreá. Alguien le contó tu aventura por los balcones de Palencia.
-¡Coño!
-Sí,
ése es tu problema, los coños. Pero date cuenta de una cosa, niño; si Marisa se
puso de mal humor, será porque se había hecho ilusiones.
-¿Usted
cree eso de verdad?
-Claro
que sí, hombre. Cuando toreemos en Colmenar Viejo, las voy a convencer pa que
vayan a verte.
-¿Y
si la llamara yo?
-El
teléfono que tengo es el de la tía y, de cualquier modo, ¿tú crees que con el
jarabe de pico que te gastas ibas a convencerla?
-¿No
iba a llevarme más veces al teatro, pa que hable mejor?
-¿Cuándo
te voy a llevar al teatro, niño, si todas las noches no quieres otra cosa que a
la Nancy?
-Lo
cortés no quita lo valiente.
-¿Ves?,
eso está pero que mu requetebién, que tengas agilidad mental pa decir cosas
como ésas. Pa avanzar en ese camino, tendrías que leer tó lo que puedas, ya
sabes, periódicos y demás, ya que no soy capaz de imaginarte leyendo a Ortega y
Gasset. Mira, creo que hay una compañía de teatro en el Alameda, que no queda
lejos de la barra donde trabaja la Nancy. ¿Quieres que vayamos hoy?
Mientras
miraban los carteles tras comprar las entradas, Manuel Rodríguez se arrepintió
de haber hecho la propuesta. Se trataba de una de esas funciones de teatro
modernas, donde la gente se desnudaba y pasaba todo el rato dando gritos y
otras cosas raras. Bueno se iba a poner el niño en cuanto viera a una mujer
desnuda en el escenario.
-No
creo que esta función te sirva pa aprender a expresarte, Omar. Si quieres, lo
dejamos.
-Ya
ha comprao usted las entradas. ¿Va a perder el dinero?
-No
tiene importancia.
De
todos modos, entraron en el teatro y fueron luego a la barra americana. Nancy
no trabajaba ya allí y, al informarle, la encargada miró fijamente a Omar:
-Comentan
las chicas que se había colado por un cliente y ha preferido quitarse de
enmedio. Nosotras no podemos permitirnos que nos pasen esas cosas. Creo que se
ha ido a Barcelona. Pero mira la búlgara que tenemos nueva... ¿no te apetece?
-Me
había hecho a la idea... -repuso el novillero.
-¿Quieres,
o no? -se impacientó el Cañita.
-No,
don Manuel. Venía pensando en la Nancy. Ahora ya no tengo ganas y, sin en
cambio, estoy que me mareo de hambre.
-¿Qué
quieres comer?
-No
sé...
Manolo
Rodríguez sonrió con indulgencia. Creía que al niño le daba igual una mujer que
otra, con tal de que se abriera de piernas, y resultaba que era capaz de
encapricharse. En cuanto a la comida, tragaba glotonamente cantidades
increíbles de carne y, ahora, esa indiferencia. Nancy había llegado a hacerle
cosquillas en el corazón... Claro, había estado encamándose con ella casi seis
meses. No debería haberlo tolerado.
-Te
diré lo que vamos a hacer. Hay en la parte antigua de Málaga tres rutas del
tapeo a cual mejor. Desde ternera con almendras a conejo al ajillo, y desde
gambas y navajas a la plancha, hasta rape con alioli. ¡Y no se digan las
conchafinas, los búzanos y las coquinas! Vamos a recorrer las tres rutas
completas. ¿Vale?
-Lo
que usted quiera, don Manuel.
Vaya
con el niño. Estaba de verdad afectado.
Durate
dos horas, engulleron una abundante y variada cantidad de tapas y medias
raciones. Emprendían el recorrido por la tercera ruta cuando entraron en una
pequeña tasca en cuya barra se apelotonaba la gente. El mostrador presentaba un
increíble surtido de tapas de caza y embutidos típicos camperos de las comarcas
que rodeaban la ciudad. Colgaban de un tubo de hierro, sujeto en el techo sobre
el mostrador, ristras de ñoras y de ajos, jamones y salchichón fresco de la
Hoya, morcillas de Ronda y mojama de pintarroja.
-Tendríamos
que haber empezao aquí -murmuró el Cañita.
-Ya
no me queda hambre, don Manuel.
-Bueno,
da igual. Tomemos el último trago de Cartojal y te llevo a Cártama.
-Puedo
coger el autobús.
-¿Para
que llegues a tu casa a las mil y quinientas? No, niño, tienes que descansar,
porque mañana te quiero fresco como una rosa a las ocho y media en el
tentadero. Vamos a tomar esa copa.
Cuando
Omar fue a coger el catavinos para el segundo sorbo, empujó sin querer a una
mujer que estaba de espaldas a él, vuelta hacia el hombre con el que
conversaba.
-Perdone
usted -se disculpó el novillero.
Ella
giró la cabeza para sonreirle. ¡En su vida había visto una mujer más guapa!
Pelo castaño claro recogido en un moño bajo como los de las mujeres ricas que
salían en las revistas, ojos verdes que parecían lagos de tan grandes, nariz
recta y una boca... Esa sonrisa era una provocación que tendría que estar
prohibida por la ley. Omarito la miraba alelado, incapaz de pronunciar palabra.
-¿Tú
no eres el torero?
Había
debido de verlo torear en Vélez o en Nerja.
-Sí
-respondió el Cañita, observando la parálisis del niño.
-Estuviste
muy bien -dijo ella.
-¿Dónde
lo vio usted?
-En
Vélez. Yo vivo allí, esta noche he venido al teatro.
-¿Al
Alameda?
-Sí,
¿por qué?
-Pues
porque da la casualidad de que nosotros también hemos estao viendo la función.
-¡Vaya,
tiene guasa la cosa! ¿Su hijo es mudo?
-¿Mi
hijo?, ¡ah! Niño, ¿te ha comido la lengua el gato?
-Yo...
Ella
se desentendió del hombre con el que había estado hablando. No debía de ser ni
siquiera amigo, solamente alguien con quien había entablado conversación de
manera casual, en la propia taberna.
-Me
llamo Lola. ¿Cuándo torearás de nuevo por aquí cerca?
-El
niño se llama Omar, como ya sabrás, y yo me llamo Manolo. De momento, no
tenemos ná por estos andurriales -respondió el Cañita-, pero si nos das tu
dirección, podemos mandarte una entrá en cuanto toreemos por aquí.
-Vaya,
¡qué generoso! No es necesario y, además, yo suelo ir a los toros con mi
marido.
-¿Este
señor es tu marido?
-No,
es un amigo que acabo de conocer. Oye, ¿cómo te llamas tú? -Lola tocó el hombro
del desconocido-, para que te pueda presentar.
-Sebastián.
-Bueno,
pues ya están hechas las presentaciones.
El
Cañita escrutó a su pupilo. Llevaba cinco minutos sin despegar la mirada del
rostro de la mujer. Decidió ayudarle.
-¿Podemos
invitarte a una copa en un sitio más tranquilo?
-¡Digo!,
¿por qué no? Con que llegue a Vélez antes de las siete de la mañana, no hay
problema. Mi marido trabaja en el materno y tiene guardia esta noche. ¿Tú
vienes, Sebastián?
-Imposible.
Me esperan en casa.
-Bueno,
pues ya lo tenemos todo organizado -dijo alegremente Lola-. Vamos a tomar esa
copa por ahí, que será bueno para la digestión.
Fueron
en el coche del Cañita, con la promesa de llevarla luego hasta donde ella tenía
aparcado el suyo. El local que eligió Manuel Rodríguez era un pub que conocía por encontrarse a una
manzana de su casa, un lugar muy elegante que sólo había visto desde fuera,
porque se suponía demasiado mayor para entrar solo en esa clase de sitios.
-¡Huy!
-exclamó Lola- Ustedes tenéis malas intenciones.
El
Cañita sonrió. En efecto, el local, con profusión de espejos y puntos
luminosos, daba sin embargo la impresión de estar completamente a oscuras.
Estaba casi lleno de personas mucho mayores que Omar y mucho más jóvenes que
él. Eligió una mesa adosada a la pared entre dos butacones enfrentados. Obligó
a los dos jóvenes a sentarse juntos y él se situó enfrente, maquinando cómo
dejarlos solos. Al día siguiente no habría entrenamiento. En el momento que
Omar sintió la presión de la rodilla de Lola contra la suya, tuvo que
acomodarse el pene, porque le había pillado la trempera en posición incómoda.
-Oye
-bromeó Lola-, ¿estás insinuándote?
Omar
bajó la cabeza, encendido.
-Voy
un momento a la barra -se disculpó el Cañita-. He visto a un amigo y voy a
saludarlo.
Cuando
se quedaron solos, Lola preguntó:
-¿Eres
siempre tan tímido?
-Yo...
nunca he visto una mujer más guapa que tú.
-¡Osú,
qué niño tan simpático!
No
le gustaba que siguera llamándole "niño", a ver. Tenía que advertirle
al Cañita que dejara de llamarlo así, al menos delante de extraños.
-De
niño, no me queda ni el traje de primera comunión.
-Así
que eres un hombre.
-Yo
creo que sí.
-¿Estás
dispuesto a demostrarlo?
-¿Ahora?
-Pa
mañana es tarde.
-¿Cómo
quieres que te lo demuestre?
-Dile
a tu padre que vamos a dar una vuelta. La playa está ahí mismo.
El
Cañita notó que su estrategia había dado resultado antes de lo previsto. La
pareja se había alzado de los asientos y se acercaba.
-Escuche,
don Manuel; que... vamos a pasear un poco. ¿Va a esperarnos usted aquí?
-¡Natural!
-Es
sólo un momento -se disculpó Lola-. Me apetece escuchar el rumor del mar.
"Yo
te voy a dar rumor", pensó Omar.
La
playa estaba excesivamente iluminada por grandes focos halógeos. Omar se
preguntó hasta dónde estaría dispuesta Lola a llegar, en todos los sentidos.
-¿Has
estado en el morro de la Farola alguna vez? -preguntó Lola.
-No.
-Tenemos
que andar un poco, pero hay unas vistas preciosas.
En
efecto, el dique que cerraba el puerto, un largo malecón curvado, permitía
contemplar un paisaje completo de toda la fachada marítima de la ciudad,
fuertemente iluminada, destacando la torre de la catedral y la fortaleza mora,
reflejado todo el conjunto en el espejo del agua quieta de la dársena. El
laberinto de grúas y barcos del puerto componía una tarjeta postal que olía a
salitre y sonaba con ritmo de tangos de la calle de los Negros mecidos por las
olas. Por el lado que daba al mar, había gran número de rocas un par de metros
más abajo, que protegían el malecón contra la marejada; cada cierto número de
metros, había algún pescador de caña ensimismado en su paciente espera.
-¿Por
dónde bajarán ésos? -murmuró Lola.
-¿Quieres
bajar ahí?
-¿Tú
no?
-Pos
al avío.
Sin
más comentario, Omar no se tomó el trabajo de buscar una escalera, si la había.
Se sentó en la orilla del malecón y se deslizó hasta las rocas; desde abajo,
tendió los brazos a Lola.
-Es
peligroso. ¿Estás seguro de que podrás sujetarme?
-Tú,
siéntate, y luego te echas contra mí. No tengas miedo.
Lola
actuó tal como el novillero le indicaba. En el momento de sentirse aferrada por
los brazos del joven, admiró su fuerza prodigiosa. Ni siquiera se había movido
un centímetro al caerle encima. Omar sabía que, tal como estaban rodando las
cosas, no necesitaba preámbulos; hizo que Lola apoyara la espalda contra el
malecón e, inmediatamente, la abrazó.
-Iba
a reventar si no haciámos esto en seguida -confesó ella.
Omar
no esperó más. Alzó con presteza la falda y bajó las bragas, tratando de no
parecer demasiado ansioso pero sin perder tiempo. Entró en ella con la misma
celeridad.
-¡Estaba
segura! -exclamó Lola.
-¿De
qué?
-Te
vi torear, ¿te acuerdas? ¿Qué crees tú que me llamó la atención, los pases que
dabas, las banderillas, tu forma de matar? ¡De eso nada! Tu paquete era lo que
me tenía hipnotizada. Ahora veo que no era algodón, como dicen que se meten
tantos toreros.
Mientras
bombeaba, Omar observó que Lola se mordía los labios para contener los gemidos.
La verdad era que, sólo un poco por encima de sus cabezas, había una especie de
paseo con cierta iluminación, por donde andaba mucha gente. Ella no quería
incitar a los mirones. A pesar de su contención, dijo sin embargo al oído del
novillero:
-Hay
alguien mirando ahí arriba.
-¿Cómo
lo sabes?
-Por
la sombra, ¿ves? Como siga asomándose así, se va a caer.
-Le
voy a partir la cara de un puñetazo -aseguró Omar.
-Sigamos
a lo nuestro. A mí no me importa.
-Entonces,
a mí tampoco.
Omar
aceleró las embestidas. Ahora ya no era Lola capaz de mantenerse callada;
aunque contenidos, sus gemidos tenían que resultar audibles a la distancia de
dos metros donde estaba el mirón. Omar aguantó dificultosamente, pero pudo
resistir a causa de saberse observado. En cuanto notó que ella se convulsionaba,
dio el golpe de gracia y gruñó. Apenas habían podido recuperar el resuello,
todavía abrazados, cuando escucharon un grito y un golpe. El mirón había caído
de bruces contra las rocas.
Omar
se abrochó prestamente el pantalón y acudió a auxiliarle, lo mismo que un
pescador que había unos veinte metros más allá, en la dirección del mar.
Arriba, también comenzaba a apelotonarse la gente. Cuando el novillero alzó al
hombre y le dio la vuelta, quedó horrorizado. El pobre, tenía la nariz
completamente hundida, presentando la cara
una máscara cóncava como una barca. A despecho de la compasión, sentía
ganas de reír; le estaba muy bien empleado.
XIX – Arrastre
Al
regreso de Cártama, tras dejar a Omarito ante su casa, Manuel Rodríguez sentía
la tentación de telefonear a Valladolid. Pero tenía que echar cuentas porque
los entrenamientos y lo que el niño acaparaba del resto de su tiempo por las
calenturas, le impedía calcular si no estaría pillándose los dedos con la
inversión, a punto de quedarse manco.
Omar
necesitaba otro vestido, lo que a lo mejor le obligaba a vender más bonos del
estado. Lo precisaba de veras, porque el primero que le compró de segunda mano,
el negro, ya no podía usarlo a pesar de los añadidos, porque seguía creciendo y
madurando. A ver si no tendría que emborracharlo unas cuantas veces para que no
creciera más, que iba a acabar compitiendo con Terminator y hasta dejaría de
tener figura torera. Por otro lado, era una pejiguera llevarlo a la sastra, con
tantas chalaúras con el asunto del paquete, como si no hubiera cientos de
toreros dispuestos a cambiárselo. Porque había visto cada cosa cuando otros
apoderados lo invitaban a ver vestirse a sus pupilos, privilegio concedido a
muy pocos. Por las fotografías que luego salían en la prensa, deducía que
recorrían las plazas de toros centenares de calcetines colocados en lugares que
no eran los pies.
¿Sería
verdad lo que le habían contado en Palencia? El tal estaba casado y tenía tres
hijos y dos nietas, por lo que al Cañita le resultaba muy difícil de creer que
el torero del que era apoderado lo obligara, para aliviarse, a arrodillarse
ante él en la limusina para saborear lo que sólo resultaba notable cuando lo
envolvía en calcetines deportivos. ¿Y lo del torero que cultivaba fama de macho
erotómano, hasta el punto de que salían decenas de famosillas en la prensa
disputando por él, y sin embargo estaba, en realidad, liado con un francés que
le exigía constantemente lo que su nacionalidad sugería, antes de ponerlo
mirando al tendido para entrarle por derecho? ¿Y lo del escritor norteamericano
que tenía una colección impresionante de fotografías en primeros planos de los
objetos de su adoración, sin calcetines, fotos para las que algunos posaban con
gran complacencia en las habitaciones de los hoteles un par de horas antes de
las corridas, para lo que tenían que adelantar alguna que otra?
Tales
casos eran, por lo que sabía, excepciones insólitas, aunque era innegable que
el vestido torero constituía una tentación irresistible para todos los sexos,
sobre todo el equidistante. Reconocía que ese bulto llevaba a mucha gente a las
plazas, incluyendo a algunos con el talonario en la mano. Sin embargo, sabía
vidas y milagros de casi todas las figuras, y en su mayoría eran buenos y decentes
padres de familia, porque, eso sí, alguna clase de determinismo profesional les
inspiraba a casi todos la idea de casarse muy jóvenes. En muchos casos, y a
pesar de la abrumadora cantidad de oportunidades que tenían, sobre todo a causa
del abultamiento de la taleguilla, resultaban ser aburridísimos monógamos.
Sumó
los gastos del último mes y puso al lado la columna escuálida de los ingresos.
Miró hacia el retrato de la parienta difunta como pidiéndole perdón, y anotó
los valores de los que era indispensable desprenderse.
Lo
de la Nacy representaba un pellizco considerable de los gastos, y menos mal que
a Omarito, vistas las ocasiones, le daría pronto por aliviarse sin pagar.
Pronto pagaría... a guardaespaldas para quitarse de encima a las que querrían,
incluso, pagarle.
Arrastró
los totales. Frunció los labios. Empezaba a necesitar el triunfo de Omarito
casi más que él mismo, o acabaría a la puerta de la catedral con una gorra en
el suelo y un cartelito.