miércoles, 10 de octubre de 2012
EL OCASO DE LOS DRUIDAS
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Europa posee las grandes manifestaciones artísticas más antiguas producidas por seres humanos. Las cuevas de Altamira y Lascaux, en España y Francia, han sido llamadas con razón “Capillas Sixtinas prehistóricas” y fueron pintadas más de diez mil años antes de la construcción de las pirámides de Egipto. Los increíbles megalitos europeos como Menga en Málaga, Carnac en Francia, o Stonehenge en Inglaterra, son tal vez los monumentos más antiguos de la Humanidad, anteriores a las pirámides y los zigurats. La civilización celta, aunque posterior a los constructores de dólmenes y menhires, fue durante más de dos milenios una especie de Comunidad Europea desde Finlandia a España y desde Turquía a Irlanda, un fraternal reino de reinos que compartían signos, dioses, sentido de la vida y, probablemente, lengua. Una realidad continental que, pese a los afanes de Bruselas y Estrasburgo, todavía nos costará varias generaciones restaurar del todo. Esa civilización, amante de la Naturaleza y practicante ferviente de la armonía de los hombres con su medio, debió de alcanzar conocimientos muy profundos de física y química, y su cultura era lo bastante funcional como para que clanes muy distantes en el tiempo y el espacio la conservasen durante muchos siglos. Pero agonizó lentamente a lo largo de más de un milenio, bajo la presión de los invasores orientales (fenicios/cartagineses y griegos/persas) y el Imperio Romano. Finalmente, fue diluyéndose en el olvido en un continente a medias cristiano y a medias musulmán, cuyos practicantes más fervientes, en rara sintonía, perseguían y aplastaban toda manifestación de conocimiento que repugnase a quienes tan pocos conocimientos poseían. Como, según el tópico, la Historia la cuentan los vencedores, los europeos actuales apenas recordamos ni reconocemos nuestro verdadero origen cultural común, el celta, mucho más determinante que el fenicio, el griego o el latino en nuestros modos y maneras generales, y en el entendimiento paneuropeo de la vida. Tan grande es nuestro olvido, que la ciencia seria no emprende estudios profundos, a escala continental, que pudieran encontrar explicación al misterio de una civilización tan extensa y homogénea en épocas de tan difíciles comunicaciones, para restablecer un mínimo de nuestra memoria colectiva, deliberadamente eclipsada no se sabe bien por qué o por quién. Nadie explica de manera razonable, por ejemplo, la existencia de topónimos como GALicia, GALacia, GALia, y GALes, todos con significación celta comprobada, en lugares tan distantes como Turquía y Gran Bretaña. El espíritu celta y manifestaciones abrumadoras de su cultura y sentido de la vida han pervivido en las tradiciones, el folclore, la música, los rastros arquitectónicos y hermosos objetos de orfebrería. Y además, está impregnada de celtismo toda una tradición literaria que llega prácticamente hasta el presente. Sin pensar en su origen celta común, difícilmente se podría comprender el espíritu ecológico y de comunión con la Naturaleza que satura los relatos de los hermanos Grimm (alemanes), Giovanni Bocaccio (italiano), Hans Christian Andersen (danés), Charles Perrault (francés), Lewis Carroll (inglés) o Jonathan Swift (irlandés) e inclusive los fabulistas españoles Félix María Samaniego y Juan Eugenio Hartzenbusch. Sin considerar nuestros orígenes celtas, resultaría inimaginable el surgimiento en la Europa judeocristiana de ideas como las de Jean-Jacques Rousseau (suizo). Aceptamos como un dogma haber sido “civilizados” por Sumer y otras naciones orientales, como si lo que antes existía en el continente fuese tan sólo un hatajo de salvajes infrahumanos, bárbaros, brutos e incapaces de crear arte, belleza ni cultura, lo que es contradicho clamorosamente por los numerosos rastros, tan superficialmente investigados, que dejaron los celtas y que incluyen la que es probable que sea la más antigua forma de escritura alfabética, a pesar de que un tabú religioso les impedía escribir sus leyendas e historia, lo que es una de las causas de nuestro olvido. En esta cuestión tan crucial, la ciencia ha dejado en manos de desvaríos especulativos la investigación de algo que nos concierne a todos los europeos, un patrimonio comunitario que tenemos derecho a conocer con profundidad y sin frivolidades. Europa experimentó un tiempo en que los celtas manteníamos con la Naturaleza una alianza mutuamente provechosa. Entonces, el Edén estaba aquí. Con todo el espíritu celta de que he conseguido imbuirme en lugares que amo intensamente, narro a continuación una aventura que pudo suceder.