TIEMPO PARA UN INVENTARIO: ¿Conseguiría reinventar el Carnaval de Málaga?
Después de largos años como un nómada por todas las Américas, volví a España convencido de que regresaba para reencontrarme a mí mismo. Llevaba demasiado tiempo sintiéndome intruso en todas partes; no acababa de sentirme en casa en ningún lugar; no me ocurría como muchos emigrados españoles que había conocido integrados, felices y con descendencia en países de los dos hemisferios. En cierta ocasión, mientras participaba en la campaña publicitaria de un político (que ganó las elecciones, creo que con una frase mía), uno de sus ayudantes me preguntó por qué no me nacionalizaba: “Imagina, podrías llegar a vicepresidente del país”. Repuse: “¿Sólo a vicepresidente, entonces no me nacionalizo, para ser un ciudadano con derechos limitados”.
Cuando volví para quedarme, había pasado tres años intentando reintegrarme a España, realizando por ello muchos viajes, pero tenía que volver a emigrarme porque tampoco reencontraba las raíces perdidas. Concretamente, recuerdo una navidad que, mientras esperaba la cena de Nochebuena, me puse a ver las noticias de la televisión; el tono del locutor y lo que decía me causaron tal impresión, que no cené de Nochebuena con mi familia, salí y me emborraché (cosa que sólo he hecho tres veces en toda mi vida); a primera hora del 25, corrí con mi equipaje al aeropuerto y salí de estampida maldiciendo mi estampa.
Tras varios cruces fallidos del Atlántico, decidí que tenía que quemar mis naves o jamás lo conseguiría, porque era demasiado golosa mi situación americana, demasiado elevada para alguien que no había estudiado ni el bachillerato español.
Poseía un estatus de clase muy acomodada, un reconocimiento profesional “envidiable” y una cuenta en el First National City Bank de Nueva York con un saldo en dólares muy considerable. Atravesaba en aquellos momentos el más alto nivel que podría conseguir nunca en publicidad, me habían elegido varias revistas especializadas como uno de los mejores “layout-men” de América Española y era invitado habitual en fiestas “aristocráticas” de Venezuela, Brasil, Ecuador e, inclusive, del fastuoso Park Avenue de Nueva York. Regresar para la única vida, sencilla y austera, que podría llevar en España resultaba estrambótico a los ojos de mis parientes e incómodo para mi subconsciente. Quemar las naves sería la única manera de obligarme a readaptarme.
Nunca había ambicionado más meta final para mi vida que la profesión de escritor. Consciente de mi falta de preparación académica, durante todo mi tiempo emigrado devoré libros; investigué hechos históricos que me parecían mal explicados; frecuenté bibliotecas; consulté durante muchos años toda clase de enciclopedias gramaticales, buscando empaparme a fondo no sólo de la lengua, sino de sus posibilidades expresivas; procuré (y conseguí) relacionarme con algunos de los novelistas y poetas hispanoamericanos que más admiraba; finalmente, me acerqué humildemente a varios poetas malagueños, que me trataron como a una puñetera mierda. Siempre me ha asombrado la facilitad con que se vuelven despectivamente egocéntricas personas poseedoras de talentos sólo mediocres.
Como el regreso me lo planteé especialmente para tratar de materializar mi carrera de escritor, alquilé un apartamento en la calle Doctor Fleming de Madrid (en un edificio apodado “la teta de Madrid”), y pasé todo un año encerrado escribiendo, sin dejar de frecuentar la Biblioteca Nacional. Creé una novela (que por cierto se me ha perdido; todavía no eran comunes los ordenadores) y procuré afanosamente encontrar una senda que me condujera a alguien que pudiera introducirme con una editorial. Pero un año más tarde, y ansioso de readaptarme a España (lo que cada día me resultaba más difícil) presté oídos a las reconvenciones de mis parientes: “te vas a gastar todos tus ahorros y te verás en la miseria”. Dadas mis experiencias americanas, nunca me pasó por la mente la idea de que tal cosa fuera posible, pero primó mi necesidad angustiosa de readaptarme a unas raíces que no conseguía encontrar.
Establecí en Málaga un negocio de hostelería que denominé “Pepeleshe”. Con ello, mataba dos pájaros de un disparo: Me ponía a trabajar (según mis familiares, enemigos acérrimos de mi pretensión de ser escritor, en “algo útil”) y, además, me procuraba un arma para tratar de revivir el carnaval de Málaga. Lo llevaba intentando desde mediados de los años 70 (desde varias ciudades americanas) escribiendo “cartas al director” que el entonces director de Sur, Sanz Cagigas, (única persona en Málaga que valoró mi capacidad literaria) publicaba en Sur como artículos de colaboración. He perdido muchos de esos artículos, porque pedía a mis familiares que me los enviaran y como ellos los buscaban en “cartas al director”, no se daban cuenta de que habían salido como artículos y ni siquiera conozco las fechas para intentar una búsqueda en hemeroteca. Nadie en unos cinco años había prestado oídos a mi súplica de que se rescatara el carnaval de Málaga. Con el Pepeleshe, supuse que tendría ocasión de fomentar el carnaval.
Abrí dicho local con la idea de que, al no tener experiencia, fracasaría. Pero la publicidad es como montar en bicicleta: no se olvida”. Tras varios días de desesperación, mi subconsciente de publicitario me inspiró medios para llevar el local adelante. A los tres o cuatro meses, era el bar-pub más famoso de Málaga. Tenía colas de adolescentes dos o tres horas antes de abrir los domingos. Me vi arrastrado por la propia dinámica del negocio, y perdí por un tiempo la verdadera perspectiva de mí mismo. Entre otras cosas, inventé concursos de flamenco y humor, tertulia poética, recitales, etc. Uno de los certámenes era el “Concurso Pepeleshe de contadores de chistes“, del que se celebraron 7 ediciones.
Tuve mucha suerte, porque no disponía ni de extintores y muchas noches llegaba a entrar la gente literalmente a presión; de tal modo, que el camarero tenía enormes dificultades para servir las copas.
En el segundo concurso de contadores de chistes, quedaron segundo y tercero Manuel Sarria y Juan Rosa Mateos. Había una diferencia de estatura entre ellos de unos 47 cm; al observarlos juntos en el estrado, pensé en el gordo y el flaco, el bueno y el feo y parejas semejantes. Les sugerí unirse para formar un dúo humorístico, lo que llevó meses porque se peleaban mucho y rompían todas las semanas. Uno trabajaba en Los Prados y el otro, en Ciudad Jardín; no puedo calcular la gasolina que gasté en tratar de reconciliarlos. Pero resultaban graciosos y al, final, triunfaron con el nombre que les puse y la parodia que les escribí; Dúo
Sacapunta y “La sorda”, respectivamente.
En plena efervescencia de la fama del Pepeleshe, varios amigos me alertaron de que mis paisanos creían que yo era millonario. Tanto es así, que una periodista vino y me contó que mantenía una relación de trío con otra chica y un prohombre, y sin querer se había quedado embarazada. Me lo contó llorando, afirmando que no era capaz de hablar de su embarazo a su padre. Tras una pausa durante la que pareció reflexionar a fondo, dijo:
-Como se rumorea que tú eres homosexual, podrías casarte conmigo para cubrir las apariencias, sin necesidad de que tengamos sexo ni nada, porque yo estoy enamorada de mi compañera sexual”.
Caí en el enredo, ahora no comprendo por qué; tal vez por compasión ante su desconsuelo. Gasté unos siete millones de pesetas en decorar el piso que ella había comprado, cercano al Pepeleshe. Tuvimos una boda casi fastuosa, aunque el famoso político que era la “tercera” parte del trío se negó a asistir.
La excelentísima señora quiso apropiarse de la participación económica de su padre, como padrino, en el convite que yo había pagado íntegro. Durante un par de semanas, compró en El Corte Inglés vestidos carísimos que me obligaba a pagar. Pocos días más tarde, me dijo que tenía un pufo de casi un millón de pesetas por la hipoteca del piso, y que debía liquidarlo “antes de fin de mes”. Le respondí que yo me había quedado ya sin dinero. Ella repuso: “Qué error, qué error he cometido”.
Un par de semanas después, presentó en el obispado demanda de anulación matrimonial; en su demanda, me acusaba de maltratador y otras barbaridades mucho peores. Para reforzar sus mentiras, se valió del testimonio falso de una compañera suya de trabajo, a la que jamás había visto yo tras la ceremonia. Pero esta mujer inventó cosas terribles contra mí, delitos que “había visto en directo”. Hoy es una famosa y “veraz” comunicadora que “ama a todo el mundo”. Padecí una depresión muy profunda y tuve que volver a América por algún tiempo.
A mi regreso, me afané más que nunca por revivir el carnaval de Málaga, porque creía que estaba a punto de morir (ya hace casi 30 años de eso). Organicé un acto reivindicador, recabando el apoyo de dos conocidas instituciones para lograr que las autoridades me hicieran caso y asistieran. El acto, del que informó el diario SUR a toda página, resultó un éxito. El entonces alcalde prometió: “Apostaremos por el carnaval de Málaga al mismo nivel que por la feria”, promesa que incumplió sonoramente.
Pero mi empeño comenzó a convertirse en obsesión. Tanto insistí, que los pocos carnavalistas de entonces organizaron un acto para tratar de fundar la “asociación de Amigos del Carnaval de Málaga”. El acto tuvo lugar en un antiguo cine llamado “Cayri”. Acordaron organizar la asociación y me eligieron presidente. Presidente de algo que no existía. Tuve que alquilar un local (propiedad del pintor Morenno), realizar la reforma, comprar muebles y complementos, y demás. Tuve muy poca ayuda manual (sólo me ayudó de verdad un señor que ha muerto ya, Manuel Gallego) y ninguna económica. Dispuesto a que el proyecto se hiciera realidad en toda la dimensión necesaria, escribí a la reina doña Sofía pidiendo su patronazgo (que me negó); después le ofrecí la presidencia de honor a la duquesa de
Alba, que la acepto pero advirtiéndome: “yo no tengo dinero”. Al menos, consintió en venir a Málaga para tomar posesión. Yo consideré que un acto casi en homenaje de la duquesa de Alba convocaría a la gran sociedad malagueña, puesto que consideraba indispensable su aquiescencia para recuperar el carnaval tan brillante de los años 20-30. Pero como mi dinero se había terminado, seguía pagando el alquiler de los Amigos del Carnaval y ningún carnavalista podía colaborar en la financiación de un acto solemne para Alba, Sanz Cagigas me aconsejó que organizara un festival en la Plaza de Toros para recaudar fondos. La diputación aceptó prestarme la Malagueta gratis y algunos artistas, como la Niña de la Puebla, aceptaron actuar. Pero el principal grupo carnavalista consideró más importante para ellos irse de excursión la misma mañana del festival pro carnaval, lo me restó una parte considerable de la ayuda que necesitaba.
La afluencia de público fue insignificante por lo que, parado ante el muro infranqueable levantado ante mí, esa tarde tuve un grave amago de infarto y me vi obligado a dimitir.
Pasado algún tiempo, logré la atención de Roca Editorial, con la que publiqué cuatro novelas. Lamentablemente, esta editorial (y casi todas las catalanas) roba a los autores en español el 67% de los derechos de Propiedad Intelectual, ley que es contraria a la existencia de escritores españoles. He escrito toda mi vida por necesidad vocacional, pero tras escribir afanosamente durante treinta años, al menos creía merecer una vejez honorable y cómoda. Pero Roca editorial se apropió de 125.000 euros míos y Editorial el Cobre, de otros 99.000.
Ahora vivo miserablemente. Me acaban de arreglar los dientes financiado por Cáritas. Almuerzo en un asilo monjil de ancianos. Habito de realquiler con unos caseros impresentables. No consigo comprarme ropa ni zapatos, ni nada. Escribo porque moriría a cada rato si no lo hiciera.
Desgraciadamente, a pesar de haber sacrificado mis ahorros americanos el brillante carnaval de Málaga no ha sido revivido aún. Se celebra un modesto festival que imita los fastos de Cádiz, y poco más.
Han pasado 30 años, mi vida llega a su fin y no veré un brillante Carnaval de Málaga tan fastuoso como el de los años 20.
Por no poder convivir con más de veinte cajas sin abrir en una habitación no demasiado grande, acabo de regalar 450 libros, una importante colección de música clásica y 130 películas DVD.
A diario pienso que necesito morir, pero no tengo huevos para tirarme por la ventana.